EL RELATO DEL CAZADOR QUATERMAIN
Sir Henry Curtis, como saben todos cuantos le conocen, es uno de los hombres más hospitalarios de la tierra. Y fue mientras gozaba de su simpática hospitalidad en su residencia de Yorkshire el otro día, que escuché la historia de caza que ahora voy a transcribir. Muchos de quienes lean esto seguramente habrán oído algunos de los extraños rumores que circulan acerca del hallazgo que efectuaron sir Henry Curtis y su amigo el capitán Good, de la Armada Real, de un gran tesoro de diamantes en el corazón de Africa, escondido supuestamente por los egipcios, por el rey Salomón o por algún otro personaje antiguo. Me enteré por primera vez de este asunto en un párrafo de una revista de sociedad el día antes de emprender el viaje hacia Yorkshire con el fin de visitar a Curtis, y llegué, naturalmente, ardiendo de curiosidad, pues siempre resulta fascinante la idea de un tesoro oculto. Cuando llegué a Hall, le pregunté al instante a Curtis sobre ello, y no me negó la verdad de la historia, pero cuando le presioné para que me la contara no lo hizo, ni tampoco quiso contármela el capitán Good, que paraba asimismo en la casa.
—No me creería si la contase —se excusó sir Henry, lanzando una de sus alegres carcajadas que parecen salir de sus grandes pulmones—. Tendrá que esperar hasta que llegue el cazador Quatermain, que regresa de África esta misma noche, por lo que no diré ni una sola palabra sobre el asunto, ni tampoco Good, hasta que aparezca Quatermain, el cual estaba con nosotros y conoce el caso desde hace años y años, y de no haber sido por él, no estaríamos hoy aquí con vida. Espere y se lo presentaré.
No logré sacarle ni una palabra más, ni ningún otro de los presentes, aunque estábamos muertos de curiosidad, especialmente algunas de las damas. Nunca olvidaré sus miradas en el saloncito antes de la cena, cuando el capitán Good exhibió un diamante grande y tosco, que pesaría unos cincuenta quilates o más, y les dijo que aún tenía otros mayores. Si alguna vez he visto la curiosidad retratada en un semblante, fue entonces en los rostros de aquellas damiselas.
Fue justamente en aquel momento cuando se abrió la puerta y anunciaron a Allan Quatermain, mientras Good se metía el diamante en el bolsillo y se ponía en pie para recibir a un individuo que cojeaba ligeramente al entrar en el salón, acompañado por sir Henry Curtis.
—Ah, aquí está, sano y salvo —exclamó sir Henry, triunfalmente—. Damas y caballeros, permitan que les presente a uno de los cazadores más veteranos y el mejor tirador de África, que ha abatido más elefantes y leones que cualquier otro hombre.
Todos contemplaron curiosamente al hombre cojo y no muy alto, pensando que aunque su estatura era insignificante, valía la pena observarle. Tenía el cabello, muy corto, gris, encrespado cosa de una pulgada por encima de su cráneo como las cerdas de un cepillo; poseía unos ojos pardos, de mirada gentil que parecía escudriñarlo todo al momento, y un rostro ajado, atezado con el color de la caoba por su exposición a la intemperie. Habló, cuando devolvió el entusiasta saludo de Good, con un curioso acento que resultaba sumamente grato.
Resultó que yo me senté junto a Allan Quatermain durante la cena y, naturalmente, hice cuanto pude por atraérmelo, pero no era de los individuos que se dejan atraer. Admitió que había realizado recientemente un largo viaje al interior de Africa con sir Henry Curtis y el capitán Good, y que habían descubierto un tesoro, pero luego cortésmente cambió de tema y empezó a formularme preguntas sobre Inglaterra, donde no había estado nunca, es decir, desde que había llegado a los años de la discreción. Claro está, no hallé este tema muy interesante, de manera que me esforcé por volver al primer tema de la conversación.
Estábamos cenando en un vestibulo tapizado con paneles de roble y en la pared opuesta a mí había colgados dos gigantescos colmillos de elefante, y debajo un par de cuernos de búfalo, muy toscos y retorcidos, demostrando que procedían de un búfalo viejo, con la punta de un cuerno partida y astillada. Observé que los ojos del cazador Quatermain no dejaban de contemplar aquellos trofeos y aproveché la ocasión para preguntarle si sabía algo respecto a ellos.
—Debería saberlo —respondió con una risita—. El elefante de quien eran estos colmillos destrozó a uno de los nuestros por la mitad hace unos dieciocho meses, y respecto a la cornamenta de búfalo, casi me dio muerte y fue el final de un sirviente mío, al que apreciaba mucho. Se los di a sir Henry cuando hace unos meses salió de Natal.
Allan Quatermain suspiró y se volvió para responder a una pregunta formulada por la dama a la que él había invitado a la cena, la cual, no es necesario remarcarlo, también estaba empeñada en bombearle acerca de los diamantes.
