9
EL DESPIADADO PAÍS
DE LAS MARAVILLAS
Apetito. Conmoción. Leningrado
Mientras la esperaba, preparé una cena sencilla. Machaqué umeboshi [2] en el mortero e hice una salsa para aliñar la ensalada; preparé una fritura de sardinas, aburaage[3] y ñame, y un cocido de carne de ternera con apio. No me salió nada mal. Como me sobraba tiempo, mientras me tomaba una cerveza preparé jengibre cocido aliñado con salsa de soja y judías con salsa de sésamo. Luego me tumbé en la cama y puse un viejo disco de Conciertos para piano y orquesta de Mozart, interpretados por Robert Casadesus. Creo que la música de Mozart suena mejor en las grabaciones antiguas. Aunque tal vez sea sólo un prejuicio.
Eran más de las siete y, al otro lado de la ventana, ya era noche cerrada, pero ella seguía sin aparecer. Al final, acabé escuchando enteros los conciertos para piano número 23 y 24. Tal vez hubiera cambiado de opinión y hubiese decidido no venir. De ser así, lo cierto era que no podría reprochárselo. Lo miraras como lo mirases, lo más normal era que no se presentase.
Sin embargo, mientras buscaba otro disco, resignado ya a la idea de que no viniera, sonó el timbre. Al atisbar por la mirilla, vi a la joven encargada de las consultas de la biblioteca en el pasillo con unos libros en los brazos. Todavía con la cadena puesta, abrí la puerta y le pregunté si había alguien más en el pasillo.
—No, nadie —contestó.
Quité la cadena y la invité a pasar. En cuanto hubo entrado, cerré enseguida la puerta y eché la cadena.
—¡Qué bien huele! —dijo ella olfateando el aire—. ¿Puedo echar un vistazo a la cocina?
—Adelante. Pero ¿estás segura de que no había nadie sospechoso en el portal? ¿Hacían obras en la calle? ¿Has visto a alguien dentro de un coche en el aparcamiento?
—No había nadie —dijo ella, y dejó de golpe los libros sobre la mesa de la cocina y empezó a destapar las cazuelas que estaban sobre los fogones—. ¿Lo has cocinado todo tú?
—Sí. Si tienes hambre, te invito. Pero no es nada del otro mundo.
—¡Qué dices! Me encantan estos platos.
Serví la comida en la mesa y me quedé contemplando, lleno de admiración, cómo devoraba un plato tras otro. Valía la pena cocinar para alguien que tuviera tan buen apetito. Me preparé un Old Crow con hielo en un vaso grande, pasé atsuage[4] por la sartén, a fuego vivo, le eché jengibre por encima y empecé a comérmelo junto con el whisky. Ella comía a dos carrillos. La invité a beber algo, pero rehusó.
—¿Me dejas probar ese atsuage? —pidió.
Empujé hacia ella la mitad que me quedaba y yo me tomé el whisky a palo seco.
—Si te apetece, tengo arroz y umebosbi. También puedo prepararte un misoshiru[5].
—¡Ah! ¡Sería genial! —dijo ella.
En un instante, hice caldo con bonito seco, le preparé un misoshiru con wakame[6] y cebolleta tierna, y se lo serví junto con arroz y umebosbi. Se lo zampó en un abrir y cerrar de ojos. Cuando hubo dado buena cuenta de todo, y sobre la mesa sólo quedaban los huesos de las umebosbi, lanzó un suspiro de satisfacción.
—¡Estaba buenísimo! —exclamó.
Era la primera vez que veía a una chica tan atractiva y esbelta como ella devorando con tal voracidad. Pero, en fin, según como lo mires, un apetito tan exacerbado también puede considerarse digno de admiración. Incluso después de que hubiese acabado de comer, continué observándola con una mirada vaga, mezcla de admiración y estupor.
—Dime, ¿siempre comes tanto? —me decidí a preguntar.
—Sí. Más o menos —dijo ella sin darle la menor importancia.
—Pero no engordas.
—Tengo dilatación gástrica —dijo ella—. Por eso como tanto y no engordo.
—Hum… Pues debes de gastar un dineral en comida, ¿no?
Lo cierto era que incluso se me había zampado lo que tenía para almorzar al día siguiente.
—Una barbaridad —dijo—. Cuando como fuera, tengo que ir a dos sitios. Primero me tomo algo ligero: ramen[7] o unas gyôza[8]. Es una especie de calentamiento, ¿sabes? Y, luego, como de verdad. Imagínate. La mayor parte del sueldo se me va en comida.
Volví a ofrecerle una copa. Me dijo que le apetecía una cerveza. Saqué una del refrigerador y, por si acaso, saqué dos buenos puñados de salchichas pequeñas de Frankfurt y las pasé por la sartén. No daba crédito a lo que veía, pero mientras yo picoteaba sólo dos, ella ya había devorado el resto. Su apetito era tan impetuoso como una ametralladora pesada abatiendo un granero. Ante mis ojos se habían esfumado las provisiones que había comprado para toda la semana. Con aquellas salchichas tenía previsto preparar un delicioso Sauerkraut.
Le serví una ensalada de patatas precocinada a la que le había añadido wakame y atún, y ella la devoró en un santiamén junto con una segunda cerveza.
—¿Sabes? Me siento muy feliz —dijo.
