20

Ya eran más de las ocho de la noche cuando el conductor del enorme camión frigorífico dejó a Nakata en el aparcamiento del área de servicio Fujigawa de la autopista Tômei. Nakata descendió del alto asiento del copiloto con la bolsa de lona y un gran paraguas en la mano.

—Aquí te podrá coger otro vehículo —le dijo el conductor sacando la cabeza por la ventanilla—. Si vas preguntando, seguro que encontrarás alguno.

—Muchas gracias. Me ha sido usted de gran ayuda.

—¡Buen viaje! —gritó el conductor. Se despidió con la mano y se fue.

«Fujigawa», le había dicho el conductor. Pero Nakata no sabía dónde se encontraba Fujigawa. Lo único que sabía es que debía alejarse de Tokio y dirigirse, poco a poco, hacia el oeste. No tenía brújula, no sabía leer un mapa, pero que debía ir en esa dirección lo sabía instintivamente. Ahora le bastaba con subirse a otro vehículo que fuera hacia el oeste.

Nakata tenía el estómago vacío, así que decidió ir al restaurante a comer unos raamen. Los onigiri y el chocolate que llevaba en la bolsa los guardaría para un caso de emergencia. Como no sabía leer, le llevó tiempo entender cómo funcionaban las cosas. Antes de entrar en el comedor debía comprar el tiquet de la consumición. Y el tiquet lo expendía una máquina. Nakata, que no sabía leer, tuvo que pedir ayuda.

—Tengo la vista débil y no veo bien —le dijo a una mujer de mediana edad, y ésta introdujo las monedas en la ranura, pulsó el botón, recogió el cambio y se lo entregó. Nakata había aprendido por experiencia que, a según quién, era mejor ocultarle que no sabía leer. Porque se habían dado casos en los que se lo habían quedado mirando como si se tratara de una aparición.

Luego se colgó la bolsa de lona del hombro, cogió el paraguas y se dirigió hacia los hombres que tenían aspecto de camioneros. «Voy hacia el oeste», explicaba, «¿serían ustedes tan amables de llevarme?». Éstos miraban a Nakata a la cara, luego echaban una ojeada a su indumentaria y después hacían un gesto negativo con la cabeza. Era algo muy infrecuente ver a un anciano haciendo autoestop y un hecho tan inusitado como ése los hacía desconfiar. «La empresa nos prohíbe coger a gente», decían. «Lo siento».

Había tardado mucho tiempo en ir desde el distrito de Nakano hasta el acceso a la autopista Tômei. En primer lugar, Nakata apenas había salido del distrito de Nakano. Desconocía, además, dónde estaba el acceso a la autopista Tômei. Podía subir al autobús urbano cuyo uso cubría el pase especial, pero nunca había cogido solo el metro o el tren porque era necesario comprar un billete.

Eran las diez de la mañana cuando, tras embutir en la bolsa de lona unas mudas de ropa, artículos de aseo y algo de comer, y guardar con cuidado el dinero escondido bajo el tatami en una riñonera, Nakata cogió un gran paraguas y dejó su apartamento.

—¿Qué tengo que hacer para ir a la autopista Tômei? —le preguntó al conductor del autobús urbano. Pero lo único que consiguió fue que éste se riera.

—Este autobús sólo llega hasta la estación de Shinjuku. El autobús urbano no circula por la autopista. Tendrás que coger un autocar de alta velocidad.

—¿Y de dónde sale ese autocar de alta velocidad que va a la autopista Tômei?

—De la estación de Tokio —dijo el conductor—. Tienes que ir en este autobús hasta Shinjuku, en la estación de Shinjuku coger un tren para la estación de Tokio y, una vez allí, sacarte un billete de asiento reservado y coger el autocar. Así podrás llegar a la autopista Tômei.

