32
Cuando llegaron al embarcadero, Wallander sintió de inmediato que estaban en el lugar correcto. Se había imaginado la zona exactamente así. La realidad, tal como era aquí al lado del mar, a unos diez kilómetros al oeste de Ystad, coincidía con sus ideas anteriores. Condujeron a lo largo de la carretera costera y se detuvieron cuando un hombre, vestido con pantalones cortos y una camiseta que hacía propaganda del club de golf de Malmberget, les hizo señas desde el arcén. Les guió por una carretera transversal casi invisible y enseguida vieron el embarcadero, oculto desde la carretera. Se detuvieron para no borrar las huellas de coche que ya existían. El auxiliar de laboratorio, un hombre llamado Erik Wiberg, de unos cincuenta años, les contó que durante los veranos vivía en una casita al norte de la carretera y que a menudo solía bajar a ese embarcadero para leer el periódico matutino. Precisamente aquella mañana, el 29 de junio, no había cambiado su costumbre. Fue entonces cuando descubrió las huellas del coche y las manchas oscuras en la madera. Pero no se detuvo a pensarlo más. Ese mismo día se había ido con su familia a Alemania y hasta que regresó y leyó en un periódico que la policía estaba buscando el lugar de un crimen, probablemente cerca del mar, no volvió a pensar en aquellas manchas oscuras. Puesto que trabajaba en un laboratorio en el que muchas veces analizaban sangre de ganado vacuno, le parecía poder constatar que lo que había en el embarcadero era como mínimo parecido a la sangre. Nyberg, que había llegado en un coche después que Wallander y los demás, se encontraba de rodillas junto a las huellas de neumáticos. Tenía dolor de muelas y estaba más irritado que nunca. De hecho sólo tenía fuerzas para hablar con Wallander.
—Es posible que sea el Ford de Fredman —dijo—. Pero tenemos que examinarlo a fondo.
Salieron juntos al embarcadero. Wallander comprendió que habían estado de suerte. Que el verano seco les había ayudado. Si hubiese llovido, tal vez no habrían podido asegurar ninguna huella. Buscó la confirmación en Martinsson, que tenía mejor memoria para cuestiones meteorológicas.
—¿Ha llovido después del 28 de junio? —preguntó.
La respuesta de Martinsson fue inmediata.
—Cayeron unas gotas la mañana de la verbena de San Juan —dijo—. Desde entonces no ha llovido nada.
—Entonces lo acordonaremos —ordenó Wallander señalando con la cabeza a Ann-Britt Höglund, que se fue a llamar a un equipo que pudiera acordonar la zona alrededor del embarcadero.
—Vigilad dónde ponéis los pies —dijo Wallander.
Se situó al principio del embarcadero y vio que las manchas de sangre se concentraban aproximadamente en el centro de los cuatro metros del embarcadero. Se volvió y miró hacia la carretera. Oía el ruido del tráfico, pero no veía los coches. Solamente la parte superior de un camión alto que pasaba con rapidez. Se le ocurrió una idea. Ann-Britt Höglund todavía estaba hablando por teléfono con Ystad.
—Diles que traigan un mapa —dijo— que abarque Ystad, Malmö y Helsingborg.
Luego se dirigió al final del embarcadero y miró el agua. El fondo era pedregoso. Erik Wiberg estaba en la playa, a unos metros de distancia.
—¿Dónde se encuentra la casa más cercana? —preguntó Wallander.
—A unos cien metros —contestó Wiberg—. Al otro lado de la carretera. Hacia el oeste.
Nyberg salió al embarcadero.
—¿Vamos a bucear? —preguntó.
—Sí —respondió Wallander—. Empezaremos con un radio de veinticinco metros alrededor del embarcadero.
Después señaló las argollas que estaban fijadas a la madera.
—Huellas dactilares —dijo—. Si Björn Fredman fue asesinado aquí, tienen que haberle atado. Nuestro asesino se mueve descalzo y no lleva guantes.
—¿Qué es lo que tienen que buscar los buceadores?