Yo, sin haber comido apenas, iba por el tercer whisky con hielo. Mirando, fascinado, cómo comía ella, se me había ido el apetito.
—Si te apetece postre, tengo pastel de chocolate —le ofrecí.
Y se lo comió, por supuesto. Sólo con mirarla a ella, empecé a sentir cómo la comida me subía a la garganta y pugnaba por salir. A mí me gusta cocinar, pero como más bien poco.
Quizá no logré tener una erección por eso. Porque estaba obsesionado con el estómago. Desde los Juegos Olímpicos de Tokio,[9] era la primera vez que tenía problemas de erección. Hasta aquel día había tenido siempre una confianza casi ilimitada en esta capacidad física y, por lo tanto, sufrí una conmoción considerable.
—No te preocupes. Tranquilo. No tiene ninguna importancia —me dijo ella. La chica del pelo largo y la dilatación gástrica, la responsable de las consultas de la biblioteca.
Después del postre, habíamos escuchado dos o tres discos tomando whisky y cerveza y luego nos habíamos escurrido entre las sábanas. Me había acostado con muchas chicas hasta entonces, pero era la primera vez que lo hacía con una bibliotecaria. También era la primera vez que me resultaba tan fácil tener relaciones sexuales con una chica. Quizá fuera porque la había invitado a cenar. Pero, en resumidas cuentas, como ya he dicho, mi pene no consiguió una erección. Me daba la sensación de que tenía la barriga hinchada como la de un delfín y no logré insuflar fuerzas a mi bajo vientre.
Ella pegó su cuerpo desnudo a mi costado y me pasó el dedo anular unas cuantas veces, unos diez centímetros arriba y abajo, por el centro de mi pecho.
—Eso le puede suceder a cualquiera. No le des más importancia de la que tiene.
Sin embargo, cuanto más intentaba consolarme ella, más se abatía sobre mí, con toda su crudeza, la evidencia de que no había sido capaz de tener una erección. Me acordé de que había leído alguna vez que el pene era más estético fláccido que en erección, pero eso tampoco era un gran consuelo.
—¿Cuándo fue la última vez que te acostaste con una chica? —me preguntó.
Destapé la caja de los recuerdos y rebusqué, con cierto nerviosismo, en su interior.
—Hace unas dos semanas, creo —dije.
—¿Y entonces funcionó?
—Por supuesto —aseguré. Al parecer, empezaba a ser normal que me interrogaran a diario sobre mis costumbres sexuales. Claro que tal vez lo hiciera todo el mundo en los últimos tiempos.
—¿Y con quién?
—Con una prostituta. La llamé por teléfono.
—Y al acostarte con una mujer así, ¿no tuviste tal vez…, no sé, algún sentimiento de culpabilidad?
—No era una mujer —la corregí—. Era una chica, una chica de veinte o veintiún años. Y no, no me sentí especialmente culpable. Fue algo muy natural, sin complicaciones. Además, tampoco era la primera vez que me acostaba con una prostituta.
—Y después, ¿te has masturbado alguna vez?
—No —dije. Después había estado tan ocupado que, hasta hoy, no había tenido tiempo de ir a buscar siquiera mi chaqueta favorita a la tintorería. No había tenido ni un momento para masturbarme.
Cuando se lo dije, ella asintió, convencida.
—Claro. Es por eso, seguro —dijo.
—¿Porque no me he masturbado?
—¡Por supuesto que no, tonto! —exclamó—. Es por culpa del trabajo. Dices que has estado muy ocupado, ¿no?
—Por ejemplo, anteayer no pude dormir en veintiséis horas.
—¿Y en qué trabajas?
—En informática —respondí. Cuando me preguntaban por mi trabajo, yo respondía invariablemente que era informático. En líneas generales, eso no dejaba de ser cierto, y como la gente no solía dominar la materia, no iba más allá y dejaba de preguntar.
—Seguro que al haber estado sometido a una intensa actividad cerebral durante mucho tiempo, has acumulado un estrés impresionante y eso te ha afectado de forma temporal. Sucede con frecuencia, ¿sabes?
—Hum… —Tal vez tuviese razón. Aparte de estar cansado, la larga serie de sucesos inverosímiles que me habían ocurrido en los dos últimos días me habían provocado cierto nerviosismo. Si a ello le sumamos la visión de aquel apetito, que no era desacertado calificar de violento y brutal, no era de extrañar que sufriera una impotencia transitoria. Era plausible.
Pero tenía la sensación de que la raíz del problema era un poco más profunda. Debía de haber algo más. En el pasado, había habido ocasiones en que había estado tan cansado y tan nervioso como entonces, y sin embargo había hecho gala de una potencia sexual satisfactoria. Tal vez se debiera a alguna particularidad de la chica.
Particularidad.
Dilatación gástrica, pelo largo, bibliotecaria…
—Ven, pon la oreja sobre mi estómago —dijo ella. Y retiró la manta hasta sus pies.
Su cuerpo era hermoso y suave. Esbelto, sin un gramo de grasa superflua. Los pechos tenían el tamaño justo. Tal como me decía, apliqué la oreja al espacio, liso como un papel de dibujo, que se extendía entre los senos y el ombligo. Parecía un milagro que, tras atiborrarse de aquella forma, su barriga no estuviese hinchada en absoluto. Era como si, engullido por su gran apetito, todo hubiera desaparecido bajo el abrigo de Harpo Marx. La piel era fina, suave, cálida.
