Capítulo XVI
Mientras los trámites del divorcio seguían su curso, los acontecimientos se acumularon como al final de una época. Sólo faltaba una guerra para acabarla de rematar. En primer lugar, a las Satánicas Majestades de la Compañía Telegráfica Cosmodemónica les había parecido oportuno trasladar mi cuartel general una vez más, aquella vez al último piso de un antiguo almacén en un barrio industrial. Mi escritorio se encontraba en el centro de un enorme piso desierto que la brigada de repartidores utilizaba después de las horas de trabajo como sala de instrucción. En la habitación contigua, igualmente grande y vacía, establecieron una combinación de clínica, dispensario y gimnasio. Lo único que hacía falta para completar el cuadro era la instalación de unas cuantas mesas de billar. Algunos de aquellos chorras se llevaban sus patines para pasar los «períodos de descanso». Armaban un alboroto infernal todo el día, pero a mí me interesaban tan poco entonces los planes y proyectos de la compañía, que, lejos de molestarme, me divertía enormemente. Entonces estaba totalmente aislado de las demás oficinas. El espionaje había cesado; yo estaba en cuarentena, por decirlo así. Las contrataciones y despidos seguían como en un sueño; mi personal había quedado reducido a dos miembros; yo y el exboxeador que antes había estado a cargo del guardarropas. Yo no hacía esfuerzos por mantener los archivos en orden ni investigaba las referencias ni mantenía correspondencia alguna. La mitad de las veces ni me molestaba en contestar al teléfono; si había algo muy urgente, podía recurrir al telégrafo.
La atmósfera del nuevo local era claramente de demencia precoz. Me habían relegado al infierno y yo me lo estaba pasando en grande. En cuanto me libraba de los candidatos de la jornada, me iba a la habitación de al lado a observar las payasadas. De vez en cuando me ponía unos patines y daba una vuelta con aquellos tontainas. Mi ayudante me miraba con desconfianza, incapaz de comprender lo que me había ocurrido. A veces, a pesar de su austeridad, sus «principios» y otros elementos psicológicos desmerecedores, soltaba una carcajada que se prolongaba hasta el borde de la histeria. En cierta ocasión me preguntó si tenía «problemas en casa». Temía que el paso siguiente fuera la bebida, supongo.
En realidad, sí que empecé a darme a la bebida con bastante liberalidad por aquella época, entre unas cosas y otras. Era una forma de beber inofensiva, que no empezaba hasta que me sentaba a cenar. Por pura casualidad había descubierto un restaurante francoitaliano en la trastienda de un establecimiento de ultramarinos. La atmósfera era de lo más festiva. Todos eran «personajes», hasta los sargentos de policía y detectives que se atiborraban ignominiosamente a expensas del propietario.
Necesitaba un lugar en que pasar las noches, ahora que Mona se había introducido en el teatro por la puerta trasera. Nunca pude descubrir si Monahan le había encontrado el empleo o si, como ella dijo, había logrado entrar con mentiras. El caso es que se había dado un nuevo nombre, un nombre apropiado para su carrera, y con él una nueva historia completa de su vida y antecedentes. De repente, había pasado a ser inglesa, y su familia había estado relacionada con el teatro desde épocas lejanas, que con frecuencia eran asombrosamente lejanas. En uno de los teatritos que entonces florecían fue en el que hizo su entrada en ese mundo de artificio que tan bien le cuadraba. Como apenas le pagaban, podían permitirse el lujo de mostrarse crédulos.
Arthur Raymond y su mujer se inclinaron al principio por no creer la noticia. Otra de las invenciones de Mona, pensaron. Rebecca, siempre incapaz de disimular, virtualmente se rió en las narices de Mona. Pero cuando ésta llegó a casa una noche con el guión de una obra de Schnitzler y empezó a ensayar en serio su papel, la incredulidad dio paso a la consternación. Y, cuando Mona, en virtud de un malabarismo inexplicable, consiguió entrar en el Theater Guild, la atmósfera de la casa llegó a estar supersaturada de envidia, despecho y mala voluntad. El juego se estaba volviendo de lo más real: había auténtico peligro de que Mona llegara a ser la actriz que fingía ser.
Al parecer, los ensayos eran inacabables. Nunca sabía yo a qué hora regresaría a casa Mona. Cuando pasaba una noche con ella, era como escuchar a un borracho. El hechizo de la nueva vida la había embriagado completamente. De vez en cuando me quedaba una noche en casa e intentaba escribir, pero era inútil. Arthur Raymond estaba siempre allí, al acecho como un pulpo. «¿Para qué quieres escribir?», decía. «Señor, ¿es que no hay bastantes escritores en el mundo?». Y después se ponía a hablar de escritores, de los escritores que admiraba, y yo me sentaba ante la máquina, como listo para reanudar mi trabajo en cuanto se fuera. A veces no hacía otra cosa que escribir una carta… a algún escritor famoso, diciéndole lo mucho que lo admiraba e insinuándole que, si todavía no había oído hablar de mi, pronto oiría. Así fue como un día sucedió que recibí una carta sorprendente del Dostoyevski del norte, como se le llamaba: Knut Hamsun. Estaba escrita por su secretaria, en inglés chapurreado, y, tratándose de un hombre que al cabo de poco iba a recibir el premio Nobel, era, por no decir algo peor, un ejemplo de dictado incomprensible. Después de explicar que le había agradado, emocionado incluso, mi homenaje, añadía (por mediación de su torpe portavoz) que su editor americano no estaba del todo satisfecho con los rendimientos financieros procedentes de las ventas de sus libros. Temían que no iban a poder publicar ningún otro libro suyo… a no ser que el público mostrara un interés más vivo. Su tono era el de un gigante en apuros. Se preguntaba vagamente qué se podía hacer para salvar la situación, no tanto por él como por su querido editor, que estaba sufriendo de verdad por él. Y después, a medida que avanzaba la carta, parecía habérsele ocurrido una idea feliz y se apresuró a expresarla. Era lo siguiente: en cierta ocasión había recibido una carta de un tal señor Boyle, que también vivía en Nueva York y a quien sin lugar a dudas yo conocería (!). Pensaba que quizás el señor Boyle y yo podríamos reunimos, devanarnos los sesos a propósito de la situación, y con toda probabilidad encontrar una solución brillante. Quizá podríamos decir a otra gente de América que en los bosques y marjales de Noruega existía un escritor llamado Knul Hamsun, cuyos libros se habían traducido concienzudamente al inglés y ahora estaban muertos de risa en las estanterías del almacén de su editor. Estaba seguro de que con sólo que consiguiéramos incrementar las ventas de sus libros en unos centenares de ejemplares, su editor se animaría y recuperaría la fe en él. Decía que había estado en América y, aunque su inglés era demasiado deficiente como para permitirle escribirme personalmente, confiaba en que su secretaria expondría claramente sus ideas e intenciones. Yo debía buscar al señor Boyle, cuya dirección ya no recordaba. Me instaba a hacer lo que pudiera. Quizá hubiese otras personas en Nueva York que hubieran oído hablar de su obra y con las que yo pudiese colaborar. Concluía con una nota dolorosa, pero majestuosa… Examiné la carta cuidadosamente para ver si tal vez había derramado algunas lágrimas sobre ella.
