Capítulo XXII
Cleo seguía haciendo furor en el teatro de variedades de Houston Street. Se había convertido en una institución, como Mistinguette. Es fácil entender por qué fascinaba a aquel auditorio que los emprendedores hermanos Minsky congregaban todas las noches en su sala de espectáculos. Bastaba con pararse junto a la taquilla antes de la función de la tarde, cualquier día de la semana, y observar el continuo chorreo de espectadores. Por la noche era una multitud más refinada, procedente de todas las partes de Manhattan, Brooklyn, Queens, el Bronx, Staten Island y Nueva Jersey. Hasta Park Avenue aportaba clientela, por la noche. Pero a la vivida luz del día, con la marquesina como picada de viruelas y la iglesia católica contigua tan sucia, desolada, tan miserable, con el cura siempre de pie en la escalinata, rascándose el culo para mostrar su disgusto y desaprobación, se parecía mucho a la representación de la realidad que la esclerótica mente de un escéptico idea, cuando intenta explicar por qué no puede haber Dios.
¡Qué de veces merodeé por la entrada del teatro, buscando con ojos ávidos a alguien que me dejara unos centavos para completar el precio de la localidad! Cuando estás sin trabajo, o demasiado asqueado como para buscar trabajo, es infinitamente mejor sentarte en una platea hedionda que quedarte horas de pie en un urinario público… simplemente porque se está calentito. El sexo y la pobreza van de la mano.
¡Qué fétido olor el del teatro de variedades! ¡Ese olor a letrina, a orina saturada de naftalina! ¡El olor combinado de sudor, pies, malos alientos, chicle, desinfectantes! El nauseabundo desodorante procedente de las pistolas de agua que te apuntaban, ¡como si fueras una masa de moscones azules! ¿Nauseabundo? No hay palabra para calificarlo. Ni el propio Onán podía oler peor.
Y el décor, ¡no digamos! El gusto de un Renoir en las últimas fases de la gangrena. Combinado perfectamente con los efectos luminosos del Mardi Gras: una ristra de luces rojas que iluminaba una matriz podrida. Daba una satisfacción ignominiosa estar sentado allí con los idiotas mongólicos en el crepúsculo de Gomorra, sabiendo perfectamente que después de la función tendrías que volver a casa a pie. Sólo un hombre con los bolsillos vacíos puede apreciar plenamente el calor y el hedor de una gran úlcera en que centenares de otros como él están sentados y esperan que se alce el telón. A tu alrededor, idiotas desproporcionadamente altos pelando cacahuetes, o mordisqueando barras de chocolate, o vaciando con pajas botellas de gaseosa. El Lumpen Proletariat. Gentuza cósmica.
La atmósfera era tan pestilente, que era exactamente como un gran pedo coagulado. En el telón de amianto, anuncios de remedios contra las enfermedades venéreas, de trajes y capas, de peleterías, de dentífricos exquisitos, de relojes para ver la hora… ¡como si la hora fuera importante en nuestras vidas! Anuncios de lugares donde ir a tomar un refrigerio rápido después de la función… como si tuviera uno dinero para desperdiciar, como si después de la función fuésemos a acudir todos a Casa Louie o Casa August a echar un vistazo a las chicas, a meterles dinero por el culo y ver la Aurora Boreal o la Bandera de Estados Unidos.
Los acomodadores… malhechores zarrapastrosos los hombres, mierdas vacías las del otro sexo. De vez en cuando una polaca atractiva, de cabellos rubios y aspecto insolente y desafiante. Una de las estúpidas polacas que preferían ganarse un centavo honradamente a presentar el culo para que les echaran un polvo rápido. Se sentía el olor de su sucia ropa interior, tanto en invierno como en verano…
En fin, todo basado en el lema «paga al contado y te lo llevas puesto»: ése era el plan Minsky. Y, además, funcionaba. Nunca un pateo, aunque la actuación fuera un pestiño. Si asistías con bastante frecuencia, llegabas a conocer las caras tan bien, no sólo del reparto, sino también del auditorio, que era como una reunión de familia. Si te sentías asqueado, no necesitabas un espejo para verte el aspecto: bastaba con que echaras un vistazo a tu vecino. Debería haberse llamado «Casa de la Identidad». Era Devachán patas arriba.
Nunca había nada original, nada que no hubieras visto ya mil veces. Era como un coño que estás harto de mirar: te conoces todos los pliegues, todas las arrugas color hígado; estás tan hasta los cojones de él, que sientes deseos de escupirle, o coger una goma de desatrancar y sacar todo el lodo atascado en la laringe. Oh, sí, más de una vez te daban ganas de abrir fuego: de apuntarlos con una ametralladora, a hombres, mujeres y niños, y volarles las entrañas. A veces se apoderaba de ti una especie de debilidad: sentías deseos de tirarte al suelo y quedarte ahí entre las cáscaras de cacahuetes. Y que la gente te pisara con sus zapatos grasientos, hediondos y manchados de mierda.
Y tampoco faltaba nunca la nota patriótica. (Cualquier tía apolillada podía salir a escena vestida con la bandera norteamericana y, tras cantar una tonada con voz ronca y jadeante, hacer que el teatro se viniera abajo con los aplausos. Si ocupabas una butaca bien situada, podías sorprenderla limpiándose la nariz con la bandera entre bastidores). Ni los números sensibleros… ¡cómo les gustaban las canciones dedicadas a la madre!
¡Pobres diablos alelados! Cuando se trataba el tema del hogar y de la madre, babeaban como ratones llorones. Para esos números siempre sacaban a escena a la imbécil canosa, la encargada del servicio de señoras. Su recompensa por pasarse día y noche sentada en el cagadero consistía en aquel babeo sensiblero durante uno de los números sentimentales. Llevaba una enorme faja —la matriz caída, con toda probabilidad— y tenía los ojos vidriosos. Era tan simple y dócil, que podría haber sido la madre de todos. La encarnación misma de la maternidad… después de treinta y cinco años de partos, palizas del marido, abortos, hemorragias, úlceras, tumores, hernias, venas varicosas y otros emolumentos de la vida maternal. Siempre me sorprendía que nadie pensara en traspasarla con una bala y liquidarla.
