26
EL FIN DEL
MUNDO
La central eléctrica
Cuando acabé de leer los sueños, le dije que pensaba ir a la central eléctrica, y su rostro se ensombreció.
—Está en el interior del bosque —dijo ella apagando las ascuas de carbón incandescente en el cubo de arena.
—Justo a la entrada —precisé—. El guardián me ha dicho que no corro ningún riesgo.
—Nadie sabe lo que piensa el guardián. Por más que diga que está a la entrada, el bosque es un lugar peligroso.
—De todos modos, voy a ir. Quiero encontrar un instrumento musical, a toda costa.
Cuando acabó de sacar todo el carbón, abrió el cajón de abajo y vació la ceniza blanca que se acumulaba en su interior. Sacudió la cabeza repetidas veces.
—Te acompañaré —decidió.
—¿Por qué? No te gusta acercarte al bosque, ¿verdad? No te sientas obligada a ir.
—No puedes ir solo. Todavía no eres consciente de los peligros del bosque.
Bajo un cielo nublado, nos dirigimos hacia el este a lo largo del río. Era una mañana tan tibia que parecía que hubiese llegado la primavera.
No soplaba el viento e incluso el murmullo del agua había perdido su fría claridad habitual y había adquirido un timbre opaco. A los diez o quince minutos de marcha, me quité los guantes y me desenrollé la bufanda del cuello.
—Parece primavera comenté.
—Es verdad. Pero este calorcillo sólo durará un día. Siempre pasa lo mismo. Luego vuelve enseguida el invierno.
Caminamos por la orilla sur del río, en dirección al este. Tras dejar atrás las últimas casas diseminadas, encontramos campos de cultivo al lado derecho del camino, al tiempo que el pavimento de piedras redondas se convertía en un estrecho sendero lodoso. En los surcos de los campos, la blanca nieve helada trazaba infinidad de líneas similares a arañazos. En cambio, en la ribera izquierda del río se erguían sauces cuyas ramas colgaban lacias sobre la superficie del agua. Pequeños pájaros se posaban en las frágiles ramas y, tras hacerlas oscilar varias veces, como si intentaran mantener el equilibrio sobre ellas, desistían y volaban a otro árbol. El sol emitía una luz pálida y dulce; alcé repetidas veces la cabeza y dejé que me acariciara su tranquila tibieza. Ella tenía la mano derecha en el bolsillo de su abrigo y la izquierda en el bolsillo del mío. Yo, en la mano izquierda, llevaba una pequeña maleta, y con la derecha asía su mano en el interior de mi bolsillo. En la maleta llevaba el almuerzo y un obsequio para el encargado de la central eléctrica.
«Cuando llegue la primavera todo será más fácil», pensé, con mi mano asida a su mano tibia. Si mi corazón lograba superar el invierno, si el cuerpo de mi sombra lograba superar el invierno, yo recuperaría mi corazón bajo una forma más exacta. Tal como había dicho la sombra, era preciso que venciera al invierno.
Caminamos lentamente junto al río mientras nuestros ojos se deslizaban por el paisaje. Apenas hablábamos, no porque no tuviésemos nada que decir, sino porque no sentíamos la necesidad de formularlo en palabras. La blanca nieve helada en los largos surcos, los pájaros que sostenían en el pico los frutos rojos de los árboles, las verduras invernales de hojas gruesas y rígidas, los pequeños remansos de agua transparente que la corriente formaba a trechos, la silueta de la sierra coronada de nieve: mirábamos una cosa tras otra como si nos cerciorásemos de su existencia. Todo lo que se reflejaba en nuestras pupilas absorbía con avidez aquella tibieza efímera que había llegado de repente, y su calor se infiltraba hasta lo más recóndito de nuestros cuerpos. Ni siquiera las nubes que cubrían el cielo destilaban la sensación opresiva de siempre y parecían rodear nuestro pequeño mundo con manos suaves y tibias.
Vimos también algunas bestias que vagaban por la hierba seca en busca de comida. Su pelaje, de un pálido color dorado, había ido ganando en blancura. Su pelo era mucho más largo que en otoño, y también más espeso, pero, a pesar de ello, se apreciaba que habían enflaquecido mucho. Los huesos de sus lomos sobresalían de forma ostensible, como los muelles de un viejo sofá, y la carne de los belfos colgaba fláccida. Sus ojos habían perdido el brillo, las articulaciones de sus cuatro extremidades eran prominentes como bolas. Lo único que no había cambiado era el blanco cuerno que les nacía en la frente. El cuerno seguía apuntando al cielo, recto y orgulloso como siempre.
