Su olor a dinosaurio
El hombre abandona la ciudad y se instala en el desierto, a vivir por fin. Esta vida, esta soledad, esta elevación sobre sí mismo, que no comprende ninguno de sus amigos, constituye para él el verdadero existir.
Este hombre no lleva consigo la suprema sabiduría de Purun Bhagat, ni flaquean sus fuerzas en la lucha occidental. No. Ha luchado como todos, tal vez en una línea más recta que sus semejantes. Regresa hoy a la naturaleza de que se siente átomo vital, desencantado de muchas cosas, más puro siempre, como un niño ante las ilusiones que el paisaje, la selva y su rocío destilan para él.
Silencio, soledad… Este doble ámbito en que tambaleó el paso del primer hombre recién erguido, constituyó el terror de la especie humana cuando se arrastraba todavía a medias en la bestialidad natal. ¿No ha logrado aún el hombre liberarse de este estigma ancestral, que todavía hoy persiste y explora en cobardía ante la soledad y el silencio?
Y aun si así no fuera: ¿qué compensación ofrece el rebaño a la pérdida de la libertad congénita? ¿La cultura? Pero la cultura no es planta de maceta. Si prospera en tiestos, es a fuerza de agotantes abonos.
Nuestro hombre, cuya vida ha dado flores en maceta, desarraiga todo: existencia, cultura, familia, presente y porvenir, y lo confía a la franca tierra. No le queda ahora sino aguardar la próxima primavera para observar los retoños.
Mas a la par de su vida, el hombre ha confiado a la tierra simientes y plantas que constituirán su jardín. Bella cosa es ver surgir a nuestro lado, ante la lujuria sombría y monótona del bosque ambiente, pequeños soles de luz —todo el iris— que cantan, más que cosa alguna, la adaptación triunfal de la familia.
Ésta ha inaugurado el jardín con una estaca de poinsetia, con tanta suerte, que a los dos meses escasos irrumpe en su extremidad una inmensa estrella roja de esplendor sin igual. Como un alto macizo de bambú de Java se alza al sur de la casa, la gran flor se proyecta sobre él. Y es preciso ver al crepúsculo, desde cierta distancia, aquella estrella de color de sangre sobre el follaje sombrío del bambú.
Nótese bien que en todo el verde ambiente no había allí hace dos meses una sola nota cálida. Y, de pronto, surge, estrellada sobre el bambú mismo, la extraordinaria flor de sangre.
Por disciplina mental, en su soledad, la familia menciona a las plantas por su nombre técnico. Y no es sin risueña sorpresa que se puede oír a la pequeña de seis años denominar gravemente: poinsetia pulquerrima…, bougainviller rubre…, amarillis vitata brida…
Estas amarillis son el orgullo del jardín, e indígenas algunas de ellas. Con bastantes quebrantos se las halló en lo alto de los cantiles que allí bordean el Paraná. Heroicas para resistir toda sequía, su único punto flaco es la terquedad de las distintas variedades para florecer tras un trasplante. La felicidad de la familia se vería colmada si una de las amarillis, ejemplar único hallado a la vera del bosque inmediato, tornara a abrir sus grandes campanas blancas puntilladas de color café.
Pero no florece. Hace año y medio que ha sido trasplantada, y permanece muda a todos los estimulantes con que se la solicita. En la región, a pesar de ser conocidas las demás variedades de amarillis locales, nadie ha visto nunca la que se dejó sorprender por nosotros tras un fuerte incendio que calcinó la vera del bosque. El día en que la veamos incluida en los catálogos seremos bien dichosos.
En los últimos tiempos el parque se ha enriquecido con algunas especies de fuerte sugestión exótica.
Un alcanforero japonés, por ejemplo (cinamomum campera…, dice la nena con perfecta claridad), ha sufrido el trasplante con una indiferencia —diríamos alegría— no vista en planta alguna. Acaba de sufrir, sin una gota de agua, una sequía de tres largos meses. Hoy, como ayer, sus curvadas hojas ostentan el mismo lustre del primer día.
