36
Habían estado a punto de darse por vencidos y pedir ayuda adicional cuando finalmente encontraron el rastro de Hans Logård y su dirección. Fue también entonces cuando unas solitarias gotas de lluvia cayeron sobre Bjuv. La tormenta pasó de largo alejándose por el oeste. El tiempo seco continuaría.
La dirección que buscaban era Hördestigen. Tenía el código postal de Bjuv. Pero allí no estaba. Wallander entró en la oficina de correos a preguntar. Hans Logård tampoco tenía un apartado de correos, al menos en Bjuv. Por último no les quedaba más remedio que sospechar que la dirección de Hans Logård era falsa. Pero fue entonces cuando Wallander entró con paso decidido en la pastelería del centro de Bjuv y empezó a conversar amablemente con las dos mujeres de detrás del mostrador a la vez que compraba unos bollos de canela. Una de ellas tenía la respuesta. Hördestigen no era una calle. Era el nombre de una casa, al norte de la ciudad, difícil de encontrar si no se sabía adónde se iba.
—Allí vive un hombre llamado Hans Logård —comentó Wallander—. ¿Le conocen?
Las dos mujeres se miraron, como si preguntasen a su memoria colectiva, y luego negaron al unísono con la cabeza.
—Tenía un familiar lejano que vivía en Hördestigen cuando yo era niña —dijo una de las mujeres, la más delgada de las dos—. Pero cuando murió vendieron la casa a gente desconocida. Y probablemente así ha continuado. Aunque la finca se sigue llamando Hördestigen, eso sí que lo sé. Pero quizá tiene otro nombre como dirección postal.
Wallander le pidió que le dibujara un mapa. Arrancó un trozo de una bolsa para el pan y le trazó el camino. Sjösten, mientras tanto, esperaba en el coche. Eran casi las seis. Ya llevaban varias horas buscando el camino de Hördestigen. Puesto que Wallander había hablado casi incesantemente por teléfono para recibir informes detallados de cómo había desaparecido Louise Fredman, Sjösten más o menos sólo se había encargado de buscar la dirección desaparecida de Hans Logård. O sea que habían estado a punto de abandonarlo y pedir ayuda cuando a Wallander se le ocurrió intentarlo en la pastelería, la clásica central del chismorreo. Y entonces habían tenido suerte. Wallander salió a la calle con el trozo de la bolsa para el pan en la mano como un trofeo. Salieron de la población, siguiendo el camino hacia Höganäs. Wallander iba dirigiendo según las indicaciones de la bolsa de pan. Llegaron a una zona donde las casas eran notablemente más escasas. Allí se equivocaron de camino por primera vez. Entraron en un hayal que era mágicamente hermoso. Pero equivocado. Wallander dirigió a Sjösten hacia atrás, regresaron a la carretera principal y empezaron de nuevo. La siguiente carretera transversal otra vez hacia la izquierda, luego a la derecha y otra vez a la izquierda. El camino se terminó en medio de un campo. Wallander profirió palabrotas para sus adentros, salió del coche y miró a su alrededor. Buscaba la torre de una iglesia de la que le habían hablado las mujeres de la pastelería. Pensó que, en realidad, él era allí en el campo como una persona a la deriva en el mar, buscando un faro que le guiase. Encontró la torre de la iglesia y entendió, después de haberlo consultado con la bolsa de pan, por qué se habían equivocado de camino. Sjösten retrocedió de nuevo, empezaron otra vez y esta vez lo encontraron. Hördestigen era una vieja finca, no muy diferente a la de Carlman, que estaba solitariamente situada, sin vecinos, rodeada de un hayal por dos lados y de unos campos ligeramente inclinados en los otros dos. El camino terminaba en la finca. Wallander observó que no había buzón para cartas. El cartero rural no visitaba a Logård en esa dirección. Sus cartas debían de ir a otro sitio. Sjösten estaba saliendo del coche cuando Wallander le detuvo.
—¿Qué es lo que esperamos realmente? —dijo—. ¿Hans Logård? ¿Quién es?
—¿Quieres decir si es peligroso?
—De hecho no sabemos si es el que ha matado a Liljegren —añadió Wallander—. O a los demás. No sabemos nada de nada sobre Hans Logård.
La respuesta de Sjösten sorprendió a Wallander.
