37
En algún lugar, Hoover oía la tormenta a lo lejos.
En silencio, para no despertar a su hermana, que estaba durmiendo, contaba los segundos que separaban los relámpagos del estampido de los truenos. La tormenta se alejaba. No llegaría a Malmö. Continuó mirándola. Dormía en el colchón. Habría deseado ofrecerle algo completamente diferente. Pero todo había ocurrido muy deprisa. El policía al que ahora odiaba, el coronel de caballería con los pantalones azules, al que había dado el nombre de Perkins, porque pensaba que le iba bien, y también el de Hombre con Gran Curiosidad, cuando en el silencio le anunciaba sus mensajes a Jerónimo con el tambor, había venido y exigido ver unas fotografías de Louise. También había amenazado con ir a verla. En aquel momento había entendido que tenía que cambiar sus planes enseguida. Iría a buscar a Louise antes de que la línea de cabelleras y la última ofrenda, el corazón de la chica, estuviesen enterrados debajo de su ventana. De repente todo apremiaba. Era por eso por lo que solamente tuvo tiempo de bajar un colchón y una manta al sótano. Se había imaginado otra cosa diferente para ella. Había una gran casa vacía en Limhamn. La mujer que vivía sola en ella iba cada verano a Canadá a visitar a sus familiares. En una ocasión fue su maestra. Después la había visitado a veces para hacerle recados. Por eso sabía que estaría fuera. Hacía tiempo que había hecho una copia de la llave de la puerta de fuera. Podían haber vivido en esa casa mientras planeaban su futuro. Pero ahora el policía curioso se había interpuesto en su camino. Hasta que no muriese, y eso ocurriría muy pronto, tendrían que contentarse con el colchón y el sótano.
Ella dormía. Había sacado medicamentos de un armario cuando la fue a recoger en el hospital. Había ido sin pintarse la cara. Pero llevaba el hacha y unos cuchillos, por si alguien intentaba impedir que se la llevara. El hospital estaba muy tranquilo, casi no había personal. Todo había sido mucho más fácil de lo que se había imaginado. Al principio Louise no le había reconocido, o al menos había dudado. Pero al oír su voz no se resistió. Le había traído ropa. Caminaron por el parque del hospital, subieron a un taxi y todo resultó fácil. Ella no dijo nada, no preguntó por qué le hacía dormir en un colchón. Se acostó y se quedó dormida casi enseguida. Él también estaba cansado. Se acostó junto a ella y se durmió un rato. Justo antes de dormirse pensó que estaban más cerca del final que nunca. El poder de las cabelleras que había enterrado estaba surtiendo efecto. Ella estaba de nuevo saliendo a la vida. Pronto todo habría cambiado.
La miró. Era de noche, pasadas las diez. Su decisión estaba tomada. Al alba del día siguiente volvería a Ystad por última vez.
En Helsingborg era casi medianoche. Un gran número de periodistas asediaba el círculo exterior que el intendente Birgersson había establecido. El jefe de policía estaba en su puesto, habían dado alerta nacional en busca del coche de la compañía de seguridad, pero aún no tenían rastro de él. Para obedecer la insistente petición de Wallander, se estaba buscando a través de la Interpol a la joven Sara Pettersson, que viajaba con Interrail con una amiga. A través de sus padres estaban reconstruyendo el posible trayecto de las chicas. Era una noche ajetreada en la comisaría. Hansson estaba en Ystad con Martinsson y recibían información continuamente. De esta forma podían enviar a Wallander el material de la investigación que precisaba en cada momento. Per Åkeson se encontraba en su casa. Pero estaría localizable todo el tiempo. A pesar de que era tarde, Wallander envió a Ann-Britt Höglund a Malmö para visitar a la familia Fredman. Quería asegurarse de que no hubieran sido ellos quienes se habían llevado a Louise del hospital. Habría preferido ir él mismo. Pero no podía estar en dos lugares al mismo tiempo. Ella se fue en el coche a las diez y media, después de que Wallander hablase con la viuda de Fredman. Wallander calculaba que estaría de vuelta sobre la una.
