19
Es lunes y la biblioteca está cerrada. De ordinario, en la biblioteca reina el silencio, pero los días de descanso el silencio resulta incluso excesivo. Parece que el tiempo se haya olvidado de ella. O bien, que esté conteniendo el aliento para que el tiempo no la descubra. Al final de un pasillo que nace en la sala de lectura puede verse un rótulo que dice: PERSONAL, tras él hay un fregadero y un mostrador donde los empleados pueden prepararse alguna infusión o calentar algo. También hay un microondas. Al fondo está el cuarto de invitados. Anexo a la habitación hay un baño sencillo. También un armario ropero. Una cama individual y, en la mesita que se encuentra junto a la cabecera, una lamparilla y un reloj despertador. Un escritorio y una lámpara. Un antiguo tresillo cubierto con una funda de color blanco y una cómoda donde meter la ropa doblada. Una pequeña nevera de uso individual y, encima, platos y una alacena. Uno se puede preparar algo sencillo para comer en el mostrador al otro lado de la puerta. En el cuarto de baño hay jabón y champú, secador de pelo y toallas. Contiene todo lo que una persona puede necesitar para llevar una vida cómoda durante un periodo no muy largo de tiempo. Por la ventana orientada al oeste se ven los árboles del jardín. Cae la tarde y los rayos del sol poniente centellean al otro lado de las ramas de los cedros.
—Aparte de mí, que me he quedado a dormir aquí alguna vez cuando me daba pereza volver a casa, nadie utiliza nunca esta habitación —dice Ôshima—. La señora Saeki, que yo sepa, no la usa jamás. O sea, que no molestas a nadie alojándote aquí.
Deposito la mochila en el suelo y echo una mirada a la habitación.
—Hay sábanas limpias y te he llenado la nevera con lo más básico. Leche, fruta, verdura, mantequilla, jamón, queso… Aquí, platos elaborados no te los podrás preparar, pero sí hacerte sándwiches, puedes pedir que te la traigan o salir a comer fuera. La colada puedes hacerla en el cuarto de baño. En fin, no creo que se me olvide decirte nada.
—¿Dónde trabaja habitualmente la señora Saeki?
Ôshima señala el techo.
—En el estudio del primer piso. Supongo que ya lo viste el día de la visita guiada. La señora Saeki siempre está allí escribiendo. Cuando tengo que dejar mi puesto por algo, ella baja y me sustituye detrás del mostrador. Pero si no hay nada en la planta baja que requiera su presencia, siempre se queda arriba.
Asiento.
—Mañana llegaré a eso de las diez y te explicaré, más o menos, en qué consiste tu trabajo. Hasta entonces descansa.
—Muchas gracias por todo —le digo.
—My pleasure —me responde en inglés.
Cuando Ôshima se va, deshago la mochila. Guardo en la cómoda la poca ropa que llevo, cuelgo las camisas y las chaquetas en las perchas, pongo la libreta y los utensilios para escribir encima de la mesa, mis enseres de aseo los llevo al cuarto de baño y guardo la mochila en el armario.
En la habitación no hay elementos decorativos, sólo un pequeño cuadro en la pared. Un retrato, realista, de un niño en la orilla del mar. El cuadro no es malo. Tal vez sea de algún pintor famoso. El niño debe de tener unos doce años. Lleva un sombrero blanco para el sol y está sentado en una pequeña tumbona. Hinca el codo en un brazo de la tumbona y tiene la mejilla apoyada en la palma de la mano. Su rostro expresa algo de melancolía pero, también, cierta altivez. Un pastor alemán de color negro está sentado a su lado con aire protector. Al fondo, reluce el mar. También aparecen otras personas en el cuadro, pero las figuras son demasiado pequeñas para que se puedan distinguir las facciones. Mar adentro hay una isla. Sobre el mar flotan algunas nubes de forma parecida a puños cerrados. Es una escena veraniega. Me siento frente a la mesa y me quedo mirando el cuadro. Me da la impresión de estar oyendo el rumor de las olas, de percibir el olor del agua de mar.
