9
Al recobrar el sentido me encuentro rodeado de una vegetación espesa. Yazco sobre el suelo húmedo, como un leño. Los alrededores están sumidos en las tinieblas, no veo nada.
Con la cabeza todavía recostada en unos arbustos que me pinchan respiro profundamente. El aire huele a plantas nocturnas. Huele a tierra. También percibo un vago olor a excrementos de perro. Entre las ramas de los árboles asoma el cielo nocturno. No se ven la luna ni las estrellas, pero el cielo muestra una claridad extraña. Las nubes que cubren el cielo hacen de pantalla, y en ella se reflejan las luces de la Tierra. Oigo la sirena de una ambulancia. Se acerca un poco, luego se aleja. Al aguzar el oído percibo también el roce de los neumáticos de los coches yendo y viniendo por la calzada. Por lo visto me encuentro en un rincón de una gran ciudad.
Intento recomponerme a mí mismo. Para conseguirlo tendré que ir de aquí para allá buscando los fragmentos de mi ser. Como si fuera reuniendo pacientemente, una tras otra, las piezas desordenadas de un puzzle. «No es la primera vez que me ocurre», pienso. En el pasado, en algún otro lugar, ya he experimentado esta sensación. ¿Cuándo fue? Vuelvo atrás en mis recuerdos. Pero el frágil hilo se rompe enseguida. Cierro los ojos y dejo transcurrir el tiempo.
El tiempo pasa. De pronto, me acuerdo de mi mochila. Me asalta una sensación de pánico. «¡La mochila! ¿Dónde está mi mochila?». Mi mochila contiene todo cuanto soy ahora. No puedo perderla. Pero me encuentro sumergido en las tinieblas, no veo nada. Intento incorporarme, pero no tengo fuerza en la punta de los dedos.
Levanto con gran esfuerzo la mano izquierda. (¿Por qué se habrá vuelto tan pesado mi brazo izquierdo?). Me acerco el reloj a la cara. Me froto los ojos. Los dígitos señalan las 11:26. Las 11:26 de la noche. Del día 28 de mayo. Mentalmente, vuelvo la página de mi diario. 28 de mayo… Sigue siendo el mismo día. No llevo desvanecido aquí siglos. A lo sumo debe de hacer unas horas que la conciencia ha abandonado mi cuerpo. Tal vez unas cuatro horas.
Veintiocho de mayo… En este día se ha repetido lo mismo de siempre y de la misma forma. No ha ocurrido nada especial. Hoy he ido al gimnasio y, después, a la Biblioteca Conmemorativa Kômura. He hecho los mismos ejercicios con los aparatos de siempre y he leído a Natsume Sôseki sentado en el sofá de siempre. Luego, al anochecer, he cenado en el local de delante de la estación. Creo que he comido pescado. Salmón. Dos raciones de arroz. He tomado misoshiru[13] y ensalada. Y después… Lo que ha sucedido a continuación ya no lo recuerdo.
Siento un dolor sordo en el hombro izquierdo. Junto con la percepción sensorial, el dolor ha vuelto a mi cuerpo. Es el mismo dolor que cuando chocas con fuerza contra algo. Me acaricio la zona por encima de la camisa con la mano derecha. Al parecer no hay herida, tampoco está hinchado. ¿Habré tenido un accidente de tráfico? Pero mis ropas no están rasgadas y el dolor se circunscribe a un punto de la parte interior de mi hombro izquierdo. Tal vez sea sólo una contusión.
