28
Aquella noche se quedó con su padre en Löderup.
Cuando llegó a la pequeña casa, después de un viaje angustioso, Gertrud le salió al encuentro en el patio. Podía ver que había llorado, aunque se controlaba y contestaba a sus preguntas con serenidad. El colapso del padre, si es que realmente era eso, había sido totalmente inesperado. La noche anterior habían cenado con toda normalidad. No habían bebido nada. Después de la cena, su padre, como de costumbre, había ido al estudio del establo para continuar pintando. De repente ella oyó un estruendo. Al salir a la escalera vio cómo él tiraba unos cuantos botes de pintura hacia el patio. Primero pensó que estaba limpiando su caótico estudio. Pero al ver que tiraba marcos sin estrenar, reaccionó. Cuando se le acercó para preguntar qué estaba haciendo, no le contestó. Daba la impresión de estar totalmente ausente, sin oír que le estaba hablando. Al aferrarle del brazo, se soltó de un tirón y se encerró. Por la ventana pudo ver cómo encendió la estufa, y cuando empezó a despedazar los lienzos e introducirlos en ella fue cuando le llamó. Se apresuraron a cruzar el patio mientras hablaban. Wallander vio salir un humo gris por la chimenea. Se situó delante de la ventana y miró dentro del estudio. Su padre daba la impresión de ser un loco salvaje. Llevaba el pelo alborotado, las gafas se le habían caído y todo el estudio estaba casi destruido. El padre iba descalzo, chapoteando entre la pintura derramada de los botes volcados, había lienzos dispersos, rotos y pisados. A Wallander le pareció ver cómo en ese momento uno de sus zapatos estaba ardiendo en la estufa. Su padre tiraba de los lienzos, los rompía y metía los trozos por la portezuela de la estufa. Wallander golpeó el cristal. Pero su padre no reaccionó. Wallander intentó abrir la puerta, que en efecto estaba cerrada con llave. La golpeó y gritó que era él quien había llegado. No hubo respuesta desde el interior. El estruendo continuaba. Wallander miró a su alrededor buscando algo con lo que poder forzar la puerta. Pero sabía que su padre guardaba todas las herramientas y utensilios en la habitación en la que se había encerrado. Wallander miró con mala cara la puerta que él mismo había ayudado a colocar. Se quitó la chaqueta y se la dio a Gertrud. Luego se abalanzó sobre la puerta con todas sus fuerzas. La cerradura se desprendió y Wallander entró dando tumbos en el estudio, golpeándose la cabeza contra una carretilla. Su padre sólo le echó una mirada distraída. Luego continuó desgarrando sus lienzos. Gertrud quiso entrar, pero Wallander levantó la mano para detenerla. En una ocasión anterior había visto a su padre de esta manera, la extraña combinación de evasión y confusión maníaca. Aquella vez estuvo caminando en pijama por un campo enlodado con una maleta en la mano. Se acercó a él, le rodeó los hombros con los brazos y le habló con calma. Le preguntó si había algún problema. Le dijo que los cuadros eran buenos, que eran los mejores del mundo, y que los urogallos estaban muy bien pintados. Todo estaba en orden. Una repentina crisis nerviosa podía tenerla cualquiera. Ahora dejarían de echar cosas al fuego, que no tenía sentido, para qué hacer fuego en pleno verano, y luego limpiarían y hablarían del viaje a Italia. Wallander habló sin cesar, asiendo a su padre fuertemente por los hombros, no como para arrestarlo sino para mantenerlo en la realidad. El padre se quedó inmóvil y le miró con sus ojos miopes. Mientras Wallander continuaba hablando, tranquilizándolo, descubrió las gafas rotas en el suelo. Le preguntó rápidamente a Gertrud, que se encontraba detrás de ellos, si tenía unas gafas de repuesto. Así era y Gertrud fue corriendo a buscarlas. Se las entregó a Wallander, y éste las limpió con la manga de la camisa y luego se las puso a su padre sobre la nariz. Todo el tiempo hablaba con voz tranquilizadora, repetía sus palabras como si leyera los versos de la única oración que recordase, y el padre le miró primero inseguro y confuso, luego cada vez más sorprendido y, por último, parecía haber vuelto en sí otra vez. Entonces Wallander dejó de presionar sus hombros. El padre miró con cuidado los destrozos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
Wallander comprendió que todo se le había desvanecido. Lo ocurrido en realidad no había ocurrido para él. No recordaba nada. Gertrud empezó a llorar. Pero Wallander le ordenó con severidad que fuese a la cocina a preparar café. La acompañarían enseguida. Al final el padre parecía entender que él mismo había sido el causante de todos los destrozos.
