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EL DESPIADADO PAÍS DE LAS MARAVILLAS

Cortaúñas. Salsa de mantequilla. Jarrón de metal

Detuve el coche frente a la biblioteca a las cinco y veinte minutos. Como aún faltaba un rato para la hora de la cita, me apeé del coche y di una vuelta por las calles lavadas por la lluvia. Para matar el tiempo, entré en una cafetería y me tomé un café mientras veía un partido de golf, y jugué a un videojuego en un salón recreativo. El juego consistía en ir abatiendo a cañonazos una unidad de tanques que atravesaba un río para atacar mi posición. Al principio, yo llevaba ventaja, pero, a medida que el juego avanzaba, el número de tanques enemigos fue multiplicándose como una manada de lemmings hasta que, finalmente, arrasaron mi posición. En aquel instante, una luz blanca incandescente como una explosión atómica llenó la pantalla. Y aparecieron las letras GAME OVER - INSERT COIN. Siguiendo las instrucciones, introduje otra moneda de cien yenes en la ranura. Entonces sonó una musiquilla y mi posición reapareció, intacta, en la pantalla. Era un combate destinado a la derrota. Si yo no perdiera, el juego jamás acabaría, y un juego que no tiene fin carece de sentido. El salón recreativo tendría dificultades, y yo también. Poco después, mi posición fue arrasada de nuevo y la luz incandescente volvió a inundar la pantalla. Y aparecieron las letras GAME OVER - INSERT COIN.

Al lado del salón recreativo había una ferretería. En el escaparate, había expuestos diversos utensilios de forma muy vistosa. Junto a un juego de llaves inglesas y destornilladores, se veían un martillo y un destornillador eléctricos. También había un juego portátil de herramientas de fabricación alemana en un estuche de piel. El estuche era tan pequeño como un monedero, pero contenía, apretadamente dispuestos, desde un cúter pequeño hasta un martillo y un electroscopio. A su lado había un juego de treinta escoplos. Como jamás se me había pasado por la cabeza que pudiera existir tal variedad de cuchillas de escoplo, me quedé boquiabierto al ver aquel juego de treinta escoplos. Cada una de las treinta hojas era ligeramente distinta a las demás y, entre ellas, algunas tenían una forma tan extraña que no podía imaginar para qué servirían. En contraste con el bullicio del salón recreativo, la ferretería estaba silenciosa como la parte oculta de un iceberg. Tras el mostrador del sombrío fondo de la tienda, había sentado un hombre de mediana edad, de pelo ralo, con gafas, desmontando algo con un destornillador.

Obedeciendo a un impulso, entré en la tienda y empecé a buscar un cortaúñas. Descubrí los cortaúñas al lado de los artículos para afeitado, cuidadosamente alineados como un muestrario de insectos. Había uno de forma tan insólita que no logré adivinar cómo se utilizaba. Me decidí por éste y lo llevé al mostrador. Era un trozo plano de acero inoxidable de unos cinco centímetros de largo: no tenía ni idea de dónde tenía que apretar ni cómo manipularlo para cortarme las uñas.

Cuando llegué ante el mostrador, el dueño dejó el destornillador y la batidora que estaba desmontando y me mostró cómo funcionaba.

—Mire, fíjese bien. ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! Y ya tiene un cortaúñas.

—Ya veo —dije. Efectivamente, se había convertido en un cortaúñas magnífico. Lo devolvió a su forma original y me lo tendió. Imité sus gestos y lo convertí de nuevo en un cortaúñas.

—Es un artículo de primera calidad —dijo como si me revelara un secreto—. Es de la casa Henkel, le durará toda la vida. Es muy práctico para ir de viaje. No se oxida, la hoja es fuerte. Incluso podría cortarle las uñas al perro.