Envuelto por la maleza, me incorporo poco a poco, extiendo los brazos y tanteo durante unos instantes. Pero mis manos sólo alcanzan a tocar las ramas de los arbustos, duras y retorcidas como el corazón de un animal maltratado. Mi mochila ha desaparecido. Me registro los bolsillos. El billetero está. Dentro hay dinero, junto con la tarjeta magnética del hotel, tarjetas de teléfono. Y además, un monedero, un pañuelo, un bolígrafo. A tientas yo diría que no falta nada. Llevo unos chinos de color crema, una camiseta blanca de cuello de pico y, encima, una camisa tejana de manga larga. Y una chaqueta azul marino. Mi gorra ha desaparecido. Era una gorra de béisbol con el logo de los New York Yankees. Al salir del hotel la llevaba. Y ahora no. La habré perdido o me la habré dejado en alguna parte. En fin. No importa. Total, gorras como ésa las hay en cualquier tienda.
Al fin encuentro la mochila. Estaba apoyada contra el tronco de un pino. ¿Por qué la habré dejado ahí y me habré introducido en la maleza hasta desplomarme dentro? Por cierto, ¿dónde estoy? Mi memoria se ha congelado. Pero lo fundamental es que haya recuperado la mochila. Saco una pequeña linterna del bolsillo de ésta y compruebo de una ojeada lo que hay dentro. Parece que no falta nada. El sobre con el dinero permanece en su sitio. Suspiro aliviado.
Me echo la mochila a la espalda y, pasando por encima de la maleza o abriéndome camino a través de ella, salgo a un espacio abierto. Encuentro un sendero estrecho. Sigo este camino alumbrándome con la linterna hasta que veo una luz y salgo a lo que parece ser el recinto de un santuario sintoísta. He perdido el sentido en un pequeño bosque que se encuentra detrás del pabellón principal de un santuario sintoísta.
Es un santuario bastante grande. En el interior del recinto hay una única y alta lámpara de vapor de mercurio que arroja su fría luz sobre el pabellón principal, las ema[14] y el cepillo de las limosnas. Mi sombra se extiende fantasmagóricamente alargada sobre la grava. Encuentro el letrero con el nombre del santuario y lo memorizo. No hay un alma. Un poco más adelante doy con los lavabos y entro. Están bastante limpios. Me descargo la mochila del hombro y me lavo la cara con agua del grifo. Luego observo mi rostro reflejado en el espejo poco nítido del lavabo. Hasta cierto punto era consciente de ello, pero el aspecto de mi cara es horrible. Pálido, las mejillas hundidas, pegotes de barro en la nuca. El pelo alborotado en todas direcciones.
Y me doy cuenta de que tengo algo negruzco adherido a la pechera de mi camiseta blanca. Y ese algo tiene la forma de una gran mariposa con las alas extendidas. Primero intento sacudirlo con la mano. Pero no se va. Al tacto lo noto extrañamente pegajoso. Para recobrar la calma, me quito muy despacio la chaqueta y me saco la camiseta por la cabeza. Y a la mortecina luz del fluorescente descubro que se trata de sangre ennegrecida. La sangre está fresca, todavía no se ha secado. Hay mucha. Me la acerco a la nariz, no huele a nada. También hay salpicaduras en la camisa tejana que llevaba encima de la camiseta, pero son pocas y, como el color de base es azul oscuro, apenas se notan. Sin embargo, la sangre que mancha la camiseta se ve terriblemente vívida y brillante.
La pongo bajo el grifo. La sangre se mezcla con el agua y la porcelana blanca del lavabo se tiñe de rojo. Sin embargo, por mucho que las frote con energía, las manchas de sangre no desaparecen así como así. Estoy a punto de arrojar la camiseta a un cubo de basura que hay por allí cerca, pero me lo pienso mejor y no lo hago. Aunque la acabe tirando, es mejor que lo haga en otro lugar. Escurro bien la camiseta, la meto en la bolsa de plástico de la colada y la embuto en el fondo de la mochila. Me humedezco el pelo con agua y me lo peino. Saco jabón del neceser y me lavo las manos. Las manos aún me tiemblan un poco. Pero me las lavo con cuidado, también entre los dedos, invirtiendo tiempo. Incluso tengo sangre en las uñas. Con una toalla húmeda me quito la sangre que, a través de la camiseta, me ha manchado el pecho. Luego me pongo la camisa, me la abotono hasta el cuello, me meto los faldones dentro del pantalón. Tengo que adecentar un poco mi aspecto para no llamar la atención de la gente.