Wallander reflexionó.
—No lo sé —dijo—. A ver si sacan algo. Pero creo que encontrarás restos de algas en la pendiente que va desde donde se acaban las huellas del coche hasta el embarcadero.
—El coche no ha dado la vuelta —señaló Nyberg—. Ha ido marcha atrás hasta la carretera. No puede haber visto si venía algún coche. Entonces sólo hay dos posibilidades. A menos que no esté loco del todo.
Wallander alzó las cejas.
—Está loco —dijo.
—No de esa manera —dijo Nyberg.
Wallander entendió lo que quería decir. No podría haber dado marcha atrás hasta la carretera si no hubiese tenido un cómplice que le avisase de que el camino estaba libre de tráfico. O bien había ocurrido de noche, cuando las luces de los coches le avisarían cuándo era prudente salir de nuevo a la carretera principal.
—No tiene ningún cómplice —dijo Wallander—. Y sabemos que tiene que haber ocurrido de noche. La pregunta es sólo por qué llevó el cadáver de Fredman hasta el hoyo delante de la estación de Ystad.
—Está loco —dijo Nyberg—. Tú mismo lo has dicho.
Unos minutos más tarde llegó el coche con el mapa. Wallander le pidió un bolígrafo a Martinsson y se sentó en una piedra al lado del embarcadero. Dibujó unos círculos alrededor de Ystad, Bjäresjö y Helsingborg. Por último señaló el embarcadero que estaba cerca de la carretera transversal hacia Charlottenlund. Escribió números al lado de las marcas. Luego hizo acercarse a Ann-Britt Höglund, Martinsson y Svedberg, que había llegado el último y llevaba un sucio sombrero de ala ancha en vez de la gorra. Señaló el mapa que tenía encima de las rodillas.
—Aquí tenemos sus movimientos —dijo—. Y los lugares de los asesinatos. Como todo lo demás, siguen un patrón.
—Una carretera —dijo Svedberg—. Con Ystad y Helsingborg en los extremos. El asesino de las cabelleras de la llanura del sur de Suecia.
—Eso no es divertido —dijo Martinsson.
—No he intentado ser divertido —protestó Svedberg—. Sólo digo las cosas como son.
—En principio es así —señaló Wallander—. La zona está delimitada. Un asesinato dentro de Ystad. Un asesinato tal vez aquí, no estamos seguros aún, y llevan el cuerpo hasta Ystad. Un asesinato a las afueras de Ystad, en Bjäresjö, donde se encuentra el cuerpo. Y finalmente en Helsingborg.
—La mayoría se concentra en Ystad —dijo Ann-Britt Höglund—. ¿Eso significa que el hombre al que buscamos vive allí?
—A excepción de Björn Fredman, las víctimas han sido encontradas cerca de sus casas o directamente en ellas —dijo Wallander—. Éste es el mapa de las víctimas, no el del asesino.
—Entonces también deberíamos marcar Malmö —apuntó Svedberg—. Allí vivía Björn Fredman.
Wallander trazó también un círculo alrededor de Malmö. El viento agitaba el mapa.
—Ahora ha cambiado la imagen —dijo Ann-Britt Höglund—. Tenemos un ángulo y no una línea recta. Malmö está en el centro.
—Siempre es Björn Fredman quien se desmarca —prosiguió Wallander.
—Tal vez debamos trazar otro círculo —dijo Martinsson—. Alrededor del aeropuerto. Entonces ¿qué tenemos?
—Un movimiento —dijo Wallander—. Alrededor del asesinato de Fredman.
Sabía que ya estaban a punto de llegar a una conclusión decisiva.
—Corrígeme si me equivoco —continuó—. Björn Fredman vive en Malmö. Junto con el que le mata, cautivo o no, viaja hacia el este en el Ford. Llegan aquí. Aquí muere Björn Fredman. El viaje continúa hasta Ystad. El cuerpo es arrojado en un hoyo debajo de una lona, en Ystad. Después el coche sigue hacia el oeste. Es aparcado en el aeropuerto, aproximadamente a medio camino entre Malmö e Ystad. Allí cesan las pistas.