Reunidas en grupitos de tres o cuatro, las bestias se desplazaban a lo largo de los surcos de los campos, yendo de un pequeño arbusto a otro. Pero, en los árboles, apenas quedaban frutos o tiernas hojas verdes comestibles. En las ramas de los árboles altos aún quedaba algún fruto, pero las bestias no alcanzaban hasta allí y permanecían al pie de los árboles buscando en vano frutos caídos o alzaban los ojos mirando con tristeza los pájaros que los estaban picoteando.
—¿Cómo es que las bestias no tocan los frutos de los campos? —le pregunté.
—Porque es así. Aunque no conozco el motivo —dijo—. Las bestias no tocan lo que puede alimentar al hombre. Si les damos algo, se lo comen, pero, si no se lo ofrecemos nosotros, jamás lo tocan.
En la ribera del río, unas bestias, con las patas delanteras dobladas, se inclinaban sobre un remanso para beber agua. Cuando pasamos junto a ellas, siguieron bebiendo sin alzar siquiera la cabeza. Los blancos cuernos se reflejaban en la superficie del río con tanta nitidez que parecía que un montón de huesos blancos hubiesen caído en el fondo de las aguas.
Tal como me había explicado el guardián, tras andar unos treinta minutos por la orilla del río y dejar atrás el Puente del Este, encontramos un pequeño sendero que torcía a la derecha, hacia el sur. Era tan angosto que, de no haber estado alertas, lo hubiéramos pasado por alto. Ya no se veían campos, sólo un prado de altos y espesos hierbajos resecos que se extendía a ambos lados del camino. El prado se extendía entre los campos de cultivo y el Bosque del Este.
Poco a poco, el terreno empezó a ascender, mientras la hierba raleaba. La cuesta se acentuó hasta tornarse una montaña rocosa. Sin embargo, por más que la llame de este modo, no era una montaña abrupta, sino que estaba escalonada. La roca era de una arenisca relativamente blanda y los escalones tenían las aristas redondeadas por el uso. Tras ascender un buen trecho, alcanzamos la cima. La altura debía de ser un poco inferior a la de la Colina del Oeste donde yo vivía.
A diferencia del lado norte, la ladera sur de la colina formaba un suave declive. El prado de hierba seca se prolongaba un poco más y después se extendía, amplio como el mar, el negro Bosque del Este.
Nos sentamos para recobrar el aliento y permanecimos unos instantes contemplando el paisaje. Desde allí, la ciudad ofrecía un aspecto muy distinto al que yo estaba acostumbrado a ver. El río trazaba una sorprendente línea recta, sin formar un solo meandro: parecía que el cauce se hubiera excavado artificialmente. Al norte del río se extendía la ciénaga, y a la derecha de la ciénaga, el Bosque del Este, que, desde el sur, tras superar el río se adentraba como una avanzadilla en dirección norte. Divisamos también los campos de cultivo, a este lado del río, que acabábamos de dejar atrás. En toda esa zona no había una sola casa, y el Puente del Este estaba desierto, envuelto en una atmósfera de soledad. Aguzando la vista, se vislumbraba el barrio obrero y la torre del reloj, pero, por alguna razón, ambos parecían espectros incorpóreos llegados de un lugar remoto.
Tras un pequeño descanso, emprendimos el descenso de la colina en dirección al bosque del este. A la entrada del bosque había un estanque tan poco profundo que se veía el fondo y, en el centro, emergían las enormes raíces, del color de los huesos, de un árbol muerto. Sobre las raíces descansaban dos pájaros blancos que se nos quedaron mirando fijamente. La nieve estaba endurecida y, al pisarla, nuestros zapatos no dejaban impronta en ella. El largo invierno había transformado por completo el aspecto del bosque. No se oían los trinos de los pájaros, no se veían insectos. Sólo los enormes árboles seguían absorbiendo la fuerza vital de las profundidades de la tierra, alzándose hacia el cielo cubierto de oscuros nubarrones.
Cuando avanzábamos por el camino del bosque, nos llegó un extraño ruido. Se parecía al aullido del viento cuando atraviesa el bosque, pero no soplaba una sola ráfaga de aire y, además, el aullido era más monótono. Progresivamente, el sonido fue ganando en potencia y nitidez, pero seguíamos sin saber qué lo producía. Ella tampoco había ido nunca a la central eléctrica.
