Capítulo IV
La tarde siguiente mi viejo amigo Stanley viene a visitarme. Maude detesta a Stanley, y con razón, porque, cada vez que éste la mira, la derriba con una maldición silenciosa. Su mirada lo indica con toda claridad: «Si tuviera a esa puta en mi casa, ¡cogería el hacha y la cortaría en pedazos!». Stanley está lleno de odios ocultos. Tiene el mismo aspecto delgado y fuerte que cuando salió de la caballería en Fort Oglethorpe hace años. Lo que busca es algo que matar. Me asesinaría a mí, su mejor amigo, si pudiera hacerlo impunemente. Está reñido con el mundo, verde hasta la bilis de odio y venganza acumulados. Para lo que viene es para asegurarse de que no hago progresos, de que me hundo cada vez más. «Nunca llegarás a nada», dice. «Eres como yo: eres débil, no tienes ambición». Tenemos una ambición en común, que no tomamos en serio: la de escribir. Hace quince años, cuando nos escribíamos cartas, teníamos más esperanzas. Fort Oglethorpe fue un buen lugar para Stanley; lo convirtió en un borracho, un tahúr, un ladrón. Eso hacía que sus cartas fueran interesantes. Nunca trataban de la vida militar, sino de escritores exóticos y románticos a los que intentaba imitar, cuando escribía. Stanley no debería haber regresado nunca al norte; debería haberse apeado del tren en Chickamauga, haberse envuelto en hojas de tabaco y en estiércol de vaca, y haber tomado por esposa a una india. En lugar de eso, volvió al norte, a la funeraria, conoció a una polaca gorda y de ovarios fértiles, cargó con una ristra de polaquitos, e intentó en vano escribir de pie sobre los baldes de la cocina. Stanley raras veces hablaba de algo en presente; prefería tejer historias increíbles sobre los hombres que amó y admiró en el ejército.
Stanley tenía todos los defectos de los polacos. Era presumido, mordaz, violento, falsamente generoso, romántico como un plumífero muerto de hambre, leal como un tonto y, para colmo, traidor. Por encima de todo, estaba simplemente corroído por la envidia y los celos.
Hay una cosa que me gusta de los polacos: su lengua. El polaco, cuando lo hablan personas Inteligentes, me hace entrar en éxtasis. El sonido de esa lengua evoca extrañas imágenes en que siempre hay un prado con hierba cubierta de espigas donde avispones y culebras desempeñan el papel más importante. Recuerdo cuando, hace mucho tiempo, Stanley me invitaba a visitar a sus parientes; me hacía llevar un rollo de partituras, porque quería exhibirme ante aquellos parientes ricos. Recuerdo bien aquella atmósfera porque, delante de aquellos polacos de lengua melosa, excesivamente educados, presuntuosos y totalmente falsos, siempre me sentía incómodo. Pero, cuando hablaban entre sí, unas veces en francés, otras en polaco, me arrellanaba en el asiento y los miraba fascinado. Hacían extraños gestos polacos, totalmente diferentes de los de nuestros parientes, que en el fondo eran unos bárbaros estúpidos. Los polacos eran como serpientes verticales ataviadas con collarines de avispones. Nunca sabía de qué hablaban, pero siempre me parecía que estuvieran asesinando a alguien con toda educación. Todos iban ataviados con sables y espadones que sostenían entre los dientes o blandían ferozmente en una carga estruendosa. Nunca se desviaban del sendero, sino que atropellaban a mujeres y niños, al tiempo que les clavaban largas picas engalanadas con pendones rojos como la sangre. Todo eso, por supuesto, en el salón, mientras tomaban un vaso de té fuerte, los hombres con guantes de color mantequilla y las mujeres dejando colgar sus estúpidos impertinentes. Las mujeres eran siempre de una belleza arrebatadora, del tipo de las rubias huríes conquistadas hace siglos durante las Cruzadas. Las palabras salían sibilantes por sus boquitas sensuales, cuyos labios eran suaves como geranios. Aquellas furiosas salidas con serpientes y pétalos de rosas producían un tipo de música embriagadora, un guirigay metálico que también podía registrar sonidos anómalos como los sollozos y las caídas de agua.