El niño del cuadro posiblemente sea el muchacho que vivió antes en esta habitación. El muchacho de su misma edad a quien la señora Saeki amó. El muchacho que a los veinte años se vio involucrado en una lucha entre facciones contrarias en las revueltas estudiantiles y que murió de forma absurda. No tengo ninguna evidencia, pero me da la impresión de que es así. También el paisaje me recuerda las playas de los alrededores. Y, si así fuera, resultaría que en el cuadro figura una escena de hace alrededor de cuarenta años. Y, a mí, cuarenta años me parecen una eternidad. Intento imaginarme a mí mismo dentro de cuarenta años. Pero es igual que imaginar el fin del universo.
A la mañana siguiente, Ôshima llega y me explica todos los pasos que he de seguir para abrir la biblioteca. Quitarles el cerrojo a las ventanas, abrirlas y ventilar las estancias, pasar un momento el aspirador, limpiar las mesas con un paño, cambiar el agua de los floreros, encender las luces, regar con un poco de agua el jardín si hace falta y, cuando llega la hora, abrir la puerta principal. Al cerrar, más o menos lo mismo pero a la inversa. Cerrar las ventanas con llave, volver a pasar un paño por encima de las mesas, apagar las luces, cerrar el portal.
—No creo que haya peligro de que entren a robar aquí, así que tampoco te preocupes demasiado por cerrar la puerta —dijo Ôshima—. Pero ni a la señora Saeki ni a mí nos gusta la dejadez. Así que haz bien tu trabajo. Ésta es nuestra casa. Y la tratamos con respeto. Espero que tú hagas lo mismo.
Asiento.
Luego me da instrucciones sobre el trabajo en la recepción. Qué debo hacer una vez me siente detrás del mostrador. Qué debo explicarles a los lectores.
—Quédate un rato conmigo y mira cómo lo hago. Así aprenderás. No es muy difícil. Y, si surge alguna complicación, ve al primer piso y avisa a la señora Saeki. Déjalo en sus manos, ella lo resolverá.
La señora Saeki llega poco antes de las once. Adivino que es ella por el sonido del motor de su Volkswagen Golf, un ruido muy especial. Deja el coche en el aparcamiento, entra por la puerta trasera y nos saluda a Ôshima y a mí. «Buenos días», dice ella. «Buenos días», contestamos Ôshima y yo. Éstas son las únicas palabras que cruzamos. La señora Saeki lleva un vestido azul marino de manga corta y una chaqueta de algodón en la mano. Le cuelga un bolso del hombro. Casi no se pone adornos y apenas va maquillada. Con todo, su apariencia es deslumbrante. Me mira a mí, que estoy de pie al lado de Ôshima, y parece que quisiera decirme algo, pero finalmente desiste. Me dirige una pequeña sonrisa y luego sube despacio las escaleras hasta el primer piso.
—Tranquilo —me dice Ôshima—. Lo tuyo ya está arreglado. No hay ningún problema. Simplemente no le gusta malgastar palabras. Eso es todo.
A las once, Ôshima abre la biblioteca. De momento no acude nadie. Ôshima me enseña cómo buscar los libros con el ordenador. En la biblioteca tienen un modelo IBM y yo ya estoy acostumbrado a utilizarlo. Luego me enseña cómo ordenar las fichas catalográficas. Otro trabajo que me corresponderá hacer es rellenar a mano las fichas de los libros recién publicados que cada día llegan a la biblioteca.
A las once y media aparecen dos mujeres juntas. Las dos llevan pantalones tejanos de diseño y color idénticos. La más baja tiene el pelo tan corto como una nadadora, la más alta se lo ha recogido en una trenza. Ambas calzan zapatillas de deporte, una Nike, la otra Asics. La alta aparenta unos cuarenta años; la baja, unos treinta. La alta lleva puesta una camisa a cuadros y usa gafas; la baja, una blusa blanca. Las dos acarrean una pequeña mochila a la espalda y la expresión de sus caras es tan sombría como un cielo nublado. Son de pocas palabras. A la entrada, Ôshima les guarda las pequeñas mochilas y ellas, con cara de pocos amigos, extraen de su interior los utensilios para escribir.
Examinan una tras otra las estanterías, pasan febrilmente las fichas catalográficas. De vez en cuando apuntan algo en el cuaderno. No leen ningún libro. Tampoco se sientan. Más que usuarios de la biblioteca parecen inspectores de Hacienda realizando un inventario. Ni Ôshima ni yo logramos adivinar quiénes son ni qué diablos están haciendo aquí. Ôshima me dirige una mirada significativa y se encoge ligeramente de hombros. Yo diría que, siendo optimistas, cabe augurar lo peor.