—¿Quién cuida de tus hijos mientras estás aquí? —le había preguntado cuando se disponía a salir para Malmö.
—Tengo una vecina fantástica —respondió—. Si no, no podría ser.
Cuando se había marchado, Wallander llamó a su casa. Linda estaba allí. Le explicó como pudo lo ocurrido. No sabía cuándo volvería, tal vez durante la noche, tal vez de madrugada. Dependía.
—¿Vendrás antes de que me marche? —preguntó.
—¿Marcharte?
—¿Has olvidado que me voy a Gotland? Nos vamos, Kajsa y yo, el sábado. Cuando tú te vayas a Skagen.
—Claro que no lo he olvidado —dijo evasivo—. Naturalmente que estaré en casa para entonces.
—¿Has hablado con Baiba?
—Sí —respondió Wallander esperando que no descubriese la mentira.
Le dio el número de teléfono de Helsingborg. Después estuvo pensando en llamar a su padre. Pero era tarde. Seguramente ya se habrían acostado.
Entró en la central de operaciones, donde Birgersson coordinaba el trabajo de investigación. Habían transcurrido cinco horas sin que nadie hubiese encontrado el coche robado de los guardias de seguridad. Birgersson estaba de acuerdo con Wallander en que eso sólo significaría que Logård, o quien fuese, no estaba usando el coche.
—Tiene dos barcos a su disposición —dijo Wallander—. Y una casa a las afueras de Bjuv que encontramos con dificultad. Con toda seguridad tiene más escondites.
—Un par de hombres están ahora examinando los barcos —dijo Birgersson—. Y la finca de Hördestigen. Les he dicho que buscaran posibles direcciones de los otros escondrijos.
—¿Quién es ese jodido Hans Logård? —preguntó Wallander.
—Están examinando sus huellas dactilares —contestó Birgersson—. Si alguna vez ha tenido algo que ver con la policía, le encontraremos pronto.
Wallander continuó hasta las dependencias en las que estaban interrogando a las cuatro chicas. Era cansado, puesto que todo se hacía por mediación de un intérprete. Además, las chicas estaban asustadas. Wallander les había explicado a los policías que en primer lugar tenían que decirles que no se las acusaba de ningún delito. Pero en su interior se preguntaba cuán profundos serían en realidad sus temores. Pensaba en el miedo de Dolores María Santana, el más grande que jamás había visto. Pero ahora, a las doce de la noche, se le estaba formando una imagen. Todas las chicas eran de la República Dominicana. Sin conocerse entre ellas, se habían acercado desde el pueblo a una de las grandes ciudades en busca de trabajo como asistentas del hogar o trabajadoras en una fábrica. A todas las recibieron hombres distintos, todos igual de simpáticos, y les habían ofrecido trabajo como asistentas del hogar en Europa. Les habían mostrado fotos de grandes mansiones hermosas en el mar Mediterráneo, los sueldos serían casi diez veces lo que se podía esperar en su país, si es que allí encontraban trabajo. Algunas habían dudado, otras no, pero finalmente todas aceptaron. Les daban pasaportes pero no podían quedarse con ellos. Después habían ido en avión hasta Amsterdam; al menos dos de las chicas creían que ése era el nombre de la ciudad en la que habían aterrizado. De allí fueron en un pequeño autobús a Dinamarca. Una noche oscura, hacía una semana, las llevaron en barco hasta Suecia. Todo el tiempo estaban rodeadas por hombres distintos y su amabilidad se reducía cuanto más se alejaban de su país. El verdadero temor se presentó cuando las encerraron en aquella finca solitaria. Les dieron de comer y un hombre les explicó en un español deficiente que pronto continuarían el viaje, el último trayecto. Pero ahora ya empezaban a entender que nada sería como les habían prometido. El temor se estaba convirtiendo en terror.