No se podía negar que los hermanos Minsky habían pensado en todo, todo lo que le recordara a uno las cosas de las que quería escapar. Sabían sacar a relucir todo lo gastado y marchito, incluidos los propios piojos que tenías en los sesos… y te restregaban aquella mezcolanza por la nariz como un trapo sucio. Eran emprendedores, de eso no había duda. Probablemente de izquierdas también, a pesar de contribuir al sostén de la iglesia católica contigua. Eran unitarios, en el sentido práctico. Generosos y liberales proveedores de diversión para los pobres de espíritu. No cabía la menor duda. Estoy seguro de que iban a los baños turcos todas las noches (después de contar el dinero), y tal vez a la sinagoga también, cuando hubiera tiempo.
Pero volvamos a Cleo. Aquella noche era Cleo otra vez, como había sido en el pasado. Aparecía dos veces, una antes del descanso y otra al final de la función.
Ni Marcelle ni Mona habían estado nunca en un teatro de strip-tease; estuvieron alerta desde el principio hasta el final. Los cómicos les gustaron; era un vacile obsceno para el que no estaban preparadas. Los cómicos hacen un trabajo espléndido, no cabe duda. Lo único que necesitan para crear la ilusión de un mundo en que el Inconsciente es dueño y señor es un par de pantalones holgados, un orinal, un teléfono o un perchero. Todos los cómicos de revista, si son dignos de ese nombre, tienen algo de héroes. En todas las actuaciones matan al censor que permanece como un fantasma en el umbral del yo subliminal. No sólo lo matan por nosotros, sino que, además, se mean en él y mortifican la carne.
En fin, ¡Cleo! Para cuando entra en escena Cleo, todo el mundo está listo para cascársela. (No como en India, donde un nabab rico se compra media docena de filas de butacas para masturbarse en paz). Aquí todo el mundo pone manos a la obra bajo el sombrero. Una orgía de leche condensada. El semen mana en abundancia como la gasolina. Hasta un ciego sabría que no hay otra cosa a la vista que coño, muslamen y tetamen. Lo asombroso es que no se produzca nunca un desbocamiento. De vez en cuando alguien se va a casa y se corta los cojones con una navaja de afeitar oxidada, pero de esas pequeñas hazañas nunca hablan los periódicos.
Una de las cosas que hacían fascinante la danza de Cleo era el pomponcito que llevaba en el centro de la pelvis… plantado justo encima de la mata de rosas. Servía para mantenerte los ojos clavados en ese punto. Podía girarlo como un molinillo o hacerle saltar y estremecerse con espasmos eléctricos. A veces se calmaba con pequeños jadeos, como un cisne que se queda en reposo después de un profundo orgasmo. Unas veces se comportaba de forma atrevida e impúdica, otras veces se mostraba taciturno y adusto. Parecía ser parte de ella, una bolita de pelusa que le hubiera crecido en el Monte de Venus. Posiblemente lo hubiese conseguido en una casa de putas argelina, regalo de un marinero francés. Era provocativo, sobre todo para el chaval de dieciséis años que todavía no sabe lo que se siente al agarrar la mata de una mujer.
Casi no recuerdo cómo era su cara. Tengo un débil recuerdo de que tenía la nariz retroussé. Lo que es seguro es que nunca la reconocería uno con la ropa puesta. Concentrabas la atención en el torso, en cuyo centro había un enorme ombligo pintado color carmín. Era como una boca hambrienta, aquel ombligo. Como la boca de un pez atacado de repente por la parálisis. Estoy seguro de que mirarle el coño no era la mitad de excitante. Probablemente fuese una loncha de carne azulada y pálida que un perro ni siquiera se molestaría en olfatear. Estaba viva en el diafragma, en aquella pera sinuosa y carnosa que se abombaba bajo el esternón. El torso me recordaba a esos maniquíes de modista cuyos muslos acaban en un esqueleto de varillas de paraguas. De niño me encantaba pasar la mano por la ondulación imbilical. Era deliciosa al tacto. Y el hecho de que el maniquí no tuviera brazos ni piernas incrementaba la prominente belleza del torso. A veces no había mimbre debajo: sólo una figura truncada con un cuello camisero —en lugar del pescuezo— que siempre iba pintado de negro brillante. Ésos eran los intrigantes, los adorables. Una noche, en una barraca de feria, me encontré con uno vivo, idéntico a los de las modistas. Se movía por la plataforma con las manos, como si anduviera por el agua. Me acerqué mucho y entablé conversación con ella. Tenía cabeza, naturalmente; era bastante bonita, algo así como las imágenes de cera que se ven en las peluquerías de los barrios elegantes de una gran ciudad. Me dijo que era de Viena; había nacido sin piernas. Pero me estoy yendo por las ramas… Lo que me fascinaba de ella era que tenía aquella misma ondulación voluptuosa, aquellas onda y comba como de pera. Me quedé mucho rato junto a su plataforma para examinarla desde todos los ángulos. Era asombrosa la exactitud con que le habían cercenado las piernas. Otra rodaja de su carne y se habría quedado sin chocho. Cuanto más la estudiaba, más tentado me sentía a abordarla. Imaginaba mis brazos en torno a su linda cinturita, me imaginaba cogiéndola, pasándomela bajo el brazo y largándome con ella para violarla en un descampado.
