6

Cuando llegaron a la playa, la lluvia había arreciado. Wallander había estado esperando mientras Martinsson entraba a buscar su chaqueta. Durante el viaje en coche hablaron muy poco. Martinsson le indicó el trayecto. Torcieron por un camino estrecho pasadas las pistas de tenis. Wallander se preguntaba qué le esperaba. Lo que menos deseaba, había ocurrido. Si lo que había dicho el hombre que llamó a la comisaría resultaba cierto, sus vacaciones peligraban, de eso estaba seguro. Hansson insistiría en que las aplazara y él finalmente cedería. Lo que había esperado, que su escritorio quedase libre de asuntos pesados a finales de junio, no ocurriría.

Vieron las dunas de arena delante de ellos y se detuvieron. Un hombre, que debía de estar esperándolos y oyó el coche, fue a su encuentro. Wallander se sorprendió de que no aparentase más de treinta años. Si fuese Wetterstedt el muerto, este hombre no tendría más de diez años cuando aquél dimitió como ministro de justicia y desapareció del recuerdo de la gente. El propio Wallander era un joven asistente de policía cuando ocurrió. En el coche había intentado recordar la cara de Wetterstedt. Llevaba el pelo corto y gafas sin montura. Wallander recordaba vagamente su voz. Una voz estridente, siempre seguro de sí mismo, sin admitir nunca un error. Así le pareció recordarlo.

El hombre que les esperaba se presentó como Göran Lindgren. Vestía pantalón corto y un jersey fino. Daba la impresión de estar muy alterado. Le siguieron hasta la playa. Ahora estaba desierta, ya que había empezado a llover. Göran Lindgren los llevó hasta un gran bote de remos colocado boca abajo. En la parte posterior había una abertura ancha entre la arena y la borda del bote.

—Está ahí debajo —dijo Göran Lindgren con voz insegura.

Wallander y Martinsson se miraron como si esperasen que todo fuese pura imaginación. Luego se arrodillaron y miraron debajo del bote. Había poca luz, pero pudieron ver sin dificultad el cuerpo.

—Tendremos que darle la vuelta al bote —susurró Martinsson como si temiese que el muerto le oyera.

—No —contestó Wallander—. No vamos a girar nada. —Luego se levantó rápidamente y se dirigió a Göran Lindgren.

—Supongo que tienes una linterna —dijo—. Si no, no habrías descubierto los detalles.

El hombre, asombrado, asintió con la cabeza y sacó una linterna de una bolsa de plástico que estaba al lado del bote. Wallander se volvió a arrodillar iluminando delante de sí.

—Hostia —dijo Martinsson a su lado.

La cara del muerto estaba cubierta de sangre. Aun así pudieron ver que desde la frente hasta la coronilla estaba arrancada la piel y que Göran Lindgren tenía razón. Era Wetterstedt quien estaba tumbado allí, debajo del bote. Se levantaron. Wallander le devolvió la linterna.

—¿Cómo sabías que era Wetterstedt? —preguntó.

—Es que vive aquí —contestó Göran Lindgren señalando un chalet situado un poco a la izquierda del bote—. Además era conocido. Un político que ha salido mucho en la televisión se recuerda, ¿verdad?

Wallander asintió vacilante con la cabeza.

—Tenemos que pedir la salida de todos los efectivos —le dijo a Martinsson—. Ve a llamar. Te espero aquí.

Martinsson se marchó apresurado. La lluvia seguía arreciando.

—¿Cuándo le encontraste? —preguntó Wallander.

—No llevo reloj —contestó Lindgren—. Pero no hace más de media hora.

—¿Desde dónde llamaste?

Lindgren señaló la bolsa de plástico.

—Llevo un teléfono.

Wallander le observó con atención.

—Está debajo de un bote volcado —dijo—. Desde fuera no se le ve. Tienes que haberte agachado para poder verlo.

—Es mi bote —añadió Göran Lindgren sencillamente—. O mejor dicho, es el de mi padre. Suelo pasear por la playa cada día después del trabajo. Como estaba a punto de empezar a llover pensé en resguardar la bolsa de plástico debajo del bote. Cuando me di cuenta de que topaba con algo me agaché. Primero creí que era una tabla que se había soltado. Luego vi lo que era.