A mediodía, mientras Ôshima almuerza en el jardín, yo lo sustituyo detrás del mostrador.
—Me gustaría hacerles algunas preguntas —dice una de las mujeres. La alta. Su tono de voz es duro y tenso. Me recuerda un mendrugo de pan olvidado en el fondo del armario.
—¿De qué se trata?
Ella frunce el ceño y se me queda mirando enarcando las cejas.
—¿No serás por casualidad estudiante de bachillerato?
—Sí. Estoy aquí haciendo un cursillo —le respondo.
—¿Puedes llamar a alguien con más responsabilidad?
Voy al jardín en busca de Ôshima.
Él toma despacio un sorbo de café para tragar lo que tiene en la boca, se sacude las migas de pan de las rodillas y acude.
—¿Puedo ayudarla en algo? —pregunta Ôshima afablemente.
—Trabajamos para un organismo que se encarga de investigar sobre el terreno, desde el punto de vista de la mujer, diversas instalaciones culturales públicas de todo el país para evaluar la facilidad de uso y la equidad en el acceso a éstas. Es decir, facilidad de acceso de las mujeres a las instalaciones —dice la mujer—. Es un estudio que estamos llevando a cabo durante un año, a lo largo del cual visitamos cada uno de los centros y estudiamos sus instalaciones para luego publicar un informe con el resultado de nuestras investigaciones. En este trabajo colaboran muchas mujeres y nosotras somos las encargadas de esta zona.
—¿Le importaría decirme cómo se llama ese organismo? —pregunta Ôshima.
La mujer saca una tarjeta y se la entrega. Ôshima, sin cambiar la expresión del rostro, la lee con suma atención, la deposita sobre el mostrador, luego levanta la cabeza, clava la mirada en su interlocutora y le dedica una deslumbrante sonrisa. Una sonrisa tan magnífica que, de tratarse de una mujer más normal, habría enrojecido. Pero ella ni siquiera arquea una ceja.
—En conclusión, lo que quería comunicarle es que en esta biblioteca hemos detectado, por desgracia, algunos problemas —dice ella.
—¿Se refiere usted a problemas desde el punto de vista de la mujer? —pregunta Ôshima.
—Así es. Desde el punto de vista de la mujer —responde ella. Luego carraspea—. Y nos gustaría conocer la opinión de la administración de la biblioteca sobre estas cuestiones.
—En el caso que nos ocupa, la palabra administración es casi un poco exagerada, pero, si yo puedo serles de alguna utilidad, estoy a su disposición.
—Bien. En primer lugar, ustedes no tienen lavabos de mujeres, ¿cierto?
—Sí. En esta biblioteca no hay lavabo de mujeres. Los lavabos son de uso compartido.
—Por mucho que ésta sea una entidad privada, al tratarse de una biblioteca abierta al público, ¿no cree usted que, ya por principio, los lavabos deberían estar separados?
—¿Por principio? —Ôshima repite las palabras de su interlocutora como para cerciorarse.
—Sí. Los lavabos compartidos facilitan diversos tipos de acoso. Según nuestros estudios, la mayoría de mujeres se manifiesta terminantemente contraria al uso de lavabos compartidos. Éste es un caso claro de desatención hacia sus usuarias.
—¿Desatención? —cuestiona Ôshima. Y, por la expresión de su cara, parece que se haya tragado, por error, algo amargo. Evidentemente, las connotaciones de esa palabra no le gustan.
—Falta de atención deliberada.
—¿Falta de atención deliberada? —vuelve a repetir él. Y reflexiona unos instantes sobre la brusquedad de esa frase.
—En fin, ¿y qué opina usted al respecto? —pregunta la mujer conteniendo a duras penas la irritación.
—Tal como puede usted observar, esta biblioteca es muy pequeña —dice Ôshima—. Y, por desgracia, no tenemos suficiente espacio para construir unos lavabos para hombres y otros lavabos separados para mujeres. Posiblemente, sería deseable que los hubiera, pero por el momento ninguna de nuestras usuarias se ha quejado. Por suerte o por desgracia, a nuestra biblioteca no acude tanta gente. Y si ustedes defienden el uso de lavabos separados, les sugiero que se dirijan a la empresa Boeing en Seattle y les expongan el tema de los lavabos en los Jumbo. Los Jumbo son mucho más grandes que esta biblioteca, están mucho más llenos de gente y, por lo que sé, a bordo los lavabos son de uso compartido.
