Capítulo X
Los sábados solía salir del trabajo a mediodía, y almorzaba con Hymie Laubscher y Romero o con O’Rourke y O’Mara. A veces se nos unía Curley, o Georges Miltiades, un poeta y erudito griego que formaba parte del cuerpo de repartidores. Alguna vez que otra O’Mara invitaba a Irma y a Dolores a que se nos unieran; se habían abierto camino de humildes secretarias en la oficina de personal cosmocócica a agentes de compras en unos almacenes de la Quinta Avenida. La comida solía prolongarse hasta las tres o las cuatro de la tarde. Después, arrastrando los pies, me encaminaba a Brooklyn para hacer la visita semanal a Maude y a la pequeña.
Como el suelo estaba todavía cubierto de nieve, ya no podíamos dar nuestros paseos por el parque. Maude iba vestida generalmente con un salto de cama y una bata; su largo cabello colgaba suelto, casi hasta la cintura. Las habitaciones tenían la calefacción al máximo y estaban atestadas de muebles. Solía tener una caja de caramelos junto al sofá en que se recostaba.
Por los saludos que cambiábamos era como para pensar que éramos antiguos amigos. A veces la niña no estaba, cuando yo llegaba, por haber ido a la casa de un vecino a jugar con una de sus amiguitas.
«Te ha esperado hasta las tres», decía Maude, con expresión de reproche leve, pero temblando de emoción por dentro porque hubieran salido así las cosas.
Yo explicaba que el trabajo me había retenido en la oficina. Al oír eso, me lanzaba una mirada que significaba: «Ya me conozco tus excusas. ¿Por qué no inventas algo diferente?».
«¿Cómo está tu amiga Dolores?», me preguntaba abruptamente. «¿O», lanzándome una mirada penetrante, «ya no es tu amiga?».
Una pregunta así era una suave insinuación de que esperaba que no estuviera yo engañando a la otra mujer (Mona) como había hecho con ella. Nunca mencionaba el nombre de Mona, por supuesto, ni yo tampoco. Decía «ella» o «la» de un modo que dejaba bien claro a quién se refería.
También había en esas preguntas una resonancia de connotaciones más profundas. Como los trámites del divorcio sólo estaban en las etapas preliminares, como la ley no había reconocido todavía definitivamente la ruptura, no se podía saber lo que podría ocurrir entretanto. Ya no éramos enemigos, por lo menos. En último caso, estaba entre nosotros la niña: un vínculo fuerte. Y, hasta que no pudiera ella organizar su vida de otro modo, las dos dependían de mí. Le habría gustado saber más cosas sobre mi vida con Mona, si había ido tan bien como esperábamos o no, pero el orgullo le impedía preguntar demasiado a las claras. Indudablemente debía de decirse para sus adentros que los siete años que habíamos vivido juntos constituían un factor no del todo despreciable en aquella situación de entonces aparentemente reversible. Un movimiento en falso por parte de Mona y yo volvería a caer en la antigua rutina. Le convenía sacar el mayor partido de aquella extraña amistad nueva que habíamos trabado. Podría preparar el terreno para otra relación más profunda.
A veces sentía lástima de ella, cuando esa esperanza inesperada se manifestaba con la mayor claridad. Por mi parte no había nunca el menor miedo de que volviera a caer en la antigua rutina de la vida conyugal. Si algo le ocurriese a Mona —la única amenaza de separación que podía concebir era la muerte—, desde luego que no iba a reanudar la vida con Maude. Era mucho más plausible que me inclinara por Irma o Dolores, o incluso Mónica, la camarerita del restaurante griego.
«¿Por qué no vienes a sentarte aquí, a mi lado?… No voy a morderte».
Su voz parecía venir de muy lejos. Con frecuencia ocurría que, cuando nos quedábamos solos, Maude y yo, mi mente se pusiera a vagar. Como ahora, por ejemplo, muchas veces respondía en una especie de semitrance, con el cuerpo obediente a sus deseos, pero el resto de mí ausente. Siempre se sucedía una breve lucha de voluntades, una lucha más que nada entre su voluntad y mi falta de voluntad. No sentía deseo de satisfacer sus fantasías eróticas; estaba allí para matar unas horas y marcharme sin abrir heridas frescas. Sin embargo, mi mano solía vagar distraídamente por sus voluptuosas formas. Al principio no era otra cosa que la caricia involuntaria que se hace a un perro o a un gato. Pero poco a poco ella me hacía saber que estaba reaccionando con placer disimulado; entonces, justo cuando había conseguido que mi atención se centrara en su cuerpo, hacía un movimiento brusco para romper el contacto.
«¡Recuerda que ya no soy tu mujer!».
Le encantaba soltarme eso, sabiendo que me incitaría a renovar mis esfuerzos, sabiendo que haría que mi mente y mis dedos se concentrasen en el objeto prohibido: ella. Esos reproches estaban también al servicio de otro fin: despertaban la conciencia de su poder para ofrecer o negar. Siempre parecía estar diciendo con su cuerpo: «Para poseer esto no puedes dejar de hacerme caso». La idea de que pudiese satisfacerme sólo con su cuerpo era de lo más humillante para ella. «Yo te daría más de lo que mujer alguna pudiera ofrecer», parecía decir, «con sólo que me mirases, con sólo que me vieras, tal como soy de verdad». De sobra sabía que yo miraba más allá de ella, que la dislocación entre nuestros centros era mucho más real, mucho más peligrosa, entonces de lo que había sido nunca. Sabía también que la única forma de llegar a mí era a través del cuerpo.
Es curioso que un cuerpo, por familiar que pueda ser a la vista y al tacto, puede volverse elocuentemente misterioso una vez que sentimos que la persona a que pertenece se ha vuelto esquiva o evasiva. Recuerdo el renovado deleite con que exploré el cuerpo de Maude tras enterarme de que había ido a ver a un doctor para un examen vaginal. Lo que daba interés a la situación era que el doctor en cuestión había sido un antiguo novio de ella, uno de esos novios de los que nunca me había hablado. Un día me anunció de buenas a primeras que había estado en su consulta, que un día había tenido una caída de la que no me había hablado, y, por haberse encontrado más adelante a su antiguo amorcito, de quien sabía podía fiarse (!), había decidido dejarle que la examinara.
«O sea, ¿que te presentaste y le pediste que te examinase?».
«No, no exactamente así». No pudo por menos de troncharse de risa al oírme decir eso.
«Pues, entonces, ¿qué pasó exactamente?».
Sentía curiosidad por saber si la había encontrado mejorada o no en el intervalo de cinco o seis años que había transcurrido. ¿No le había hecho insinuaciones? Naturalmente, estaba casado, ya me lo había contado. Pero también era guapísimo, una personalidad magnética, me había hecho saber sin falta.
«Bueno, ¿qué sentiste al tumbarte en la camilla y abrirte de piernas… delante de tu antiguo amorcito?».
Intentó hacerme entender que se había quedado absolutamente frígida, que el Dr. Hilary, o como diablos se llamara, la había instado a relajarse, le había recordado que estaba actuando como médico, y que si patatín y que si patatán.
«¿Conseguiste relajarte… por fin?».
Volvió a reírse, con una de esas risas provocadoras que siempre soltaba, cuando tenía que hablar de cosas «vergonzosas».
«Bueno, ¿y qué hizo?», le insistí.
«Oh, nada del otro mundo, en realidad. Simplemente se limitó a explorar la vagina» —¡no se le habría ocurrido decir mi vagina!— «con el dedo. Por supuesto, tenía puesta una goma en el dedo». Añadió esto como para absolverse de la menor sospecha de que el procedimiento pudiera haberse salido de lo rutinario.
«Le parecía que estaba más llenita y que me sentaba muy bien», dijo espontáneamente y para mi sorpresa.
«¡Ah!, ¿sí? Entonces, ¿te hizo un reconocimiento completo?».
El recuerdo de aquel pequeño incidente me lo había evocado una observación que había dejado caer. Dijo que había estado preocupada por el antiguo dolor que había reaparecido recientemente. Volvió a describir la caída que había tenido años atrás, cuando creyó, equivocadamente, que se había lesionado la pelvis. Hablaba con tal seriedad, que, cuando me cogió la mano y se la colocó sobre el coño, justo en el relieve del monte de Venus, creí que era un gesto completamente inocente. Tenía ahí una espesa maleza de pelo, una auténtica mata de rosas que, si los dedos vagaban a poca distancia, se ponía de punta inmediatamente, erizada como un cepillo. Era uno de esos vellones que te hacen enloquecer al tocarlos a través de la seda o del terciopelo. Con frecuencia, en los viejos tiempos, cuando llevaba vestidos ligeros y atractivos, cuando se hacía la coqueta y la seductora, yo solía alargar la mano y tenérsela cogida, estando en lugares públicos, el vestíbulo de un teatro o una estación del ferrocarril elevado. Se ponía furiosa conmigo. Pero yo, arrimándome a ella, tapando la mano que se movía a tientas para que no pudieran verla, seguía reteniéndola y decía: «Nadie puede ver lo que estoy haciendo. ¡No te muevas!». Y seguía hablando con ella, con la mano hundida en su peludo chocho y ella hipnotizada de miedo. En el teatro, en cuanto se atenuaban las luces, se abría de piernas y me dejaba juguetear con ella. Entonces no tenía inconveniente en abrirme la bragueta y jugar con mi polla durante toda la sesión.
Su coño todavía podía hacerme estremecer. Era consciente de ello ahora, con la mano descansando todavía cálidamente al borde de su espeso vellón. Ella hablaba y hablaba sin parar para posponer el embarazoso momento de silencio en que no habría otra cosa que la presión de mi mano y la admisión tácita de que deseaba que siguiera ahí.
