CAPÍTULO II
Una cacería matinal

Después de haber recorrido cinco o seis millas rodeando la base del gran pico a que me refería, llegamos ese mismo día a una de las más bellas extensiones de campo africano que yo haya visto en los alrededores de Kukuanalandia[11]. Allí, la estribación montañosa que se extiende en ángulo recto hasta la gran cordillera y cuya imponente longitud revestida de nubes llega al norte y al sur hasta donde puede alcanzar la vista, penetra tierra adentro en vasta y espléndida curva. Esta curva mide unos treinta y cinco millas, y a través de su segmento en forma de luna centelleaba el río como una plateada línea de luz. Del otro lado del río hay un infinito mar de exuberante vegetación, un grandioso parque natural cubierto de grandes matorrales, algunos de muchas millas cuadradas de superficie. Los separan claros de tierra herbosa, interrumpidos a trechos por macizos de árboles, y en algunos casos por koppies[12] extrañamente aislados, y aun por despeñaderos de granito que se yerguen como si fuesen monumentos tallados por el hombre y no lápidas colocadas por la naturaleza sobre la tumba de los tiempos pretéritos. Al oeste, flanquea la hermosa planicie esa solitaria montaña, desde cuyo borde se baja en declive hasta la costa febril; pero yo no sabría decir hasta dónde se extiende la planicie al norte, aunque, según los nativos, abarca ocho días de viaje cuando se pierde en una ciénaga virgen.

De este lado del río, el panorama cambia. A lo largo de sus orillas, donde la tierra es llana, hay verdes tramos de pantano. Luego se ve un ancho cinturón de bella tierra herbosa, densa de caza, y que baja en suave declive hasta las lindes del bosque, que empezando aproximadamente a unos trescientos metros sobre el nivel de la planicie, cubre la ladera montañosa hasta la cumbre. En ese bosque crecen grandes árboles, muchos de los cuales pertenecen a la especie del pino amarillo. Algunos son tan altos, que un pájaro posado sobre el ramaje de su copa estaría fuera del alcance de una escopeta común. Otra peculiaridad de los mismos es que en su mayoría los cubre una densa vegetación de liquen orchilla; con ese liquen, los nativos fabrican un excelente tinte púrpura oscuro, con el cual tiñen cueros curtidos y paño, cuando consiguen éste por casualidad. No creo haber visto nada más sorprendente que uno de esos poderosos árboles festoneados desde la copa hasta el pie con guirnaldas de musgo de ese melancólico tinte, que se arrastran por el suelo y en las que el viento murmura dulcemente al moverlas. Desde lejos, esos troncos parecen los grises bucles de un titán, coronados por relucientes hojas verdes, entre las que brilla a trechos el exuberante esplendor de las orquídeas.

La noche del día en que tuve mi pequeña discrepancia con Gobo acampamos en la linde de aquel gran bosque, y a la mañana siguiente, al amanecer, empecé a cazar. Como nos faltaba carne, decidí matar un búfalo, especie que abundaba allí, antes de buscar huellas de elefantes. A media milla escasa del campamento descubrimos una huella ancha como la de una carreta, hecha evidentemente por una manada de búfalos que habían subido allí al alba desde sus campos de pastoreo en las ciénagas para pasar el día en la frescura de las tierras altas. Seguí audazmente esa huella, porque el poco viento que había soplaba cuesta abajo; esto es, desde la dirección en que se fueron los búfalos hacia mí. Media milla más allá, poco más o menos, el bosque comenzaba a espesarse y la naturaleza de la huella me reveló que mis presas debían de estar cerca. Otros doscientos metros y la arboleda se hizo tan tupida que, de no haber sido por la huella, yo difícilmente habría podido atravesarla. Dadas las circunstancias, Gobo, que cargaba con mi rifle calibre ocho (porque yo tenía mi express 570 en la mano), y los otros dos hombres a quienes llevara conmigo mostraron la más intensa aversión a seguir adelante, observando que «no había lugar para huir». Les dije que no tenían por qué seguir si no querían, pero que yo avanzaría de cualquier manera, y entonces, avergonzados, me acompañaron.