Nakata no acabó de entenderlo, pero decidió coger el autobús y dirigirse a Shinjuku. Se encontró en un barrio gigantesco. Una multitud de personas iba y venía por las calles, Nakata a duras penas podía andar. Por la estación de Shinjuku circulaban muchos tipos diferentes de trenes y él no tenía la menor idea de qué diantres de tren tenía que coger para dirigirse a la estación de Tokio. Encima, no podía leer los letreros indicadores. Preguntó el camino a varias personas, pero las explicaciones que le daban eran demasiado rápidas, demasiado complicadas, llenas de nombres propios que jamás había oído, y Nakata era incapaz de retener tanta información en su cabeza. «Es igual que cuando hablaba con el gato Kawamura», se dijo Nakata. Habría podido dirigirse a un puesto de policía y preguntar, pero corría el riesgo de que lo tomaran por un anciano con demencia senil y que lo retuvieran allí (de hecho, ya le había sucedido una vez). Y mientras se encontraba vagando sin rumbo por la estación, ya sea porque el aire estaba contaminado o porque se oía mucho ruido, empezó a sentirse mal. Nakata se encaminó entonces hacia una zona poco transitada, descubrió una especie de parque pequeño entre los altos rascacielos y se sentó en un banco.

Nakata permaneció allí mucho tiempo completamente perdido. De vez en cuando musitaba algo para sí, se acariciaba la cabeza de cortos cabellos con la palma de la mano. En el parque no había ningún gato. Se acercaron unos cuervos a rebuscar entre las basuras. Nakata alzó varias veces la vista al cielo y dedujo la hora más o menos por la posición del sol. El cielo presentaba una tonalidad extraña a causa del humo de los tubos de escape de los coches.

Pasado mediodía, las personas que trabajaban en los edificios cercanos salieron al parque a comer sus bentô. Nakata también se tomó los bollos que llevaba y se bebió el té del termo. Sentadas en el banco, a su lado, había dos jóvenes y Nakata decidió abordarlas. «¿Cómo se va a la autopista Tômei?», les preguntó. Las dos le explicaron lo mismo que el conductor del autobús urbano. Que tenía que coger la línea Chûô, ir hasta la estación de Tokio y, una vez allí, coger el autocar para la autopista Tômei.

—Lo he intentado hace un rato, pero no lo he conseguido —les confesó con sinceridad—. Hasta ahora, Nakata no había salido nunca del barrio de Nakano. Así que tampoco sabe coger un tren. Sólo sabe ir en el autobús urbano. Como no sabe leer, no puede comprar el billete. He venido hasta aquí en el autobús urbano, pero no puedo seguir adelante.

Al oírlo, las dos se quedaron atónitas. ¿Que no sabía leer? Sin embargo, tenía pinta de ser un viejo inofensivo. Sonriente, pulcro y aseado. Chocaba un poco que llevara un paraguas tan grande en un día soleado, pero no parecía un vagabundo. Sus facciones eran agradables, sobre todo los ojos, tan claros y transparentes.

—¿De verdad es la primera vez que sales de Nakano? —le preguntó una de las chicas, la del pelo negro.

—Sí. Intentaba no salir jamás de Nakano. Porque si Nakata se perdía, nadie lo buscaría.

—Y no sabes leer —dijo la otra chica, la que llevaba el pelo teñido de color castaño.

—No. No sé leer ni una letra. Pero los números sencillos sí los conozco, aunque no sé contar.

—¡Vaya! Pues entonces te resultará difícil coger el tren.

—Sí, muy difícil. Es que no puedo comprar el billete.

—Si nos quedara tiempo, te llevaríamos a la estación y te diríamos en qué tren tienes que subir, pero dentro de poco debemos estar de vuelta en la empresa donde trabajamos. No tenemos tiempo de ir hasta la estación. Perdona, ¿eh?

—¡Oh, no! No se disculpe, por favor. Nakata ya se las apañará.

—¡Ya sé! —dijo la de pelo negro—. ¿Tôgeguchi, el del departamento comercial, no decía que tenía que ir hoy a Yokohama?

—Sí, ahora que lo dices, sí. Y si nosotras se lo pedimos, él lo llevará. Es un poco tristón, pero no es mal tipo —dijo la de pelo castaño.

—Oye, si no sabes leer, ¿por qué no haces autoestop? —preguntó la de pelo negro.

—¿Autoestop?

—Una vez allí, si se lo pides a alguien, seguro que te llevan. Hay muchos camiones de largo recorrido. Mejor que preguntes a éstos. Los turismos no suelen coger a nadie.