Si el sobre no hubiera llevado el matasellos noruego, si la propia carta no hubiese ido firmada con su propio garabato, que posteriormente confirmé, la habría considerado una broma. A consecuencia de ella se produjeron tremendas discusiones en medio de estrepitosas carcajadas. Consideraban que había recibido mi merecido por mi ridícula veneración del héroe. El ídolo había quedado hecho añicos y mis facultades críticas reducidas a cero. Nadie podía entender cómo iba a poder volver a leer nunca a Knut Hamsun. A decir verdad, sentí deseos de llorar. Se había producido un error terrible, no podía imaginar cómo, pero, a pesar de las pruebas en sentido contrario, sencillamente no podía resignarme a creer que el autor de Hambre, Pan, Victoria, Tierra Nueva, hubiera dictado aquella carta. Era de suponer perfectamente que había dejado la cuestión en manos de su secretaría, que había firmado con buena fe sin preocuparse de que le explicaran el contenido. Sin lugar a dudas, un hombre tan famoso como él recibía docenas de cartas diarias de admiradores de todo el mundo. En mi juvenil panegírico no había nada que pudiera interesar a un hombre de su talla. Además, probablemente despreciase a toda la raza americana, por haber pasado muchas calamidades aquí durante los años de su peregrinaje. Lo más probable era que hubiese dicho a la boba de su secretaria en más de una ocasión que sus ventas americanas eran insignificantes. Puede que sus editores hubiesen estado importunándolo: ya se sabe que a los editores sólo les preocupa una cosa al tratar con sus autores, a saber, las ventas. Tal vez hubiera observado hastiado, delante de su secretaria, que los americanos tenían dinero para gastarlo en todo menos en las cosas que valen la pena en la vida. Y ella, la pobre imbécil, probablemente admiradora ferviente del maestro, había decidido aprovechar la oportunidad y ofrecer unas sugerencias insensatas para mejorar la penosa situación. Era más que probable que no fuese una Dagmar, ni una Edwige. No, ni siquiera un alma sencilla como Marta Gude, quien intentó desesperadamente no dejarse engañar por los ímpetus románticos y las proposiciones del señor Nagel. Probablemente fuera una de esas noruegas panolis y con estudios, que están emancipadas en todo menos en la imaginación. Probablemente fuese higiénica y de mentalidad científica, capaz de conservar su casa en orden, sin hacer daño a nadie, ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con llegar a ser un día la directora de un establecimiento de fertilizantes o de una guardería para niños ilegítimos.
No, mi dios me había desilusionado completamente. Releí a propósito algunos de sus libros y, como alma ingenua que era, lloré con ciertos pasajes. Me sentí tan profundamente impresionado, que empecé a preguntarme si no habría soñado la carta.
Las repercusiones de aquel «error» fueron absolutamente extraordinarias. Me volví salvaje, mordaz, cáustico. Me convertí en un vagabundo que tocaba con cuerdas de hierro mudas. Personifiqué uno tras otro a los personajes de mi ídolo. Decía puros disparates e insensateces; vertía orina caliente sobre todo. Me convertí en dos personas: yo mismo y mis personificaciones, que eran legión.
El juicio del divorcio era inminente. Eso me volvió más salvaje y mordaz, por alguna razón inexplicable. Detestaba la farsa por la que había que pasar en nombre de la justicia. Aborrecía y despreciaba al abogado que Maude había contratado para proteger sus intereses. Parecía un Romain Rolland alimentado con maíz, una chauve-souris sin pizca de humor ni de imaginación. Parecía cargado de indignación moral; era un capullo de pies a cabeza, un cobarde, un falso, un hipócrita. Me daba grima.
Hablamos claro, a propósito de él, el día de la excursión. Tumbados en la hierba en un lugar cerca de Mineola. La niña andaba corriendo por allí y recogiendo flores. Hacía calor, mucho calor, y soplaba un viento seco y caliente que le ponía a uno nervioso e inquieto. Yo me había sacado la picha y se la había puesto en la mano. La examinó tímidamente, sin deseos de entrar en demasiados detalles clínicos sobre ella y, aun así, muriéndose de ganas de convencerse a sí misma de que no le pasaba nada. Al cabo de un rato, la soltó y rodó sobre la espalda, con las rodillas alzadas y el cálido viento lamiéndole el trasero. La coloqué en una posición favorable y le hice quitarse las bragas. Volvía a estar de humor protestón. No le gustaba que la maltrataran así en un campo abierto. Pero, si no hay nadie por aquí, insistí. Le hice separar las piernas todavía más; le metí la mano coño arriba. Estaba viscoso.
La atraje hacia mí e intenté metérsela. Se resistió. Le preocupaba la niña. Miré a mi alrededor. «No hay problema», dije. «Está divirtiéndose. No está pensando en nosotros».
«Pero ¿y si vuelve… y nos encuentra…?».
«Pensará que estamos durmiendo. No sabrá lo que estamos haciendo…».
Al oír eso, me empujó violentamente. Era ultrajante. «¡Serías capaz de poseerme delante de tu propia hija! ¡Es horrible!».
«No es horrible en absoluto. Tú eres la única que es horrible. Te digo que es inocente. Aun cuando lo recuerde —cuando sea mayor—, entonces será una mujer y comprenderá. No hay nada sucio en esto. Lo único sucio es tu mente, nada más».
Ya estaba poniéndose las bragas. No me había molestado en meterme de nuevo la picha en los pantalones. Se estaba volviendo fláccida; cayó sobre la hierba, abatida.
«Bueno, vamos a comer algo, entonces», dije. «Si no podemos follar, nadie nos impide comer».
«¡Sí, comer! Puedes comer a cualquier hora. Eso es lo único que te preocupa: comer y dormir».
«Follar», dije, «no dormir».
«Preferiría que dejaras de hablarme de ese modo». Se puso a sacar la comida. «Siempre tienes que estropearlo todo. Pensaba que podríamos tener un día en paz, por una vez. Siempre decías que querías llevamos de excursión. Nunca lo hiciste. Ni una vez. Sólo pensabas en ti, en tus amigos, en tus mujeres. Fui una tonta al pensar que podías cambiar. No te importa la niña… apenas le has prestado atención. Ni siquiera puedes contenerte en su presencia. Serías capaz de poseerme delante de ella y fingir que era inocente. Eres vil… me alegro de que todo haya acabado. La semana que viene estaré libre… me habré librado de ti para siempre. Me has corrompido. Desde que te conozco, ya no me reconozco a mí misma. Me he vuelto lo que querías que fuera. Nunca me has amado… nunca. Lo único que querías era satisfacer tus deseos. Me has tratado como a un animal. Coges lo que quieres y te marchas. Pasas de mí a la mujer siguiente —a cualquier mujer—, con tal de que abra las piernas. No tienes ni pizca de lealtad ni ternura ni consideración… ¡Toma, aquí tienes!», dijo, poniéndome un bocadillo en la mano. «¡Ojalá se te atragante!».
