CAPÍTULO I
Gobo se revela

Un día a la semana, poco más o menos, de haberme narrado Allan Quatermain su historia de los «tres leones» y la conmovedora muerte de Jim-Jim, él y yo volvíamos a pie a casa, al acabar la cacería de la jornada. Allan poseía unos dos mil acres de cotos de caza alrededor de su mansión de Yorkshire, un centenar de ellos arbolados. Corría ya el segundo año que pasaba en su finca y había criado un excelente conjunto de faisanes, porque era un consumado deportista y tan amante de la escopeta como de un rifle calibre ocho. Ese día, los cazadores éramos tres: sir Henry Curtis, el viejo Quatermain y yo; sir Henry tenía que marcharse al mediar la tarde para reunirse con su agente e inspeccionar una granja de las afueras, donde hacía falta un nuevo cobertizo. Con todo, se proponía volver para la cena y traer consigo al capitán Good, porque Brayley Hall solo distaba dos millas de la granja.

La cacería había sido fructífera, si se tiene en cuenta que sólo habíamos llegado hasta los cotos adyacentes. Creo que nuestras presas las constituían veintisiete aves diversas, una becada y un trío de perdices. De regreso atravesamos un largo y angosto bosquecillo, donde solían encontrarse alguna becada y también algunos faisanes.

—Bueno —dijo el viejo Quatermain—; ¿qué les parece? ¿Hacemos una batida aquí, para rematar la jornada?

Asentí, y Quatermain llamó al guardabosque que nos seguía con un grupito de oteadores, y dijo que hiciera una batida a través del bosquecillo.

—Perfectamente, señor —respondió el hombre—, pero está oscureciendo muchísimo, y el viento arrecia, amenazando tormenta. Les costara gran trabajo acertarle a una becada, si es que el bosquecillo contiene alguna.

—Muéstrenos la becada, Jeffries —respondió Quatermain, porque no le gustaba que le contrariaran en asuntos vinculados con la caza—, y nosotros nos encargaremos de dar en el blanco.

El guardabosque le volvió la espalda y se alejó algo malhumorado. Oí que le decía a su ayudante:

—El señor es muy buen cazador, no digo que no; pero si le acierta a una becada con esta oscuridad y este viento, yo soy holandés.

Creo que también Quatermain lo oyó, aunque no dijo nada. El viento arreciaba cada vez más, y cuando empezó la batida soplaba endemoniadamente. Yo estaba en el extremo derecho del bosquecillo, que formaba una curva, y Quatermain en el izquierdo, a unos cuarenta pasos de allí. Poco después, un viejo faisán pasó volando como una bala sobre mí: parecía que se le escapaban todas las plumas de la cola. Le erré al disparar el primer cañón de la escopeta, y nunca me sentí más satisfecho de mí mismo que cuando lo derribé con el segundo, porque el tiro distaba de ser fácil. En la tenue luz noté apenas que Quatermain asentía con aire de aprobación, cuando entre el gemir de los árboles a impulsos del viento, oí los gritos de los oteadores: «Codorniz adelante, codorniz a la derecha». Luego llegó toda una andanada de gritos: «Becada a la derecha», «Codorniz a la izquierda», «Codorniz arriba».

Miré al cielo y no tardé en divisar a una de las becadas, que volaba sobre mí, a favor del viento, con la velocidad del rayo. A la vaga luz, no pude seguir todos sus movimientos. El ave describía un zigzag entre las peladas copas de los árboles; en realidad, sólo la distinguí cuando batía las alas. Ahora pasaba sobre mí. Bang, y un batir de alas. Le había errado. Bang de nuevo. Seguramente, la había derribado. No. Ahí se escapaba, a mi izquierda.

—Una codorniz para usted —le grité, adelantándome en tal forma, que Quatermain quedara entre la vaga luz del moribundo día y yo, porque quería ver si él me vengaba. Yo sabía que era un tirador maravilloso; pero aquella codorniz, me pareció, le daría trabajo.

Le vi alzar apenas la escopeta e inclinarse hacia adelante, y en ese momento salieron a espacio abierto dos codornices, la que se me escapara a mí a la derecha de Quatermain y la otra a su izquierda.