—Tengo una escopeta de perdigones en el maletero del coche. Y munición. Te la quedas tú. Yo tengo mi arma reglamentaria.
Sjösten se agachó para sacarla de donde la llevaba escondida, debajo del asiento.
—Contra el reglamento —dijo sonriendo—. Pero si vas a seguir todas las disposiciones existentes, el trabajo policial hace tiempo que estaría prohibido por los que vigilan el cumplimiento de la ley de protección del trabajo.
—Dejemos la escopeta —dijo Wallander—. Por cierto, ¿tienes licencia para el arma?
—Claro que tengo licencia —dijo Sjösten—. ¿Qué te crees?
Salieron del coche. Sjösten se había metido la pistola en el bolsillo de la chaqueta. Permanecieron quietos, a la escucha. A lo lejos se oía la tormenta. Alrededor de ellos, calma, y además hacía bochorno. En ningún sitio había señal de coches ni de personas. Toda la finca parecía abandonada. Empezaron a caminar hacia la casa, que tenía forma de L alargada.
—Un ala tiene que haber ardido —dijo Sjösten—. O la han derribado. Pero es una casa bonita. Bien cuidada. Igual que el barco.
Wallander se acercó y llamó a la puerta. No hubo respuesta. Luego golpeó. Nada de nuevo. Miró por una de las ventanas. Sjösten se quedó detrás con una mano en el bolsillo de la chaqueta. A Wallander no le gustaba tener armas cerca. Dieron la vuelta a la casa. Aún no había señales de vida. Wallander se detuvo, muy pensativo.
—Hay pegatinas por todas partes de que hay alarmas en todas las puertas y ventanas —dijo Sjösten—. Pero seguramente tardarán un montón en venir si se dispara la alarma. Tenemos tiempo para entrar y marcharnos otra vez.
—Aquí hay algo que no encaja —continuó Wallander, que parecía haber pasado por alto el comentario de Sjösten.
—¿Qué?
—No lo sé.
Se fueron hacia el ala que servía de cobertizo. La puerta estaba cerrada con cadenas y gruesos candados. Por la ventana veían que estaba lleno de trastos.
—Aquí no hay nadie —dijo Sjösten con resolución—. Tendremos que poner la finca bajo vigilancia.
Wallander miró a su alrededor. Había algo que no encajaba, estaba seguro. No sabía decir qué. Volvió a dar la vuelta a la casa, mirando por todas las ventanas, escuchando. Sjösten iba detrás de él. Cuando llegaron a la parte de atrás por segunda vez, Wallander se detuvo ante unas bolsas de basura negras que estaban apoyadas en la pared de la casa. Estaban mal cerradas, atadas con un cordel. Las moscas zumbaban alrededor de ellas. Abrió una. Restos de comida, platos de papel. Sacó un envoltorio de un producto Scan entre el dedo índice y el pulgar. Sjösten estaba a su lado, contemplándolo. Se fijó en las fechas de caducidad, que eran legibles. Notó que el plástico olía a carne fresca. No hacía muchas horas que lo habían dejado allí. No con aquel calor. Abrió la segunda bolsa. Estaba también llena de envoltorios de comida precocinada. Mucha comida que habían comido en pocos días.
Sjösten estaba al lado de Wallander mirando el interior de las bolsas.
—Debe de haber celebrado una fiesta.
Wallander intentó pensar. El calor sofocante le aturdía la cabeza. Muy pronto le empezaría a doler, lo sabía.
—Entremos —dijo—. Quiero ver la casa. ¿No hay ninguna manera de evitar la alarma?
—Posiblemente a través de la chimenea —respondió Sjösten.
—Entonces que sea lo que Dios quiera —dijo Wallander.
—Tengo una ganzúa en el coche —comentó Sjösten.
Fue a buscarla. Wallander examinó la puerta de la fachada de la casa. Le recordó a la puerta que había forzado en casa de su padre en Löderup. Éste era el verano de las puertas. Fueron a la parte posterior de la casa. Aquella puerta parecía más frágil. Wallander decidió forzarla del revés. Introdujo la ganzúa entre las dos bisagras de la puerta. Luego miró a Sjösten, que echó una mirada a su reloj de pulsera.
—Listo —dijo.