—¿Oyes algo? —me preguntó.
Conteniendo el aliento, agucé el oído. Aparte del lento latido del corazón, no se oía nada. Me dio la sensación de que estaba tumbado en un silencioso bosque y que oía, a lo lejos, el ruido del hacha del leñador.
—No oigo nada —le dije.
—¿No se oye el estómago? ¿No se oye cómo hace la digestión?
—No entiendo mucho del tema, pero diría que no hace ruido. Los jugos gástricos van disolviendo la comida y nada más. Aunque se produzcan algunos movimientos peristálticos, no creo que se oiga nada.
—Pues yo siento cómo mi estómago trabaja con todas sus fuerzas. Va, escucha otra vez.
Permanecí en la misma postura, prestando atención, mientras contemplaba, con mirada distraída, su vientre y el pubis cubierto de vello que se alzaba, abombado, al final. Pero no oí ruido alguno de actividad gástrica. Sólo se percibía, más allá, el latido del corazón. Me vino a la mente una escena de Duelo en el Atlántico. Bajo el punto donde yo aplicaba el oído, su estómago gigantesco llevaba a cabo la digestión en silencio, igual que el submarino en el que navegaba Curd Jürgens.
Al final, me aparté, me recosté en la cabecera y le pasé un brazo alrededor de los hombros. Me llegó el olor de su pelo.
—¿Tienes agua tónica? —me preguntó.
—En la nevera —le dije.
—Me gustaría tomarme un vodka con tónica, ¿puedo?
—Claro.
—¿Tú también tomarás algo?
—Lo mismo que tú.
Ella se levantó desnuda de la cama y, mientras estaba en la cocina preparando los dos vodka con tónica, coloqué sobre el plato el disco de Johnny Mathis que contiene Teach Me Tonight, volví a la cama y empecé a canturrear en voz baja. Yo, mi pene fláccido y Johnny Mathis.
—El cielo es una gran tabla negra… —cantaba yo cuando volvió ella con los dos vasos utilizando los libros sobre unicornios a modo de bandeja. Nos tomamos el vodka con tónica a sorbitos mientras escuchábamos el disco de Johnny Mathis.
—¿Cuántos años tienes? —me preguntó.
—Treinta y cinco —contesté. La información clara y concisa es una de las cosas más recomendables de este mundo—. Me divorcié hace tiempo y ahora estoy solo. No tengo hijos. Tampoco novia.
—Yo tengo veintinueve. Dentro de cinco meses cumpliré los treinta.
La miré de nuevo a la cara. No los aparentaba. A lo sumo, veintidós o veintitrés. Tenía el trasero empinado, ni una arruga. Me dije que estaba perdiendo rápidamente la facultad de adivinar la edad de las mujeres.
—Parezco más joven, pero tengo veintinueve —insistió—. Por cierto, ¿tú no serás jugador de béisbol o algo por el estilo?
De la sorpresa, estuve a punto de tirarme por encima del pecho el vodka con tónica.
—¡¿Qué?! Hace más de quince años que no juego al béisbol. ¿Cómo se te ha ocurrido eso?
—Es que tengo la sensación de haber visto tu cara por la tele. Y lo único que veo son los partidos de béisbol y las noticias. Entonces, quizá te haya visto en las noticias.
—Tampoco he salido en las noticias.
—¿Y en un anuncio?
—Tampoco.
—Pues debe de ser alguien que se parece mucho a ti… Es que, ¿sabes?, no tienes pinta de informático —dijo ella—. Y, claro, con todas esas historias de la evolución, de los unicornios, y con una navaja en el bolsillo…
Ella señaló mis pantalones tirados por el suelo. En efecto: la navaja asomaba por el bolsillo trasero del pantalón.
—Estoy procesando datos relacionados con la biología, en concreto con la biotecnología, y entran en juego intereses empresariales. Toda precaución es poca. Ya sabes cómo está últimamente el asunto de la piratería de datos…
—Hum… —musitó con expresión de incredulidad.
—También tú trabajas con ordenadores y, sin embargo, no tienes pinta de informática —dije.
Ella se golpeó los incisivos con la punta de las uñas.
—En mi caso, se trata sólo de tareas administrativas. Introduzco los títulos de los libros clasificados por materias, los busco para las consultas, compruebo la disponibilidad de los libros, esas cosas. También puedo hacer cálculos, claro. Cuando salí de la universidad, fui durante dos años a una escuela de informática para aprender a manejar un ordenador.
—¿Qué ordenador utilizas en la biblioteca?
Me lo dijo. Era un último modelo de gama intermedia de ordenadores para oficina, mejor de lo que parecía a primera vista. Usado debidamente, podía realizar cálculos bastante complejos. Yo lo había utilizado una sola vez.
Mientras permanecía con los ojos cerrados pensando en aquel ordenador, ella fue a preparar otros dos vodkas con tónica y los trajo a la cama. Recostados en la cabecera, bebimos a sorbos nuestras respectivas bebidas. Cuando se acabó el disco, la aguja del sistema automático volvió a posarse sobre el comienzo del disco de Johnny Mathis. Y yo volví a canturrear: «El cielo es una gran tabla negra…».
—Oye, ¿crees que hacemos buena pareja, tú y yo? —me preguntó. El culo de su vaso de vodka con tónica rozaba de vez en cuando mi costado, provocándome escalofríos.