Al propio tiempo gritaron de nuevo: «becada arriba», y al mirar el otro extremo del bosquecillo vi en los aires a una tercera ave, que el viento hacía planear como una hoja parda y remolineante sobre la cabeza de Quatermain. Entonces vi la más hermosa exhibición de tiro que haya presenciado. El ave de la derecha volaba a baja altura, a menos de diez metros de un seto vivo, y Quatermain le apuntó primero, porque pronto desaparecería. En realidad, nadie que no tuviera los ojos de halcón de Allan Quatermain podía haberla distinguido como para disparar. Pero él la veía con la claridad necesaria para matarla. Luego, volviéndose bruscamente, apuntó a la segunda ave, que estaba a unos cuarenta y cinco metros de distancia, y la presa cayó. Para entonces la tercera codorniz estaba casi sobre Allan y volaba muy alto, a favor del viento, a unos treinta metros, al parecer. Vi que Quatermain la miraba fugazmente, mientras abría la escopeta, sacaba el cartucho de la derecha, metía otro y giraba sobre sí mismo al hacerlo. Ahora la codorniz estaba a casi cincuenta metros de él y volaba con rapidez fulmínea. Alzando la escopeta, Quatermain disparó y la derribó con un tiro maravilloso. Una violenta ráfaga de viento atrapó al ave muerta y la empujó como a una hoja arrancada de un roble, de modo que cayó a ciento treinta metros de distancia de Quatermain, o más.

—Oiga, Quatermain —dije cuando se acercaron los oteadores—: ¿hace usted a menudo estas cosas?

—Le diré —respondió él con seca sonrisa—. La última vez que tuve que disparar tres veces consecutivas con esa rapidez fue al perseguir caza mayor. Cazaba elefantes. Los tres quedaron tan muertos como esas codornices, pero poco faltó para que sucediera lo contrario, se lo aseguro: quiero decir que por poco me matan a mí.

En ese preciso momento se acercó el guardabosque.

—¿Le acertó a alguna de esas codornices, señor? —preguntó con aire de quien dista de esperar una respuesta afirmativa.

—Sí, Jeffries —respondió Quatermain—. Encontrará a una de ellas junto al seto, y a otra a unos cincuenta metros, junto al surco de la izquierda…

El guardabosque se había vuelto para irse, con aire asombrado, cuando Quatermain le llamó.

—Espere un momento, Jeffries —dijo—. ¿Ve ese tocón que está a unos ciento cuarenta metros de aquí? Pues bien: debe haber otra codorniz en la misma línea, a unos sesenta pasos, en campo abierto.

—Bueno, esto sí que ha sido el alarde de puntería más grande que he visto —murmuró Jeffries y se alejó.

Después de esto volvimos a casa, y a su debido tiempo sir Henry Curtis y el capitán Good llegaron para la cena, este último con el más ceñido y decorativo traje de etiqueta que yo haya visto. Recuerdo que su chaleco estaba adornado con cinco botones de coral rosado.

La cena fue muy agradable. El viejo Quatermain estaba de muy buen humor; al parecer, le alegraba recordar su triunfo sobre el escéptico Jeffries. También el capitán Good rebosaba anécdotas. Nos narró la más milagrosa de las historias: una de sus cacerías de íbices en Cachemira. Dijo que había estado al acecho, para cazar esos íbices, desde la mañana hasta la noche durante cuatro días enteros. Finalmente, en la mañana del quinto logró ponerse a tiro de la manada, formada por un viejo y soberbio macho, de cuernos tan largos que temo mencionar su medida, y cinco o seis hembras. Good se arrastró sobre el vientre, resguardándose como pudo detrás de las rocas, hasta llegar a unos doscientos metros de la manada; entonces pudo apuntar bien al macho. Pero en ese momento sucedió algo que estaba al margen de la cacería. No sé qué vagabundo oriundo de las colinas apareció sobre la lejana cumbre de una montaña. Las hembras de la manada se volvieron y, saltando sobre una roca, desaparecieron de la mirada de Good. Pero el viejo macho obró con más audacia. Delante de él se extendía una vasta grieta, de diez metros de anchura por lo menos. El íbice saltó hacia ella. Mientras estaba en el aire, Good disparó y lo mató. El macho dio un salto mortal completo y cayó de tal manera, que sus cuernos quedaron enganchados en un gran saliente del peñasco opuesto. Allí quedó colgado hasta que Good, después de un largo y penoso rodeo, le arrojó con donaire un lazo y lo izó.

