Frangipane[1]

Hay palabras mágicas. Para mi infancia, ninguna lo fue con la poesía de la que presta su título a este croquis.

Yo he leído desde muy pequeño. Tendido sobre la alfombra de la sala, durante las largas siestas en que nuestra madre dormía, la biblioteca de casa ha pasado tomo tras tomo bajo mis ojos inocentes, que más lloraban que leían los idilios de Feuillet, Theuriet, Onhet, venero sentimental de mi familia y de la época.

Yo tenía 8 años. La impresión que producían en mi tierna imaginación algunas expresiones y palabras leídas, reforzábase considerablemente al verlas lanzadas al aire, como cosas vivas, en la conversación de mi madre con mis hermanas mayores.

Tal la palabra «frangipane». Designábase con ella un perfume, un extracto de moda en la época. Un delicioso, profundo y turbador aliento de frangipane era la atmósfera en que aguardaban, desesperaban y morían de amor las heroínas de mis novelas. La penumbra de la sala, sobre cuya alfombra y tendido de pecho, yo leía, comía pan y lloraba todo en uno, hallábase infiltrada hasta detrás del piano, de la sutil esencia. Se comprenderá así, sin esfuerzo, mi emoción cuando oía una tarde hablar como de una cosa no novelesca sino real, existente, al alcance de ellas mismas, del perfume en que yo vivía espiritualmente: frangipane.

Nuevos años pasaron. A la alfombra sucedieron las gradas de piedra del jardín, al pan un cigarrillo, y las lecturas ascendieron en categoría. Pero ni el perfume ni su mágica sugestión se habían borrado de mi memoria. Varias veces había interrogado a mi madre y hermanas sobre el origen de aquél, sin que ni una ni otras pudieran informarme al respecto.

Ya adolescente, recurrí a los tratados de química y a alguno elemental de perfumería, también en vano. Alguien me dijo en aquella época que el perfume en cuestión procedía de una flor o un ámbar de la China.

¿Cómo llevar más lejos las investigaciones en mi pueblo natal?

Nuevos años transcurren, esta vez largos y tormentosos como los de usted y los míos, según la expresión inglesa; impresiones de todo género, algunas enormes, pesan considerablemente sobre el plasma infantil de mi memoria, y los primeros recuerdos yacen como muertos en el sustrato mental. Pero basta una sacudida ligerísima en apariencia provocada por una nota, un color, un crepúsculo, un ¡ay!, para que su honda repercusión agite tumultuosamente los profundos sedimentos de la memoria y surjan redivivas y sangrando avasalladoras y salpicantes, las impresiones de la primera infancia.

Mi posición es la de un hombre que ante la naturaleza se pregunta si ha plantado lo que debe, cuando ya escribió lo que pudo. El amor a los árboles, congénito en mí (a los 6 años era ya propietario de un castaño logrado de semilla), se exalta hoy al punto de soñar con una planta deseada con el mismo poético candor que hace mil años confié a un ensueño infantil.

En el pequeño mundo de especies tropicales a que dedico hoy mis mejores horas, faltábame hasta hace un año una planta cuyo recuerdo, ya muy lejano, subía de vez en cuando a mi memoria.

Trátase de un arbusto visto hace veinticinco años aquí mismo, en San Ignacio, al que su dueño llamaba «jazmín magno». Procedía de un gajo recibido por encomienda del Brasil, y en aquel momento hallábase bien desarrollado. Florecía, al decir de su dueño, en grandes flores carnosas a modo de pequeñas magnolias, y su perfume no tenía parangón con el de flor alguna.

Un solo defecto poseía tan estimable planta: su sensibilidad al frío. Sufría ya mucho con las más ligeras heladas y al fuego de algunas muy fuertes —extraordinariamente fuertes en Misiones— podía quemarse hasta el pie.

Tal acaeció a aquel jazmín. Un año después de conocerlo, desaparecía de este mundo, sin haberlo yo visto florecer. Pero en pos de la catástrofe, no me quedaban dudas sobre su origen ecuatorial. En cuanto a su familia, el aspecto general de la planta, su corteza, sus grandes hojas carnosas y brillantes, el látex que manaba al menor rasguño, hacían sospechar a una euforbiácea.

Y esto fue todo en aquel momento. Hoy, con más tiempo y más amor, he recordado aquella esencia y sus flores de perfume sin igual. Hace un año se me dijo que en Posadas había algunos ejemplares, sin podérseme precisar dónde. Felizmente, en esos días tuve en mis manos un catálogo de la Escuela de Agricultura de Posadas, donde vi con inefable placer que se ofrecían en venta estacas de jazmín magno. Acto continuo adquirí una.

Mas ¡cuán pobre cosa aquel ejemplar, especie de huso a modo de cigarro, no más alto ni grueso que un habano! ¿Podría yo algún día contemplar metamorfoseado en lujuriosa planta tropical aquel huso plomizo?