De vuelta a casa, siempre pasábamos por extensiones deprimentes y sombrías de tierra tachonada de depósitos de gas, chimeneas humeantes, silos de grano, cocheras y otras emulsiones bioquímicas de nuestra gloriosa civilización. El camino de vuelta a casa me hacía pensar que yo no era sino una mierda, otro ejemplo de desperdicios hediondos con las pilas de basura ardiendo en los terrenos baldíos. Durante todo el trayecto se sentía el acre hedor de productos químicos en combustión, desperdicios en combustión, basura en combustión. Los polacos eran una raza aparte y su lengua se me pegaba como ruinas humeantes de un pasado que no había conocido. ¿Cómo iba a suponer entonces que un día atravesaría su exótico mundo en un tren lleno de judíos que temblaban de miedo siempre que un polaco se dirigía a ellos? Sí, iba a reñir en francés (yo, el pobre diablo de Brooklyn) con un noble polaco… porque no podía soportar la visión de aquellos judíos encogidos de miedo. Iba a viajar a la hacienda de un conde polaco para verle pintar cuadros empalagosos para el Salón d’Automne. ¿Cómo iba a imaginar semejante eventualidad, mientras atravesaba las marismas con mi salvaje y bilioso amigo Stanley? ¿Cómo iba a creer que, débil y sin ambición, me iba a desarraigar un día, iba a aprender una nueva lengua, una nueva forma de vida, me iba a agradar ésta, me iba a perder, iba a cortar todas las ataduras, iba a mirar retrospectivamente esto que estoy atravesando como si fuera una pesadilla contada por un idiota en una estación de tren una noche gélida en que haces trasbordo en trance?
Aquella noche en particular dio la casualidad de que el pequeño Curley viniera a verme. A Maude tampoco le gustaba Curley, aparte del estremecimiento que le daba cuando le acariciaba el trasero con disimulo, mientras se inclinaba a meter la cena en el horno. Curley siempre creía que hacía esas cosas sin que nadie lo notara; Maude se dejaba hacer esas cosas como si ocurriesen por casualidad; Stanley siempre hacía como que no veía nada, pero bajo la mesa se le podía observar con claridad echándose ácido nítrico sobre los nudillos de metal herrumbroso. Por mi parte, yo notaba todo, hasta las nuevas grietas en la pared de yeso, que miraba tan intensamente estando solo, que, si me hubieran dado tiempo, habría podido volver a leer a toda velocidad, sin omitir una coma ni un guión, la historia entera de la raza humana hasta el centímetro cuadrado particular de yeso en que tenía clavados los ojos.
Aquella noche en particular hacía calor afuera y la hierba estaba blanda. No había razón para quedamos en casa y asesinarnos mutuamente en silencio. Maude estaba deseosa de que ahuecáramos el ala; estábamos profanando el santuario. Además, dentro de uno o dos días iba a tener la regla y eso la volvía más llorona, desdichada y abatida que nunca. Lo mejor seria que yo saliera a la calle y accidentalmente cayese bajo las ruedas de un camión lanzado a toda velocidad; eso sería un alivio tan maravilloso para ella, que ahora me parece increíble cómo es que nunca hice una cosita así para complacerla. Debió de pasar más de una noche sentada a solas y rezando para que yo volviese hasta ella en una camilla. Era la clase de mujer que, si ocurriese algo así, diría con toda franqueza: «Gracias a Dios, ¡por fin lo ha hecho!».
Fuimos hasta el parque y nos tumbamos de espaldas en la hierba recién cortada. El cielo estaba afable y pacífico, un cuenco sin límites; me sentí curiosamente a gusto, despreocupado, sereno como un sabio. Para mi sorpresa, Stanley estaba silbando una tonada diferente. Decía que debía salir del atolladero, que, como amigo mío, me iba a ayudar a hacer lo que yo no podía hacer solo.
«Déjalo de mi cuenta», musitó. «Yo me encargo de eso. Pero no vengas después a decirme que lo sientes», añadió.
¿Cómo iba a solucionarlo?, le pregunté.
Eso no era asunto mío, me dio a entender. «Estás desesperado, ¿no es verdad? Quieres librarte de ella y nada más, ¿no es así?».
Moví la cabeza y sonreí; sonreí porque me parecía totalmente absurdo que Stanley, precisamente él, tuviera tanta confianza en organizar un golpe tan decisivo. Parecía como si lo hubiese tramado todo de mucho tiempo atrás, como si simplemente hubiera estado esperando el momento oportuno para sacar a relucir el tema. Quería saber más cosas sobre Mara: ¿estaba yo absolutamente seguro de ella?
«Y ahora el problema de la niña», dijo, con su insensibilidad habitual. «Va a ser duro para ti. Pero con el tiempo te olvidarás de ella. Tú no estabas hecho para ser padre. Eso, sí: no vayas a venir a pedirme que lo vuelva a arreglar, ¿entendido? Cuando me encargue de este asunto, va a quedar zanjado de una vez por todas. No creo en las soluciones a medias. Ahora, que, si yo fuera tú, me iría a Texas o algún lugar así. ¡No vayas a volver nunca aquí! Tienes que comenzar todo de nuevo, como si empezaras a vivir. Si quieres, puedes hacerlo. Yo no puedo. Estoy atrapado. Por eso es por lo que quiero ayudarte. No lo hago por ti: lo hago porque es lo que me gustaría hacer a mí. También puedes olvidarme, ya que estás. Si yo estuviera en tu pellejo, me olvidaría de todo el mundo».