—¿Buena pareja? —repetí.
—Sí. Tú tienes treinta y cinco años, yo veintinueve. ¿No te parece que estamos en la edad justa?
—¿La edad justa? —repetí. Al parecer, se me habían contagiado sus maneras, al estilo loro.
—A estas edades, podemos entendernos a las mil maravillas, los dos estamos solteros, nos llevamos bien. Además, yo no interferiría en tu vida, puedo apañármelas muy bien sola. ¿Te resulto desagradable?
—Claro que no —dije—. Tú tienes dilatación gástrica y yo impotencia. Sí, tal vez hagamos buena pareja.
Riendo, alargó la mano y tomó con suavidad mi pene fláccido. Era la mano que había sostenido el vaso de vodka con tónica: estaba tan fría que casi di un brinco.
—Lo tuyo se arregla enseguida —me susurró al oído—. Ya te curaré yo. Pero eso puede esperar. Mi vida gira más alrededor de la comida que del sexo, así que a mí ya me va bien así. El sexo, para mí, es como un buen postre. Si lo hay, tanto mejor, pero si no lo hay, tampoco pasa nada. Mientras lo demás valga la pena, claro.
—¿Un buen postre? —repetí de nuevo.
—Un buen postre —repitió ella a su vez—. Pero esto ya te lo explicaré en otra ocasión. Antes tenemos que hablar de los unicornios. A fin de cuentas, para eso me has pedido que viniera, ¿no?
Asentí, tomé los vasos vacíos y los dejé en el suelo. Ella soltó mi pene y cogió los dos tomos que descansaban en la mesilla de la cama. Uno era Arqueología animal, de Burtland Cooper, y el otro El libro de los seres imaginarios, de Jorge Luis Borges.
—Los he hojeado antes de venir. En resumen, éste —dijo cogiendo El libro de los seres imaginarios— los considera seres fantásticos, como el dragón o la sirena, y este otro —dijo cogiendo Arqueología animal— parte de la premisa de que no puede descartarse que hayan existido alguna vez y aborda el tema desde un punto de vista científico. Por desgracia, ni en uno ni en otro hay muchas descripciones de unicornios. Sorprende que haya muchas menos que de dragones o de gnomos, por ejemplo. Quizá sea porque los unicornios llevaban una existencia mucho más solitaria. Vaya, al menos eso me parece a mí. Lo siento, pero esto es todo lo que tenemos en la biblioteca.
—Es suficiente. Con una sinopsis me basta. Gracias.
Ella me tendió los dos volúmenes.
—¿Te importaría leerme los puntos más importantes? —le dije—. Escuchándote, me será más fácil captar las ideas generales.
Asintió, cogió en primer lugar El libro de los seres imaginarios y lo abrió por la primera página.
—«Ignoramos el sentido del dragón como ignoramos el sentido del universo» —leyó ella—. Esto está en el prólogo.
—¡Ah, ya! —dije.
Después abrió el libro por una página situada hacia el final del volumen, donde había introducido un punto de lectura.
—Ante todo he de comentarte que hay dos tipos de unicornio. El primero pertenece a Europa occidental y surgió en un rincón de Grecia. El otro es el unicornio chino. Entre ambos hay grandes diferencias, tanto formales como en lo que respecta a la concepción que la gente tenía de ellos. El unicornio griego y latino, por ejemplo, es, como transcribe Borges, «semejante por el cuerpo al caballo, por la cabeza al ciervo, por las patas al elefante, por la cola al jabalí. Su mugido es grave; un largo y negro cuerno se eleva en medio de su frente. Se niega a ser apresado vivo».
»En cambio, el unicornio chino presenta otras características:
»“Tiene cuerpo de ciervo”, cuenta Borges, “cola de buey y cascos de caballo. El cuerno que le crece en la frente está hecho de carne; el pelaje del lomo es de cinco colores entreverados; el del vientre es pardo o amarillo”. Son bastante diferentes, ¿verdad?
—Pues sí —dije.
—Y no sólo en la forma. Los unicornios orientales y los occidentales presentan también grandes diferencias en cuanto a su carácter y a su significado. Los occidentales lo consideraban un animal agresivo y feroz. Piensa que tenía un cuerno de casi un metro de largo. Según Leonardo da Vinci, únicamente hay un modo de capturar a un unicornio y es aprovechándose de su sensualidad. Al ponerle una doncella delante, el deseo sexual lo domina, olvida su fiereza y apoya la cabeza en el regazo de la muchacha: entonces se lo puede capturar. Supongo que comprendes el significado del cuerno, ¿no?
—Yo diría que sí.
—Por el contrario, el unicornio chino es un animal sagrado y de buen agüero. Junto con el dragón, el fénix y la tortuga, forma parte de los cuatro animales emblemáticos de la mitología china y es el primero de los animales cuadrúpedos de la Tierra. Es extremadamente plácido. Cuando camina, va con precaución para no pisar a ningún animal pequeño y se alimenta no de pasto verde, vivo, sino de hierba seca. Alcanza los mil años de vida y la aparición de un unicornio augura el nacimiento de un rey virtuoso. La madre de Confucio, por ejemplo, vio un unicornio cuando estaba encinta.
