16
El perro negro se levantó y condujo a Nakata a la cocina. La cocina se encontraba, saliendo del estudio, al fondo de un oscuro pasillo. Era una habitación oscura, con pocas ventanas. Estaba limpia y ordenada, pero tenía algo de inorgánico. Parecía, más bien, el laboratorio de una escuela. El perro se detuvo ante la puerta de un gran refrigerador, se volvió y clavó sus fríos ojos en el rostro de Nakata.
«Abre la puerta de la izquierda», le dijo el perro con voz grave. Pero no era el perro quien estaba hablando, eso lo comprendió incluso Nakata. En realidad era Johnnie Walken quien hablaba. Era él quien, a través del perro, se estaba dirigiendo a Nakata, a través de los ojos del perro, observaba a Nakata.
Tal como le decían, Nakata abrió la puerta izquierda del refrigerador de color verde claro. Éste era más alto que Nakata. Al abrir la puerta, el termostato se disparó con un ruido seco y empezó a oírse el zumbido del motor. Una humareda blanca semejante a la niebla brotó del interior del frigorífico. La parte izquierda era congelador y, al parecer, estaba programada a una temperatura muy baja.
Dentro, cuidadosamente alineadas, había una especie de frutas de forma redondeada. Habría unas veinte en total. Nada más. Nakata se agachó y las estudió con los ojos entrecerrados. Cuando la blanca humareda se hubo extendido por fuera y se disipó un poco, Nakata comprobó que lo que allí se alineaba no eran frutas. Eran cabezas de gato. Cabezas de gato cortadas, de tamaños y colores distintos. Se alineaban en los tres compartimentos del frigorífico igual que naranjas expuestas en las estanterías de la frutería. Todos los gatos mantenían la congelada faz mirando directamente hacia delante. Nakata tragó saliva.
«Mira con atención», le ordenó el perro. «Comprueba con tus propios ojos si Goma está aquí».
Tal como le decían, Nakata fue examinando una cabeza tras otra. Hacerlo no le producía ningún temor en particular. Lo que ocupaba la mente de Nakata era, ante todo, el afán de descubrir el paradero de Goma. Nakata examinó a conciencia todas las cabezas de gato y comprobó que la de Goma no se hallaba entre ellas. No había duda alguna. Allí no se encontraba ningún gato a rayas blancas, negras y marrones. Todos los gatos, o las cabezas, que era cuanto quedaba de ellos, mostraban una extraña expresión de vacío en el rostro. Pero no había ni uno en cuya cara se leyera el sufrimiento. Eso, al menos, fue un alivio para Nakata. Había unos cuantos gatos con los ojos cerrados, pero la mayoría de ellos los mantenían abiertos, con la mirada vaga, fija en algún punto del espacio.
—No parece que Goma esté aquí —le dijo Nakata al perro con voz átona. Luego carraspeó y cerró la puerta del frigorífico.
«¿Estás seguro?».
—Sí, estoy seguro.
El perro se levantó y condujo a Nakata de vuelta al estudio. Allí se encontraba Johnnie Walken sentado en la silla giratoria, esperándolo en la misma postura en que lo había dejado. Al entrar Nakata se llevó la mano al ala del sombrero a modo de saludo y sonrió afablemente. Luego dio dos palmadas. El perro salió de la habitación.
—He sido yo quien les ha cortado la cabeza a todos esos gatos —dijo Johnnie Walken. Cogió el vaso de whisky y tomó un sorbo—. Es que las colecciono.
—¿O sea que es usted, señor Johnnie Walken, quien atrapaba a los gatos en el descampado y los mataba?
—Sí, exacto. Yo soy Johnnie Walken, el famoso asesino de gatos.
—Nakata no acaba de entenderlo. ¿Me permite hacerle una pregunta?
—Claro, claro —dijo Johnnie Walken. Y sostuvo el vaso de whisky en el aire—. Pregunta lo que quieras. Te responderé con mucho gusto. Pero, para economizar el tiempo, permíteme que me adelante y te diga que lo primero que tú quieres saber es por qué tengo que matar gatos. Por qué razón colecciono cabezas de gato.
—Sí, exactamente. Eso es lo que Nakata quiere saber.
Johnnie Walken dejó el vaso sobre la mesa y clavó la mirada en el rostro de Nakata.