Curley estaba fascinado. Preguntó inmediatamente si podía ir conmigo.
«No te lleves a éste, ¡hagas lo que hagas!», soltó Stanley abruptamente. «No sirve para nada; sería un obstáculo, y nada más. Además, no se puede confiar en él».
Curley se ofendió y lo mostró.
«Mira, no insistas en eso», dije. «Sé que no sirve para nada, pero qué diablos…».
«Yo no me muerdo la lengua», dijo Stanley terminantemente. «Yo, personalmente, no quiero volver a verlo nunca. Para lo que a mí me importa, puede irse donde quiera y morirse. Tú eres blando: por eso estás en un lío de la hostia. Yo no tengo amigos, ya lo sabes. No quiero tenerlos. No hago nada para nadie por compasión. Si se ofende, mala suerte, pero tendrá que tragárselo como mejor pueda. No es broma. Estoy hablando en serio».
«¿Cómo sé que puedo confiar en que resolverás este asunto?».
«No tienes que confiar en mí. Un día —no voy a decir cuándo— ocurrirá. No vas a saber cómo ocurrió. Vas a tener la sorpresa de tu vida. Y no vas a poder cambiar de opinión, porque será demasiado tarde. Quedarás libre, te guste o no: eso es lo único que puedo decirte. Es lo último que haré por ti: después de eso, tendrás que cuidar de ti mismo. No me vayas a escribir que te estás muriendo de hambre, porque no haré caso. O nadas o te ahogas, así es».
Se levantó y se quitó el polvo. «Me voy», dijo. «¿De acuerdo, entonces?».
«De acuerdo», dije.
«Dale al menda veinticinco centavos», dijo, cuando estaba a punto de marcharse.
No llevaba veinticinco centavos. Me volví hacia Curley. Hizo una seña con la cabeza, para indicar que había entendido, pero no hizo ademán de entregárselos.
«Dáselos, ¿quieres?», dije. «Te los devolveré, cuando volvamos a casa».
«¿A éste?», dijo Curley, mirando a Stanley despectivamente. «¡Que me suplique!».
Stanley se dio la vuelta y se marchó. Andaba como un vaquero, dando zancadas. Hasta de espaldas parecía un matón.
«¡Será cabrón!», masculló Curley. «Sería capaz de clavarle un cuchillo».
«Yo casi lo odio también», dije. «Se secará y morirá antes de ablandarse. No sé por qué hace esto por mí: no es propio de él».
«¿Cómo sabes lo que va a hacer? ¿Cómo puedes confiar en un tipo así?».
«Curley», dije, «quiere hacerme un favor. Algo me dice que va a ser desagradable, pero no veo otra salida. Tú eres sólo un niño. No sabes de qué se trata. Me siento aliviado en cierto modo. Es una vuelta en el camino».
«Me recuerda a mi padre», dijo Curley amargamente. «Lo odio, odio su estampa. Me gustaría verlos a los dos colgados del mismo poste. Me gustaría quemarlos, a esos cabrones asquerosos».
Unos días después estaba sentado en el estudio de Ulric esperando a que llegase Mara con su amiga Lola Jackson. Ulric todavía no conocía a Mara.
«Crees que está como un tren, ¿eh?», estaba diciendo, refiriéndose a Lola. «No tendremos que andarnos con demasiadas ceremonias, ¿verdad?».
Esos sondeos que hacía siempre Ulric me divertían mucho. Le gustaba tener garantías de que no iba a perder totalmente la noche. Nunca estaba seguro de mí, cuando se trataba de mujeres o de amigos; en su humilde opinión, yo era demasiado despreocupado.
Sin embargo, en cuanto les puso la vista encima, se tranquilizó. En realidad, estaba sorprendido. Me llevó aparte casi al instante para felicitarme por mi buen gusto.
Lola era una chica extraña. Sólo tenía un defecto: saber que no era blanca pura. Eso la volvía bastante difícil de manejar, por lo menos en las etapas preliminares. Demasiado empeñada en impresionarnos con su cultura y educación. Después de un par de copas se animó lo bastante como para mostrarnos lo flexible que era su cuerpo. Su vestido era demasiado largo para algunas de las acrobacias que estaba deseando hacer. Le sugerimos que se lo quitara, cosa que hizo, con lo que reveló una figura magnífica, que realzaba un par de medias de seda natural, sostén y bragas azul celeste. Mara decidió seguir su ejemplo. Al cabo de poco, les instamos a que se quitaran los sostenes. Había un enorme diván en que los cuatro nos apretujamos en un abrazo promiscuo. Bajamos las luces y pusimos un disco. Lola pensó que hacía demasiado calor para llevar nada puesto, excepto las medias de seda.