«“Setenta años después”, explica Borges, “unos cazadores mataron un K’i-lin que aún guardaba en el cuerno un trozo de cinta que la madre de Confucio le ató. Confucio lo fue a ver y lloró porque sintió lo que presagiaba la muerte de ese inocente y misterioso animal y porque en la cinta estaba el pasado”».¿Qué te parece? Interesante, ¿no? En el siglo XIII aún se encuentran unicornios en la historia de China. La avanzada de caballería que envió Gengis Khan cuando proyectaba invadir la India se encontró en medio del desierto con un extraño animal que tenía un cuerno en medio de la frente, el pelaje de color verde, se parecía a un ciervo y hablaba el idioma de los seres humanos. Les dijo: “Ya es hora de que vuelva a su tierra vuestro señor”.
»Un ministro chino de Gengis Khan que fue consultado al respecto le explicó que aquel animal era una variedad de K’i-lin. Le dijo que a lo largo de cuatro inviernos los ejércitos habían combatido en las tierras occidentales. Y el Cielo, que aborrecía el derramamiento de sangre, les enviaba ese aviso. Y el emperador renunció a sus planes bélicos.
»Es curioso lo distintos que son los unicornios orientales y los occidentales. En Oriente, el unicornio simboliza la paz y la tranquilidad; en Occidente, la agresividad y la lujuria. Pero ambos son animales mitológicos y, justamente por este motivo, se les puede conferir diversos sentidos.
—¿Y en la realidad no existen animales con un solo cuerno?
—En los cetáceos hay una ballena, el narval, pero, hablando con propiedad, no tiene cuerno, sino un colmillo de la mandíbula superior que le crece hacia fuera. Este cuerno mide unos dos metros y medio de largo, es recto y retorcido como un taladro. Pero este animal pertenece a una especie acuática muy singular que los hombres del Medievo tenían poquísimas ocasiones de ver. Y, por lo que respecta a los mamíferos, entre las especies que aparecieron en el Mioceno y que fueron extinguiéndose después, sí se encuentran algunos animales parecidos al unicornio. Por ejemplo…
Tras pronunciar estas palabras, cogió Arqueología animal y abrió el libro en un punto a dos terceras partes del inicio.
—Aquí tienes dos rumiantes que se cree que vivieron en el Mioceno, hace unos veinte millones de años, en el norte del continente americano. El de la derecha es un Synthetoceras, y el de la izquierda, un Cranioceras. Ambos eran tricornes, pero es evidente que uno de los tres cuernos era independiente.
Tomé el libro y miré las ilustraciones. El Synthetoceras parecía la síntesis de un caballo pequeño y un ciervo; en la frente tenía dos cuernos parecidos a los de una vaca y, en el morro, un largo cuerno bífido en forma de Y. El Cranioceras tenía la cara más redonda y, en la frente, lucía una cornamenta parecida a la del ciervo. Tenía, además, en lo alto de la cabeza, un cuerno curvado hacia atrás. Ambos animales ofrecían un aspecto de lo más grotesco.
—Pero casi todos los animales con un número impar de cuernos se han extinguido —dijo ella tomando el libro de mis manos—. Si nos limitamos a los mamíferos, pocos cuentan con un solo cuerno o con un número impar de ellos, y, dentro del proceso evolutivo, son especímenes anómalos o, dicho de otro modo, huérfanos de la evolución. Y si no nos circunscribimos a los mamíferos y pensamos, por ejemplo, en los dinosaurios, sí había especímenes de gran tamaño con tres cuernos, pero eran excepciones. Esto se debe a que el cuerno es un arma con un alto grado de focalización. Lo entenderás si lo comparas con un tenedor. Al tener tres puntas, aumenta la resistencia de la superficie y es más difícil clavarlo. Además, en caso de acometer un objeto duro, desde el punto de vista de la dinámica, las probabilidades de clavarse con éxito en el cuerpo del contrincante son mayores con un solo cuerno que con tres.
»Además, cuando se enfrenta a múltiples enemigos, a un animal tricorne le cuesta más extraer los cuernos, tras hincarlos en el cuerpo de uno de los adversarios, para atacar al siguiente contrincante.
—Como la resistencia es mayor, cuesta más —dije.
—Exacto —dijo ella y me clavó tres dedos en el pecho—. Este es el defecto del tricornio. Primera proposición: dos cuernos, o uno solo, son más funcionales que más de dos. Pasemos ahora a ver los defectos del cuerno único. No, quizá sea mejor que te explique antes la necesidad de los dos cuernos. La primera ventaja de los dos cuernos es que respeta la simetría. El movimiento de todos los animales está determinado por el mantenimiento del equilibrio bilateral, es decir, por la división de las fuerzas y de las capacidades por la mitad. La nariz tiene dos orificios, la boca mantiene una simetría derecha-izquierda y, en realidad, funciona dividida en dos. Ombligo, tenemos sólo uno, pero es un órgano atrofiado.
—¿Y el pene? —pregunté.
—El pene y la vagina, juntos, forman una unidad. Como el panecillo y la salchicha.
—¡Ah, claro! —dije. Era evidente.