Me costó dos mil ochocientos yenes. Iba metido en un pequeño estuche negro de piel. Tras devolverme el cambio, el dueño siguió desmontando la batidora. Había un montón de tornillos, clasificados por tamaños, en unos pulcros platitos de color blanco. Allí colocados, los tornillos negros parecían realmente felices.

Tras comprar el cortaúñas, volví al coche y la esperé escuchando los Conciertos de Brandemburgo. Di vueltas a la idea de por qué los tornillos parecían tan felices dentro de los platitos. Quizá fuese porque habían dejado de formar parte de la batidora y habían recobrado su independencia como tornillos. O quizá fuese porque consideraban que, con aquellos platitos blancos, les había tocado en suerte un lugar magnífico. En todo caso, era muy agradable contemplar la felicidad ajena.

Me saqué el cortaúñas del bolsillo de la chaqueta, lo desplegué, me corté la puntita de una uña para probarlo, lo devolví a su posición original y lo guardé dentro del estuche. Al cortar, producía una sensación agradable. Las ferreterías se parecen a acuarios desiertos.

Al aproximarse las seis, la hora de cierre de la biblioteca, salió mucha gente del vestíbulo, en su mayoría estudiantes de bachillerato que debían de haber estado estudiando en la sala de lectura. De la mano de casi todos ellos colgaba una bolsa de deporte de plástico igual que la mía. Pensándolo bien, los estudiantes de bachillerato tienen un no sé qué de artificial. A todos les sobra o les falta algo. Claro que es muy posible que ellos me encuentren mucho menos natural a mí. Así es el mundo. La gente le llama a esto conflicto generacional.

Mezclados con los estudiantes, salían algunos ancianos. Los ancianos suelen pasar la tarde del domingo en la sala de prensa leyendo revistas o cuatro periódicos distintos. Acumulan conocimientos como los elefantes y vuelven a sus casas, donde les aguarda la cena. Los ancianos no ofrecían una impresión tan artificial como los estudiantes.

Cuando se hubieron ido todos, sonó una sirena en algún lugar. Eran las seis de la tarde. Al oír la sirena, noté el estómago vacío por primera vez en días. Pensándolo bien, desde la mañana sólo había comido medio emparedado de huevos con jamón, un pastelillo y unas ostras, y la víspera apenas había comido nada. La sensación de hambre es como un enorme agujero. Como aquellos hondos y oscuros agujeros que había visto en el subterráneo, donde no se oía nada cuando arrojabas una piedra en su interior. Abatí el asiento y me quedé pensando en comida con los ojos clavados en el techo bajo del coche. Por mi imaginación fue desfilando todo tipo de platos. Incluso pensé en los tornillos depositados en los platitos blancos. Recubiertos con salsa bechamel y acompañados de berros, seguro que no estaban mal.

La chica de consultas salió de la biblioteca a las seis y cuarto.

—¿Es tuyo el coche? —preguntó.

—No, es alquilado —dije—. ¿No me va?

—No mucho. No sé, pero me da la impresión de que es para gente más joven.

—Es el único que quedaba en la agencia. No lo he cogido por gusto. La verdad es que me da igual uno que otro.

—Hum… —musitó, dando una vuelta alrededor del coche como si lo estuviera tasando. Subió por el lado opuesto y se sentó. Y examinó detenidamente el interior, abrió el cenicero, atisbo dentro de la guantera.

—Son los Conciertos de Brandemburgo, ¿verdad?

—¿Te gustan?

—Muchísimo. Siempre los estoy escuchando. Creo que la mejor versión es la de Karl Richter. Esta grabación es bastante nueva, ¿verdad? ¿De quién es?

—De Trevor Pinnock.

—¿Te gusta Pinnock?

—No especialmente —dije—. He comprado el primero que he visto. Pero no está mal.

—¿Has oído la versión de los Conciertos de Brandemburgo dirigidos por Pau Casals?

—No.

—Pues tienes que escucharla. No es muy ortodoxa, pero es fabulosa.