La mujer alta entorna los ojos con expresión severa y se queda mirando a Ôshima a la cara. Al entornar los ojos se le pronuncian los pómulos de ambas mejillas. Al mismo tiempo, las gafas se le deslizan por la nariz hacia arriba.
—El objeto de la investigación que nos ocupa no son los medios de transporte. ¿A qué viene mencionar ahora los Jumbo?
—Dado que los lavabos de los Jumbo son de uso común y los de la biblioteca también lo son, si pensamos en términos de principios, los problemas derivados de este uso compartido son los mismos, ¿no es cierto?
—Nosotros estudiamos las instalaciones de cada una de las instituciones. No hemos venido hasta aquí para hablar de principios.
De los labios de Ôshima no se borra la plácida sonrisa.
—¿Ah, no? Creía que estábamos hablando de principios.
Al parecer, la mujer alta se da cuenta de que ha metido la pata. Sus mejillas enrojecen un poco. Pero no se deben al sex appeal de Ôshima. Ella intenta recuperar posiciones.
—En estos momentos no es el problema de los Jumbo el que nos ocupa. No confunda usted las cosas sacando a colación lo que no tiene nada que ver.
—De acuerdo. Dejemos el tema de los aviones —dice Ôshima—. Mantengamos los pies en el suelo.
Ella dirige una mirada hostil a Ôshima. Toma una bocanada de aire y prosigue:
—Otra cosa de la que quería hablarle es de la clasificación de los autores por sexos.
—Sí, efectivamente. Este catálogo lo hizo mi predecesor y, no sé por qué razón, llevó a cabo una clasificación por sexos. Tengo intención de rehacerlo, pero aún no he podido disponer del tiempo necesario para ello.
—A esto nosotras no tenemos nada que objetarle —dice ella.
Ôshima ladea ligeramente la cabeza.
—Sin embargo, el problema es que, en todas las materias, los autores masculinos van delante de las autoras femeninas —explica ella—. Y a nosotras eso nos parece una injusticia, algo que va contra el principio de igualdad entre los sexos.
Ôshima coge la tarjeta, la lee, vuelve a depositarla sobre el mostrador.
—Señora Soga —dice Ôshima—. En la escuela, cuando pasaban lista, Soga iba delante de Tanaka y detrás de Sekine. ¿Puso usted alguna objeción a esto? ¿Exigió alguna vez que lo leyeran al revés? ¿Se enfada porque en el alfabeto la «ge» va detrás de la «efe»? ¿Piensa hacer la revolución porque la página 68 del libro va detrás de la 67?
—Esto es diferente —replica airada elevando el tono de voz—. Usted está todo el rato confundiendo las cosas de manera deliberada.
Al oírlo, la mujer baja que sigue tomando notas ante la estantería se acerca corriendo.
—Confundiendo las cosas de manera deliberada. —Ôshima repite las palabras de su interlocutora como si las subrayara.
—¿Lo niega acaso?
—Red herring —dice Ôshima. La mujer llamada Soga se queda con la boca abierta, muda—. En inglés hay una expresión que se llama red herring. Se refiere a algo que capta el interés y que desvía la atención del tema central. Un arenque rojo. Lo que no puedo explicarle, sin embargo, con mis pobres conocimientos, es de dónde viene esta expresión.
—Sean caballas o arenques, usted está intentando eludir la cuestión.
—Hablando con propiedad, lo que yo hago es una analogía Ôshima. Según Aristóteles, se trata de uno de los más eficaces métodos en el arte de la oratoria. Los ciudadanos de la antigua Atenas utilizaban y disfrutaban cotidianamente de este engaño intelectual. Claro que es una verdadera lástima que, en la Atenas de aquella época, la definición de ciudadano no incluyera a las mujeres.
—¿Se está burlando de nosotras?
—A lo que yo me refiero es a lo siguiente. Si ustedes tienen tiempo para ir a una pequeña biblioteca de una pequeña ciudad, husmear por todas partes y tratar de poner pegas a cómo están los lavabos y las fichas catalográficas, también podrían encontrar otras maneras más efectivas de defender los justos derechos de las mujeres de este país. Nosotros nos desvivimos para que esta biblioteca sea de alguna utilidad en la región. Hemos reunido una excelente colección de textos para gente que ama los libros. Ponemos todo nuestro corazón en el trato con el público. Quizás ustedes no lo sepan, pero nuestra colección de estudios y documentos sobre poesía, que abarca desde la era Taishô hasta mediados de Shôwa, goza de una gran reputación en todo el país. Tenemos defectos, por supuesto. Y también limitaciones, eso ni siquiera hace falta decirlo. Pero hacemos cuanto podemos. Fíjense más en lo que hemos conseguido y menos en lo que no hemos podido conseguir. ¿Acaso no reside en esto la justicia?