Wallander les pidió a los policías encargados de los interrogatorios que fueran minuciosos al preguntar por los hombres que habían visto durante su encierro. ¿Había sido más de uno? ¿Podían describir el barco que les trajo a Suecia? ¿Cómo era el capitán? ¿Había tripulación? Les dijo que llevaran a una de las chicas al club náutico para ver si reconocía la cabina del crucero de Logård. Quedaron muchas preguntas por responder. Pero se estaba dibujando un patrón. Wallander daba vueltas todo el rato buscando una estancia vacía, donde encerrarse y reflexionar a solas.
Esperaba impaciente el regreso de Ann-Britt Höglund. Y sobre todo que pudiesen identificar a Hans Logård. Intentó encontrar una relación entre una motocicleta en el aeropuerto de Sturup, un hombre que arranca cabelleras y mata con un hacha y otro que dispara con un arma semiautomática. Toda la investigación iba y venía de forma precipitada por su mente. Ya tenía el dolor de cabeza que antes había presentido e intentó combatirlo con una aspirina sin que desapareciera del todo. Era como un dolor sordo. El aire era sofocante. Había tormenta sobre Dinamarca. En menos de cuarenta y ocho horas debería estar en Kastrup.
A las doce y veinticinco de la noche Wallander miraba por una ventana, contemplaba la clara noche veraniega y pensaba que el mundo se encontraba en un caos tremendo. Fue entonces cuando Birgersson llegó golpeando el suelo del pasillo con los pies y enarbolando triunfalmente un papel en el aire.
—¿Sabes quién es Erik Sturesson? —preguntó.
—No.
—¿Sabes quién es Sture Eriksson, pues?
—No.
—Una misma persona. Que después ha cambiado de nombre una vez más. Esta vez no sólo ha intercambiado el nombre con el apellido. Ahora se ha buscado uno con un aire de familia más noble: Hans Logård.
Wallander se olvidó enseguida del mundo caótico que le rodeaba. Birgersson acudió a aportarle la claridad que necesitaba.
—Bien —dijo—. ¿Qué más sabemos?
—Las huellas dactilares que encontramos en Hördestigen y en los barcos figuraban en los registros. En Erik Sturesson y Sture Eriksson. Pero en nadie llamado Hans Logård. Erik Sturesson, si le consideramos a él, puesto que es el nombre de la partida de nacimiento, tiene cuarenta y siete años. Nació en Skövde, de padre militar de profesión y madre ama de casa. Ambos murieron a finales de los sesenta, el padre alcohólico, para más inri. Erik pronto se mezcla con malas compañías. Primer informe a los catorce años. Luego va deprisa. Resumiéndolo todo, ha estado detenido en las cárceles de Österåker, Kumla y Hall. Además de una breve visita en Norrköping. Por cierto, fue al dejar Österåker cuando cambió de nombre por primera vez.
—¿Qué tipo de delincuencia?
—Desde trabajos sencillos y variados hasta especializaciones, diría. Robos y estafas al principio. Algún que otro maltrato. Luego delitos cada vez más graves. Drogas, por supuesto. Cosa dura. Parece ser que trabajó para cárteles turcos y paquistaníes. Esto solamente es un resumen. Se sabrá más durante la noche. Analizamos todo lo que encontramos.
—Necesitamos una foto suya —dijo Wallander—. Y las huellas dactilares se tienen que comparar con las que encontramos en Wetterstedt y Carlman. Fredman también. No olvides las huellas en el párpado izquierdo.
—Nyberg está en marcha en Ystad —dijo Birgersson—. Pero parece muy cabreado todo el tiempo.
—Es como es —dijo Wallander—. Pero es bueno.
Se sentaron ante una mesa repleta de tazas de café vacías. Todos los teléfonos sonaban continuamente. Levantaron un muro invisible a su alrededor. Sólo dejaron pasar a Svedberg, que se sentó en la cabecera de la mesa.
—Lo interesante es que Hans Logård deja de repente de visitar nuestras cárceles —dijo Birgersson—. La última vez que estuvo encerrado fue en 1989. Después está limpio. Como si le hubiesen redimido.