—Camiones de largo recorrido, turismos. Nakata no entiende bien estas palabras tan difíciles.

—Si vas, ya verás cómo lo consigues. Hace tiempo, cuando estudiaba en la universidad, hice autoestop una vez. Los camioneros fueron todos muy amables.

—Por cierto, ¿hasta dónde vas de la autopista Tômei? —preguntó la del pelo castaño.

—No lo sé.

—¿Que no lo sabes?

—No lo sé. Pero, en cuanto llegue, lo sabré. De momento debo ir por la autopista Tômei en dirección al oeste. Lo demás ya lo pensaré más adelante. En principio, Nakata tiene que dirigirse hacia el oeste.

Las dos jóvenes se miraron, pero las palabras de Nakata poseían un extraño poder de persuasión. Y ellas sintieron una simpatía natural hacia él. Acabaron de comer el bentô, tiraron las cajas a la papelera y se levantaron del banco.

—¡Vamos! Ven con nosotras. Algo podremos hacer, ya lo verás —dijo la del pelo negro.

Nakata entró detrás de las dos chicas en uno de los grandes rascacielos cercanos. Era la primera vez que traspasaba las puertas de un edificio tan enorme. Las dos le pidieron a Nakata que se sentara en un banco en recepción y, tras dirigir unas palabras a la chica que se encontraba allí, le dijeron a él: «Espéranos un momento». Luego desaparecieron dentro de uno de los muchos ascensores que se alineaban uno junto al otro. Por delante de Nakata, que permanecía sentado en el banco con el enorme paraguas en una mano y la bolsa de lona en el regazo, iban pasando los oficinistas que volvían de almorzar. Otra escena que él no había presenciado jamás. Todos, como si se hubiesen puesto de acuerdo, iban elegantemente vestidos. Corbatas, maletines relucientes, zapatos de tacón. Todos andaban a paso rápido y todos se dirigían hacia el mismo lugar. Qué debía de estar haciendo allí tantísima gente junta, eso Nakata no logró entenderlo.

Pronto volvieron las dos chicas acompañadas de un señor alto y delgado que llevaba una camisa blanca y una corbata a rayas. Las dos chicas le presentaron a aquel hombre.

—Éste es el señor Tôgeguchi. Ahora mismo sale para Yokohama en coche. Dice que te llevará. Te dejará en el área de servicio de Tôhoku, en la autopista Tômei. Tú, desde allí, puedes subir a otro vehículo. Vas diciendo que quieres ir al oeste y, a los que te lleven, como agradecimiento los invitas a comer cuando os paréis en algún sitio. ¿Entiendes? —dijo la de pelo castaño.

—¿Tienes bastante dinero para eso? —preguntó la de pelo negro.

—Sí, Nakata tiene bastante dinero para eso.

—Oye, Tôgeguchi, el señor Nakata es un conocido nuestro, así que trátalo bien.

—Si vosotras me tratáis bien a mí… —replicó el joven tímidamente.

—¡Vale! Cualquier día de estos… —dijo la de pelo negro.

Al despedirse, las dos chicas le dijeron a Nakata: «Toma, un regalo de despedida. Por si tienes hambre durante el viaje», y le entregaron unos onigiri y chocolate que habían comprado en una tienda abierta las veinticuatro horas.

Nakata les dio reiteradamente las gracias.

—Muchísimas gracias. No sé cómo agradecerles su amabilidad. Rezaré con todo mi corazón para que les sucedan cosas buenas a las dos.

—¡Ojalá surtan efecto tus plegarias! —exclamó la de pelo castaño, y la de pelo negro soltó una risita sofocada.