Durante el descanso, mientras las chicas fueron al servicio a ver a la querida y anciana mamá, Ned y yo nos quedamos en la escalera de hierro que decora el exterior del teatro. Desde las filas de arriba se podía mirar a las casas de la acera de enfrente, donde las queridas y ancianas mamás se agitan como cucarachas irritadas. Pisitos acogedores, en caso de que tengas estómago fuerte y gusto por los sueños ultravioletas de Chagall. La comida y las ropas de cama son los motivos predominantes. A veces se mezclan indiscriminadamente y el padre que ha pasado el día vendiendo cerillas con frenesí de tuberculoso se encuentra comiendo el colchón. Entre los pobres sólo se sirve lo que tarda horas en prepararse. Al gourmet le gusta comer en un restaurante lleno de aromas; el pobre siente náuseas, cuando sube las escaleras y percibe el olor de lo que le espera. Al rico le gusta dar la vuelta a la manzana paseando al perro… para estimular ligeramente el apetito. El pobre mira la perra enferma tumbada bajo la pila y piensa que sería un acto de misericordia darle un puntapié en las tripas. Nada le da apetito. Está hambriento, perpetuamente hambriento de las cosas que le apetecen. Hasta un soplo de aire puro es un lujo. Pero es que no es un perro, por lo que nadie lo saca a dar un paseo y tomar el aire, desgraciadamente. Yo he visto a los pobres desgraciados asomados a las ventanas y apoyados en los codos, con la cabeza colgando en las manos como una linterna: no hace falta un adivinador del pensamiento para saber lo que está pensando. De vez en cuando derriban una hilera de viviendas para abrir agujeros de ventilación. Al pasar por esas zonas vacías, espaciadas como agujeros de muelas sacadas a una dentadura, muchas veces he imaginado a los pobres desgraciados todavía colgados ahí, en los alféizares de las ventanas, con las casas derribadas, pero ellos suspendidos en el aire, sostenidos por su propia aflicción y miseria, como dirigibles inactivos desafiando la ley de la gravedad. ¿Quién percibe esos espectros aéreos? ¿A quién no le importa tres cojones que estén suspendidos en el aire o enterrados a dos metros de profundidad? Lo importante es el espectáculo, como dice Shakespeare. Dos sesiones al día, domingos incluidos, sigue el espectáculo. Si lo que te pasa es que te falta comida, pues, hombre, guísate un par de calcetines viejos. Los hermanos Minsky se dedican a ofrecer diversión. Las tabletas de chocolate con almendras están siempre a mano, excelentes antes o después de cascártela. Un espectáculo nuevo cada semana… con el mismo reparto y los mismos chistes de siempre. Lo que de verdad sería una catástrofe para esos señores Minsky sería que a Cleo se le declarara una hernia doble. O que quedase embarazada. Resulta difícil decir qué sería peor. Podría tener trismo o enteritis o claustrofobia, e importaría un comino. Podría sobrevivir incluso a la menopausia. O, mejor dicho, los Minsky podrían sobrevivir. Pero una hernia, eso sería como la muerte: irrevocable.
Lo que pasó por la mente de Ned durante aquel breve descanso era algo que tenía que limitarme a conjeturar. «Bastante horrible, ¿eh?», comentó, coincidiendo con alguna observación que había hecho yo. Lo dijo con una indiferencia propia de un niñato de Park Avenue. Algo sobre lo que nadie podía hacer nada, era lo que quería decir. A los veinticinco años había sido el director artístico de una agencia de publicidad; eso había sido cinco o seis años antes. Desde entonces había estado sin blanca, pero la adversidad no había alterado en modo alguno su forma de ver la vida. Simplemente había confirmado su idea básica de que la pobreza era algo que había que evitar. Con un poco de suerte volvería a estar en la cima, dando órdenes a aquellos a los que ahora adulaba.
Me estaba hablando de un proyecto que tenía entre manos, otra idea «única» para una campaña de publicidad. (Cómo hacer que la gente fumara más… sin perjudicar su salud). Lo malo era que, ahora que estaba al otro lado de la valla, nadie le iba a hacer caso. Si todavía hubiera sido director artístico, todo el mundo habría aceptado la idea inmediatamente y la habría considerado brillante. Ned veía la ironía de la situación, nada más. Pensaba que tenía algo que ver con su aspecto: quizá no pareciera tan seguro de sí mismo como en otro tiempo. Si tuviese un vestuario mejor, si pudiera dejar la bebida por una temporada, si fuese capaz de recuperar el entusiasmo adecuado… y demás. Marcelle le preocupaba. Lo estaba agotando. Con cada polvo que le echaba tenía la sensación de haber sacrificado otra idea brillante. Quería estar solo por una temporada para poder pensar. Si Marcelle estuviera a mano sólo cuando la necesitaba y no apareciese en momentos inoportunos —justo cuando estaba haciendo algo—, sería estupendo.
«Tú lo que quieres es un abrebotellas y no una mujer», dije.
Se rió, como si estuviera ligeramente avergonzado.
«En fin, ya sabes cómo son las cosas», dijo. «Joder, me gusta… está bien. Otra chica me habría dejado hace mucho. Pero…».
«Sí, ya sé. Lo malo es que persiste».
«Parece brutal, ¿no?».
«Lo es», dije. «Oye, ¿se te ha ocurrido alguna vez que podrías no volver a ser nunca director artístico, que tuviste tu oportunidad y la desaprovechaste? Ahora tienes otra oportunidad… y estás desaprovechándola de nuevo. Podrías casarte y hacerte… en fin, no sé qué… cualquier puñetera cosa… ¿qué más da? Tienes la oportunidad de llevar una vida normal, feliz… en un plano modesto. Supongo que te parecerá imposible que pudieras estar mejor conduciendo una camioneta de leche. Eso es demasiado aburrido para ti, ¿eh? ¡Qué lástima! Sentiría más respeto por ti viéndote de pocero que de presidente de la Compañía de Jabones Palmolive. Tú no rebosas de ideas originales, como te imaginas, simplemente estás intentando recuperar algo perdido. Lo que te incita es el orgullo, no la ambición. Si tuvieras alguna originalidad, serías más flexible: lo demostrarías en cien formas diferentes. Lo que te aflige es haber fracasado. Probablemente sea la mejor cosa que te haya ocurrido nunca. Pero no sabes aprovechar tus contratiempos. Probablemente estés hecho para algo totalmente diferente, pero no te vas a dar la oportunidad de averiguar para qué. Das vueltas en torno a tu obsesión como una rata en una trampa. Si quieres saber mi opinión, es bastante horrible… más horrible que la visión de esos pobres diablos condenados, que cuelgan de las ventanas. Ellos están dispuestos a coger cualquier cosa; tú no estás dispuesto a alzar el meñique. Quieres volver a tu trono y ser el rey del mundo de la publicidad. Y, si no puedes conseguir eso, vas a hacer desgraciados a todos los que te rodean. Vas a castrarte y después dirás que alguien te ha cortado los cojones…».