Vimos un grueso roble y, detrás, una explanada desierta. Al fondo se alzaba el edificio de lo que parecía ser la central eléctrica. De hecho, ningún distintivo indicaba que lo fuera. Tenía el aspecto de un enorme almacén. No se veían instalaciones, ningún cable de alta tensión. El extraño aullido del viento parecía proceder del interior de aquel edificio de ladrillo. En la fachada había una sólida puerta de hierro de dos hojas y, en la parte superior, unos ventanucos alineados. El camino moría en la explanada.
—Debe de ser la central eléctrica —dije.
La puerta de la fachada debía de estar cerrada con llave, ya que ni siquiera uniendo nuestras fuerzas logramos moverla un ápice.
Decidimos rodear el edificio. La central eléctrica era más larga que ancha y, en la parte superior de todas sus paredes, había la misma hilera de ventanucos que en la fachada. De estas ventanas surgía el sonido. Pero no había ninguna otra puerta. Sólo las chatas y anodinas paredes de ladrillo. Estas presentaban cierta similitud con la muralla que rodeaba la ciudad, pero de cerca se apreciaba que los ladrillos de este edificio eran toscos y de una calidad muy distinta a la de los que formaban la muralla. Eran rugosos al tacto y muchos estaban descantillados.
En la parte trasera, colindante al edificio, había una casita, también de ladrillo. Era del mismo tamaño que la cabaña del guardián y tenía una ventana y una puerta normales. En la ventana, un saco de cereales vacío hacía las veces de cortina, y del tejado se alzaba una chimenea ennegrecida por el hollín. Allí, al menos, se percibía el olor de la vida humana. Di tres golpes en la puerta de madera, hasta tres veces, pero nadie respondió. La puerta estaba cerrada con llave.
—Mira, allá hay una entrada —me dijo ella tomándome de la mano.
Al volverme en la dirección que me indicaba distinguí, en una esquina de la parte trasera del edificio, una puerta de hierro abierta hacia fuera.
Delante de la puerta, el aullido del viento era casi ensordecedor. El interior estaba mucho más oscuro de lo que esperaba y, antes de que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad, no conseguí ver nada a pesar de ponerme la mano sobre los ojos a modo de visera. No había ninguna lámpara —era extraño que en una central eléctrica no hubiese ni siquiera una lámpara— y la débil luz que penetraba por los altos ventanucos no llegaba más allá del techo. Ante mis ojos, sólo el aullido del viento danzaba por el interior del edificio desierto.
Supuse que, aunque llamara, nadie me respondería; por lo tanto, todavía en el umbral, me quité las gafas oscuras y esperé a que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad, ella se quedó a mis espaldas.
Daba la impresión de que prefería no acercarse demasiado al edificio. El ruido del viento y la oscuridad la amedrentaban.
Como solía estar siempre en la penumbra, enseguida vislumbré la figura de un hombre plantado en el centro. Un hombre de corta estatura y delgado. Ante él se erguía, recta hasta el techo, una gruesa columna cilíndrica de hierro de unos tres o cuatro metros de diámetro, en la que el hombre mantenía los ojos clavados. Aparte de la columna, no había nada parecido a una instalación, a una máquina: el edificio estaba tan vacío como la pista de un picadero cubierto. El suelo estaba pavimentado con los mismos ladrillos que las paredes. Semejaba un horno gigantesco.
Penetré solo en el edificio, dejándola a ella en la puerta. Cuando hube recorrido la mitad de la distancia que me separaba de la columna, el hombre se percató de mi presencia. Sin cambiar de posición, sólo con la cabeza vuelta hacia mí, se quedó mirando fijamente cómo me aproximaba. Era joven, posiblemente unos años menor que yo. Era la antítesis del guardián. Tenía los brazos, las piernas y los hombros muy delgados, y la tez pálida. De piel lisa, barbilampiño, el nacimiento del pelo había retrocedido hasta dejar al descubierto una frente ancha. Sus ropas estaban limpias y cuidadas.
—¡Buenos días! —le dije.
Todavía con la boca firmemente cerrada, me miró y se inclinó levemente a modo de saludo.
—¿Le interrumpo? —le pregunté. Debido al aullido del viento, me veía obligado a hablar a gritos.
