CAPÍTULO IV
Último «round»

Por la mañana desperté pletórico de penosos recuerdos y no sin cierto sentimiento de gratitud hacia las potencias celestiales porque estaba allí para despertar. La víspera había sido una jornada tempestuosa; entre los búfalos, el rinoceronte y los elefantes, aquello había resultado muy agitado. Al comprender este hecho recordé inmediatamente aquellos soberbios colmillos y, en el acto, a pesar de ser muy temprano, violé el décimo mandamiento. Codicié los colmillos de mi vecino, si es que podía decirse que un elefante era mi vecino de jure, como lo había sido de Jacto, ciertamente, la noche anterior, sin ir más lejos… Un vecino mucho más próximo de lo que me había imaginado. Ahora bien: cuando uno codicia los bienes de su vecino, lo mejor, si no lo más moralmente aprobable, es entrar en su casa a mano armada, fuerte, y apoderarse de ellos. Yo no era un hombre fuerte, pero como había recobrado mi rifle calibre ocho, de hecho estaba armado, y también lo estaba el otro hombre fuerte: el elefante con sus colmillos. Por tanto, me preparé para un combate mortal. En otros términos: llamé a mis fieles acompañantes y les dije que, en caso necesario, seguiría a esos elefantes hasta el fin del mundo. Se mostraron algo confusos cuando me referí al asunto, pero no me contradijeron, porque no se atrevían a hacerlo. Desde que me preparé con todas las solemnidades del caso a ejecutar al rebelde Gobo, sentían un gran respeto por mí.

De modo que fui a despedirme del viejo, a quien hallé contemplando las ruinas de su kraal y, con competente ayuda de su última esposa, zurrando a la celosa dama que durmiera en la cabaña de mazorcas, porque ésta era, según declaró el jefe, la causa de todos sus males.

Los dejé discutir un buen rato sus diferencias domésticas, le exigí al kraal una provisión de verduras en pago de los servicios prestados y los abandoné con mi bendición. No sé cómo resolvieron las cosas, porque desde entonces no los he vuelto a ver.

Luego partí, siguiéndoles las huellas a los tres machos. A lo largo de un par de millas más allá del kraal, hasta llegar al cinturón de ciénagas que bordea el río, el suelo de esos parajes es bastante pedregoso y está sembrado aquí y allá de arbustos dispersos. Al amanecer, había llovido, y este hecho, así como la naturaleza del suelo, hacía que resultara muy difícil seguir los rastros. El macho herido había sangrado profusamente; pero al eliminar la lluvia la sangre de las hojas y la hierba, como la tierra era tan tosca y dura, no habían quedado impresas las pisadas con la claridad conveniente. Con todo, pudimos avanzar con lentitud, en parte basándonos en las huellas y en parte levantando cuidadosamente las hojas y briznas de hierba y hallando sangre debajo de ellas, porque la sangre que brota a borbotones de un animal herido cae a menudo debajo de sus superficies interiores, y entonces la lluvia, de no ser muy intensa, no la puede lavar. Tardamos algo más de una hora y media en alcanzar el linde de la ciénaga, pero al llegar allí nuestra tarea se tornó mucho más fácil, porque el blando suelo ostentaba abundantes pruebas de que habían pasado aquellas grandes bestias. Después de sortear el camino por la cenagosa tierra, llegamos finalmente al vado de un río, y allí pudimos ver el sitio donde el pobre animal herido se había tendido en el barro y el agua con la esperanza de aliviarse de su dolor, y vimos también cómo le habían ayudado a levantarse sus dos fieles camaradas. Cruzamos el vado y seguimos las huellas del otro lado, hasta la ciénaga que proseguía allí. No había llovido por esa parte del río, y por tanto las huellas de sangre eran mucho más frecuentes.

Durante todo aquel día seguimos a los tres machos, ora a través de planicies abiertas, ora a través de parcelas de bosques. Parecían haber viajado casi sin detenerse y advertí que, durante la marcha, el macho herido recobraba un poco sus fuerzas. Pude notarlo en sus huellas, ahora más firmes, y también en el hecho de que los otros dos habían renunciado a sostenerlo. Finalmente, anocheció. Y después de haber viajado unas dieciocho millas, acampamos, totalmente exhaustos.