—Bien, señor Quatermain —dijo la dama sentada a su lado—, sir Henry y el capitán Good nos han mantenido en una agonía de suspense, habiéndose negado persistentemente a decir una sola palabra de esta historia del tesoro oculto hasta que usted llegara, y sencillamente, no podemos resistirlo más. Por favor, empiece al momento.
—Sí —la corearon todos—, empiece, por favor.
El cazador Quatermain miró alrededor de la mesa con cierta aprensión; no parecía gustarle ser objeto de tanta curiosidad.
—Damas y caballeros —empezó al fin, con un movimiento de su grisácea cabeza—, mucho lamento defraudarles, pero no puedo contarlo. Se trata de esto. A petición de sir Henry y del capitán Good, he redactado un relato fiel y claro de las Minas del rey Salomón y de cómo las descubrimos, por lo que muy pronto podrán enterarse por sí mismos de esa maravillosa aventura; pero hasta entonces no diré nada sobre ello, no por deseo de desalentar su curiosidad, ni para darme importancia, sino simplemente porque toda la historia tiene tanto de maravilloso, que temo contarlo fragmentariamente, de forma apresurada, y por temor a ser considerado igual que uno de esos tipos que tanto abundan en mi profesión, que no se avergüenzan de narrar historias que no han vivido, e incluso de relatar maravillosas historias acerca de unos animales salvajes que jamás han matado. Y creo que mis compañeros de esa aventura, sir Henry Curtis y el capitán Good, me apoyarán en mi decisión.
—Sí, Quatermain, opino que está en lo cierto —sonrió sir Henry—. Precisamente la misma consideración nos ha obligado a Good y a mí a reprimir nuestras lenguas. No deseamos ser comparados con… bueno, con otros famosos viajeros.
Hubo un creciente murmullo de desaprobación ante este anuncio.
—Supongo que está bromeando —opinó severamente la joven lady sentada al lado de Allan Quatermain.
—Créame —respondió el viejo cazador, con tono cortés y una inclinación de su cabeza grisácea—. Pese a haber pasado toda la vida en el desierto, entre salvajes, ni tengo corazón ni los modales necesarios para defraudarles tan burdamente.
Ante estas palabras, la joven dama, que era muy bonita, pareció apaciguada.
—Esto es espantoso —intervine a mi vez—. Nosotros pedimos pan y usted nos da una piedra, señor Quatermain. Al menos, lo que puede hacer es contarnos la historia de esos colmillos de elefante y la cornamenta del búfalo colgados en esa pared.
—Temo ser un mal narrador —se defendió el viejo cazador—, pero si perdonan mi falta de habilidad, me encantará contarles, no la historia de esos colmillos, toda vez que forman parte de nuestro viaje a las minas del rey Salomón, sino la de la cornamenta del búfalo, de lo que hace ya diez años.
—¡Bravo, Quatermain! —aprobó sir Henry—. Estaremos encantados. ¡Dispare! Y antes llénese la copa.
El cazador lo hizo, tomó un sorbo del clarete y empezó:
Hace unos diez años me hallaba cazando en el interior de África, en un paraje llamado Gatgarra, no muy lejos del río Chobe. Tenía conmigo a cuatro sirvientes nativos, a saber, un conductor y un voorlooper o guía de los bueyes, nativos del país de Matabelele; un hotentote llamado Hans, que había sido esclavo de un bóer del Transvaal; y un cazador zulú que por espacio de cinco años me había acompañado en mis viajes, cuyo nombre era Mashune. Cerca de Gatgarra encontré un estupendo paraje, semejante a un parque, donde la hierba era excelente, considerando la época del año; levanté allí un pequeño campamento o cuartel general, desde donde emprender las expediciones en busca de caza, especialmente elefantes. Mi suerte, no obstante, fue pésima, y conseguí muy poco marfil. Sin embargo, me sentí contento cuando unos nativos me notificaron que una gran manada de elefantes se estaba alimentando en un valle situado a unas treinta millas de distancia. Al principio, pensé descender por el valle, carromato y todo, pero abandoné esta idea al enterarme de que el valle estaba infestado por la terrible mosca tsé-tsé, que es mortal para todos los animales, salvo el hombre, los burros y la caza salvaje. Por consiguiente, y a regañadientes, decidí dejar el carromato a cargo del líder y del conductor matabele, y emprender la marcha hacia la maltrecha región, acompañado solamente por el hotentote Hans y Mashune.