Al llevarme el bocadillo a la boca, percibí el olor de su coño en mis dedos. Me los olfateé, al tiempo que alzaba la vista para mirarla con una sonrisa.
«¡Eres asqueroso!», dijo.
«No tanto, señora mía. A mí me huele bien, aunque seas una aguafiestas odiosa. Me gusta. Es la única cosa de ti que me gusta».
Ahora estaba furiosa. Se echó a llorar.
«¡Llorar porque te digo que me gusta tu coño! ¡Qué mujer! ¡La Virgen! Soy yo quien tendría que despreciarte. ¿Qué clase de mujer eres?».
Sus lágrimas se volvieron más copiosas. Justo entonces llegó la niña corriendo. ¿Qué pasaba? ¿Por qué lloraba mamá?
«No es nada», dijo Maude, secándose las lágrimas. «Me he torcido el tobillo». Se le escaparon unos cuantos sollozos más, a pesar de sus esfuerzos para contenerse. Se inclinó sobre la cesta y escogió un bocadillo para la niña.
«¿Por qué no haces algo, Henry?», dijo la niña. Se sentó a contemplamos primero a uno y luego al otro con mirada seria y perpleja.
Me puse de rodillas y di friegas a Maude en el tobillo.
«¡No me toques!», dijo ásperamente.
«Pero ¡si es para que se te pase!», dijo la niña.
«Sí, papá va a hacer que se le pase», dije dándole suaves friegas en el tobillo y después palmaditas en la pantorrilla.
«Bésala», dijo la niña. «Bésala para que deje de llorar».
Me incliné y besé a Maude en la mejilla. Para mi asombro, me arrojó los brazos en torno al cuello y me besó violentamente en la boca. La niña nos rodeó también con los brazos y nos besó.
De repente, Maude tuvo un nuevo acceso de llanto. Esa vez era verdaderamente lastimoso. Sentí lástima de ella. La rodeé con los brazos tiernamente y la consolé.
«Dios mío», sollozó, «¡qué farsa!».
«Pero, no es una farsa», dije. «Lo hago sinceramente. Lo siento, siento todo».
«No llores más», le pidió la niña. «Quiero comer. Quiero que Henry me lleve hasta allí», y señaló con su manita un matorral al final del campo. «Quiero que vengas tú también».
«Y pensar que ésta es la única vez… y tenía que ser así». Ahora estaba resollando.
«No digas eso, Maude. El día no ha acabado todavía. Olvidemos todo eso. Venga, vamos a comer».
De mala gana, fastidiada, al parecer, cogió un bocadillo y se lo llevó a la boca. «No puedo comer», murmuró, dejando caer el bocadillo.
«Vamos, ¡claro que puedes!», la insté, volviendo a rodearla con el brazo.
«Ahora te comportas así… y después harás algo para estropearlo».
«No, no voy a hacer nada… te lo prometo».
«Bésala otra vez», dijo la niña.
Me incliné y la besé suave y cariñosamente en los labios. Ahora parecía aplacada de verdad. Se le iluminaron los ojos suavemente.
«¿Por qué no puedes ser así siempre?», dijo, después de una breve pausa.
«Lo soy», dije, «cuando me dan una oportunidad. No me gusta regañar contigo. ¿Por qué habría de hacerlo? Ya no somos marido y mujer».
«Entonces, ¿por qué me tratas así? ¿Por qué estás cortejándome siempre? ¿Por qué no me dejas en paz?».
«No te cortejo», respondí. «No es amor, es pasión. No es ningún delito, ¿o sí? Por amor de Dios, no empecemos otra vez. Te voy a tratar como quieras que te trate… hoy. No volveré a tocarte».
«No te pido eso. No digo que no debas tocarme. Pero es la forma como lo haces… no das la menor muestra de respeto hacia mí… hacia mi persona. Eso es lo que me desagrada. Sé que ya no me amas, pero puedes comportarte decentemente conmigo, aun cuando ya no te importe nada. No soy la mojigata que tú dices. También tengo sentimientos… puede que más profundos, más fuertes que los tuyos. Puedo encontrar a otro para sustituirte, no vayas a pensar que no puedo. Sólo necesito un poco de tiempo…».
Estaba comiéndose su bocadillo con ganas. De repente, le brillaron los ojos. Puso una expresión tímida y picara.
«Podría casarme mañana mismo, si quisiera», continuó. «Nunca lo habías pensado, ¿verdad? En realidad, he tenido tres proposiciones. La última fue de…», y entonces mencionó el nombre del abogado.
«¿Ése?», dije, incapaz de reprimir una sonrisa desdeñosa.
«Sí, ése», dijo. «Y no es lo que te piensas. Me gusta mucho».
«Vaya, eso explica algunas cosas. Ahora ya sé por qué se ha tomado un interés tan apasionado por el caso».
Yo sabía que no le quería, a aquel personaje rocambolesco, como tampoco quería al médico que le exploró la vagina con un dedo de goma. En realidad, no quería a nadie; lo que quería era paz, que cesara el dolor. Quería unas rodillas en que sentarse a oscuras, una picha que le entrase misteriosamente, un barboteo de palabras que sofocara sus deseos inconfesables. El abogado no sé cuántos serviría, naturalmente. ¿Por qué no? Sería tan fiel como una estilográfica, tan discreto como una ratonera, tan próvido como una póliza de seguros. Era una cartera ambulante con casillas para palomas en el campanario; era una salamandra con corazón de pastrami. Así ¿que se había escandalizado al enterarse de que había llevado a otra mujer a mi propia casa? ¿De que había dejado los condones usados en el borde del lavabo? ¿De que me había quedado a desayunar con mi amante? A un caracol le escandaliza que una gota de lluvia caiga sobre su concha. A un general le escandaliza que su guarnición haya sido exterminada durante su ausencia. Al propio Dios le escandaliza sin lugar a dudas ver lo repugnantemente estúpida e insensible que es la bestia humana en realidad. Pero dudo de que los ángeles se escandalicen nunca… ni siquiera ante la presencia de un loco.
Estaba intentando hacerle comprender la dialéctica del dinamismo moral. Me retorcía la lengua tratando de hacerle entender el matrimonio de lo animal y lo divino. Ella entendía tan poco como un profano, cuando se le explica la cuarta dimensión. Hablaba de delicadeza y respeto, como si fueran trozos de un bizcocho. El sexo era un animal encerrado en el zoo al que uno visitaba de vez en cuando para estudiar la evolución.