—La escucharé —prometí, pero ignoraba si dispondría de tiempo. Sólo me quedaban dieciocho horas y, además, tenía que dormir un poco. Por más que mi vida se acabase, no podía pasarme toda la noche en vela.

—¿Qué te apetece comer? —le pregunté.

—¿Qué te parece comida italiana?

—Muy bien.

—Podríamos ir a un sitio que conozco —dijo—. Está bastante cerca y los ingredientes son fresquísimos.

—Tengo hambre. Tanta hambre —añadí— que me comería unos tornillos.

—Yo también. Oye, ¡qué camisa tan bonita!

—Gracias —dije.

El restaurante quedaba a quince minutos en coche. Tras avanzar lentamente por el tortuoso camino de una zona residencial esquivando personas y bicicletas, de pronto, a media cuesta, vi el restaurante italiano. Se trataba de una casa de madera blanca de tipo occidental convertida en restaurante, y el cartel era pequeño. A cualquiera se le pasaría por alto que allí había un restaurante. Alrededor había casas rodeadas de altas tapias, de las que sobresalían unos cipreses del Himalaya y unos pinos que perfilaban sus negras siluetas en el cielo del crepúsculo.

—Nunca habría adivinado que hubiese un restaurante por aquí —dije mientras entraba en el aparcamiento del restaurante.

No era muy grande: tenía sólo tres mesas y cuatro asientos en la barra. Un camarero con delantal nos condujo a la mesa del fondo. Desde la ventana que había junto a la mesa se veían las ramas de un ciruelo.

—¿Te parece bien tomar vino? —dijo ella.

—Elígelo tú —contesté. De vinos no entiendo tanto como de cerveza.

Mientras ella conferenciaba sobre vinos con el camarero, yo contemplé el ciruelo del jardín. Me producía una extraña sensación encontrar un ciruelo en el jardín de un restaurante italiano, pero, después de todo, tal vez no fuese tan extraño. Quizá en Italia también hubiese ciruelos. En Francia había nutrias. Tras decidir el vino, abrimos la carta y deliberamos sobre nuestra estrategia gastronómica. Tardamos bastante en elegir. Como entremeses, pedimos para picar ensalada de gambas con salsa de fresas, ostras vivas, mousse de hígado a la italiana, calamares en su tinta, berenjenas fritas al queso y wakasagi marinado; de pasta, yo elegí tagliatelle caseros, y ella, espaguetis con albahaca.

—Aparte de eso, ¿nos partimos los macarrones aliñados con salsa de pescado? —dijo ella.

—Muy bien —dije.

—¿Qué pescado nos recomiendas hoy? —le preguntó al camarero.

—Hay una lubina muy fresca —dijo el camarero—. ¿Qué les parecería cocida al vapor con almendras?

—Yo la probaré —dijo ella.

—Yo también —dije—. Y, además, ensalada de espinacas y risotto con champiñones.

—Y yo verdura y risotto con tomate —dijo ella.

—El risotto es muy abundante —dijo el camarero, preocupado.

—No se preocupe. Yo apenas he comido desde ayer por la mañana y ella tiene dilatación gástrica —dije.

—Parezco un agujero negro —agregó ella.

—Tomo nota del risotto —dijo el camarero.

—Y, de postre, un sorbete de uva, un soufflé de limón y, luego, un café espresso —dijo ella.

—Y yo, lo mismo —dije.

Cuando el camarero se fue, tras tomarse su tiempo para anotar aplicadamente el pedido, ella me miró sonriente.

—No habrás pedido tanta comida para acompañarme, ¿verdad?

—No. Estoy hambriento, de verdad —dije—. Hace tiempo que no tenía tanta hambre.

—Perfecto —dijo ella—. Yo no me fío de las personas que comen poco. Me da la impresión de que luego se llenan el estómago en otra parte. ¿Qué opinas?

—No lo sé —dije. No lo sabía.

—«No lo sé» es tu expresión favorita, ¿verdad?