A la mañana siguiente partimos y al anochecer del día siguiente llegamos al lugar donde habían sido vistos los elefantes. Pero también allí tuvimos mala suerte. Que los elefantes habían estado allí era evidente, ya que su rastro se veía por doquier, junto con otras huellas de su presencia en forma de mimosas desenraizadas, volcadas en el suelo, a fin de permitir que los grandes paquidermos pudieran consumir sus dulzonas raíces; pero los elefantes ya se habían esfumado. Habían escogido trasladarse a otro lugar. Siendo así, sólo cabía hacer una cosa, ir tras ellos, que es lo que hice, puesto que intuía una buena cacería. Durante unos quince días o más perseguimos a aquellos elefantes, llegando a divisarlos en dos ocasiones; oh, sí, formaban una espléndida manada… pero cada vez volvimos a perderlos de vista. Al fin coincidimos con ellos por tercera vez y conseguí acertar a uno, y entonces el grupo huyó de nuevo, y comprendí que ya era inútil intentar seguirles. Acto seguido, abandoné aquella caza bastante disgustado y regresamos al campamento, no precisamente con el mejor de los ánimos, acarreando los colmillos del elefante abatido.
A la tarde del quinto día después de nuestro regreso, llegamos al pequeño koppie que domina el sitio donde se hallaba el carromato y confieso que trepé a aquel lugar con la placentera sensación del que llega a su hogar, ya que el carromato es el hogar del cazador lo mismo que la casa es el hogar del hombre civilizado. Alcancé la cima del koppie y tendí la vista en dirección adonde debía estar el carromato con su blanco toldo… pero no estaba allí, y sí sólo una planicie quemada hasta donde alcanzaba la vista. Me froté los ojos, miré otra vez, y me concentré en el terreno del campamento, pero no vi el carromato y sí solamente algunos palos de madera chamuscados. Medio loco de dolor y ansiedad, seguido por Hans y Mashune, bajé a toda velocidad la ladera del koppie y atravesé la llanura por debajo del manantial, donde había estado mi campamento. Pronto estuve allí, sólo para descubrir que mis sospechas estaban confirmadas.
El carromato con todo su contenido, incluyendo mis armas y municiones de repuesto, había sido destruido por el incendio de los matorrales.
En realidad, antes de emprender la marcha, yo le había ordenado al conductor que quemase hierba en torno al campamento, a fin de precavernos contra accidentes de esta naturaleza, y aquí tenía ahora el premio de mi necedad; una apropiada ilustración de la necesidad, especialmente en relación a los nativos, de que nadie está bien servido sino es por uno mismo. Evidentemente, aquellos granujas perezosos no habían quemado la hierba alrededor del carromato, sino que probablemente habían incendiado descuidadamente la alta y resinosa hierba llamada tambouki que por allí crecía; el viento había impulsado las llamas hacia el carromato, y al incendiarse el toldo se había puesto remate al asunto. En cuanto al conductor y al guía, ignoro qué fue de ellos, ya que temiendo posiblemente mi justificado enojo habían huido llevándose consigo los bueyes. Desde aquel momento no he vuelto a verles.
Me senté en la negra veldt[20], cabe el manantial, y contemplé los achicharrados restos de mi carromato, y les aseguro, damas y caballeros, que estuve a punto de echarme a llorar. Hans y Mashune maldijeron vigorosamente, uno en zulú, el otro en holandés. Nos hallábamos en una bonita posición. Estábamos a unas trescientas millas de Bamangwato, la capital del país de Khama[21], que era el lugar más cercano para pedir ayuda, y nuestra munición, las armas, las ropas, la comida y todo lo demás, había quedado completamente destruido. Y allí estaba yo, de pie, con una camisa de franela, un par de «veldtschoons», o calzado de cuero blando, mi rifle calibre ocho y unos cuantos cartuchos. Hans y Mashune también tenían cada uno un rifle Martini y algunos cartuchos, no muchos. Y con este mísero equipo tuvimos que emprender el viaje de trescientas millas a través de una región desolada y casi deshabitada. Puedo asegurarles que pocas veces me he hallado en tan mala situación, y eso que me he visto en algunas bastante raras. Sin embargo, estos son los incidentes naturales de la vida de un cazador y lo único que hay que hacer es sacar de los mismos el mejor partido posible.
Luego, tras pasar una noche incómoda entre los restos del carromato, iniciamos al día siguiente nuestro largo viaje hacia la civilización. Si ahora relatara todos los incidentes y todas Las molestias de esa maldita travesía les tendría escuchándome hasta medianoche; por tanto, con su permiso, pasaré hacia la particular aventura de la que el par de cuernos de búfalo son el recuerdo melancólico.
Llevábamos viajando casi un mes, viviendo y manteniéndonos lo mejor que podíamos, cuando una noche acampamos a unas cuarenta millas de Bamangwato. Por entonces nos hallábamos sumidos en un abatimiento melancólico, con llagas en los pies, medio muertos de hambre y totalmente derrengados; y además yo padecía un agudo ataque de fiebre, que me dejaba medio ciego y débil como un bebé. Asimismo, se habían acabado las municiones; a mí sólo me quedaba un cartucho para mi rifle calibre ocho, y Hans y Mashune, que estaban armados con los Martini Henry, tenían tres entre ambos. Faltaba una hora para la puesta de sol cuando hicimos alto y encendimos una hoguera, ya que afortunadamente aún nos quedaban cerillas. Era un sitio espléndido para acampar, según recuerdo. Un poco fuera del rastro de caza que íbamos siguiendo había un pequeño foso, bordeado por mimosas de copa plana, y en el fondo del foso manaba de la tierra una fuente de agua clara, formando una balsa, alrededor de cuyos bordes crecían abundantes berros de una clase muy semejante a los que ahora estamos consumiendo. Bien, no nos quedaba comida en absoluto, tras haber devorado por la mañana los restos de un pequeño antílope, que yo había matado dos días antes. Entonces Hans, que era mejor tirador que Mashune, cogió dos de los tres cartuchos Martini que quedaban, y marchó para ver si lograba matar una pieza para la cena. Yo me hallaba demasiado débil para intentarlo por mi cuenta.