Pero estoy aterrado. Los dientes me castañetean sin parar. Por mucho que lo intente, no puedo impedirlo. Extiendo los dedos de ambas manos y me quedo contemplándolos. Las manos me tiemblan un poco. No las siento como mías. Parecen un par de seres vivos independientes. Y las palmas me escuecen de forma terrible. Como si hubiera agarrado un hierro candente.
Apoyo ambas manos en el extremo del lavabo, descargo en él mi cuerpo y pego con fuerza la cara al espejo. Siento ganas de llorar. Pero, aunque llore, nadie vendrá a ayudarme. Nadie…
¡Vaya! ¿Dónde diablos te has puesto así de sangre? ¿Qué diablos has hecho? Tú no te acuerdas de nada. No tienes ninguna herida. Aparte de ese rasguño en el hombro izquierdo no te duele nada. O sea, que esta sangre no es tuya. Esta sangre la ha derramado otro ser humano. De todos modos, no puedes quedarte aquí para siempre. Si una patrulla de la policía te encuentra aquí ensangrentado, se habrá acabado la historia. Por otra parte, quítate de la cabeza la idea de volver derechito al hotel. Porque tal vez allí te esté esperando alguien. Todas las precauciones son pocas. Quizá tú te hayas visto involucrado sin querer en un crimen. O sea, que no es imposible que te hayas convertido en un criminal.
Por suerte tienes el equipaje a mano. Fueras adonde fueras, siempre llevabas encima, por precaución, esta pesada mochila que es todo tu capital. Y esto te ha servido. Has hecho lo correcto. Así que no te preocupes. No hay nada que temer. Saldrás adelante. Porque tú eres el chico de quince años más fuerte del mundo, ¿no es así? Confía en ti mismo. Acompasa la respiración y pon tu cerebro a trabajar. Si lo haces, seguro que todo irá bien. Sólo tienes que ser muy prudente. En algún sitio se ha derramado la sangre de alguien. Porque esto es sangre auténtica. Y hay muchísima sangre. Y quizás alguien esté removiendo cielo y tierra con tal de encontrarte.
Total, que es mejor que hagas algo. Y sólo hay una cosa que puedes hacer. Sólo hay un lugar adonde puedes ir. Y de qué lugar se trata, esto también tienes que saberlo tú.
Aspiro una gran bocanada de aire, acompaso mi respiración. Me cargo la mochila a la espalda y salgo del lavabo. Camino bajo la luz de la lámpara de vapor de mercurio pisando la grava que cruje a mi paso. Mientras ando me pongo a pensar con todas mis fuerzas. Aprieto el interruptor y doy vueltas a la manivela, intento que arranquen mis pensamientos. Pero no funciona. La carga de la batería está demasiado baja para que el motor se ponga en marcha. Necesito un lugar cálido y seguro. Y refugiarme allí durante un tiempo para recobrar fuerzas. ¿Pero dónde? El único que se me ocurre es la Biblioteca Kômura. Pero la biblioteca no abre hasta las once de la mañana y debo pasar el montón de horas que faltan hasta entonces en algún otro lugar.
Aparte de la biblioteca sólo hay un lugar adonde pueda dirigirme. Me siento en un rincón escondido, saco el teléfono móvil del bolsillo de la mochila. Y miro si todavía funciona. Extraigo de la cartera el número de teléfono de Sakura y empiezo a apretar las teclas. Los dedos todavía me tiemblan, me equivoco innumerables veces hasta lograr marcar aquel largo número hasta el final. Por fortuna no me sale el buzón de voz. Después de doce timbrazos, Sakura se pone. Pronuncio mi nombre.