Disponíamos de un metro cuadrado más o menos para bailar piel contra piel. Justo cuando acabábamos de cambiar de pareja, justo cuando la punta de mi picha se había escondido en los oscuros pétalos de Lola, sonó el teléfono. Era Hymie Laubscher para decirme con voz grave y urgente que los repartidores se habían declarado en huelga. «Harías bien en estar a mano mañana por la mañana, H. M.», dijo. «No se sabe lo que pasará. No te habría molestado, si no hubiera sido por Spivak. Anda tras tus pasos. Dice que deberías haber sabido que los muchachos iban a ir a la huelga. Ya ha alquilado una flota de taxis. Mañana va a ser un infierno».
«Que no se entere de que te has puesto en contacto conmigo», dije. «Estaré allí bien temprano».
«¿Te lo estás pasando bien?», pipió Hymie. «¿No podría participar yo en la fiesta?».
«Me temo que no, Hymie. Si buscas algo, te recomiendo una en la oficina I. Q… ya sabes, la de las tetas grandes. Sale de trabajar a medianoche».
Hymie estaba intentando decirme algo sobre la operación de su mujer. No pude entenderlo, porque Lola se había deslizado a mi lado y estaba acariciándome la polla. Colgué en plena conversación y fingí explicar a Lola de qué trataba el mensaje. Sabía que Mara no iba a tardar en venir junto a mí.
Se la tenía medio metida a Lola, que había quedado con la espalda casi doblada en dos, y seguía hablando de los repartidores, cuando oí agitarse a Ulric y Mara. Me separé y, cogiendo el teléfono, llamé a un número al azar. Para mi sorpresa, una voz de mujer respondió somnolienta: «¿Eres tú, querido? Ahora mismo estaba soñando contigo». Dije: «Ah, ¿sí?». Prosiguió, como si siguiera medio dormida: «Date prisa en venir a casa, ¿quieres, cariño? He estado esperando y esperando. Dime que me quieres…».
«Iré lo más rápido que pueda, Maude», dije, con mi voz clara y natural. «Los repartidores están en huelga. Quisiera que llamases…».
«¿Cómo? ¿Qué estás diciendo? ¿Qué es esto?», llegó la voz sobresaltada de la mujer.
«He dicho que envíes a unos cuantos volantes[2] a la oficina D. T. y pídele a Costigan que…». Se oyó el clic del teléfono.
Estaban los tres tumbados en el diván. Los olfateaba en la oscuridad. «Espero que no tengas que marcharte», dijo Ulric con voz apagada. Lola estaba echada encima de él, con los brazos en torno a su cuello. Metí la mano entre las piernas de ella y cogí el canario de Ulric. Estaba de rodillas, en buena posición para atacar a Lola por detrás, en caso de que Mara decidiera ir al lavabo de repente. Lola se alzó un poco y se hundió en la picha de Ulric con un gruñido salvaje. Mara estaba tirando de mí. Nos tumbamos en el suelo junto al diván y le dimos al asunto. En pleno tracatrá, se abrió la puerta del vestíbulo, se encendieron las luces de repente, y apareció el hermano de Ulric con una mujer. Estaban un poco borrachos y, al parecer, habían regresado temprano para echar un polvete tranquilo por su cuenta.
«No os mováis por nosotros», dijo Ned, parado en la puerta contemplando la escena, como si fuera la cosa más natural del mundo. De repente, señaló a su hermano y exclamó: «¡Cielos! ¿Qué ha ocurrido? ¡Estás sangrando!».
Todos miramos la polla sangrante de Ulric: desde el ombligo hasta las rodillas era una masa de sangre. Fue bastante embarazoso para Lola.
«Lo siento», dijo, con la sangre bajándole por los muslos. «No creí que sería tan pronto».
«No te preocupes», dijo Ulric. «¿Qué importa un poco de sangre entre dos asaltos?».
Lo acompañé al lavabo, parándome un momento de camino para que me presentara a la chica de su hermano. Estaba bastante mamada. Le tendí la mano para saludarla y, al darme la suya, me tocó la picha involuntariamente. Eso hizo que todo el mundo se sintiera más cómodo.
«Un ensayo espléndido», dijo Ulric, mientras se lavaba cuidadosamente. «¿Crees que podría probar otra vez? Quiero decir si es perjudicial en algún sentido recibir un poco de sangre en la punta de la polla, ¿qué te parece? No me desagradaría repetir, ¿qué me dices?».
«Es bueno para la salud», dije alegremente. «Ojalá pudiera cambiar de pareja contigo».
«No me opondría en absoluto», dijo, pasándose la lengua lascivamente por el labio inferior. «¿Crees que puedes arreglarlo?».
«Esta noche, no», dije. «Me voy ahora. Tengo que estar fresco y lozano mañana».
«¿Te vas a llevar a Mara contigo?».
«¡Ya lo creo! Dile que venga aquí un momento, ¿quieres?».
Cuando Mara abrió la puerta, me estaba poniendo polvos en la polla. Nos apalancamos al instante.