—Lo más importante son los ojos, que funcionan como una especie de torre de control, tanto para el ataque como para la defensa, y por eso lo más lógico es que los cuernos mantengan un estrecho contacto con los ojos. Un buen ejemplo es el rinoceronte. En su origen, tiene un solo cuerno, pero lo cierto es que es un animal terriblemente corto de vista. Y, mira por dónde, la miopía del rinoceronte tiene su origen en que tiene un solo cuerno. Vamos, que es un tullido. Las razones por las cuales el rinoceronte ha sobrevivido a pesar de este defecto tienen que ver con el hecho de que es un herbívoro y que está cubierto por una dura coraza. El rinoceronte apenas tiene necesidad de defenderse. En este sentido, tal como se puede comprobar con sólo verlo, se parece al dinosaurio. Pero el unicornio, a juzgar por las ilustraciones, no responde a tales características. No está cubierto de una coraza y es muy…, ¿cómo lo diría?…
—Vulnerable —dije.
—Exacto. En cuanto a vulnerabilidad, está en la misma categoría del ciervo. Si encima fuera miope, estaría condenado a la extinción. Por más que hubiese desarrollado el sentido del oído o del olfato, cuando lo acorralaran no tendría ninguna posibilidad de defenderse. Atacar a un unicornio sería como disparar a un pato en tierra con una escopeta de alta precisión. Otra desventaja del cuerno único es que, si éste sufre algún daño, el animal está irremisiblemente perdido. En fin, que es lo mismo que atravesar el desierto del Sáhara sin una rueda de recambio. ¿Entiendes lo que quiero decir? —Sí.
—Un defecto más del cuerno único es que, con él, no se puede ejercer mucha fuerza. Piensa en los dientes molares e incisivos: se ejerce más fuerza con las muelas que con los incisivos, ¿verdad? Volviendo al equilibrio del que hablábamos antes: cuanto más pesado es el instrumento con el que se aplica una fuerza, mayor es la estabilidad global del cuerpo. En fin, esto demuestra que el unicornio es una mercancía defectuosa, ¿no crees?
—Lo he entendido a la perfección —dije—. Te explicas muy bien.
Ella sonrió y deslizó un dedo por mi pecho.
—Pero hay algo más. En teoría hay una única razón por la cual el unicornio podría haber logrado escapar a la extinción. Es algo fundamental. ¿Adivinas qué es?
Crucé las manos por encima del pecho y estuve uno o dos minutos reflexionando. Había una única respuesta posible.
—Que no fuera la presa de ningún depredador natural —dije yo.
—¡Has acertado! —dijo y me dio un beso en los labios—. Imagina un posible hábitat sin depredadores —siguió.
—Tendría que ser un lugar aislado, donde no pudieran penetrar otros animales —dije—. Una especie de «mundo perdido», como el concebido por Conan Doyle. Una región que se encontrara a gran altitud o, si no, en una depresión muy profunda. O rodeada por una escarpada pared de roca, como una caldera volcánica, por ejemplo.
—Sobresaliente —dijo ella, dándome un golpecito con el dedo índice sobre el corazón—. Y precisamente en un hábitat como ése descubrieron el cráneo de un unicornio.
Tragué saliva. Sin darme cuenta, me estaba aproximando al meollo de la cuestión.
—Lo encontraron en 1917, en el frente ruso. En septiembre de 1917.
—Un mes antes de la Revolución de Octubre, durante la Primera Guerra Mundial. Bajo el gabinete Kerenski —dije yo—. Justo antes de que se produjera la insurrección bolchevique.
—Lo encontró un soldado ruso mientras excavaba una trinchera en el frente de Ucrania. El soldado pensó que era un cráneo de vaca o de ciervo y lo arrojó fuera. El asunto habría terminado allí y el cráneo habría surgido de las profundas simas de la historia para volver a caer de inmediato en ellas, si el teniente que comandaba aquella tropa no hubiese sido un estudiante de posgrado de la Facultad de Biología de la Universidad de Petrogrado, pues así se llamaba entonces San Petersburgo. El teniente recogió el cráneo, se lo llevó al campamento y lo examinó detenidamente. Y descubrió que pertenecía a una especie desconocida. Se puso en contacto inmediatamente con el catedrático de biología de la Universidad de Petrogrado y esperó la llegada del equipo encargado de la investigación, pero éste jamás llegó. En aquellos tiempos reinaba en Rusia el caos más absoluto, se declaraban huelgas por todas partes, y ni siquiera las provisiones, las municiones y los medicamentos llegaban con regularidad a las tropas: no era una situación propicia para que una expedición científica alcanzara el frente. Y aunque lo hubiese logrado, no creo que hubieran dispuesto del tiempo necesario para realizar un trabajo de campo. Porque lo cierto era que el ejército ruso iba de derrota en derrota y que la línea del frente no dejaba de retroceder. Tal vez aquella zona hubiese caído ya en manos del ejército alemán.
—¿Y qué le pasó al teniente?
—En noviembre de ese año lo colgaron de un poste de telégrafo. La mayoría de los oficiales hijos de familias burguesas corrieron idéntica suerte y fueron colgados de los postes de telégrafo que se sucedían a lo largo del camino que iba de Ucrania a Moscú. El joven no tenía relación alguna con la política, era estudiante de biología.
Me representé la imagen de los oficiales colgados, uno por uno, en los postes telegráficos que se alineaban a lo largo de la llanura rusa.
