7

A las siete y cuarto desayuno huevos con jamón, tostadas y leche caliente en el comedor que se halla cerca del vestíbulo. Lo mires como lo mires, el desayuno que incluye la tarifa del business hotel es escaso. Lo engulles en un instante y apenas tienes la sensación de haber comido. Lanzo una mirada a mí alrededor. Pero no hay indicios de que vayan a traerme más tostadas. Lanzo un suspiro.

—¡Qué le vamos a hacer! —me dice el joven llamado Cuervo.

A la que me doy cuenta, está sentado al otro lado de la mesa.

—Ya no te encuentras en situación de comer lo que quieras ni la cantidad que quieras. Te has escapado de casa. A ver si te lo metes en la cabeza. Hasta ahora te levantabas temprano y tomabas un desayuno abundante. Pero, a partir de hoy, ya no será así. Tendrás que conformarte con lo que te den. Ya habrás oído decir que el estómago varía de tamaño según la cantidad de alimentos que ingiera, ¿no? Pues ahora podrás comprobar en tu propia carne si eso es cierto. Pronto se te achicará el estómago. Pero tardará un tiempo. ¿Podrás soportarlo?

—Podré —respondo.

—Así debe ser —dijo el joven llamado Cuervo—. Porque tú eres el joven de quince años más fuerte del mundo, ¿no es así?

Asiento.

—Pues entonces no te quedes contemplando indefinidamente el plato vacío. Haz otra cosa.

Tal como me indica, me levanto y hago otra cosa.

Me dirijo a recepción a negociar las condiciones del alojamiento. Resulta que estudio en un instituto privado de Tokio y tengo que redactar el trabajo de fin de curso (en la escuela a la que iba así estaba estipulado en efecto) y he venido a la Biblioteca Conmemorativa Kômura a consultar unos documentos sobre la especialidad. Como la cantidad de material que hay es mayor de lo que esperaba, tendré que permanecer una semana entera en Takamatsu. Pero cuento con un presupuesto limitado. ¿Sería posible hacer extensible a toda una semana la tarifa reducida de tres días conseguida a través del YMCA? Yo pagaría cada día por adelantado el precio del alojamiento y no les ocasionaría molestia alguna.

Pinto en mi rostro de niño bien una expresión azorada, me dirijo a la joven que hace turno de mañana y le explico la situación de manera concisa. No llevo el pelo teñido, ni pearcings. Visto un pulcro polo blanco de Ralph Lauren, unos chinos color crema, también de Ralph Lauren, por supuesto, y unas zapatillas de deporte nuevas de diseño. Tengo los dientes blancos, huelo a champú y a jabón. Incluso sé hablar en honorífico. Todo esto causa muy buena impresión a las personas de más edad que yo.

La recepcionista escucha mis explicaciones en silencio, frunce ligeramente los labios, asiente. Es una joven de baja estatura, encima de la camisa blanca lleva la chaqueta verde del uniforme y, pese a parecer algo adormilada, desempeña los trámites administrativos con eficacia. Debe de tener la misma edad que mi hermana.

—Me hago cargo de la situación, pero he de consultárselo a mi jefe. Lo siento, no podré responderle antes de mediodía —me dice con aire burocrático, aunque es evidente que simpatiza con mi causa. Apunta mi nombre y mi número de habitación. No sé si la negociación tendrá éxito. Tal vez surta el efecto contrario… Quizá me pidan el carnet escolar. Quizá deseen ponerse en contacto con mi casa (por supuesto, en el registro apunté el primer número de teléfono que me vino a la cabeza). Pero vale la pena correr el riesgo. Porque el dinero que llevo conmigo no durará siempre.

En las páginas amarillas que hay en el vestíbulo busco el número de teléfono del gimnasio municipal y les pregunto con qué aparatos cuentan. Tienen casi todos los que necesito. La tarifa es de seiscientos yenes. Pregunto dónde está, me explican cómo llegar desde la estación, doy las gracias y cuelgo.

Vuelvo a mi habitación, me cargo la mochila a la espalda, salgo. También podría dejar el equipaje en el hotel. Podría meter el dinero en el depósito de seguridad del banco. Posiblemente esté más seguro allí. Pero, siempre que pueda, deseo llevar mis cosas encima. Ya han pasado a formar parte de mí.