Como si estuviese vitalmente interesado en lo que estaba contando, le recordé de repente a su padrastro, ya fallecido. Como había previsto, se estremeció inmediatamente ante aquella sugerencia. Excitada por la simple mención del nombre, colocó su mano sobre la mía y la apretó cariñosamente. Que mi mano se deslizara un poquito más abajo, que los dedos se quedasen enredados en los espesos pelos, no pareció importarle… de momento. Siguió hablando de él a borbotones, como una colegiala enteramente. Mientras mis dedos se enroscaban y desenroscaban, sentí despertárseme una doble pasión. Años atrás, en las primeras visitas que le hice, sentía violentos celos de su padrastro. Entonces era una mujer de veintidós o veintitrés años, de figura completamente desarrollada, madura en todos los sentidos de la palabra; verla sentada en las rodillas de él delante de la ventana, al atardecer, hablándole en voz baja y acariciadora, me ponía furioso. «Lo amo», decía ella, como si eso excusara su comportamiento, pues en su caso la palabra amor siempre significaba algo puro, algo separado del placer carnal. Era en verano cuando ocurrían esas escenas y yo, que lo único que esperaba era que el viejo chocho la soltase, era más que consciente de la cálida carne desnuda bajo el tenue vestido, semejante a una gasa. Igual podría haberse sentado desnuda en sus brazos, me parecía a mí. Yo siempre era consciente del peso de ella en los brazos de él, del modo como se acomodaba sobre él, con los muslos ondulantes y la generosa raja anclada firmemente sobre su bragueta. Yo estaba seguro de que, por puro que fuera el amor del viejo por ella, tenía que ser consciente del sabroso fruto que sostenía en los brazos. Sólo un cadáver habría permanecido indiferente a la savia y el calor que emanaban de aquel cuerpo cálido. Además, cuanto mejor la conocía yo, más natural me parecía que ofreciese su cuerpo de esa forma furtiva y libidinosa. Era perfectamente capaz de una relación incestuosa; si tuvieran que «violarla», preferiría que lo hiciese el padre que amaba; el hecho de que no fuera su padre verdadero, sino el que ella había escogido, simplificaba la situación, en caso de que se permitiese a sí misma pensar en cosas así a las claras. Aquella maldita relación perversa era la que había hecho que me resultara tan difícil en aquella época inducirla a una relación sexual clara y abierta. Quería que le hiciese fiestas como a una niña, que le susurrara tiernas naderías al oído, que la mimase, que la complaciera, que le siguiese la corriente. Quería que la abrazara y la acariciase de un modo absurdo e incestuoso. No quería reconocer que ella tenía un coño y yo una picha. Quería palabras de amor y presiones y exploraciones furtivas y en silencio con las manos. Para su gusto, yo era demasiado directo, demasiado brutal.
Después de haber probado el asunto de verdad, estaba casi fuera de sí… de pasión, rabia, vergüenza, humillación, y qué sé yo. Evidentemente, nunca había pensado que fuese a ser tan placentero, ni tan repugnante. Lo repugnante —para ella— era el abandono. Pensar que había algo que colgaba entre las piernas de un hombre y que podía hacerle olvidarse de sí misma completamente la exasperaba. Deseaba tanto ser independiente… cuando no una simple niña. No quería la zona intermedia, el abandono, la fusión, el intercambio. Quería conservar ese pequeño y hermético meollo de su yo que llevaba escondido en el pecho y permitirse sólo el placer legítimo de entregar el cuerpo. Que cuerpo y alma no pudieran separarse, especialmente en el acto sexual, era motivo para la más profunda irritación. Se comportaba como si, al haber abandonado el coño a la exploración del pene, hubiese perdido algo, una pequeña partícula de su yo abismal, un elemento que nunca pudiera reponerse. Cuanto más luchaba contra eso, más completo era su abandono. No hay mujer que pueda follar tan salvajemente como la mujer histérica que ha vuelto frígida la mente.
Al jugar ahora con los tiesos e hirsutos pelos de aquella mata suya, al dejar deslizar un dedo de vez en cuando hasta el extremo de su coño, mis pensamientos vagaban y penetraban profundamente en el pasado. Tenía casi la sensación de que era su padre elegido, de estar jugando con aquella hija lasciva en la penumbra hipnótica de una habitación con la calefacción al máximo. Todo era falso y profundo y real al mismo tiempo. Si yo actuara como ella deseaba, si desempeñase el papel de amante tierno y comprensivo, no había duda de que obtendría la recompensa. Me devoraría en apasionado abandono. Bastaba con que yo conservara las apariencias para que ella abriese los muslos con ardor volcánico.
«Déjame ver si te duele por dentro», le susurré, apartando la mano, deslizándosela hábilmente bajo el camisón y pasándosela coño arriba. Los jugos le rezumaban; las piernas se separaron un poco más, sensibles a la más ligera presión de mi mano.
«Ahí… ¿duele ahí?», le pregunté, penetrándola profundamente.
Tenía los ojos medio cerrados. Hizo un gesto sin sentido con la cabeza, un gesto que no significaba ni sí ni no. Le metí dos dedos más dentro del coño y me tendí a su lado en silencio. Le pasé el brazo por debajo de la cabeza y la atraje suave hacia mí, sin dejar de batir hábilmente los jugos que rezumaban de ella.
Yacía inmóvil, absolutamente pasiva, con la mente enteramente absorta en el revoloteo de mis dedos. Le cogí la mano y la deslicé hasta mi bragueta, que se desabrochó mágicamente. Me cogió la picha firme y suavemente, y la acarició con mano experta. Le eché un vistazo rápido y le vi una expresión casi de arrobamiento en el semblante. Eso era lo que le gustaba, ese intercambio ciego y táctil. Si hubiera podido quedarse dormida de verdad y dejarse follar, fingir que no tomaba parte atenta y despierta en el asunto… limitarse a entregarse completamente y, aun así, ser inocente… ¡qué felicidad habría sido! Le gustaba joder con el coño interior, yaciendo absolutamente inmóvil, como en trance. Con los semáforos erectos, estirados, alborozados, crispándose, cosquilleando, chupando, pegándose, podía joder a sus anchas, joder hasta que se agotara la última gota de jugo.
Ahora era primordial no dar un paso en falso, no agujerear la fina capa que todavía estaba tejiendo, como un capullo, sobre su desnudo yo carnal. Pasar del dedo a la picha requería la destreza de un hipnotizador. Había que incrementar el mortífero placer lo más gradualmente posible, como si fuera un veneno al que el cuerpo sólo se acostumbrase gradualmente. Habría que follarla a través del velo del capullo, igual que años atrás, para poseerla, tenía que violarla a través del camisón… Mientras la polla me brincaba de placer con sus hábiles caricias, se me ocurrió una idea diabólica. La imaginé sentada en las rodillas de su padrastro al atardecer, con la raja pegada a su bragueta como siempre. Me pregunté qué expresión habría adquirido su rostro, si hubiera sentido de repente la luciérnaga de él penetrando en su coño soñador; si, mientras le murmuraba a los oídos su perversa letanía de amor adolescente, si, sin advertir que su vestido ligero como una gasa ya no le cubría el carnoso trasero, esa cosa innombrable que él llevaba escondida entre las piernas se irguiese de golpe y se le introdujera y explotase como una pistola de agua. La miré para ver si podía leer mis pensamientos, mientras exploraba los pliegues y las hendiduras de su ardiente coño con palpos audaces y agresivos. Tenía los ojos cerrados y apretados y los labios separados lascivamente; la parte inferior de su cuerpo empezó a retorcerse y contorsionarse, como si intentara liberarse de una red. Le quité suavemente la mano de la polla, al tiempo que le levantaba cuidadosamente una pierna y me la pasaba por encima del cuerpo. Por unos momentos dejé que mi polla brincara y se estremeciese al borde de su raja, que resbalara de delante atrás y vuelta a empezar, como si fuese un juguete de goma flexible. Un estribillo estúpido se repetía en mi cabeza: «¿Qué es esto que sostengo sobre tu cabeza: bueno o superior?». Continué con ese jueguecito por un intervalo exasperante, metiéndole de cuando en cuando el capullo unos centímetros, rozándolo después contra el extremo de su coño y dejándole cobijarse en su fresco matorral. De repente resolló y con los ojos bien abiertos se dio la vuelta; apoyándose en las manos y las rodillas, se esforzó frenéticamente por atraparme la picha con su glutinosa trampa. Le rodeé el trasero con las dos manos, al tiempo que hacía un glissando con los dedos a lo largo del borde interior de su hinchado coño y, abriéndolo como si fuera una pelota de goma rota, coloqué la polla en el punto vulnerable y esperé a que le cayese encima. Por un momento pensé que había cambiado de idea de repente. Su cabeza, que había estado colgando suelta, con los ojos siguiendo indefensos los frenéticos movimientos de su coño, se irguió hasta quedar tiesa, al tiempo que la mirada se fijaba de repente en un punto por encima de mi cabeza. Los ojos plenos y perdidos se llenaron con una expresión de placer total y egoísta, y, al tiempo que se ponía a girar el culo, con la picha a medio meter, empezó a morderse el labio inferior. Entonces me agaché un poquito y empujándola hacia abajo con todas mis fuerzas se la clavé hasta dentro, tan adentro, que lanzó un gemido y la cabeza le cayó hacia adelante sobre la almohada. En ese momento, cuando habría podido coger una zanahoria y metérsela, porque para el caso habría dado igual, llamaron con fuerza a la puerta. Nos sobresaltamos tanto los dos, que casi dejó de latimos el corazón. Como de costumbre, ella se recuperó la primera. Separándose de mí, corrió hacia la puerta.
«¿Quién es?», preguntó.
«Soy yo», se oyó la voz tímida y temblorosa que reconocí inmediatamente.
«¡Ah, eres tú! ¿Por qué no lo has dicho? ¿Qué ocurre?».
«Sólo quería saber», dijo la voz débil y cansina con lentitud exasperante, «si estaba aquí Henry».
«Sí, claro que está aquí», dijo bruscamente Maude, recobrando la sangre fría. «Oh, Melanie», dijo, como si ésta la estuviera torturando, «¿eso era lo único que querías? ¿No podías…?».
«Llaman a Henry al teléfono», dijo la pobre Melanie. Y después, más despacio todavía, como si ya no le quedaran fuerzas para nada más: «Creo… que… es importante».
«Está bien», grité, levantándome del sofá y abrochándome la bragueta, «¡ya voy!».
Cuando cogí el auricular, me llevé un susto de aúpa. Era Curley, que llamaba desde Cockroach Hall. No podía decirme de qué se trataba, dijo, pero debía ir a casa lo más rápido que pudiera.
«No hables así», dije, «dime la verdad. ¿Qué ha ocurrido? ¿Se trata de Mona?».
«Sí», dijo, «pero se recuperará pronto».
«Entonces, ¿no ha muerto?».
«No, pero le ha faltado poco. Date prisa…» y, dicho eso, colgó.
En el vestíbulo me tropecé con Melanie, con el pecho medio descubierto, que se iba cojeando con satisfacción melancólica. Me echó una mirada comprensiva, una mirada de compasión, envidia y censura combinadas. «Mira, no te habría molestado» —su voz arrastraba las palabras penosamente— «si no hubiesen dicho que era importante. ¡Ay, Señor!», y empezó a dirigirse hacia la escalera, «hay tanto que hacer. Cuando se es joven…».
No esperé a oírla terminar. Bajé corriendo las escaleras y caí casi en brazos de Maude.
«¿Qué pasa?», preguntó solícita. Luego, como no respondí al instante, añadió: «¿Le ha ocurrido algo… a… a ella?».
«Espero que no sea nada grave», dije, buscando nervioso el abrigo y el sombrero.
«¿Tienes que irte ahora mismo? Quiero decir…».
Había algo más que ansiedad en la voz de Maude; había un atisbo de decepción, una débil sugerencia de desaprobación.
«No he encendido la luz», prosiguió, dirigiéndose hacia la lámpara, como para encenderla, «porque temía que Melanie bajara contigo». Se arregló un poco la bata, como para volver a recordarme el tema que le tenía sorbido el seso en ese momento.