—¿He hecho yo todo esto? —preguntó, y miró a Wallander con ojos angustiados, como si temiera la respuesta.
—¿Quién no se cansa de todo? —contestó Wallander tanteando—. Pero ya pasó. Esto lo arreglaremos rápido.
El padre contempló la puerta forzada.
—¿Quién necesita una puerta en pleno verano? —añadió Wallander—. En Roma, en septiembre, dejan todas las puertas abiertas. Tendrás que empezar a acostumbrarte.
El padre caminó lentamente entre los restos de la furia que ni él ni nadie podía explicar. Wallander comprendió que no entendía nada de lo que había sucedido. No entendía que él mismo lo había causado. Wallander sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Había algo de indefenso y abandonado en su padre y no sabía qué actitud tomar. Wallander levantó la puerta rota y la apoyó contra la pared del establo. Luego empezó a ordenar la habitación y vio que pese a todo muchos de los cuadros de su padre se habían salvado. El padre se sentó en el taburete, en su lugar de trabajo, y siguió sus movimientos. Gertrud entró para decir que el café estaba listo. Wallander le indicó con la cabeza que agarrase a su padre por el brazo y que le acompañara hasta la casa. Luego recogió lo que estaba por el suelo. Antes de entrar en la cocina, llamó a su casa desde el coche. Linda estaba allí. Quería saber qué había pasado, ya que casi no podía leer sus garabatos. Wallander, que no quería preocuparla, sólo le dijo que su padre se había sentido indispuesto, pero que ya se había recuperado. Sin embargo, para mayor seguridad, pensaba pasar la noche en Löderup. Después entró en la cocina. Su padre estaba cansado y se fue pronto a la cama. Wallander se quedó unas horas sentado con Gertrud en la cocina. No había otra manera de explicar lo ocurrido que no fuera una señal de la enfermedad que acechaba a su padre. Pero cuando Gertrud dijo que eso cancelaba el viaje a Italia en otoño, Wallander protestó. No temía asumir la responsabilidad de su propio padre. No tenía miedo a emprender el largo viaje con él. Lo harían, si su padre todavía lo quería y aún se aguantaba de pie.
Aquella noche durmió en el sofá-cama del salón. Antes de dormirse, estuvo mucho rato contemplando la clara noche de verano.
Por la mañana, cuando tomó café con su padre, éste parecía haber olvidado todo lo sucedido. No podía entender qué había ocurrido con la puerta. Wallander le dijo la verdad, que había sido él quien la había quitado. El estudio necesitaba una nueva puerta y él mismo la haría.
—¿Cuándo vas a tener tiempo para eso? —le preguntó su padre—. Ni siquiera tienes tiempo para llamar avisando de que vienes de visita.
En ese momento Wallander comprendió que todo seguía como siempre. A las siete y unos minutos salió de Löderup y se dirigió a Ystad. Lo hizo a sabiendas de que no sería la última vez que ocurriría una cosa semejante. Con un escalofrío, pensó en qué habría pasado si no hubiera sido por Gertrud.
A las siete y cuarto Wallander entró por la puerta de la comisaría. El buen tiempo todavía duraba. Todo el mundo hablaba de fútbol. Estaba rodeado de la plantilla policial vestida de verano. Solamente los que estaban obligados a llevar uniforme parecían policías auténticos. Wallander pensó que él mismo, con su ropa blanca, parecía salido del reparto de una de las óperas italianas a las que había asistido en Copenhague. Al pasar por la recepción, Ebba le hizo señas de que tenía una llamada. Era Forsfält, que a pesar de la hora temprana podía informar de que habían encontrado el pasaporte de Fredman, bien escondido en su apartamento, junto con una gran suma de moneda extranjera. Wallander le preguntó por los sellos del pasaporte.