Wallander se puso tenso e hizo palanca con todas sus fuerzas. Las bisagras saltaron, al igual que el revoque y los ladrillos viejos. Dio un salto hacia un lado para que la puerta no le cayera encuna.
Entraron dentro, la casa se parecía aún más a la de Carlman. Habían derribado las paredes, las estancias eran abiertas. Muebles modernos, suelos de madera recién instalados. Escucharon otra vez. Todo estaba en silencio. «Demasiado silencio», pensó Wallander. «Como si toda la casa aguantase la respiración». Sjösten señaló un teléfono combinado con un fax. La luz del contestador automático destellaba. Wallander asintió con la cabeza. Sjösten apretó el botón. Crujía y siseaba. Luego se oyó una voz. Wallander observó que Sjösten se sobresaltaba. Una voz masculina pedía que Hans Logård le llamara cuanto antes. Luego otra vez silencio. La cinta se interrumpió.
—Era Liljegren —dijo Sjösten, visiblemente alterado—. Joder.
—Entonces sabemos que el mensaje está ahí desde hace bastante tiempo —dijo Wallander.
—Tampoco Logård ha estado aquí desde entonces —añadió Sjösten.
—No necesariamente —objetó Wallander—. Puede haber escuchado el mensaje. Pero sin borrarlo. Si luego hay un corte de fluido eléctrico, la luz oscila de nuevo. Puede haber habido tormenta aquí. No lo sabemos.
Atravesaron la casa. Un pasillo estrecho llevaba a la parte que estaba precisamente en el ángulo de la L. Allí la puerta estaba cerrada. De repente Wallander levantó la mano. Sjösten se detuvo de golpe detrás de él. Wallander oyó un ruido. Primero no pudo determinar qué era. Luego se oyó como un animal que excavaba. Después como un murmullo. Miró a Sjösten. Luego tocó la puerta. Sólo entonces descubrió que era de acero. Estaba cerrada. El murmullo había cesado. Sjösten también lo había notado.
—¿Qué cojones está pasando? —susurró.
—No lo sé —respondió Wallander—. No puedo con esta puerta sólo con la ganzúa.
—Supongo que tendremos aquí a la empresa de seguridad dentro de un cuarto de hora más o menos.
Wallander reflexionó. No sabía qué podía haber al otro lado, aparte de que debía de tratarse al menos de una persona, probablemente más. Se sintió mareado. Sabía que tenía que abrir la puerta.
—Dame la pistola —dijo.
Sjösten la sacó del bolsillo.
—Apartaos de la puerta —gritó Wallander con todas sus fuerzas—. Voy a disparar a la cerradura.
Miró fijamente la cerradura. Retrocedió un paso, montó el percutor y disparó. El ruido fue ensordecedor. Disparó otra vez y luego hizo un tercer disparo. Los proyectiles rebotaron hacia la pared exterior del pasillo. Luego le devolvió la pistola a Sjösten y abrió la puerta de una patada. Los oídos le retumbaban a causa de las detonaciones.
La habitación era grande. No tenía ventanas. Había unas cuantas camas y un aparte con un retrete. Una nevera, vasos, tazas, unos termos. Agazapadas en un rincón de la habitación, asustadas por las detonaciones, había cuatro chicas jóvenes abrazándose las unas a las otras. Al menos dos de ellas le recordaban a Wallander a la chica que había visto a veinte metros de distancia en el campo de colza de Salomonsson antes de que se suicidara. Durante un instante, con los oídos aturdidos por el estruendo, Wallander pensó que lo podía ver todo ante sus ojos, un acontecimiento tras otro, cómo encajaban y cómo todo tenía su explicación. Pero en realidad no veía nada, era una sensación que se abalanzaba sobre él, atravesándole, como un tren que atraviesa un túnel a gran velocidad, y luego sólo deja un ligero temblor de tierra tras de sí. Tampoco había tiempo para más reflexiones. Las chicas que estaban agazapadas en un rincón eran reales, al igual que su temor, y exigían tanto su presencia como la de Sjösten.
—¿Qué coño está pasando? —dijo Sjösten de nuevo.
—Tiene que venir un equipo de Helsingborg —respondió Wallander—. Rápido, coño.
Se arrodillaron. Sjösten hizo lo mismo, como si iniciasen una oración conjunta, y luego Wallander intentó hablar en inglés con las asustadas chicas. Pero no parecían entenderle, o al menos no entendían bien su inglés. Pensó que varias de ellas no eran mayores que Dolores María Santana.