—Se trata de un gran secreto, y a una persona normal no se lo contaría jamás. Pero bueno, tratándose de ti haré una excepción. Aunque no debes contárselo a nadie… Claro que, aunque lo contaras, tampoco te creería nadie. —Tras decir esto, Johnnie Walken soltó una risita—. ¡Vamos allá! Yo no mato gatos por diversión. No estoy tan mal de la cabeza como para matar tantos gatos sólo para divertirme. Tampoco tengo tan pocas cosas que hacer. Porque atrapar gatos y matarlos de este modo requiere una considerable inversión de tiempo. Si mato gatos es para reunir sus almas. Con las almas de esos gatos muertos voy a hacer una flauta muy especial. Y, tocando esa flauta, voy a poder reunir almas más grandes. Y si reúno almas más grandes, podré hacer una flauta mayor. Y, al final, posiblemente consiga hacer una flauta enorme, una flauta cósmica. Pero hay que empezar por los gatos. Tengo que reunir almas de gato. Ése es el punto de partida. En cualquier labor se impone un orden. Y seguir escrupulosamente ese orden es una manifestación de respeto. Algo esencial en cuanto a almas se refiere. Porque, evidentemente, no es lo mismo tratar con almas que con piñas o melones, ¿no te parece?
—Sí —dijo Nakata, aunque no había entendido una sola palabra. ¿Flautas? ¿Caramillos o flautas traveseras? ¿Cómo sonaba aquello? Y, ante todo, ¿qué podía ser eso de las almas de gato? Todas esas cuestiones excedían la capacidad de comprensión de Nakata. El cual lo único que tenía claro era que debía encontrar a Goma, la gatita a rayas blancas, negras y marrones, y llevarla de vuelta a casa de los Koizumi.
—Pero tú lo único que quieres es llevarte a Goma —atajó Johnnie Walken como si leyera la mente de Nakata.
—Sí, exacto. Nakata quiere llevar a Goma a casa.
—Ésa es tu misión —dijo Johnnie Walken—. Todos vivimos desempeñando la misión que se nos ha encomendado. Es lo más natural del mundo. Por cierto, tú nunca has oído cómo suena una flauta hecha con almas de gatos, ¿verdad?
—No, jamás.
—Es natural. Porque el oído no la capta, ¿sabes?
—¿Es una flauta que no se oye?
—Exacto. Yo sí la oigo, claro. Si no, no sé de qué estaríamos hablando. Pero la gente normal no. Aunque oigan el son de la flauta, no se dan cuenta. Y aunque lo hayan oído antes, no lo recuerdan. Es una flauta extraña. Claro que, pensándolo bien, es posible que tú pudieras oírla. Si tuviera la flauta aquí haría la prueba, pero ahora, por desgracia, no la tengo —dijo Johnnie Walken. Y luego, levantando un dedo vertical en el aire, añadió como si se acordara de repente—: A decir verdad, Nakata, yo ahora justamente me disponía a córtales la cabeza a unos cuantos gatos. «Ha llegado la hora de la cosecha», he pensado. En aquel descampado ya he atrapado a todos los gatos que podía atrapar, es hora de irme a otra parte. Goma, la gatita a rayas blancas, negras y marrones que tú estás buscando, forma parte de la cosecha. Claro que, si le cortara la cabeza, ya no podrías llevártela de vuelta a casa de los Koizumi, ¿verdad?
—No, claro que no —dijo Nakata—. Una cabeza cortada no podría llevarla a casa de los Koizumi. Si las dos niñas pequeñas la vieran, quizá no volvieran a probar alimento alguno en toda su vida.
—Yo quiero cortarle la cabeza a Goma. Y tú no quieres que se la corte. Los dos tenemos una misión, nuestros intereses se contraponen. Es algo que suele pasar en este mundo. Negociemos. Mira, Nakata, si tú haces algo por mí, yo te entregaré a Goma sana y salva.
Nakata se llevó las manos a la cabeza y se acarició el corto pelo canoso con la palma de la mano. Era el gesto que solía hacer cuando se sumía en profundas cavilaciones.
—¿Y se trata de algo que Nakata es capaz de hacer?
—Creía que eso ya había quedado claro —repuso Johnnie Walken con una sonrisa sarcástica.