«¿Qué tal si probáramos en la bañera?».
Abrí el grifo del agua caliente y eché una pastilla de jabón. Le enjaboné la entrepierna con los dedos hormigueantes. Ya tenía la picha como una anguila eléctrica. El agua caliente era una delicia. Le estaba mordiendo los labios, las orejas, el pelo. Los ojos le centelleaban como si le hubiera caído encima un puñado de estrellas. Todas las partes de su cuerpo estaban suaves y lustrosas y los pechos parecían a punto de estallar. Salimos, me senté en el borde de la bañera y la dejé que se pusiera a horcajadas sobre mí. Estábamos empapados. Cogí una toalla con una mano y la sequé un poco por delante. Nos tendimos sobre la estera del baño y ella me rodeó el cuello con las piernas. La moví para un lado y para otro como esos juguetes sin piernas que ilustran el principio de la gravedad.
Dos noches después me sentía deprimido. Estaba tumbado en el sofá a oscuras, mientras mis pensamientos pasaban rápidamente de Mara a la maldita y fútil vida en la compañía de telégrafos. Maude se había acercado a decirme algo y yo había cometido el error de subirle la mano despreocupadamente por el vestido mientras permanecía de pie quejándose de algo. Se había alejado ofendida. No había pensado en follarla: lo hice de forma natural, como cuando acaricias a un gato. Cuando estaba despierta, no podías tocarla de ese modo. Nunca cogía un polvo al vuelo, por decirlo así. Creía que follar tenía algo que ver con el amor: el amor carnal, quizá. Mucha agua había corrido desde la época en que la conocí, cuando solía hacerla girar en la punta de la polla sentado en la banqueta del piano. Ahora se comportaba como una cocinera preparando un menú difícil. Lo decía con deliberación y me hacía saber a su modo disimulado y reprimido que había llegado el momento. Quizá fuera para eso para lo que se había acercado hacía un instante, si bien era extraño cómo lo pedía. En cualquier caso, me importaba tres cojones que quisiese o no. Sin embargo, pensando en lo que había dicho Stanley, empecé a desearla de repente. «Pásatela por la piedra una última vez», me decía sin cesar. Bien, quizá subiera y la atacase en su pseudosueño. Me acordé de Spivak. Los últimos días me vigilaba como un halcón. Mi odio a la vida del telégrafo se concentraba en el odio que sentía hacia él. Era el maldito cosmococo en persona. Tenía que liquidarlo antes de que me echaran. No dejaba de pensar en cómo podría atraerlo con engaño hasta un muelle a oscuras y encargar a un amigo servicial que lo empujase al agua. Pensé en Stanley. Stanley gozaría con una tarea así…
¿Cuánto tiempo me iría a tener éste en ascuas?, me preguntaba. ¿Y qué forma revestiría esa abrupta liberación? Ya veía a Mara acudiendo a la estación a esperarme. Empezaríamos una nueva vida juntos, ¡ya lo creo! Qué clase de vida era algo que no me atrevía a preguntarme. Quizá Kronski juntara otros trescientos dólares. Y esos millonarios de que hablaba ella deberían servir para algo. Empecé a pensar en miles: mil para su viejo, mil para gastos de viaje, mil para tirar unos meses. Una vez en Texas, o en algún lugar remoto como ése, tendría más confianza. Visitaría las oficinas de los periódicos con ella —ella siempre causaba buena impresión— y pediría permiso para escribir un pequeño borrador. Me presentaría por sorpresa a los empresarios y les mostraría cómo escribir sus anuncios. En los vestíbulos de los hoteles seguro que encontraría un alma amiga, alguien que me diera una oportunidad. El país era tan grande, tanta gente encantadora, tantas almas generosas dispuestas a dar, siempre que encontrasen al individuo adecuado. Me mostraría sincero y directo. Supongamos que llegamos a Mississippi, a un viejo hotel destartalado. Un hombre sale de la oscuridad, se me acerca y me pregunta qué tal me siento. Un tipo deseoso de tener una pequeña charla. Le presentaría a Mara. Saldríamos del brazo y pasearíamos a la luz de la luna, los árboles asfixiados por las lianas, las magnolias pudriéndose sobre la tierra, el aire húmedo y sofocante, haciendo que se pudran las cosas… y los hombres también. Para él yo sería una fresca brisa del norte. Yo me mostraría honrado, sincero, casi humilde. Pondría las cartas sobre la mesa inmediatamente Ahí tiene, amigo, ésta es la situación. Me encanta este lugar. Quiero quedarme aquí toda la vida. Eso le asustaría un poco, porque a un sureño no se le empieza a hablar así de inmediato. ¿Dónde quiere usted ir a parar? Entonces yo volvería a hablar claro, suave y distante, como un