Antes del amanecer del día siguiente nos habíamos levantado, y el primer rayo de luz nos halló nuevamente sobre las huellas. A las cinco y media, poco más o menos, llegamos al sitio donde habían comido y dormido los elefantes. Los dos machos ilesos habían comido hasta hartarse, como lo revelaba el estado de los matorrales vecinos, pero el herido no había comido nada. Se había pasado la noche apoyado contra un árbol de considerable tamaño, que su peso había desviado de la perpendicular. Habían abandonado ese lugar poco antes y no podían hallarse ahora muy lejos, sobre todo si se tenía en cuenta que el macho herido estaba tan envarado, después del descanso nocturno, que los otros dos se habían visto obligados a sostenerlo. Pero los elefantes avanzan con mucha rapidez, hasta cuando parecen viajar lentamente, porque los arbustos y las trepadoras que detienen casi el avance de un hombre no significan un obstáculo para ellos. Los tres habían doblado ahora hacia la izquierda y volvían atrás, describiendo un semicírculo hacia las montañas, probablemente con la idea de regresar a sus viejos campos de pastoreo, que estaban al otro lado del río.

No había otra solución que seguirlos y, por tanto, los seguimos laboriosamente. Durante todo aquel caluroso día vagabundeamos, cruzándonos con muchas otras presas de caza mayor y menor y aun tropezando con rastros de otros elefantes. Pero, a pesar de las súplicas de mis hombres, no quise abandonar a aquéllos. Quería esos poderosos colmillos o nada.

Al anochecer estábamos muy cerca de nuestras presas, probablemente a un cuarto de milla; pero la arboleda era densa y no podíamos distinguirlos, de modo que debimos acampar nuevamente, fastidiadísimos de nuestra mala suerte. Esa noche, cuando acababa de aparecer la luna y yo estaba sentado fumando mi pipa, de espalda a un árbol, oí que un elefante bramaba, como si algo lo hubiera sobresaltado, a menos de trescientos metros de distancia. Yo estaba muy cansado, pero mi curiosidad venció a mi laxitud y, sin decir una sola palabra a ninguno de mis hombres, todos los cuales dormían, tomé mi rifle calibre ocho y unos cartuchos de repuesto y me encaminé hacia el lugar del cual provenía el sonido. El sendero que habíamos seguido durante todo el día se extendía directamente en la dirección de la cual llegara el bramido del elefante. Era angosto, pero bien apisonado, y la luz se proyectaba sobre él en línea blanca. Me deslicé cautelosamente por ahí hasta recorrer unos doscientos metros, cuando el sendero se abrió de pronto en un claro muy hermoso, donde crecían altas hierbas y aislados árboles de copa roma. Con cautela nacida de una larga experiencia observé durante unos instantes antes de entrar en el claro, y entonces descubrí la razón del bramido. Allí, en el centro del claro, estaba parado un león de grandes crines. Permanecía inmóvil, ronroneando con suavidad y moviendo la cola. A poco, la hierba, a unos cuarenta metros de él, onduló ampliamente, y una leona saltó de allí con la velocidad del rayo y se le acercó dando brincos. Al alcanzarlo, se detuvo repentinamente y frotó su cabeza contra la paleta del león. Luego, ambos empezaron a ronronear sonoramente, tan sonoramente que creo que en la quietud habría podido oírse a ambos desde doscientos metros de distancia o más todavía.

Al cabo de algún tiempo, cuando yo vacilaba aún sin saber qué hacer, la pareja de leones, no sé si por haberme husmeado en el viento o por haberse cansado de permanecer inmóvil, se decidió a partir en busca de caza. El caso es que, como movidos por un impulso común ambos se alejaron repentinamente dando saltos y desaparecieron a la izquierda, en las profundidades de la selva. Esperé durante algún tiempo para ver si aparecían más pieles amarillas, y al no ver ninguna llegué a la conclusión de que los leones debían de haber espantado a los elefantes y de que yo había hecho aquella larga caminata para nada. Pero en el preciso momento en que me volvía, me pareció oír romperse una rama del otro lado del claro y, a pesar de la imprudencia que significaba ese acto, seguí al sonido. Crucé el claro tan silenciosamente como mi propia sombra. Del otro lado continuaba el sendero. Aunque con muchos temores, proseguí también la marcha. La vegetación de la selva era tan tupida allí que casi se encontraba por encima de mi cabeza, dejando tan poco paso a la luz que yo apenas si veía lo suficiente para tantear mi camino. A poco, sin embargo, se ensanchó y luego se abrió en un segundo claro, algo menor que el primero, y allí al otro lado, a unos ochenta metros de mí, estaban los tres enormes elefantes.