—Pero justo antes de que el ejército bolchevique tomara el poder, el teniente confió el cráneo a un hombre de su confianza, a un soldado herido que iba a ser enviado a la retaguardia, y le prometió que, si se lo entregaba a un catedrático de la Universidad de Petrogrado, recibiría una generosa recompensa. Pero el soldado no pudo llevar el cráneo a la universidad hasta febrero del siguiente año, cuando fue dado de alta del hospital, y por entonces la universidad había sido temporalmente clausurada: los estudiantes estaban consagrados a la revolución, y la mayoría de los profesores habían sido obligados a exiliarse o habían muerto. Como no tenía alternativa, el soldado pospuso la entrega y dejó la caja con el cráneo bajo la custodia de un cuñado que era guarnicionero para caballerías en Petrogrado y se volvió a su pueblo natal, a unos trescientos kilómetros de la ciudad. Sin embargo, por motivos que ignoro, el soldado no pudo regresar jamás a Petrogrado y la caja permaneció abandonada largo tiempo en el almacén del taller de guarnicionería de su cuñado.
»El cráneo no volvió a ver la luz del día hasta el año 1935. San Petersburgo, y luego Petrogrado, se llamaba entonces Leningrado, Lenin había muerto, Trotski estaba en el exilio y Stalin ostentaba el poder. En Leningrado ya casi nadie montaba a caballo, así que el dueño de la guarnicionería decidió liquidar la mitad de las existencias y, con la otra mitad, abrir una pequeña tienda de artículos de hockey.
—¿De hockey? —salté—. ¿En la Rusia soviética de los años treinta estaba de moda el hockey?
—No tengo ni idea. Yo sólo te digo lo que pone aquí. Pero el Leningrado de después de la revolución soviética debía de ser una ciudad relativamente moderna, ¿no? Es posible que la gente jugara al hockey, digo yo.
—¡Uf! ¡Vete a saber! —repliqué.
—En fin, sea como sea, mientras este hombre ordenaba el almacén, encontró la caja que su cuñado le había dejado en 1918 y la abrió. Encima de todo, encontró la carta dirigida al catedrático fulano de tal de la Universidad de Petrogrado, donde ponía: «Por tal y cual razón, he confiado este cráneo a tal persona. Le ruego que lo recompense debidamente». No hace falta decir que el guarnicionero llevó la caja a la universidad (esto es, a la que entonces era Universidad de Leningrado) y solicitó una entrevista con el catedrático en cuestión. Sin embargo, éste era judío y, simultáneamente a la caída de Trotski, había sido deportado a Siberia. O sea, que el guarnicionero se quedó sin nadie que le pagara la recompensa y con perspectivas de conservar hasta el fin de sus días un cráneo que no sabía de qué era y que no le iba a reportar beneficio alguno. De modo que el hombre buscó a otro catedrático de biología, le explicó la situación, cedió el cráneo a la universidad por una cantidad irrisoria y se volvió a casa.
—Al menos, después de dieciocho años el cráneo consiguió llegar a la universidad.
—Entonces —siguió ella—, este catedrático estudió el cráneo centímetro a centímetro y llegó a la misma conclusión que el joven teniente dieciocho años atrás. Es decir, que el cráneo no pertenecía a ninguna especie que existiera en el presente y tampoco a ninguna que se supusiera que hubiese existido en el pasado. El cráneo recordaba al del ciervo, y la forma de la mandíbula lo situaba, por analogía, entre los herbívoros ungulados, pero, por lo visto, había tenido las mejillas más prominentes que éstos. Con todo, la mayor diferencia que presentaba con respecto al ciervo era que tenía un cuerno en mitad de la frente. Es decir, que era un unicornio.
—¿Quieres decir que tenía un cuerno de verdad?
—Sí. Tenía un cuerno. Aunque no entero, por supuesto. El cuerno estaba roto a unos tres centímetros de la base. A partir del fragmento que quedaba, dedujeron que debía de haber alcanzado los veinte centímetros y que debía de haber sido recto como el de un antílope. El diámetro de la base era de…, a ver, sí, de unos dos centímetros.
—¡Dos centímetros! —repetí. El orificio del cráneo que me había regalado el anciano justamente tenía dos centímetros de diámetro.
—El profesor Béroff, pues así se llamaba el catedrático, se dirigió a Ucrania acompañado de varios ayudantes y alumnos de posgrado y, durante un mes, hicieron trabajo de campo en el mismo lugar donde tiempo atrás había abierto la trinchera la tropa del joven teniente. Por desgracia, no lograron encontrar otro cráneo igual, pero salieron a la luz diversos hechos muy interesantes sobre el territorio. Aquella zona, conocida como la meseta de Vultafil, forma un montículo relativamente elevado en medio de la región occidental de Ucrania, rica en llanuras, y es un punto geográfico de gran importancia estratégico-militar. Por esta razón, durante la Primera Guerra Mundial, los ejércitos alemán y austrohúngaro se enzarzaron en repetidas y sangrientas luchas cuerpo a cuerpo con el ejército ruso para hacerse con el dominio de cada metro de aquella colina, y durante la Segunda Guerra Mundial recibió tantas cargas de artillería y tantos bombardeos por parte de ambos contendientes que sufrió cambios orográficos, pero esto ocurrió después. Lo que atrajo entonces la atención del profesor Béroff fue el hecho de que los huesos de los animales que desenterraron en la meseta de Vultafil diferían de manera notable con la distribución de especies del resto de la región. A partir de ahí, el profesor formuló la hipótesis de que, antiguamente, no tenía la forma de meseta que ofrecía en la actualidad, sino que debía de haber constituido una especie de caldera volcánica. Y que, en el interior de esta caldera volcánica, debió de existir un sistema biológico específico. Vamos, lo que tú llamas un «mundo perdido».