—Desde Sturup hay muchas posibilidades de transporte —dijo Svedberg—. Taxis, el autobús del aeropuerto, coches de alquiler, un vehículo dejado allí antes.
—Eso significa, en otras palabras, que el asesino seguramente no vive en Ystad —prosiguió Wallander—. Puede ser Malmö. Pero también podría ser Lund. O Helsingborg. ¿O por qué no Copenhague?
—A no ser que nos lleve sobre una pista falsa —dijo Ann-Britt Höglund—. Y que de hecho viva en Ystad. Pero prefiere que no lo descubramos.
—Naturalmente puede ser así —dijo Wallander dubitativo—. Pero me cuesta creerlo.
—En otras palabras, debemos concentrarnos más que hasta ahora en Sturup —dijo Martinsson.
Wallander asintió con la cabeza.
—De hecho creo que el hombre al que buscamos utiliza una moto —dijo—. Lo hemos comentado antes. Tal vez hayan visto una moto delante de la casa de Helsingborg en la que murió Liljegren. Hay testigos que quizás hayan visto algo. Sjösten está trabajando sobre ello ahora. Puesto que dispondremos de refuerzos a partir de esta tarde, pienso que podremos realizar un examen minucioso de las posibilidades de transporte desde Sturup. Estamos buscando a un hombre que aparcó el Ford allí la noche del 28 al 29 de junio. De algún modo debe de haber abandonado Sturup. Si es que no trabaja allí.
—Es una pregunta que no podemos contestar —dijo Svedberg—. ¿Qué aspecto tiene ese monstruo?
—No sabemos nada de su cara —dijo Wallander—. Pero sí sabemos que es muy fuerte. Además, el tragaluz de Helsingborg nos indica que es delgado. La suma de estas dos cosas indica, en otras palabras, que se trata de una persona bien entrenada. Que además puede aparecer descalza.
—Mencionaste Copenhague hace un momento —dijo Martinsson—. ¿Eso significa que puede ser extranjero?
—Lo dudo —respondió Wallander—. Creo que estamos tratando con un asesino en serie auténticamente sueco.
—No tenemos mucho —dijo Svedberg—. ¿No se ha encontrado ni un pelo? ¿Es rubio o moreno?
—No lo sabemos —contestó Wallander—. Según Ekholm, es poco probable que intente llamar la atención. No podemos decir nada de la ropa que lleva cuando comete los crímenes.
—¿Tenemos algún indicio de la edad de esa persona? —preguntó Ann-Britt Höglund.
—No —respondió Wallander—. Sus víctimas, sin contar a Björn Fredman, han sido hombres mayores. La idea de que está bien entrenado, se mueve descalzo y tal vez viaje en moto no hace pensar en un hombre mayor.
—Más de dieciocho —dijo Svedberg—. Si es que lleva una moto.
—O dieciséis —objeto Martinsson—. Si se trata de una motocicleta.
—¿No podemos partir de Björn Fredman? —preguntó Ann-Britt Höglund—. Se desmarca de los otros hombres, que son considerablemente mayores. ¿Quizá podríamos pensar en una edad similar entre Björn Fredman y quien le mató? En ese caso hablaríamos de un hombre menor de cincuenta años. Y entre ésos hay unos cuantos bien entrenados.
Wallander contempló a sus colegas con una mirada pesimista. Todos tenían menos de cincuenta; el más joven era Martinsson, con treinta y pocos. Pero ninguno de ellos estaba especialmente bien entrenado.
—Ekholm está ahora mismo elaborando los bocetos del perfil psicológico de ese hombre —dijo Wallander levantándose—. Es importante que lo leamos cada día. Puede darnos ideas.
Norén se acercó a Wallander con un teléfono en la mano. Wallander se agachó al abrigo del viento. Era Sjösten.
—Creo que he encontrado a la persona que buscabas —dijo—. Una mujer que en tres ocasiones acudió a fiestas en el chalet de Liljegren.
