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La construcción de la cárcel pública de Antofagasta, en la parte alta de la ciudad, se inició a fines del siglo XIX y fue inaugurada en 1908. Con el tiempo el sector fue dejando de ser periferia y, junto con las primeras casas que rodearon el recinto, llegó el burdel de la tía Nirvana. Luego la ciudad siguió escalando y con el tiempo ambas edificaciones se vieron atrapadas en medio de un barrio residencial, a escasas cuadras del centro histórico.
El burdel había funcionado en un inmueble de dos plantas y fue una de las últimas casas de remolienda del país con pista de baile, orquesta en vivo y jarras de ponche servido en mesas con manteles de hule. En su amplio salón —decorado con espejos de marco dorado, floreros de yeso y sillones de tevinil rojo—, al compás de cumbias, boleros y valsecitos peruanos, los parroquianos, enarcando sus cuellos de gallitos de la pasión y esponjando sus plumas de colores en vistosos cortejos nupciales, podían pololear con las asiladas, jugar a enamorarlas, y después sintiéndose ya casi novios, hacer los tratos correspondientes y retirarse tomados de la mano a las habitaciones privadas. Todo en un aura de romanticismo tan natural como las flores de plástico de los jarrones.
El hecho de que el prostíbulo quedara frente a la cárcel pública le agregaba un halo de leyenda. Tal como en las cercanías de los cementerios existen esos boliches bautizados estratégicamente como Quita Penas, en donde los deudos, tras sepultar a sus muertos, pasan a aminorar su dolor con una caña de vino, de igual manera para los residentes del penal era motivo de regocijo el hecho de que el burdel funcionara a pasos de sus celdas. Luego de llevarse todo el tiempo de su condena mirando hacia el lado del lenocinio, casi oyendo la música del sarao, imaginando febrilmente lo que ocurría adentro, lo primero que hacía un preso al ganar la libertad —esto devenía en obligado ritual canero— era pasar directamente de la cárcel al prostíbulo a quitarse el óxido de los años de presidio, a desfogarse con una mujer de verdad. Y más de una vez ocurrió que un recién liberado, en medio del fragor de la cumbiamba, incurría en una reyerta de borrachos —casi siempre por los favores de la puta más pintada— y se despachaba a su rival de un solo tajo en la garganta, o de un certero punzazo en el corazón (punzones con punta frotada en ajo). Y desde ahí, desde el mismo salón del burdel, volvía directamente a su celda. Como gran trofeo de sus pocas horas de libertad, se llevaban el perfume del pachulí impregnado en sus ropas, aroma que les duraba semanas y que olían cada noche antes de dormir, o daban a oler a algún compañero de celda a cambio de un cigarrillo o un trago de pajarete.
El centro penitenciario, por su parte, ocupaba una manzana completa: la entrada era por Prat y la parte posterior daba a Sucre (donde estaba el prostíbulo); por el lado este colindaba con Curicó, y por el oeste, con Atacama. Con el pasar del tiempo, los vecinos del barrio se habían resignado a ser testigos presenciales de toda clase de peripecias inherentes a una y otra construcción. Si el burdel les prodigaba escenas de batallas campales entre marinos mercantes y borrachos locales, todos armados con cuchillos y cortaplumas y, a veces, escándalos de prostitutas deslenguadas que no tenían ningún empacho en pelear desnudas en la calle, usando tijeras o limas de uñas como armas, al recinto carcelario le debían periódicos espectáculos de reos amotinados, saltando a torso desnudo sobre los techos, aureolados por el humo de los colchones quemados, gritando insultos y enarbolando estoques y sables hechizos manchados de sangre, además de reiterados intentos de fuga: presos saltando los muros, escondiéndose en la tolva de los camiones de la basura o, en días de visita, intentando salir por la puerta principal ataviados y maquillados como una más de las mujeres retirándose del penal. Esto, para no hablar de las bulladas contiendas que se armaban entre el personal de gendarmería y los grupos de familiares que llegaban a reclamar los malos tratos de que eran víctimas los internos.
Todo ello —pese a que por esos días no se hablaba sino de los siete goles a uno con que Alemania avergonzó a Brasil en la semifinal del mundial de fútbol— y algunos otros detalles habían logrado averiguar el Tira Gutiérrez y la hermana Tegualda en los dos días que ocuparon para empadronar las casas de los alrededores de la cárcel. Sin embargo, ningún vecino les supo contar —por lo menos ninguno de los antiguos recordaba nada— de alguna fuga de presos a través de un túnel.
Eso sí, entre los pequeños detalles de todas esas generalidades recabadas, el Tira Gutiérrez se consiguió la dirección de un gendarme retirado que había ejercido en los años que estaban investigando, y la hermana Tegualda, de pura casualidad, se había agenciado el apodo de una de las prostitutas de la época —la Ojitos Lindos— y la certeza de que estaba viva, y que al parecer residía en el puerto de Taltal.