Estaban en la siguiente disposición: inmediatamente enfrente, el macho herido, el de un solo colmillo, que apoyaba su mole contra un espino reseco, el único que se veía allí, y parecía realmente malherido; cerca de éste, el segundo macho, que parecía velar por él, y, finalmente, el tercer elefante, mucho más cerca de mí y de flanco. Mientras yo los contemplaba absorto aún, aquel elefante echó a andar bruscamente y desapareció por un sendero en el matorral, a la derecha.

Ahora yo podía hacer una de dos cosas: o bien volver al campamento y avanzar sobre los elefantes al amanecer, o si no, atacarlos inmediatamente. La primera solución, desde luego, era con mucho la más sabia y segura. Atacar a un elefante a la luz de la luna y sin ayuda de nadie es un procedimiento bastante imprudente; afrontar a tres, linda con la demencia. Pero, en cambio, yo sabía que esos animales reanudarían la marcha antes del amanecer y que transcurriría otra jornada de fatigosa marcha antes que yo pudiese alcanzarlos, y quizá podían escaparse totalmente de mis manos.

«No —pensé—, un cobarde nunca obtuvo hermosos colmillos. Me arriesgaré y los atacaré. Pero… ¿cómo?». No podía avanzar a campo traviesa, porque me verían; evidentemente, lo único que podía hacer era arrastrarme por las sombras de la maleza y tratar de acercarme a ellos así. Me puse en marcha. Siete u ocho minutos de cuidadoso acecho me llevaron a la entrada del sendero por el cual caminara el tercer elefante. Los otros dos estaban ahora a unos cincuenta metros de mí y la naturaleza de la valla de arbustos era tal que yo no podía ver lo suficiente para acercarme a ellos sin que me descubrieran. Vacilé y atisbé por el sendero que había seguido el elefante. Después de internarse unos cinco metros, el caminito daba un rodeo alrededor de un matorral. Quise echar una ojeada desde detrás de éste y avancé, esperando vislumbrar la cola del elefante. Advertí su trompa, que aparecía al doblar la esquina. Resulta muy desconcertante ver una trompa de elefante cuando se espera ver su cola, y por un momento permanecí paralizado, casi bajo la vasta cabeza de la bestia, porque estaba a menos de cinco metros de mí. También el elefante se detuvo, por haberme visto o husmeado, probablemente esto último; alzó la trompa y bramó, como preliminar de la embestida. Ahora yo estaba ya en el baile, porque no podía huir a la derecha ni a la izquierda a causa de la maleza, y no me atrevía a volverle la espalda. De modo que hice lo único posible: alcé el arma y disparé contra la negra masa de su pecho. Reinaba harta oscuridad para que pudiera apuntar, sólo pude tirar al bulto.

La detonación resonó como un trueno en la placidez del aire, y el elefante respondió con un alarido; dejó caer su trompa y se quedó inmóvil durante un par de segundos, como tallado en piedra. Confieso que perdí la cabeza: debí disparar la bala del otro cañón, pero no pude. En vez de hacerlo, abrí rápidamente el arma, saqué del cañón de la derecha el cartucho y lo reemplacé. Pero antes que pudiera cerrarla, el macho estaba sobre mí. Vi levantarse velozmente la gran trompa como un rayo marrón y no esperé más. Girando sobre mis talones, huí para salvar mi vida, y el elefante me persiguió con pisadas atronadoras. Salí corriendo al claro, y entonces, a Dios gracias, en el preciso instante en que se me acercaba, la bala surtió efecto sobre él. Seguramente la había recibido en el corazón o en los pulmones, porque se desplomó, con estruendo, muerto.