El tal Tôgeguchi le dijo a Nakata que se sentara en el asiento del copiloto de un Hi-Ace, y pasó de la autopista Metropolitana a la Tômei. La carretera iba llena, así que tuvieron tiempo de hablar. Tôgeguchi era un chico más bien tímido y, al principio, apenas abrió la boca. Pero en cuanto se acostumbró a la presencia de Nakata ya no la cerró. Tenía muchas cosas que contar y, además, a una persona como Nakata, a quien no volvería a ver en su vida, posiblemente era fácil abrirle el corazón y contarle cualquier cosa. Hacía unos meses que había roto con su prometida. Ella tenía otro novio. Durante mucho tiempo había estado saliendo a sus espaldas con los dos. No se llevaba bien con sus superiores, incluso se planteaba la posibilidad de dejar la empresa. Cuando estudiaba bachillerato, sus padres se separaron. Su madre se volvió a casar enseguida, pero su marido era un sinvergüenza. Vamos, era poco menos que un estafador. Por su parte, Tôgeguchi había prestado unos ahorros que había logrado reunir a un íntimo amigo suyo, pero no había trazas de que éste se los fuera a devolver. Los estudiantes que vivían en el piso de al lado se pasaban la noche escuchando música a todo volumen y a él no lo dejaban dormir.

Nakata escuchaba con atención lo que le iba contando su interlocutor, asintiendo de vez en cuando y haciendo pequeñas observaciones. Cuando el automóvil entró en el área de servicio de Tôhoku, Nakata ya casi lo sabía todo de la vida del joven. Muchas cosas no alcanzaba a entenderlas, pero, en líneas generales, había comprendido que Tôgeguchi era un chico desgraciado que, pese a sus ansias de vivir, veía su existencia lastrada por una infinidad de adversidades.

—Muchas gracias. Me ha sido usted de gran ayuda trayéndome hasta aquí.

—¡Qué dice! A mí también me ha gustado mucho viajar con usted. Gracias a usted, señor Nakata, ahora me siento mejor. Me ha ido muy bien contárselo todo a alguien. Espero no haberle aburrido hablando de tantas desgracias.

—¡Oh, no! En absoluto. Yo también me alegro mucho de haber podido hablar con usted. No me ha aburrido lo más mínimo. No se preocupe. Estoy seguro de que a partir de ahora le irán mejor las cosas.

El joven sacó una tarjeta telefónica del bolsillo, se la entregó a Nakata.

—Tenga, para usted. Es una de las tarjetas que fabricamos en la empresa. Me sabe mal ofrecerle una cosa tan insignificante, pero le ruego que la acepte como regalo de despedida.

—Muchas gracias —dijo Nakata, la cogió y la introdujo con cuidado en la cartera. Nakata no tenía a nadie a quien llamar, ni siquiera sabía cómo se utilizaba la tarjeta, pero pensó que era mejor no rechazarla. Eran las tres de la tarde.

Nakata tardó casi una hora en encontrar a un camionero que lo llevara hasta Fujigawa. Transportaba pescado fresco en un camión frigorífico. Era un hombre corpulento de unos cuarenta y cinco años. Tenía los brazos gruesos como troncos y una barriga prominente.

—¿No te molesta la peste a pescado? —le preguntó el camionero.

—El pescado es uno de mis platos favoritos —respondió Nakata.

El camionero se rió.

—Tú eres un poco raro, ¿eh?

—Sí. A veces me lo dicen.

—A mí me gusta la gente rara —dijo el camionero—. De los tipos que tienen una cara normal, que parece que lleven una vida normal, yo, mira por dónde, no acabo de fiarme.

—¿Ah, no?

—Pues no. Al menos, yo opino eso.

—Nakata no tiene muchas opiniones. Pero le gusta la anguila.

—Pues eso ya es una opinión. Que la anguila te gusta.

—¿La anguila también es una opinión?

—Claro. Decir que la anguila te gusta es una opinión notable.

De esta guisa, fueron hasta Fujigawa. El camionero se llamaba Hagita.

—Nakata, ¿y tú adónde crees que irá a parar el mundo? —le preguntó el camionero.

—Mil perdones. Pero Nakata es tonto y esas cosas no las sabe —dijo Nakata.

—Opinar no tiene nada que ver con ser listo o tonto.

—Sí, pero ¿sabe usted, señor Hagita?, si uno es tonto, no puede pensar en las cosas.

—Pero a ti te gusta la anguila, ¿no es así?

—Sí, la anguila es uno de los platos favoritos de Nakata.

—¿Ves? Eso es una conexión.

—…

—¿Te gusta el oyakodon?[25]

—Sí. El oyakodon es otro de los platos favoritos de Nakata.