—Sí, en efecto —admitió Nakata recordándolo—. Así es. Ya había quedado claro. Le pido excusas.
—Tenemos poco tiempo. Te lo diré sin rodeos. Lo que quiero que hagas es matarme. Quitarme la vida.
Nakata, con las manos sobre la cabeza, permaneció largo tiempo con la vista clavada en el rostro de Johnnie Walken.
—¿Que Nakata lo mate a usted?
—Exacto —contestó Johnnie Walken—. A decir verdad, Nakata, ya estoy harto de vivir así. Llevo mucho tiempo viviendo. Tanto, que incluso he olvidado mi edad. Y no quiero seguir viviendo. También estoy harto de matar gatos. Pero mientras viva tendré que seguir haciéndolo. Deberé reunir sus almas. Siguiendo estrictamente el orden del uno al diez y, una vez llego al diez, vuelta a empezar por el uno. Y repetirlo una y otra vez hasta el infinito. Estoy cansado, harto. Lo que yo hago no puede hacer feliz a nadie. No merece el respeto de nadie. Pero así está establecido y yo no puedo plantarme y decir: «Lo dejo». Tampoco puedo matarme a mí mismo. También eso está establecido así. No puedo suicidarme. Hay un montón de reglas al respecto. Si quieres morir, la única manera posible es pedirle a alguien que te mate. Por eso quiero que me mates. Quiero que me mates sintiendo miedo y odio hacia mí. Primero me temes. Luego me odias y, finalmente, me matas.
—¿Pero por qué…? —preguntó Nakata—. ¿Por qué yo? Nakata jamás ha matado a alguien. Esas cosas no están hechas para Nakata.
—Ya lo sé. Que tú jamás has matado a alguien, que no tienes ningunas ganas de hacerlo. Que no estás hecho para estas cosas. Pero ¿sabes, Nakata? En esta vida hay casos en los que no puedes aplicar este razonamiento. Hay situaciones en las que nadie piensa si estás hecho para algo o no. Y tú eso debes entenderlo. Sucede en la guerra, por ejemplo. Tú sabes lo que es la guerra, ¿verdad?
—Sí, sé lo que es. Cuando Nakata nació había una guerra muy grande. Lo he oído decir.
—Cuando estalla la guerra, te llaman a filas. Y, al reclutarte, te ponen un fusil en las manos, te envían al frente y, allí, tienes que matar soldados enemigos. Cuantos más mates, mejor. Si te gusta matar o no, eso nadie te lo pregunta. Eso es lo que debes hacer. Y, si no lo haces, te matan a ti. —Johnnie Walken apuntó con el dedo índice al pecho de Nakata—. ¡Bang! En esto se resume la historia humana.
Nakata preguntó:
—¿Es que el señor gobernador va a llamar a filas a Nakata y le va a ordenar que mate a alguien?
—¡Exacto! Eso es lo que te ordena el gobernador. Que mates a alguien.
Nakata reflexionó pero no consiguió hilvanar sus ideas. ¿Por qué había de pedirle el gobernador semejante cosa?
—En suma, que tú debes pensar del siguiente modo: que esto es la guerra. Y que tú eres un soldado. Tienes que decidirte. O yo mato a los gatos o tú me matas a mí. Una de dos. Tienes que elegir. Ya sé que para ti es injusto. Pero míralo de esta manera: ¿acaso no es injusto el hecho, en sí mismo, de elegir?
Johnnie Walken se llevó una mano a su sombrero de copa. Como si quisiera comprobar que seguía sobre su cabeza.
—Una cosa más, que te servirá de consuelo… si es que necesitas consuelo, claro… Soy yo quien desea de todo corazón morir. Soy yo quien te pide que me mates. Te estoy pidiendo un favor. Así que no tendrás por qué sentir remordimientos de conciencia. Te limitarás a hacer lo que te pido. ¿No te parece? No vas a matar a alguien que quiere seguir viviendo. Al contrario. A eso incluso se le puede llamar hacer una buena acción.
Nakata enjugó con un pañuelo las gotas de sudor que perlaban su frente junto al nacimiento del pelo.
—Pero Nakata no puede hacerlo. Es imposible. Nakata no sabe cómo matar a alguien.