—Si no recuerdo mal, coincide bastante bien con el momento en que Åke Liljegren se establece aquí, en Helsingborg.
Birgersson asintió con la cabeza.
—No hemos acabado aún —prosiguió—. Pero al parecer Hans Logård obtiene la escritura de la propiedad de Hördestigen en 1991. Hay un desfase de unos años. Pero nada impide que viviese en otro sitio mientras tanto.
—Nos lo dirán enseguida —dijo Wallander acercándose un teléfono—. ¿Qué número tiene Elisabeth Carlén? Está en la mesa de Sjösten. ¿Todavía la tenemos bajo vigilancia?
Birgersson asintió de nuevo con la cabeza. Wallander tomó una rápida decisión.
—Retira a los hombres —ordenó.
Alguien colocó una nota delante de Wallander. Marcó el número y esperó. Elisabeth Carlén contestó casi de inmediato.
—Soy Kurt Wallander —se presentó.
—A estas horas no voy a la comisaría —contestó.
—Tampoco hace falta. Sólo tengo una pregunta: ¿Estaba Hans Logård en compañía de Åke Liljegren ya en 1989? ¿O en 1990?
Oyó cómo encendía un cigarrillo. Exhaló el humo directamente en el auricular.
—Sí —dijo—. Creo que estaba ya entonces. Al menos en 1990.
—Bien —dijo Wallander.
—¿Por qué me tenéis bajo vigilancia? —preguntó.
—Quién sabe —dijo Wallander—. Porque no queremos que te pase nada. Sea como sea la retiramos ahora. Pero no te vayas de viaje sin avisarme. Si no me enfadaré.
—Sí —dijo—. Creo que podrías enfadarte.
Ella colgó.
—Hans Logård estaba —dijo Wallander—. Aparece al lado de Liljegren en relación con su llegada a Helsingborg. Unos años más tarde se hace con Hördestigen. Evidentemente fue Åke Liljegren quien se cuidó de la redención de Hans Logård.
Wallander intentó hacer encajar los pedazos.
—Los rumores de trata de blancas empezaron más o menos por entonces. ¿Es así?
Birgersson asintió con la cabeza. Era correcto.
Por un momento reflexionaron sobre sus palabras en silencio.
—¿Tiene Logård un pasado violento? —preguntó Wallander.
—Unos cuantos delitos graves de maltrato —contestó Birgersson—. Pero no ha disparado nunca. Que nosotros sepamos, al menos.
—¿Nada de hachas?
—No. Nada parecido.
—Sea como sea, tenemos que encontrarlo —dijo Wallander levantándose—. ¿Dónde coño se está escondiendo?
—Le encontraremos —dijo Birgersson—. Tarde o temprano saldrá.
—¿Por qué disparó? —preguntó Wallander.
—Mejor se lo preguntas a él —contestó Birgersson.
Birgersson abandonó la habitación. Svedberg se quitó la gorra.
—¿Realmente es el mismo hombre al que estamos buscando? —preguntó inseguro.
—No lo sé —dijo Wallander—. Pero lo dudo. Aunque me puedo equivocar, naturalmente. Esperemos que sea así.
Svedberg salió de la habitación. Wallander estaba solo otra vez. Echaba de menos a Rydberg más que nunca. «Siempre queda otra pregunta por hacer». Palabras que Rydberg repetía a menudo. ¿Cuál era, por tanto, la pregunta que aún no se había hecho? La buscaba. No encontraba nada. Las preguntas estaban hechas. Sólo faltaban las respuestas.
Por eso fue un alivio cuando Ann-Britt Höglund entró en la habitación. Eran la una menos tres minutos. Sintió de nuevo envidia de su bronceado. Se sentaron.
—Louise no estaba allí —dijo—. La madre estaba bebida.
Pero su preocupación por la hija parecía sincera. No podía comprender qué podía haber pasado. Creo que decía la verdad. Me dio mucha pena.