—Quizá.

—Y «quizá» es otra de ellas.

Me había quedado sin palabras, de modo que asentí en silencio.

—¿Y por qué? ¿Por qué todas tus ideas son tan ambiguas?

«No lo sé», «quizá», murmuraba para mis adentros cuando el camarero se acercó, abrió la botella de vino y nos lo sirvió ceremoniosamente en las copas con ademanes que recordaban los de un médico, adjunto al Palacio Imperial, especialista en coaptación y en trance de tratar una luxación del príncipe heredero.

—«No es culpa mía» es la expresión favorita del protagonista de El extranjero, ¿verdad? ¿Cómo se llamaba? A ver…

—Meursault —dije.

—Eso es. Meursault —repitió ella—. Leí la novela en el instituto. Pero los estudiantes de ahora ya no leen El extranjero. Hicimos una encuesta en la biblioteca. ¿Cómo se llamaba ese escritor que te gustaba?

—Turguéniev.

—Eso. Turguéniev no es un gran escritor. Además, está pasado de moda.

—Quizá —dije—. Pero a mí me gusta. También me gustan Flaubert y Thomas Hardy.

—¿No lees nunca a autores contemporáneos?

—Sí. Leo a Somerset Maugham de vez en cuando.

—No creo que haya mucha gente que considere a Somerset Maugham un novelista contemporáneo, pero en fin… —dijo ella inclinando la copa de vino—. Viene a ser lo mismo que no encontrar los discos de Benny Goodman en los jukebox.

—Pero es un autor interesante. He leído El filo de la navaja tres veces. No es una gran novela, pero se puede leer. Mejor eso que lo contrario.

—Hum… —musitó ella—. Por cierto, esta camisa de color naranja te sienta muy bien.

—Muchas gracias —dije—. Tu vestido tampoco está mal.

—Gracias —dijo. Era un vestido de terciopelo azul marino con un pequeño cuello de encaje blanco. Alrededor del cuello llevaba dos finos collares de plata.

—Después de que me llamaras, fui a casa a cambiarme de ropa. Es muy práctico vivir cerca del lugar de trabajo.

—Ya veo —dije. Ya veía.

En algún momento, nos habían traído los entremeses, de modo que durante un rato comimos en silencio. Era una comida ligera, nada sofisticada, sin presunciones. Los ingredientes eran muy frescos. Las ostras estaban firmemente cerradas y olían mucho a mar, como si acabasen de salir de él.

—¿Ya has solucionado el asunto de los unicornios? —me preguntó mientras desprendía una ostra de su concha con el tenedor.

—Más o menos —dije, y me limpié con la servilleta la tinta de los calamares de la comisura de los labios—. De momento, ya está arreglado.

—¿Y dónde estaba el unicornio?

—Pues aquí —dije señalándome la frente con la punta del dedo—. El unicornio vive dentro de mi cabeza. De hecho, hay una manada entera.

—¿Lo dices en un sentido simbólico?

—No. De simbólico tiene muy poco. Viven dentro de mi cabeza de verdad. Hay una persona que lo ha descubierto.

—¡Qué interesante! Quiero escucharlo. ¡Cuéntamelo!

—No es tan interesante, no creas —dije, y le pasé el plato de berenjenas. Ella, a cambio, me pasó el de wakasagi.

—Es igual. Tengo ganas de que me lo cuentes. Muchas ganas.

—En lo más profundo de la conciencia, todos tenemos una especie de núcleo, inaccesible para nosotros mismos. En mi caso, es una ciudad. La cruza un río y está rodeada por una alta muralla de ladrillo. Los habitantes de la ciudad no pueden vivir fuera. Sólo pueden salir los unicornios. Los unicornios absorben, como si fueran papel secante, los egos de los habitantes de la ciudad y los conducen al otro lado de la muralla. Por eso en la ciudad no hay egos. Y yo vivo en esa ciudad. Esto es todo. Yo no la he visto con mis propios ojos, así que no puedo contarte nada más.