—Kafka Tamura —me dice con voz malhumorada—. ¿Sabes qué hora es? Yo mañana me levanto temprano.
—Ya sé que no son horas de llamar —digo. Noto que mi voz está terriblemente tensa—. Pero no me quedaba otro remedio. Estoy en un aprieto horroroso y no tengo a nadie más.
Al otro lado del teléfono se produce un silencio. Ella parece estar interpretando el timbre de mi voz, calibrando su peso.
—¿Se trata de algo serio?
—No lo sé, pero es posible que sí. Necesito que me ayudes. Sólo será esta vez. Intentaré molestarte lo menos posible.
Ella piensa unos instantes. No es que dude. Sólo está pensando.
—¿Y dónde te encuentras ahora?
Le digo el nombre del santuario sintoísta. Ella no lo conoce.
—¿Está dentro de la ciudad de Takamatsu?
—No estoy seguro, pero es posible que sí.
—¡Vamos! No me digas que no sabes dónde te encuentras —dice ella con voz de pasmo.
—Es una historia muy larga.
Ella suspira.
—Coge un taxi por ahí cerca y ve hasta la esquina de la segunda manzana del barrio**. Allí verás un Lawson. Una de esas tiendas que no cierran nunca. Hay un letrero muy grande, lo verás enseguida. ¿Tienes dinero para el taxi?
—Sí —le digo.
—Perfecto —dice ella. Y cuelga.
Paso por debajo del torii,[15] salgo a una calle ancha y busco un taxi. Enseguida se me acerca uno y se detiene.
—¿Conoce un Lawson que hay en la segunda manzana del barrio**? —le pregunto al taxista.
El taxista lo conoce muy bien.
—¿Queda lejos?
—No, no mucho. No creo que llegue siquiera a los mil yenes.
El taxi se detiene frente al Lawson y yo pago con manos temblorosas. Luego cargo con la mochila a la espalda y entro en la tienda. Como he llegado antes de lo que esperaba, Sakura todavía no ha aparecido. Me compro un tetrabrik pequeño de leche, la caliento en el microondas y me la bebo despacio. La leche caliente me atraviesa la garganta, se desliza hacia el estómago y esa sensación serena un poco mi espíritu. Al entrar, el dependiente que vigila posibles hurtos me ha mirado la mochila de reojo, pero luego ha dejado de prestarme atención. Simulo estar eligiendo una revista de las que hay alineadas junto a los ventanales y proyecto mi imagen en el cristal. Aún tengo el pelo alborotado, pero las manchas de la camisa apenas se ven. Y si alguien se fijara en ellas, pensaría que se trata de suciedad. Lo único que falta es que cese el temblor.
A los diez minutos más o menos aparece Sakura. Ya es casi la una de la madrugada. Lleva una sudadera lisa de color gris y unos tejanos desteñidos. El pelo lo lleva recogido en la nuca y se cubre la cabeza con una gorra azul marino New Balance. En cuanto veo su cara, los dientes dejan de castañetearme del todo. Ella se me acerca y me escruta con ojos de estar examinando la dentadura de un perro. Exhala algo parecido a un suspiro que no llega a materializarse en palabras. Luego me da dos suaves golpecitos en la cintura y me dice: «Ven».
Su casa está dos bloques más allá del Lawson. En un pequeño y modesto edificio de dos pisos. Sube las escaleras, se saca una llave del bolsillo y abre la puerta contrachapada de color verde. Un apartamento de dos habitaciones, cocina pequeña y baño. Las paredes son delgadas, el suelo rechina de forma aparatosa, la luz natural que debe de entrar durante el día probablemente no sea más que los intensos rayos del sol de la tarde. Cuando corre el agua de la cisterna del váter en cualquier piso, las estanterías de los otros pisos vibran con un poco de ruido. Pero aquí por lo menos late la vida cotidiana de personas de carne y hueso. Los platos apilados en el fregadero, una botella de plástico vacía, una revista a medio leer, un tulipán mustio en una maceta, una lista de la compra pegada con cinta adhesiva a la nevera, unas medias colgando del respaldo de una silla, un periódico encima de la mesa abierto por la página de la programación televisiva, un cenicero y una cajetilla larga y estrecha de Virginia Slims, varias colillas. Ese panorama, extrañamente, me tranquiliza.