—De momento no me incumbe —dijo Wallander—. Pero me pregunto de todos modos por qué llevas una linterna.

—Tenemos una casita en Sandskogen —contestó Lindgren—. Cerca de Myrgången. No hay luz, porque estamos cambiando la instalación. Somos electricistas, tanto mi padre como yo.

Wallander asintió.

—Tienes que esperar aquí —dijo—. Repetiremos el interrogatorio dentro de un rato. ¿Has tocado algo?

Lindgren negó con la cabeza.

—¿Alguien le ha visto además de ti?

—No.

—¿Cuándo le disteis la vuelta al bote, tú o tu padre, por última vez?

Göran Lindgren pensó.

—Hace más de una semana —respondió.

Wallander no tenía más preguntas. Se quedó quieto pensando. Luego se alejó del bote y subió a pie hacia la casa de Wetterstedt dando una vuelta considerable. Tocó la puerta del jardín. Cerrada. Luego le hizo señas a Lindgren para que se acercara.

—¿Vives aquí cerca? —preguntó.

—No —contestó—. Vivo en Åkesholm. Mi coche está aparcado en la carretera.

—Y ¿cómo sabías que Wetterstedt vivía precisamente en esta casa?

—Solía pasear por la playa. A veces se detenía a mirar cuando estábamos trabajando con el bote mi padre y yo. Pero nunca decía nada. Se daba aires de grandeza, creo.

—¿Estaba casado?

—Mi padre decía que estaba divorciado. Lo había leído en una revista.

Wallander asintió.

—Está bien —dijo—. ¿No tendrás un chubasquero en la bolsa?

—Lo tengo en el coche.

—Puedes ir a buscarlo —pidió Wallander—. ¿Has llamado a alguien más que a la policía para contarle esto?

—Pensaba llamar a mi padre. Como el bote es suyo…

—No lo hagas por ahora —concedió Wallander—. Deja el teléfono aquí, ve a buscar el chubasquero y vuelve.

Göran Lindgren hizo lo que le habían dicho. Wallander regresó al bote. Se encaramó encima de él e intentó imaginarse qué había ocurrido. Sabía que la primera impresión del lugar de un crimen a menudo es decisiva. Más tarde, durante la investigación, muchas veces larga y complicada, siempre volvería a esta primera impresión.

Ya podía constatar ciertas cosas. Con toda seguridad Wetterstedt no había sido asesinado debajo del bote, sino que le habían colocado allí. Le habían escondido. Puesto que la casa de Wetterstedt estaba justo al lado, había muchos indicios de que el homicidio se hubiese cometido en ella. Wallander también dedujo que el autor del crimen no estaba solo. Tuvieron que ser varios para levantar el bote e introducir el cuerpo debajo de él. Y el bote era de los antiguos, un bote hecho de gruesas cuadernas de madera, muy pesado.

Después pensó en el cuero cabelludo arrancado. ¿Cuál era la palabra que había utilizado Martinsson? Göran Lindgren había dicho por teléfono que le habían arrancado la cabellera. Wallander intentó pensar que, naturalmente, podía haber otras causas de las heridas en la cabeza. No sabían todavía cómo había muerto Wetterstedt. No era lógico pensar que alguien le hubiese arrancado el pelo adrede.

Aun así había alguna pieza en el asunto que no encajaba. Wallander se sintió mal. Le preocupaba algo en relación con la piel arrancada.

En ese momento empezaron a llegar los coches de la policía. Martinsson había sido prudente y les había avisado de que no usaran las luces azules ni las sirenas. Wallander se retiró unos diez metros del bote para no pisar la arena innecesariamente.

—Hay un hombre muerto debajo del bote —dijo Wallander, cuando los policías se reunieron alrededor de él—. Probablemente es Gustaf Wetterstedt, el que fuera una vez nuestro jefe superior. Por lo menos los de mi edad recordarán la época en que fue ministro de Justicia. Vivía aquí como jubilado y ahora está muerto. Podemos partir de la base de que le han asesinado, o sea, que empezaremos por acordonar la zona.