De repente comprendí que era cruel irse al instante sin hacerle una pequeña manifestación de ternura.
«Tengo que irme corriendo, de veras», dije, dejando caer el abrigo y el sombrero y acercándome con rapidez a ella. «Siento mucho tener que dejarte ahora… así», y, cogiéndola de la mano que estaba a punto de encender la lámpara, la atraje hacia mí y la abracé. No ofreció resistencia. Al contrario, echó la cabeza hacia atrás y ofreció los labios. En un instante le había metido la lengua en la boca y su cuerpo, fláccido y cálido, se apretaba convulsivamente contra el mío. («¡Date prisa, date prisa!», oía las palabras de Curley). «Será cosa de unos minutos», me dije para mis adentros, sin importarme ya dar un paso en falso. Le deslicé la mano bajo el camisón y le hundí los dedos en la entrepierna. Para mi sorpresa, me metió la mano en la bragueta, la abrió y me sacó la picha. La recosté contra la pared y le dejé colocar la picha contra el coño. Ahora ardía de pasión, consciente de cada movimiento que hacía, deliberado e imperioso. Manejaba mi picha como si fuese su propiedad privada.
De pie era difícil darle al asunto. «Tumbémonos aquí», susurró, arrodillándose y tirando de mí para que hiciese lo mismo.
«Vas a coger frío», dije, mientras ella intentaba febrilmente quitarse la ropa.
«No me importa», dijo, bajándome los pantalones y atrayéndome hacia ella precipitadamente. «Oh, Dios», gimió, mordiéndose los labios de nuevo y apretándome los cojones, mientras yo le metía la picha despacio. «Oh, cielos, dámelo… ¡métela hasta dentro!», y jadeaba y gemía de placer.
Como no quería levantarme de un brinco y lanzarme a por el sombrero y el abrigo, me quedé así, encima de ella, con la picha todavía metida y tiesa como una baqueta. Por dentro era como un fruto maduro y la pulpa parecía estar respirando. Al cabo de poco sentí flamear las dos banderitas; era como una flor oscilando, y la caricia de los pétalos era tentadora. Se movían incontrolablemente, no con sacudidas fuertes y convulsivas, sino como banderas de seda movidas por la brisa. Y después pareció como si ella asumiera el control de repente: con las paredes del coño se convirtió en un exprimelimones por dentro, extrayendo y apretando a voluntad, casi como si le hubiese crecido una mano invisible.
Tumbado y absolutamente inmóvil, me abandoné a aquellas diestras manipulaciones: («¡Date prisa, date prisa!». Pero recordé con toda claridad entonces que Curley había dicho que no había muerto). En último caso, podía coger un taxi; unos minutos más o menos no importarían. Nadie imaginaría nunca la razón por la que me había retrasado.
(Toma el placer mientras dure… Toma el placer).
Ahora ella sabía que no iba a salir corriendo. Sabía que podía prolongarlo cuanto quisiera, sobre todo tumbados así, inmóviles, follando sólo con el coño interior, follando con la mente en blanco.
Apliqué mi boca a la suya y empecé a joder con la lengua. Ella podía hacer las cosas más asombrosas con la lengua, cosas que yo había olvidado que sabía. A veces me la deslizaba hasta la garganta como para dejarme tragarla, después la retiraba tentadoramente para concentrarse en las señales de abajo. Una vez saqué la picha del todo, para refrescarla un poco al aire, pero ella la cogió y la volvió a meter, echándose hacia adelante para que le llegara hasta el fondo. Luego la saqué justo hasta el extremo del coño y, como un perro con el hocico mojado, lo olfateé con la punta del canario. Ese jueguecito fue demasiado excitante para ella; empezó a correrse con un orgasmo prolongado que explotó suavemente como una estrella de cinco puntas. Yo me controlaba con tal sangre fría, que, mientras ella pasaba por sus espasmos, se la clavaba en círculo como un demonio, arriba, a los lados, abajo, dentro, fuera otra vez, hundiéndola, alzándola, pinchando, resoplando, y absolutamente seguro de que no me correría hasta que no estuviera más a punto que la hostia.
Y entonces hizo algo que nunca había hecho. Moviéndose con furioso abandono mordiéndome los labios, el cuello, las orejas, repitiendo como un autómata enloquecido: «¡Sigue, dámelo, sigue, dame, sigue, oh, Dios, dame, dámelo!», pasó de un orgasmo a otro, empujando, impeliendo, elevándose, meneando el culo en círculo, levantando las piernas y echándomelas al cuello, gimiendo, gruñendo, chillando como un cerdo, y luego de repente, completamente exhausta, pidiéndome que acabara, rogándome que descargase. «Córrete, córrete… me voy a volver loca». Tumbada ahí como un saco de patatas, jadeando, sudando, totalmente indefensa y agotada como estaba, le metí y saqué la polla despacio y deliberadamente como un espolón, y, cuando hube saboreado el filete de lomo, el puré de patatas, la salsa y todas las especias, le solté un chorro en la boca de la matriz que la estremeció como una descarga eléctrica.
En el metro intenté prepararme para la prueba que me esperaba. No sé por qué, pero estaba seguro de que Mona no estaba en peligro. A decir verdad, la noticia no fue del todo una sorpresa; llevaba varias semanas esperando una explosión de algún tipo. Una mujer no puede seguir fingiendo indiferencia, cuando todo su futuro está en peligro. Sobre todo, una mujer que se siente culpable. Si bien no dudaba de que había hecho un esfuerzo para hacer algo desesperado, también sabía que sus instintos le impedirían llevar a cabo su propósito. Lo que temía más que nada era que se hubiera hecho un destrozo. Se me despertó la curiosidad. ¿Qué habría hecho? ¿Cómo lo habría llevado a cabo? ¿Lo habría planeado sabiendo que Curley acudiría en su ayuda? Yo esperaba, de forma extraña y perversa, que su historia pareciera convincente; no quería oír un cuento disparatado y estrafalario, que en mi estado de nervios me habría hecho romper a reír histéricamente. Quería poder escuchar con cara seria: con expresión apenada y compasiva, porque me sintiese apenado y compasivo. Los dramas siempre me afectaban de forma extraña, siempre me despertaban el sentido del ridículo, sobre todo cuando el motivo era el amor. Quizá fuese ésa la razón por la que, en momentos de desesperación, siempre podía reírme de mí mismo. En el momento en que tomaba la decisión de actuar, me convertía en otra persona: el actor. Y, naturalmente, siempre exageraba el papel. Supongo que en el fondo ese comportamiento extraño se basaba en una aversión incurable por el engaño. Aun cuando fuera para salvar la piel, detestaba engañar a la gente. Vencer la resistencia de una mujer, hacer que te amase, despertar sus celos, volverla a ganar: hacer cosas así, incluso mediante el uso inconsciente de métodos legítimos, iba contra mi carácter. Para mí, no había triunfo ni satisfacción, a no ser que la mujer se entregase voluntariamente. Siempre fui un mal pretendiente. Me desanimaba fácilmente, no porque dudara de mis poderes, sino porque desconfiaba de ellos. Quería que la mujer viniese a mí. Quería que fuera ella la que hiciese las insinuaciones. ¡No había peligro de que pareciera demasiado audaz! Cuanto más imprudentemente se entregaba, más la admiraba yo. Detestaba a las vírgenes y a las vergonzosas. ¡La femme fatale!: ése era mi ideal.
¡Cuánto detestamos reconocer que nada nos gustaría tanto como ser el esclavo! ¡Esclavo y amo al mismo tiempo! Pues hasta en el amor el esclavo siempre es el amo encubierto. El hombre que ha de conquistar a la mujer, subyugarla, someterla a su voluntad, formarla de acuerdo con sus deseos… ¿acaso no es el esclavo de su esclava? ¡Qué fácil le resulta a la mujer, en esa relación, romper el equilibrio del poder! A la menor amenaza de independencia por parte de la mujer, el gallardo déspota es presa del vértigo. Pero, si son capaces de lanzarse el uno sobre el otro al mismo tiempo y con audacia, sin ocultar nada, entregando todo, si se reconocen su interdependencia mutua, ¿es que no gozan de una gran libertad insospechada? El hombre que reconoce ante sí mismo que es un cobarde ha dado un paso hacia la superación de su miedo; pero el hombre que lo reconoce con franqueza ante todo el mundo, que te pide que lo reconozcas en él y se lo disculpes al tratar con él, va camino de convertirse en un héroe. Un hombre así se ve sorprendido con frecuencia, cuando llega la prueba crucial, al descubrir que no conoce el miedo. Al haber perdido el miedo a considerarse a sí mismo un cobarde, ha dejado de serlo; sólo hace falta la demostración para probar la metamorfosis. Lo mismo ocurre con el amor. El hombre que reconoce no sólo ante sí mismo, sino también ante sus semejantes, e incluso ante la mujer que adora, que las mujeres lo pueden dominar, que está indefenso en lo relativo al otro sexo, suele descubrir que es el más poderoso de los dos. Nada vence antes la resistencia de una mujer que la entrega total. Una mujer está preparada para resistir, para verse asediada; la han educado para que se comporte así. Cuando no encuentra resistencia, cae de cabeza en la trampa. Ser capaz de entregarse total y completamente es el mayor lujo que la vida proporciona. El amor auténtico no comienza hasta ese punto de disolución. La vida personal se basa totalmente en la dependencia, en la dependencia mutua. La sociedad es el conjunto de personas, todas interdependientes. Existe otra vida más rica fuera de los límites de la sociedad, fuera de las fronteras de la persona, pero no se la puede conocer, no hay modo de alcanzarla, sin atravesar primero las alturas y profundidades de la jungla personal. Para llegar a ser el gran amante, el magnetizador y catalizador, el foco cegador y la inspiración del mundo, primero hay que experimentar la profunda sabiduría de ser un tonto de remate. El hombre cuya grandeza de corazón lo conduce a la locura y a la ruina es irresistible para una mujer. Es decir, para la mujer que ama. Por lo que se refiere a los que sólo piden que se les ame, que sólo buscan su propio reflejo en el espejo, ningún amor, por grande que sea, los satisfará. En un mundo tan hambriento de amor, no es de extrañar que los hombres y las mujeres se vean cegados por el encanto y el brillo de sus yoes reflejados. No es de extrañar que el disparo de un revólver sea la última citación. No es de extrañar que las ruedas trituradoras del metro, a pesar de cortar en pedazos el cuerpo, no precipiten el elixir del amor. En el prisma egocéntrico la víctima se ve aprisionada por la propia luz que refracta. El yo muere en su jaula de cristal…