Mientras tanto, Mashune se ocupó en arrastrar algunos leños de las mimosas para formar una especie de skerm, o refugio donde dormir, a unos cuarenta metros de la balsa de agua. Durante nuestra prolongada travesía los leones nos habían estado acosando constantemente, y la noche anterior casi nos habían atacado, cosa que me puso muy nervioso, especialmente a causa de mi débil condición. Justo al finalizar de hacer el skerm, o mejor dicho, algo que lo pareciese, Mashune y yo oímos una detonación que aparentemente había sonado a una milla de distancia.
—¡Escuchad! —gritó Mashune en zulú, supuse que más por mantener alta la moral que por otro motivo cualquiera, ya que era una especie de negro Mark Tapley, muy animoso ante las dificultades—. Escuchad el maravilloso sonido con que los maboona (los bóers) batieron a nuestros padres en la batalla del Río de la Sangre[22]. Ahora tenemos hambre, padre mío; nuestros estómagos son pequeños y se mustian como la panza de un buey disecado, pero pronto estarán llenos de buena carne. Hans es un hotentote y un umfagozan, o sea un tipo de baja condición, pero apunta con tino… ¡ah! Sí, ciertamente apunta muy bien. Ten buen corazón, padre mío, que pronto habrá mucha carne en el fuego y volveremos a ser hombres valerosos.
Y así continuó diciendo tonterías hasta que le ordené callar, porque sus necias palabras me daban jaqueca.
Poco después de haber oído el disparo se hundió el sol en medio de su rojo esplendor, y la tierra y el firmamento cayeron en el intenso silencio del desierto africano. Los leones no habían aparecido todavía, pues probablemente aguardaban a que asomara la luna, y los pájaros y demás animales estaban ya descansando. No acierto a describir la intensidad de la quietud de la noche; para mí, en mi estado de debilidad y por la angustia que experimentaba ante la demora del hotentote Hans en regresar, todo me parecía ominoso, como si la Naturaleza llorase por una tragedia desarrollada a su vista.
Todo estaba callado… callado como la muerte, solitario como la tumba.
—Mashune —dije al fin—, ¿dónde está Hans? Mi corazón sufre por él.
—No, padre mío, no lo sé. Tal vez estaba muy cansado y se ha dormido, o quizá se ha extraviado en el camino.
—Mashune ¿por qué me dices tantas bobadas? —repliqué—. Vamos, en todos los años que llevas cazando a mi lado, ¿has visto jamás a un hotentote que extraviara su camino o que durmiera fuera del campamento?
—No, Macumazahn (este, damas y caballeros, es mi nombre nativo y significa «el hombre que vigila en la noche» o «que siempre está despierto»), no sé donde está.
Pero mientras discutíamos de este modo, a ninguno de los dos nos gustaba lo que bullía en nuestros cerebros, es decir: que alguna desgracia le había ocurrido al pobre hotentote.
—Mashune —dije al fin—, baja a la balsa y tráeme algunas de las verdes hierbas que allí crecen. Tengo hambre y debo comer algo.
—No, padre mío, con toda seguridad allí están los fantasmas; de noche salen del agua y se sientan en las orillas para secarse. Un isanusi[23] me lo dijo.
Mashune era, según creo, uno de los hombres más valientes que conocía durante el día, pero sentía un temor muy poco civilizado por lo sobrenatural.
—¿Tendré que ir yo, maldito tonto? —mascullé severamente.
—No, Macumazahn, si tu corazón anhela las cosas extrañas, como una mujer enferma, iré yo, aunque los fantasmas me devoren.
Y marchó, no tardando en volver con un buen manojo de berros, que devoré ansiosamente.
—¿No tienes hambre? —le pregunté al zulú, que estaba sentado viéndome masticar los berros.
—Nunca estuve más hambriento, padre mío.
—Entonces, come —dije señalando los berros.
—No, Macumazahn, no puedo comer estas hierbas.
—Si no las comes te morirás de hambre: come, Mashune.
Contempló un buen rato los berros y al fin cogió un buen puñado y se los llevó a la boca, gritando mientras tanto:
—Oh ¿por qué nací para tener que vivir alimentándome con unas hierbas verdes como si fuera un buey? Seguro, si mi madre lo hubiese sospechado me habría matado al nacer.