—Es una suerte que el partido no sea esta noche —dijo Martinsson.

—A quien haya hecho esto quizá también le interese el fútbol —añadió Wallander.

Notó que le irritaba que siempre le recordaran el Mundial de Fútbol que se estaba celebrando. Pero evitó mostrárselo a Martinsson.

—Nyberg está de camino —dijo Martinsson.

—Tendremos que trabajar toda la noche —continuó Wallander—. Vale más que empecemos ya.

Svedberg y Ann-Britt Höglund habían llegado en uno de los primeros coches. Poco después apareció Hansson. Göran Lindgren había vuelto vestido con un traje impermeable de color amarillo. Tuvo que repetir cómo había descubierto al hombre muerto, mientras Svedberg tomaba notas. Como llovía con mucha fuerza, se colocaron al amparo de un árbol que crecía en la parte superior de una de las dunas de arena. Después Wallander le pidió a Lindgren que esperara allí. Todavía no quería darle la vuelta al bote, de modo que el médico que había venido tuvo que cavar en la arena para meterse bajo el bote y constatar que Wetterstedt estaba realmente muerto.

—Por lo visto está divorciado —dijo Wallander—. Tenemos que confirmarlo. Unos cuantos de vosotros os quedaréis aquí. Ann-Britt y yo subiremos a su casa.

—Las llaves —dijo Svedberg.

Martinsson fue hasta el bote, se tumbó boca abajo e introdujo la mano en su interior. Transcurridos unos minutos logró sacar un manojo de llaves del bolsillo de la chaqueta de Wetterstedt. Martinsson estaba cubierto de arena mojada al entregárselas a Wallander.

—Tenemos que poner un toldo —dijo Wallander enojado—. ¿Por qué no ha llegado Nyberg todavía? ¿Por qué va todo tan lento?

—Ya vendrá —dijo Svedberg—. Hoy es miércoles. Suele ir a la sauna.

Subió hacia la casa de Wetterstedt acompañado de Ann-Britt.

—Le recuerdo de la escuela de policía —dijo ella de repente—. Alguien había colocado una foto suya en una pared y la usaban como diana para tirar dardos.

—Nunca fue muy popular entre los policías —añadió Wallander—. Fue durante su mandato cuando notamos que algo nuevo se avecinaba. Se estaba introduciendo un cambio a hurtadillas. Yo lo recuerdo como si nos hubiesen colocado una capucha en la cabeza. Casi era una vergüenza ser policía por aquel entonces. Era una época en la que se preocupaban más por la situación de los reclusos que por el continuo aumento de la criminalidad.

—He olvidado muchas cosas —dijo Ann-Britt Höglund—. Pero ¿no estaba envuelto en algún escándalo?

—Hubo un montón de rumores —contestó Wallander—. Sobre varias cosas. Pero nunca se probó nada. He oído hablar de muchos policías en Estocolmo que estuvieron muy alterados por aquel entonces.

—Tal vez le haya llegado su hora —dijo ella.

Wallander la miró asombrado. Sin embargo, no dijo nada. Habían llegado a la puerta del muro que separaba la playa del jardín de Wetterstedt.

—De hecho yo ya he estado aquí una vez —recordó Ann-Britt de pronto—. Él solía llamar a la policía para quejarse de los jóvenes que cantaban en la playa durante las noches de verano. Uno de esos jóvenes escribió una carta al director del periódico Ystads Allehanda quejándose. Björk me pidió que viniera a verlo que pasaba.

—¿Ver qué?

—No lo sé —contestó ella—. Pero, como sabes, a Björk le afectan mucho las críticas.

—Era uno de sus mejores rasgos —añadió Wallander—. Por lo menos nos defendía. No ocurre siempre.

Encontraron la llave correcta y abrieron la puerta. Wallander se dio cuenta de que no funcionaba la bombilla que había junto a la verja. Entraron en un jardín muy bien cuidado. No había hojas secas en el césped. Tenía una pequeña fuente con dos niños de escayola desnudos que con las bocas abiertas se echaban agua el uno al otro. Había también un balancín en una glorieta y, en un lugar empedrado, una mesa de jardín con tablero de mármol y unas cuantas sillas.