—¿Realmente no tenía ni idea?
—Nada. Y había estado pensando en ello.
—¿Había ocurrido antes?
—Nunca.
—¿Y el hijo?
—¿El mayor o el menor?
—El mayor. Stefan.
—No estaba en casa.
—¿Estaba buscando a su hermana?
—Si entendí bien a la madre, se va de vez en cuando. Pero me fijé en una cosa. Pedí permiso para mirar un poco por allí. Por si de todos modos estuviera Louise. Entré en la habitación de Stefan. El colchón de su cama no estaba. Sólo estaba el cubrecama. Tampoco había almohada ni manta.
—¿Le preguntaste dónde estaba?
—Desgraciadamente, no. Pero sospecho que no habría podido contestarme.
—¿Mencionó cuánto tiempo llevaba fuera?
Reflexionó y consultó sus anotaciones.
—Desde ayer por la tarde.
—El mismo día y hora en que desapareció Louise.
Le miró sorprendida.
—¿Habría ido a buscarla él? ¿Dónde están, pues?
—Dos preguntas, dos respuestas. No lo sé. No lo sé.
Wallander sintió cierto malestar en su cuerpo. No podía determinarlo. Pero ahí estaba.
—¿No le habrás preguntado a la madre por casualidad si Stefan tiene una motocicleta?
Vio que enseguida captaba a qué aludía.
—No —dijo.
Wallander señaló el teléfono que estaba en la mesa.
—Llámala —dijo—. Pregúntale. Ella bebe durante las noches. No la despertarás.
Hizo lo que le pedía. Tardó en contestar. La conversación fue muy breve. Volvió a colgar. Vio que estaba aliviada.
—No tiene una motocicleta —dijo—. Al menos que ella sepa. Además Stefan no ha cumplido los quince aún, ¿verdad?
—Sólo era una idea —dijo Wallander—. Teníamos que saberlo. Además dudo que los jóvenes de hoy en día se preocupen siempre por si algo está permitido o no.
—El pequeño se despertó cuando me marchaba —dijo—. Dormía en el sofá al lado de la madre. Supongo que eso fue lo que peor me sentó.
—¿Qué se despertara?
—Que me viera. No he visto nunca unos ojos tan asustados en un niño.
Wallander golpeó con el puño en la mesa. Ella se sobresaltó.
—Ahora lo sé —dijo—. Lo que se me había pasado por alto todo el tiempo. ¡Joder!
—¿Qué?
—Espera un poco. Espera un poco…
Wallander se frotó las sienes para obligar a salir la imagen que durante tanto tiempo había estado preocupando a su subconsciente. Ya la tenía.
—¿Recuerdas aquel médico que le hizo la autopsia a Dolores María Santana en Malmö?
Ella reflexionó.
—¿No fue una mujer?
—Sí. Una mujer. ¿Cómo se llamaba? ¿Malm?
—Svedberg tiene buena memoria —dijo—. Iré a buscarlo.
—No hace falta —dijo Wallander—. Ahora me acuerdo. Se llama Malmström. La tenemos que encontrar. Y la tenemos que encontrar ahora. Quiero que te encargues. Rápido, coño.
—¿Por qué?
—Te lo explicaré luego.
Se levantó y salió del cuarto. Wallander pensó que no podía ser cierto lo que ahora empezaba a creer en serio. ¿Era posible que Stefan Fredman estuviese involucrado en todo lo ocurrido? Levantó el auricular y llamó a Per Åkeson. Contestó enseguida. Pese a no tener tiempo, le dio un informe de la situación. Después pasó rápidamente a lo que tenía en la mente.
—Quiero que me hagas un favor —dijo—. Ahora. En plena noche. Que llames al hospital en el que estaba ingresada Louise. Que les digas que fotocopien la página en la que escribió su nombre la persona que fue a buscarla. Y que la envíen por fax aquí a Helsingborg.
—¿Cómo coño voy a hacer eso?