Hacia el atardecer volvimos hacia la ciudad, el último tramo en el ferrocarril elevado, con la niña dormida en mis brazos. Mamá y papá regresando de la excursión. Abajo, la ciudad se extendía con rigidez geométrica y absurda, un mal sueño que se elevaba arquitectónicamente. El señor Megapolitano, su señora y su retoño. Trabados y encadenados. Suspendidos del cielo como pedazos de carne de venado. Un par de cada clase colgados de los jarretes. En un extremo de la línea, inanición; en el otro, insolvencia. Entre estaciones el prestamista con las tres bolas de oro que significan el Dios trino y uno del nacimiento, la sodomía y el infortunio. Días felices. Una niebla que avanza desde Rockaway. La Naturaleza doblándose como una hoja muerta… en Mineola. De vez en cuando las puertas se abren y se cierran: nuevos lotes para el matadero. Pequeños retazos de conversación, como el gorjeo de los paros. ¿Quién pensaría que el chaval regordete que va a tu lado enloquecerá de miedo dentro de diez o quince años en un campo de batalla extranjero? Te pasas el día fabricando chismes inocentes; por la noche te sientas en una sala oscura a ver pasar fantasmas por una pantalla plateada. Tal vez los momentos más reales que conozcas sean aquellos en que te sientas solo en el retrete a hacer caca. Eso no cuesta nada ni te compromete en modo alguno. No como comer o follar, o hacer obras de arte. Abandonas el retrete y entras en el gran cagadero. Lo que quiera que toques es mierda. Aunque vaya envuelto en celofán, sigue oliendo. ¡Caca! La piedra filosofal de la era industrial. Muerte y transfiguración… ¡en mierda! La vida de los grandes almacenes… con seda tenue en un mostrador y bombas en el otro. Cualquiera que sea la interpretación que des, todas las ideas, todos los hechos, quedan registrados en la caja. Desde que tomas aliento por primera vez estás jodido. Una gran compañía de la máquina de negocios internacional. Logística, así la llaman.
Mamá y papá están ahora tan tranquilos como blutwurst. No les queda ni pizca de belicosidad. Qué espléndido es pasar un día al aire libre, con los gusanos y otras criaturas de Dios. ¡Qué entreacto más delicioso! La vida pasa como un sueño. Si abriéramos en canal los cuerpos estando todavía calientes, no encontraríamos nada semejante a este idilio. Si vaciásemos los cuerpos y los llenáramos de piedras, se hundirían hasta el fondo del mar, como patos muertos.
Empieza a llover. Llueve a cántaros. Bolas de granizo grandes como chambergos rebotan en el pavimento. La ciudad parece un hormiguero untado de arsenofenilamina. Las alcantarillas se inundan y arrojan su vómito. El cielo está pálido y sombrío como el fondo de una probeta.
De repente me siento sanguinariamente alegre. Espero con toda el alma que llueva así durante cuarenta días y cuarenta noches; me gustaría ver la ciudad nadando en su propia mierda; me gustaría ver maniquíes flotando en el río y máquinas registradoras varadas bajo las ruedas de camiones; me gustaría ver a los locos salir en muchedumbre de los manicomios con cuchillos y rajar a diestro y siniestro. ¡La cura del agua! ¡Como la que dieron a los filipinos en el 98! Pero ¿dónde está nuestro Aguinaldo? ¿Dónde está el canalla que puede afrontar la crecida con un cuchillo entre los labios?
Las llevo a casa, las deposito sanas y salvas en el momento justo en que un rayo cae sobre el campanario de la iglesia católica de la esquina. Las campanas rotas hacen un estruendo de mil demonios al chocar contra el pavimento. Dentro de la iglesia una Virgen de yeso queda hecha añicos. Al sacerdote lo coge tan de sorpresa, que no le da tiempo de abrocharse el pantalón. Sus cojones sobresalen como rocas.
Melanie revolotea de un lado a otro como un albatros demente. «¡Sécate la ropa!», dice. Me desvisto solemnemente entre jadeos, chillidos y reconvenciones. Me pongo la bata de Maude, la de las plumas de marabú. Parezco un sarasa a punto de personificar a Loulou Hurluburlu. Un desastre. Me está viniendo una erección, «una erección personal», no sé si me explico.
Maude está en el piso de arriba acostando a la niña. Me paseo descalzo, con la bata completamente abierta. Una sensación deliciosa. Melanie asoma la cabeza, simplemente para ver si me encuentro bien. Se pasea en bragas con el loro posado en la muñeca. Le dan miedo los truenos. Estoy hablando con ella con las manos cerradas en torno a la picha. Podría ser una escena de «El mago de Oz» de Memling. Hora: dreviertel-takt. De vez en cuando vuelve a caer un rayo. Deja sabor a goma quemada en la boca.
Estoy parado delante del gran espejo admirando mi polla trémula, cuando Maude entra ligera. Está tan retozona como una liebre y toda ataviada con tul y mousseline. No parece asustarle en absoluto lo que ve en el espejo. Se acerca y se queda a mi lado. «¡Ábrelo!», la insto. «¿Tienes hambre?», dice, al tiempo que se desabrocha despacio. Le doy la vuelta y la aprieto contra mí. Alza una pierna para dejarme entrar. Nos miramos en el espejo. Está fascinada. Le levanto la bata por encima del culo para que pueda verse mejor. La alzo y me rodea con las piernas. «Sí, hazlo», me suplica. «¡Jódeme! ¡Jódeme!». De repente afloja las piernas y se suelta. Coge el gran sillón y le da la vuelta, para descansar las manos en el respaldo. Su culo sobresale tentador. No espera a que se la meta: la coge y se la coloca ella misma, sin dejar de mirar al espejo. La meto y la saco despacio, manteniendo mis faldas levantadas como una mujerzuela andrajosa. Le gusta verla salir… el camino que ha de recorrer antes de salir del todo. Pasa la mano por debajo y juega con mis huevos. Ahora está completamente desatada, da muestras de la mayor desvergüenza. Me retiro todo lo que puedo sin sacarla completamente, y ella gira el culo, hundiéndose en la polla de vez en cuando y apretándola con un pico suave como una pluma. Finalmente, se ha cansado de eso. Quiere tumbarse en el suelo y rodearme el cuello con las piernas. «Métela hasta dentro», me suplica. «No tengas miedo de hacerme daño… lo deseo. Quiero que hagas todo». Se la metí tan adentro, que tuve la sensación de haberla enterrado en un lecho de mejillones. Era toda temblores y culebreos. Me incliné y le chupé las tetas; los pezones estaban tiesos como clavos. De repente me bajó la cabeza y se puso a morderme salvajemente: los labios, las orejas, las mejillas, el cuello. «Lo deseas, ¿verdad?», susurró. «Lo deseas, lo deseas…». Los labios se le retorcieron obscenamente. «Lo deseas… ¡lo deseas!». Y se alzó del suelo completamente en su abandono. Después un gemido, un espasmo, una mirada enloquecida y torturada, como si su casa estuviera bajo un espejo machacado por un martillo. «No la saques todavía», gruñó. Se quedó tumbada, con las piernas todavía en cabestrillo en torno a mi cuello, y la banderita que tenía dentro empezó a crisparse y a ondear. «Señor», dijo, «¡no puedo parar!». Mi picha seguía firme. Colgaba obediente sobre sus húmedos labios, como si estuviera recibiendo el sacramento de un ángel lascivo. Volvió a correrse, como un acordeón que se desplomase sobre un pellejo lleno de leche. Yo estaba cada vez más cachondo. Le bajé las piernas y las dejé descansar horizontalmente junto a las mías. «No te muevas ahora, ¡hostias!», dije. «Ahora voy a echarte un polvo como Dios manda». Me puse a meterla y sacarla lenta y furiosamente. «¡Ah, ah… Oh!», susurraba ella, aspirando el aliento. Seguía sin parar como un Juggemaut. Moloch follando a un bombasí. Organza Friganza. El bolero a estocadas directas. La mirada se le perdía; parecía un elefante caminando por una esfera. Lo único que necesitaba era una trompa para trompetear con ella. Era follar hasta la parálisis. Caí encima de ella y le mordí los labios hasta deshilacharlos.