Esta emocionante narración de una salvaje aventura fue acogida con inmerecida incredulidad.

—Bueno —dijo Good—, si no quieren creer en mi relato, un relato absolutamente auténtico, quizás alguno de ustedes pueda contar algo mejor; no tengo empeño en que sea verídico o no —y se sumió en un digno silencio.

—Vamos. Quatermain —dije—. No permita que Good le aventaje. Cuéntenos cómo mató a esos elefantes a que se refirió esta tarde momentos después de haber matado a la becada.

—Bueno —dijo Quatermain, secamente, con un fulgor en sus ojos pardos—. Es lamentable tener que seguirle las huellas a Good. En realidad, de no ser por esa jirafa que corría y que, como recordará, Curtis, le vimos derribar a Good con un rifle Martini, a trescientos metros de distancia, yo diría que su relato es casi inverosímil.

Aquí, Good alzó los ojos con aire de indignada inocencia.

—Con todo, si quieren, les contaré una historia inverosímil —continuó Quatermain, levantándose, y encendiendo su pipa…

La otra noche le narré a uno de ustedes el episodio de aquellos tres leones y cómo destrozó la leona a mí infortunado «voorlooper[4]» Jim-Jim, el niño a quien enterramos en una bolsa de pan.

Bueno. Después de esta aventurita pensé que me convenía sosegarme un poco y me asocié a un hombre que, dada su afición a las especulaciones, había proyectado instalar en Pretoria[5] unos almacenes sobre el principio de la más rigurosa venta al contado. Lo convenido era que yo debía poner el capital, y él aportar la experiencia. Nuestra sociedad no duró mucho. Los bóers[6] se negaron a pagar al contado y, a los cuatro meses, mi socio se había quedado con el capital y yo con la experiencia. Después de esto llegué a la conclusión de que la profesión de comerciante no era mi vocación, y como me habían quedado cuatrocientas libras, mandé a mi hijo Harry a una escuela de Natal, y después de comprarme un equipo con el resto del dinero emprendí un largo viaje.

Esta vez decidí ir más lejos que nunca; compré pasaje por unas pocas libras en un bergantín mercante que hacía la travesía entre Durban y la bahía de Delagoa[7]. Desde Delagoa me dirigí tierra adentro, acompañado por veinte porteadores, con la intención de ir al norte, rumbo al Limpopo y paralelamente a la costa, pero a unas ciento cincuenta millas de la misma. Durante los veinte primeros días del viaje sufrimos mucho a causa de la fiebre; mejor dicho, los que sufrieron fueron mis porteadores, porque, según parece, yo soy un hombre a prueba de fiebres. Además, me veía en apuros para proveer de carne al campamento, porque aunque la población era muy poco densa, no había mucha caza. En realidad, durante todo ese tiempo, el animal más grande que maté fue un antílope, y como ustedes saben, la carne de antílope no es muy apetecible. Con todo, al vigésimo día llegamos a las orillas de un gran río llamado Gonooroo. Lo crucé y luego me dirigí al interior del país, hacia una gran cadena de montañas cuyas cumbres azules se proyectaban como sombras sobre el cielo lejano y eran, supongo, una prolongación de la cordillera Drakenberg, que orilla la costa de Natal. Desde esta cadena principal se extiende una gran estribación hasta unas cincuenta millas de la costa, que termina bruscamente en un enorme pico. Descubrí que esa estribación separaba los territorios de dos jefes nativos llamados Nala y Wambe. El territorio de Wambe estaba al norte; el de Nala, al sur. Nala gobernaba una tribu de zulúes mestizos llamados butianas, y Wambe, una tribu mucho más numerosa, la de los matukus, que presentan marcada analogía con los basutos. Por ejemplo, tienen puertas y galerías en sus cabañas, trabajan a la perfección las pieles y usan taparrabo. Los butianas, en esa época, estaban más o menos sometidos a los matukus, ya que éstos los habían atacado por sorpresa unos veinte años antes, destrozándolos sin piedad y dominándolos. Pero ahora se estaban recobrando, y como cabe imaginar, no sentían particular afecto por los matukus.