Pero al huir de Escila había caído en las garras de Caribdis. Al oír caer al elefante, miré a mi alrededor. Delante de mí, a menos de quince pasos, estaban los otros dos machos. Miraban a un lado y a otro, y, en ese momento, me advirtieron. Entonces se me acercaron con la velocidad del rayo y desde distintos ángulos. Sólo tuve tiempo de cerrar el rifle, de alzarlo y de disparar, casi al azar, contra la cabeza del más próximo, el que no estaba herido.

Como ustedes saben, en el caso del elefante africano, cuyo cráneo es convexo y no cóncavo como el del indostánico, se trata de un tiro muy arriesgado y a menudo completamente inútil. La bala se pierde en las masas de hueso: eso es todo. Pero hay un lugarcito vital y, si la bala da por casualidad en él, sigue por el conducto de las fosas nasales —al menos, yo lo supongo así— y llega al cerebro. Y esto fue lo que sucedió en este caso: la bala hirió el lugar fatal de la zona del ojo y viajó hasta el cerebro. El gran macho se desplomó como una mole inerte y rodó de costado, muerto. Me volví en ese instante para hacer cara al tercero, el elefante monstruo del colmillo único, a quien hiriera dos días antes. Estaba ya casi sobre mí y, a la vaga luz, parecía abrumarme con sus dimensiones, pues era tan grande como una casa. Alcé el arma y disparé contra su cuello. ¡El rifle no quiso hacer fuego! Entonces, en un fulgor clarividente, por así decirlo, recordé que estaba a medio amartillar. El gatillo de aquel cañón se hallaba algo flojo y, pocos días antes, al disparar contra un antílope, el cañón izquierdo se había disparado a causa del choque producido por la descarga del derecho, repeliéndome hacia atrás, de modo que, desde entonces, yo lo había tenido siempre a medio amartillar, hasta que quería realmente dispararlo.

Di un salto desesperado a la derecha y, a pesar de mi pierna coja, creo que pocos habrían saltado mejor. Sea como fuere, no era demasiado pronto, porque al hacerlo sentí el aire desplazado por el tremendo golpe dado hacia abajo por la trompa del monstruo. Luego eché a correr.

Corrí con la velocidad del viento, pero sin soltar el arma. Mi intención, hasta donde se podía admitir que tuviera en ese momento una intención determinada, era bajar corriendo por el sendero que había subido, como un conejo que sale de su madriguera, confiando en que el animal me perdería de vista en esa incierta luz. Crucé velozmente el claro. Por suerte, el elefante, como estaba herido, no podía correr con toda su velocidad normal; pero herido y todo, su rapidez no era menor que la mía. Yo no podía sacarle un solo centímetro de ventaja, y nos separaba escasamente un metro. Ahora estábamos del otro lado, y una mirada bastó para mostrarme que había calculado mal y errado la brecha por la cual podía entrar en el matorral. No tenía esperanzas de llegar a ella: me habría topado directamente con el elefante. De modo que hice lo único que podía hacer: describí zigzags como una liebre acosada, buscando algún agujero de la maleza por el cual internarme. Esto me proporcionó una momentánea ventaja, ya que el macho no podía volverse de un lado a otro con tanta rapidez como yo, y aproveché al máximo esa circunstancia. Pero no pude divisar abertura alguna: el matorral parecía un muro. Corríamos velozmente, rodeando la linde del claro, y el elefante se me volvía a acercar. Ahora estaba a unos dos metros de distancia, y cuando bramaba, o mejor dicho, cuando profería alaridos, yo sentía su furioso y cálido aliento sobre mi cabeza. ¡Santo cielo, qué miedo sentía!