Entonces recordé de pronto la ducha. «¡Levántate! ¡Levántate!», dije, dándole un fuerte codazo.
«No hace falta», dijo débilmente, sonriéndome con complicidad.
«¿Quieres decir que…?», la miré asombrado.
«Sí, no hay por qué preocuparse… ¿Qué tal estás tú? ¿No quieres lavarte?».
En el baño me confesó que había ido al médico… a otro médico. Ya no iba a haber nada que temer.
«Ah, ¿sí?». Y silbé.
Me puso polvos en la polla, la estiró como quien ajusta un dedo de un guante y después se inclinó y la besó. «¡Oh, Dios mío!», dijo, rodeándome con los brazos, «con sólo que…».
«Con sólo que… ¿qué?».
«Ya sabes a lo que me refiero…».
Me despegué y, volviendo la cabeza a otro lado, dije: «Sí, supongo que sí. En fin, ya no me odias, ¿verdad?».
«No odio a nadie», respondió. «Lamento que hayan salido las cosas así. Ahora voy a tener que compartirte… con ella».
«Debes de tener hambre», añadió rápidamente. «Déjame prepararte algo antes de que te vayas». Primero se empolvó la cara cuidadosamente, se pintó los labios y se peinó sin demasiado esmero pero atractivamente. Tenía la bata abierta de cintura para abajo. Nunca la había visto tan atractiva. Era como un animal despierto y voraz.
Me paseé por la cocina con la picha colgando y le ayudé a preparar un tentempié. Para mi sorpresa, sacó una botella de vino casero: licor de saúco que le había regalado una vecina. Cerramos las puertas y dejamos el gas encendido para mantener caldeado el ambiente. Joder, era de todo punto maravilloso. Era como empezar a conocerse uno al otro de nuevo. De vez en cuando me levantaba y la rodeaba con los brazos, la besaba apasionadamente, mientras le deslizaba la mano hasta la raja. No se mostraba nada tímida ni retraída. Al contrario. Cuando me aparté, me retuvo la mano, y después se lanzó rápidamente a cubrirme la picha con la boca y la chupó.
«No pensarás irte inmediatamente, ¿verdad?», preguntó, mientras me sentaba y volvía a comer.
«No, si tú no quieres», dije, con el estado de ánimo más amable y complaciente.
«¿Fue culpa mía», dijo, «que no ocurriera esto nunca antes? ¿Es que era yo una persona tan quisquillosa?». Me miró con tal franqueza y sinceridad, que apenas reconocí a la mujer con la que había vivido todos aquellos años.
«Supongo que la culpa es de los dos», dije, bebiéndome otro vaso de licor de saúco.
Se dirigió a la nevera para sacar una golosina.
«¿Sabes lo que me gustaría hacer?», dijo, volviendo a la mesa con los brazos cargados. «Me gustaría bajar el gramófono y bailar. Tengo algunos discos muy suaves. ¿Te gustaría eso?».
«Pues, ¡claro!», dije. «Me parece estupendo».
«Y vamos a emborracharnos un poco… ¿te importaría? Me siento tan maravillosamente. Quiero celebrarlo».
«¿Y el vino?», dije. «¿Eso es todo lo que tienes?».
«Puedo pedirle más a la chica de arriba», dijo. «O tal vez un poco de coñac: ¿te gustaría?».
«Beberé cualquier cosa… con tal de que estés contenta».
Se dispuso a salir al instante. Di un salto y la cogí de la cintura. Le levanté la bata y le besé el culo.
«Déjame ir», susurró. «Vuelvo dentro de un instante».
Cuando volvía, la oí que cuchicheaba con la chica de arriba. Dio un golpecito en la puerta de cristal. «Ponte algo», arrulló, «vengo con Elsie».
Me fui al baño y me puse una toalla en tomo a los riñones. A Elsie le dio un ataque de risa cuando me vio. No habíamos vuelto a vemos desde el día en que me encontró acostado con Mona. Parecía de excelente humor y nada violenta por el giro de los acontecimientos. Habían bajado una botella de vino y un poco de coñac. Y el gramófono y los discos.
Elsie estaba justo de humor para compartir nuestra celebración. Yo esperaba que Maude le ofreciera una copa y después se librase de ella de forma más o menos educada. Pero no, nada de eso. La presencia de Elsie no la molestaba lo más mínimo. Lo que sí hizo fue excusarse por ir medio desnuda, pero con una risa alegre, como si fuera la cosa más natural del mundo. Pusimos un disco y bailé con Maude. La toalla se me cayó, pero ninguno de nosotros hizo el menor intento de recogerla. Cuando nos separamos, me quedé así, con la picha destacando como un asta de bandera y tranquilamente fui a coger mi vaso. Elsie lanzó una mirada de asombro y después volvió la cabeza. Maude me pasó la toalla, mejor dicho, me la colgó sobre la picha. «No te importa, ¿verdad, Elsie?», dijo. Elsie estaba absolutamente inmóvil… se podían oír los latidos de sus sienes. Al cabo de poco se acercó a la máquina y dio la vuelta al disco. Después fue a por su vaso y se lo trincó de una vez.
«¿Por qué no bailas con ella?», dijo Maude. «No voy a impedírtelo. Anda, Elsie, baila con él».
Me acerqué a Elsie con la toalla colgando de la picha. Al volver la espalda a Maude, quitó la toalla y me la cogió con mano febril. Sentí estremecerse todo su cuerpo, como si le hubiera dado un escalofrío.
«Voy a por unas velas», dijo Maude. «Hay demasiada luz aquí». Desapareció en la habitación de al lado. Inmediatamente Elsie dejó de bailar, juntó sus labios contra los míos y me metió la lengua hasta la garganta. Le puse la mano en el coño y se lo apreté. Seguía sosteniéndome la polla. El disco se acabó. Ninguno de nosotros dos se retiró para apagar la máquina. Oí volver a Maude. Aun así, seguí estrechado entre los brazos de Elsie.
Ahora es cuando van a empezar los problemas, pensé para mis adentros. Pero Maude pareció no prestar atención. Encendió las velas y después apagó la luz eléctrica. Estaba separándome de Elsie, cuando la sentí parada detrás de nosotros. «No hay problema», dijo. «No me importa. Dejadme unirme a vosotros». Y, dicho eso, nos rodeó con los brazos a los dos y los tres empezamos a besamos.
«¡Uf! ¡Qué calor hace!», dijo Elsie, retirándose por fin.