—¡Claro! —exclamó admirado Johnnie Walken—. ¡Claro! Algo de razón sí tienes. No sabes cómo hacerlo. Porque es la primera vez que matas a alguien. Sí, tienes toda la razón. Comprendo tus objeciones. De acuerdo. Voy a enseñarte cómo se hace. El secreto de matar, Nakata, reside en no vacilar. Tener una gran idea preconcebida en la cabeza y ejecutarla de la forma más expedita posible. Ahí reside el secreto. Mira, no es una persona, pero aquí tengo una buena muestra. Servirá de ejemplo.
Johnnie Walken se levantó de la silla y cogió una gran maleta de piel que se encontraba detrás del pupitre. La colocó sobre la silla donde unos momentos antes había estado sentado, la abrió silbando alegremente y, como si se tratara de un juego de magia, sacó un gato de dentro. A ese gato Nakata no lo había visto jamás. Era un gato macho a rayas, de color gris. Un gato joven, apenas adulto. El gato parecía exhausto, pero mantenía los ojos abiertos. Por lo visto estaba consciente. Silbando alegremente, Johnnie Walken lo cogió con ambas manos y lo exhibió como si fuera un pez recién pescado. Lo que silbaba no era otra cosa que el «¡Aibó! ¡Aibó!», de los siete enanitos de la Blancanieves de Disney.
—Dentro de la maleta hay cinco gatos. A todos los he cazado en el descampado. Gatos frescos recién cogidos. Recién llegados de la zona de producción. Les he inyectado una droga, tienen el cuerpo paralizado. Pero no es anestesia. Así que no están dormidos. Y sienten. Pueden percibir el dolor. Sólo que los músculos están relajados y no pueden mover las patas. Y tampoco doblar el cuello. Les he administrado la droga para que no me arañaran. Ahora voy a coger un cuchillo, voy a abrirlos en canal, voy a extraerles el corazón palpitante y, finalmente, les cortaré la cabeza. Voy a hacerlo delante de ti. Va a derramarse mucha sangre. Sufrirán mucho. Si a ti te abrieran en canal y te sacaran el corazón, te dolería, ¿no? Pues lo mismo les sucede a los gatos. Sienten dolor. Pobres bichos, ¿no? No creas que soy un sádico sin sangre ni lágrimas. Pero no me queda otro remedio. Tienen que sufrir. Así está establecido. Una regla más. Ya lo ves. Hay montones de reglas. —Johnnie Walken le guiñó un ojo a Nakata—. Pero el trabajo es el trabajo. Una misión es una misión. Voy a ir liquidándolos uno tras otro y, al final, le llegará el turno a Goma. Aún estás a tiempo de tomar una decisión. O yo mato a los gatos, o tú me matas a mí. Elige.
Johnnie Walken depositó al abatido gato sobre la mesa. Luego, abrió un cajón del escritorio y extrajo con ambas manos un enorme envoltorio de color negro de su interior. Desplegó la tela con infinito cuidado y alineó sobre la mesa los objetos envueltos. Una pequeña sierra circular, bisturíes de diferentes tamaños, un cuchillo grande. Todos despedían un acerado brillo blanco como si acabaran de afilarlos. Johnnie Walken fue colocándolos sobre la mesa mientras los inspeccionaba, uno a uno, con amor. Luego extrajo de otro cajón unos platos de metal y los alineó, asimismo, sobre la mesa. Daba la impresión de que cada objeto tenía un lugar asignado. Sacó del cajón una gran bolsa de basura de plástico negro. Mientras tanto, no dejó de silbar ni un instante «¡Aibó! ¡Aibó!».
—En todo, Nakata, hay que seguir un orden —explicó Johnnie Walken—. No se puede mirar demasiado lejos. Porque si miras demasiado lejos pierdes de vista el suelo y corres el riesgo de tropezar. Pero tampoco debes distraerte con los pequeños detalles que están a tus pies. Porque si no miras al frente, acabarás topando con algo. Total, que hay que mirar un poco hacia delante, seguir un orden determinado e ir despachando las cosas. Eso es fundamental. En cualquier cosa que hagas.