—Bien —dijo Wallander—. ¿Cuándo la puedo ver?
—Cuando quieras.
Wallander miró el reloj. Eran las doce y veinte minutos.
—Estaré contigo como muy tarde a las tres —dijo—. Por lo demás creo que hemos localizado dónde murió Björn Fredman.
—Eso me han dicho —dijo Sjösten—. También he oído que Ludwigsson y Hamrén están de camino desde Estocolmo. Son buenos chicos, los dos.
—¿Qué tal los testigos que habían visto a un hombre en moto?
—No habían visto a un hombre —dijo Sjösten—. Pero sí una moto. Estamos intentando averiguar el tipo. Pero es difícil. Ambos testigos son ancianos. Además, son apasionados deportistas que detestan todo tipo de vehículos de motor. Al final quizá resulte que vieron una carretilla.
Se oyó un ruido en el teléfono. El viento interrumpió la conversación. Nyberg estaba junto al embarcadero frotándose la mejilla hinchada.
—¿Qué tal? —preguntó Wallander intentando animarlo.
—Estoy esperando a los buceadores —contestó Nyberg.
—¿Te duele mucho?
—Es la muela del juicio.
—Sácatela.
—Lo haré. Pero primero quiero que vengan los buceadores.
—¿Es sangre lo que hay en el embarcadero?
—Lo más seguro es que sí. Como máximo, esta noche sabrás además si una vez circuló por el cuerpo de Fredman.
Wallander dejó a Nyberg y les dijo a los demás que se iba a Helsingborg. Al dirigirse hacia el coche recordó una cosa que casi había olvidado. Regresó.
—Louise Fredman —le dijo a Svedberg—. ¿Ha averiguado algo más Per Åkeson?
Svedberg no lo sabía. Pero prometió hablar con Åkeson.
Wallander giró cerca de Charlottenlund y pensó que el que eligió el lugar en el que mataron a Fredman lo había hecho con esmero. La casa más próxima estaba lo bastante alejada como para que los gritos de Fredman no se oyeran. Condujo hasta la E 65 y giró hacia Malmö. El viento sacudía el coche. Pero el cielo todavía estaba totalmente despejado. Pensó en la conversación que habían mantenido alrededor del mapa. Muchas cosas indicaban, por tanto, que el asesino vivía en Malmö. Por lo menos no residía en Ystad. Pero ¿por qué se molestó en meter al cadáver de Björn Fredman en un hoyo delante de la estación de ferrocarril? ¿Podría ser, como decía Ekholm, que estuviera desafiando a la policía? Wallander giró hacia Sturup y pensó por un momento en acercarse al aeropuerto. Pero cambió de idea. ¿Qué podría hacer en realidad? La conversación que le esperaba en Helsingborg era más importante. Se dirigió hacia Lund pensando en cómo sería la mujer que Sjösten había localizado.
Se llamaba Elisabeth Carlén. Estaba sentada enfrente de Wallander en el despacho de la comisaría de Helsingborg que normalmente utilizaba el inspector del equipo de homicidios, Waldemar Sjösten. Eran ya las cuatro, y la mujer, que tenía algo más de treinta años, acababa de entrar en la habitación. Wallander le estrechó la mano y pensó que le recordaba a la pastora que había conocido la semana anterior en Smedstorp. Quizá porque vestía de negro e iba muy maquillada. La invitó a sentarse a la vez que pensaba que la descripción que había hecho Sjösten de sus atributos físicos era muy acertada. Sjösten dijo que era atractiva precisamente porque siempre miraba a su alrededor con una expresión fría y de rechazo. Para Wallander era como si hubiese decidido desafiar a todos los hombres que se le acercaran. Pensó que nunca antes había visto una mirada como la de ella. Expresaba desprecio e interés al mismo tiempo. Wallander repasó mentalmente la historia de la mujer mientras ella encendía un cigarrillo. Sjösten había sido ejemplarmente breve y preciso.