«Quítate el vestido, si te apetece», dijo Maude. «Yo me voy a quitar esto», y, dicho y hecho, se quitó la bata y se quedó desnuda delante de nosotros.
Un momento después estábamos los tres completamente desnudos…
Me senté con Maude sobre las rodillas. Tenía el coño húmedo otra vez. Elsie se quedó a nuestro lado con el brazo en torno al cuello de Maude. Era un poco más alta que Maude y tenía muy buen tipo. Le restregué la mano por el vientre y enredé los dedos en la mata que tenía casi a la altura de la boca. Maude lo contempló con una agradable sonrisa de satisfacción. Me incliné hacia adelante y besé el coño de Elsie.
«Es maravilloso no volver a sentir celos», dijo Maude con toda sencillez.
La cara de Elsie estaba roja. No sabía a ciencia cierta cuál era su papel, hasta dónde podía arriesgarse. Estudió a Maude atentamente, como si no estuviera del todo convencida de su sinceridad. Ahora yo estaba besando a Maude apasionadamente, al tiempo que acariciaba con los dedos el coño de Elsie. Sentí que Elsie se acercaba y se apretaba más. El jugo estaba derramándose por mis dedos. Al mismo tiempo Maude se alzó y, cambiando el culo de sitio, consiguió hundirlo hábilmente otra vez, con la picha bien metida dentro de ella. Ahora estaba vuelta hacia adelante con la cara apretada contra los pechos de Elsie. Alzó la cabeza y se metió el pezón en la boca. Elsie se estremeció y su coño empezó a temblar con suaves espasmos. Ahora la mano de Maude, que había estado descansando en la cintura de Elsie, se deslizó hacia abajo y acarició los suaves carrillos. Un momento después se había deslizado más abajo y se había encontrado con la mía. Aparté la mía instintivamente. Elsie se corrió un poquito, entonces Maude se inclinó hacia adelante y colocó la boca en el coño de Elsie. Al mismo tiempo Elsie se hizo adelante, por encima de Maude, y juntó sus labios con los míos. Ahora los tres estábamos temblando, como si tuviéramos la fiebre palúdica.
Al sentir que Maude se corría, me retuve, decidido a reservarlo para Elsie. Con la picha todavía tiesa, levanté suavemente a Maude de mis rodillas y tendí los brazos hacia Elsie. Se me sentó a horcajadas y de cara y con pasión incontrolable me rodeó con los brazos, pegó sus labios a los míos y se puso a follar como si en ello le fuera la vida. Maude se había ido al baño discretamente. Cuando regresó, Elsie estaba sentada en mis rodillas, con el brazo en tomo a mi cuello y la cara encendida. Entonces Elsie se levantó y se fue al baño. Yo me fui a la pila y me lavé en ella.
«En mi vida he sido tan feliz», dijo Maude, al tiempo que se acercaba a la máquina y ponía un disco. «Dame tu vaso», dijo, y, mientras lo llenaba, susurró: «¿Qué vas a decir cuando llegues a casa?». No dije nada. Entonces añadió en voz baja: «Podrías decir que una de nosotras se ha puesto enferma».
«No tiene importancia», dije. «Ya pensaré algo».
«¿No estarás enfadado conmigo?».
«¿Enfadado? ¿Por qué?».
«Por retenerte tanto tiempo».
«¡Qué tontería!», dije.
Me rodeó con los brazos y me besó tiernamente. Y, tomándonos de la cintura mutuamente, cogimos los vasos y bebimos un brindis en silencio. En ese momento regresó Elsie. Nos quedamos así, desnudos como percheros, con los brazos entrelazados y bebiendo uno en el vaso del otro.
Nos pusimos a bailar de nuevo, con las velas apagándose. Yo sabía que al cabo de unos minutos estarían apagadas y ninguno de nosotros haría un movimiento para traer otras nuevas. Cambiábamos de pareja a intervalos rápidos, para evitamos mutuamente el embarazo de quedar separados y mirando. Unas veces Maude y Elsie bailaban juntas, restregándose los coños obscenamente y después retirándose entre risas, y una u otra me cogía. Había tal sensación de libertad e intimidad, que cualquier gesto, cualquier acción se volvía permisible. Nos echamos a reír y bromeamos cada vez más. Cuando por fin las velas se quemaron del todo, primero una, luego otra, y sólo un pálido rayo de luna entraba por las ventanas, desapareció cualquier apariencia de comedimiento o decencia.
Fue Maude la que tuvo la idea de despejar la mesa. Elsie lo contempló sin comprender, como alguien a quien hubieran hipnotizado. Rápidamente las cosas desaparecieron y se encontraron en la pila. Hubo una salida rápida a la habitación de al lado a buscar una manta suave, que se extendió sobre la mesa. Una almohada incluso. Elsie estaba empezando a entender. Los ojos se le salían de las órbitas.
Sin embargo, antes de pasar a los hechos, Maude tuvo otra inspiración: hacer ponche de leche y huevo. Para eso tuvimos que encender la luz. Las dos trabajaron presurosas, casi frenéticas. Echaron una dosis generosa de coñac en la mezcla. Cuando la sentí deslizarse por mi gaznate, tuve la impresión de que se dirigía directa hasta mi canario, hasta los cojones. Mientras bebía, con la cabeza echada hacia atrás, Elsie me cubrió los huevos con las palmas de las manos. «Uno es más grande que el otro», dijo riendo. Después, tras una ligera vacilación: «¿No podríamos hacer algo juntos?». Miró a Maude. Maude sonrió como diciendo: ¿por qué no? «Vamos a apagar la luz», dijo Elsie. «Ya no la necesitamos, ¿verdad?». Se sentó en la silla junto a la mesa. «Quiero miraros», dijo, dando palmaditas en la manta. Cogió a Maude, la levantó y la colocó sobre la mesa. «Esto es nuevo para mí», dijo. «¡Un momento!». Me cogió la mano y me atrajo hacia sí. Después, mirando a Maude… «¿Puedo?». Y, sin esperar una respuesta, se inclinó hacia adelante y cogiéndome la polla, se la colocó en la boca. Después de unos momentos retiró la boca. «Ahora… ¡dejadme miraros!». Me dio un empujoncito, como para meterme prisa. Maude se estiró como una gata, con el culo colgando al borde de la mesa y la almohada bajo la cabeza. Me rodeó la cintura con las piernas. Después, las separó de repente y me las puso en cabestrillo sobre los hombros. Elsie estaba de pie a mi lado, con la cabeza gacha, mirando absorta y sin aliento. «Sácala un poco», dijo con un ronco susurro. «Quiero volver a verla entrar». Después corrió ligera hasta la ventana y subió las persianas. «¡Hazlo!», dijo. «¡Vamos! ¡Follala!». Al meterla sentí que Elsie se deslizaba junto a mí. Un momento después sentí su lengua en mis cojones, lamiéndolos vigorosamente.
De repente, totalmente asombrado, oí decir a Maude: «No te corras todavía. Espera… Dale una oportunidad a Elsie».