Y así continuó lamentándose entre bocado y bocado de berros hasta terminarlos todos, momento en que declaró que estaba lleno de materia verde pero aún sentía frío en el estómago, «como nieve en una montaña». En otra ocasión me habría echado a reír, pues forzoso es reconocer que Mashune tenía una forma muy cómica de decir las cosas. A los zulúes, cierto, no les gusta la comida verde.
Tan pronto como Mashune hubo dado fin a sus berros, oímos el rugido ¡Grrr! ¡Grrr! de un león, que evidentemente se paseaba demasiado cerca de nuestro skerm para que resultase tranquilizador. Efectivamente, escrutando en la oscuridad y prestando oído atento, pude oír su ronca respiración y captar el brillo de sus grandes ojos amarillentos. Los dos chillamos para ahuyentarle, y Mashune arrojó unos leños al fuego para asustarle, lo que al parecer tuvo el efecto deseado, ya que durante un buen rato no volvimos a verle ni a oírle.
Poco después de habernos sobresaltado aquella fiera, la luna mostró todo su esplendor, lanzando un velo de luz plateada sobre la tierra. Pocas veces he sido testigo de una aparición lunar más bella. Recuerdo que bajo esa luz, sentado en el skerm pude leer fácilmente las notas tomadas a lápiz en mi agenda. Tan pronto como hubo salido la luna, las piezas de caza empezaron a aproximarse a la balsa justo por debajo de nosotros. Desde donde estábamos logré divisar toda clase de animales que pasaban por un estrecho reborde situado a nuestra derecha, camino de su abrevadero. En efecto, un macho —un gran antílope—, llegó a unos veinte metros del skerm y lo miró suspicazmente, con su hermosa cabeza y sus retorcidos cuernos claramente recortados contra el cielo. En aquel momento pensé dispararle a fin de obtener unos jugosos filetes, pero al recordar que solamente nos quedaban dos cartuchos, y ante la gran probabilidad de no acertarle a la luz de la luna, decidí abstenerme de abatirlo. El antílope echó a correr hacia el agua y un par de minutos más tarde oímos un gran chapoteo, seguido por el rápido paso de unas ágiles patas al galope.
—¿Qué es eso, Mashune? —pregunté.
—El maldito león. Ese antílope lo ha olido —replicó el zulú en inglés, de cuyo idioma tenía un conocimiento superficial.
Apenas salidas estas palabras de su boca cuando escuchamos una especie de gemido al otro lado de la balsa, que al instante fue respondido por un gran rugido muy cerca de nosotros.
—¡Por Zeus! —exclamé—. Ahora son dos. Han perdido al antílope; bien, hemos de procurar que no nos atrapen a nosotros.
De nuevo avivamos la hoguera y gritamos con el feliz resultado de que los leones huyeran de allí.
—Mashune —dije—, tú vigilarás hasta que la luz de la luna llegue a aquel árbol, cuando será medianoche. Entonces me despertarás. Vigila bien o los leones estarán royendo tus huesos antes de que seas tres horas más viejo. Por mi parte, he de descansar un poco o me moriré.
—¡Koos! (jefe) —asintió el zulú—. Duerme, padre mío, duerme en paz; mis ojos estarán tan abiertos como las estrellas, y como las estrellas también estarán fijos en ti.
A pesar de mi gran debilidad, no logré seguir su consejo al instante. Primero, porque la cabeza me ardía por la fiebre y segundo, porque estaba angustiado por la ausencia del hotentote Hans; además, me hallaba sumamente inquieto por nuestro futuro, ya que ignoraba cómo conseguiríamos llegar a Bamangwato, a unas cuarenta millas de distancia, con nuestros pies llagados, los estómagos vacíos y sólo un par de cartuchos. Además, la misma sensación de saber que hay dos leones rondando en la oscuridad es causa de una cierta ansiedad, aunque ya se esté más o menos acostumbrado a tal cosa, que impide que el sueño acuda prontamente. Aparte de todos estos problemas, recuerdo que también anhelaba tremendamente tener una pipa llena de tabaco, cosa que en aquellas circunstancias era tan imposible como pedir la luna.
Sin embargo, al final caí en un desasosegado sueño tan lleno de pesadillas como un higo chumbo lo está de pinchos; recuerdo una de tales pesadillas, en la que me hallaba apoyando un pie descalzo sobre una cobra que irguió la cola y silbó mi nombre, «Macumazahn», al oído. En realidad, la cobra silbó mi nombre con tanta insistencia que al fin me desperté.