—¿Sabes español? —le preguntó a Sjösten—. Yo no sé ni una palabra.
—¿Qué quieres que diga?
—¿Sabes español o no?
—¡No sé hablar español! ¡Joder! ¿Quién lo sabe? Sé un par de palabras. ¿Qué quieres que diga?
—¡Lo que sea! Para que se tranquilicen.
—¿Les digo que soy policía?
—¡No! ¡Lo que sea pero eso no!
—Buenos días —dijo Sjösten vacilante.
—Sonríe —susurró Wallander—. ¿No ves lo asustadas que están?
—Hago lo que puedo —objetó Sjösten.
—Otra vez —dijo Wallander—. Ahora con amabilidad.
—Buenos días —repitió Sjösten.
Una de las chicas respondió. Su voz era muy débil. Para Wallander, sin embargo, era como si ahora tuviese la respuesta que había estado esperando desde aquella vez que la chica estuvo en el campo de colza mirándole fijamente con sus ojos asustados.
Al mismo tiempo sucedió también otra cosa. Desde algún lugar de la casa detrás de ellos se oyó un ruido, tal vez una puerta que se abría. Las chicas también lo oyeron y se agazaparon de nuevo.
—Deben de ser los guardias de la empresa de seguridad —dijo Sjösten—. Vale más que los vayamos a recibir. Si no, se preguntarán qué está sucediendo y empezarán a hacer ruido.
Wallander hizo una seña a las chicas de que se quedaran. Volvieron por el pasillo estrecho, esta vez Sjösten iba delante.
Estuvo a punto de costarle la vida. Cuando salieron a la gran estancia abierta, en la que habían derribado las antiguas paredes, sonaron varios disparos. Llegaron tan seguidos que debían de proceder de un arma rápida semiautomática, cuyas distintas velocidades de repetición se pueden regular. La primera bala entró por el hombro izquierdo de Sjösten y le rompió la clavícula. El ímpetu le empujó hacia atrás y quedó como una pared viva delante de Wallander. El segundo, tercero y tal vez el cuarto disparo acabaron en algún lugar por encima de sus cabezas.
—¡No disparen! ¡Policía! —gritó Wallander.
Aquel que había disparado, aquel que no podían ver, disparó otra ráfaga. Le dieron de nuevo a Sjösten, y esta vez le atravesaron la oreja derecha.
Wallander se tiró al suelo detrás de una de las paredes que habían dejado como decoración. Tiró de Sjösten, que pegó un grito y luego se desmayó.
Wallander buscó su pistola y disparó hacia la habitación. Pensó confuso que en el cargador deberían quedar dos, tal vez tres balas.
No hubo respuesta. Esperó con el corazón palpitante. La pistola alzada y preparada para disparar. Luego oyó el ruido de un coche que se ponía en marcha. Sólo entonces dejó a Sjösten y corrió agachado hasta una ventana. Vio la parte trasera de un Mercedes negro escapar por el camino estrecho y desaparecer, protegido por el hayal. Volvió a Sjösten, que sangraba y estaba inconsciente. Encontró el pulso en el cuello ensangrentado. Era rápido y Wallander pensó que era una buena señal. Mejor así que al revés. Todavía pistola en mano, levantó el auricular y marcó el número de emergencias.
—¡Un colega está herido! —gritó cuando contestaron. Después logró calmarse, decir su nombre, explicar qué había pasado y dónde se encontraban. Luego volvió con Sjösten, que recuperaba el conocimiento.
—Todo irá bien —dijo Wallander una y otra vez—. La ambulancia está de camino.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Sjösten.
—No hables —dijo Wallander—. Todo se arreglará.
Buscó los orificios de entrada de las balas. Creía que le habían acertado al menos tres. Pero finalmente se dio cuenta de que sólo eran dos, una en el hombro y la otra en la oreja. Hizo dos simples vendajes compresivos y se preguntó dónde estaría la empresa de seguridad y por qué tardaba tanto en llegar la ayuda. Pensó en el Mercedes que se había escapado y en que no descansaría hasta atrapar al hombre que había disparado contra Sjösten sin darle una sola oportunidad.