Otros cincuenta metros y la huella desembocó en un pequeño claro. Me hinqué de rodillas y atisbé durante largo tiempo, pero no logré divisar búfalo alguno. Evidentemente, la manada se había dispersado allí —lo adiviné por las huellas—, penetrando en el matorral opuesto en pequeños grupos. Crucé el calvero y, escogiendo una línea de rastros, la seguí durante unos sesenta metros, hasta que me resultó claro que los búfalos me rodeaban; y, sin embargo, la espesura era tan densa, que no logré distinguir ninguno. A pocos metros, a mi izquierda, pude oír que uno de ellos frotaba sus cuernos contra un árbol, mientras que desde mi derecha llegaba a ratos un sordo gruñido, revelador de que yo estaba incómodamente cerca de un viejo búfalo. Me deslicé, con un nudo en la garganta, con tanta suavidad como si caminara sobre huevos para ganar una apuesta, levantando hasta el menor trocito de madera de mi camino y dejándola detrás de mí por temor a que crujiese y pusiera en guardia a la presa. Me seguían en fila india mis tres acompañantes, y no sé cuál de los tres estaba más asustado. A poco, Gobo me tocó la pierna; miré a mi alrededor y le vi señalar oblicuamente hacia la derecha. Alcé un poco la cabeza y atisbé sobre una masa de trepadoras; veíase allí un tupido matorral de puntiagudos áloes, de ésos cuyas hojas sobresalen lateralmente, y del otro lado de los áloes, a menos de quince pasos de nosotros, distinguí los cuernos, el pescuezo y el lomo de un enorme y viejo búfalo. Tomé mi rifle calibre ocho e, hincando una rodilla en el suelo, me dispuse a atravesarle el pescuezo de un balazo, corriendo el albur de partirle la espina dorsal. Yo había apuntado ya lo mejor que me lo permitían las hojas de los áloes, cuando el búfalo exhaló algo así como un suspiro y se tendió en el suelo.

Miré a mi alrededor con consternación. ¿Qué haría ahora? No veía lo suficiente para matarlo en el suelo, aunque mi bala consiguiera perforar los áloes que nos separaban (lo cual era dudoso), y si me ponía en pie, el animal huiría o me embestiría. Medité y llegué a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era tenderme en el suelo también, porque no me proponía vagabundear en persecución de todos los demás búfalos a través de ese denso matorral. Si un búfalo se tiende en el suelo, es evidente que tendrá que levantarse en algún momento; de modo que sólo se trataba de tener paciencia, de «librar la lucha de estar sentado», como dicen los zulúes.

Por tanto, me senté y encendí mi pipa, pensando que el olor del humo quizá llegara hasta el búfalo y lo indujera a levantarse. Pero el viento soplaba en dirección opuesta, y esto no sucedió: de modo que cuando se acabó el tabaco, encendí otra carga. Más tarde tuve motivos para lamentar esta pipa.

Pues bien, nos quedamos en el suelo así durante media hora o tres cuartos de hora, hasta que, finalmente, empecé a sentirme muy cansado de aquella comedia. Era algo tan aburrido como la última hora de una ópera cómica. Oía a los búfalos resoplar y moverse cerca de allí y veía a los pájaros de rojo pico que alzaban el vuelo de los lomos de aquellos con una especie de silbido semejante al de un tordo inglés, pero no veía un solo búfalo. En cuanto a mi viejo macho, debía de estar durmiendo el sueño de los justos, porque ni siquiera se movía.

En el preciso momento en que estaba pensando que debía hacer algo para solucionar la situación, me llamó la atención un extraño rechinar. En el primer momento creí que se trataba de un búfalo que rumiaba, pero tuve que renunciar a esa idea porque el ruido era demasiado fuerte. Giré en redondo y miré por las aberturas de la maleza en cuya dirección parecía llegar el sonido y me pareció ver algo gris que se movía a unos cincuenta metros de distancia, pero no pude cerciorarme de ello. Aunque continuaba el rechinar, no logré ver más, de modo que renuncié a seguir pensando en el asunto y volví a consagrarle mi atención al búfalo. Pero a poco sucedió algo. Repentinamente, desde unos cuarenta metros de distancia, llegó un tremendo resoplido, más semejante al de una locomotora que pone en marcha a un pesado tren que a cualquier otra cosa.

«¡Por Dios! —pensé, volviéndome en la dirección de la cual había llegado el rumor—. Debe de ser un rinoceronte. Nos ha husmeado». Porque, como ustedes saben, el ruido de un rinoceronte cuando le husmea a uno es inconfundible.