—Es una historia muy original —dijo ella.

Después de explicárselo, caí en la cuenta de que el anciano no me había hablado de ningún río. Al parecer, aquel mundo iba atrayéndome poco a poco hacia sí.

—Pero yo no lo he inventado conscientemente —dije.

—Aunque sea de modo inconsciente, es obra tuya, ¿no?

—Eso parece —dije.

—Ese wakasagi no está mal, ¿verdad?

—No está mal, no.

—Pero eso que cuentas se parece a aquella historia de los unicornios de Rusia que te leí, ¿recuerdas? —dijo cortando una berenjena por la mitad con el cuchillo—. Los unicornios de Ucrania también vivían en un lugar parecido.

—Pues sí, se parece —dije.

—Quizá haya alguna relación.

—¡Ah, sí! —dije, metiéndome la mano en el bolsillo—. Te he traído un regalo.

—¡Me encantan los regalos! —exclamó ella.

Me saqué el cortaúñas del bolsillo y se lo di. Ella lo sacó del estuche y se lo quedó mirando con extrañeza.

—¿Qué es esto?

—Déjamelo —dije, y tomé el cortaúñas de sus manos—. Fíjate bien. ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!

—¿Un cortaúñas?

—Exacto. Es muy práctico para ir de viaje. Si quieres dejarlo como estaba, tienes que hacer lo mismo pero al revés. Mira.

Volví a dejar el cortaúñas convertido en un trozo de acero y se lo devolví. Ella lo montó y volvió a dejarlo en su forma original.

—Es muy curioso. Muchas gracias —dijo—. ¿Tienes la costumbre de regalarles cortaúñas a las chicas?

—No, es la primera vez. Es que, hace un rato, he visto una ferretería y me han entrado ganas de comprar algo. Y un juego de escoplos era demasiado grande, la verdad.

—El cortaúñas es perfecto. Gracias. Y como los cortaúñas nunca sabes adonde han ido a parar, lo llevaré siempre dentro del bolsillo interior del bolso.

Metió el cortaúñas en el estuche y lo guardó en el bolso.

Nos retiraron los platitos de los entremeses y trajeron la pasta. Aquella violenta sensación de hambre aún no se había aplacado. Los seis platos de los entremeses habían desaparecido sin dejar rastro en el vacío que se abría en mi cuerpo. En un tiempo relativamente breve, me eché al estómago una cantidad considerable de tagliatelle, y luego me comí media ración de macarrones aliñados con salsa de pescado. Al acabar, me dio la sensación de que empezaba a vislumbrar una tenue luz en la oscuridad.

Después esperamos a que nos trajeran la lubina bebiendo vino.

—Dime una cosa. Para dejar tu casa en aquel estado, ¿utilizaron alguna máquina especial? —preguntó sin apartar los labios del borde de la copa. Su voz vibró en su interior adquiriendo un timbre sordo—. ¿O lo hicieron varias personas juntas?

—Nada de máquinas. Bastó una sola persona.

—Debía de ser muy fuerte.

—Como una roca.

—¿Un conocido tuyo?

—No, era la primera vez que lo veía.

—Pues el piso estaba hecho un desastre. Parecía que hubiesen jugado un partido de rugby.

—Ya, ya.

—¿Tenía algo que ver con el asunto del unicornio?

—Por lo visto, sí.

—¿Y ya está solucionado todo?

—No. Al menos en lo que respecta a ellos, no.

—¿Y para ti, sí?

—Pues sí y no —contesté—. Como no tengo elección, podría decirse que ya está resuelto, pero como no soy yo quien ha tomado las decisiones, podría decirse que no lo está. Sea como sea, en todo este asunto nadie ha tenido en cuenta mi opinión. Imagínate a un ser humano jugando un partido de waterpolo con un equipo de focas. Pues igual.

—¿Y por eso mañana te vas lejos?