Mis pensamientos retrocedían como los cangrejos. La imagen de Melanie surgió de pronto. Siempre estaba ahí, como un tumor carnoso. Había algo bestial y angélico en ella. Siempre renqueando, arrastrando las palabras, salmodiando, diciendo tonterías, con sus enormes ojos melancólicos suspendidos como brasas en sus cuencas. Era una de esas bellas hipocondríacas que, al volverse asexuadas, adquieren las misteriosas cualidades sensuales de los seres que pueblan la casa de fieras apocalíptica de William Blake. Era extraordinariamente distraída, no con respecto a las trivialidades habituales de la vida rutinaria, sino a su cuerpo. No era raro que anduviese por la casa, realizando las tareas que nunca acababan, con las llenas tetas color blanco leche al descubierto. Maude no cesaba de regañarla, siempre estaba furiosa con las indecencias de Melanie, como las llamaba. Pero Melanie era tan inocente como una nutria loca. Y si la palabra «nutria» parece rara es por ser tan apropiada. Con Melanie siempre me acudían a la mente toda clase de imágenes absurdas. Sólo estaba «ligeramente» loca, por decirlo así. Cuanto más disminuían sus facultades mentales, más obsesivo se volvía su cuerpo. La mente se le había hundido en la carne y, si sus movimientos eran torpes y temblorosos, era porque pensaba con su cuerpo carnoso y no con el cerebro. El sexo que hubiera en ella parecía haberse distribuido por todo el cuerpo; ya no estaba localizado, ni entre sus piernas ni en ningún otro sitio. No tenía sentido de la vergüenza. El pelo del coño, si daba la casualidad que nos lo enseñara en la mesa del desayuno al servimos, no se diferenciaba de las uñas de los pies ni del ombligo. Estoy seguro de que, si alguna vez le hubiera tocado el coño distraídamente, al alcanzar la cafetera, no habría reaccionado de forma diferente que en caso de que le hubiese tocado el brazo. Muchas veces, cuando estaba yo tomando un baño, abría la puerta despreocupadamente y colgaba las toallas en la percha de encima de la bañera, excusándose débil y retraídamente, pero sin hacer nunca el menor intento de apartar los ojos. A veces, en esas ocasiones, se quedaba allí hablando conmigo unos momentos —de sus animalitos o de sus juanetes o del menú del día siguiente— y mirándome con absoluto candor, sin la menor turbación. A pesar de ser vieja y tener pelo blanco, su carne estaba viva, casi escandalosamente viva para una persona de su edad. Naturalmente, de vez en cuando me venía una erección tumbado allí en la bañera, mientras ella seguía mirando descarada y farfullando un auténtico guirigay. Una o dos veces Maude nos había cogido desprevenidos. Naturalmente, se quedaba horrorizada. «Debes de estar loca», decía a Melanie. «¡Vaya por Dios!», respondía ésta. «¡Cuánto alboroto armas! Estoy segura de que a Henry no le importa», y sonreía con esa sonrisa melancólica y pensativa de los hipocondríacos. Después se marchaba a su habitación, que Maude había elegido para ella. Dondequiera que viviésemos, la habitación de Melanie era siempre exactamente la misma. Era una habitación en que la Demencia estaba enjaulada y aprisionada. Siempre el loro en su jaula, siempre un perro de lanas escuálido, siempre los mismos daguerrotipos, siempre la máquina de coser, siempre la cama de cobre y el baúl anticuado. Una habitación desordenada que a Maude le parecía el Paraíso. Una habitación llena de ladrillos estridentes, de graznidos interrumpidos por murmullos acariciadores, zalamerías, arrullos, frases embarulladas, chillidos de afecto. A veces, al pasar por delante de la puerta abierta, la sorprendía sentada en la cama y vestida sólo con el camisón, con el loro posado en su mano curvada y el perro mordisqueando el cebo que tenía entre las piernas. «Hola», me decía, alzando la vista y mirándome con expresión vacía e imperturbable. «Hace un día bonito, ¿verdad?». Y puede que apartara al perro, no por vergüenza o turbación, sino porque le estaba haciendo cosquillas con su lengüecita húmeda y diabólicamente hábil.
A veces entraba yo a hurtadillas en su habitación, sólo para husmear. Sentía curiosidad por Melanie, por las cartas que recibía, los libros que leía, y demás. En su habitación no había nada escondido. Tampoco se consumía nada del todo. Siempre había un poco de agua en el platillo bajo la cama, siempre había algunas galletas mordisqueadas sobre el baúl o un trozo de pastel que había mordido y olvidado acabar. A veces había un libro abierto sobre la cama, con la página sujetada por una zapatilla rota. Al parecer, Bulwer-Lytton era uno de sus autores, y también Rider Haggard. Parecía interesarle la magia, la negra en particular. Había un folleto sobre hipnotismo, que presentaba señales de haber sido muy manoseado. El descubrimiento más sorprendente, oculto en uno de los cajones de la cómoda, era el de un instrumento de goma que sólo podía tener un uso, a no ser que Melanie, con su chifladura, lo dedicara a un empleo totalmente inocente. La cuestión de si Melanie pasaba una hora agradable con aquel objeto, como hacían las monjas de otros tiempos, o si lo había comprado en una chamarilería y lo había escondido para algún uso inesperado en un momento u otro de su inacabable vida, era un misterio para mí. No me costaba trabajo imaginarla tumbada en el sucio edredón vestida con su camisón desgarrado, metiéndose aquella cosa en el chocho y sacándola con regocijo distraído. Podía incluso imaginar al perro lamiendo el jugo que le goteaba despacio entre las piernas. Y el loro chillando demencialmente, repitiendo tal vez una frase estúpida que Melanie le hubiera enseñado, como: «¡Muy despacito, querido!», o «¡Muévete ahora, muévete!».
Un personaje extraño, aquella Melanie, y, aunque hubiera perdido el juicio, entendía de modo primitivo, casi caníbal, que el sexo estaba por todas partes, como la comida y el agua y el sueño y los juanetes. Me exasperaba que Maude conservara las apariencias innecesariamente, cuando Melanie estaba delante. Si nos tumbábamos en el sofá después de cenar, para marcarnos un polvete tranquilo en la oscuridad, Maude se levantaba de un brinco de repente y encendía una luz suave… para que Melanie no sospechara lo que estábamos haciendo, o para que no nos interrumpiese distraídamente con el fin de entregarnos una carta que había olvidado darnos en el desayuno. Yo disfrutaba con la idea de que Melanie nos interrumpiera (justo cuando Maude estaba subiéndose encima, pongamos por caso), de que nos interrumpiese para entregarme una carta, y de que yo la cogiera sonriendo y dándole las gracias, y Melanie se quedase allí un momento para decir alguna nadería como que el agua caliente estaba demasiado caliente o preguntar a Maude si quería huevos por la mañana o un poco de queso de cerdo. Me habría divertido enormemente hacerle a Maude una jugada semejante. Pero Maude nunca podía admitir ante sí misma que Melanie estuviera enterada de nuestras relaciones sexuales. Por considerarla idiota o loca de remate, se había hecho creer a sí misma que personas como Melanie nunca pensaban en el sexo. Su padrastro no había tenido vida sexual con aquella demente, de eso estaba segura. Se negaba a tocar ese tema, a decir por qué estaba tan segura, pero no le cabía la menor duda, y la forma como desechaba el tema indicaba con toda claridad que consideraba que su padrastro había sido víctima de un crimen. De creerla, era como para pensar que Melanie se había vuelto mochales a propósito para privar a su padrastro de su ración sexual.
Melanie sentía debilidad por mí en el fondo de su corazón, siempre se ponía de mi parte, cuando regañaba con Maude, y no recuerdo ni una sola vez en que hiciera el menor intento de reprocharme mi flagrante mala conducta. Así fue desde el principio mismo. Los primeros tiempos, Maude intentaba mantenerla fuera de la vista. Melanie era algo de lo que se avergonzaba profundamente: un recuerdo viviente, parecía, de la mancha de la familia. Melanie no parecía notar la diferencia entre las personas buenas y las malas; sólo se guiaba por un principio, una respuesta inmediata ante la bondad. Y, por eso, cuando descubrió que yo no intentaba escapar de su lado, en cuanto abría el pico, cuando notó que podía escuchar su cháchara sin quedar aturdido, como Maude, cuando vio que me encantaba la comida, la cerveza y el vino, sobre todo el queso y la mortadela de Bolonia, estuvo dispuesta a ser mi esclava. A veces, cuando Maude no estaba, sostenía con ella las más maravillosas conversaciones meningíticas: generalmente, en la cocina con la botella de cerveza entre los dos y quizá un poco de liverwurst y un pedazo de Liederkranz al lado. Soltándole las riendas, como hacía yo en esas ocasiones, captaba instantáneas notables de su pasado, que no carecía de interés. «Ellos» parecían ser oriundos de una región indolente y semiestreñida donde corre el Würzburger. Las mujeres siempre estaban quedando preñadas y los hombres se pasaban la vida yendo a la cárcel por alguna razón trivial. Era una especie de atmósfera de excursión al campo de la escuela dominical con barrilitos de cerveza, bocadillos de pan negro de centeno, enaguas de tafetán, bragas de encaje y cabras extraviadas follando satisfechas en los prados. A veces me daban ganas de preguntarle si se había dejado joder alguna vez por un caballo de Shetlandia. Si Melanie pensaba que deseabas sinceramente enterarte, te respondía a una pregunta así sin vacilar. Podías pasar de una pregunta así a otra sobre el servicio de la comunión sin cambiar el tono de voz. No había censor parado en su umbral subliminal; los mensajeros iban y venían sin la menor formalidad.
Fue maravilloso ver cómo aceptó al japonesito que fue la estrella de nuestros huéspedes. Se llamaba Tori Takekuchi, y era un joven encantador, amable, espléndido. Había comprendido la situación de un vistazo, a pesar de sus dificultades con el idioma. Naturalmente, siendo japonés, le resultaba fácil sonreír y poner expresión radiante ante Melanie, cuando ésta se colocaba en el umbral de su puerta y charlaba por los codos como una cabra loca. A nosotros nos sonreía igual, hasta cuando le informábamos de una grave catástrofe. Creo que me habría dedicado la misma sonrisa, si le hubiera dicho que me iba a morir dentro de unos minutos. Desde luego, Melanie sabía que los orientales sonríen de ese modo inescrutable, pero pensaba que la sonrisa del señor T. —así era como lo llamaba siempre, «Señor T.»— era particularmente simpática. Le parecía que era como un muñeco. Y, además, ¡tan limpio y ordenado! Nunca dejaba una pizca de suciedad tras sí.
Cuando intimamos más, y debo decir que todos llegamos a intimar mucho antes de que pasaran uno o dos meses, el señor T. empezó a traer chicas a su habitación. Desde luego, un día me había llevado aparte discretamente y me había preguntado si le daba permiso para llevar de vez en cuando a una joven a casa, poniéndome la endeble excusa (con una amplia sonrisa) de que tenía que tratar de negocios con ellas. Usé su excusa para obtener el consentimiento de Maude. Sostuve que el tipejo era tan poco atractivo, que no podía ser otra cosa que negocios lo que llevara a una bonita joven americana a su habitación. Maude consintió a regañadientes, dividida entre el deseo de conservar las apariencias con los vecinos y el miedo a perder un huésped generoso, cuyo dinero necesitábamos.