—No lo sé —respondió Wallander—. Pero puede ser importante. Pueden tachar todos los demás nombres de la página. Sólo quiero ver esa firma.
—¿La que era ilegible?
—Eso es. Quiero ver la firma ilegible.
Wallander hizo hincapié en sus palabras. Per Åkeson entendió que buscaba algo que tal vez fuera importante.
—Dame el número de fax —dijo Per Åkeson—. Lo intentaré.
Wallander le dio el número y colgó. Un reloj en la pared señalaba las dos menos cinco. Aún hacía bochorno. Wallander sudaba en su camisa nueva. Se preguntó distraídamente si era la administración estatal la que le había pagado la camisa y los pantalones nuevos. A las dos menos tres minutos Ann-Britt Höglund regresó diciendo que Agneta Malmström se encontraba de vacaciones navegando en algún lugar entre Landsort y Oxelösund.
—¿El barco tiene un nombre?
—Dicen que es un modelo llamado Maxi. El nombre es Sanborombon. También tiene un número.
—Llama a Radio Estocolmo —continuó Wallander—. Seguramente tendrán una radio de comunicaciones a bordo. Diles que avisen al barco. Subraya que es una urgencia policial. Habla con Birgersson. Quiero hablar con ella ahora.
Wallander notó que había entrado en una fase en la que empezaba a dar órdenes. Ella desapareció para hablar con Birgersson. Svedberg casi chocó con ella en la puerta cuando entraba con unos papeles que informaban sobre cómo los guardias de seguridad habían vivido la situación cuando les robaron el coche.
—Tienes razón —dijo—. De hecho sólo vieron la pistola. Además todo sucedió muy deprisa. Pero era rubio, con ojos azules, y vestía algún tipo de chándal. Estatura normal, hablaba en un dialecto de Estocolmo. Daba la impresión de estar bajo los efectos de alguna droga.
—¿Qué querían decir con eso?
—Sus ojos.
—Supongo que la identificación se está difundiendo con rapidez.
—Voy a controlarlo.
Svedberg abandonó la estancia tan rápido como había entrado en ella. Desde el pasillo se oían voces alteradas. Wallander suponía que un periodista habría intentado traspasar los límites que Birgersson había trazado. Encontró una libreta e hizo unas anotaciones. Carecían de orden entre sí, las garabateó tal y como se le ocurrían. El sudor le caía por la cara, miraba sin cesar el reloj de la pared, y en su cabeza veía a Baiba sentada junto al teléfono en el apartamento espartano de Riga, esperando la llamada que hacía tiempo que debería haber hecho. Eran cerca de las tres de la madrugada. El coche de los guardias de seguridad todavía no había aparecido. Hans Logård se escondía en alguna parte. La chica que había regresado de la visita al puerto no había podido identificar el barco con seguridad. Tal vez lo era, tal vez no. Un hombre que siempre estaba en la sombra había llevado el timón. No recordaba ninguna tripulación. Wallander le dijo a Birgersson que las chicas tenían que dormir. Consiguieron acomodarlas en un hotel. Una de las chicas sonrió tímidamente a Wallander cuando se encontraron por el pasillo. La sonrisa le alegró, y por un momento se sintió casi eufórico. A intervalos regulares, Birgersson entraba en las diferentes dependencias en las que Wallander se encontraba en ese momento y le entregaba información adicional sobre Hans Logård. A las tres y cuarto de la madrugada Wallander supo que había estado casado dos veces y que tenía dos hijos menores de edad. Una hija que vivía con su madre en Hagfors y un chico de nueve años en Estocolmo. Siete minutos más tarde Birgersson regresó e informó de que Hans Logård probablemente tenía un hijo más, pero que no se podía confirmar.
A las tres y media, un policía exhausto entró donde Wallander estaba sentado con una taza de café en la mano y con los pies en la mesa, y dijo que Radio Estocolmo había logrado contactar con el barco de vela Sanborombon en el que se encontraba la familia Malmström, a siete millas náuticas al suroeste de Landsort, camino de Arkösund. Wallander dio un respingo y le acompañó hasta la sala de operaciones en la que Birgersson estaba gritando por un teléfono. Le entregó el auricular a Wallander.