Otro instante más y se oyó un ruido estruendoso, como si aplastaran violentamente algo. Antes que yo pudiera decidir qué haría, antes que pudiese levantarme siquiera, el matorral pareció abrirse a mi espalda, y a menos de ocho metros de nosotros aparecieron el gran cuerno y los perversos y centelleantes ojos del enorme rinoceronte que embestía. Nos había husmeado o había olido mi pipa, no sé muy bien si lo uno o lo otro, y como acostumbran hacerlo esas bestias, había embestido siguiendo la huella del olor. Yo no podía levantarme ni levantar el rifle. No tenía tiempo. Lo único que pude hacer fue rodar y apartarme de la trayectoria del monstruo todo lo que me lo permitía la maleza. Un segundo más y el rinoceronte estaba sobre mí, con su enorme mole, que me dominaba como una montaña, y pueden creerme que no pude liberar mis fosas nasales de su olor durante toda una semana. Los detalles del episodio se me grabaron en la memoria; al menos así lo creo. Su cálido aliento me sopló sobre el rostro, una de sus patas delanteras erró por escaso margen mi rostro y una de las traseras me pisó la parte floja del pantalón y me pellizcó un trozo de piel. Lo vi pasar sobre mí mientras estaba tendido boca arriba, y al cabo de un instante vi otra cosa. Mis hombres estaban un poco a la zaga, y por tanto sobre la trayectoria misma del rinoceronte. Uno de ellos se volvió, lanzándose a la maleza, y así lo eludió. El segundo, con salvaje alarido, se levantó de un salto y se lanzó como una pelota de goma hacia la arboleda de áloes, aterrizando bien entre los árboles. Pero el tercero, mi amigo Gobo, no pudo escapar de ningún modo. Logró ponerse en pie y nada más. El rinoceronte embestía con el testuz bajo; su gran cuerno pasó por entre las piernas de Gobo, y al notar algo en el hocico, le lanzó a buena altura por los aires. Describió un salto mortal completo en la cúspide de la curva, y cuando lo hacía, vi su rostro. Estaba gris de terror, y su boca, abierta de par en par. Y cayó, cayó directamente sobre el lomo de la gran bestia, y eso interrumpió su caída. Pero, por suerte para él, el rinoceronte no se volvió. Se internó con estrépito entre la arboleda de áloes, y el hombre que había saltado allí sólo se le escapó por un metro escaso de distancia.

Luego hubo una complicación. El búfalo que dormía del otro lado de la arboleda, al oír el ruido, se levantó de un salto, y durante un momento, no sabiendo qué hacer, permaneció inmóvil. En ese instante, el enorme rinoceronte se lanzó directamente sobre él y, metiendo el cuerno debajo de su vientre, le dio tan terrible cornada, que el búfalo quedó invertido, patas arriba, mientras su atacante caía de cabeza sobre su cuerpo en la forma más sorprendente. Un momento más y se levantó, y después de virar a la izquierda embistió a través del matorral, cuesta abajo, hacia el campo abierto.

Inmediatamente aquel paraje se pobló de rumores alarmantes. En todas direcciones embistieron a través del bosque manadas de resoplantes búfalos, enloquecidos de miedo, mientras que el macho herido comenzaba a bramar como un demente al otro lado del matorral. Permanecí tendido en el suelo, inmóvil, orando devotamente para que ninguno de los búfalos que huían viniera a donde estaba yo. Luego, al disminuir el peligro, me puse en pie, me sacudí y miré a mi alrededor. Uno de mis hombres, el que se había refugiado en la maleza, estaba ya encaramado a medias sobre un árbol. Si el paraíso hubiese estado en la copa, no habría podido trepar con mayor rapidez. Gobo se hallaba tendido cerca de mí, gimiendo ruidosamente; pero, como yo lo sospechaba, ileso; mientras que desde el bosquecillo de áloes, al cual saltara como una pelota de tenis mi tercer compañero, llegaba una sucesión de penetrantes gritos.