—Siento mucho desilusionarte —dijo Forsfält—. Tiene el pasaporte desde hace cuatro años. En ese tiempo le han sellado en Turquía, Marruecos y Brasil. Eso es todo.
Wallander sí se desilusionó, sin saber realmente qué había esperado encontrar. Forsfält prometió enviar todos los detalles del pasaporte y los sellos por fax. Después tenía otra cosa que contarle, que no estaba directamente relacionada con la investigación, pero que aun así resucitó algunos pensamientos en Wallander.
—Cuando buscábamos el pasaporte, encontramos las llaves de un despacho que hay en el desván —dijo Forsfält—. Entre todo el desorden que había descubrimos una caja que contenía unos iconos antiguos. Pudimos confirmar que provenían de un robo. ¿Adivinas de dónde?
Wallander reflexionó sin poder encontrar una respuesta.
—Un robo en una casa a las afueras de Ystad —dijo Forsfält—. Hace poco más de un año. Una casa administrada por un albacea, un abogado llamado Gustaf Torstensson.
Wallander lo recordaba. Uno de los dos abogados asesinados el año anterior. El propio Wallander había visto la colección de iconos en el sótano del más anciano. Además él mismo tenía uno colgado en su dormitorio. Era un regalo del secretario del abogado muerto. También recordó el robo, cuya resolución había recaído sobre Svedberg.
—Así que ya lo sabemos —dijo Wallander—. Supongo que ese caso nunca se resolvió.
—Te informaré de lo que suceda —respondió Forsfält.
—A mí no —indicó Wallander—. A Svedberg.
Forsfält le preguntó cómo iba lo de Louise Fredman. Wallander le explicó su última conversación telefónica con Per Åkeson.
—Con un poco de suerte sabremos algo durante el día de hoy —dijo Wallander.
—Espero que me mantengas informado.
Wallander se lo prometió. Cuando acabaron de hablar, repasó la lista con las preguntas sin contestar que llevaba continuamente. Podía tachar algunas, otras las comentaría en la reunión que estaba a punto de iniciarse. Antes, sin embargo, tuvo tiempo de visitar la sala en la que dos aspirantes a policía estaban contrastando la información facilitada por los ciudadanos. Preguntó si se había recibido algo que insinuara exactamente dónde fue asesinado Björn Fredman. Wallander sabía que podía ser de gran importancia para la investigación poder determinar dónde se cometió el asesinato.
Uno de los policías llevaba el pelo cortado al cepillo y se llamaba Tyrén. Tenía ojos inteligentes y decían que era bueno. Wallander no le conocía mucho. Le explicó rápidamente lo que buscaba.
—Alguien que oyera gritos —dijo Tyrén—. Y que viera una furgoneta marca Ford. ¿El lunes 27 de junio?
—Sí.
Tyrén negó con la cabeza.
—Lo hubiese recordado —dijo—. Una mujer gritaba en un apartamento en Rydsgård. Pero era el martes. Y estaba borracha.
—Quiero que se me informe tan pronto como se sepa algo —ordenó Wallander.