Johnnie Walken entornó los ojos y permaneció unos instantes acariciándole dulcemente la cabeza al gato. Luego, con la yema del dedo índice recorrió, de arriba abajo, el blando vientre del gato. Acto seguido tomó el escalpelo con la mano derecha y, sin previo aviso, rajó con decisión, de un corte vertical, el vientre del gato. Sucedió en un instante. El vientre se partió en dos y las rojas vísceras se desparramaron por fuera. El gato intentó abrir la boca y soltar un alarido de dolor, pero la voz murió en su garganta. Debía de tener la lengua paralizada. A duras penas podía abrir la boca. Pero sus ojos los enturbiaba un dolor atroz, de eso no cabía la menor duda. Nakata pudo imaginar lo espantosa que debía de ser su agonía. Y la sangre, como si se acordara de repente, empezó a brotar a chorros. La sangre tiñó las manos de Johnnie Walken y le salpicó el chaleco. Pero él no pareció reparar en ella siquiera y, sin dejar de silbar «¡Aibó! ¡Aibó!», introdujo la mano dentro del cuerpecillo del gato y, con un escalpelo de pequeño tamaño, le cortó el corazón con mano experta y lo extrajo. Era un corazón pequeño. Aún parecía estar latiendo. Se puso el corazoncito ensangrentado en la palma de la mano y la alargó hacia Nakata, mostrándoselo.
—¡Mira! Esto es el corazón. Aún se mueve. Mira, mira.
Después de permanecer unos instantes mostrándole el corazón a Nakata, Johnnie Walken se lo introdujo en la boca sin más. Y empezó a mover las mandíbulas arriba y abajo. Mascaba sin decir palabra, saboreándolo con parsimonia. En sus ojos se dibujaba una genuina expresión de deleite, como un niño que comiera un pastel recién hecho. Luego se limpió con el dorso de la mano los coágulos que tenía adheridos a las comisuras de los labios. Se relamió los labios con la punta de la lengua.
—Calentito y fresco. Aún se me movía dentro de la boca.
Nakata observaba la escena mudo. Ni siquiera podía apartar la mirada. Percibía cómo, dentro de su cabeza, algo empezaba a ponerse en movimiento. En la estancia flotaba el olor a sangre fresca.
Johnnie Walken, que seguía silbando «¡Aibó! ¡Aibó!», le cortó la cabeza al gato con la sierra. Los dientes de la sierra partieron los huesos entre crujidos. Con mano experta, sabía perfectamente qué debía hacer. Como los huesos no eran muy gruesos, no tardó mucho. Pero aquel crujido contenía un extraño peso. Colocó amorosamente la cabeza en uno de los platitos. Y luego, como si contemplara el efecto de una obra de arte, se alejó unos pasos y estuvo unos instantes mirándola con los ojos entrecerrados. Dejó de silbar, se sacó con una uña algo que se le había quedado entre los dientes, se lo volvió a meter en la boca y lo saboreó con deleite. Se le oyó tragar saliva con un ¡glup! de satisfacción. Por último, abrió la gran bolsa negra de basura y arrojó en su interior con indiferencia el cuerpo al que le había cortado la cabeza y arrancado el corazón. Como una cáscara vacía, inservible.
—Uno menos —dijo Johnnie Walken y tendió sus manos ensangrentadas hacia Nakata—. Un trabajo duro, ¿no te parece? Puedes comer corazones frescos, pero mira cómo te pones de sangre. «No, más bien mis manos dejarán encarnado el multitudinario mar, haciendo rojo el verde.»[20] Un fragmento de Macbeth. No es tan trágico como en Macbeth, pero lo que gasto en tintorería no es moco de pavo. Tratándose, encima, de ropa tan peculiar como ésta. Sería más práctico vestir una bata de cirujano y ponerme unos guantes, pero no puede ser. También hay reglas sobre esto.
Nakata no decía nada. Dentro de su cabeza algo continuaba moviéndose. Olía a sangre. En el fondo de sus oídos resonaba aquel «¡Aibó! ¡Aibó!».
Johnnie Walken sacó el siguiente gato de la maleta. Era una gata blanca. No muy joven. Tenía la punta del rabo un poco torcida. Johnnie Walken la acarició con cariño. Luego trazó en su vientre una línea de corte con el dedo. Una línea imaginaria, recta, que iba de la garganta al nacimiento del rabo. Después sacó el bisturí y volvió a abrir el gato en canal, como antes, de un golpe. Se repitió lo mismo. El alarido mudo. El cuerpo sacudido por espasmos. Las vísceras derramadas. Extraer el corazón todavía palpitante, mostrárselo a Nakata, metérselo en la boca. Masticarlo despacio. La misma sonrisa de satisfacción. Enjugarse los coágulos con el dorso de la mano. Silbar «¡Aibó! ¡Aibó!».