Miré y vi al infortunado en un gran apuro. Una larga espina de áloe le había perforado la parte trasera del cinturón de cuero, aunque sin penetrar en la carne, de modo que le resultaba imposible moverse, mientras que a dos metros de distancia, el búfalo herido, creyéndolo sin duda el agresor, bramaba y se esforzaba por llegar a él, desgarrando los gruesos áloes con sus grandes cuernos. Evidentemente, no había tiempo que perder si yo quería salvarle la vida a aquel hombre. De modo que, asiendo mi rifle calibre ocho, por suerte intacto, di un paso hacia la izquierda, porque el rinoceronte había agrandado la abertura de la maleza, ya que, dada la posición, no podía apuntar bien lateralmente hacia el corazón. Al hacerlo vi que el rinoceronte le había causado a aquel búfalo una enorme herida en el vientre y que el topetazo del encuentro le había desarticulado la pata trasera izquierda. Disparé, y la bala, al dar en la paleta, se la destrozó y lo derribó. Adiviné que el animal ya no podría levantarse, porque ahora estaba herido por delante y por detrás, de modo que, a pesar de sus terroríficos bramidos, me arrastré al sitio donde se encontraba. Y ahí lo vi, mirando furiosamente y revolviendo la tierra con sus cuernos. Acercándome a dos metros de él, apunté a la vértebra de su pescuezo e hice fuego. La bala dio en el blanco, y con sordo ruido, la bestia abatió su gran testuz en el suelo, gimió y expiró.

Liquidado este asuntito con la ayuda de Gobo, que había conseguido levantarse ya, fui a liberar de la arboleda de áloes a nuestro infortunado compañero. La tarea nos resultó ardua, pero finalmente logramos sacarle de allí ileso, aunque en un estado de ánimo muy piadoso y propenso a la oración.

—Su espíritu había mirado ciertamente por ese lado —dijo—, ya que en caso contrario, sin duda, habría muerto.

Como no me gusta dificultar la piedad auténtica, no me atreví a insinuar que su espíritu se había dignado usar mi arma calibre ocho en su interés.

Después de haber enviado a aquel muchacho al campamento para decirles a los porteadores que vinieran a despedazar el búfalo, recordé que tenía pendiente con el rinoceronte una deuda que me gustaría cobrarme. De modo que sin revelarle a Gobo una sola palabra de lo que me proponía —éste se hallaba más convencido que nunca de que el Destino andaba suelto por el país de Wambe— me limité a seguir sus huellas. El rinoceronte había atravesado el matorral hasta llegar al pequeño claro. Luego, moderando un poco su andar, había seguido toda la extensión del claro y doblado a la derecha, a través del bosque, encaminándose hacia el campo abierto que existía entre la linde de la arboleda y el río. Después de haberlo seguido durante una milla, poco más o menos, me encontré en campo abierto. Apelé a mis prismáticos y escudriñé la planicie. A una milla de distancia veíase algo pardo: el rinoceronte, seguramente. Avancé otro cuarto de milla y volví a mirar: no era el rinoceronte, sino un gran hormiguero. Aquello era desconcertante, pero no quise ceder, porque a juzgar por las huellas, supuse que el animal debía de estar delante de mí. Pero como el viento soplaba directamente desde mí hacia la línea seguida por él, y como un rinoceronte puede husmearle a uno desde alrededor de una milla de distancia, me pareció peligroso seguir más allá sus huellas, de modo que di un rodeo de más de una milla, hasta colocarme casi enfrente del hormiguero, y nuevamente escudriñé la planicie. Fue inútil. No logré distinguirlo, y me disponía a abandonar la empresa y a perseguir a un órix que distinguí en el horizonte, cuando, repentinamente, a unos trescientos metros del hormiguero, al otro lado, vi a mi rinoceronte sobre una parcela de hierba.

«¡Santo cielo! —pensé—. Va a embestir de nuevo». Pero no; después de haber estado inmóvil y absorto durante un par de minutos, el rinoceronte tornó a tenderse.

Entonces me vi en un dilema. Como ustedes saben, el rinoceronte es un animal muy miope. En realidad tiene tan mala vista como buen olfato. El mismo tiene plena conciencia de ese hecho, pero siempre saca el mayor partido posible de sus dones naturales. Cuando se tiende en el suelo, por ejemplo, lo hace invariablemente con la cabeza de cara al viento. De modo que si algún enemigo cruza su ruta, podrá huir o atacarlo, y si el peligro se le acerca por la ruta, tendrá al menos una probabilidad de advertirlo. De lo contrario, uno podría, caminando delicadamente, despacharlo como a una perdiz, con tal de avanzar de cara al viento.