Dejó a Tyrén y entró en la sala de reuniones. Hansson estaba hablando con un periodista en la recepción. Wallander recordó haberlo visto antes. Representaba a uno de los dos grandes periódicos vespertinos, pero no recordaba a cuál. Esperaron unos minutos hasta que Hansson pudo deshacerse del periodista y cerraron la puerta. Hansson se sentó cediendo inmediatamente la palabra a Wallander. En el momento en que iba a empezar a hablar, entró Per Åkeson y se sentó al final de la mesa, al lado de Ekholm. Wallander levantó las cejas de forma interrogadora. Åkeson asintió con la cabeza. Wallander comprendió que eso significaba que tenía noticias de Louise Fredman. Aunque le costaba dominar su curiosidad, primero dio la palabra a Ann-Britt Höglund, que podía informar sobre las últimas noticias del hospital en el que estaba ingresada la hija de Carlman. Los médicos estimaban que la crisis mortal ya había pasado. Sería posible establecer contacto con ella dentro de unas veinticuatro horas. Nadie tenía nada que objetar a que Ann-Britt y Wallander fueran al hospital para hablar con la chica. Después Wallander repasó la lista de preguntas sin respuesta. Nyberg estaba bien preparado, como de costumbre, y pudo llenar muchos huecos con resultados de los laboratorios. Sin embargo, no había nada sensacional como para provocar discusiones largas. La mayoría eran confirmaciones de algunas conclusiones previas. Lo único que hizo que el equipo prestara más atención fue que habían encontrado un leve rastro de algas en la ropa de Björn Fredman. Eso podía significar que Björn Fredman había estado cerca del mar el último día de su vida. Wallander reflexionó.
—¿Dónde estaba el rastro de algas? —preguntó.
Nyberg ojeó sus apuntes.
—En la parte posterior de la chaqueta.
—Le pueden haber matado cerca del mar —señaló Wallander—. Por lo que yo recuerdo, sopló un viento suave esa noche. Eso puede explicar el hecho de que nadie haya oído nada.
—Si hubiese ocurrido en la playa habríamos encontrado restos de arena —dijo Nyberg.
—Tal vez fue en la cubierta de un barco —sugirió Svedberg.
—O en un embarcadero —apuntó Ann-Britt Höglund.
La pregunta quedó en el aire. No sería posible examinar los miles de barcos de recreo y embarcaderos. Wallander sólo sostuvo que no se les escapase ningún tipo de información que proviniera de gente que vivía cerca del mar.
Después cedió la palabra a Per Åkeson.
—He conseguido saber algo más de Louise Fredman —dijo—. Supongo que no hace falta subrayar que es en extremo confidencial y que no podemos divulgarla en ninguna circunstancia fuera del equipo de investigación.
—Estaremos callados como una tumba —dijo Wallander.
—Louise Fredman está ingresada en el hospital de Sankt Lars en Lund —continuó Per Åkeson—. Lleva allí más de tres años. El diagnóstico es una psicosis profunda. Ha dejado de hablar, la tienen que someter a alimentación forzosa periódicamente y no da señales de mejoría. Tiene diecisiete años. Según una fotografía que he visto, es muy guapa.
Se hizo el silencio en la sala. Wallander intuyó el desaliento entre sus colegas por lo que había dicho Per Åkeson. Lo compartía por completo.
—Una psicosis suele desencadenarla algo —dijo Ekholm.
—Fue ingresada el viernes 9 de enero de 1991 —prosiguió Per Åkeson después de buscar entre sus papeles—. Si lo he entendido bien, su enfermedad cayó como aquel famoso rayo de un cielo sereno. Faltaba de casa desde hacía una semana. Se sabe que entonces tenía graves problemas escolares y que no asistía casi nunca a clase. Se insinúa drogadicción. Pero no tomaba drogas duras. Como mucho anfetaminas. Tal vez cocaína. Fue encontrada en el parque de Pildammsparken. Estaba totalmente obnubilada.
—¿Tenía rastros de violencia? —preguntó Wallander, que había estado escuchando con atención.
—No, por lo que se deduce del material del que dispongo.
Wallander reflexionó.
—O sea, que no podremos hablar con ella —dijo luego—. Pero quiero saber si tenía heridas. Y quiero hablar con los que la encontraron.
—Hace tres años —dijo Per Åkeson—. Pero supongo que podremos localizar a la gente.
—Hablaré con Forsfält, de la policía criminal de Malmö —añadió Wallander—. Si la encontraron obnubilada en Pildammsparken habrá intervenido una patrulla. Tiene que haber un informe en algún lugar.
—¿Por qué quieres saber si tenía heridas? —preguntó Hansson.