Mientras yo seguía mi itinerario oí decir que los elefantes eran muy numerosos en los densos bosques existentes sobre las laderas y al pie de las montañas que bordean el país de Wambe. Asimismo, me dieron muy malos informes sobre este digno gran jefe, que vivía en un kraal[8] edificado sobre una pendiente, tan poderosamente fortificado, que resultaba de hecho inexpugnable. Se decía que era el jefe más cruel de esa parte del África y que había asesinado a sangre fría a toda una caravana de caballeros ingleses que siete años antes, vinieran a su país a cazar elefantes. Les servía de guía un viejo amigo mío, John Every, y yo había deplorado a menudo su prematura muerte. De todos modos, aunque Wambe estuviese allí, decidí cazar elefantes en su país. Nunca había temido a los nativos y no me proponía ahora lucir la pluma blanca[9]. Soy un poco fatalista, como ustedes saben, y llegué a la conclusión de que si estaba escrito que Wambe me mandara a hacerle compañía a mi viejo amigo John Every, tenía que ir y sanseacabó. Mientras tanto, me proponía cazar elefantes con el corazón sereno.

Al tercer día de haber avistado el gran pico nos hallamos debajo de su grandiosa sombra. Siguiendo siempre el curso del río, que serpenteaba a través de los bosques, entramos en el territorio del temible Wambe. Esto, con todo, no se logró sin ciertas divergencias entre mis porteadores y yo, porque cuando llegamos a los presuntos límites de los dominios de Wambe, los porteadores se sentaron en el suelo y se negaron enfáticamente a dar un solo paso más. Yo también me senté y discutí con ellos, exponiéndoles lo mejor posible mis fatalistas puntos de vista. Pero no pude inducirles a que contemplaran el asunto a la misma luz.

—Por el momento, nuestro pellejo está entero —me dijeron—. Si entramos en el país de Wambe sin su permiso, pronto nos pareceremos a una hoja roída por el agua.

Yo podía hablar del Destino todo lo que quisiera, añadieron. Quizás el Destino se paseara por el país de Wambe. Pero mientras ellos se mantuvieran fuera de sus límites, no se encontrarían con él.

—Bueno —le dije a Gobo, el jefe de mi expedición—, ¿qué te propones hacer?

—Tenemos que volver a la costa, Macumazahn[10] —me contestó con insolencia.

—¿De veras? —respondí, porque tenía ya revuelta la bilis—. De cualquier modo, Gobo, tú y uno o dos de tus compañeros, por lo menos, no llegaréis jamás allí. Mira, amigo mío —agregué, mientras tomaba un rifle de repetición y me sentaba cómodamente, apoyando la espalda contra un árbol—. Acabo de desayunarme y tanto me da descansar aquí como en cualquier otra parte. Ahora bien: si tú o cualquiera de estos hombres da un solo paso para volver a la costa, haré fuego, y ya conoces mi puntería.

Gobo jugó durante unos instantes con su lanza —por suerte, todos los rifles estaban apilados contra el árbol— y luego me volvió la espalda, como para irse. Los demás le observaban sin quitarle los ojos de encima. Me levanté y le encañoné con mi rifle, y aunque Gobo aparentó valerosamente despreocupación, advertí que me miraba con nerviosidad. Cuándo hubo recorrido unos veinte metros, le dije, con toda calma:

—Vamos, Gobo. Vuelve o disparo.

Naturalmente, el asunto estaba tomando un cariz muy peligroso. En realidad, yo no tenía derecho a matar a Gobo ni a nadie por el hecho de que aquella gente formulara objeciones a mi decisión de correr un peligro mortal penetrando en el territorio de un caudillejo hostil. Pero yo adivinaba que si quería conservar alguna autoridad allí, era indispensable que llevara las cosas al extremo, menos a matarle realmente. De modo que me quedé mirándole con el aire feroz de un león y manteniendo la mira de mi fusil a la altura de las costillas de Gobo. Entonces éste, adivinando que la situación se ponía tensa, cedió.

—No dispare, patrón —gritó, alzando la mano—. Iré con usted.

—Me lo imaginaba —respondí tranquilamente—. Como ves, el Destino se pasea tanto por los alrededores del país de Wambe como por su interior.

Después de esto, ya no tuve dificultades, porque Gobo era el cabecilla, y cuando se rendía, los demás se rendían también. Restablecida así la armonía, franqueamos la frontera, y a la mañana siguiente empecé a cazar en serio.