Yo no estaba en casa, cuando la primera intrusa cruzó el umbral, pero me enteré de ello el día siguiente… me dijeron que era «terriblemente atractiva». Fue Melanie la que vació el costal. Estaba tan contenta de que hubiera encontrado a una amiguita… como él.
«Pero no es una amiga», intervino Maude ceremoniosamente.
«Bueno», dijo Melanie arrastrando las palabras, «tal vez sólo se trate de negocios… pero era increíblemente atractiva. Tiene que tener una chica, como todo el mundo».
Unas semanas después, el señor T. había cambiado de chica. Ésta no era tan «atractiva». Le sacaba por lo menos la cabeza, tenía tipo de pantera, y era más que evidente que no iba a hablar de negocios.
La mañana siguiente le felicité en la mesa, al tiempo que le preguntaba dónde se había ligado una belleza tan despampanante.
«En el baile», dijo el señor T., enseñando sus amarillos colmillos y soltando después una risita de colegiala.
«Muy inteligente, ¿eh?», pregunté, sólo por no dejar decaer la conversación.
«Oh, sí, ella muy inteligente, ella muy buena chica».
«Tenga cuidado de que no le pegue unas purgaciones», voy y le digo, sorbiendo el café tranquilamente.
Creí que Maude se caería de la silla. Cómo podía hablar así al señor T. Era insultante además de asqueroso, si quería que me fuese sincera.
El señor T. puso cara de asombro. Todavía no había aprendido la palabra «purgaciones». Naturalmente, sonreía, ¿y por qué no había de hacerlo? Le importaba tres cojones lo que dijéramos, con tal de que le permitiésemos hacer lo que le apeteciera.
Por educación le ofrecí espontáneamente una explicación. Dolor de cabeza, expliqué.
Se echó a reír estruendosamente al oír aquello. Un chiste muy bueno. Sí, ya entendía. No entendía nada, el muy capullo, pero era de buena educación hacerle creer que había entendido. Después sonreí yo también, una sonrisa amplia, que hizo soltar otra risita tonta al señor T., lavarse los dedos en el vaso de agua, eructar y arrojar la servilleta al suelo.
Debo reconocer que tenía buen gusto el señor T. Indudablemente era generoso con el dinero. Al ver a alguna de ellas, se me hacía la boca agua. No creo que a él le importara demasiado su belleza; probablemente le interesaba más su peso, la textura de su piel, y, sobre todo, su limpieza. Las tenía de todas clases: pelirrojas, rubias, morenas, bajas, altas, regordetas, esbeltas, como si las hubiera sacado de un paquete sorpresa. Compraba polvos… y no había nada más que decir. Al mismo tiempo, estaba aprendiendo un poco más de inglés. («¿Cómo dices esto…?». «¿Cómo llamado eso?». «Te gustan los bombones, ¿sí?»). Sabía hacer regalos: en él era un arte. Muchas veces pensaba, cuando le veía llevar a una chica a su habitación, cuando le oía reírse y tartamudear en ese chau-chau de los japoneses, cuánto mejor les iba a las chicas pescando al señor T, y no a un joven universitario americano de juerga. Estaba seguro también de que el señor T. sacaba provecho a su dinero. («Ahora te vuelves, por favor». «Ahora chupas, ¿sí?»). Comparadas con las artistas de su país, aquellas estúpidas zorras americanas debían de hacer un triste ridículo ante el señor T. Recordaba la descripción por parte de O’Mara de sus visitas a los burdeles de Japón. Al oírselas contar, eran como sueños de opio. Al parecer, se ponía el acento en los preliminares. Había música, incienso, baños, masajes, caricias, toda una orquesta de seducción y encanto, lo que convertía la consumación final en algo irresistiblemente extático. «Como muñecas enteramente», decía O’Mara. «Y tan tiernas, tan cariñosas. Te hechizan». Y después se extasiaba con los trucos que guardaban bajo la manga. Parecían tener un manual de follar que empezaba donde el nuestro acababa. Y todo eso en un ambiente de delicadeza, como si follar fuera el arte espiritual, el vestíbulo del cielo.
El señor T. tenía que sacar el mejor partido de su habitación amueblada, y considerarse muy afortunado si podía encontrar un trozo de yesca para quemar. Era difícil decir si disfrutaba, porque a todas las preguntas respondía invariablemente: «Muy bueno». De vez en cuando, al llegar tarde, lo sorprendía yendo al baño después de una de sus sesiones con una gachí americana. Siempre iba al baño en zapatillas de esparto y quimono, un quimono corto que apenas si le tapaba la picha. A Maude le parecía escandaloso que se paseara por la casa con esa vestimenta, pero a Melanie le parecía que le sentaba a las mil maravillas. «Andan por ahí así», decía, sin tener ni puta idea de la cuestión, pero siempre dispuesta a ponerse de parte de la otra persona.
«¿Lo ha pasado bien, señor T.?», le decía yo sonriendo.
«Muy bien, muy bien», y después soltaba una risita. Puede que se rascara los huevos, al tiempo que descubría los dientes con una sonrisa. «Agua caliente, ¿sí?». En el baño se entregaba a sus inacabables abluciones.
Si suponía que Maude estaba durmiendo, a veces me hacía señas con el dedo, dando a entender que tenía algo que enseñarme. Yo lo seguía a su habitación.
«Yo entrar, ¿sí?», decía, dando un susto de mil demonios a la chica. «Éste el señor Miller, mi amigo mío… ésta la señorita Smith». Advertí que todas se llamaban Smith, Brown o Jones. Probablemente nunca se molestara en preguntarles su nombre verdadero.
Algunas de las chicas eran imponentes, debo reconocerlo. «Simpático, ¿verdad?», decían muchas veces. Entonces el señor T. se acercaba a la chica, como quien se acerca a una figura de un escaparate, y le levantaba las faldas. «Ella muy guapa, ¿sí?». Y a continuación se ponía a inspeccionarle el chocho, como si hubiera comprado acciones en él.
«Alto, diablillo, ¡no hagas eso!», decía la chica.
«Te vas ahora, ¿sí?». Así era como las despachaba el señor T. Parecía más grosero que la leche, dicho por un mequetrefe. Pero el señor T. no era consciente de su indelicadeza. Le había proporcionado un buen polvo, le había lamido el culo, le había pagado con moneda contante y sonante y le había dado un regalito de propina… ¿qué más, por el amor de Dios? «Te vas ahora, ¿sí?», y cerraba a medias los ojos, ponía cara absolutamente inexpresiva e indiferente, sin que a la muchacha pudiera caberle la menor duda de que cuanto más rápido se fuese, mejor para ella.
«¡Próxima vez usted probar! Suyo muy pequeño». Al decir eso, sonreía haciendo un gestito con los dedos para mostrarme lo bien que había ido. «Chicas japonesas a veces muy grande. Este país chica grande, pequeño. Muy bueno». Después de una observación así, se relamía. Luego como para sacar el mayor partido de la ocasión, cogía un palillo y, mientras se escarbaba los dientes, buscaba las palabras que había anotado en su libreta. «¿Qué significar esto?», me mostraba una palabra como «precario» o «sobrenatural». «Ahora yo enseñar a usted palabra japonesa: ¡OHIO! Esto significa “¡Buenos días!”». Amplia sonrisa. Seguía escarbándose los dientes o examinándose los dedos de los pies.
«Japonés muy sencillo. Todas las palabras pronunciarse igual», y recitaba una retahíla de palabras, al tiempo que soltaba risitas, porque significaban «bribón», «marica blanco», «necio extranjero», y cosas así. Me importaba una leche lo que significaran las palabras, ya que no tenía intención de estudiar el japonés en serio. Lo que más me interesaba era su técnica de ligarse a las mujeres blancas. Por lo que contaba, era muy sencillo. Naturalmente, muchas de las chicas se las recomendaba un japonés a otro. Y muchas de aquellas chicas debían de haberse especializado en japoneses, sabiendo que eran limpios y generosos. Follamen para los japoneses, eso es lo que eran, y se trataba de un negocio productivo. Los japoneses tenían clase. Tenían coches propios, vestían bien, comían en buenos restaurantes, y demás. En cambio, los chinos eran otra cosa. Los chinos eran tratantes de blancas. Pero en un japonés podías confiar. Y tal. Yo comprendía su razonamiento perfectamente. Lo que más apreciaban eran los regalitos que les hacían los japoneses. Por lo general, a los americanos nunca se les ocurría hacer regalos. Había que ser un bobo para tirar el dinero en un regalo a una puta.
No sé por qué me había venido al pensamiento el amable señor T. El trayecto hasta el Bronx es la hostia de largo, y, si dejas volar la imaginación, puedes escribir un libro entre Borough Hall y Tremont. Además, a pesar de la exhaustiva juerga con Maude, me estaba volviendo una de esas erecciones lentas e insinuantes. Se trata de un lugar común, pero no deja de ser cierto: cuanto más follas, más quieres follar, ¡y mejor follas! Cuando haces excesos, la polla parece volverse más flexible: cuelga fláccida, pero alerta, por decirlo así. Basta con que te pases la mano por la bragueta para que responda. Puedes pasarte días andando con una vara de goma colgando entre las piernas. Las mujeres parecen sentirlo también.
De vez en cuando intentaba concentrar la mente en Mona, poner cara de pena plástica, pero no duraba mucho. Me sentía demasiado bien, demasiado relajado, demasiado despreocupado. Por horrible que pueda parecer, pensaba más en el polvo que preveía le echaría en cuanto la hubiera tranquilizado. Me olí los dedos para asegurarme de que me los había limpiado como es debido. Al hacerlo, me asaltó una imagen bastante cómica de Maude. La había dejado tumbada en el suelo, exhausta, y había corrido al baño para lavarme. Estaba restregándome la polla, cuando va y abre la puerta. Quiere darse una ducha inmediatamente, siempre temerosa de quedar preñada. Le digo que adelante, que no se preocupe por mí. Se quita la ropa, acopla el tubo al calentador de gas, y se tumba en la estera del baño, con las piernas levantadas contra la pared.
«¿Quieres que te ayude?», voy y le digo, al tiempo que me seco la polla y la rocío con sus excelentes polvos perfumados.
«¿No te importa?», dice ella, meneando el culo para que las piernas estén más rectas.
«Ábrelo un poquito», le pido, tomando la boquilla y listo para meterla.
Hizo lo que le dije abriéndose la raja con todos los dedos. Me incliné y la examiné pausadamente. Era de color oscuro, como de hígado, y los labios bastante exagerados. Los cogí entre los dedos y los froté suavemente y al mismo tiempo, como haría uno con dos pétalos aterciopelados. Yacía tan indefensa con el culo apoyado en la pared y las piernas rectas como las manecillas de un compás, que no pude reprimir la risa.