¡Macumazahn, nanzia, nanzia! (¡allí, allí!), susurraba la voz de Mashune en mi adormilado oído. Incorporándome, abrí los ojos y vi a Mashune arrodillado a mi lado, señalando la balsa. Siguiendo la línea trazada por su extendida mano, mis ojos divisaron algo que me provocó un enorme sobresalto, a pesar de ser ya en aquellos días un experimentado cazador. A unos veinte pasos del skerm se levantaba un gran hormiguero, y en lo alto del mismo, con las cuatro patas muy juntas como para sostenerse en tan limitado espacio, había la maciza forma de una enorme leona. Su cabeza estaba orientada hacia el skerm y a la brillante luz de la luna vi cómo la inclinaba para lamerse las garras.
Mashune me arrojó el rifle Martini a las manos, murmurando que estaba cargado. Lo levanté y apunté a la leona pero, incluso bajo aquella luminosidad lunar vi que era imposible acertar, guiándome por la mira del Martini. Como habría sido una locura disparar en tales condiciones, ya que el resultado habría sido seguramente herir tan sólo a la leona, si no fallaba el tiro por completo, bajé el rifle y arrancando rápidamente una hoja de papel de mi agenda de bolsillo, que había estado consultando antes de dormirme, la atarugué en el punto de mira. Claro, todo esto tomó cierto tiempo, y antes de que la cuartilla estuviese a punto, Mashune volvió a cogerme del brazo, y señaló un bulto oscuro que había bajo la sombra de una mimosa que crecía a menos de diez pasos del skerm.
—Bueno ¿qué pasa? —susurré—. No veo nada.
—Hay otro león —fue la respuesta.
—¡Tonterías! Tu corazón está muerto de miedo y ves doble.
Entonces me incliné por encima de la valla protectora y miré hacia el bulto.
Incluso mientras pronunciaba las últimas palabras, el bulto oscuro se levantó y echó a andar bajo la luz de la luna. Era un león magnífico, de negra melena, uno de los mayores que había visto. Cuando hubo avanzado dos o tres pasos me vio, se paró y fijó su aguda mirada en nosotros. Estaba tan cerca que pude ver la luz de la hoguera reflejada en sus perversas y verdosas pupilas.
—¡Dispara, dispara! —gritó Mashune—. ¡Este diablo se acerca y va a saltar!
Levanté el rifle y apunté el trozo de papel del punto de mira directamente al mechón de pelos blancos situado justo donde está la garganta, entre el pecho y los hombros. Al hacerlo, el león echó la vista atrás, lo que según mi experiencia hace siempre un león antes de saltar. Luego, agachó levemente el cuerpo y así divisé sus grandes garras extendidas sobre el suelo, poniendo todo su peso en ellas, para reunir todas sus energías. Me apresuré a apretar el gatillo del Martini, aunque no lo suficiente, puesto que al mismo tiempo el león iba ya a saltar. La detonación del rifle sonó alta y clara en el intenso silencio de la noche, y al siguiente segundo, la alimaña cayó a unos cuatro pies de nosotros, y rodando una y otra vez en nuestra dirección, iba destruyendo y enviando al aire las ramas que formaban nuestra pequeña valla con los accesos convulsos de sus enormes garras. Por nuestra parte, saltamos al otro lado del skerm y el león siguió rodando directamente hacia la hoguera. A continuación, se levantó, se sentó sobre sus posaderas como un gran perrazo, y empezó a rugir. ¡Cielos, cómo rugía! Jamás había oído nada semejante. Llenaba de aire sus pulmones y después soltaba un rugido realmente atronador. De repente, en medio de uno de los más estremecedores rugidos, rodó de costado y se quedó inmóvil. Comprendí que había muerto. Generalmente, los leones mueren de costado.
Lanzando un suspiro de alivio, tendí la vista hacia su compañera, que seguía sobre el hormiguero. Aparentemente se hallaba petrificada por el asombro, mirando hacia atrás y moviendo la cola; pero con gran alegría por nuestra parte, cuando el león dejó de rugir, ella dio media vuelta y dando un tremendo salto, se desvaneció en la noche.
Entonces avanzamos cautelosamente hacia la postrada bestia, en tanto Mashune entonaba una improvisada canción zulú sobre de qué modo Macumazahn, el cazador de cazadores, cuyos ojos están bien abiertos tanto de noche como de día, puso su mano en el estómago del león cuando éste se disponía a devorarle, y extrajo su corazón por las raíces, etcétera, etcétera, expresando de esta forma su satisfacción, en su hiperbólico estilo zulú, por el giro de los acontecimientos.
No había necesidad de mostrarnos cautelosos, pues el león estaba tan muerto como si ya estuviese relleno de paja. La bala del Martini había penetrado a una pulgada del mechón blanco al que yo había apuntado, pasando a la cadera derecha, cerca del comienzo de la cola. El Martini tiene un maravilloso poder impulsor, aunque el choque que le da al sistema es, relativamente hablando, ligero a causa de la pequeñez de los agujeros que hace. Pero afortunadamente, el león es una bestia fácil de matar.