—Bien cuidado y caro —dijo Ann-Britt Höglund—. ¿Qué te parece que puede costar una mesa de mármol así?

Wallander no contestó porque no lo sabía. Continuaron caminando hacia la casa. Se imaginaba que el chalet había sido construido a principios de siglo. Siguieron el sendero empedrado y llegaron a la fachada del edificio. Wallander llamó al timbre de la puerta exterior. Esperó durante más de un minuto antes de hacerlo otra vez. Después buscó entre las llaves y abrió. Entraron en un recibidor donde la luz estaba encendida. Wallander llamó. Pero no había nadie allí.

—A Wetterstedt no le mataron debajo del bote —dijo Wallander—. Claro que le pueden haber asaltado en la playa. Aunque de todos modos creo que ocurrió aquí dentro.

—¿Por qué? —preguntó ella.

—No lo sé —respondió—. Es sólo una intuición.

Caminaron lentamente por la casa, desde el sótano hasta el desván, sin tocar nada más que los interruptores de la luz. Fue una revisión superficial. Con todo, para Wallander era muy importante. Desconocían qué estaban tratando de averiguar, puesto que no buscaban nada en especial. Hasta hacía poco el hombre que ahora yacía muerto en la playa había vivido en esta casa. En el mejor de los casos, podrían buscar pistas de cómo se había producido ese repentino vacío. En ningún sitio se observaba el menor desorden. Wallander indagó con la mirada un posible lugar del crimen. Ya en la puerta de entrada había buscado marcas que pudieran indicar que alguien hubiese entrado por la fuerza. Cuando estaban en el recibidor escuchando en silencio, le había dicho a Ann-Britt Höglund que se quitase los zapatos. Ahora iban descalzos, al acecho y callados, por la amplia casa, que parecía crecer a cada paso que daban. Wallander notó que su acompañante le miraba a él y a los objetos de las habitaciones por las que pasaban. Recordó cómo él mismo, cuando todavía era un policía joven e inexperto, se había comportado del mismo modo con Rydberg. En lugar de tomárselo como un halago, una confirmación del respeto que ella sentía ante su conocimiento y experiencia, se desanimó. «El cambio de guardia ya está en marcha», pensó. Aunque se encontraban en la misma casa, ella era la que estaba entrando mientras que él ya se imaginaba el declive que le esperaba. Recordó cuando se conocieron, hacía ya dos años. Él había pensado que era una mujer joven, pálida, poco atractiva, que había acabado la escuela superior de policía con las mejores calificaciones. Las primeras palabras que le dirigió habían sido que creía que él le enseñaría todo lo que el ambiente cerrado de la escuela jamás le explicaría sobre la caprichosa realidad. «Debería ser al revés», pensó repentinamente, mientras contemplaba una litografía borrosa cuyo motivo no podía distinguir. «Sin darnos cuenta, el traspaso generacional ya se ha producido. Aprendo más de su manera de mirarme de lo que ella podrá sacar de mi mente policial, cada vez más agotada».

Se detuvieron ante una ventana del piso superior con vistas a la playa. Los reflectores ya estaban colocados. Nyberg, que por fin había llegado, gesticulaba furioso moviendo un toldo de plástico que colgaba oblicuamente sobre el bote de remos. En el cordón policial había agentes cubiertos con largos chubasqueros. La lluvia caía con fuerza y más allá de la zona acordonada sólo había unas pocas personas.

—Empiezo a creer que me he equivocado —dijo Wallander mientras miraba cómo finalmente lograban colocar bien el toldo de plástico—. No hay pistas de que a Wetterstedt le hayan matado aquí dentro.

—El asesino puede haber limpiado la casa —objetó Ann-Britt Höglund.

—Lo sabremos en cuanto Nyberg la haya examinado —dijo Wallander—. Digamos mejor que cambio mi primera impresión por la contraria. Creo que ha sucedido fuera de la casa.

Descendieron al piso inferior en silencio.

—No había correo en la puerta —dijo ella—. La casa está rodeada por una valla. Tiene que haber un buzón.

—Lo miraremos después —sugirió Wallander.