—Este piso es de una amiga —me explica—. Antes trabajaba conmigo en una peluquería en Tokio, pero el año pasado tuvo que volver a Takamatsu. Y ahora se ha ido un mes a la India y me ha pedido que, mientras tanto, viva yo aquí y le cuide la casa. Además, de pasada, la estoy sustituyendo en el trabajo en una peluquería. Es que yo pienso que de vez en cuando es bueno alejarse un tiempo de Tokio. Mi amiga es una chica muy New Age, y como resulta que se ha ido a la India, pues no tengo muy claro que se quede allí sólo un mes, la verdad.
Me hace sentar a la mesa. Saca unas latas de Pepsi-Cola de la nevera. Sin vaso. Normalmente no bebo refrescos de cola. Los encuentro demasiado dulces y son malos para los dientes. Pero tengo tanta sed que me bebo una lata entera.
—¿Tienes hambre? Sólo hay unos Cup Noodle, si te basta con eso.
Le digo que no estoy hambriento.
—Oye, tienes una cara espantosa. ¿Lo sabías?
Asiento.
—¿Y qué diablos te ha sucedido?
—Ni yo mismo lo sé.
—Ni siquiera tú lo sabes. Tampoco sabías dónde estabas. Es largo de explicar… —va enumerando Sakura como si quisiera comprobar los hechos—. En fin, que estás en un aprieto.
—En un gran aprieto —digo. Desearía hacerle entender la gravedad de mi situación.
Durante unos instantes reina el silencio. Mientras tanto, ella me mira con el entrecejo fruncido.
—Oye, tú no tienes parientes en Takamatsu, ¿verdad? Tú te has escapado de casa.
Asiento.
—Cuando tenía tu edad, yo también me escapé una vez. Así que entiendo muy bien cómo te sientes. Por eso, al despedirnos, te di mi número de móvil. Pensé que a lo mejor te serviría.
—Gracias —digo.
—Yo vivía en Ichikawa, en la prefectura de Chiba. Me llevaba fatal con mis padres y odiaba la escuela, así que les robé dinero y me fui lejos. Tenía dieciséis años. Llegué hasta cerca de Abashiri. Me dirigí a una granja que vi por allí y les pedí que me dieran trabajo. Les dije que haría cualquier cosa, que trabajaría duro. Y que no tenían por qué pagarme, que me bastaba con la comida y con un sitio para dormir en el altillo, debajo del tejado. La señora de la casa fue muy amable, me invitó a un té, me dijo que esperara un momento. Y ahí estaba yo, esperando, cuando llegó un coche de policía y me enviaron de vuelta a casa. Al parecer, no era la primera vez que les pasaba. Y entonces yo reflexioné. «Cualquier cosa vale», me dije, «pero tengo que espabilarme para poder encontrar un trabajo vaya a donde vaya». Así que dejé el instituto, entré en una escuela de formación profesional y me hice peluquera. —Sakura sonríe alargando los labios simétricamente de derecha a izquierda—. ¿No te parece una manera muy sana de pensar?
Le doy la razón.
—¿Qué? ¿Me lo explicas todo desde el principio? —pregunta y saca un cigarrillo de la cajetilla de Virginia Slims y le prende fuego con una cerilla—. Total, esta noche no parece que vaya a poder dormir bien. Así que escucharé tu historia.
Se la explico desde el principio. Desde que salí de casa. Pero, por supuesto, me callo lo de la profecía. Esto es algo que no puedo contarle a nadie.