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La primera vez que la anciana de pelo azulino llegó a ver al Tira Gutiérrez fue poco antes de haber resuelto el caso de El Muertito. Fue como una visita de sondeo: preguntó mucho, observó mucho y prometió volver al día siguiente. Lo único que dijo aquella vez fue que quería contratarlo para que investigara la desaparición de su esposo. Y algo había mencionado sobre un túnel. Pero no se explayó.
Al Tira le dio la impresión de no haberle inspirado confianza a la señora. Pensaba que tal vez fueran sus ojeras, o sus modales poco refinados para con una dama como ella, o quizás el mobiliario indigente de su oficina. La cosa fue que la anciana no volvió sino hasta el día de ayer en la mañana.
Eran poco más de seis los meses transcurridos desde entonces, y en el intertanto algunas cosas habían cambiado en el país. Hubo cambio de gobierno (Michelle Bachelet había vuelto a ser elegida presidenta de la República), la selección nacional de fútbol había clasificado por segunda vez consecutiva para un mundial, y los vecinos peruanos —Tribunal de La Haya mediante— habían logrado arrebatarnos cuarenta mil kilómetros cuadrados de mar repleto de pesca. En la ciudad, sin embargo, todo continuaba igual: seguían llegando turbas de emigrantes de distintos países, las mineras seguían contaminando el medio ambiente con una impavidez alarmante, y los crímenes y las muertes sin resolver seguían acumulándose en los archivos de la policía. En estos primeros meses del año ya eran cuatro los asesinatos cobrados por la delincuancia.
Al presentarse de nuevo en la oficina, dos días después de publicada la noticia del túnel, el Tira Gutiérrez reconoció de inmediato a la anciana: su pelo azulino escarmenado era inconfundible; además, el tono de su voz y su actitud autoritaria cohibían a cualquiera. Sin embargo, lo que no recordaba exactamente era de qué se trataba su caso.
En esos momentos el Tira Gutiérrez estaba solo, su asistente había pedido el día libre por algo que tenía que ver con la congregación evangélica. La aristocrática matrona lo saludó displicente, se sentó con expresión de asco en uno de los sillones de felpa verde —como si se estuviera sentando en un baño público, se dijo el Tira—, cruzó las piernas y, sin solución de continuidad, como si no hubiese pasado todo el tiempo que había transcurrido, dijo que estaba bien, que lo contrataba, que ya podía comenzar a investigar el caso.
—Pero, eso sí —levantó un índice admonitorio la anciana—, deberá ser acucioso, eficiente y no echarse en los huevos como las gallinas.
Todo esto ante la cara de idiota del Tira Gutiérrez que, sin pestañear, no dejaba de mirarla, tratando de recordar de qué carajo se trataba todo ese embrollo.
—Refrésqueme un poco la memoria, señora —atinó a balbucear antes de que la anciana siguiera hablando—. ¿Sobre qué versaba su asunto?
—¿Cómo? ¿No se acuerda, señor? Es sobre el desaparecimiento de mi marido, el teniente de Ejército Arturo Calderón Iriarte. Y mi nombre, por si también lo ha olvidado, es Magallánica Suárez de Calderón. Lo que quiero es que halle alguna pista que despeje la incógnita de la desaparición de mi marido. Aunque la versión oficial dice que fue secuestrado por un grupo subversivo, yo nunca he estado muy convencida.
Con ese nombrecito no debería haberme olvidado, pensó el Tira Gutiérrez. Y no es que hubiera tenido muchos casos que resolver en el intertanto; en todo ese tiempo solo había sido contratado para investigar algunos asuntos de infidelidad conyugal, el robo de un perro pastor alemán desde un edificio de departamentos (la hermana Tegualda descubrió en dos días que la peruana que paseaba al perro lo había vendido) y el «misterio de las camionetas rayadas», como habían caratulado uno de los últimos casos, resuelto también en poco más de dos semanas.
—¿Cuándo desapareció su marido exactamente, señora? —el Tira Gutiérrez sacó una libreta y una lapicera Bic del cajón de su escritorio, y puso cara de interesado.
—Hace cuarenta años —dijo la señora Magallánica—, un sábado 23 de octubre de 1974. Lo tengo clarito en mi memoria.
—¿Y qué la incitó a buscar pistas después de tantos años?
—La noticia del túnel en la cárcel vieja.
—Pero eso se supo hace solo dos días, y si la memoria no me falla de nuevo, usted vino a verme hará unos seis meses, si no más.