—Elisabeth Carlén es una puta —dijo—. La pregunta es si alguna vez ha sido otra cosa desde que tenía veinte años. Acabó la escuela elemental y luego trabajó como camarera en uno de los transbordadores del Estrecho. Se cansó e intentó abrir una tienda con una amiga. No funcionó. Había invertido dinero prestado, avalada por sus padres. Después de eso tuvo problemas con ellos y llevó una vida bastante errante. Copenhague un tiempo, luego Amsterdam. A los diecisiete la detuvieron por traficar con una partida de anfetaminas. Ella también las tomaba, pero parecía controlarlo. Fue la primera vez que me la encontré. Luego desapareció unos años, agujeros negros de los que no sé mucho. Pero de repente aparece en Malmö en un lío de burdeles tapado con gran profesionalidad.
En ese punto del informe de Sjösten, Wallander le interrumpió.
—¿Todavía hay burdeles? —preguntó atónito.
—O casas de putas —dijo Sjösten—. Llámalo como quieras. ¡Qué coño, claro que los hay! ¿No los tenéis en Ystad? Tranquilo, ya vendrán.
Wallander no preguntó más. Sjösten reanudó su comentario sobre Elisabeth Carlén.
—Naturalmente, nunca ha hecho la calle —continuo—. Se estableció en su casa. Creó un círculo de clientes exclusivos. Al parecer tenía algo atractivo que ponía su valor en el mercado por las nubes. Ni siquiera figuraba en los pequeños anuncios que se publican en ciertas revistas pornográficas. Pregúntale qué es lo que la hace tan especial. Sería interesante saberlo. Durante esos años aparece en los círculos que, de vez en cuando, rozan a Åke Liljegren. Se la ve frecuentar restaurantes con algunos de sus hombres de negocios. La policía de Estocolmo observa que está presente en ciertas ocasiones no del todo adecuadas del brazo de hombres vigilados. Ésa es brevemente Elisabeth Carlén. Resumiendo, una prostituta sueca bastante afortunada.
—¿Por qué la elegiste a ella?
—Es simpática. He hablado con ella muchas veces. No tiene miedo. Si yo le digo que no se sospecha de ella por nada, me cree. Me imagino que también tendrá el instinto de conservación de una puta. En otras palabras, se da cuenta de las cosas. No le gustan los policías. Una buena manera de evitarlos es quedar bien con gente como tú y yo.
Wallander se quitó la chaqueta y apartó unos papeles de la mesa. Elisabeth Carlén estaba fumando. Seguía todos sus movimientos con la mirada. Wallander pensó en un pájaro atento.
—Bueno, ya sabes que no eres sospechosa de nada —empezó.
—A Åke Liljegren le asaron en su cocina —dijo—. He visto su horno. Es muy moderno. Pero no fui yo la que lo puso en marcha.
—Tampoco lo creemos —dijo Wallander—. Lo que busco es información. Estoy intentando crear una imagen. Tengo un marco vacío. Allí me gustaría colocar una fotografía. Tomada en una fiesta en casa de Liljegren. Quiero que me señales a sus invitados.
—No —contestó—. No lo quieres. Tú quieres que yo te diga quién lo mató. No puedo.
—¿Qué pensaste cuando te enteraste de que Liljegren estaba muerto?
—No pensé en nada. Me eché a reír.
—¿Por qué? La muerte de una persona pocas veces es para reírse.
—Probablemente no sepas que morir en su propio horno no estaba entre sus planes. Un mausoleo en el cementerio a las afueras de Madrid. Allí iba a ser enterrado. Skanska lo estaba construyendo según sus propios planos. Mármol de Italia. Y tuvo que morir en su propia cocina. Creo que él mismo se hubiese reído.
—Sus fiestas —dijo Wallander—. Volvamos a ellas. Se dice que eran violentas.
—Y lo eran.
—¿En qué sentido?
—En todos los sentidos.
—¿Puedes ser un poco más explícita?
Dio unas profundas caladas a su cigarrillo mientras reflexionaba. Fijaba su mirada todo el tiempo en los ojos de Wallander.