Entró en la gran sala de estar y se situó en medio de la habitación. Ella aguardaba en la puerta y le miraba como si creyese que iba a pronunciar una conferencia improvisada.

—Suelo preguntarme qué es lo que no veo —dijo Wallander—. Pero aquí todo está muy claro. Un hombre solitario vive en una casa donde las cosas están en su sitio, nada de facturas pendientes de pago, y en la que la soledad se adhiere a las paredes como el humo añejo de los cigarros puros. Lo único que rompe el esquema es que el hombre en cuestión ahora yace muerto en la playa bajo el bote de remos de Göran Lindgren.

Luego se corrigió a sí mismo.

—Sólo una cosa desentona —concluyó—. Que la bombilla de la entrada del jardín no funciona.

—Puede haberse fundido —sugirió Ann-Britt asombrada.

—Sí —dijo Wallander—. Pero de todos modos desentona.

En ese instante llamaron a la puerta. Cuando Wallander la abrió vio a Hansson bajo la lluvia con el agua chorreándole por la cara.

—Ni Nyberg ni el médico pueden seguir si no podemos voltear el bote —dijo.

—Hazlo —dijo Wallander—. No tardaré en ir.

Hansson desapareció entre la lluvia.

—Tenemos que empezar a buscar a su familia —ordenó Wallander—. Tiene que haber una agenda telefónica.

—Hay algo extraño —dijo ella—. Por todas partes hay recuerdos de una larga vida llena de viajes e innumerables reuniones. Pero no hay fotos familiares.

Wallander paseó la mirada en torno a la sala de estar, a la que habían vuelto, y se dio cuenta de que tenía razón. Le irritaba que él mismo no hubiese pensado en ello.

—Tal vez no quería que le recordaran su vejez —sugirió Wallander sin convencimiento.

—Una mujer nunca podría vivir en una casa sin fotografías de su familia —dijo—. Quizá por eso me he fijado.

En una mesa al lado del sofá había un teléfono.

—Hay otro en su despacho —dijo el policía señalándolo—. Tú busca allí y yo empezaré por aquí.

Wallander se puso de cuclillas al lado de la mesita del teléfono. A su lado estaba el mando a distancia de la televisión. «Podía hablar por teléfono y ver la televisión a la vez», pensó. «Igual que yo. Vivimos en un mundo en el que las personas apenas resistirían si no pudiesen controlar la televisión y el teléfono al mismo tiempo». Hojeó los listines sin encontrar anotaciones personales. Luego abrió con cuidado dos cajones de la cómoda que había tras de la mesita. En uno había un álbum de sellos, en el otro unos tubos de pegamento y una cajita con servilleteros. Cuando se dirigía al despacho, sonó el teléfono. Se sobresaltó. Ann-Britt Höglund apareció enseguida en la puerta del despacho. Wallander se sentó con cuidado en el extremo del sofá y levantó el auricular.

—Hola —dijo una mujer—. ¿Gustaf? ¿Por qué no me llamas?

—¿Quién es? —preguntó Wallander.

La voz de la mujer sonó orgullosa de repente.

—Soy la madre de Gustaf Wetterstedt —dijo—. ¿Con quién hablo?

—Mi nombre es Kurt Wallander. Soy policía en Ystad.

Podía oír la respiración de la mujer. Al mismo tiempo pensó que debía de ser muy mayor si era la madre de Wetterstedt. Hizo una mueca a Ann-Britt Höglund, que estaba mirándolo.

—¿Ha ocurrido algo? —pregunto la mujer.

Wallander no sabía cómo reaccionar. Informar por teléfono a un familiar sobre una muerte repentina iba en contra de todas las reglas escritas y por escribir. Pero ya había dicho quién era y que era policía.

—Oiga —continuó la mujer—. ¿Está usted ahí?

Wallander no contestó. Miró indefenso a Ann-Britt Höglund.

Después hizo algo de lo que no sabía si se arrepentiría más tarde.

Colgó el teléfono e interrumpió la conversación.

—¿Quién era? —preguntó su compañera.

Wallander negó con la cabeza sin contestar.

Después volvió a levantar el auricular y llamó a Kungsholmen, al cuartel general de la policía de Estocolmo.