«Por favor, déjate de tonterías ahora», suplicó, como si el retraso de unos segundos pudiera significar un aborto. «Pensaba que tenías mucha prisa».
«Y la tengo», respondí, «pero, joder, cuando miro esto, me pongo cachondo otra vez».
Metí la boquilla. El agua empezó a escurrirle y a caer al suelo. Eché unas toallas para enjugarla. Cuando se puso de pie, cogí el jabón y la manopla y le froté el coño. La enjaboné bien, por dentro y por fuera: una sensación táctil deliciosa, que fue mutua.
Ahora parecía más sedoso que nunca, su coño, mis dedos entraban y salían como una exhalación, como si rasguearan un banjo. Tenía una de esas erecciones frías y entumecidas que hacen parecer una polla más asesina que cuando está del todo tiesa. Me colgaba de la bragueta, rozándole el muslo. Ella seguía desnuda. Empecé a secarla. Para hacerlo cómodamente, me senté al borde de la bañera, con la polla atiesándose gradualmente y dando brincos espasmódicos hacia ella. Cuando la atraje hacia mí para secarle los costados, le echó una mirada hambrienta y desesperada, fascinada y, aun así, medio avergonzada de sí misma por mostrarse glotona. Finalmente, no pudo resistir más. Se puso de rodillas impulsivamente y se la metió en la boca. Le pasé los dedos por el pelo, le acaricié la concha de la oreja, la nuca, le cogí las tetas y les di masajes suaves, deteniéndome en los pezones hasta que se pusieron tiesos. Había abierto la boca y estaba lamiéndola como si fuera un pirulí. «Oye», dije, susurrándole las palabras al oído. «No vamos a darle al asunto otra vez, pero déjame meterla sólo unos momentos y después me iré. Es demasiado bueno como para cortar de repente. No me correré, te lo prometo…». Me miró implorante, como diciendo: «¿Puedo creerte? Sí, lo deseo. Sí, sí, pero no me dejes preñada, ¿de acuerdo?».
La puse de pie, le di la vuelta como a un maniquí, le coloqué las manos en el borde de la bañera, y le levanté el pompis un poquito. «Vamos a hacerlo así, para variar», murmuré, sin meter la polla inmediatamente, sino frotándosela por la raja de arriba abajo y desde atrás.
«No te correrás, ¿verdad?», me suplicó estirando el cuello y girándolo y lanzándome una mirada frenética e implorante por el espejo de encima del lavabo. «Estoy completamente abierta…».
Ese «completamente abierta» me despertó todo el deseo. «Maldita zorra», voy y me digo para mis adentros, «eso es justamente lo que quiero. ¡Voy a mear en tu suntuosa matriz!». Y acto seguido se la metí lentamente, moviéndola de derecha a izquierda, rozándole los pliegues y el forro del coño completamente abierto hasta que sentí la boca de la matriz; allí la encajé bien, soldándosela como si tuviera intención de dejarla para siempre. «¡Oh, oh!», gimió. «No te muevas, por favor… ¡aguanta así!». Vaya si aguanté, hasta cuando el culo empezó a girar como un molinillo.
«¿Puedes aguantar todavía?», murmuró con voz ronca, intentando volver la cabeza otra vez y viéndose en el espejo.
«Pues claro que puedo aguamar», dije, sin hacer el menor movimiento, sabiendo que eso la animaría a desplegar todos sus trucos.
«Sienta maravillosamente», dijo, dejando caer la cabeza, como si se le hubiera dislocado. «¿Sabes que ahora la tienes más gruesa? ¿Está bastante apretado para ti? Yo estoy terriblemente abierta».
«Está bien», dije. «Encaja maravillosamente. Oye, no te muevas más… apriétala simplemente… ya sabes cómo…».
Lo intentó, pero, no sé por qué, no funcionaba, su exprimelimones. Me retiré bruscamente, sin avisar. «Vamos a tumbarnos… aquí», dije, apartándola para colocarle una toalla seca debajo. Tenía la polla reluciente de jugo y dura como un palo. Ya apenas parecía una picha; era como un instrumento que llevara atado, una erección hecha carne. Se tumbó boca arriba, mirándola con terror y alborozo, preguntándose qué otra cosa podría ocurrírsele hacer… sí, enteramente como si ella fuera la que decidiese las cosas y no Maude ni yo.
«Es cruel por mi parte retenerte», dijo, mientras se la clavaba rápidamente. La succión produjo un chasquido, como los pedos húmedos.
«Hostias, ahora te voy a joder como Dios manda. No te preocupes, no me correré… no me queda ni una gota. Muévete todo lo que quieras… hazla subir y bajar… eso es, frótala en círculo, vamos, así… ¡folla hasta reventar!».
«¡Chsss!», susurró, poniéndose la mano en la boca. Me incliné hacia adelante y le di un mordisco largo y profundo en el cuello; le mordí las orejas, los labios. La volví a sacar por un segundo para exasperarla y le mordí el pelo del coño, chupé los dos labios menores y los deslicé por entre los míos.
«¡Métela, métela!», suplicó, con los labios babeantes, al tiempo que me cogía la picha con la mano y volvía a meterla. «Oh, Dios mío, voy a correrme… no puedo aguantar más. Oh, oh…» y le dio un espasmo, mientras se restregaba contra mí con tal furia, tal abandono, que parecía un animal enloquecido. Me retiré sin correrme, con la picha reluciente, resplandeciente, tiesa como una baqueta. Se puso de pie despacio. Insistió en lavármela, le dio palmaditas con admiración y ternura, como si la hubiera puesto a prueba y hubiese quedado satisfecha. «Tienes que irte corriendo», dijo, sosteniéndome entre las manos la picha, envuelta en la toalla. Y después, dejando caer la toalla y apartando la vista: «Espero que no le haya pasado nada. Díselo, ¿quieres?».
Sí, no pude por menos de sonreír al pensar en aquella escena del último momento. «Díselo…». Aquel polvo extra la había ablandado. Me acordé de un libro que había leído y que contaba experimentos bastante extraños con animales carnívoros: leones, tigres, panteras. Al parecer, cuando mantenían esas fieras feroces bien alimentadas —sobrealimentadas, en realidad—, podían meter con ellas en la misma jaula animales mansos y aquéllas nunca los molestaban. Los leones atacaban sólo por hambre. No eran sanguinarios perpetuamente. Ése era el quid de la cuestión…
Y Maude… Después de haberse satisfecho a sus anchas, probablemente hubiese comprendido por primera vez que era inútil abrigar rencor contra la otra mujer. Tal vez se hubiese dicho que, si era posible follar así siempre que lo deseara, no importarían los derechos que la otra tuviese sobre mí. Quizá le entrara en la cabeza por primera vez que la posesión no es nada, si no puedes entregarte. Tal vez llegase incluso hasta el extremo de pensar que podía ser mejor así: teniéndome para protegerla y joderla y no teniendo que enfadarse conmigo a causa del miedo y los celos. Si la otra fuera capaz de retenerme, si la otra fuese capaz de impedirme andar con cualquier mujerzuela que se me cruzara en el camino, si pudiesen compartirme las dos, tácitamente, por supuesto, y sin embarazo ni confusión, quizá resultaría mejor así al fin y al cabo, follar sin miedo a verse engañada, follar a tu marido, que ahora es tu amigo (y quizás un amante otra vez), tomar de él lo que deseas, llamarle cuando lo necesites, compartir con él un secreto cálido y apasionado, revivir los antiguos polvos, aprender otros nuevos, robar y, sin embargo, no robar, pero entregarse con placer y abandono, volverse cada vez más joven, no perder nada excepto un vínculo convencional… sí, podría ser mucho mejor.
Estoy seguro de que algo así le había pasado por la cabeza, la había cubierto con su aureola. Yo la veía, con el pensamiento, peinándose lánguida, tocándose los pechos, examinando las marcas de mis dientes en su cuello, confiando en que Melanie no las notaría, pero sin preocuparle demasiado que así fuera. Sin preocuparse ya demasiado de que Melanie oyese cosas por casualidad. Preguntándose, tal vez añorante, cómo es que había llegado a perderme. Sabiendo ahora que, si tuviera que volver a vivir, nunca se comportaría como lo había hecho, nunca se preocuparía de cosas vanas. ¡Era tan absurdo preocuparse de lo que la otra mujer pudiese estar haciendo! ¿Qué importaba que un hombre sacara los pies del plato de vez en cuando? Se había encerrado, se había metido en una jaula; había fingido no tener deseos, no atreverse a joder… porque habíamos dejado de ser marido y mujer. ¡Qué humillación más terrible! Deseándolo desesperadamente, muriéndose de ganas, casi pidiéndolo como un perro… y ahí lo tenía todo el tiempo, esperándola. ¿A quién le importaba que estuviera bien o mal? ¿Acaso no era aquella maravillosa hora robada mejor que nada de lo que había conocido en su vida? ¿Culpabilidad? Nunca se había sentido menos culpable en su vida. Aun cuando la «otra» se hubiese muerto entretanto, no habría sentido remordimiento.
Estaba tan seguro de lo que le había pasado por el pensamiento, que tomé nota mentalmente para preguntárselo la próxima vez que nos viéramos. Desde luego, la próxima vez podía ser su antiguo yo otra vez: eso era más que posible tratándose de Maude. Además, de nada serviría darle a entender que estaba demasiado interesado: lo único que eso haría sería activar el veneno. Lo que había que hacer era mantener la cosa en un nivel impersonal. No tenía sentido permitirle recaer en los antiguos hábitos. Simplemente presentarme con un saludo jovial, hacerle unas cuantas preguntas, enviar a la niña a jugar afuera, acercarme, tranquila, firmemente, sacarme la picha y ponérsela en la mano. Asegurarme de que la habitación no estuviera demasiado iluminada. ¡Nada de tonterías! Limitarme a acercarme a ella y, mientras le preguntaba cómo iban las cosas, deslizarle una mano debajo del vestido y que empezase a manar el jugo.
Aquel polvo extra del último momento había surtido un efecto maravilloso también en mí. Siempre, cuando ahondas profundamente en el depósito, cuando extraes hasta la última gota, por decirlo así, te asombras al descubrir que hay una fuente de energía ilimitada. Ya me había ocurrido antes, pero nunca le había prestado atención en serio. Pasar toda la noche en vela e ir al trabajo sin dormir, surtía un efecto semejante en mí; o, lo contrario, quedarme en la cama mucho después del período de recuperación, forzarme a descansar, cuando ya no lo necesitaba. Romper un hábito, establecer un nuevo ritmo: recursos simples, conocidos hace mucho tiempo por los antiguos. Nunca fallaba. Rompe la pauta antigua, las conexiones gastadas, y el espíritu se libera, establece nuevas polaridades, crea nuevas tensiones, transmite nueva vitalidad.