—Solamente para disponer de información lo más completa posible —contestó Wallander.
Dejaron a Louise Fredman y continuaron. Puesto que Ekholm todavía estaba esperando que los ordenadores acabasen de cruzar datos del material de investigación, y posiblemente descubriera algo inesperado en las combinaciones, Wallander abordó el tema de los refuerzos. Hansson ya había recibido una respuesta positiva por parte del jefe de la policía provincial de que les prestarían un intendente de Malmö. Llegaría a Ystad sobre la hora de comer.
—¿Quién es? —preguntó Martinsson, que hasta ahora había permanecido en silencio.
—Se llama Sture Holmström —dijo Hansson.
—No sé quién es —dijo Martinsson.
Nadie le conocía. Wallander prometió llamar a Forsfält para cotillear un poco.
Wallander se dirigió a Per Åkeson.
—Ahora la cuestión es si vamos a solicitar más refuerzos —empezó Wallander—. ¿Cuál es la opinión general? Quiero que todos manifestéis vuestro parecer. Prometo someterme a la mayoría. Aunque todavía dudo que los refuerzos de personal aumenten la calidad de nuestro trabajo. Me temo que perderemos el ritmo. Al menos a corto plazo. Pero quiero oír vuestras opiniones.
Resultó que Martinsson y Svedberg estaban a favor de pedir más personal para la investigación. Ann-Britt Höglund, en cambio, estaba de acuerdo con Wallander, mientras que Hansson y Ekholm no opinaban nada al respecto. Wallander comprendió que otro pesado manto de responsabilidad le había caído encima. Per Åkeson decidió posponer el asunto un par de días más.
—Otro asesinato y será inevitable —dijo Åkeson—. Pero de momento sigamos como hasta ahora.
Terminaron la reunión algo antes de las diez. Wallander se fue a su despacho. El abatimiento del sábado había desaparecido. La reunión estuvo bien, aunque en realidad no habían avanzado mucho. Se habían demostrado unos a otros que la energía y la voluntad seguían intactas.
Wallander estaba a punto de llamar a Forsfält cuando Martinsson apareció por la puerta.
—He estado pensando en una cosa —dijo, apoyándose en la jamba de la puerta.
Wallander esperó a que continuara.
—Louise Fredman estuvo errando por un sendero en un parque —dijo Martinsson—. Se me ha ocurrido que hay cierta similitud con la chica que corría por el campo de colza.
Martinsson tenía razón. Había una similitud, aunque lejana.
—Estoy de acuerdo —apuntó Wallander—. Lástima que no tienen nada que ver la una con la otra.
—De todas formas es curioso —dijo Martinsson.
Permaneció en la puerta.
—Has ganado la apuesta esta vez.
Wallander asintió con la cabeza.
—Lo sé —dijo—. Y Ann-Britt también.
—Os repartiréis un billete de mil.
—¿Cuándo es el próximo partido?
—Ya te avisaré —dijo Martinsson, y se fue.
Wallander llamó a Malmö.
Mientras esperaba miró por la ventana abierta. Continuaba el buen tiempo.
Luego oyó la voz de Forsfält al otro lado y apartó los pensamientos sobre el tiempo.
Hoover abandonó el sótano poco después de las nueve de la noche. Estuvo un rato eligiendo entre las hachas recién afiladas que brillaban sobre el trozo de seda negra. Finalmente se decidió por la más pequeña, la única que no había usado todavía. La introdujo en el cinturón de cuero ancho y se colocó el casco en la cabeza. Como otras veces, estaba descalzo cuando salió de la habitación y cerró la puerta con llave.
La noche era muy cálida. Condujo por las pequeñas carreteras que había elegido en un mapa. Tardaría casi dos horas. Calculó que llegaría un poco después de las diez y media.
El día anterior tuvo que cambiar sus planes. El hombre que se había marchado al extranjero había regresado de repente. Enseguida decidió no correr el riesgo de que desapareciera otra vez. Escuchó el corazón de Jerónimo. El latir rítmico de los tambores que llevaba en su pecho le dejó el mensaje. No debía esperar. Debía aprovechar la ocasión.