Por fin oyó las sirenas. Se levantó y salió a recibir a los coches de Helsingborg. Primero venía la ambulancia, luego Birgersson y otros dos coches patrulla, y por último los bomberos. Todos se sobresaltaron al ver a Wallander. No se había dado cuenta de lo ensangrentado que estaba. Además, aún llevaba la pistola de Sjösten en la mano.
—¿Cómo está? —preguntó Birgersson.
—Está dentro. Creo que se pondrá bien.
—¿Qué coño ha pasado?
—Hay cuatro chicas encerradas —dijo Wallander—. Probablemente de las que llevan a burdeles del sur de Europa vía Helsingborg.
—¿Quién fue el que disparó?
—No le vi. Pero supongo que era Hans Logård. Esta casa le pertenece.
—Un Mercedes acaba de colisionar con un coche de una empresa de seguridad en la salida de la carretera principal —dijo Birgersson—. No hay personas heridas. Pero el conductor del Mercedes les ha robado el coche a los guardias de seguridad.
—Entonces le habrán visto —dijo Wallander—. Tiene que ser él. Los guardias venían hacia aquí. La alarma se debe de haber disparado cuando entramos por la fuerza.
—¿Por la fuerza?
—Joder. Déjalo. Busca el coche de seguridad. Espabila a los especialistas. Quiero que tomen todos las jodidas huellas dactilares que encuentren. Y las tienen que comparar con las que hemos encontrado en relación con los otros. Wetterstedt, Carlman, todos.
Birgersson palideció. Acababa de darse cuenta de la relación.
—¿Ha sido él?
—Probablemente. Pero no lo sabemos. Venga. Y no olvides a las chicas. Lleváoslas a todas. Trátalas con amabilidad. Encuentra intérpretes. Intérpretes de español.
—Joder. Cuánto sabes ya —dijo Birgersson.
Wallander le miró fijamente.
—No sé nada —respondió—. Pero espabila.
En ese momento sacaron a Sjösten. Wallander le acompañó hasta la ciudad en la ambulancia. Uno de los conductores le dio una toalla. Se limpió como pudo. Después usó el teléfono de la ambulancia para contactar con Ystad. Eran poco más de las siete. Encontró a Svedberg. Le explicó lo sucedido.
—¿Quién es ese Logård? —preguntó Svedberg.
—Es lo que vamos a averiguar ahora. ¿Louise Fredman todavía sigue desaparecida?
—Sí.
Wallander sintió de repente que tenía que pensar. Aquello que hacía un momento le había parecido tan evidente ya no estaba tan claro.
—Te llamaré —dijo—. Pero tienes que informar al equipo de investigación sobre esto.
—Ludwigsson y Hamrén han encontrado un testigo interesante en Sturup —dijo Svedberg—. Un guardia nocturno. Vio a un hombre en una motocicleta. El horario coincide.
—¿Motocicleta?
—Sí.
—Joder, ¿no pensarás que nuestro asesino viaja en una motocicleta, verdad? Sólo lo hacen los niños.
Wallander notó que se estaba enfadando. No quería, y menos con Svedberg. Terminó rápidamente la conversación. Sjösten le estaba mirando desde su camilla. Wallander sonrió.
—Todo irá bien —dijo.
—Fue como recibir la coz de un caballo —gruñó Sjösten—. Dos veces.
—No hables —dijo Wallander—. Pronto llegaremos al hospital.