Nakata se hunde en el fondo del sillón. Cierra los ojos. Se aguanta la cabeza con ambas manos. Las yemas de los dedos se le clavan en las sienes. Dentro de él ha empezado a producirse un cambio, no hay duda. Aquella violenta conmoción está cambiando la constitución de su cuerpo. Su respiración se ha acelerado sin que él lo perciba, siente un intenso dolor alrededor del cuello. Por lo visto está recomponiéndose su campo visual.
—Nakata, Nakata —dice Johnnie Walken con voz festiva—. Esto no está nada bien. ¡Vamos! Que ahora empieza la función. Éstos han sido los teloneros. Para caldear ambiente. Pero tú mantén los ojos bien abiertos. Que ahora viene lo bueno. Quiero que veas cuánto me he esforzado para deleitarte con algo ingenioso de verdad.
Y, silbando «¡Aibó! ¡Aibó!», Johnnie Walken sacó el siguiente gato. Nakata, hundido en el sillón, con los ojos muy abiertos, lo miró. Era Kawamura. Kawamura clavó sus ojos en Nakata. Nakata miraba a su vez los ojos de Kawamura, pero era incapaz de pensar en nada. Ni siquiera podía ponerse en pie.
—No creo que sea necesario que os presente, pero, por si lo fuera, lo haré —dijo Johnnie Walken—. Éste es el gato señor Kawamura. Éste es el señor Nakata. Encantados ambos de conoceros.
Johnnie Walken, con ademanes teatrales, se quitó el sombrero, saludó a Nakata y, a continuación, a Kawamura.
—Primero, los saludos de rigor. Claro que, tras los saludos, aquí pasamos inmediatamente a las despedidas. Hello. Goodbye. «Al igual que las flores que se esparcen en la tormenta, la vida humana es sólo un adiós» —dijo Johnnie Walken acariciando con la yema del dedo el blando vientre de Kawamura. Una caricia llena de amor y de dulzura—. Ahora es el momento de detenerme, Nakata. Si quieres detenerme hazlo ahora. Cuando llegue el momento, Johnnie Walken no dudará. Porque en el diccionario del ilustre asesino de gatos Johnnie Walken no existe la palabra duda.
Y Johnnie Walken abrió el vientre de Kawamura sin vacilar. El alarido de Kawamura se oyó perfectamente. Tal vez no tuviese la lengua lo bastante paralizada. O tal vez fuese un alarido especial que sólo pudo llegar a oídos de Nakata. Pero fue un grito que helaba la sangre en las venas. Nakata cerró los ojos y se apartó la cabeza con ambas manos. Sentía cómo le temblaban las manos.
—No puedes cerrar los ojos —dijo Johnnie Walken con voz resuelta—. Otra vez las reglas. Los ojos no pueden cerrarse. Cerrarlos no soluciona nada. Por más que los cierres, no desaparecerá el problema. Al contrario, cuando vuelvas a abrirlos, las cosas habrán empeorado aún más. Así es el mundo en el que vivimos, Nakata. Tú mantén los ojos bien abiertos. Cerrarlos es de pusilánimes. Sólo los cobardes apartan la vista de la realidad. Y mientras tú cierras los ojos y te tapas los oídos el tiempo va transcurriendo. ¡Tic! ¡Tac! ¡Tic! ¡Tac!
Tal como le decían, Nakata abrió los ojos. Cuando Johnnie Walken comprobó que los tenía abiertos, se comió el corazón de Kawamura como si hiciera una exhibición. Con más parsimonia y mayor deleite si cabe que antes.
—Blandito, calentito, como el hígado de una anguila recién pescada —dijo Johnnie Walken. Se metió el dedo índice ensangrentado en la boca, lo chupó, lo sacó y lo levantó vertical en el aire—. Una vez los pruebas, ya no puedes dejarlo. Tienen un sabor inolvidable. Sobre todo esta sangre viscosa, un tanto pegajosa.