Los músicos estaban afinando; tuvimos que volver corriendo a nuestros asientos. Mona y Marcelle ya estaban sentadas, enfrascadas en una conversación muy animada. De repente, del foso de la orquesta se elevó un tremendo estruendo, como un reguero de ácido prúsico sobre un toldo tenso. El tipo pelirrojo del piano estaba completamente fláccido e invertebrado y sus dedos caían sobre el teclado como estalactitas. La gente seguía volviendo en masa de los servicios. La música se volvía cada vez más frenética, con predominio de los instrumentos metálicos y de percusión. Aquí y allá pestañeaba un cambio de luces, como si hubiera una fila de búhos electrificados abriendo y cerrando los ojos. Delante de nosotros un muchacho joven iluminaba una postal con una cerilla encendida, esperando descubrir a la puta de Babilonia… o a los hermanos siameses revolcándose en un orgasmo gimnástico.
Al alzarse el telón, las bellezas egipcias de las inmediaciones de Rivington Street empezaron a actuar; se agitaban como lenguados recién soltados del anzuelo. Una contorsionista larguirucha hizo el molinillo, luego se dobló como una navaja y, después de varias volteretas hacia atrás, intentó besarse el culo. La música se volvió empalagosa, alternando de un ritmo a otro y sin llegar a ninguna parte. Justo cuando todo parecía al borde del colapso, las torpes coristas hicieron mutis por el foro, la contorsionista se levantó y se fue renqueando como una leprosa, y aparecieron un par de bufones que fingían ser unos libertinos de aúpa. Baja el telón negro y ahí están, parados en medio de una calle, en la ciudad de Irkustk. Uno de ellos desea a una mujer tan ansiosamente, que lleva la lengua colgando. El otro es un entendido en caballos. Tiene un aparatito, una especie de «Ábrete Sésamo», que va a vender a su amigo por novecientos sesenta y cuatro dólares y treinta y dos centavos. Regatean hasta fijar el precio en un dólar y medio. Estupendo. Una mujer baja caminando por la calle. Es de la Avenida A. El tipo que ha comprado el aparato le habla en francés. Ella responde en volapuk. Lo único que tiene que hacer aquél es soltar el jugo y ella se lanza en sus brazos. La cosa continúa en noventa y dos variaciones, exactamente como la semana pasada y la anterior… hasta remontarse a la época de Bob Fitzsimmons, en realidad. Baja el telón y un joven alegre con un micrófono sale de entre bastidores y te canta con voz melosa una cantinela romántica sobre un avión que lleva una carta a su amor en Caledonia.
Ahora vuelven a salir los lenguados, esta vez disfrazados de navajos. Danzan en tomo a una hoguera eléctrica. La música pasa de «Pony Boy» a «Kashmiri Song» y después a «Rain in the Face». Una chica letona con una pluma en el pelo se yergue como Hiawata, mirando hacia la tierra en que se pone el sol. Tiene que permanecer de puntillas hasta que Bing Crosby, hijo, acaba catorce cuartetos de poesía popular amerindia escrita por un vaquero de Hester Street. Entonces se oye un disparo de pistola, las coristas gritan, entusiasmadas, despliegan la bandera norteamericana, la contorsionista da saltos mortales a través del fortín, Hiawata baila un fandango, y a la orquesta le da apoplejía. Cuando se apagan las luces, la anciana canosa encargada de los servicios está parada junto a la silla eléctrica esperando para ver el ajusticiamiento de su hijo. Esa escena desconsoladora va acompañada de una interpretación en falsete de «Silver Threads Among the Gold». La víctima de la justicia es uno de los payasos, que dentro de un momento saldrá con un orinal en la mano. Va a tener que tomar las medidas a la primera actriz para un traje de baño. Ella se inclinará complaciente y exhibirá el culo para que él pueda tomarle las medidas absolutamente exactas. Acabado eso, ella será la enfermera de un manicomio, armada con una jeringa llena de agua que le inyectará en los pantalones. Después habrá dos primeras actrices vestidas con saltos de cama. Se sientan en un piso acogedor a esperar que lleguen sus novios. Llegan los muchachos y al cabo de unos momentos se ponen a quitarse los pantalones. Entonces vuelve el marido y los muchachos saltan de un lado para otro en calzoncillos como gorriones inválidos.
Todo está calculado al minuto. A las 10,23, Cleo está lista para hacer su segundo y último número. Después tendrá unos ocho minutos y medio de descanso, según los términos del contrato. Luego tendrá que esperar entre bastidores otros doce minutos y ocupar su lugar con el resto del reparto para el número final. Esos doce minutos la consumen. Son minutos preciosos completamente desperdiciados. Ni siquiera puede ponerse la ropa de calle; debe mostrarse con toda su gloria y culebrear una o dos veces más mientras baja el telón. Es algo que la pone negra.
¡Las diez y veintidós minutos y medio! Un decrescendo cargado de presagios, un redoble apagado de los tambores. Se apagan todas las luces, excepto las situadas encima de las «Salidas». El proyector enfoca las bambalinas, donde a las 10,23 en punto aparecerá primero una mano, luego un brazo y después un pecho. La cabeza sigue al cuerpo, como el aura sigue al santo. La cabeza va envuelta en viruta de madera con hojas de col cubriendo los ojos; se mueve como un erizo de mar luchando con anguilas. Un radiotransmisor va escondido en la boca carmesí del ombligo: es un ventrílocuo que usa el código de los sordomudos.
Antes de que se inicien los grandes movimientos espasmódicos con un redoble —como de tambor— del torso, Cleo da vueltas por el escenario con la desenvoltura y la languidez hipnóticas de una cobra. Las ágiles piernas blancas como la leche van ocultas por un velo de abalorios sujeto a la cintura; los rosados pezones van cubiertos con una gasa transparente. Cleo es invertebrada, lechosa, está drogada: una medusa con peluca de paja ondulándose en un lago de abalorios de cristal.
Mientras se quita la capa tintineante, el pompón se convierte en tam-tam y el tam-tam en pompón.