—Esa vez vine porque iba a casarme de nuevo y necesitaba estar segura de si mi marido estaba vivo o muerto. Pero luego la boda se atrasó. Y con respecto a lo del túnel, usted lo habrá sabido hace dos días, pero yo lo supe desde siempre. Y por lo demás, señor, es evidente que su memoria deja mucho que desear, pues aquella vez le mencioné lo del túnel.
El Tira Gutiérrez enarcó las cejas en señal de desconcierto.
—Claro que me acuerdo —dijo, e hizo como que anotaba algo en la libreta. La verdad, estaba confuso.
—Parece que usted no pone atención a lo que se le dice, señor — la anciana abrió su cartera, sacó un pañuelo perfumado y se sonó su naricilla de muñeca vieja.
En esos momentos, como dos paraguas negros plegándose silenciosamente, aparecieron y se posaron en el balcón John y Yoko (para enojo de la hermana y alegría del Tira, la pareja de jotes hacía poco más de dos semanas había regresado, luego que se desmontara la grúa de la construcción de enfrente). La mujer estaba de perfil al balcón y el Tira Gutiérrez rogó para que no se diera cuenta de la presencia de las aves.
La anciana terminó de sonarse y dijo, como hablando consigo misma, que si ella fuera detective comenzaría por investigar el famoso túnel de la cárcel. Cuando el Tira Gutiérrez le preguntó qué tenía que ver la desaparición de su marido con el túnel, ella lo miró de soslayo:
—Justo para eso lo estoy contratando pues, señor —sus ojos echaban chispas—, para que lo averigüe. Y quiero que sepa que vine aquí solo porque no hay otro investigador privado en la ciudad.
El Tira Gutiérrez quiso contestarle con una insolencia, pero contó hasta tres y se sopló el mechón blanco.
—Se lo agradezco, señora, pero —trató de poner cara de inteligente—, ¿tiene usted motivos para pensar que ambos eventos, por usar una palabra de moda, tienen alguna conexión?
La anciana dijo que la noche previa a su desaparición, su esposo había regresado a casa completamente borracho, y aunque eso no era ninguna novedad, sí lo era el hecho de que llegó hablando sobre un túnel. Tiene que haber un túnel, repetía a cada rato. Mañana lo voy a verificar. Por supuesto que esa noche, como todas, venía de donde la tía Nirvana, como llamaban a ese puticlub que estaba frente a la cárcel. Lo acusaba la guerrera de su uniforme pasada a pachulí.
—El perfume de las putas, usted sabe.
El Tira Gutiérrez seguía mirándola atónito. De pronto le pareció recordar —¿o lo había imaginado?— que en su visita anterior ella le había contado, sin ningún reparo, que en su juventud había ejercido en la casa de la tía Nirvana. Claro, seguro que lo imaginó o lo soñó en uno de sus momentos de semidesvelo.
—Por eso desconfío de la versión oficial —siguió la anciana—. ¿Y quiere que le diga algo más? Yo creo que se fue con una de esas atorrantas. Por lo mismo debería meter las narices también en el burdel.
—El burdel dejó de funcionar hace rato, señora.
—Ya lo sé. Y sé también que la tal tía Nirvana murió. Pero alguna de las tantas prostitutas de aquella época debe quedar viva por ahí, ¿no?
El Tira Gutiérrez volvió a soplarse el mechón.
—Pero bueno, eso es tarea suya. Para eso le voy a pagar, ¿no? Aunque debería hacerme un descuento por las ideas que le estoy aportando.
Cuando el Tira Gutiérrez, por parecer preocupado y ocupado del asunto, le preguntó, sin dejar de garrapatear en su libreta, a qué regimiento pertenecía su esposo, la mujer alzó la cabeza y dijo orgullosa:
—Al glorioso regimiento Esmeralda, señor.
Veinticinco minutos después, dicho lo que había que decir, anotado lo que había que anotar y convenidos los honorarios —no sin regateos por parte de ella—, la viejita hizo un cheque por el cincuenta por ciento del dinero, lo dejó sobre la mesa en un sutil ademán de desprecio y se incorporó para irse.
Él la acompañó hasta la puerta. Ella se despidió pasándole apenas la yema de sus dedos, unos dedos lánguidos, transparentes, helados.
Esta vieja ya está muerta, pensó el Tira Gutiérrez.
Con su naricilla fruncida, doña Magallánica Suárez de Calderón, nieta, hija y esposa de soldado (y seguramente viuda de soldado también), antes de salir del todo, le dijo que debería hacer algo para espantar a esas asquerosidades posadas en el balcón, que no eran nada de agradables a la vista. Y ya desde afuera recalcó enfática:
—Aunque no lo imagino a usted con mascotas más finas.