Me retiré, con lo que empujé el culo contra la cara de Elsie y la derribé de espaldas. Lanzó un chillido de placer y rápidamente volvió a ponerse de pie. Maude bajó de la mesa y Elsie se colocó ágilmente en posición. «¿No podrías hacer algo tú también?», dijo a Maude, al tiempo que se erguía y quedaba sentada. «Tengo una idea…», y bajó de la mesa de un salto y echó la manta por el suelo y después la almohada. No tardó en idear una configuración interesante.
Maude estaba echada boca arriba, Elsie en cuclillas y con las rodillas dobladas, con la cara mirando a los pies de Maude, pero la boca pegada a su raja. Yo estaba de rodillas, metiéndosela a Elsie por detrás. Maude estaba jugando con mis huevos, una manipulación ligera y delicada con las puntas de los dedos. Sentí a Maude estremecerse mientras Elsie se lo lamía furiosa y ávidamente. Había una extraña luz pálida en la habitación y en mi boca el sabor a coño. Yo tenía una de esas erecciones finales que amenazan con no desaparecer nunca. De vez en cuando la sacaba y, empujando a Elsie hacia adelante, me bajaba y se la ofrecía a la ágil lengua de Maude. Después volvía a hundirla y Elsie se retorcía como una loca y enterraba la nariz en la entrepierna de Maude, agitando la cabeza como un terrier. Finalmente, la saqué y, apartando a Elsie, caí sobre Maude y se la enterré hasta el fondo. «¡Hazlo, hazlo!», me suplicaba, como si estuviera esperando el hacha. Volví a sentir la lengua de Elsie en los cojones. Entonces Maude se corrió, como una estrella que explota con un torrente de palabras y frases a medio acabar. Me retiré, con la polla todavía tiesa como un palo y temeroso de no volver a correrme nunca, y busqué a Elsie. Estaba tremendamente viscosa, y su boca era ahora exactamente como un coño. «¿La quieres?», dije, metiéndosela dentro y girándola como un demonio borracho. «¡Sigue, jode, jode!», gritó, colocando las piernas en cabestrillo sobre mis hombros y acercando más el trasero. «¡Dámelo, dámelo, chaval!». Ahora estaba casi dando alaridos. «Sí, te voy a joder… ¡te voy a joder!», y se retorcía y serpenteaba y culebreaba y me mordía y arañaba.
«¡Oh, oh! No. Por favor, no. ¡Me duele!», gritó.
«¡Calla, zorra!», dije. «Duele, ¿verdad? Lo querías, ¿no?». La sostuve con fuerza, me alcé un poco más para metérsela hasta el fondo, y empujé hasta que pensé que su matriz cedería. Entonces me corrí… en aquella boca como de babosa completamente abierta. Le dio una convulsión, estaba delirante de gozo y dolor. Entonces se le deslizaron las piernas de mis hombros y cayeron al suelo dando un baquetazo. Se quedó tumbada como una muerta, completamente agotada.
«¡La Virgen!», dije, de pie con las piernas a ambos lados de ella y el esperma saliendo todavía, cayendo sobre su pecho, su cara, su pelo. «¡La madre de Dios! Estoy exhausto. Estoy que no puedo con mi alma, ¿sabes?». Me dirigía a la habitación.
Maude estaba encendiendo una vela. «Se está haciendo tarde», dijo.
«No me voy a casa», dije. «Me quedo a dormir aquí».
«¿De verdad?», dijo Maude, con un estremecimiento irreprimible que se le trasparentaba en la voz.
«Sí, no puedo volver en este estado, ¿no crees? ¡La hostia! Estoy débil y aturdido, como borracho». Me dejé caer sobre una silla. «Dame un trago de ese coñac, ¿quieres? Necesito un estimulante».
Me echó un buen vaso y me lo sostuvo en los labios, como si estuviera dándome una medicina. Elsie se había puesto en pie, un poco tambaleante. «Dame uno a mí también», rogó. «¡Qué noche! Tendríamos que volver a hacer esto alguna vez».
«Sí, mañana», dije.
«Ha sido una actuación maravillosa», dijo, acariciándome la azotea. «Nunca pensé que fueras así… Casi me matas, ¿sabes?».
«Lo mejor sería que te dieses una ducha», dijo Maude.
«Supongo que sí», suspiró Elsie. «Pero me parece que me da igual. Si me quedo preñada, ¡qué le vamos a hacer!».
«Ve ahí, Elsie», dije. «No seas tonta».
«Estoy demasiado cansada», dijo Elsie.
«Espera un momento», dije. «Quiero echarte un vistazo antes de que entres ahí». La hice subir a la mesa y abrir bien las piernas. Con el vaso en una mano le husmeé en el coño con el pulgar y el índice de la otra mano. La esperma seguía rezumando.
«Es un coño bonito, Elsie».
Maude le echó un buen vistazo también. «Bésalo», dije, empujándola suavemente hasta meterle la nariz en la mata de Elsie.
Me senté a mirar a Maude mordisqueando el coño de Elsie. «Es agradable», estaba diciendo Elsie. «Muy agradable». Se movía como una bailarina árabe clavada al suelo. El culo de Maude sobresalía tentador. A pesar de la fatiga, la picha empezó a inflarse otra vez. Se puso tiesa como una morcilla. Me coloqué detrás de Maude y se la metí poquito a poco. Ella se puso a girar el culo, sólo con la punta dentro. Ahora Elsie se retorcía de placer; se había metido un dedo en la boca, y estaba mordiéndose el nudillo. Seguimos así varios minutos, hasta que Elsie tuvo un orgasmo. Entonces nos separamos y nos miramos mutuamente como si no nos hubiéramos visto nunca. Estábamos aturdidos.
«Me voy a la cama», dije, decidido a acabar. Me dirigí hacia la habitación de al lado, pensando en acostarme en el sofá.
«Puedes dormir conmigo», dijo Maude, cogiéndome del brazo. «¿Por qué no?», dijo, al ver la expresión de sorpresa en mis ojos.
«Sí», dijo Elsie, «¿por qué no? Quizá me vaya yo también a la cama con vosotros. ¿Me dejarías?», preguntó directamente a Maude. «No os molestaré», añadió. «Es que me cuesta dejaros ahora».
«Pero ¿qué dirán tus padres?», dijo Maude.
«No se van a enterar de que Henry se ha quedado a dormir, ¿verdad?».
«No, ¡por supuesto que no!», dijo Maude, un poco asustada ante la idea.
«¿Y Melanie?», dije yo.
«Oh, se va temprano por la mañana. Ahora trabaja».
De repente me pregunté qué demonios iba a decir a Mona. Era casi presa del pánico.
«Creo que debo llamar a casa», dije.
«Oh, ahora no», dijo Elsie zalamera. «Es demasiado tarde… Espera».
Escondimos las botellas, amontonamos los platos en la pila y nos llevamos el fonógrafo arriba con nosotros. Más valía que Melanie no sospechara demasiado. Pasamos por el vestíbulo de puntillas y subimos las escaleras, con los brazos cargados.