Habíamos rodeado ya las tres cuartas partes del claro, y ante nosotros, a unos cincuenta metros de distancia, erguíase solitario el gran espino reseco contra el cual había estado apoyado el macho. Me lancé hacia él: era mi única posibilidad de salvación. Pero a pesar de toda mi rapidez, me pareció que pasaron horas antes que yo llegara allí. No había tenido tiempo de levantar el rifle para disparar; apenas si había logrado amartillarlo y correr en zigzag y hacia atrás, cuando ya el elefante estaba sobre mí. ¡Bum! Y el macho avanzó, golpeando de lleno el árbol con la frente. El tronco se quebró como una zanahoria a unos cuarenta centímetros del suelo. Afortunadamente, pude separarme del tronco, pero una de las ramas secas me golpeó en el pecho al desplomarse el árbol y me arrojó al suelo. Caí de espaldas y el elefante pasó impetuosamente y sin rumbo a mi lado, mientras yo yacía tendido allí. Más por instinto que por otra cosa, alcé el rifle con una mano y oprimí el percutor. El arma disparó y, como lo descubrí más tarde, la bala hirió al elefante en las costillas. Pero el retroceso de la pesada arma así sostenida resultó muy violento; me dobló el brazo y proyectó la culata con sordo ruido contra mi hombro y un lado de mi cuello, paralizándome por completo momentáneamente y haciendo que el arma se me escapara de las manos. Mientras tanto, el macho embestía. Recorrió unos veinte pasos, y luego, de improviso, se detuvo. Vagamente pensé que volvía para terminar conmigo, pero ni siquiera la perspectiva de una muerte inminente y terrible pudo obligarme a la acción. Estaba totalmente agotado, no podía moverme.

Perezosa y casi apáticamente, observé sus movimientos. Durante un instante permaneció inmóvil; luego bramó hasta atronar el firmamento, y después, muy lentamente y con gran dignidad, se arrodilló. A esta altura, me desmayé.

Al volver en mí comprendí, a juzgar por la luna, que debía de haber estado insensible durante no menos de dos horas. Estaba empapado de rocío y tiritando. En el primer momento no me imaginé dónde estaba hasta que, al alzar la cabeza, vi el contorno del elefante del colmillo único, que seguía hincado de rodillas a unos veinticinco pasos de distancia. Entonces recordé. Lentamente me incorporé y de inmediato me abrumó un violento mareo, consecuencia del excesivo esfuerzo, y poco me faltó para que me desmayara por segunda vez. A poco, me sentí mejor y medité sobre la situación. Dos de los elefantes, lo sabía, habían muerto… ¿Y el tercero? Ahí estaba, majestuosamente hincado de rodillas bajo la solitaria luz de la luna. Cabía preguntarse… «¿Descansaba o estaba muerto?» Me incorporé sobre las manos y las rodillas, cargué el arma y me arrastré penosamente hasta llegar un poco más cerca de él. Entonces pude distinguir su ojo, porque la claridad lunar daba de lleno sobre él; estaba abierto y bastante saliente. Me agazapé y observé: el párpado no se movía ni tampoco se movían el corpachón pardo, ni la trompa, ni la oreja, ni la cola. Nada se movía. Entonces comprendí que debía de haber muerto.

Me arrastré hasta él —manteniendo siempre preparado el rifle— y le di un empujón, pensando en cuán poco había faltado para que me lo propinara él a mí. No se movió; ciertamente estaba muerto, aunque hasta ahora no sé si fue mi disparo al azar el que lo mató o si murió a causa de la conmoción cerebral que le causó el tremendo golpe con el árbol. El caso es que estaba allí. Yacía frío, lleno de majestad, tendido, o, mejor dicho, arrodillado, como dice el poeta. No creo haber visto jamás un espectáculo más imponente a su manera que esa poderosa bestia acurrucada en majestuosa muerte e iluminada por la solitaria luna.

Mientras estaba allí admirando toda esa escena y felicitándome íntimamente por haberme salvado, volví a sentir mareos. Por tanto, sin esperar un examen de los otros dos elefantes, volví tambaleándome al campamento, al cual llegué a su debido tiempo, poniéndome a salvo. Todos dormían allí. No los desperté y, después de un sorbo de brandy, me despojé de mi chaqueta y mis zapatos, me arrebujé en una manta y no tardé en quedarme profundamente dormido.