Y ahora estamos en el corazón del África más misteriosa, donde corre el Ubangi. Dos serpientes están trabadas en mortal combate. La grande, que es una boa, está tragando lentamente a la pequeña… empezando por la cola. La pequeña es de unos cuatro metros de larga… y venenosa. Lucha hasta el último aliento; sus colmillos siguen escupiendo, hasta en el momento en que las fauces de la grande se cierran sobre su cabeza. Ahora sigue una siesta en la sombra para que los procesos digestivos entren en acción. Un combate extraño, silencioso, no producido por el odio, sino por el hambre. África es el continente de la abundancia en que el hambre es dueño y señor. La hiena y el buitre son los árbitros. Una tierra de silencios escalofriantes rotos por gruñidos furiosos y alaridos de agonía Todo es devorado caliente, y crudo. La vida tan abundante abre el apetito a la muerte. Odio, no; sólo hambre. Hambre en plena abundancia. La muerte llega rápida. En cuanto está uno hors de combat, sobreviene el proceso de devoración. Peces diminutos, enloquecidos de hambre, pueden devorar un gigante y dejarlo reducido al esqueleto en unos minutos. La sangre es sorbida como el agua. El pelo y la piel cambian de dueño al instante. Las garras y los colmillos hacen de armas y de moneda. No hay desperdicio. Todo se come vivo entre gruñidos espeluznantes. La muerte cae como el rayo en bosques y ríos. Los gigantes no están más inmunes que los enanos. Todo es presa.
En medio de esa pugna incesante los supervivientes del reino humano organizan sus danzas. El hambre es el cuerpo solar de África, la danza es el cuerpo lunar. La danza es la expresión de un hambre secundaria: el sexo. Hambre y sexo son como dos serpientes trabadas en mortal combate. No hay principio ni fin. Uno traga al otro para reproducir a un tercero: la máquina convertida en carne. Una máquina que funciona por sí sola y sin objeto, a no ser el de producir cada vez más y crear cada vez menos. Los sabios, los renunciantes, parecen ser los gorilas. Llevan una vida aparte: habitan en los árboles. Son los más feroces de todos: más terribles incluso que el rinoceronte y la leona. Lanzan bramidos penetrantes y ensordecedores. Desafían a quien se les acerque.
Por todo el continente continúa la danza. Es la sempiterna historia del dominio sobre las fuerzas oscuras de la naturaleza. El espíritu que actúa mediante el instinto. África danzando es África intentando alzarse por encima de la confusión de la mera reproducción.
En África la danza es impersonal, sagrada y obscena. Cuando el falo se pone erecto y se lo maneja como un plátano, no es una «erección personal» lo que vemos, sino una erección tribal. Es una «erección religiosa», no dirigida a una mujer, sino a un miembro femenino de la tribu. Almas en grupo representando un polvo en grupo. El hombre elevándose sobre el mundo animal mediante un rito de su propia invención. Con su mímica demuestra que ha llegado a ser superior al mero acto sexual.
La bailarina lasciva de la gran ciudad baila sola: hecho de enorme importancia. La ley prohíbe la respuesta, prohíbe la participación. Del rito primitivo no queda otra cosa que los movimientos «sugerentes» del cuerpo. Lo que sugieren varía según el observador. Para la mayoría, probablemente nada más que un polvo extraordinario en la oscuridad. Un polvo de ensueño, para ser más exactos.
Pero ¿qué ley es la que mantiene al espectador rígido en su butaca, como si estuviera encadenado y maniatado? La ley muda del mutuo acuerdo que ha convertido el sexo en un acto furtivo y desagradable, al que sólo se puede uno entregar con la autorización de la Iglesia.
Al observar a Cleo, me vuelve al pensamiento la imagen de aquel torso vienés en la barraca de feria. ¿Acaso no estaba Cleo tan absolutamente excomulgada de la sociedad humana como aquel monstruo seductor que había nacido sin piernas? Nadie se atreve a abalanzarse sobre Cleo, como tampoco se atrevería a magrear a la belleza sin piernas de Coney Island. A pesar de que todos los movimientos de su cuerpo están basados en el manual del coito terrenal, a nadie se le ocurre siquiera responder a la invitación. Abordar a Cleo en plena danza se consideraría un delito tan horrendo como el de violar al monstruo indefenso de la barraca de feria.
Pienso en el maniquí de modista que fue en un tiempo el símbolo del encanto femenino. Pienso en cómo acababa aquella imagen del placer carnal por debajo del torso en una aireada falda de varillas de paraguas.
Esto es lo que me está pasando por la cabeza…
Somos una comunidad de siete u ocho millones de personas, democráticamente libres e iguales, dedicadas a la consecución de la vida, la libertad y la felicidad para todos… en teoría. Representamos a casi todas las razas y pueblos del mundo en el apogeo de los logros culturales… en teoría. Tenemos derecho a adorar lo que nos plazca, a votar lo que nos plazca, a crear nuestras propias leyes, etc., en teoría.
Teóricamente todo es ideal, justo, equitativo. África sigue siendo un continente misterioso que ahora el hombre blanco empieza a ilustrar con la Biblia y la espada. Y, sin embargo, en virtud de un extraño acuerdo místico, una mujer llamada Cleo está bailando una danza obscena en una sala a oscuras contigua a una iglesia. Si danzara de ese modo en la calle, la arrestarían; si bailase de esa forma en una casa particular, la violarían y despedazarían; si danzara así en Camegie Hall, provocaría una revolución. Su danza es una violación de la Constitución de Estados Unidos. Es arcaica, primitiva, obscena, encaminada únicamente a excitar y encender las bajas pasiones de hombres y mujeres. Sólo tiene un fin honrado: aumentar los ingresos de los hermanos Minsky. Eso lo consigue. Y ahí debemos dejar de pensar en el tema o volvemos locos.