Bueno. Lo importante era esto… ¿Cómo haría yo para ponerme a tiro de aquel rinoceronte? Después de muchas cavilaciones decidí intentar un avance lateral, esperando poder apuntar de flanco. Por tanto, partimos agazapados: primero yo; luego Gobo, asido de los faldones de mi chaqueta, y el otro nativo agarrado de la moocha[13] de Gobo. Siempre adopto esta distribución de la gente al acechar la caza grande, porque con cualquier otro sistema los porteadores quedan fuera de línea. Llegamos sin dificultad a trescientos metros del rinoceronte, y entonces empezaron las verdaderas dificultades. La hierba había sido devorada a tal punto por los animales que apenas si quedaba alguna protección. Por tanto, teníamos que arrastrarnos sobre las manos y las rodillas, lo cual implicaba dejar en el suelo a cada paso el rifle calibre ocho y volverlo a levantar. Sin embargo, pude avanzar de un modo u otro, y de no haber sido por Gobo y su amigo, todo habría marchado sin duda perfectamente. Pero como ustedes lo habrán notado, me atrevo a creerlo, el nativo que está al acecho tiene siempre la mentalidad y manera de obrar del avestruz: mientras tiene oculta la cabeza parece creer que no puede verse otra cosa. Así ocurrió en este caso. Gobo y su compañero siguieron arrastrándose sobre las manos y los pies, con la cabeza baja; pero aunque yo no lo noté, por desgracia, hasta que fue demasiado tarde, las partes fundamentales de sus personas estaban bien altas. Ahora bien: todos los animales desconfían tanto de este extremo de la especie humana como de su rostro, y pronto tuve una prueba de este hecho. Cuando estábamos a unos doscientos metros del rinoceronte y yo me felicitaba de no haberme tenido que arrastrar inútilmente durante tan largo trecho con el sol quemándome la nuca y asándome con un calor de horno, oí el silbido de los pájaros del rinoceronte, y cuatro o cinco de ellos levantaron vuelo del lomo de la bestia, donde se habían dedicado cómodamente a atrapar insectos. Este acto de los pájaros es para un rinoceronte lo que el cuarto oscuro para un colegial: lo torna inmediatamente alerta. Antes que los pájaros remontaran vuelo vi moverse la hierba.

—Tiéndanse —les murmuré a los muchachos.

Y cuando lo hacían, el rinoceronte se levantó y miró con aire receloso a su alrededor. Pero no logró ver nada, y en realidad, aunque hubiésemos estado en pie, dudo de que nos hubiese distinguido a esa distancia; de modo que se limitó a resoplar dos o tres veces y luego se acostó, con la cabeza contra el viento, y los pájaros volvieron a posarse sobre su lomo.

Me resultó evidente que dormía con un ojo abierto y que se encontraba en un estado de ánimo desconfiado y muy irritable, y que era inútil seguir acechándolo desde allí, de modo que nos retiramos silenciosamente para meditar sobre la situación y estudiar el terreno. Los resultados no fueron satisfactorios. No había absolutamente nada que pudiera ocultarnos en los alrededores, salvo el hormiguero, que estaba a unos trescientos metros del rinoceronte, del lado contrario al viento. Yo sabía que si trataba de acecharlo de frente fracasaría, y lo mismo si lo intentaba desde el otro lado. Él o los pájaros me verían. De modo que llegué a una conclusión: yo iría al hormiguero, lo que le permitiría husmearme, y en vez de acecharlo a él, dejaría que me acechara a mí. Era un gesto audaz y poco recomendable para un cazador; pero en cierto modo adivinaba que el rinoceronte y yo debíamos jugar una partida decisiva.

Les expliqué mis intenciones a los nativos, y ambos hicieron un gesto de horror. Pero sus temores por mi seguridad se atenuaron un poco cuando les dije que no deseaba que me acompañaran.

Gobo suspiró una plegaria para que yo no me encontrara al Destino paseando por ahí, y su compañero confió sinceramente en que mi espíritu mirara hacia mí en el momento en que embistiera el rinoceronte, y luego ambos se fueron a sitio seguro.