—A Åke Liljegren le gustaba reunir a gente con capacidad para vivir la vida —dijo—. Digamos que eran personas insaciables. Insaciables en cuanto a poder, riqueza y sexo. Además, Åke tenía la reputación de que se podía confiar en él. Creaba una zona de seguridad alrededor de sus invitados. Nada de cámaras ocultas, ni espías. Nunca había soplos sobre sus fiestas. También sabía a qué tipo de mujeres podía invitar.
—¿Mujeres como tú?
—Mujeres como yo.
—¿Y más?
Parecía no entender su pregunta.
—¿Qué otras mujeres había?
—Dependía de los deseos.
—¿Qué deseos?
—Los de los invitados. De los hombres.
—¿Qué podía ser?
—Había los que deseaban que estuviera yo.
—Eso lo he entendido. ¿Y otras?
—No te daré nombres.
—¿Quiénes eran?
—Jóvenes, más jóvenes, rubias, morenas, negras. A veces mayores, alguna que otra muy robusta. Variaba.
—¿Las conocías?
—No siempre. No muy a menudo.
—¿Cómo las conseguía?
Apagó su cigarrillo y encendió otro antes de contestar. Ni siquiera al apagar la colilla dejó de mirarle.
—¿Cómo consigue una persona como Åke Liljegren lo que quiere? Tenía un montón de dinero; tenía colaboradores y tenía contactos. Podía recoger a una chica en Florida para que participara en una fiesta. Probablemente ella no imaginaba nunca que había visitado Suecia. Aún menos Helsingborg.
—Dices que tenía colaboradores. ¿Quiénes eran?
—Sus chóferes. Su asistente. A menudo le acompañaba un mayordomo, por así decirlo, alquilado. Inglés, naturalmente. Pero variaban.
—¿Cómo se llamaban?
—No te daré nombres.
—Los encontraremos de todos modos.
—Seguramente. Pero eso significará que los nombres no han salido de mí.
—¿Qué pasaría si me dieras unos nombres?
Parecía completamente impasible al contestar.
—Entonces podría morir. Quizá no con la cabeza dentro de un horno. Pero probablemente de una manera igual de desagradable.
Wallander reflexionó antes de continuar. Comprendió que nunca le sonsacaría ningún nombre a Elisabeth Carlén.
—¿Cuántos de sus invitados eran personas públicas?
—Muchos.
—¿Políticos?
—Sí.
—¿El ex ministro de Justicia Gustaf Wetterstedt?
—Te dije que no te daría nombres.
De repente notó que le mandaba un mensaje. Las palabras tenían un doble sentido. Sabía quién era Gustaf Wetterstedt. Pero no había estado en las fiestas.
—¿Hombres de negocios?
—Sí.
—¿El comerciante de arte Arne Carlman?
—¿Se llamaba casi como yo?
—Sí.
—No te daré nombres. No te lo voy a repetir. Si no, me iré.
«Él tampoco», pensó Wallander. Sus señales eran muy claras.
—¿Artistas? ¿Lo que se suelen llamar famosos?
—Alguna vez. Pero pocas. Creo que Åke no se fiaba de ellos. Probablemente tenía razón.
—Hablabas de chicas jóvenes. Chicas morenas. ¿No quieres decir de pelo moreno, sino de tez morena?
—Sí.
—¿Puedes recordar si alguna vez conociste a una chica llamada Dolores María?
—No.
—Una chica de la República Dominicana.
—No sé ni dónde está.
—¿Te acuerdas de una chica llamada Louise Fredman? Diecisiete años. Quizá menos. Rubia.
—No.
Wallander condujo la conversación en otra dirección. Todavía no parecía haberse cansado.
—¿Las fiestas eran violentas?
—Sí.
—¡Cuenta!
—¿Quieres detalles?
—Con mucho gusto.
—¿Descripciones de cuerpos desnudos?
—No necesariamente.
—Eran orgías. El resto te lo puedes imaginar.
—¿Puedo? —dijo Wallander—. No estoy tan seguro de ello.