Sí, observé con el placer más vivo cómo centelleaba mi mente, cómo irradiaba en todas direcciones. Ése era el tipo de exaltación y élan por el que rezaba, cuando sentía deseos de escribir. Solía sentarme y esperar a que se produjera. Pero nunca ocurría… no así. Se producía después, a veces cuando había dejado la máquina y me había ido a dar un paseo. Sí, de repente sobrevenía, como un ataque, tumultuosamente, desde todas las direcciones, una auténtica inundación, una avalancha… y ahí me teníais, impotente, a kilómetros de distancia de la máquina de escribir, sin un pedazo de papel en el bolsillo. A veces salía corriendo hacia la casa, no demasiado de prisa, porque entonces se desvanecía, sino con calma, exactamente como el follar… cuando te dices a ti mismo que debes tomártelo con calma, que no debes pensar en ello, eso es, dentro y fuera, sereno, despreocupado, intentando convencerte a ti mismo de que es tu picha la que está jodiendo y no tú. El mismo procedimiento exactamente. No te apresures, con paso regular, contente, no pienses en la máquina ni en lo que falta para la casa, poco a poco, con paso uniforme, eso es…
Al repasar esos extraños momentos de inspiración, de repente recordé una ocasión en que iba camino del teatro de strip-tease, «The Gayety», en Lorimer Street y Broadway. (Iba en el ferrocarril elevado). Justo dos estaciones antes de mi destino me vino el ataque. Fue un ataque muy importante porque por primera vez en mi vida sabía que era lo que se llama «un torrente de inspiración». Entonces, en el transcurso de unos momentos, supe que me estaba ocurriendo algo que, al parecer, no le ocurría a todo el mundo. Se había producido sin avisar, sin que me fuera posible encontrar la razón. Quizá simplemente porque la mente se me había quedado en blanco, porque me había hundido en mí mismo profundamente, contentándome con ir a la deriva. Recuerdo vivamente cómo se iluminó el mundo exterior, cómo empezó a funcionar como un relámpago el mecanismo de mi cerebro con suavidad y rapidez pasmosas, con los pensamientos encajando uno en otro y las imágenes sucediéndose y borrándose unas a otras, en su frenético deseo por registrarse. Aquel Broadway que tanto detestaba, sobre todo desde la línea elevada (que me permitía una visión «superior», una mirada desde las alturas a la vida, la gente, los edificios, las actividades), ese Broadway había experimentado de pronto una metamorfosis. No es que se volviera ideal ni bello ni irreal; al contrario, se volvió terriblemente real, terriblemente vivido. Pero había adquirido una orientación nueva; estaba situado en el corazón del mundo, y ese mundo que ahora yo parecía capaz de asimilar de una vez tenía sentido. Antes, Broadway resaltaba porque ofendía a la vista, todo fealdad y confusión; ahora volvía a ocupar su lugar apropiado, volvía a ser parte integrante, ni buena ni mala, ni fea ni bonita: simplemente, estaba en su lugar. Estaba allí como un clavo oxidado en un tablón arrojado a una playa desierta durante una tormenta de invierno. No puedo expresarlo mejor. Caminas por la playa, el aire es aromático, estás de buen humor, piensas con claridad —no sólo con brillantez—, sino con claridad. Después el tablón, una parte fenoménica del mundo sustancial: yace ahí, lleno de experiencia, lleno de misterio. Algún hombre clavó ese clavo en algún lugar, en algún momento, de algún modo. Había una razón para hacerlo. Estaba haciendo un barco para que otros hombres navegaran. Construir barcos era su trabajo de toda la vida… y su propio destino, así como el de sus hijos, intervenía en cada martillazo. Ahora el tablón yace ahí, y el clavo está oxidado, pero ¡qué leche!, es más que un simple clavo oxidado… o, si no, todo es demencial y absurdo… Lo mismo ocurría con Broadway. Jamones en la vitrina y los deprimentes escaparates de los vidrieros, con montones de masilla en el mostrador que dejan manchas de grasa en el papel basto. Es extraño cómo evoluciona el hombre a lo largo de las eras: del Pithecanthropus erectus a un vidriero de cara grisácea que maneja una sustancia frágil llamada vidrio, con la que durante millones de años nadie, ni aun los magos de la antigüedad, había soñado siquiera. Ya veía la calle hundiéndose lentamente, desvaneciéndose en el tiempo: el tiempo que pasa como el plomo o se evapora como el vapor. Los edificios se desplomaban; tablas, ladrillos, mortero, cristal, clavos, jamones, masilla, papel, todo retrocedía hasta el gran laboratorio. Una nueva raza de hombres caminando por la tierra (sobre este mismo suelo), sin conocer nuestra existencia, sin importarles el pasado ni ser capaces de concebirlo, aun cuando fuera posible revivirlo. En las grietas de la tierra, chinches arrastrándose por todos lados, como habían hecho durante miles de millones de años: manteniéndose tozudamente fieles a su norma, sin hacer la menor aportación a la evolución, desafiándola aparentemente. Habían visto, en su generación, todas las razas del hombre pisar la tierra… y habían sobrevivido a todos los cataclismos, a todos los derrumbes históricos. Allí abajo, en México, ciertos insectos reptantes eran una exquisitez para el paladar. Había hombres todavía vivos y caminando por la tierra, separados no por distancias físicas tremendas, sino por abismos mentales y espirituales, que cogían hormigas y las freían, y mientras se relamían de satisfacción, sonaba música y era una música diferente de la nuestra. Y así, por toda la tierra, en el mismo momento del tiempo, semejantes cosas diferentes estaban ocurriendo no sólo en la tierra, sino también en el aire y en las profundidades del mar.
Entonces vino la estación de Lorimer Street. Salí como un autómata, pero me sentía incapaz de avanzar hacia las escaleras. Estaba atrapado en la corriente de fuego, fijado allí tan definitivamente como si me hubiera arponeado un pescador. Todas aquellas corrientes que había liberado se arremolinaban a mi alrededor, me engullían, me absorbían hasta la vorágine. Tuve que quedarme allí parado así, paralizado, por tres o cuatro minutos tal vez, aunque me parecieron muchos más. La gente pasaba como en un sueño. Llegó otro tren y se marchó. Entonces un hombre chocó contra mí, corriendo hacia las escaleras, y le oí excusarse, pero su voz llegaba de muy lejos. Al empujarme, me había hecho girar un poco. No es que yo fuera consciente de su rudeza, no… pero de repente vi mi imagen en la máquina tragaperras expendedora de chicle. Desde luego, era falsa, pero tuve la ilusión de alcanzarme a mí mismo… como si hubiese captado la fase final del restablecimiento de mi yo antiguo, la persona familiar y cotidiana mirándome desde detrás de mis propios ojos. Me puso un poco nervioso, como le habría ocurrido a cualquiera, si, al salir de un ensueño, viese de pronto la cola de un cometa pasar velozmente por el cielo, borrándose al pasar por la retina. Me quedé mirando mi propia imagen, pasado ya el ataque, cuando se hacía sentir el efecto posterior. Estar borracho. ¡La hostia! ¡Parecía tan suave comparado con aquello! (Un resplandor crepuscular, nada más). Ahora estaba embriagado… pero un momento antes me había sentido inspirado. Un momento antes había conocido lo que era ir más allá del júbilo. Un momento antes había olvidado absolutamente quién era: me había desplegado por toda la tierra. Si hubiera sido más intenso, tal vez habría traspasado la tenue línea que separa la cordura de la locura. Podía haber llegado a la despersonalización, haberme ahogado en el océano de la inmensidad. Me dirigí hacia las escaleras, bajé, crucé la calle, compré una localidad, y entré en el teatro. Justo en ese momento estaba alzándose el telón. Dejaba al descubierto un mundo todavía más extraño que el alucinante del que acababa de librarme. Era totalmente irreal: totalmente, pero totalmente. Hasta la música, tan penosamente familiar, parecía extraña a mis oídos. Apenas podía distinguir los cuerpos vivos que se divertían a mi alrededor y el resplandor y las irisaciones del escenario; parecían hechos de la misma sustancia, una escoria gris henchida del bajo voltaje de una corriente vital. ¡Qué maquinalmente se agitaban! Miré a mi alrededor, miré arriba, a las filas de palcos, los cordones de felpa tendidos entre los pilares de metal, las marionetas sentadas en ellos unas por encima de las otras, todas mirando al escenario, todas inexpresivas, todas hechas de la misma sustancia: arcilla, arcilla común. Era un mundo de sombras, pavorosamente inmóvil. Todos pegados juntos —escenario, espectadores, actores, telón, música, humo— en un paño mortuorio deprimente y absurdo. De repente, empecé a sentir picores, tantos picores, que parecía que mil pulgas me picaran a un tiempo. Sentí deseos de gritar. Sentí deseos de gritar algo que los sobresaltase y los sacara de su pavoroso trance. (¡Mierda! ¡Mierda pura! Y todo el mundo se pondría de pie de un brinco, el telón se desplomaría, el acomodador me cogería de las solapas y me pondría de patas en la calle como a un pobre diablo). Pero no pude emitir sonido alguno. Tenía la garganta como papel de lija. Pasaron los picores y entonces me entró calor y fiebre. Pensaba que me iba a asfixiar. Joder, pero qué aburrido estaba. Como nunca lo había estado. Comprendí que nada iba a ocurrir. Nada podía suceder, ni siquiera en caso de que arrojara una bomba. Estaban muertos y apestaban, eso era lo que pasaba. Estaban sentados en su propia mierda hedionda, cociéndose al vapor en ella… No pude soportarlo ni un segundo más. Salí disparado.
En la calle todo volvió a tener su aspecto gris y normal. Una normalidad de lo más deprimente. La gente pasaba como vegetales espigados. Se parecían a las cosas que comían. Y lo que comían se convertía en mierda. Nada más. ¡Pufff!
A la luz de aquella experiencia anterior en la línea elevada, comprendí que se estaba manifestando un nuevo elemento de significado portentoso. Era la conciencia. Ahora sabía lo que me estaba ocurriendo, hasta cierto punto podía controlar la explosión. Algo perdido, algo ganado. Si bien no había ya la misma intensidad que en el «ataque» anterior, tampoco había la impotencia que lo había acompañado. Era como ir en un aeroplano corriendo entre las nubes a velocidad extraordinaria y, a pesar de no poder apagar el motor, descubrir la gozosa sorpresa de que, en cualquier caso, podías manejar los mandos.
A pesar de verme desviado de mi órbita habitual, mantenía el equilibrio lo suficiente como para observar mi situación. La forma como veía entonces las cosas era como escribiría sobre ellas algún día. Inmediatamente me asaltaron interrogantes, como piedras y dardos arrojados por dioses airados. ¿Recordaría? ¿Sería capaz de desplegarme en una hoja de papel y en todas las direcciones a la vez? ¿Era el fin del arte avanzar tambaleándose de ataque en ataque, dejando tras sí una hemorragia sangrante? ¿Debía uno limitarse a escribir al «dictado»… como un chela fiel que obedece la orden telepática de su Maestro? ¿Comenzaba la creación, como en el caso de la propia tierra, en la burbuja ígnea del magma incipiente, o era necesario que primero se enfriara la corteza?