Cuando desperté ya había amanecido, y en el primer momento pensé que, como José, había soñado. Pero en ese instante volví la cabeza y pronto adiviné que no se trataba de un sueño, porque mi cuello y mi cara estaban tan rígidos a causa del golpe de la culata del rifle, que resultaba torturante moverlos. Desfallecí durante un par de minutos. Gobo y otro hombre, envueltos en su mantas como unos monjes, estaban acurrucados junto a una pequeña hoguera que habían encendido, porque la mañana era húmeda y fría y conversaban en voz baja.

Gobo decía que le estaba cansando perseguir elefantes que nunca alcanzábamos. Macumazahn (es decir, yo) era sin duda un hombre de valía y de cierta destreza en la caza, pero también un tonto. Sólo un tonto podía correr con tanta rapidez y llegar tan lejos, persiguiendo a elefantes a quienes era imposible atrapar, cuando uno hallaba sin cesar huellas frescas de otros más accesibles. Sin duda, Macumazahn era un tonto, pero no se le debía permitir que persistiera en su locura, y él, Gobo, estaba resuelto a ponerle término. Se negaría a seguirle acompañando en tan descabellada cacería.

—Sí —le contestó su interlocutor—, el pobre no está ciertamente en su sano juicio, y ya es hora de ponerle fin a su locura, mientras nos queda un poco de piel sobre los pies. Además, no me gusta este país de Wambe, que realmente está lleno de fantasmas. La última noche, sin ir más lejos, oí en acción a los fantasmas: estaban disparando armas de fuego, o, por lo menos, así parecía, a juzgar por los sonidos que se oían. El asunto era muy extraño, pero quizás ese loco del amo…

—¡Gobo, bribón! —grité entonces, sentándome de improviso sobre las mantas—. Déjate de haraganear ahí y prepárame un poco de café.

Gobo y su amigo se levantaron de un salto, y al cabo de un instante me rondaban respetuosamente, con un aire que contrastaba en forma ostensible con el señorial desdén de su conversación anterior. Pero, de todos modos, habían hablado en serio al decir que no querían seguir cazando elefantes, porque antes que yo hubiese terminado mi café, se me acercaron y me dijeron que si quería perseguir a aquellos elefantes tendría que hacerlo solo, porque ellos no irían.

Discutí con ambos y me fingí muy contrariado. Los elefantes, dije, estaban muy cerca de allí, yo estaba seguro de ello; los había oído bramar de noche.

—Sí —me respondió misteriosamente el vocero de la delegación. Ellos habían oído cosas durante la noche, habían oído disparar a los fantasmas y no se quedarían por más tiempo en un país tan lamentablemente embrujado.

—Tonterías —repliqué—. Si los fantasmas han salido de caza, deben de haber usado rifles de aire y no de pólvora negra, y los rifles de aire no se oyen. Naturalmente, si ustedes son cobardes y no quieren venir, no puedo obligarlos a que me sigan, pero hagamos un trato. Sigamos a esos elefantes durante media hora más; si entonces no logramos hallarlos, abandonaré la persecución e iremos directamente a ver a Wambe, el gran jefe de los matukus, y le daremos «hongo».

Los nativos aceptaron fácilmente esta transacción. De modo que, media hora después, levantamos el campamento y emprendimos la marcha, y a pesar de mis dolores y magulladuras, creo que nunca me sentí de mejor humor. Ya es algo despertar por la mañana y recordar que, en plena noche, uno ha hecho frente y vencido sin ayuda de nadie a tres de los elefantes más grandes del África, matándolos, sin emplear más de una bala en cada uno. Que yo supiera, nadie había realizado antes semejante hazaña, y esa mañana yo me sentía todo un arrogante campeón. Lo único que temía era que, si narraba alguna vez el episodio, nadie lo creería, porque cuando un cazador cuenta algo extraño la gente tiende a creer que se trata por fuerza de una mentira, sin concederle siquiera el beneficio de la duda[16].

Bueno, seguimos la marcha hasta que, después de haber cruzado el primer claro hasta donde yo viera a los leones, llegamos a la cintura boscosa que lo separaba del segundo claro, donde estaban los elefantes muertos. Y ahí empecé a tomar precauciones, entre otras, la de ordenarle a Gobo que se mantuviera varios metros más adelante y vigilara muy alerta, ya que yo suponía que los elefantes podían estar allí. Obedeció mis instrucciones con displicente sonrisa y avanzó. A poco, lo vi detenerse bruscamente, como si hubiese recibido un balazo, y comenzó a chasquear los dedos.