Pero no puedo dejar de pensar… veo un maniquí que ante la mirada lasciva del ojo cosmopolita se ha vuelto de carne y hueso. Lo veo agotar las pasiones de un supuesto auditorio civilizado en la segunda ciudad más grande del mundo. Se ha apoderado de su carne, de sus pasiones, de sus sueños y deseos lascivos, y, al hacerlo, los ha mutilado, los ha dejado con torsos rellenos y varillas de paraguas. Sospecho incluso que les ha robado los órganos sexuales, porque, si todavía fueran hombres y mujeres, ¿qué les iba a mantener pegados a sus butacas? Veo toda la rápida actuación como una especie de sesión de Caligari, un caso de transferencia psíquica hábil y magistral. Dudo de estar sentado en un teatro. Dudo de todo, menos del poder de la sugestión. Puedo creer con la misma facilidad que estamos en un bazar en Nagasaki, donde se venden objetos sexuales; que estamos sentados en la oscuridad con sexos de goma en las manos y masturbándonos como maniacos. Puedo creer que estamos en el limbo, entre el vaho de los mundos astrales, y que lo que pasa ante los ojos es un espejismo procedente del mundo fenoménico del dolor y la crucifixión. Puedo creer que todos estamos colgados del cuello, que estamos en el momento intermedio entre la apertura de la trampa y la ruptura del cordón cerebroespinal, que provoca la última y más exquisita eyaculación. Puedo creer que estamos en cualquier parte menos en una ciudad de siete u ocho millones de almas, todas libres e iguales, todas cultas y civilizadas, todas dedicadas a la consecución de la vida, la libertad y la felicidad. Sobre todo, me resulta de lo más difícil creer que en este día acabo de entregarme en santo matrimonio por tercera vez, que estamos sentados uno junto al otro en la oscuridad como marido y mujer, y que celebramos los ritos de la primavera con emociones de goma.
Me parece absolutamente increíble. Hay situaciones que desafían las leyes de la inteligencia. Hay momentos en que la mezcla antinatural de ocho millones de personas alumbra ejemplos florales de la más tenebrosa demencia. El Marqués de Sade fue tan lúcido y razonable como un pepino. Sacher-Masoch fue una perla de ecuanimidad. Barba Azul fue manso como una paloma.
Cleo se está volviendo totalmente luminosa con la refulgencia del proyector. Su vientre se ha convertido en un mar hinchado y tenebroso en que el brillante ombligo carmesí se agita como la boca jadeante de un tiaufragé. Con la punta del coño arroja flores a la orquesta. El pompón se convierte en tam-tam y el tam-tam en pompón. Lleva en las venas la sangre del masturbador. Sus tetas son venas concéntricas de púrpura estofada. Su boca destella como el rojo estigma de un colmillo que desgarra una pierna caliente. Los brazos son cobras, las piernas son de charol. Su rostro está más pálido que el marfil; las expresiones, fijas, como en los demonios de terracota de Yucatán. La lascivia concentrada de la multitud la penetra con el nebuloso ritmo de un cuerpo solar que adquiere sustancia. Como una luna desgajada de la superficie ardiente de la tierra, vomita trozos de carne empapada en sangre. Se mueve sin pies, como hacen en sueños las víctimas de la batalla recién amputadas. Se retuerce con sus suaves muñones imaginarios, al tiempo que emite gemidos inaudibles de éxtasis lacerante.
El orgasmo llega despacio, como las últimas gotas que salen de un géiser dolorido. En la ciudad de ocho millones Cleo está sola, aislada, excomulgada. Está dando los últimos toques a una exhibición de pasión sexual que resucitaría hasta a un cadáver. Tiene la protección de los Padres de la Ciudad y la bendición de los hermanos Minsky. En la ciudad de Minsk, de donde se habían trasladado hasta Pinsk, aquellos dos muchachos sagaces planearon que todo debía ser así. Y sucedió, igual que en el sueño, que abrieron su bello Winter Garden contiguo a la iglesia católica. Todo de acuerdo con un plan, incluida la anciana canosa del servicio.
Los últimos espasmos… ¿Cómo es que todo está tan tranquilo? Las flores negras gotean leche condensada. Un hombre llamado Silverberg está mordisqueando los labios de una yegua. Otro llamado Vittorio está montando a una oveja. Una mujer sin nombre está descascarando cacahuetes y metiéndoselos entre las piernas.
Y a esa misma hora, casi al minuto, un tipo moreno y saludable, elegantemente vestido con un traje de estambre, radiante corbata amarilla y clavel rojo en el ojal, ocupa un lugar frente al Hotel Astor en el tercer escalón, reclinándose ligeramente sobre el bastón de bambú que luce a esa hora del día.
Se llama Osmanli, nombre inventado evidentemente. Lleva un fajo de billetes de diez, veinte y cincuenta dólares en el bolsillo. La fragancia de una colonia cara emana del pañuelo de seda que sobresale prudencialmente del bolsillo exterior de la chaqueta. Está fresco como una margarita, acicalado, sereno, insolente: un auténtico dandy. Al verlo, nadie sospecharía que está a sueldo de una organización eclesiástica, que su única misión en la vida es esparcir veneno, malicia, calumnia, que disfruta con su trabajo, duerme bien y florece como la rosa.
Mañana a mediodía estará en su lugar acostumbrado en Union Square, subido a una plataforma, con la bandera norteamericana protegiéndolo; estará saliéndole espuma de los labios, las ventanas de la nariz le temblarán de rabia, su voz será ronca y cascada. Tiene a su disposición todos los argumentos que el hombre ha inventado para destruir la atracción del comunismo, puede sacárselos del sombrero como un prestidigitador de pacotilla. Está ahí no sólo para argumentar, para esparcir veneno y calumnia, sino también para fomentar disturbios: está ahí para provocar alboroto, para atraer a la bofia, para ir a los tribunales y acusar a gente inocente de atacar a la bandera norteamericana.
Cuando la cosa se vuelve demasiado peligrosa para él en Union Square, se va a Boston, Providence, a alguna otra ciudad norteamericana, siempre envuelto en la bandera norteamericana, siempre rodeado de sus adiestrados fomentadores de discordia, siempre protegido por la sombra de la Iglesia. Un hombre cuyo origen está completamente borroso, que ha cambiado de nombre docenas de veces, que ha servido a todos los partidos, rojo, blanco y azul, en una época u otra. Un hombre sin patria, sin principios, sin fe, sin escrúpulos. Un servidor de Belcebú, un soplón, un delator, un traidor, un chaquetero. Un maestro en el arte de sembrar la confusión en las mentes, un adepto de la Logia Negra.