clarinete con una esponja mojada tapando la salida. Le cantaría una melodía del frío norte, una especie de frío silbido de fábrica en una mañana helada. Mire, señor mío, no me gusta el frío. ¡No, señor! Quiero hacer un trabajo honrado, cualquier cosa para mantenerme ¿Puedo hablar francamente? No pensará usted que estoy chiflado, ¿verdad? Se siente uno muy solo allí arriba, en el norte. Sí, señor, nos ponemos tristes con d miedo y la soledad. Vivimos en cuartos pequeños, comemos con cuchillo y tenedor, llevamos relojes de pulsera, píldoras para el hígado, migas de pan, salchichas. No sabemos dónde vamos allí arriba, francamente, señor. Tenemos un miedo mortal a decir algo, algo real. No dormimos… dormir, lo que se dice dormir. Nos pasamos la noche dando vueltas y rezando para que se acabe el mundo. No creemos en nada: odiamos a todo el mundo, nos envenenamos unos a otros. Todo tan hermético y sólido, todo afianzado con crueles cadenas. No hacemos nada con las manos. Vendemos. Compramos y vendemos, nada más, señor…
Veía con toda claridad al anciano caballero, parado bajo un árbol inclinado, enjugándose la frente febril. No huiría de mí, como habían hecho otros. ¡No le dejaría! Lo mantendría embelesado… toda la noche, si me apetecía. Le haría que nos cediera el ala fresca de la gran mansión, junto al canal. El morenito aparecía con una bandeja para servirnos refrescos de menta. Nos adoptarían. «Ésta es tu casa, hijo; puedes quedarte el tiempo que quieras». Ni el menor deseo de engañar a un hombre así. No, si un hombre me tratara así, le sería fiel, hasta la muerte…
Era todo tan real, que sentía la necesidad de contárselo a Mara al instante. Fui a la cocina y empecé una carta. «Querida Mara: Todos nuestros problemas están resueltos…». Proseguí como si todo estuviera claro y fuese definitivo. Ahora Mara me parecía diferente. Me vi parado bajo los grandes árboles hablando con ella de un modo que me sorprendió. Íbamos caminando del brazo a través de la espesa vegetación y conversando como seres humanos. Brillaba una gran luna amarilla y los perros nos ladraban en los talones. Me parecía que estábamos casados y que la sangre corría profunda y tranquila entre nosotros. Ella desearía un par de cisnes para el pequeño estanque detrás de la casa. Ni conversaciones sobre dinero, ni luces de neón, ni chop suey. Qué maravilloso respirar con naturalidad, no correr nunca, no llegar nunca a ninguna parte, no hacer nunca nada importante… ¡excepto vivir! Ella pensaba lo mismo. Había cambiado, Mara. El cuerpo se le había vuelto más lleno, más pesado, se movía más despacio, más tranquila, se quedaba en silencio largo rato, todo tan real y natural. Si se fuera sola, estaba seguro de que volvería intacta, con perfume más dulce, caminando con mayor seguridad…
«¿Lo entiendes, Mara? ¿Comprendes cómo va a ser?».
Allí me teníais, escribiéndolo todo tan sinceramente, casi llorando con lo maravilloso que era, cuando oí a Maude arrastrando las chanclas por el vestíbulo. Junté las hojas y las doblé. Puse el puño encima de ellas y esperé a que dijera algo.
«¿A quién estás escribiendo?», preguntó: así de directa y segura.
«A alguien que conozco», respondí tranquilamente.
«Una mujer, supongo».
«Sí, una mujer. Una muchacha, para ser exactos». Lo dije grave, solemnemente, todavía inmerso en el trance, con la imagen de ella bajo los grandes árboles, y los dos cisnes nadando sin rumbo en el calmo lago. Si quieres saberlo, pensé para mis adentros, te lo diré. No veo por qué habría de seguir mintiendo. No te odio, como en un tiempo. Ojalá pudieras amar como amo yo: resultaría más fácil. No quiero herirte. Lo único que quiero es que me dejes en paz.
«Estás enamorado de ella. No hace falta que respondas: sé que es así».
«Sí, es verdad: estoy enamorado. He encontrado a una mujer a la que amo».
«Tal vez la trates mejor que a mí».
«Eso espero», dije, todavía sereno, sin perder la esperanza de que me oyera hasta el final. «Nunca nos amamos en realidad, Maude, ésa es la verdad, ¿sí o no?».
«Nunca has tenido el menor respeto hacia mí… como ser humano», respondió. «Me insultas delante de tus amigos; andas con otras mujeres; ni siquiera muestras interés por tu hija».
«Maude, desearía por una sola vez que no hablases así. Me gustaría que pudiéramos hablarlo sin amargura».
«Tú puedes… porque eres feliz. Has encontrado un nuevo juguete».
«No es eso, Maude. Mira, supongamos que todo lo que dices sea cierto… ¿qué más da ahora? Supongamos que estuviéramos en un barco que se fuese a pique…».