—Más o menos.

—Seguro que estás metido en algún lío. ¿Verdad que sí?

—Es un lío tan grande que ni yo acabo de entenderlo. El mundo se ha ido complicando más y más: la energía nuclear, la división del socialismo, el avance de la informática, la inseminación artificial, los satélites espías, los órganos artificiales, las lobotomías… Incluso los salpicaderos de los coches han cambiado tanto que no hay quien los entienda. Lo que me sucede a mí, para decirlo brevemente, es que me he visto mezclado en la guerra de la información. Vamos, que soy un eslabón hasta que los ordenadores empiecen a tener su propio yo. Un recurso provisional.

—¿Crees que los ordenadores poseerán algún día su propio yo?

—Es posible —dije—. De ser así, ellos mismos podrían codificar los datos y efectuar los cálculos. Y nadie podría robárselos.

El camarero vino y nos puso la lubina y el risotto delante.

—Confieso que me cuesta un poco entender todo eso —dijo ella mientras cortaba la lubina con el cuchillo del pescado—. La biblioteca es un lugar muy tranquilo, ¿sabes? Está lleno de libros, la gente viene a leerlos, y ya está. La información está abierta a todo el mundo, nadie se pelea.

—¡Ojalá yo trabajara en una biblioteca! —dije. Sí, en efecto. Debía haberme dedicado a eso.

Comimos la lubina, rebañamos el plato del risotto. Por fin empezaba a vislumbrarse el fondo del agujero del hambre.

—La lubina estaba deliciosa —comentó ella con aire satisfecho.

—Conozco un truco para preparar una buena salsa de mantequilla —dije—. Cortas fino un poco de ajo de ascalonia, lo mezclas con mantequilla de buena calidad y lo doras todo con mucho cuidado. Si no vas con cuidado, no tiene buen sabor.

—¿Te gusta cocinar?

—La cocina apenas ha evolucionado desde el siglo XIX. Al menos en lo que respecta a la buena comida. La frescura de los ingredientes, el tiempo y la dedicación, el sabor y la estética, esas cosas no evolucionan jamás.

—Aquí hacen un soufflé de limón buenísimo —dijo—. ¿Te cabe en el estómago?

—Por supuesto —dije. Soufflés, podría comerme cinco.

Ella se tomó el sorbete de uva, el soufflé y se bebió el espresso. Tenía razón: el soufflé era delicioso. Todos los postres deberían ser siempre tan buenos como aquél. El espresso era tan denso que podías cogerlo en la palma de la mano, y el gusto era redondo.

Cuando acabamos de arrojarlo todo dentro de nuestros respectivos agujeros, el cocinero se acercó a saludarnos. Le dijimos que estábamos muy satisfechos por la magnífica comida.

—Merece la pena cocinar para personas con tan buen apetito —dijo—. Ni siquiera en Italia hay muchas personas que coman tanto como ustedes.

—Muchas gracias —dije.

Cuando regresó a la cocina, llamamos al camarero y le pedimos dos espressos más.

—Eres la primera persona que conozco que es capaz de comer tanto como yo y quedarse tan tranquilo.

—Aún podría comer más —dije.

—En casa tengo pizza congelada y una botella de Chivas Regal.

—No está mal —dije.

Efectivamente, su casa estaba muy cerca de la biblioteca. Era una casita prefabricada, pero independiente. Tenía recibidor e incluso un jardincito donde apenas cabía una persona acostada. El jardincito no podía tener grandes esperanzas de ver alguna vez el sol, pero en un rincón había plantada una azalea. La casa incluso contaba con una segunda planta.

—La compré cuando estaba casada —dijo—. Devolví el préstamo con el dinero del seguro de vida de mi marido. La compramos con la intención de tener niños. Para una persona sola es demasiado grande.

—Sí, supongo que sí —dije mirando a mi alrededor desde el sofá del cuarto de estar.