—¿Ves? Ésa es otra conexión —dijo el camionero—. Y, si seguimos así, sumando unas con otras, pues, de golpe, van cobrando sentido. Y cuantas más se juntan, más profundo es el sentido que adquieren. Tanto da que sea anguila, como oyakodon, como pescado a la plancha. Cualquier cosa sirve. ¿Lo captas?

—No, no lo entiendo muy bien. ¿Es que la comida relaciona las cosas?

—No sólo la comida. También los trenes, o el emperador. Cualquier cosa sirve.

—Nakata no coge nunca el tren.

—Muy bien. ¿Ves? Lo que yo quiero decir, en pocas palabras, es que, puesto que una persona está viviendo, la relación entre ésta y todo lo que la rodea, no importa lo que sea, cobra sentido de una manera natural. Y lo más importante es si esto sucede de una manera espontánea o no. No se trata de ser inteligente o tonto. La cuestión es si ves las cosas con tus propios ojos o no las ves.

—Usted, señor Hagita, es muy inteligente.

Hagita soltó una carcajada.

—¡Bah! No se trata de ser inteligente o no. Yo no lo soy demasiado. Sólo que tengo mis propias ideas. Y por eso los demás me encuentran pesado. «Ya está éste liando las cosas», dicen. Porque, ¿sabes?, si intentas pensar por ti mismo, te quedas solo.

—Lo que yo todavía no entiendo es si hay una conexión entre que me guste la anguila y me guste el oyakodon.

—Pues, simplificando, sí la hay. Entre tú, Nakata, como ser humano, y las cosas relacionadas contigo, seguro que hay una conexión. De la misma manera que la hay entre la anguila y el oyakodon. Y si este esquema de conexiones lo vamos ampliando y ampliando, irá surgiendo de forma natural tu relación con el capitalismo, tu relación con el proletariado.

—Pro…

—Proletariado —repitió Hagita y apartó sus grandes manos del volante y se las mostró a Nakata. A Nakata le parecieron guantes de béisbol—. El proletariado somos la gente que trabajamos duro, que nos ganamos el pan con el sudor de nuestra frente. Y los que están sentados en una silla sin mover un dedo, que van mandando a los demás que hagan esto y aquello y que ganan cien veces más que yo, pues ésos son los capitalistas.

—A los capitalistas, yo no los conozco. Nakata es pobre y no conoce a la gente importante. De la gente importante, Nakata sólo conoce al señor gobernador de Tokio. ¿El señor gobernador es un capitalista?

—Pues, sí, más o menos. Los gobernadores son los perros de los capitalistas.

—¿El señor gobernador es un perro? —preguntó Nakata recordando el enorme perro negro que lo había llevado a casa de Johnnie Walken. Y su siniestra imagen se sobrepuso a la del gobernador.

—El mundo está lleno de ese tipo de perros. Claro que no responden más que a la voz de su amo.

—¿La voz de su amo?

—Perros que corren a hacer lo que les dice su dueño.

—¿Y no hay gatos capitalistas? —preguntó Nakata.

Al oírlo, Hagita soltó una carcajada.

—¡Mira que eres raro, Nakata! ¡Ostras! Me encanta la gente como tú. ¿Que si hay gatos capitalistas? ¡Jo! Ésa sí que es una opinión original.

—Oiga, señor Hagita.

—¿Qué?

—Nakata es pobre y cada mes recibía un subsidio del señor gobernador. ¿Estaba eso mal?

—¿Y cuánto te daban cada mes?

Nakata se lo dijo. Hagita sacudió la cabeza, pasmado.

—Pues hoy en día debe de ser difícil vivir con semejante miseria, ¿no?

—No tanto. Es que Nakata gasta poco dinero. Además, Nakata buscaba los gatos del barrio que se habían perdido y los dueños le daban un estipendio.

—¡Vaya! Así que eres un buscador de gatos profesional —dijo Hagita admirado—. ¡Eres verdaderamente único!

—A decir verdad, Nakata puede hablar con los gatos —se decidió a confesarle Nakata—. Nakata entiende el lenguaje de los gatos. Así que es capaz de encontrar los gatos perdidos.

Hagita asintió.

—Ya veo. ¿Sabes hacer todo eso? Me dejas de piedra.