Cojo el autobús en la terminal que hay frente a la estación y me dirijo al gimnasio. Estoy nervioso, por supuesto. Me doy cuenta de aquellas horas, yendo solo al gimnasio un día laborable podría parecerle sospechoso a alguien. Pero me encuentro en una ciudad desconocida y no tengo ni la más remota idea de lo que debe de pensar la gente. Nadie se fija en mí. Incluso me hago la ilusión de que me he convertido en el hombre invisible. En la entrada del gimnasio, pago en silencio, recojo la llave de la taquilla sin decir palabra. En el vestidor me pongo unos pantalones cortos de deporte y una camiseta fina. Conforme mis músculos se van destensando recobro la calma. Me encuentro dentro de un recipiente llamado yo. Los contornos de mi ser van ajustándose hasta que se superponen a la perfección, se cierran con un pequeño ruido metálico. Tal como a mí me gusta. Estoy donde debo estar.

Emprendo el circuito. Mientras escucho a Prince por el discman, voy pasando de uno de los siete aparatos a otro. Invierto una hora en realizar los ejercicios. En un gimnasio municipal de provincias yo esperaba encontrar unos aparatos anticuados, pero me he quedado pasmado al ver lo ultramodernos que son. En el aire, aún flota el olor a acero nuevo. Hago una primera vuelta con poca carga; la aumento en la segunda vuelta. No me hace falta ningún cuadro que lo especifique. Tengo grabados en el cerebro el peso y las vueltas que me convienen. Empiezo a sudar copiosamente, he de parar muchas veces para reponer líquido. Bebo agua del surtidor, chupo un limón que me he comprado por el camino.

Tras realizar el circuito tomo una ducha caliente, me lavo el cuerpo con el jabón que he traído y el pelo con champú. Intento mantener lo más limpio posible el pene, que acaba de asomar del prepucio. Me lavo con esmero las axilas, los testículos y el ano. Me peso y, desnudo ante el espejo, compruebo la dureza de mis músculos. En el lavabo pongo bajo el grifo los pantalones cortos y la camiseta húmedos de sudor, los escurro bien y los meto en una bolsa de plástico.

Al salir del gimnasio vuelvo a la estación en autobús, entro de nuevo en la udon-ya del día anterior y me tomo unos udon calientes. Me los como despacio, mirando por la ventana. El recinto de la estación está atestado de gente que va y viene. Todos visten a su aire, acarrean su equipaje, van de aquí para allá con pasos precipitados; todos deben de encarrilarse a alguna parte con un propósito determinado. Me los quedo mirando fijamente. Y de repente se me ocurre pensar cómo serán dentro de cien años.

Dentro de cien años es muy posible que todos los que estamos aquí (incluido yo) hayamos desaparecido de la faz de la Tierra y nos hayamos convertido en polvo o ceniza. Al pensarlo me asalta una extraña sensación. Y todo lo que se encuentra ante mis ojos acaba pareciéndome una ilusión. Como si de un momento a otro un soplo de viento fuera a barrerlo todo. Extiendo los dedos de ambas manos y clavo la mirada en ellos. ¿Para qué diablos lucho de esta manera? ¿Por qué tengo que vivir dejándome en ello la piel tal como estoy haciendo?

Entonces niego con la cabeza y dejo de mirar hacia fuera. Dejo de pensar cómo será dentro de cien años. Intento pensar únicamente en el presente. En la biblioteca hay libros que tengo que leer y, en el gimnasio, aparatos que debo utilizar.

¿De qué sirve pensar en un futuro tan lejano?

—Así debe ser —dice el joven llamado Cuervo—. Porque tú eres el joven de quince años más fuerte del mundo, ¿no es así?

Tal como hice el día anterior, compro un bentô en el quiosco de la estación y subo al tren. Llego a la Biblioteca Conmemorativa Kômura a las once y media. Como es de esperar, Ôshima se encuentra sentado tras el mostrador. Lleva una camisa de rayón azul abotonada hasta el cuello, unos tejanos blancos y unas zapatillas blancas de tenis. Está sentado ante la mesa leyendo un libro grueso. A su lado descansa el (posiblemente) mismo lápiz largo de color amarillo de la víspera. El flequillo le cae sobre el rostro. Cuando entro yo, alza la cabeza, sonríe y guarda mis cosas.

—¿Aún no has vuelto a la escuela?

—No pienso volver a hacerlo —le respondo con sinceridad.

—Una biblioteca no es una mala opción —comenta Ôshima. Se da la vuelta y mira la hora en el reloj que tiene a sus espaldas. Luego vuelve a las páginas de su libro.