El paisaje veraniego tenía un color azulado en el interior de su casco. Divisó el mar a la izquierda, las luces parpadeantes de los barcos y la tierra firme de Dinamarca. Se sentía eufórico y contento. No tardaría en brindarle a su hermana la última víctima que la ayudaría a salir de la niebla que la rodeaba. Volvería a la vida justo en la época más bonita del verano.
Llegó a la ciudad pasadas las once. Quince minutos más tarde se detuvo en una calle junto al gran chalet que se encontraba al fondo de un viejo jardín, lleno de árboles altos y protectores. Dejó la motocicleta apoyada en una farola y la encadenó. En la otra acera un matrimonio mayor paseaba a su perro. Esperó hasta que desaparecieron para quitarse el casco y colocarlo en la mochila. Protegido por las sombras, corrió hasta la parte trasera del jardín que daba a un campo de fútbol de tierra. Escondió la mochila entre la hierba y atravesó el seto arrastrándose por un agujero que hacía tiempo había preparado. El seto le arañó los brazos y los pies desnudos. Pero soportó el dolor. A Jerónimo no le gustaría ver muestras de debilidad. Tenía una misión sagrada, tal y como estaba escrito en el libro que le había dado su hermana. La misión exigía toda su energía y estaba preparado para sacrificarla devotamente.
Se encontraba dentro del jardín, más cerca del monstruo de lo que jamás había estado. Había luz en el piso superior, mientras que todo estaba oscuro en la planta baja. Pensó con ira que su hermana había estado allí antes que él. Le dio una descripción de la vivienda y pensó que algún día la quemaría hasta los cimientos. Pero todavía no. Con cuidado, corrió hasta la pared de la casa y abrió con suavidad el tragaluz del sótano, del que, con anterioridad, había desenroscado los tornillos. Fue muy fácil entrar. Sabía que estaba dentro de una despensa de manzanas. El aire que le rodeaba estaba lleno del olor ácido de las frutas que se guardaban en ella. Aguzó el oído. Todo estaba en silencio. Sigilosamente subió la escalera del sótano. Entró en la gran cocina. Había la misma quietud. Lo único que se oía era el suave murmullo de algunas tuberías de agua. Encendió el horno y lo abrió. Luego continuó hacia la escalera que llevaba al piso superior. Se sacó el hacha del cinturón. Estaba completamente tranquilo.
La puerta del cuarto de baño estaba entreabierta. Desde la oscuridad del pasillo divisó al hombre al que iba a matar; se encontraba delante del espejo del baño untándose crema en la cara. Hoover se deslizó por detrás de la puerta. Esperó. Cuando el hombre apagó la luz del baño, alzó el hacha. Sólo le asestó un hachazo. El hombre cayó sin hacer ruido sobre la alfombra. Con el hacha le arrancó un trozo del cabello de la coronilla. Se introdujo la cabellera en el bolsillo. Luego arrastró al hombre escaleras abajo. Llevaba pijama. Los pantalones se le resbalaron y le arrastraban alrededor de uno de los pies. Evitó mirarle.
Ya en la cocina, inclinó el cuerpo del hombre sobre la puerta del horno. Luego le introdujo la cabeza dentro. Casi de inmediato notó el olor de la crema de la cara que se derretía. Abandonó la casa del mismo modo que había entrado.
De madrugada enterró la cabellera debajo de la ventana de su hermana. Ahora sólo faltaba la víctima adicional que iba a ofrecerle. Enterraría una última cabellera. Después todo habría terminado.
Pensó en todo lo que le esperaba. El hombre cuyo pecho había subido y bajado en movimientos lentos. El hombre que había estado sentado enfrente de él en el sofá y que no entendía nada de la misión sagrada que tenía que llevar a cabo.
Todavía no había decidido si se llevaría también a la chica que dormía en la habitación de al lado.
Ahora descansaría. El alba estaba cerca.
Al día siguiente tomaría su última decisión.