—Pero hace poco, de repente, Nakata perdió la facultad de hablar con los gatos. ¿A qué pudo deberse?

—El mundo cambia a diario, Nakata. Cada día, al llegar la hora, anochece. Pero el mundo ya no es el mismo que el día anterior. Tú, Nakata, no eres el mismo que ayer. ¿Me captas?

—Sí.

—También las conexiones cambian. Quién es capitalista y quién es proletario. Dónde está la derecha y dónde está la izquierda. La revolución informática, las opciones en la compra de acciones, la fluctuación de capitales, la reestructuración laboral, las empresas multinacionales… Lo que está bien y lo que está mal. La línea divisoria entre las cosas se ha ido borrando gradualmente. Que tú hayas dejado de hablar con los gatos tal vez se deba a eso.

—La diferencia entre derecha e izquierda Nakata sí la entiende. Mira, ésta es la derecha y ésta la izquierda. ¿Está bien?

—Sí —asintió Hagita—. Está bien.

Al final, los dos entraron en el restaurante de un área de servicio y Hagita pidió dos raciones de anguila y pagó la cuenta. Nakata argumentó que él quería pagar como agradecimiento por llevarlo en el camión, pero Hagita sacudió la cabeza.

—¡Ni hablar! Tú no eres rico. ¿Con la miseria que te da el gobernador de Tokio quieres alimentarme a mí?

—Muchas gracias. Muy agradecido por su amabilidad —dijo Nakata aceptando su gentileza.

Nakata se pasó alrededor de una hora preguntando a los conductores que había en el área de servicio de Fujigawa, pero no encontró uno solo que quisiera llevarlo. A pesar de ello, ni se impacientó ni se desanimó. En su mente, el tiempo transcurría muy despacio. O no transcurría, simplemente.

Con la intención de tomar un poco el aire, Nakata salió afuera y empezó a vagar sin rumbo por los alrededores. El cielo estaba despejado, incluso se distinguía con toda claridad la superficie de la luna. Nakata recorrió el aparcamiento dando al andar golpecitos en el suelo con la punta del paraguas. Había innumerables camiones de gran tonelaje que parecían estar tomándose un respiro, hombro con hombro, igual que ganado. Algunos podían llegar a tener veinte ruedas de la altura de un hombre. Nakata se quedó contemplando toda aquello durante unos instantes. Tantos vehículos, tan enormes, circulando por la autopista. ¿Qué debían de transportar? Nakata era incapaz de imaginárselo. Si pudiera ir leyendo, letra a letra, lo que ponía en los contenedores, ¿podría adivinar qué había dentro?

Llevaba un rato andando cuando descubrió en un extremo del aparcamiento, en una zona donde apenas había coches, unas diez motos aparcadas. Cerca de las motos había un grupo de jóvenes que gritaban. Formaban un círculo, parecía que estaban rodeando algo. Nakata sintió curiosidad y decidió ir a mirar. Puede que hubiesen encontrado algo extraño. Al acercarse descubrió que los jóvenes estaban pegando y pateando, hiriendo en definitiva, a otro que yacía en el centro del círculo. La mayoría no tenía nada en las manos, pero había uno que llevaba una cadena. Otro sostenía un bastón negro parecido a una porra de policía. La mayoría iba con el pelo teñido de rubio o de color castaño. En cuanto a la ropa, llevaban camisas de manga corta desabrochadas, camisetas o camisetas sin mangas. Algunos lucían tatuajes en los hombros. Y el hombre derribado en el suelo al que estaban pegando y pateando era, evidentemente, otro individuo de la misma calaña. Cuando oyeron acercarse a Nakata acompañado por los golpecitos de su paraguas, algunos de ellos se volvieron y le lanzaron una mirada acerada. Al darse cuenta de que era un viejo inofensivo bajaron la guardia.

—¡Eh, tío! Lárgate —gritó uno.

Nakata siguió adelante, ignorándolo. El hombre tendido en el suelo escupía sangre por la boca.

—Sale sangre. Se va a morir —dijo Nakata.

Los hombres enmudecieron.

—Oye, tío, ¿quieres que de pasada te matemos a ti también? —preguntó el que llevaba la cadena.