—Si yo me desnudara y me echara encima de tu escritorio sería una cosa bastante inesperada —dijo—. Más o menos eso.
—¿Acontecimientos inesperados?
—Eso es lo que pasa cuando se reúnen personas insaciables.
—¿Hombres insaciables?
—Eso es.
Wallander hizo mentalmente un breve resumen. Todavía no hacía más que rascar en la superficie.
—Tengo una propuesta —dijo—. Y una pregunta más.
—Todavía estoy aquí.
—Mi propuesta es que me des una oportunidad para verte otra vez. Pronto. Dentro de unos días.
Ella asintió con la cabeza. Wallander tuvo la desagradable sensación de que establecía algún tipo de pacto. Vagamente se acordaba de la época horrorosa que había pasado en las Antillas unos años antes.
—Mi pregunta es sencilla —dijo—. Hablaste de los chóferes de Liljegren. Y de sus sirvientes personales, que iban cambiando. Pero dijiste que tenía un asistente. No era en plural. ¿Es correcto?
Observó un ligero cambio de expresión en su cara. Comprendió que se había ido de la lengua sin mencionar un nombre.
—Esta conversación sólo queda en los apuntes de mi memoria —dijo Wallander—. ¿Oí bien o mal?
—Oíste mal —dijo—. Claro que tenía más de un asistente.
«O sea bien», pensó Wallander.
—Pues es suficiente por el momento —dijo levantándose.
—Me iré cuando haya acabado el cigarrillo —contestó. Por primera vez durante la conversación desvió la mirada de él.
Wallander abrió la puerta del pasillo. Sjösten estaba leyendo una revista náutica. Wallander le hizo señas con la cabeza. Ella apagó el cigarrillo y se levantó. Cuando Sjösten regresó después de acompañarla hasta la salida, Wallander estaba en la ventana viéndola subir a su coche.
—¿Fue bien? —preguntó Sjösten.
—Tal vez —dijo Wallander—. Aceptó verme otra vez.
—¿Qué te ha dicho?
—En realidad nada.
—¿Y eso te parece bien?
—Me interesa lo que no sabía —dijo Wallander—. Quiero que vigilen la casa de Liljegren día y noche. También quiero que le pongas vigilancia a Elisabeth Carlén. Tarde o temprano aparecerá alguien con quien tengamos que hablar.
—Suena a un motivo poco creíble para justificar una vigilancia —dijo Sjösten.
—Eso lo decido yo —añadió Wallander con amabilidad—. Me han elegido para que encabece la investigación por unanimidad.
—Estoy contento de no ser yo —contestó Sjösten—. ¿Te quedas a dormir?
—No, me voy a casa.
Bajaron las escaleras que llevaban a la planta inferior.
—¿Leíste lo de la chica que se suicidó en un campo de colza? —preguntó Wallander antes de despedirse.
—Lo leí. Una historia tremenda.
—La recogieron cuando hacía autostop desde Helsingborg —continuó Wallander—. Y estaba asustada. Me pregunto si podría tener relación con esto. A pesar de que parezca totalmente irrazonable.
—Corrían rumores sobre Liljegren y la trata de blancas —dijo Sjösten—. Entre otros miles.
Wallander le observó con atención.
—¿Trata de blancas?
—Circularon rumores de que usaban Suecia como país de tránsito para chicas pobres de América del Sur, camino de los burdeles del sur de Europa. A los antiguos estados del este. De hecho, hemos encontrado a un par de chicas que han escapado. Pero nunca hemos localizado a los que manejan ese comercio. Tampoco hemos podido probar nada. Pero creemos que existe.
Wallander miró fijamente a Sjösten.
—¿Y no me lo dices hasta ahora?
Sjösten negó con la cabeza sin entender.
—En realidad no me lo has preguntado hasta ahora.
Wallander se quedó inmóvil. La chica que ardía volvía a agitar sus pensamientos.
—He cambiado de idea —dijo luego—. Me quedo a dormir.
Eran las cinco. Todavía era miércoles 6 de julio.
Volvieron al despacho de Sjösten en ascensor.