Tal vez. Pero durante seis meses de maceta no creció un milímetro ni dio señal alguna de vida. Púsela en tierra al comienzo de la primavera del año antepasado y al punto surgieron de su ápice hojuelas lustrosísimas, mientras la estaca ascendía desmesuradamente engrosada, con brillo tumefacto. Al cabo de seis meses adquiría un metro de altura; y grandes hojas alternas, densas de agua, rodean hoy el naciente tronco.

¿Pero cómo se llama esa planta? ¿Cuál es su verdadero nombre?

Bien que mi ciencia botánica sea muy parca, me gusta siempre conocer la denominación científica de mis plantas; tener, por lo menos, conocimientos de su familia, del mismo modo que nos conformamos con saber que tal individuo pertenece a la familia de los Dillingher, a los Lincoln, sin interesarnos por lo demás.

Entre las contadas personas cuya amistad me es aquí inestimable, figuran en primera línea dos naturalistas de la Estación Experimental de Loreto: Ogloblin, entomólogo, y Grüner, botánico. Una noche, luego de comer, los he llevado al pie de mi incógnita planta, que han examinado atentamente a favor de la linterna eléctrica. No han podido determinarla, claro está; pero ambos han convenido de buen grado en que muestra indicios vehementes de ser una euforbiácea.

¿Género y especie? Ya lo veremos más adelante.

Pero mi preocupación sobre el jazmín magno aumenta en proporción de sus grandes hojas. Voy a Posadas, a la Escuela de Agricultura, de donde procede mi ejemplar. Veo perfectamente la planta madre; mas en ausencia del director, no hallo quien la determine con exactitud.

¿Qué hacer? Torno en casa a releer los tratados que puedan sugerirme alguna luz. La denominación «jazmín magno» me es inútil como base; nombre circunstancial o puramente local, como es el caso con la estrella federal, a través de cuya designación rosista no se entrevé por cierto a la poinsetia pulquerrima

Grüner y Ogloblin ríen de mi obsesión.

—¿Qué puede ser su planta? —dice el primero—. Ya lo sabremos cuando florezca. Y cabe anotar de paso —agrega— que tiene usted otras esencias cuya determinación no le preocupa hasta este punto.

—Puede ser —concedo—. Lo cierto es que yo mismo no sé a qué atribuir mi ansiosa obsesión por esta planta. Es algo más fuerte que yo.

Y tan fuerte, en realidad, que hubiera llegado a soñar con aquélla si la Providencia no viene en mi ayuda en forma de diario o revista ilustrada en cuyas páginas se elogian los árboles de la ciudad de Paraná. Y leo allí, con la sobreexcitación que es de suponerse:

«Espléndido jazmín magno o manga (plumeria rubra)…»

¡Por fin! ¡Podía ya dormir tranquilo por el resto de mis días! Corro a mi enciclopedia y el nombre técnico me da la clave de cuanto deseo saber.

Trátase, en efecto, de una especie del género plumeria, familia de las apociáceas (hoy creo que ésta se halla incluida en las solenáceas), al cual pertenece la especie plumeria rubra, mi jazmín magno. Procede de las Antillas, donde fue descubierta por el botánico Plumier, cuyo nombre lleva. Sus flores en corimbo son de una belleza y perfume extraordinarios.

Tenía, pues, razón mi vecino de antaño. Vuelo enseguida en automóvil a la Estación Experimental de Loreto, donde a falta de Grüner, hoy al frente de los viveros de Nahuel Huapi, hallo a Ogloblin.

—¡Eureka! —le grito—. ¡Plumeria rubra!

Ogloblin ríe; ha comprendido perfectamente de lo que se trata.

—También me alegro yo —apoya—. ¿Está ya tranquilo?

—¡Ni por asomo! —respondo—. Ogloblin: ¿tiene usted la gran enciclopedia brasileña de Grüner?

—No; la llevó consigo. Pero tenemos en la Estación una enciclopedia inglesa bastante buena.

—Perfecto. Dígnese leerme cuanto halle sobre mi planta.

Y Ogloblin lee:

—«Plumeria, plumiera o plumiria… género de la familia de los apocináceas… etcétera».

—Pero ¿mi especie? —pregunto—. ¡Léame, por favor!

—Aquí está; la primera de todas: «Plumeria rubra, llamada también Frangipane…».

¡Ah! ¡Instantáneamente comprendí los oscuros motivos que me habían llevado a ciegas, como se lleva a un ser inconsciente de la mano, a agitar mis horas tras el nombre de una planta ecuatorial!

¡Frangipane! Desde el fondo de cuarenta o cincuenta años, una criatura surgía, llorosa y feliz a la magia de ese nombre. Volví lentamente a casa, cuando comenzaba el crepúsculo. La tarde agonizaba en altísima y celeste claridad. Lentamente, por la carretera que ascendía las lomas, entraba en el bosque, proseguía sobre el puente del Yabebirí, el coche llevaba consigo, más como pasajero que como conductor, a un hombre de sienes ya plateadas, dulcemente embriagado por los recuerdos de su lejana infancia.