Tomando mi arma calibre ocho y poniéndome en el bolsillo media docena de cartuchos de repuesto, di un rodeo y llegué a la protección del hormiguero, donde me tendí. Momentáneamente, el viento había amainado, pero poco después pasó sobre mí una suave ráfaga que llevó mi olor hacia el rinoceronte. A propósito, me pregunto: ¿qué huele tan intensamente en el hombre? ¿Es su cuerpo o su aliento? Nunca he podido descubrirlo; pero vi días pasados que el hombre que manipula a los patos que sirven de señuelo sostiene un trocito de hierba encendido ante su propia boca y que impide que aquéllos puedan husmearlo. Bueno no sé qué le llamó la atención en mí; pero el caso es que el rinoceronte no tardó en husmearme, por que al medio minuto de haber pasado la ráfaga de viento estaba levantado y se había vuelto para poner su cabeza de cara al viento. Permaneció así durante unos segundos, resopló y empezó a moverse, primero al trote, y luego, cuando el olor se intensificó, a furioso galope. Avanzó resoplando como una locomotora, con la cola erecta; de haberme visto, no habría podido lanzarse más directamente. Resultaba bastante inquietante, puedo, asegurárselo a ustedes, yacer ahí esperando su embestida, porque aquel animal era toda una montaña de carne. Pero decidí no disparar hasta que pudiera distinguir claramente sus ojos, porque creo que esa regla le proporciona siempre a uno la distancia exacta para la caza mayor; de modo que apoyé mi arma sobre el hormiguero y lo esperé hincado sobre una rodilla. Finalmente, cuando estaba a unos cuarenta metros, vi que había llegado el momento y, apuntando directamente en pleno pecho de la presa, disparé.

Bum, hizo la pesada bala, y con un tremendo bufido, el rinoceronte se desplomó bajo su impacto, como conejo tocado por una bala. Pero si creía haber acabado con él, me equivocaba, porque al cabo de un segundo se había incorporado y volvía a embestirme con tanta fiereza como antes, aunque con el testuz bajo. Esperé a que estuviera a diez metros de distancia, con la esperanza de que descubriría el pecho, pero no hizo semejante cosa, de modo que hube de disparar contra su cabeza con el cañón izquierdo de mi arma y correr el albur. Pero la suerte quiso que se interpusiera su cuerno en la trayectoria de la bala, que pasó limpiamente a unos centímetros del hocico y se perdió en el espacio.

Después de esto, las cosas empezaron a ponerse serias. Mi arma estaba descargada y el rinoceronte se acercaba rápidamente, con tanta rapidez que llegué a la conclusión de que lo mejor era cederle el paso. Por tanto, me levanté de un salto y corrí a la derecha con toda la rapidez posible. El rinoceronte llegó ladeándose, aplastó mi amistoso hormiguero y por tercera vez en ese día me salvé a duras penas. Esto me proporcionó unos segundos de ventaja, que aproveché para correr contra el viento, ¡y cómo corrí! Pero, desgraciadamente, la bestia advirtió mi modesto refugio, y apenas se hubo incorporado se dispuso a perseguirme de nuevo. Ahora bien: no hay un solo hombre en el mundo que pueda correr con la rapidez con que galopa un rinoceronte furioso; comprendí que no tardaría en alcanzarme. Pero como tenía cierta experiencia en esas cosas, por suerte, conservé la serenidad, y mientras huía logré abrir mi rifle, sacar los cartuchos usados y reemplazarlos por otros dos nuevos. Para hacerlo hube de disminuir mi velocidad y, cuando hice chasquear mi rifle, oí que el rinoceronte bufaba y bramaba a poca distancia, a mi espalda. Me detuve, y al hacerlo amartillé rápidamente el rifle y giré en redondo. La bestia estaba a unos seis o siete metros de mí, pero afortunadamente con la cabeza erguida. Alcé el rifle y disparé. Fue un disparo sin apuntar; pero la bala le hirió en el pecho, a pocos centímetros de la primera, y logró penetrar en sus pulmones. Con todo, no lo detuve, de modo que sólo pude saltar a un lado, cosa que hice con sorprendente ligereza, y cuando el rinoceronte pasaba rozándome, le disparé con el otro cañón en el costado. Eso acabó con él. La bala penetró por detrás de la paletilla y le llegó al corazón. Se desplomó de costado, lanzó un horrible chillido —una docena de cerdos no habrían podido hacer tanto estrépito— y expiró, sin cerrar en todo ese tiempo sus perversos ojos.

En cuanto a mí, me soné la nariz y, acercándome al rinoceronte, me senté sobre su cabeza y medité que había tenido una cacería matinal de primer orden.