Me tumbé entre las dos, con una mano en cada coño. Estuvieron tumbadas y quietas un rato largo, profundamente dormidas, pensaba yo. Estaba demasiado cansado para dormir. Me quedé tumbado con los ojos abiertos, mirando a la oscuridad. Finalmente, me puse de costado. Mirando a Maude. Al instante se volvió hacia mí, me rodeó con los brazos y pegó sus labios a los míos. Después los retiró y me los puso al oído. «Te quiero», susurró débilmente. No respondí «¿Has oído?», susurró. «¡Te quiero!». La apreté más fuerte y le puse la mano entre las piernas. Justo entonces sentí que Elsie se daba la vuelta: se apretó contra mí como una cuchara contra otra cuchara. Sentí deslizarse su mano entre mis piernas y apretarme los cojones. Me había colocado los labios en el cuello y me estaba besando suave, cariñosamente, con labios húmedos y frescos.
Después de un rato, me volví a poner boca arriba. Elsie hizo lo mismo. Cerré los ojos, intenté conciliar el sueño. Fue imposible. La cama estaba deliciosamente blanda, los cuerpos a mi lado eran suaves y se me pegaban, y tenía el olor a cabello y a sexo en las ventanas de la nariz. Del jardín llegaba la intensa fragancia de tierra mojada por la lluvia. Era extraño, extraño y sedante, volver a estar en aquella cama, la cama conyugal, con una tercera persona junto a nosotros, y los tres bañados en una atmósfera de lujuria franca y sensual. Era demasiado bonito para ser cierto. Esperaba que se abriese la puerta de par en par en cualquier momento y que una voz acusadora gritara: «¡Salid de aquí, desvergonzados!». Pero sólo había el silencio de la noche, la oscuridad, los olores sensuales y penetrantes de la tierra y del sexo.
Cuando volví a darme la vuelta, fue hacia Elsie. Estaba esperándome, deseosa de apretar el coño contra mí, de deslizarme hasta la garganta su lengua espesa y tiesa.
«¿Está dormida?», susurró. «Hazlo otra vez», suplicó.
Me quedé inmóvil, con la polla fláccida y el brazo descansando sobre su cintura.
«Ahora, no», susurré. «Por la mañana tal vez».
«No, ¡ahora!», suplicó. Mi picha estaba curvada en su mano como un caracol muerto. «Por favor, por favor», susurró. «Lo deseo. Sólo otro polvo, Henry».
«Déjale dormir», dijo Maude, arrimándose a mí. Su voz sonaba como si estuviera drogada.
«De acuerdo», dijo Elsie, al tiempo que daba palmaditas a Maude en el brazo. Después, tras unos momentos de silencio, con los labios apretados contra mi oído, susurró despacio, haciendo una pausa entre cada palabra: «Cuando se quede dormida, ¿eh?». Dije que sí con la cabeza. De repente, sentí que me quedaba dormido. «Gracias a Dios», me dije.
Hubo un vacío, un largo vacío, me pareció, durante el cual estuve completamente ausente. Fui despertándome poco a poco, levemente consciente de que mi picha estaba en la boca de Elsie. Le pasé la mano por la cabeza y le acaricié la espalda. Ella subió la mano y me colocó los dedos sobre la boca, como para advertirme que no protestara. Advertencia inútil, porque, cosa bastante curiosa, me había despertado con pleno conocimiento de lo que estaba ocurriendo. Mi picha estaba ya respondiendo a las caricias labiales de Elsie. Era una picha nueva; parecía más delgada, más larga, puntiaguda: una picha semejante a la de un perro. Y tenía vida, como si hubiera recuperado las fuerzas independientemente, como si hubiese echado una siesta por su cuenta.
Despacio, con suavidad, en secreto —¿por qué habíamos vuelto a disimular?, me pregunté—, puse a Elsie encima de mí. Su coño era diferente del de Maude, más largo, más estrecho, como el dedo de un guante deslizándose sobre mi picha. Hice comparaciones mientras la hacía subir y bajar cautelosamente. Le pasé los dedos por el borde, le cogí la mata y le di un suave tirón. Ni un susurro salió de nuestros labios. Ella tenía los dientes clavados en mi hombro. Estaba arqueada, con lo que sólo tenía metida la punta y ella hacía girar su culo lenta, hábil, atormentadoramente. De vez en cuando se hundía en ella y se afanaba como un animal.
«Dios mío, ¡cómo me gusta!», susurró por fin. «Me gustaría follar contigo todas las noches».
Nos pusimos de costado y nos quedamos así pegados el uno al otro, sin hacer movimientos, ni emitir sonidos. Con extraordinarias contracciones musculares, su coño jugaba con mi picha como si tuviera vida y voluntad propias.
«¿Dónde vives?», susurró. «¿Dónde puedo verte… a solas? Escríbeme mañana… dime dónde puedo encontrarte. Quiero un polvo cada día… ¿me oyes? No te corras todavía, por favor. Quiero que dure eternamente».
Silencio. Sólo el latido de su pulso entre las piernas. Nunca sentí un ajuste tan ceñido, un ajuste ceñido tan largo, suave, sedoso, limpio y fresco. No podían haberla follado más de una docena de veces. Y las raíces de su cabello, tan fuertes y fragantes. Y sus pechos, firmes y suaves, casi como manzanas. También los dedos, fuertes, ágiles, voraces, siempre explorando, agarrando, acariciando, cosquilleando. Cómo le gustaba cogerme los huevos, contenerlos en las palmas, sopesarlos y después rodear el escroto con dos dedos como si fuera a ordeñarme. Y su boca siempre activa, con los dientes mordiendo, pellizcando, mordisqueando…
Ahora está muy tranquila, no mueve ni un músculo. Vuelve a susurrar. «¿Lo estoy haciendo bien? Me enseñarás, ¿verdad? Me muero de ganas. Podría follar eternamente… Ya no estás cansado, ¿verdad? Quédate así… no te muevas. Si me corro, no la saques… no la sacarás, ¿verdad? Dios mío, esto es el cielo…».
Silencio otra vez. Tengo la sensación de que podría quedarme así indefinidamente. Quiero oír más.
«Tengo una amiga», susurra. «Podríamos encontrarnos en su casa… no diría nada. ¡La Virgen, Henry! Nunca pensé que pudiera ser así. ¿Puedes joder así todas las noches?».
Sonreía en la oscuridad.
«¿Qué pasa?», susurró.
«No todas las noches», susurré, casi a punto de soltar una risita.
«¡Henry, folla! Rápido, fóllame… que me corro».
Nos corrimos simultáneamente, un orgasmo prolongado que me hizo preguntarme de dónde procedía el puñetero jugo.
«¡Lo has logrado!», susurró. Después: «Ya está bien… ha sido maravilloso».
Maude se dio la vuelta pesadamente en sueños.
«Buenas noches», susurré. «Voy a dormirme… estoy muerto».
«Escríbeme mañana», susurró, besándome la mejilla. «O telefonéame… promételo».
Gruñí. Se apretó contra mí, con el brazo en torno a mi cintura. Caímos en trance.