Secó con cuidado la sangre coagulada del bisturí con un paño y, luego, silbando tan alegremente como de costumbre, le cortó la cabeza a Kawamura con la sierra. Los pequeños dientes aserraron el hueso. La sangre se esparció por doquier.
—Se lo ruego, señor Johnnie Walken. Nakata ya no puede soportarlo más.
Johnnie Walken dejó de silbar. Interrumpió su labor, se llevó una mano a un lado de la cara y se rascó el lóbulo de la oreja.
—No puede ser, Nakata. No puedes encontrarte mal. Lo siento en el alma, pero no puedo decirte: «Vale, de acuerdo». Ya te lo he explicado antes, ¿verdad? Esto es la guerra. Y la guerra, una vez empieza, es muy difícil de parar. Una vez se desenvaina la espada, ha de correr la sangre. No es razonable. No es lógico. Tampoco es un capricho mío. Son las reglas. O sea, que si quieres que deje de matar gatos, tienes que matarme tú a mí. Te levantas, te imbuyes de ideas preconcebidas y me matas con decisión. Ahora mismo. Si lo haces, todo habrá acabado. Punto final.
Y silbando, Johnnie Walken acabó de cortarle la cabeza a Kawamura, después arrojó el cuerpo decapitado a la bolsa de basura negra. Las tres cabezas de gato se alineaban sobre los platitos de metal. La cruel tortura que habían sufrido no se traslucía en sus rostros. Y, al igual que los gatos de dentro del refrigerador, todos mostraban una extraña expresión de vacío.
—Y, a continuación, un gato siamés.
Tras pronunciar esas palabras, Johnnie Walken sacó de la maleta una exhausta gata siamesa. Por supuesto, se trataba de Mimí.
—«Me llamo Mimí», dice. Es una ópera de Puccini. Y esta gata posee, ciertamente, esa refinada coquetería. A mí también me gusta Puccini. Tiene algo, ¿cómo te diría?, algo de atemporal. Su música es popular, de acuerdo, pero nunca envejece. Y esto, en una obra de arte, es un logro nada desdeñable. —Johnnie Walken silbó los compases de «Me llamo Mimí»—. Claro que, ¿sabes, Nakata?, me costó lo mío atrapar a Mimí. Esta gata es astuta, precavida, muy lista. No se deja engañar así como así. Para nada es un personaje fácil, la gatita esta. Pero no hay gato en este ancho mundo que pueda escapar a Johnnie Walken, el insigne matador de gatos. Y no te creas que estoy fanfarroneando. Me limito a exponerte un hecho: lo difícil que ha sido atraparla… Pero, voilà! ¡aquí tienes a tu amiguita Mimí, la gata siamesa! A mí me encantan los gatos siameses. Posiblemente tú no lo sepas, pero el corazón de los gatos siameses es lo mejor de lo mejor. Boccato prelibato. Como las trufas. ¡Tranquila, Mimí! Tú no te preocupes. Johnnie Walken apreciará en lo que vale tu lindo corazoncito. Pero ¿qué te pasa, Nakata? ¿Estás nervioso?
—Señor Johnnie Walken —dijo Nakata con una voz ahogada que parecía arrancar del fondo de su estómago—. Se lo ruego. Deténgase, por favor. Si continúa, Nakata se volverá loco. Nakata tiene la sensación de no ser ya Nakata.
Johnnie Walken depositó a Mimí sobre la mesa y, como había hecho con anterioridad, le pasó un dedo en línea recta sobre el vientre.
—Tú ya no eres tú —dijo con voz calmada. Como si saboreara las palabras bajo la lengua—. Esto es muy importante, Nakata. Que una persona deje de ser ella misma.
Johnnie Walken cogió un bisturí limpio, que aún no había utilizado, de encima de la mesa y probó el filo con la yema del dedo. Luego, como si hiciera una prueba de incisión, se hizo un corte en el dorso de la mano. Tras un corto intervalo, la sangre empezó a manar. Gruesos goterones de sangre cayeron de la mano al suelo. Cayeron sobre Mimí. Johnnie Walken soltó una risita.
—Una persona deja de ser ella misma —repitió—. Tú dejas de ser tú. De eso se trata, Nakata. Es fabuloso. Fundamental. «¡Ah!, ¡mi alma está llena de escorpiones!»[21] Otro verso de Macbeth.