No tiene amigos íntimos, ni amante, ni vínculos de ninguna clase. Cuando desaparece, no deja rastro. Un hilo invisible lo une a aquellos a quienes sirve. En la plataforma de la calle parece un hombre poseído, como un fanático delirante. En las escaleras del Hotel Astor, donde todas las noches se queda parado unos minutos, como vigilando a la multitud, como ligeramente distraído, es la imagen misma del aplomo, de la indiferencia serena y suave. Se ha dado un baño y una fricción, la manicura le ha arreglado las manos, le han lustrado los zapatos; también ha echado una buena siesta y, a continuación, una comida excelente en uno de esos restaurantes tranquilos y selectos, reservados a los gourmets. Con frecuencia se da un corto paseo por el parque para digerir la comida. Mira a su alrededor con ojos inteligentes y de entendido, de conocedor de las atracciones de la carne, de las bellezas de la tierra y el cielo. Ha leído mucho, ha viajado, tiene gusto para la música y siente pasión por las flores y con frecuencia va meditando, mientras pasea, sobre las locuras del hombre. Le encanta el sabor y el perfume de las palabras; les da vueltas con la lengua, como si se tratara de un delicioso bocado de comida. Sabe que tiene poder para gobernar a los hombres, para excitar sus pasiones, para estimularlos y confundirlos a voluntad. Pero esa propia capacidad le ha hecho adoptar una actitud desdeñosa, despreciativa y burlona hacia sus semejantes.
Ahora en las escaleras del Astor, disfrazado de boulevardier, de flâneur, de Beau Brummel, mira meditativo por encima de las cabezas de la multitud, sin inmutarse por los anuncios luminosos de goma de mascar, la carne de alquiler, el tintineo de arneses espectrales, la expresión de ausencia demente en los ojos que pasan. Se ha separado de todos los partidos, cultos, ismos, ideologías. Es un yo libre y sin responsabilidades, inmune a todas las religiones, creencias, principios. Puede comprar lo que quiera que necesite para mantener la ilusión de que no necesita nada, ni a nadie. Esta noche parece estar más libre, más independiente que nunca. Reconoce para sus adentros que se siente como un personaje de una novela rusa, se pregunta vagamente por qué está entregándose a esa clase de sentimientos. Reconoce que acaba de desechar la idea del suicidio; se sobresalta un poco al descubrir que ha estado acariciando semejantes ideas. Ha estado discutiendo consigo mismo; ha sido un asunto bastante prolongado, ahora que repasa sus pensamientos. La idea más inquietante es la dé que es incapaz de reconocer el yo con el que ha discutido la cuestión del suicidio. Ese ser oculto nunca había manifestado sus deseos. Siempre había habido un vacío en torno al cual había construido una auténtica catedral de personalidades cambiantes. Al retirarse tras la fachada, siempre se había encontrado solo. Y después, hace un momento, había descubierto que no estaba solo; a pesar de todo el cambio de máscaras, todo el camuflaje arquitectónico, alguien vivía con él, alguien que lo conocía íntimamente, y que ahora lo instaba a acabar de una vez.
La parte más fantástica era que se veía instado a hacerlo al instante, a no desperdiciar tiempo. Era ridículo porque, aun reconociendo que la idea era tentadora y atractivo, sentía el deseo humanísimo de disfrutar el privilegio de vivir su propia muerte en la imaginación, al menos por una hora o así. Parecía estar pidiendo tiempo, lo que era extraño, pues nunca en su vida había acariciado la idea de acabar con su propia vida. Debería haber desechado la idea en lugar de implorar unos momentos de gracia como un criminal convicto. Pero esa vacuidad, esa soledad a que solía retirarse, empezó entonces a adquirir el carácter apremiante y explosivo de un vacío. La burbuja estaba a punto de explotar. Lo sabía. Sabía que no podía hacer nada para impedirlo. Bajó rápidamente las escaleras del Astor y se sumergió en la multitud. Por un momento pensó que tal vez se perdiera en medio de todos aquellos cuerpos, pero no, se volvió cada vez más lúcido, cada vez más consciente de sí mismo, cada vez más decidido a obedecer la voz imperiosa que lo incitaba a seguir. Era como un amante camino de una cita. Sólo pensaba en una cosa: su propia destrucción. Ardía como un fuego, iluminaba el camino.
Al volver la esquina de una calle transversal, para apresurarse hacia el lugar de la cita, entendió con toda claridad que ya no era dueño de sí mismo, por decirlo así, y que no podía hacer otra cosa que seguir a su nariz. No tenía problemas ni conflictos. Ciertos gestos automáticos los hacía sin siquiera aminorar la marcha. Por ejemplo, al pasar por delante de un cubo de basura, arrojó a él su fajo de billetes, como si estuviese desprendiéndose de una piel de plátano; en una esquina vació el contenido del bolsillo interior de la chaqueta a una alcantarilla; su reloj y cadena, su anillo, su cortaplumas siguieron el mismo camino. Iba dándose palmadas por todo el cuerpo, mientras caminaba, para asegurarse de que se había deshecho de todas sus posesiones personales. Hasta el pañuelo, después de haberse sonado la nariz por última vez, arrojó al arroyo. Se sentía ligero como una pluma y avanzaba cada vez con mayor celeridad por las sombrías calles. En un momento dado darían la señal y él se rendiría. En lugar de una corriente tumultuosa de pensamientos, miedos, deseos, esperanzas, remordimientos del último minuto, de los que imaginamos que asaltan a los condenados, sólo tuvo conocimiento de un vacío singular y que no dejaba de crecer. Su corazón era como un claro cielo azul en el que no se percibe ni el más ligero rastro de una nube. Era como para pensar que ya había cruzado la frontera del otro mundo, que ya estaba entonces, antes de su muerte corporal efectiva, en coma, y que, al salir y hallarse del otro lado, se iba a sorprender de encontrarse caminando tan de prisa. Sólo entonces sería capaz tal vez de concentrarse y preguntarse por qué lo había hecho.