—¿Una caldera volcánica?
—Sí, una meseta circular rodeada de una alta pared rocosa. Ésta se habría ido erosionando a lo largo de millones de años hasta convertirse en una colina normal y corriente. Y, en su interior, el unicornio, un eslabón perdido de la evolución, habría llevado una vida aislada libre de depredadores. En la meseta abundaba el agua, la tierra era fértil: la hipótesis era viable. De modo que el profesor elaboró una lista de un total de sesenta y tres ejemplos pertenecientes al campo de la zoología, la botánica y la geología, adjuntó el cráneo del unicornio y elevó su tesis a la Academia Soviética de las Ciencias bajo el título Estudio del sistema biológico de la meseta de Vultafil. Corría el año 1936.
—La acogida no debió de ser muy buena, ¿no?
—No, no lo fue. Nadie lo apoyó. Además, por desgracia, en aquella época la Universidad de Moscú y la de Leningrado se disputaban el control de la Academia de las Ciencias. La Universidad de Leningrado, que llevaba por entonces las de perder, recibió con frialdad una tesis «antidialéctica» como aquélla. Con todo, nadie podía negar la existencia del cráneo de unicornio. A diferencia de la hipótesis, era una realidad indiscutible. De modo que algunos científicos estudiaron el cráneo durante un año y, al final, no tuvieron más remedio que admitir que el cráneo no era una falsificación y que pertenecía sin duda alguna a un animal con un solo cuerno. Finalmente, el comité de la Academia de las Ciencias dictaminó que era un simple cráneo de ciervo con una deformación sin consecuencias evolutivas y que no merecía la pena dedicarle más tiempo. Y lo devolvieron al profesor Béroff, a la Universidad de Leningrado. Y aquí terminó la historia.
»El profesor Béroff esperó a que cambiaran los tiempos y llegara un momento propicio para que reconocieran su investigación, pero, en 1941, con el inicio de la guerra contra Alemania, sus esperanzas se desvanecieron y murió en 1943 en medio de la desesperación más absoluta. El cráneo también desapareció durante el cerco de Leningrado. La universidad fue derruida hasta los cimientos por el fuego alemán y por el ruso, y no se sabe adonde fue a parar el cráneo. Así se perdió la única prueba que confirmaba la existencia de un unicornio.
—Entonces, ¿ya no queda nada?
—Aparte de las fotos, no.
—¿Fotos? —dije yo.
—Sí, fotografías del cráneo. El profesor Béroff sacó cerca de cien fotografías del cráneo. Algunas se salvaron de la destrucción de la guerra y ahora se conservan en el archivo de la Universidad de Leningrado. Mira, aquí tienes una.
Tomé el libro de sus manos y dirigí los ojos hacia la fotografía que me señalaba. Era una fotografía muy mala, pero se reconocía la forma del cráneo. Lo habían colocado sobre una mesa cubierta con una tela blanca y, a su lado, habían puesto un reloj de pulsera para mostrar el tamaño real. En mitad de la frente, un círculo blanco mostraba la ubicación del cuerno. No cabía duda: el cráneo era igual al que me había regalado el anciano. La única diferencia era que uno conservaba la base del cuerno; por lo demás, eran idénticos. Dirigí los ojos hacia el cráneo que descansaba sobre el televisor. Visto de lejos, totalmente cubierto por la camiseta, parecía un gato durmiendo. Dudé entre contarle a la chica que yo tenía el cráneo o callar. Decidí no comentarle nada. Cuanta menos gente sepa un secreto, mejor.
—¿Y es seguro que el cráneo fue destruido durante la guerra? —pregunté.
—¡Vete a saber! —dijo ella toqueteándose el flequillo con el dedo meñique—. Según este libro, los combates del cerco de Leningrado fueron tan violentos y brutales que arrasaron la ciudad, manzana tras manzana, como si las aplastara una apisonadora. Además, el barrio donde se encontraba la universidad resultó de los más dañados, así que es prácticamente seguro que el cráneo fue destruido. Cabe la posibilidad de que el profesor Béroff lo escondiera antes en alguna parte, o que el ejército alemán se lo llevara como botín de guerra… Pero lo cierto es que nadie ha vuelto a verlo desde entonces.
Volví a mirar la fotografía, cerré el libro de golpe y lo dejé sobre la cama. Me pregunté si el cráneo que yo tenía era el de la Universidad de Leningrado o si se trataba del cráneo de otro unicornio que hubieran desenterrado en otro lugar. Lo más sencillo era preguntárselo directamente al anciano. ¿Dónde encontró el cráneo? ¿Y por qué me lo dio a mí? Como tenía que verle para entregarle los datos resultantes del shuffling, se lo preguntaría entonces. De momento, no tenía sentido preocuparse.
Mientras, con los ojos clavados en el techo, estaba absorto en estos pensamientos, ella apoyó la cabeza sobre mi pecho y pegó su cuerpo al mío. La rodeé con mis brazos. Tras averiguar algo más sobre los unicornios, me sentía un poco más aliviado, pero el estado de mi pene seguía sin mejorar. No obstante, ella, sin importarle si mi pene lograba o no una erección, con la punta del dedo empezó a dibujar en mi barriga unas figuras indescifrables.