La mujer alta mira a la baja y la baja alza la vista hacia la alta.
Entonces la baja habla por primera vez. Su voz es aguda y chillona.
—Lo que usted está haciendo, en definitiva, es eludir la cuestión empleando argumentos vacíos para no tener que asumir la responsabilidad que le toca. En realidad, lo que está usted llevando a cabo no es más que un pobre intento de autojustificación. Usted es un patético ejemplo histórico de macho falócrata.
—Patético ejemplo histórico —repite Ôshima impresionado. Por el tono de su voz, parece que le gusta bastante cómo suena la frase.
—Es decir, que usted es el típico macho machista —dice la alta, incapaz de contener la ira.
—Macho machista —repite de nuevo Ôshima.
La baja, ignorándolo, prosigue:
—Usted esgrime pretextos machistas baratos formulados para seguir manteniendo inalteradas sus prerrogativas sociales, rebaja usted a la mujer como género a una ciudadanía de segunda categoría y pretende despojar a las mujeres de sus derechos legítimos. Quizá su postura sea más inconsciente que deliberada, pero este hecho, a mi parecer, agrava todavía más su delito. Usted quiere preservar sus privilegios como macho a costa del sufrimiento de la mujer. Y esta falta de conciencia inflige un perjuicio indecible tanto a la mujer como a la sociedad en su conjunto. El tema de los lavabos y de la catalogación de las fichas no es más que un pequeño detalle, por supuesto. Pero donde no existen los detalles no existe el todo. Y empezar por los detalles es la única forma posible de erradicar de esta sociedad la falta de conciencia que la lastra. Éste es nuestro principio de actuación.
—Y así es como siente cualquier mujer bien nacida —añade la otra con semblante inexpresivo.
—«¿Cualquier mujer bien nacida no actuaría así, al comprobar las desgracias paternas, las que compruebo yo de día y de noche que se acrecientan más que menguan?»[23] —dijo Ôshima.
Las dos, una junto a la otra, permanecen mudas como un iceberg.
—Electra, de Sófocles. Una obra maravillosa. La he releído muchas veces. A propósito, la palabra «género» es, ante todo, un término gramatical. Para expresar la diferencia física entre hombres y mujeres, creo que sería más exacta la palabra «sexo». En este caso, se hace un uso erróneo de la palabra «género». Son unos pequeños detalles lingüísticos, claro está. —A esto le sigue un silencio gélido—. Sea como sea, lo que dicen ustedes está equivocado de base —comenta Ôshima con tono calmado pero tajante—. Yo no soy un patético ejemplo histórico de macho machista.
—¿Y podría explicarnos de una forma fácil de entender dónde reside esta equivocación de base? —pregunta la mujer baja con aire desafiante.
—Sin analogías ni alardes intelectuales, por favor —agrega la alta.
—De acuerdo. Voy a explicárselo de una manera sincera y fácil de entender, sin analogías ni alardes intelectuales —dice Ôshima.
—Se lo ruego —dice la alta. Y la otra asiente con un conciso gesto afirmativo.
—Pues, en primer lugar, porque yo no soy un hombre —declara Ôshima.
Las dos se quedan sin palabras, perplejas. También yo contengo el aliento y le echo una mirada rápida a Ôshima, a mi lado.
—No haga bromas estúpidas —replica la mujer baja tras un intervalo. Pero da la impresión de que lo dice sólo por decir algo. Sin convicción.
Ôshima se saca la cartera del bolsillo de sus pantalones, extrae de ésta un carnet plastificado y se lo da. El carnet incluye una fotografía. Al parecer, es el carnet de identificación personal de algún hospital. La mujer baja lee lo que pone en el carnet, frunce el ceño y se lo entrega a la alta. Ésta lo lee a su vez y, tras dudar unos instantes, se lo devuelve a Ôshima con cara de estar pasándole un mal naipe.