Me dirijo a la sala de lectura, continúo leyendo la versión de Burton de Las mil y una noches. Tal como me ocurre siempre, una vez que he tomado asiento y he empezado a pasar las páginas del libro, ya no puedo separarme de él. En la versión de Burton salen las mismas historias que en el libro para niños que había leído tiempo atrás en la biblioteca, pero en esta versión los relatos son más largos y las historias contienen muchísimos más detalles: no se puede decir que sean idénticos. Ésta posee un poder de seducción incomparablemente mayor. Está llena de episodios obscenos, violentos, eróticos, incomprensibles, pero que (igual que el genio de la lámpara) rebosan una fuerza vital, una sensación de libertad, que a duras penas cabe dentro de los límites del sentido común. Estos relatos cautivaron mi corazón y no lo soltaron jamás. Porque estos relatos absurdos de hace más de mil años son mucho más vívidos que los incontables rostros que deambulaban por el recinto de la estación. ¿Cómo puede ocurrir una cosa semejante? Me extraña tanto…

A la una vuelvo a salir al jardín, me siento en la veranda y me como el bentô que he traído. Estoy a mitad del almuerzo cuando se me acerca Ôshima y me dice que me llaman por teléfono.

—¿Que me llaman? —Me quedo sin palabras—. ¿A mí?

—Sí, suponiendo que te llames Kafka Tamura.

Me pongo colorado, me levanto y cojo el teléfono inalámbrico que me tiende.

Es la joven de la recepción del hotel. Tal vez quiera comprobar si durante el día estoy realmente investigando en la Biblioteca Conmemorativa Kômura. A juzgar por el tono de su voz, se siente aliviada al ver que no le he mentido.

—Acabo de hablarle de usted a mi jefe. Ha dicho que no hay ningún precedente, pero que usted es un chico joven y que las circunstancias son las circunstancias. Así pues, a partir de ahora podrá beneficiarse durante unos días más de la tarifa especial del YMCA. También ha dicho que, como estamos en temporada baja, nos lo podemos permitir. Además —prosiguió la joven—, el jefe ha comentado que la biblioteca goza de un gran prestigio y que hace usted bien en tomarse su tiempo para investigar.

Se lo agradezco aliviado.

—Gracias —le digo.

No es que no me remuerda la conciencia por haber mentido, pero era inevitable. Para sobrevivir hay que hacer lo que sea. Corto la comunicación y le devuelvo el aparato a Ôshima.

—Como eras el único estudiante de bachillerato que había, he supuesto que debías de ser tú —explica—. Le he contado que te pasas el día aquí devorando libros. Claro que ésa es la verdad.

—Gracias —le digo.

—¿Kafka Tamura?

—Eso mismo.

—¡Qué nombre tan raro!

—Pues así me llamo yo —insisto.

—¿Habrás leído alguna obra de Franz Kafka, supongo?

Asiento: El castillo, El proceso, La metamorfosis y también una historia donde salía un extraño aparato de ejecución.

La colonia penitenciaria —dice Ôshima—. A mí me encanta ese relato. Hay muchos escritores en el mundo, pero sólo Kafka podía escribir una cosa así.

—De todas las historias breves, ésa es la que más me gusta.

—¿De verdad?

Asiento.

—¿Y por qué?

Reflexiono. Me tomo mi tiempo.

—Kafka, más que explicar la situación en la que nos encontramos, nos describe un aparato muy complejo de una manera puramente mecánica. Es decir… —vuelvo a reflexionar unos instantes—, que a través de la descripción de un mecanismo logra explicarnos de una manera más vívida que nadie las circunstancias en las que nos encontramos. No hablando de ellas, sino a través de la descripción de los detalles de un aparato.

—Ya, ya. Entiendo —dice Ôshima. Luego apoya una mano en mi hombro. Y en ese simple gesto se trasluce una simpatía espontánea—. Sí, en efecto. Creo que incluso Kafka estaría de acuerdo con tu opinión.

Y regresa al interior del edificio llevándose el teléfono inalámbrico. Me quedo solo sentado en la veranda, me como los restos del almuerzo, bebo agua mineral, contemplo los pájaros. Quizá sean los mismos que vi ayer. El cielo está cubierto por una delgada y uniforme capa de nubes. No se ve un solo retazo de cielo azul.

Mi respuesta sobre la obra de Kafka posiblemente le haya parecido convincente. En mayor o menor medida. Pero lo que yo quería decir en realidad no le llegó. Yo no había hecho ninguna teoría general sobre la obra de Kafka. Me había limitado a hablar de una forma muy concreta sobre aspectos muy concretos. Aquella máquina de matar tan compleja y enigmática existía de verdad en el mundo real que me rodeaba. No era ni una metáfora ni una alegoría. Pero eso, por más que se lo explicara, quizá no lo pudiesen entender ni Ôshima ni nadie.

Vuelvo a la sala de lectura, me siento en el sofá, regreso al mundo de Las mil y una noches de Burton. Y el mundo real a mi alrededor se va borrando poco a poco igual que las imágenes de la pantalla en un fade out. Me quedo solo. Me adentro en el mundo que late entre las páginas. No hay nada que me guste más.