El hombre sacudió la cabeza indicando que no le molestaba y me señaló una ventanilla acristalada, del tamaño de una postal, que había en la columna. Con ese ademán parecía decirme que atisbara dentro. Al mirar con atención, me di cuenta de que la ventanilla de cristal formaba parte de una puerta que se abría en la columna. La puerta estaba firmemente fijada con pernos. Al otro lado del cristal, una especie de ventilador gigantesco instalado paralelamente al suelo giraba con violenta energía. Parecía un motor de miles de caballos de vapor rotando sobre un eje. Presumiblemente, la potencia del viento que penetraba por un sitio u otro hacía girar con fuerza las aspas del ventilador y éste producía electricidad. O al menos eso supuse yo.
—¡Vaya vendaval! —dije.
El hombre asintió, dándome la razón. Después me tomó por el brazo y me condujo hacia la entrada. Yo le pasaba media cabeza. Nos dirigimos hacia la puerta, el uno al lado del otro, como un par de buenos amigos. En la entrada, ella esperaba de pie. El joven se inclinó levemente ante ella de la misma manera que había hecho conmigo.
—Buenos días —lo saludó ella.
—Buenos días —repuso el hombre.
Nos condujo a un lugar adonde apenas llegaba el aullido del viento. Detrás de la cabaña se extendía un campo roturado que lindaba con el bosque. Nos sentamos en unos tocones alineados uno junto al otro.
—Lo siento, pero digamos que no tengo un chorro de voz —dijo el joven encargado en tono de disculpa—. Supongo que vienen ustedes de la ciudad, ¿no es así?
Contestamos afirmativamente.
—Como pueden ver —siguió—, la fuerza del viento es lo que produce la electricidad para la ciudad. Por aquí abundan enormes agujeros y utilizamos el viento que brota de su interior. —Enmudeció unos instantes con la vista clavada en el campo, a sus pies—. El viento se alza una vez cada tres días. En el subsuelo de la zona hay muchas grutas por las que circulan el viento y el agua. Y yo me encargo del mantenimiento de las instalaciones. Los días en que no sopla el viento, engraso la maquinaria; también trato de evitar que los interruptores se congelen. Y la electricidad que se produce aquí llega a la ciudad a través de cables subterráneos.
Tras pronunciar estas palabras, barrió los campos con la mirada. Alrededor de los campos de cultivo se alzaba, alto como una muralla, el bosque. La tierra negruzca de los campos estaba cuidadosamente labrada, pero todavía no había dado su fruto.
—En mis ratos libres voy roturando poco a poco el bosque y ensanchando el campo. Claro que yo solo poco puedo hacer. Sorteo los árboles grandes y escojo los terrenos más accesibles. Pero está muy bien hacer algo con tus propias manos. Cuando llegue la primavera, podré cosechar verduras. ¿Han venido con fines educativos?
—Más o menos —dije.
—Los habitantes de la ciudad no suelen aparecer por aquí —comentó—. Nadie entra en el bosque. Aparte del repartidor, por supuesto. Viene una vez por semana a traerme comida y artículos de uso diario.
—¿Y usted vive siempre solo aquí? —le pregunté.
—Sí, desde hace bastante tiempo. Sólo por el sonido que producen, conozco el estado de cada uno de los engranajes de la central. Es como si me pasara los días hablando con las máquinas. Cuando llevas mucho tiempo haciéndolo, aprendes. Si las máquinas se hallan en buen estado, me siento en paz conmigo mismo. También conozco los sonidos del bosque. El bosque emite sonidos diversos. Es como si estuviera vivo.
—¿Y no es muy duro vivir solo en el bosque?
—¿Es duro? ¿No es duro? Esa disyuntiva no la comprendo —dijo—. El bosque está aquí y yo vivo en él, esto es lo único que cuenta. Alguien tiene que permanecer aquí al cuidado de las máquinas. Además, yo vivo a la entrada del bosque. No conozco la espesura.
—¿Hay otras personas que vivan en el bosque aparte de usted? —preguntó ella.
El encargado reflexionó unos instantes, pero enseguida afirmó con pequeños movimientos de cabeza:
—Conozco a algunas. Los que viven en el campo se dedican a extraer carbón, a roturar el bosque para cultivar algo. Pero he visto a muy pocos y apenas he hablado con ellos. A mí no me aceptan. Ellos viven en el bosque y yo vivo aquí solo. En el interior del bosque debe de haber más, pero yo nunca me adentro en el bosque y ellos casi nunca se acercan hasta la entrada.
—¿Ha visto alguna vez a una mujer? —quiso saber ella—. ¿Una mujer de unos treinta y uno o treinta y dos años?
El encargado sacudió la cabeza.
—No, jamás he visto a una mujer. Sólo hombres.
La miré, pero ella no dijo nada más.