Con bastante frenesí excluí todo menos la cuestión del recuerdo. Era imposible pensar en reproducir un aguacero mental. Lo único que podía hacer era limitarme a recordar ciertas claves claras, a transformarlas en piedras de toque mnemotécnicas. Volver a encontrar la veta era lo primordial… no la cantidad de oro que pudiera extraer. Mi tarea consistía en elaborar un índice mnemotécnico para mi atlas inspiracional. Ni siquiera el aventurero más audaz se hace la menor ilusión de poder recorrer todos los metros cuadrados de tierra en este misterioso globo. En realidad, el aventurero auténtico ha de acabar por comprender, mucho antes de llegar al final de sus viajes, que la mera acumulación de experiencias maravillosas es algo estúpido.
Pensé en Melanie, a quien normalmente, si estuviera proyectando el libro de mi vida, nunca me habría molestado en incluir. ¿Cómo había conseguido introducirse, cuando de ordinario apenas pensaba en ella? ¿Qué significaba esa intrusión? ¿Qué podía aportar? Dos piedras de toque cayeron inmediatamente en mis rodillas. ¿Melanie? Pues, sí, claro, recuerda siempre «belleza» y «demencia». ¿Y por qué debía recordar la belleza y la demencia? Entonces me vinieron al pensamiento estas palabras: «variedades de la carne». A eso siguieron las más sutiles divagaciones sobre la relación entre carne, belleza y demencia. Lo que había de bello en Melanie derivaba de su naturaleza angélica; lo que tenía de demente, de la carne. Lo carnal y lo angélico se habían separado, y Melanie era inexplicablemente bella como una estatua que se desmorona, estaba ya expirando en la frontera. (Había tipos histéricos que también conseguían aislar la carne, con lo que le daban una vida particular y propia. Pero en su caso siempre era posible conectar el fusible, restablecer la corriente, volver a someter la mente a control. Llevaban una persiana en la mente que, igual que el telón de amianto en el teatro, podía desenrollarse en caso de incendio o como indicación de que había acabado otro acto). Melanie era como un extraño ser desnudo, medio humano, medio divino, que pasaba todo su tiempo intentando en vano subir del foso de la orquesta al escenario. En su caso poco importaba que estuviera representándose la función o que hubiese acabado, que se tratara de un ensayo, un entreacto o una sala vacía y silenciosa. Trepaba con la repulsiva seducción de los dementes en su desnudez. Los ángeles llevarán diademas o sombreros hongo, según su antojo, en caso de que creamos las extravagancias de algunos visionarios, pero nunca se los ha calificado de dementes. Tampoco ha sido nunca su desnudez una provocación a la lujuria. Pero Melanie podía ser tan ridícula como un ángel swedenborgiano y tan provocativa como una oveja en celo para la vista de un pastor solitario. Su pelo blanco no hacía sino realzar la trémula seducción de su carne; sus ojos eran de color azabache; su pecho, firme y lleno; su cadera, como un campo magnético. Pero cuanto más reflexionabas sobre su belleza, más obscena parecía su demencia. Daba la apariencia engañosa de moverse por todos lados desnuda, de invitarte a que la masturbaras con el dedo para que pudiese reírse de ese modo bajo y pavoroso con el que los dementes registran sus imprevisibles reacciones. Me obsesionaba como una señal de peligro vislumbrada desde la ventana de un tren por la noche, cuando te preguntas de repente si el maquinista estará dormido o despierto. Así como en semejantes momentos, demasiado paralizado de miedo como para moverte o hablar, te preguntas cuál será la naturaleza precisa de la catástrofe, así también, al pensar en la belleza demente de Melanie, me entregaba con frecuencia a sueños extáticos de la carne, las variedades que había conocido y explorado y las variedades que me quedaban por descubrir. Lanzarse desenfrenadamente a aventuras carnales despierta el sentido del peligro. Yo había experimentado más de una vez el terror y la fascinación que el perverso conoce, cuando en el metro atestado se rinde a la compulsión de acariciar un culo tentador o de apretar la teta seductora que queda al alcance de sus dedos.
El ingrediente de la conciencia no sólo actuaba como control parcial, permitiéndome pasar con pies imaginarios de una escalera mecánica a otra, sino que, además, estaba al servicio de un fin más importante todavía: estimulaba el deseo de comenzar el trabajo de creación. Que Melanie, de quien hasta entonces no había hecho caso, a quien había considerado una mera cifra en la complicada suma de las experiencias, resultara ser una veta tan rica, me abrió los ojos. En realidad, no era Melanie en absoluto, sino esos coágulos verbales («belleza», «demencia», «variedades de la carne») que sentía la necesidad de explorar y expresar con estilo suntuoso. Aunque tardara años en hacerlo, recordaría esa serie de fabulaciones, captaría su secreto, lo expondría por escrito. Cuántos centenares de mujeres había perseguido yo, había seguido como un perro perdido, para estudiar algún rasgo misterioso: un par de ojos muy separados, una cabeza labrada en cuarzo, una cadena que parecía llevar una vida independiente, una voz tan melodiosa como el gorjeo de un pájaro, una catarata de cabello cayendo como lana de vidrio, un torso dotado de la flexibilidad de la goma… Siempre que la belleza de la mujer se vuelve irresistible puede atribuirse a una sola cualidad característica. Esa cualidad característica, muchas veces un defecto físico, puede adquirir proporciones tan irreales, que para la poseedora su asombrosa belleza es nula. El busto excesivamente atractivo puede convertirse en un gusano bicéfalo que penetra hasta el cerebro y se convierte en un misterioso tumor acuoso; los labios túmidos y tentadores pueden crecer en las profundidades del cráneo como una vagina doble, provocando esa enfermedad que es una de las más difíciles de curar: la melancolía. (Hay mujeres hermosas que prácticamente nunca se paran ante el espejo desnudas, mujeres que, cuando piensan en el poder magnético que el cuerpo ejerce, se aterran y se vuelven taciturnas, temerosas de que hasta el olor que despiden las delate. Hay otras que, paradas ante el espejo, apenas pueden contenerse para no salir corriendo a la calle completamente desnudas y ofrecerse al primero que llegue).
Variedades de la carne… Antes de dormir, justo cuando los párpados se cierran sobre la retina y las imágenes espontáneas inician su desfile nocturno… Esa mujer del metro a la que has seguido hasta la calle: un fantasma anónimo que reaparece ahora de repente, avanzando hacia ti con movimiento vigoroso y ágil de los riñones. Te recuerda a alguien, alguien exactamente así, sólo que con cara diferente. (Pero ¡la cara nunca era importante!). Recuerdas la ondulación y fulguración de un lomo tan fuerte como la imagen que tienes en algún lugar del cerebro de un toro que viste de niño: el toro en el acto de montar a la vaca. Imágenes vienen y van, y siempre es una parte determinada del cuerpo la que destaca, una señal de identificación. Los nombres… los nombres se desvanecen. Las palabras tiernas… también ésas se desvanecen. Hasta la voz, que era tan potente, tan seductora, tan totalmente personal… también ésa tiene una forma de desvanecerse, de perderse en todas las demás voces. Pero el cuerpo sigue viviendo, y los ojos, y los dedos de los ojos, recuerdan. Vienen y van, las desconocidas, las anónimas, mezclándose con las otras tan libremente como si fueran parte integrante de la vida de uno. Con las desconocidas viene el recuerdo de ciertos días, de ciertas horas, de la forma voluptuosa como se abandonaban en un momento de monotonía y cansancio. Recuerdas exactamente la postura de aquella alta con el vestido de seda malva, aquella tarde en que el sol batía con calor ardiente, mientras miraba encantada los juegos del agua en la fuente. Recuerdas exactamente la forma cómo se expresaba tu hambre de aquella época: aguda, rápida, como la hoja de un cuchillo entre los hombros, para después extinguirse casi con la misma rapidez, pero en un humo muy placentero, como una bocanada profunda y nostálgica. Y entonces se alza otra, pesada, imperturbable, con la piel porosa de la arenisca; en su caso todo está centrado en la cabeza que no cuadra con el cuerpo, la cabeza que es volcánica, todavía llena de erupción. Vienen y van así, claras, precisas, llevando consigo el ambiente de la colisión, irradiando sus efectos instantáneos. Todos los tipos, todos templados por la textura, el clima, el talante: metálicas, estatuillas de mármol, traslúcidas e incorpóreas, semejantes a flores, animales esbeltos cubiertos de pieles de gamuza, trapecistas, cortinas de agua plateada que se alzan en forma humana y se inclinan como vidrio veneciano. Lentamente las desnudas, las examinas bajo el microscopio, les pides que oscilen, que se inclinen, que doblen las rodillas, que se den la vuelta, que abran las piernas. Hablas con ellas, ahora que no tienes los labios sellados. ¿Qué hacías aquel día? ¿Siempre llevas el pelo así? ¿Qué ibas a decirme cuando me miraste así? ¿Puedo pedirte que te des la vuelta? Eso es. Ahora cógete los pechos con las manos. Sí, me podría haber arrojado sobre ti aquel día. Podría haberte follado allí mismo en la acera, bajo las pisadas de la gente. Podría haberte jodido hasta enterrarte cerca del lago donde estabas sentada con las piernas cruzadas. Sabías que te estaba mirando. Dime… dime porque nadie lo sabrá nunca… qué estabas pensando entonces, en aquel preciso momento. ¿Por qué mantuviste las piernas cruzadas? Sabías que estaba esperando que las abrieras. Querías abrirlas, ¿verdad? ¡Dime la verdad! Hacía calor y no llevabas nada bajo el vestido. Habías bajado de tu percha para tomar un poco el aire, con la esperanza de que ocurriera algo. No te importaba demasiado lo que ocurriese, ¿verdad? Te paseaste por la orilla del lago, esperando a que oscureciera. Querías que alguien te mirase, alguien cuyos ojos te desnudaran, alguien que clavase los ojos en ese punto cálido y húmedo entre tus piernas…
Vas devanando así la bobina, de medio millón de kilómetros. Y todo el tiempo, mientras diriges la mirada a una tras otra con furia caleidoscópica, lo que se te mete bajo la piel es la naturaleza inexplicable de la atracción. ¡La misteriosa ley de la atracción! Un secreto enterrado tan profundamente en las partes aisladas como en el todo misterioso.
El irresistible ser del otro sexo es un monstruo en proceso de convertirse en flor. La belleza femenina es una creación incesante, una revolución incesante en torno a un defecto (muchas veces imaginario) que hace que todo el ser gire hacia el cielo.