Pasé el resto de la noche sumido en un profundo sueño, con la cabeza descansando sobre el costado del difunto león, postura que, pienso, resultaba poéticamente irónica, a pesar de que el olor de sus pelos chamuscados era muy desagradable. Cuando me desperté, las débiles y rosadas luces del amanecer se extendían ya por oriente. Por un momento no logré comprender la fría sensación de ansiedad que anidaba como un bloque de hielo en mi corazón, hasta que el olor y el tacto del pellejo del león abatido, que tenía debajo de mi cabeza, me hizo recordar las circunstancias en que nos hallábamos. Me incorporé y miré ávidamente a mi alrededor con el deseo de descubrir alguna señal de Hans, el cual, si había escapado a algún accidente, seguramente volvería al salir el sol, pero no había la menor señal. Mi esperanza empezó a esfumarse, pensando ya lo peor para el pobre hotentote. Dejando que Mashune se ocupara de la hoguera, yo me dediqué a arrancar la piel del costado del león, que era realmente un animal espléndido, y a cortar unos pedazos de carne que asamos y devoramos golosamente. La carne de león, por raro que parezca, tiene buen gusto y sabe más a la de ternera que otra cualquiera.
Cuando hubimos acabado nuestro tan necesitado desayuno, el sol se levantaba ya en el horizonte, y después de beber un poco de agua y lavarnos en la balsa, tratamos de encontrar a Hans, dejando al león muerto a los tiernos halagos de las hienas. Tanto Mashune como yo sabíamos, gracias a la práctica, encontrar los rastros, por lo que no tuvimos ninguna dificultad en seguir las huellas del hotentote, pese a ser muy débiles. Habíamos avanzado ya de esta forma una media hora y estábamos tal vez a una milla o más de nuestro campamento, cuando descubrimos el rastro de un búfalo solitario mezclado con las huellas de Hans, y gracias a varios indicios, comprendimos que el hotentote había estado siguiendo al búfalo. Por fin llegamos a un pequeño claro en el que crecía una vieja mimosa espinosa, con unas raíces de forma extrañamente curvada y peculiar, bajo la cual un puerco espín, un oso hormiguero, o algún otro animal semejante, había excavado un agujero bastante ancho. A unos diez o quince pasos del árbol espinoso había un denso trecho de maleza. Y arbustos.
—¡Mira, Macumazahn, mira! —exclamó Mashune muy excitado, al acercarnos a la mimosa—, el búfalo ha cargado contra Hans. Mira, aquí estaba cuando le disparó; fíjate cuán firmemente plantó sus pies en tierra; esta es la marca de su dedo torcido (en efecto, Hans tenía un dedo del pie torcido). ¡Mira! Por aquí el búfalo bajó de la colina como una roca, revolviendo la tierra como si sus pezuñas fuesen un azadón. Hans le acertó, el búfalo se iba acercando, mientras sangraba profusamente, pues veo manchas de sangre. Oh, sí, todo está escrito en la tierra, padre mío… todo está aquí, en la tierra.
—Sí —asentí—, sí, pero ¿dónde está Hans?
Mientras así hablaba, Mashune asió mi brazo y señaló hacia la mimosa. Incluso ahora, damas y caballero, me pone enfermo pensar en lo que vi.
Porque clavado a una fuerte rama, situada a unos ocho pies del suelo, estaba Hans, o mejor dicho, su cuerpo muerto, evidentemente levantado hasta allí por el enfurecido búfalo. Una pierna estaba retorcida alrededor de la rama, probablemente por una convulsión de la muerte. A un lado, justo bajo las costillas, se veía un gran agujero, del que salían las entrañas. Pero esto no era todo. La otra pierna colgaba a unos cinco o seis pies del suelo. La piel y casi toda la carne habían desaparecido. Por un momento nos quedamos aterrados, ante tan horrible visión. Luego comprendí lo sucedido. El búfalo, con la demoníaca crueldad que caracteriza a estos animales, una vez muerto su enemigo, se había situado debajo del inerte cuerpo, lamiendo la carne de la pierna colgante con su afilada lengua. Yo había oído contar cosas semejantes, pero siempre las había juzgado como cuentos de vieja por parte de los cazadores; no obstante, ahora ya no me quedaba duda alguna sobre la veracidad de estos casos. El pie y la cadera del esqueleto del pobre Hans constituían la mejor de las pruebas.
Estábamos aún aterrados bajo el árbol, mirando y mirando tan espantosa visión, cuando de repente nuestros tristes pensamientos se vieron interrumpidos de forma muy dolorosa. La espesa maleza que crecía a unos quince pasos de nosotros pareció explotar con varios crujidos, y lanzando una serie de feroces gañidos, como hacen los cerdos, el búfalo cargó directamente hacia nosotros. Reparé, en tan breve instante, en la marca sangrienta del costado, allí donde le había alcanzado el proyectil del pobre Hans, y también, como suele ser el caso con los búfalos salvajes, que su flanco había sufrido terriblemente en una pelea con un león.