—Se encuentran en algún lugar entre dos faros denominados Hävringe y Gustaf Dalén —dijo—. Hablarás con alguien que se llama Karl Malmström.
Wallander le entregó precipitadamente el auricular a Birgersson.
—Es con ella con la que tengo que hablar —dijo—. Él me importa una mierda.
—Espero que te des cuenta de que hay cientos de barcos de recreo allí fuera que pueden escuchar todas las conversaciones transmitidas por la radio costera.
Eso Wallander no lo había tenido en cuenta dadas las prisas.
—Un teléfono móvil es mejor —dijo—. Pregúntales si tienen uno a bordo.
—Ya lo he hecho —respondió Birgersson—. Éstas son personas que consideran que las vacaciones se tienen que disfrutar sin teléfonos móviles.
—Entonces tendrán que acercarse a tierra —dijo Wallander—. Y llamar desde allí.
—¿Cuánto tiempo crees que tardarán? —preguntó Birgersson—. ¿Sabes dónde está Hävringe? Es plena noche. ¿Pretendes que icen velas ahora?
—Me importa una mierda dónde está Hävringe —dijo Wallander—. Además, tal vez naveguen de noche y no estén anclados. Quizás haya un barco con teléfono móvil cerca. Diles solamente que tengo que contactar con ellos dentro de una hora. Con ella. No con él.
Birgersson movió la cabeza. Después empezó a gritar por el teléfono otra vez.
Exactamente treinta minutos más tarde, llamó Agneta Malmström desde un teléfono móvil que les habían prestado en un barco con el que se cruzaron en la ruta marítima. Wallander no se preocupó en disculparse por las molestias. Fue directamente al grano.
—¿Te acuerdas de la chica que se suicidó? —preguntó—. ¿En un campo de colza hace unas semanas?
—Claro que me acuerdo.
—¿Recuerdas también la conversación que tuvimos por teléfono aquella vez? Te pregunté cómo las personas jóvenes pueden hacer esas cosas contra sí mismas. No me acuerdo de las palabras exactas que usé.
—Lo recuerdo vagamente —contestó ella.
—Respondiste con un ejemplo de algo que habías vivido poco antes. Me hablaste de un chico, un niño pequeño, que temía tanto a su padre que había intentado sacarse los ojos.
Su memoria era prodigiosa.
—Sí —dijo—. Lo recuerdo. Pero no era una experiencia personal. Me la había explicado un colega.
—¿Quién?
—Mi marido. También es médico.
—Entonces es con él con el que necesito hablar. Ve a buscarlo.
—Tardaré un poco. Tengo que remar para ir a buscarlo en el bote. Hemos echado el ancla a cierta distancia.
Sólo entonces Wallander se disculpó por molestar.
—Desgraciadamente es necesario —dijo.
—Tardará un rato —repitió ella.
—¿Dónde coño está Hävringe? —preguntó Wallander.
—En medio del mar —contestó—. Es muy bonito por aquí. Pero ahora estamos navegando de noche hacia el sur. Por desgracia el viento es flojo.
Tardaron veinte minutos en llamar de nuevo. Karl Malmström se puso al teléfono. Mientras tanto Wallander se había informado de que era pediatra en Malmö. Wallander volvió a la conversación que había mantenido con su esposa.
—Recuerdo la ocasión —dijo.
—¿Te acuerdas sin más del nombre de aquel chico?
—Sí —dijo—. Pero no puedo gritarlo en un teléfono móvil.
Wallander le comprendió. Pensó con rapidez.
—Hagámoslo de este modo —dijo—. Yo te hago una pregunta. Puedes contestar sí o no. Sin mencionar nombres.
—Podemos intentarlo —contestó Karl Malmström.
—¿Tiene que ver con Bellman[2]? —preguntó Wallander.