«No veo por qué hemos de suponer cosas. Te vas a ir con otra y yo me voy a quedar con todas las cargas, con todas las responsabilidades».
«Lo sé», dije, mirándola con auténtica ternura. «Quiero que intentes perdonármelo… ¿puedes? ¿De qué serviría que me quedara? Ni siquiera aprenderíamos a amamos. ¿Es que no podemos separarnos como amigos? No tengo intención de dejarte en la estacada. Voy a intentar cumplir con la parte que me corresponde… lo digo en serio».
«Eso es fácil de decir. Siempre estás prometiendo cosas que no puedes cumplir. En cuanto salgas de esta casa, nos olvidarás. Te conozco. No puedo permitirme el lujo de ser generosa contigo. Me defraudaste amargamente, desde el principio mismo. Has sido egoísta, totalmente egoísta. Nunca pensé que un ser humano pudiera llegar a ser tan cruel, tan insensible, tan completamente inhumano. Pero, bueno, si apenas te reconozco ahora. Es la primera vez que has actuado como un…».
«Maude, es cruel lo que voy a decir, pero tengo que decirlo. Quiero que entiendas una cosa. Quizá tuviera que pasar por todo esto contigo para aprender a tratar a una mujer. No es culpa mía totalmente… el destino ha tenido algo que ver. Mira, la primera vez que le puse la vista encima supe…».
«¿Dónde la conociste?», dijo Maude, vencida de repente por la curiosidad femenina.
«En un baile. Es una taxi-girl. Parece feo, lo sé. Pero si la vieras…».
«No quiero verla. No quiero saber nada más de ella. Era simple curiosidad». Me lanzó una rápida mirada compasiva. «¿Y crees que es la mujer que te hará feliz?».
«La llamas mujer… no lo es, sólo es una chica joven».
«Peor aún. ¡Oh, qué bobo eres!».
«Maude, no es lo que te piensas, en absoluto. No debes juzgar, de verdad. ¿Cómo puedes pretender saber? Y, en cualquier caso, no me importa. Estoy decidido».
Al oír aquello, bajó la cabeza. Su expresión era de tristeza y cansancio indescriptibles, como un despojo humano colgado de un gancho de carnicero. Miré al suelo, incapaz de soportar la expresión de su cara.
Permanecimos sentados así durante unos minutos, sin que ninguno de los dos se atreviera a levantar la vista. Oí un sollozo y, al alzar los ojos, le vi la cara temblando de dolor. Extendió los brazos sobre la mesa y, llorando y sollozando, dejó caer la cabeza y la apoyó contra la mesa. La había visto llorar muchas veces, pero aquélla era la forma más espantosa y resignada de abandono. Me desalentó. Me incliné sobre ella y le puse la mano en el hombro. Intenté decir algo, pero las palabras se me quedaron en la garganta. Sin saber qué hacer, le pasé la mano por el pelo, lo acaricié tristemente, y distante también, como si fuera la cabeza de un animal desconocido y herido que hubiese encontrado en la oscuridad.
«Vamos, vamos», conseguí murmurar, «eso no servirá de nada».
Sus sollozos se intensificaron. Sabía que había dicho lo que no debía. No pude evitarlo. Fuera lo que fuese a hacer —aunque fuera a matarse—, yo no podía cambiar la situación. Había esperado que llorase. También había esperado que yo haría precisamente eso: acariciarle el pelo, mientras lloraba, y decir lo que no debía. Sólo pensaba en mi propósito. Si se repusiera y se fuese a la cama, podría sentarme a acabar la carta. Podría añadir una posdata a propósito de la cauterización de la herida. Podría decir con sinceras alegría y pena mezcladas: «Se acabó».