—¿Quieres verlo tú también? —me pregunta Ôshima.
Sacudo la cabeza en ademán negativo. Él introduce el carnet en la cartera y se la guarda de nuevo en el bolsillo de los chinos. Luego, deposita ambas manos sobre el mostrador.
—Por lo tanto, como ustedes han podido comprobar, tanto desde el punto de vista biológico como desde el punto de vista legal, yo soy, sin ningún género de dudas, una mujer. Lo que significa que sus afirmaciones están equivocadas de base. Es evidente que yo no puedo ser el típico macho machista.
—Pero… —La mujer alta empieza a hablar, pero no logra encontrar las palabras para proseguir. La baja mira al frente con los labios apretados, dándose tirones a la manga de la blusa con la mano derecha.
—Sin embargo, aunque tenga un cuerpo de mujer, mi mente es totalmente masculina —prosigue Ôshima—. Yo, desde el punto de vista psicológico, vivo como un hombre. Por lo tanto, podría ser cierto aquello que ha dicho usted del ejemplo histórico. Tal vez yo sea un redomado sexista. Pero, aunque tenga este aspecto, no soy lesbiana. Mis preferencias sexuales se decantan por los hombres. Es decir, que aunque sea una mujer, soy gay. Jamás he usado la vagina, siempre practico el sexo anal. Mi clítoris es sensible, pero mis pezones no demasiado. No tengo la menstruación. ¿Qué voy a discriminar yo? ¿Me lo pueden explicar?
Los tres nos volvemos a quedar sin palabras. Enmudecemos. Alguien carraspea y el sonido resuena por la estancia de un modo improcedente. El tictac del reloj de pared suena más fuerte y más seco que nunca.
—Lo siento en el alma, pero antes me he quedado a media comida —dice Ôshima risueño—. Estaba comiéndome un rollito de atún y espinacas. A medio rollito, ustedes me han llamado y yo he venido. Si lo dejo mucho rato, tal vez aparezca algún gato del vecindario y se lo coma. En esta zona hay muchísimos gatos. Porque mucha gente abandona a los gatitos en un pinar que hay en la playa. Así que, si no les importa, voy a seguir con mi almuerzo. Ustedes procedan como si estuviesen en su casa. Esta biblioteca tiene las puertas abiertas a todos los ciudadanos. Mientras no incumplan las normas de la biblioteca ni molesten a los lectores, son libres de hacer lo que deseen. Observen lo que quieran y todo el tiempo que quieran. Son libres de escribir lo que deseen en su informe. Claro que, posiblemente, a nosotros nos traiga sin cuidado. Jamás hemos recibido subvención ni indicación alguna. Siempre hemos hecho las cosas de la manera que nos ha parecido más acertada. Y es lo que, además, pretendemos seguir haciendo.
Al irse Ôshima, se miran la una a la otra en silencio y, a continuación, las dos me miran a mí. Tal vez piensan que soy el novio de Ôshima. Yo sigo ordenando las fichas catalográficas sin decir nada. Las dos susurran un rato junto a las estanterías, pero pronto recogen sus cosas y se van. La expresión de sus rostros es muy dura. Al recoger las mochilas en el mostrador ni siquiera me dan las gracias.
Poco después, Ôshima vuelve de almorzar. Me da dos rollos de espinacas. Una especie de tortillas de color verde, en salsa bechamel, rellenas con verduras y atún. Me los como de almuerzo. Caliento agua y me preparo un Earl Grey.
—Todo lo que he dicho antes es cierto —declara Ôshima al regresar de almorzar.
—¿Es a eso a lo que te referías cuando decías que eras una persona especial? —pregunto yo.
—No es que me enorgullezca de ello, pero supongo que comprendes que no estaba exagerando, ¿verdad?
Asiento, en silencio.
Ôshima sonríe.
—No cabe duda de que pertenezco al sexo femenino, pero apenas me han crecido los pechos y la menstruación no me ha venido una sola vez. Sin embargo, tampoco tengo pene, ni testículos, ni me crece la barba. En resumen, que no tengo nada de nada. Vaya, ligero y sin cargas sí que estoy. Claro que, posiblemente, tú no puedas comprender cómo me siento.
—Posiblemente no —admito yo.
—A veces no lo comprendo ni yo. «Pero ¿qué diablos soy?», me pregunto. «¿Pero qué diablos soy yo?».
Sacudo la cabeza.