—¿Qué pasa? —murmuré.

—El elefante, el gran elefante del colmillo único, que está de rodillas.

Me arrastré hasta llegar a su lado. Ahí estaba hincado el macho, tal como lo abandonara yo la noche anterior, y también los otros animales.

—¿Duermen esos elefantes? —le susurré al asombrado Gobo.

—Sí, Macumazahn, duermen.

—No, Gobo, están muertos.

—¿Muertos? ¿Cómo podrían estar muertos? ¿Quién los mató?

—¿Cómo me llaman las gentes, Gobo?

—Te llaman Macumazahn, señor.

—¿Y qué significa Macumazahn?

—Significa el hombre que mantiene los ojos abiertos, el que vigila en la noche.

—Sí, Gobo, y yo soy ese hombre. Mirad, perezosos, holgazanes, cobardes: mientras vosotros dormíais anoche, me levanté y yo solo di caza a esos grandes elefantes y los maté a la luz de la luna. A cada uno de ellos le destiné una bala, solo una, y se desplomó muerto. Mirad —y avancé dentro del claro—. Aquí están mis huellas, y aquí, las huellas del gran elefante que me embistió, y aquí está el árbol detrás del cual me refugié; fijaos: el elefante lo destrozó al embestir. ¡Oh cobardes! ¡Vosotros que queríais renunciar a la cacería cuando la sangre de las huellas lanzaba aún vaharadas bajo vuestras narices! Fijaos en lo que hice sin ayuda de nadie mientras vosotros dormíais, y avergonzaos.

—¡Ou! —dijeron los nativos—. ¡Ou! ¡Koos! ¡Koos! ¡Koos y umcool! (jefe, gran jefe). Se callaron y, acercándose a las tres bestias muertas, las contemplaron en silencio.

Después me miraron con espanto, como si yo fuese casi más que un mortal. Ningún hombre, dijeron, podía haber matado solo a esos tres elefantes de noche. Y no volví a tener dificultades con esa gente. Creo que si les hubiese ordenado saltar por un precipicio y les hubiera asegurado que no sufrirían daño, me habrían creído.

Bueno, el caso es que me acerqué a los elefantes y los examiné. Nunca vi ni volveré a ver colmillos como aquéllos. Necesitamos todo el día para cortárselos, y cuando llegaron a la bahía de Delagoa, adonde fueron enviados, aunque no a mi cargo, sólo el colmillo del elefante más grande pesaba ciento sesenta libras, y los otros cuatro, noventa y nueve libras y media[17]. Una cantidad de marfil maravillosa, y en realidad casi sin precedentes. Por desgracia, me vi obligado a aserrar en dos el gran colmillo; de lo contrario, no habríamos podido transportarlo.

—¡Oh Quatermain! ¡Qué bárbaro es usted! —le interrumpí en ese punto—. ¡Miren que estropear semejante colmillo! Yo lo habría conservado entero aunque me hubiese visto obligado a arrastrarlo yo mismo.

—¡Oh sí, joven! —me replicó—. A usted le resulta muy fácil hablar así, pero de haberse visto en la situación que tuve el privilegio de ocupar pocas horas después, creo que habría abandonado por completo los colmillos y puesto pies en polvorosa.

—¡Oh! —dijo Good—. ¿De modo que el cuento no concluye ahí? Un cuento muy bonito por lo demás, Quatermain. Yo mismo no habría podido urdir uno mejor.

El anciano caballero miró a Good con aire severo, porque le irritaba que se burlaran de sus relatos.

—No sé qué quiere decir, Good. No veo que pueda establecerse la menor comparación entre un relato auténtico de aventuras y sus absurdas invenciones sobre un íbice colgado de los cuernos. No, el cuento no termina ahí: falta todavía la parte más emocionante. Pero he hablado bastante esta noche, y si sigue expresándose así, Good, tardaré algún tiempo en comenzar de nuevo.

—Lamento haber hablado —dijo Good con tono humilde—. Bebamos un trago para probar que no hay resentimientos.

Y así lo hicieron.