Una monstera deliciosa, original de México, muy semejante al filodredro nativo, y cuya fruta, al decir de los que la conocen, supera en perfume y sabor a la chirimoya. ¿Fructificará en nuestra latitud? Es el problema que tenemos por delante. Procede de los bosques más cálidos de México, y se nos ha prevenido que difícilmente resistirá nuestras fuertes heladas. Quien nos ha hecho este regio don cree que nuestra monstera debe ser de las contadísimas que existen en la Argentina.
Un árbol de alfalfa, variedad lograda en Estados Unidos, que mantenemos aún en maceta por dificultades con el tiempo. Nuestra tierra, además, está lejos de ofrecer la profundidad necesaria para la vida de aquélla. No esperamos mucho ver en su pleno desarrollo tal árbol de alfalfa.
Un calistemo, de estambres rojos erizados en grueso cilindro, que comienza a secarse, y se secará indefectiblemente. Llegó a casa medianamente envuelto en su pan de tierra. Aun así, nos aseguran que no se conoce ejemplo de calistemo que haya sufrido trasplante. Y se halla al lado del alcanforero…
Una poinciana regia, orgullo de las nuevas avenidas de Asunción, y cuyo nombre vulgar ignoramos, se nos asegura que no resistirá las heladas. ¿Quién sabe? En casa hemos confeccionado ya magníficos resguardos para la poinciana.
Éstas son las plantas —si no todas— en que la familia ha cifrado su amor. Ya se ve: va en esto mucho de la solicitud entrañable que un viejo matrimonio pone en una criatura adoptada, de delicada salud. Las plantas del trópico y sus flores sin igual exigen los cuidados de una perpetua infancia. Ni mucho sol, ni mucha sombra, ni mucha agua, como es el caso con las euforbiáceas. Y por encima de todo la preocupación constante del frío a venir, el temor desolante a las heladas, que concluye por infiltrarse en el corazón de sus dueños.
Pero ¿qué hacer? Cuando se adopta a una criatura, preciso es sufrir por su frágil vida.
¡Cuán lejano aún el invierno, sin embargo! Toda nueva yema surgida al calor estival es observada tres veces por día. Y en la contemplación de cada hojuela espesa, arqueada, brillante, la familia reunida sonríe, como si entrara una nueva dulzura en su corazón. Pues tal es la condición de quienes ya han tenido un hijo, han plantado un árbol y han escrito un libro…
Ésta es la familia. Pero el jefe reserva para sí su goce particular que provoca una nueva planta llegada a su jardín. Esta planta proviene de la China, única región del globo terráqueo donde crece indígena. Esa planta —esa especie— es el único representante de un género extinguido. ¡Y qué digo género! La misma familia a que pertenece, el mismo orden que la incluye, la misma clase que la comprende, todo esto ha desaparecido de la Tierra.
Es el ginkgo biloba. Ya en el periodo carbonífero se pierde el rastro de todos sus parientes. Desde hace ochenta millones de años (en el más modesto de los cálculos), esta planta sobrevive, única y solitaria en un mundo caduco. No tiene parientes en la flora actual. Ningún lazo de familia la une al mundo vegetal existente. Es el único ejemplar de una clase ya extinguida en la infancia del planeta.
Podemos apreciar la inmensidad de este aislamiento admitiendo por un instante que el hombre hubiera perdido todos los representantes de su género, familia, orden y clase. Sus parientes más cercanos en el mundo animal hallaríanse entre los tiburones o las lagartijas. Tal la huérfana supervivencia del ginkgo biloba.
Sus grandes hojas extrañas huelen a dinosaurio. Netamente lo percibe el hombre que alguna vez soñó con los monstruos secundarios. Las sensaciones que sufre ante esta planta fantasma no son nuevas para él. También él vivió antes que las grandes lluvias depositaran el espeso limo diluviano. El país en que vive actualmente, la gran selva sombría y cálida que devuelve en solfataras de vapores el exceso de agua, excitan esta sobrevida ancestral.
El hombre soñó, pero la planta vive y grita aún el contacto con las escamas del monstruo en la niebla espesísima. Hace de esto sin duda millones de siglos. Pero hace también millones de años que todo pasó, trilobitas, amonitas, dinosaurios, sepultando consigo toda una clase de vegetales con sus órdenes, familias, géneros y especies, con excepción de una sola, y de un solo testigo: el ginkgo biloba, que sobrevive y persiste vibrante de savia renovada, al suave rocío de un crepúsculo contemporáneo.