—¿Sabes, Ôshima? A veces yo tampoco sé quién soy.
—La típica crisis de identidad.
Asiento.
—Pero tú al menos tienes algún indicio. Y yo no.
—Ôshima, seas lo que seas, a mí me gustas, ¿sabes? —le digo. Es la primera vez en mi vida que pronuncio unas palabras parecidas. Me sonrojo.
—Gracias —dice Ôshima. Luego me pone con suavidad una mano en el hombro—. Es cierto que soy un poco diferente a los demás. Pero, fundamentalmente, yo también soy un ser humano. Me gustaría que lo tuvieras claro. No soy ningún fantasma. Soy un hombre normal. Y siento lo mismo que los demás, actúo igual que ellos. Sin embargo, a veces esta pequeña diferencia me parece un abismo insalvable. Claro que esto no tiene solución, lo mires como lo mires.
Alcanza el largo y afilado lápiz de encima del mostrador y se lo queda contemplando. El lápiz parece una extensión de sí mismo.
—Esto quería confesártelo lo antes posible. Quería que lo oyeras directamente de mis labios antes de que te lo dijera otra persona. Así que hoy…, en fin, ésta ha sido una buena ocasión. Claro que no puede decirse que haya resultado muy agradable, ¿no?
Asiento.
—Pero, tal como puedes ver, también soy un ser humano y también me he sentido discriminado en diversas ocasiones —explica Ôshima—. Y sólo una persona que haya sido discriminada sabe lo que eso representa y lo profundamente que hiere. La herida es diferente en cada persona y en cada persona deja una huella distinta. Así que a mí nadie me gana en lo que se refiere a pedir justicia o equidad. Sólo que ya estoy más que harto de la gente sin imaginación. De ese tipo de gente que T. S. Eliot llama «hombres huecos».[24] Personas que suplen su falta de imaginación, esa parte vacía, con filfa insensible y que van por el mundo sin percatarse de ello. Personas que intentan imponer a la fuerza a los demás esa insensibilidad soltando, una tras otra, palabras huecas. Personas, en definitiva, como esa pareja de antes. —Ôshima suspira y hace girar entre sus dedos el largo lápiz—. Sean gays, lesbianas, heterosexuales, feministas, cerdos fascistas, comunistas, Hare Krishnas. A mí tanto me da. A mí no me importa la bandera que enarbolen. Lo que yo no puedo soportar es a esos tipos huecos. Y cuando se me pone uno delante no me puedo aguantar. Acabo soltando más cosas de la cuenta. Antes, por ejemplo, hubiera podido dejar que hablasen. O llamar a la señora Saeki y permitir que ella se encargara del asunto. Ella lo hubiera solucionado con cuatro sonrisas. Pero yo soy incapaz de hacerlo. Acabo diciendo cosas que no debería decir, haciendo cosas que no debería hacer. No puedo controlarme. Ése es mi punto débil. ¿Y sabes por qué?
—¿Porque si te tomaras en serio a cada una de las personas sin imaginación que se te pusieran delante no darías abasto? —pregunto.
—Exacto —dice Ôshima. Y con la goma del lápiz se aprieta suavemente la sien—. En realidad, es eso. Pero quiero que recuerdes una cosa, Kafka Tamura. Y es que los que mataron al novio de adolescencia de la señora Saeki no fueron otros que esa clase de sujetos. Sujetos estrechos de miras, intolerantes y sin imaginación. Tesis desconectadas de la realidad, terminología vacía, ideales usurpados, sistemas inflexibles. Son estas cosas las que a mí, realmente, me dan miedo. Son estas cosas las que yo temo y odio con todo mi corazón. Es importante saber qué es correcto y qué no lo es, por supuesto. Sin embargo, los errores de juicio personales pueden corregirse en la mayoría de los casos. Si uno tiene la valentía de reconocer su error, las cosas, generalmente, se pueden arreglar. Pero la estrechez de miras y la intolerancia de la gente sin imaginación son igual que parásitos. Provocan cambios en el cuerpo que les acoge y, mudando de forma, se reproducen hasta el infinito. Y eso no hay manera de detenerlo. Y yo, semejantes sujetos, no quiero que entren aquí. —Ôshima señala las estanterías con la punta del lápiz. Se refería, por supuesto, a la totalidad de la biblioteca—. Yo no puedo tomarme a risa a gente como ésa.