Ella sacó una pizza del congelador, la metió en el horno y, después, trajo la botella de Chivas Regal, vasos y hielo a la mesita del cuarto de estar. Encendí el estéreo y fui poniendo varios casetes. Elegí a mi gusto cintas de Jackie McLean, Miles Davis, Wynton Kelly, música de ese estilo. Mientras se hacía la pizza, escuché Bags’ Groove y The Surrey with a Fringe on Top y bebí whisky. Ella abrió una botella de vino para ella.

—¿Te gusta el jazz antiguo? —inquirió.

—En la época del instituto, me pasaba el día escuchando este tipo de jazz en los cafés.

—¿No escuchas música moderna?

—Escucho de todo: Police, Duran Duran… Oigo la que todo el mundo me deja escuchar.

—Pero tú apenas los pones, ¿verdad?

—Es que no tengo necesidad —dije.

—Mi marido, que murió, siempre estaba escuchando esos discos antiguos.

—Se parecía a mí.

—Sí, un poco sí. Lo mataron de un golpe en un autobús. Con un jarrón de metal.

—¿Por qué?

—Le llamó la atención, recriminándolo, a un joven que estaba echándose laca para el pelo dentro del autobús y éste lo golpeó con un jarrón de metal.

—¿Y por qué ese joven llevaba consigo un jarrón de metal?

—No lo sé —dijo—. Ni idea.

Yo tampoco tenía ni idea.

—Sea como sea, morir golpeado en un autobús es una muerte horrible, ¿no crees?

—Sí, es verdad. Pobre —me compadecí.

Cuando estuvo lista la pizza, nos comimos media cada uno. Luego bebimos sentados en el sofá, el uno al lado del otro.

—¿Quieres ver el cráneo del unicornio? —pregunté.

—¡Oh, sí! —dijo—. ¿En serio tienes uno?

—Es una reproducción. No es auténtico.

—No importa. Quiero verlo.

Fui hasta el coche, que estaba aparcado fuera. Cogí la bolsa de deportes del asiento trasero y regresé. Era una noche de principios de octubre, plácida y agradable. Las nubes empezaban a abrirse y por los resquicios se veía una luna casi llena. Era de esperar que al día siguiente hiciera buen tiempo. Volví al sofá de la sala de estar, abrí la cremallera de la bolsa, saqué el cráneo envuelto en la toalla y se lo pasé. Ella dejó el vaso y examinó el cráneo con suma atención.

—Está muy logrado.

—Lo ha hecho un especialista en cráneos —dije tomando un sorbo de whisky.

—Parece de verdad.

Detuve la cinta, saqué las tenazas de la bolsa y le di un golpecito. Se alzó el mismo sonido seco que antes.

—¿Qué haces?

—Cada cabeza tiene su propia resonancia —dijo—. A partir de ésta, el especialista en cráneos puede leer diversos recuerdos.

—¡Qué historia más fantástica! —dijo. Y le dio un golpecito con las tenazas—. A mí no me parece una imitación.

—Es que la ha hecho un tipo bastante maniático, ¿sabes?

—Mi marido tenía la cabeza fracturada. Seguro que no habría sonado bien.

—No lo sé —dije.

Ella dejó el cráneo sobre la mesa, cogió el vaso y tomó un sorbo de vino. Sentados en el sofá, tocándonos con los hombros, inclinamos los vasos y contemplamos el cráneo del animal. El cráneo, desprovisto de carne, parecía que nos sonriera y que se dispusiera a tomar una honda bocanada de aire.

—Pon algo de música —dijo ella.

De entre la montaña de cintas elegí una que me gustó, la metí en la pletina, apreté el botón y volví al sofá.

—¿Te va bien aquí? ¿O prefieres ir arriba, a la cama? —preguntó.

—Prefiero aquí —dije.