Mientras venía, levantó la cabeza (un búfalo no agacha la cabeza hasta que embiste). Sus enormes cuernos negros, que ahora están ante mí, damas y caballeros, me parecer verlos tratando de embestirme como hace diez años, recortados contra el verdor de los arbustos.
Con un chillido, Mashune saltó hacia el amparo de los matorrales. Instintivamente, yo levanté el rifle que tenía en la mano. Habría sido inútil disparar contra la cabeza del animal, pues la densa cornamenta habría desviado la bala; pero al saltar Mashune, el búfalo aflojó un poco la marcha con la momentánea idea de seguirle, y esto me dio una sombra de oportunidad. Envié mi última bala a su omoplato y se lo destrocé, y el proyectil llegó, por debajo de la piel, hasta su costado, si bien esto no le paró, aunque por un segundo trastabilló.
Me arrojé al suelo con la energía de la desesperación y rodé hasta el refugio de la curvada raíz de la mimosa, aplastándome tanto como pude contra la entrada del hormiguero. Al instante siguiente, el búfalo estaba a mi lado.
Arrodillado sobre su ilesa rodilla, puesto que la otra pata, cuyo omoplato le había roto, se balanceaba insensiblemente, empezó a tratar de sacarme de mi refugio con uno de sus curvados cuernos. Al principio, me golpeaba furiosamente, y fue uno de tales golpes contra la base del árbol el que le astilló la punta del cuerno como ahora lo ven. Luego, su astucia fue en aumento y, metiendo la cabeza lo más posible bajo la raíz, empezó a trazar vueltas semicirculares a mi alrededor, gruñendo ferozmente y babeando, lanzándome su horrible y cálido aliento. Yo estaba justo fuera del alcance del cuerno, aunque cada golpe, al ensanchar el agujero y ampliar así el espacio para su enorme cabeza, lo acercaba más a mí, y ahora, de vez en cuando, también recibía pesados golpes en mis costillas, propinados con su hocico. Pensando que me hallaba tontamente a su merced, hice un esfuerzo y le cogí la lengua, que colgaba entre sus mandíbulas, y se la retorcí con todas mis fuerzas. El gran bruto gruñó de dolor y furia, y se retiró con tanta energía que me arrastró unas pulgadas más fuera de mi refugio, y de nuevo me atacó, enganchándome esta vez por una paletilla en uno de sus cuernos.
Pensé que todo estaba perdido y empecé a chillar.
—¡Me ha atrapado! —grité con mortal terror—. ¡Gwasa, Mashune, gwasa! (¡Agujeréale, Mashune, agujeréale!)
Un movimiento de aquella cabezota, y estuve fuera del refugio como un caracol de mar fuera de su concha. Mas incluso de esta guisa, divisé a Mashune avanzando con su «bangwan» o azagaya levantada por encima de su cabeza. Al instante siguiente, me había caído del cuerno, y oí el golpe dado con la azagaya, seguido por el indescriptible sonido del acero desgarrando la carne del búfalo. Caí de espaldas y, levantando la vista, vi a mi buen Mashune volviendo a hundir la azagaya más de un pie en el cuerpo del búfalo, para huir acto seguido.
¡Ay! Era demasiado tarde. Bramando ferozmente y echando sangre por la boca y la nariz, el diabólico bruto lo atrapó y lo arrojó al aire como una pluma; luego, le corneó dos veces, cuando el zulú ya estaba en tierra. Me esforcé cuanto pude para correr en su ayuda, pero antes de poder dar un paso, el búfalo lanzó un sordo bramido y rodó por el suelo completamente muerto, al lado de su víctima.
Mashune todavía vivía, pero de una sola mirada comprendí que había llegado su hora. El cuerno del búfalo le había hecho un gran agujero en el pulmón derecho, infligiéndole además otras heridas.
Me arrodillé a su lado, completamente destrozado, y le cogí una mano.
—¿Ha muerto, Macumazahn? —susurró—. Mis ojos están ciegos; no puedo ver.
—Sí, está muerto.
—¿Te ha herido ese bruto, Macumazahn?
—No, mi buen amigo, no estoy demasiado herido.
—¡Oh, me alegro!
Se produjo un largo silencio, roto únicamente por el sonido del aire que silbaba a través del agujero de su pulmón al respirar.
—Macumazahn ¿estás aquí? No te siento…
—Estoy aquí, Mashune.
—Me muero, Macumazahn, el mundo vuela a mi alrededor… Me marcho… ¡me marcho a la oscuridad! Seguramente, padre mío, en los días a venir… cuando mates elefantes, como solíamos hacer, como solíamos…
Estas fueron sus últimas palabras y su valiente espíritu se marchó con ellas. Arrastré su cadáver hasta el foso bajo el árbol y lo empujé adentro, con la azagaya a su lado, según la costumbre de su raza, a fin de no estar indefenso durante el largo viaje; y después, damas y caballeros, y no me avergüenza confesarlo, me quedé solo allí… y lloré como una mujer.
Título original: Hunter Quatermain’s Story