Sin pronunciar palabra, Nakata se levantó del sillón. Nadie habría podido detenerlo, ni siquiera él mismo. Avanzó a grandes zancadas y agarró con resolución un gran cuchillo de encima del escritorio. Un gran cuchillo de trinchar carne. Nakata lo agarró por el mango de madera y hundió sin vacilar la hoja casi hasta la empuñadura en el pecho de Johnnie Walken. Lo clavó una vez por encima del chaleco negro, arrancó el cuchillo y volvió a clavarlo con todas sus fuerzas en otro lugar. Un gran ruido resonaba junto a sus oídos. Al principio, Nakata no supo de qué se trataba. Eran las carcajadas de Johnnie Walken. Con el cuchillo hundido en el pecho hasta el fondo y la sangre manándole a borbotones, Johnnie Walken se reía a carcajadas.
—¡Muy bien! ¡Bravo! —gritaba—. Me lo has clavado sin dudarlo un instante. ¡Magnífico!
Aun tras derrumbarse en el suelo, Johnnie Walken siguió riendo. «¡Ja, ja, ja!», reía. Como si lo encontrase tan extremadamente divertido que no pudiese sofocar las carcajadas. Pero pronto la risa mudó a sollozo y se oyó cómo la sangre le obturaba la garganta. Sonaba como una tubería de desagüe atascada. Luego, violentos espasmos recorrieron su cuerpo y empezó a vomitar sangre a grandes borbotones. Junto con la sangre echó unos grumos negros y viscosos. Eran los corazones de los gatos que se acababa de comer. Esa sangre cayó sobre la mesa salpicando el atuendo de golf que vestía Nakata.
Tanto Nakata como Johnnie Walken estaban cubiertos de sangre de los pies a la cabeza. También estaba ensangrentada Mimí, tendida sobre la mesa.
Nakata se dio cuenta al instante de que Johnnie Walken yacía muerto a sus pies. Yacía de lado, hecho un ovillo, como un niño en una noche fría, muerto, sin lugar a dudas. Con la mano izquierda se atenazaba la garganta, la derecha la tenía tendida hacia delante, como si estuviese pidiendo algo. Los espasmos habían cesado y, por supuesto, sus risotadas también. Sin embargo, en sus labios aún flotaba la pálida sombra de una sonrisa helada. Y parecía que, por algún extraño efecto, fuera a permanecer allí eternamente. La sangre se extendía por el suelo de madera y en un rincón de la habitación yacía el sombrero de copa que se había desprendido de la cabeza de Johnnie Walken cuando éste se derrumbó. A Johnnie Walken le clareaba el pelo en la parte posterior de la cabeza y se le veía el cuero cabelludo. Sin sombrero parecía mucho más viejo y débil.
Nakata soltó el cuchillo. El metal cayó al suelo con estrépito. Sonó como las ruedas dentadas de una enorme máquina girando hacia delante en la distancia. Nakata permaneció largo tiempo junto al cadáver sin hacer un solo movimiento. En el interior de la estancia todo se había detenido. Sólo la sangre seguía fluyendo sin ruido y el charco se iba extendiendo poco a poco. Luego Nakata volvió en sí y cogió a Mimí, que aún yacía sobre la mesa. Nakata pudo sentir en sus manos aquel cuerpo pequeño e inerte. La gata estaba cubierta de sangre, pero no parecía herida. Mimí levantó la mirada hacia Nakata como si quisiera decirle algo, pero por culpa del sedante no pudo articular palabra. Después, Nakata localizó a Goma dentro de la maleta y la sacó con la mano derecha. Aunque únicamente la había visto en fotografía, sintió la alegría del reencuentro como si conociera a la gatita desde hacía mucho tiempo.
—Goma, bonita —le dijo Nakata.
Con los dos gatos en brazos, Nakata se derrumbó en el sillón.
—Vámonos a casa —les dijo a los gatos. Pero no pudo levantarse. El perro negro apareció de repente y se sentó junto al cadáver de Johnnie Walken. Tal vez lamiera la sangre, que formaba un estanque. Pero Nakata no lo recuerda. La cabeza le pesa, se le nubla. Nakata toma una gran bocanada de aire, cierra los ojos. La conciencia se desvanece, Nakata es succionado por unas tinieblas desconocidas.