A las cinco, cuando me dispongo a dejar la biblioteca, Ôshima sigue en el mostrador leyendo el mismo libro. En su camisa no hay una sola arruga, como de costumbre. Y algunos mechones del flequillo le caen sobre el rostro, igual que siempre. A sus espaldas, en la pared, las agujas de un reloj eléctrico avanzan suavemente, mudas, hacia delante. Todos los objetos que rodean a Ôshima se mueven con pulcritud y silencio. Me cuesta creer que sude o que alguna vez tenga hipo. Levanta la cabeza y me entrega la mochila. Al pasármela hace una mueca, como si fuera demasiado pesada para él.

—¿Vienes en tren desde la ciudad?

Asiento.

—Si piensas acercarte aquí todos los días, te irá bien tener esto. —Me entrega una cuartilla. Se trata de una fotocopia del horario de los trenes que circulan de la estación de Takamatsu a la de la Biblioteca Conmemorativa Kômura—. Suelen ser puntuales.

—Gracias —le digo tomando el papel.

—Oye, Kafka Tamura. No sé de dónde vienes ni qué estás haciendo, pero supongo que no podrás alojarte siempre en el hotel, ¿verdad? —me comenta eligiendo las palabras con prudencia.

Luego, comprueba con un dedo de la mano izquierda la punta del lápiz. Pero la mina está tan afilada que no es necesario que la someta a ningún examen minucioso.

Permanezco en silencio.

—No pretendo meterme en lo que no me importa. Sólo me intereso por tu situación. Porque no debe de ser fácil para un niño de tu edad desenvolverse solo en una tierra desconocida.

Asiento.

—Y, de aquí en adelante, ¿piensas ir a algún otro lugar o tienes previsto permanecer aquí?

—Todavía no lo sé, pero creo que voy a quedarme durante un tiempo. Tampoco es que tenga otro lugar adonde ir —le confieso con honestidad.

Me da la impresión de que, hasta cierto punto, puedo sincerarme con él. Creo que respetará mi situación. No creo que me sermonee ni que intente inculcarme opiniones sensatas. Pero de momento no quiero hablar más de la cuenta. Y es que, para empezar, yo no estoy acostumbrado a abrirle mi corazón o a explicarle mis sentimientos a nadie.

—¿De momento puedes arreglártelas solo? —me pregunta Ôshima.

Hago un gesto afirmativo con la cabeza.

—Suerte —me dice.

Pequeños detalles aparte, a lo largo de siete días llevo el mismo estilo de vida, sin cambios. A las seis y media me despierto con el radio-despertador, tomo un desayuno casi simbólico en el comedor del hotel. Si la mujer de pelo castaño del turno de mañana se encuentra en recepción, levanto la mano y la saludo. Ella inclina un poco la cabeza, sonríe y me devuelve el saludo. Parece que me ha cogido cariño y yo se lo he cogido a ella. Pienso que tal vez sea mi hermana mayor.

En la habitación hago unas flexiones sencillas y luego, cuando llega la hora, voy al gimnasio y realizo mi ronda de ejercicios. Idéntica carga, idéntico número de veces. Ni más ni menos. Me ducho, intento mantener limpio cada rincón de mi cuerpo. Me peso, compruebo que no hay ningún cambio. Antes de mediodía voy en tren a la Biblioteca Kômura. Cuando dejo la mochila y cuando la voy a recoger mantengo una breve charla con Ôshima. Almuerzo en la veranda, luego vuelvo a leer (después de terminar la versión de Burton de Las mil y una noches emprendí la lectura de la obra completa de Natsume Sôseki, porque contenía algunas obras que aún no había leído) y, a las cinco, salgo de la biblioteca. Paso la mayor parte del día en el gimnasio y en la biblioteca, pero, mientras esté por estos lugares, nadie se va a fijar en mí. Para empezar, no son lugares a los que suela ir un niño que hace novillos. Ceno en el restaurante que hay frente a la estación. Intento comer tanta verdura como puedo. De vez en cuando compro fruta en la verdulería, la pelo con la navaja que me llevé del despacho de mi padre y me la como. Compro pepinos y apio, los lavo en el lavabo del hotel, los unto con mayonesa y me los como. Compro leche en tetrabrik en la tienda abierta las veinticuatro horas del barrio y me la tomo con cereales.

Al regresar al hotel me siento frente a la mesa y escribo en mi diario, escucho Radiohead en mi discman, vuelvo a leer un poco más y, a las once, me acuesto. Antes de dormir, a veces me masturbo. Pienso en la chica de recepción. Durante esos instantes ahuyento de mi mente la posibilidad de que se trate de mi hermana. Casi nunca veo la televisión, tampoco leo los periódicos.

Este estilo de vida ordenado, centrípeto y frugal se acabó (claro que tenía que acabar antes o después) la noche del octavo día.