Eso era lo que estaba pensando mientras le acariciaba el pelo. Nunca había estado más lejos de ella. Mientras sentía los resuellos estremecidos de su cuerpo, sentía también el placer de pensar en lo serena que estaría una semana después, cuando me hubiera ido. «Te sentirás como una mujer nueva», pensaba para mis adentros. «Y ahora estás pasando toda esta angustia… desde luego, es lógico y natural, y no te lo reprocho… sólo, que, ¡acaba de una vez!». Debí de apretar la mano un poco para recalcar mi pensamiento, pues en ese instante se irguió de repente y, mirándome con ojos salvajes, desesperanzados y llenos de lágrimas, me rodeó con los brazos y me atrajo hacia sí en un abrazo desesperado y sensiblero. «No me vas a dejar todavía, ¿verdad?», sollozó, al tiempo que me besaba con labios sensuales y ávidos. «Rodéame con los brazos, por favor. Abrázame fuerte. Dios mío, ¡me siento tan perdida!». Me besaba con una pasión que nunca había sentido en ella antes. Ponía cuerpo y alma en aquellos besos… y toda la pena que se interponía entre nosotros. Le deslicé las manos bajo los sobacos y la puse de pie suavemente. Estábamos tan próximos como pueden estar dos amantes, oscilando como sólo el animal humano puede oscilar, cuando se entrega enteramente a otro. Se le abrió la bata y debajo estaba desnuda. Le deslicé la mano por la parte baja de la espalda, por el llenito trasero, apretándola contra mí, al tiempo que le mordía los labios, los lóbulos de las orejas, la nariz, le lamía los ojos, las raíces del pelo. Se volvió floja y pesada, al tiempo que cerraba los ojos y la mente. Se aflojó como si fuera a caer al suelo. La cogí en brazos y la llevé por el vestíbulo, escaleras arriba, y la eché en la cama. Caí sobre ella, como embotado, y le dejé arrancarme la ropa. Me tumbé boca arriba como un muerto, lo único vivo era mi picha. Sentí su boca cerrarse sobre ella y el calcetín del pie izquierdo deslizárseme despacio. Pasé los dedos por su larga cabellera, los deslicé en tomo al pecho, pasé la palma por el estómago, que era suave y elástico. Hizo un movimiento giratorio en la oscuridad. Sus piernas bajaron hasta mis hombros y su entrepierna me quedó frente a los labios. Le deslicé el culo sobre mi cabeza como quien alza un cubo de leche para aplacar una sed prolongada, y bebí y mordí y engullí como un buitre. Estaba tan excitada, que apretaba peligrosamente los dientes en torno al capullo. Yo temía que, con aquella pasión frenética y llorona que se le había desatado, me hincara los dientes profundamente, y me arrancase el capullo de un mordisco. Tuve que hacerle cosquillas para que aflojara las mandíbulas. Después de eso, fue un trabajo rápido y limpio: ni carantoñas amorosas, ni prométeme esto y lo otro. ¡Ponme en el tajo de follar y fóllame!, eso era lo que ella estaba pidiendo. Me lancé a ello con furia despiadada. Aquél podía ser precisamente el último polvo. Ya era una extraña para mí. Estábamos cometiendo adulterio, el del tipo apasionado e incestuoso que con tanto placer describe la Biblia. Abraham (o Leandro) fue a por Sara y la conoció. (Extrañas itálicas en la Biblia inglesa). Pero la forma como aquellos viejos patriarcas cachondos atacaban a sus jóvenes y viejas esposas, hermanas, vacas y ovejas, era muy hábil. Debían de entrar de cabeza, con toda la destreza y pericia de viejos libertinos. Me sentí como Isaac fornicando con una coneja en el Templo. Era una coneja blanca de largas orejas. Tenía huevos de Pascua dentro y los dejaba caer de uno en uno dentro de un cesto. Pasé un largo rato reflexionando dentro de ella, estudiando cada hendedura, cada ranura y rasgadura, cada protuberancia suave y redonda que se había hinchado hasta el tamaño de una ostra arrugada. Se cambió de sitio y descansó un poco, mientras me leía el nabo como en Braille con sus dedos curiosos. Se puso a gatas como un animal hembra, estremeciéndose y relinchando con placer no disimulado. No pronunció ni una palabra humana, ni dio señal alguna de conocer ninguna lengua salvo aquella especie de mete-y-saca-una-tonelada-toca-el-silbato. El caballero de Mississippi se había desvanecido completamente: se había vuelto a escabullir hasta el cenagoso limbo que forma la plataforma permanente de los continentes. Quedaba un cisne, un ochavón de labios de pato color rubí clavados en una cabeza azul celeste. Pronto íbamos a vivir en la abundancia, la explosión, con ciruelas y albaricoques cayendo del cielo. La última embestida, el arrastre de cenizas sofocadas, blancas, y después dos leños tendidos uno al lado del otro esperando el hacha. Hermoso final. Escalera real. La conocí y ella me conoció. Volverá la primavera y el verano y el invierno. Ella se balanceará en los brazos de otro, echará un polvo de espanto, relinchará, se pondrá en cuclillas y se dejará caer, pero no conmigo. He cumplido con mi deber, le he ofrendado los últimos ritos. Cerré los ojos e hice el muerto para el mundo. Sí, íbamos a aprender una nueva vida, Mara y yo. Tenía que levantarme pronto y esconder la carta en el bolsillo de la chaqueta. A veces es extraño cómo acaba uno los asuntos. Siempre piensas que vas a poner la última palabra en el registro con una amplia rúbrica; nunca piensas en el autómata que cierra las cuentas mientras duermes. Todo es el caso más claro de doble contabilidad. Está todo tan bien calculado, que da pavor.
Está cayendo el hacha. Ultimas meditaciones. Expreso Luna de Miel y todos al tren: Memphis, Chatanooga, Nashville, Chickamauga. Pasan campos nevados de algodón… caimanes bostezando en el fango… el último albaricoque está pudriéndose en el césped… la luna está llena, la zanja es profunda, la tierra es negra, negra, negra.