—Total da el mismo trabajo cargarse a uno que a dos.

—No se debe matar a nadie sin tener una razón —comentó Nakata.

—«No se debe matar a nadie sin tener una razón» —repitió uno mofándose, y los otros rieron.

—Nosotros tenemos nuestras razones. Y si nos lo cargamos o no, a ti eso no te importa. Así que abre esta mierda de paraguas y lárgate antes de que llueva —dijo otro.

El hombre tirado en el suelo empezó a arrastrarse y uno de cabeza rapada le dio con todas sus fuerzas una patada en el costado con sus pesadas botas de trabajo.

Nakata cerró los ojos. Sentía cómo en su interior algo empezaba a brotar en silencio. Algo que ni él mismo podía controlar. Lo asaltaron unas ligeras náuseas. Las imágenes de cuando había matado a Johnnie Walken afloraron de repente a su memoria. La sensación de cuando le había clavado el cuchillo seguía intacta en su mano. «Conexión», pensó Nakata. ¿Sería eso también una de las conexiones de las que hablaba Hagita? Anguila = cuchillo = Johnnie Walken. Las voces de los hombres le llegaban distorsionadas, no podía distinguirlas bien. Se mezclaban con el sonido de las ruedas sobre el asfalto que llegaba sin interrupción de la autopista, formando un rumor extraño. El corazón se le contraía con fuerza y expedía la sangre hasta el último rincón de su cuerpo. La noche lo envolvía.

Nakata alzó la vista al cielo, abrió despacio el paraguas, se lo puso sobre la cabeza. Luego retrocedió unos pasos con infinitas precauciones. Dejó un espacio entre los hombres y él. Miró a su alrededor y volvió a dar unos pasos atrás. Al verlo, los hombres se rieron.

—¡Cómo se pasa este tipo! —exclamó uno—. Ha abierto el paraguas de verdad.

Pero no rieron por mucho tiempo. Porque del cielo empezaron a caer, de pronto, unos extraños objetos viscosos. Se estrellaban contra el suelo, a sus pies, con extraños chasquidos. Los hombres dejaron de patear a su presa acorralada y, uno tras otro, fueron alzando la vista al cielo. En el cielo no se veían nubes. Pero aquello seguía precipitándose desde lo alto. Al principio era uno, luego otro, pero la cantidad fue aumentando gradualmente y, al final, se convirtió en un diluvio. Aquello que caía del cielo medía unos tres centímetros. Era negrísimo. A la luz del alumbrado del aparcamiento se veía como una nieve de un reluciente color negro. Esa especie de nieve siniestra les daba en los hombros, en los brazos, en la nuca, se les iba quedando adherida a medida que caía, ellos intentaban quitársela de encima con la mano, pero no lo lograban.

—¡Son sanguijuelas! —gritó alguien.

Ésa fue la señal para que todos echaran a correr por el aparcamiento, gritando a todo pulmón, en dirección a los lavabos. A medio camino, uno de ellos chocó contra un pequeño vehículo que circulaba, pero el coche avanzaba a muy poca velocidad y el hombre, al parecer, no resultó herido. Era un joven que iba teñido de rubio, al incorporarse, empezó a golpear con todas sus fuerzas el capó del coche con la palma de la mano mientras, a voz en grito, echaba maldiciones al conductor. Luego, al ver que apenas podía hacer nada más, se precipitó hacia los lavabos renqueando.

La lluvia de sanguijuelas siguió cayendo con fuerza durante un rato, pero luego empezó a amainar y, al final, cesó. Nakata cerró el paraguas, sacudió las sanguijuelas que había encima y fue a ver cómo se encontraba el hombre tendido en el suelo. A su alrededor había montones de sanguijuelas retorciéndose y no se acercó demasiado. Por supuesto, el hombre derribado estaba sepultado en sanguijuelas. Al fijar la vista, vio que tenía el párpado partido y que le chorreaba sangre. También parecía tener varios dientes rotos. Nakata no podía hacer nada. Tendría que pedir ayuda. Volvió andando al restaurante y comunicó a los empleados que en un rincón del aparcamiento había un joven herido tendido en el suelo.

—Si no llama usted a la policía puede morir —advirtió Nakata.