Karl Malmström lo captó. Su respuesta fue casi inmediata.
—Sí —dijo—. Así es.
—Entonces te doy las gracias por ayudarme —dijo Wallander—. Espero no tener que molestaros más. Buen verano.
Karl Malmström no parecía molesto.
—Te da sensación de seguridad cuando ves que los policías trabajan duramente —dijo tan sólo.
La conversación se terminó. Wallander le entregó el auricular a Birgersson.
—Tengamos una reunión urgente —dijo—. Sólo necesito unos minutos para pensar.
—Siéntate en mi despacho —dijo Birgersson—. Está vacío por ahora.
De repente Wallander se sintió muy cansado. El malestar le invadía como un dolor sordo en el cuerpo. Todavía no quería creer que lo que pensaba fuese verdad. Había luchado en contra de su intuición durante tiempo. Ya no podía más. El cuadro que aparecía ante él era insoportable. El pavor al padre del niño pequeño. Un hermano mayor al lado. Que vierte ácido clorhídrico en los ojos del padre como venganza. Que emprende una venganza de locura por su hermana, de la que de alguna manera han abusado. De pronto todo era muy evidente. Todo cuadraba y el resultado era espantoso. También pensó que su subconsciente lo había detectado hacía tiempo. Pero él lo había alejado de sí mismo. En cambio, había elegido seguir otras pistas, unas pistas que le alejaban del objetivo.
Un policía llamó a la puerta.
—Ha llegado un fax de Lund. De un hospital.
Wallander lo cogió. Per Åkeson había actuado con celeridad. Era una copia de la lista de visitas a la unidad psiquiátrica en la que Louise había estado ingresada. Todos los nombres estaban tachados, excepto uno. La firma realmente era ilegible. Tomó una lupa del escritorio de Birgersson e intentó descifrarla. Seguía siendo ilegible. Dejó el papel en la mesa. El policía aún estaba en la puerta.
—Ve a buscar a Birgersson —dijo Wallander—. Y a mis colegas de Ystad. ¿Cómo está Sjösten, por cierto?
—Está durmiendo —respondió el policía—. Le han sacado la bala del hombro.
Unos minutos más tarde estaban reunidos. Eran casi las cuatro y media. Estaban exhaustos. Hans Logård seguía desaparecido. Aún no había rastro del coche de los guardias. Wallander les indicó que se sentaran.
«El momento de la verdad», pensó. «Aquí está».
—Estamos buscando a una persona llamada Hans Logård —empezó—. Naturalmente vamos a seguir haciéndolo. Disparó a Sjösten en el hombro. Está involucrado en el contrabando de muchachas. Pero el asesino no es él. No es Hans Logård quien ha arrancado las cabelleras. Es otra persona totalmente distinta.
Hizo una pausa, como si tuviese que deliberar consigo mismo una última vez. Pero el malestar venció. Ahora sabía que estaba en lo cierto.
—Es Stefan Fredman el que ha hecho todo esto —dijo—. En otras palabras, estarnos buscando a un chico de catorce años que, entre otros, ha matado a su propio padre.
Se produjo un silencio en la habitación. Nadie se movía. Todos le miraban fijamente.
Wallander tardó media hora en explicarse. Después no había dudas. Decidieron que ahora podían regresar a Ystad.
Aquello que acababan de comentar debía guardarse en absoluto secreto. Más tarde, Wallander no pudo determinar cuál había sido la reacción predominante entre los colegas, si el estupor o el alivio.
Se prepararon para volver a Ystad.
Svedberg miraba el fax que había llegado de Ystad, mientras Wallander hablaba por teléfono con Per Åkeson.
—Curioso —dijo.
Wallander se volvió hacia él.
—¿Qué es lo que es curioso?
—Esta firma —dijo Svedberg—. Casi parece que se haya registrado bajo el nombre de Jerónimo.
Wallander tomó el fax de la mano de Svedberg.
Eran las cinco menos diez minutos.
Vio que Svedberg tenía razón.