Por encima de su cabeza pasa el ferrocarril elevado traqueteando y haciendo estruendo. Un hombre lo adelanta corriendo a toda velocidad. Tras él va un agente de la ley con el revólver en la mano. Osmanli echa a correr también. Ahora los tres van corriendo. El no sabe por qué, ni siquiera sabe que alguien va detrás de él. Pero cuando la bala le traspasa la nuca y cae de cara contra el suelo, un fulgor de claridad cegadora reverbera por todo su ser.
Sorprendido por la muerte boca abajo ahí, en la acera, con hierba brotándole ya por los oídos, Osmanli vuelve a descender las escaleras del Hotel Astor, pero en lugar de reunirse con la multitud, se desliza por la puerta trasera de una casita humilde en un pueblo donde hablaba una lengua diferente. Se sienta en la mesa de la cocina y bebe un vaso de leche. Parece como si fuera simplemente ayer cuando, sentado en esa misma mesa, su mujer le había dicho que lo abandonaba. La noticia lo había dejado tan atontado, que no había podido pronunciar ni una palabra; la había observado marcharse sin dar la menor señal de protesta. Se había quedado sentado a beber la leche tranquilamente y ella le había dicho con franqueza brutal y directa que nunca lo había amado. Unas palabras más, igualmente crueles, y se había ido. En esos pocos minutos se había convertido en un hombre completamente diferente. Al recuperarse del sobresalto, experimentó el alborozo más sorprendente. Era como si ella le hubiera dicho: «¡Ahora tienes libertad para actuar!». Se sintió tan misteriosamente libre, que se preguntó si su vida hasta aquel momento no habría sido un sueño. ¡Actuar! Era tan sencillo. Había salido al patio y, pensando entonces con la misma espontaneidad, se había dirigido a la caseta del perro, le había silbado, y, cuando éste había sacado la cabeza, se la había cortado de un tajo. ¡Eso era lo que significaba… actuar! Tan extraordinariamente sencillo, que le dio risa. Ahora sabía que podía hacer cualquier cosa que desease. Fue adentro y llamó a la criada. Quería echarle un vistazo con aquellos ojos nuevos. No tenía intención de hacer nada más. Una hora después, tras haberla violado, fue derecho al banco y de éste a la estación de ferrocarril, donde cogió el primer tren que pasó.
Desde entonces su vida había adquirido una configuración caleidoscópica. Los pocos asesinatos que había cometido los había llevado a cabo distraídamente, sin malicia, odio ni avaricia. Hacía el amor casi del mismo modo. No conocía ni el miedo, ni la timidez, ni la prudencia.
De ese modo diez años habían transcurrido en el espacio de unos minutos. Se había librado de las cadenas que mantienen amarrado al hombre corriente, había vagado por el mundo a voluntad, había probado la libertad y la inmunidad, y después, en un momento de calma absoluta, abandonándose a la imaginación, con lógica despiadada había llegado a la conclusión de que la muerte era el único lujo que se había negado a sí mismo. Conque había bajado las escaleras del Hotel Astor y unos minutos después, al caer boca abajo en la muerte, comprendió que no se equivocaba, cuando había oído decir a ella que nunca lo había amado. Era la primera vez que había vuelto a pensarlo y, aunque sería la última vez que tendría oportunidad de hacerlo, pudo sacar tan poco en claro como cuando por primera vez lo oyó diez años antes. No había tenido sentido entonces y no lo tenía ahora. Todavía estaba bebiendo su leche. Ya era un hombre muerto. Estaba impotente, por eso se había sentido tan libre. Pero en realidad no había sido nunca libre, como había imaginado. Eso había sido simplemente una alucinación. Para empezar, nunca había cortado la cabeza al perro; de lo contrario, no estaría ahora ladrando de alegría. Si al menos pudiera ponerse en pie y mirar con sus propios ojos, sabría seguro si todo había sido real o alucinante. Pero había perdido la capacidad de moverse. Desde el momento en que ella había pronunciado aquellas pocas palabras reveladoras, supo que nunca más volvería a poder moverse del sitio. Por qué había escogido aquel momento particular, en que estaba bebiendo la leche cuajada, por qué había esperado tanto tiempo para decírselo, era algo que no podía entender y nunca entendería. Ni siquiera iba a intentar entenderlo. La había oído con toda claridad, exactamente como si le hubiera puesto los labios al oído y le hubiese gritado las palabras. Éstas habían recorrido todas las partes de su cuerpo con tal velocidad, que era como si una bala le hubiese explotado en el cerebro. Luego —¿había sido unos minutos o una eternidad después?— había salido de la prisión de su antiguo yo de modo muy semejante a como sale una mariposa de la crisálida. Después el perro, luego la criada, después esto, luego lo otro: incidentes innumerables que se repetían como de acuerdo con un plan preestablecido. Todo siguiendo una pauta, incluidos los tres o cuatro asesinatos casuales.
Como en las leyendas que cuentan que quien renuncia a su propia visión cae en un laberinto del que no hay otra salida que la muerte, en que mediante el símbolo y la alegoría queda claro que las circunvoluciones del cerebro, las espirales del laberinto y los culebreos de las serpientes que se enroscan en torno al espinazo son uno y el mismo proceso estrangulados el proceso de cerrar puertas tras sí, de amurallar la carne, de avanzar inexorablemente hacia la petrificación, fue lo que le sucedió a Osmanli, un oscuro turco, atrapado por la imaginación en las escaleras del Hotel Astor en el momento de libertad y despreocupación más ilusorias. Al mirar por encima de las cabezas de la multitud, había percibido con un recuerdo estremecedor la imagen de su amada esposa, su cabeza como de perro convertida en piedra. El patético deseo de sobreponerse a su dolor había acabado en la confrontación con la máscara. El monstruoso embrión de la frustración obstruyó todas las salidas. Con la cara estrellada contra el pavimento parecía besar las facciones de piedra de la mujer que había perdido. Su huida, realizada con hábil tortuosidad, lo había colocado frente a la clara imagen del horror reflejada en el escudo de la autoprotección. Al morir asesinado, había asesinado al mundo, a su vez. Había alcanzado su propia identidad en la muerte.
Cleo estaba acabando su danza. El último movimiento convulsivo había coincidido con la fantástica retrospección sobre la muerte de Osmanli…