Poco después encontró a un camionero que prometió llevarle hasta Kôbe. Un hombre de unos veinticinco años y ojos somnolientos. Llevaba cola de caballo, un pendiente en una oreja, una gorra de béisbol de los Chûnichi Dragons.[26] Estaba solo, leyendo un comic y fumándose un cigarrillo. Vestía una llamativa camisa hawaiana y calzaba unas grandes zapatillas Nike. No era muy alto. Arrojaba sin vacilar la ceniza de su cigarrillo en el caldo de los raamen que había dejado en el bol. Clavó la mirada en Nakata y asintió con desgana.

—Vale. Te llevaré. Te pareces a mi abuelo. En la pinta y en la manera de hablar… Al final chocheaba. Se murió hace poco.

Le explicó que llegaría a Kôbe antes de que amaneciera. Transportaba muebles para unos grandes almacenes de esa ciudad. Al salir del aparcamiento se encontraron con que varios vehículos habían colisionado. Unos cuantos coches de la policía habían acudido. Las luces rojas de emergencia giraban, algunos policías, con luces de señalización en la mano, dirigían los coches que entraban y salían del área de servicio. No se trataba de un accidente grave. Sin embargo, eran varios los vehículos que habían chocado en cadena. Había una camioneta con la carrocería abollada, un turismo con las luces de posición rotas. El camionero, sacando la cabeza por la ventanilla abierta, se puso a hablar con un policía. Luego cerró la ventanilla.

—Por lo visto, han caído montones de sanguijuelas del cielo —dijo sin inmutarse—. Las ruedas de los coches las han aplastado, el camino ha quedado muy resbaladizo y algunos conductores han perdido el control de sus vehículos. Me ha dicho que conduzca despacio, con mucho cuidado. Aparte de eso, se ve que una banda motorizada de la zona la ha armado gorda y que ha habido un herido. Sanguijuelas y bandas motorizadas. ¡Vaya combinación! La policía va a estar pero que muy ocupada.

Redujo la velocidad, se encaminó con precaución a la salida. A pesar de ello, los neumáticos patinaron en varias ocasiones. Cada vez que ocurría, agarraba con fuerza el volante y reconducía el camión.

—¡Vaya, vaya! Por lo visto han caído a montones —dijo—. Todo esto está muy resbaladizo. ¡Pero qué siniestro es ese bicho! Oye, ¿se te ha pegado alguna vez una sanguijuela?

—No, por lo que recuerda Nakata, nunca se le ha pegado ninguna.

—Yo crecí en las montañas de Gifu y se me han pegado muchas veces. Cuando andas por el bosque, a veces te caen desde lo alto encima de la cabeza. Y, cuando entras en el río, se te agarran a las piernas. Conozco muy bien las sanguijuelas. Y tanto que sí. Y una vez que se te enganchan, ya no te sueltan. Si intentas arrancarte las gordas a lo bruto, te llevas la piel y luego te queda una cicatriz. La mejor manera de quitártelas de encima es quemándolas. ¡Qué bichos tan malos! ¡Cómo se te enganchan a la piel y te chupan la sangre! Y cuando se han llenado de sangre quedan todas fofas. Repugnantes, ¿verdad?

—Sí, mucho —asintió Nakata.

—Pero las sanguijuelas no caen en medio del aparcamiento de un área de servicio. No caen como la lluvia. ¡Nunca había oído una tontería semejante! Los tipos de por aquí no saben lo que son las sanguijuelas. Las sanguijuelas no caen del cielo, ¿verdad que no?

Nakata no respondió, permaneció callado.

—Hace unos cuantos años, en Yamanashi, salieron muchísimos ciempiés y, claro, las ruedas los aplastaron. ¡La que se armó! El suelo resbalaba, igual que ahora, y hubo muchos accidentes de tráfico. La vía del tren no se podía usar, se cortó el tráfico ferroviario. Pero los ciempiés no cayeron del cielo. Salieron reptando de alguna parte. Eso cualquiera puede entenderlo.

—Hace tiempo, Nakata estuvo una vez en Yamanashi. Fue durante la guerra.

—¿Ah, sí? ¿Qué guerra? —pregunto el camionero.