Por el altavoz sonaba I’ll Be Home, de Pat Boone. Me dio la sensación de que el tiempo fluía en la dirección contraria, pero eso ya había dejado de importarme. Podía correr en la dirección que quisiera. Ella echó las cortinas de encaje que daban al jardín, apagó la luz de la habitación. Y se desnudó a la luz de la luna. Se quitó los collares, el reloj de pulsera con forma de brazalete, el vestido de terciopelo. Yo también me quité el reloj de pulsera y lo arrojé al otro lado del respaldo del sofá. Luego me quité la americana, me aflojé la corbata y apuré de un trago el whisky que quedaba en el fondo del vaso.

En el momento en que ella se quitaba los pantis, haciéndolos un ovillo, la música cambió a Georgia on My Mind, de Ray Charles. Cerré los ojos, puse los dos pies sobre la mesa y, de la misma forma que el hielo da vueltas en un vaso de whisky, hice girar el tiempo en el interior de mi cabeza. Parecía que todo hubiera ocurrido ya antes. La ropa que se había quitado ella, la música de fondo y las frases que habíamos intercambiado eran un poco distintas. Pero esta diferencia nada cambiaba. Por más vueltas que dábamos, íbamos a parar siempre al mismo sitio. Era como ir montado en un caballo de tiovivo. Un empate eterno. Nadie adelantaba a nadie, nadie era adelantado por nadie. Siempre volvíamos, indefectiblemente, al mismo lugar.

—Parece que todo haya ocurrido ya hace tiempo —dije con los ojos cerrados.

—Claro —dijo ella. Me tomó el vaso de la mano y fue desabrochándome despacio los botones de la camisa.

—¿Y cómo lo sabes?

—Porque lo sé —dijo. Y besó mi pecho desnudo. Su pelo largo caía sobre mi vientre—. Todo ha ocurrido ya en el pasado. Nos limitamos a dar vueltas, una y otra vez. ¿No es cierto?

Todavía con los ojos cerrados, saboreé con mis labios el roce de sus labios, el tacto de su pelo. Pensé en la lubina, pensé en el cortaúñas, pensé en el caracol de la banqueta de la lavandería. El mundo estaba lleno de enseñanzas.

Con los ojos cerrados, la abracé con dulzura y le pasé la mano por la espalda para desabrocharle el sujetador. No había ningún corchete.

—Está delante —me dijo.

El mundo, no cabía duda, evolucionaba.

Tras hacer el amor tres veces, nos duchamos y, envueltos juntos en una manta sobre el sofá, escuchamos un disco de Bing Crosby. Me sentía de maravilla. Mi erección había sido tan perfecta como la pirámide de Gizeh, su pelo desprendía un fantástico olor a suavizante y el sofá y los cojines, pese a ser un poco duros, no estaban mal. Pertenecían a una época en que las cosas se construían sólidas y olían a sol de tiempos pretéritos. En el pasado, había existido un tiempo magnífico en el que se fabricaban sofás como aquél como la cosa más natural del mundo.

—Es un buen sofá —dije.

—Pues pensaba comprar otro. Este está ya viejo y cochambroso.

—A mí me gusta éste.

—Vale. De acuerdo —dijo.

Acompañando a la voz de Bing Crosby, canté Danny Boy.

—¿Te gusta esta canción?

—Sí, mucho —dije—. En primaria gané el primer premio de un concurso de armónica tocando esta melodía. Me dieron una docena de lápices. Hace tiempo, era muy bueno con la armónica.

Se rió.

—¡Qué extraña es la vida!

—Sí, es extraña —dije.

Ella volvió a poner Danny Boy y yo volví a cantarla siguiendo la música. La segunda vez que la canté, me entristecí.

—¿Me escribirás cuando te vayas? —me preguntó.

—Te escribiré —respondí—. Si puedo echar las cartas al correo, claro.

Nos partimos, mitad y mitad, el vino que quedaba en la botella y nos lo bebimos.

—¿Qué hora es? —pregunté.

—Medianoche —respondió.