Aquella tarde y la noche del viernes 8 de julio fue una de las más caóticas que Wallander había vivido jamás en su vida como policía. Había un rasgo de irrealidad en lo sucedido. Nunca olvidaría esa noche, pero tampoco nunca estaría seguro de recordarla realmente con exactitud. Después de que se encargasen de Sjösten en el hospital y de que los médicos tranquilizasen a Wallander diciéndole que su vida no corría peligro, un coche patrulla le llevó a la comisaría. El intendente Birgersson demostró ser un buen organizador y parecía haber entendido bien lo que Wallander le había dicho en la finca donde habían disparado a Sjösten. Había tenido la previsión de establecer una zona exterior hasta la cual dejaban pasar a los periodistas que rápidamente empezaron a congregarse. Allí dentro, donde se realizaba la verdadera investigación, no llegaban los periodistas. Wallander regresó del hospital a las diez. Un colega le había dejado una camisa limpia y un par de pantalones. Le apretaban tanto en la cintura que no logró subirse la bragueta. Birgersson, que se dio cuenta del problema, llamó al dueño de una de las tiendas de ropa para caballero más elegantes de la ciudad y le pasó el auricular a Wallander. Era un acontecimiento curioso el estar en medio de todo aquello e intentar recordar la medida de su cintura. Pero finalmente un mensajero llevó algunos pares de pantalones hasta la comisaría y uno de ellos le quedaba bien. Cuando Wallander regresó del hospital, Ann-Britt Höglund, Svedberg, Ludwigsson y Hamrén ya habían llegado a Helsingborg y estaban incorporados al trabajo. Se había puesto en marcha el aviso para buscar el coche de los guardias de seguridad, pero todavía no lo habían encontrado. Además estaban interrogando en varias dependencias. Las chicas hispanoparlantes tenían cada una un intérprete. Ann-Britt Höglund habló con una de ellas mientras tres policías femeninas de Helsingborg se dedicaban a las otras. A los dos guardias de seguridad con cuyo coche colisionó el del hombre que huía les interrogaron en otro sitio, mientras los especialistas ya estaban comparando las huellas dactilares. Por último, varios policías estaban inclinados sobre unos cuantos ordenadores y buscaban todo el material posible acerca del hombre llamado Hans Logård. La actividad era frenética, pero mantenían la calma. Birgersson iba dando vueltas, organizando el trabajo para que no descarrilara. Cuando Wallander se informó sobre la situación de la investigación, se llevó a sus colegas de Ystad a un despacho y cerró la puerta. Lo había comentado con Birgersson y había recibido su aprobación. Wallander se dio cuenta de que Birgersson era un oficial de policía ejemplar, una de las escasas y genuinas excepciones. En él no había casi nada de la envidia que a menudo reinaba en el cuerpo y que rebajaba la calidad del trabajo policial. Birgersson, al parecer, estaba interesado en lo que debía: detener al que había disparado a Sjösten, aclarar todo el asunto hasta que les diera la respuesta de lo que había pasado y quién era el autor del delito.
Se habían llevado café, la puerta estaba cerrada, Hansson estaba conectado por teléfono y lo encontrarían en unos segundos.
Wallander dio su versión de lo ocurrido. Pero ante todo quería llegar a comprender su propia angustia. Había demasiadas cosas que no le encajaban. El hombre que disparó a Sjösten, el que había sido colaborador de Liljegren, el que había escondido a las chicas ¿era realmente el mismo hombre que se había metido en el papel del guerrero solitario? Le costaba creerlo. Pero el tiempo apremiaba demasiado para pensar, todo alrededor de él era demasiado caótico. Por tanto, la reflexión se tenía que hacer ahora, en equipo, todos reunidos, sólo con una delgada puerta que les separaba del mundo en el que seguía la investigación, y donde no había tiempo para reflexionar. Wallander había reunido a sus colegas, y Sjösten estaría entre ellos, si no se encontrase en el hospital, para que formasen algo como un plomo que les llevase al fondo del trabajo de investigación que ahora iba a acelerarse. Siempre existía el riesgo de que, en una fase aguda, la investigación se echase a galopar para luego desbocarse. Wallander paseó la mirada por los reunidos y preguntó por qué Ekholm no estaba presente.
—Se marchó a Estocolmo esta mañana —dijo Svedberg.
—Pero si es ahora cuando le necesitamos —contestó Wallander atónito.
—Volverá mañana por la mañana —dijo Ann-Britt Höglund—. Creo que a uno de sus hijos le ha atropellado un coche. Nada grave. Pero aun así, un atropello.
Wallander asintió con la cabeza. En el momento en que iba a continuar, sonó el teléfono. Era Hansson, que quería hablar con Wallander.
—Baiba Liepa ha llamado unas cuantas veces desde Riga —dijo Hansson—. Quiere que te pongas en contacto con ella inmediatamente.
—Ahora no puedo —respondió Wallander—. Explícaselo si vuelve a llamar.
—Si la he entendido bien, la irás a recoger a Kastrup el sábado. Para iros de vacaciones juntos. ¿Cómo has pensado solventar eso?
—Ahora no —contestó Wallander—. La llamaré más tarde.
Al parecer, nadie, excepto Ann-Britt Höglund, se fijó en el carácter privado de la conversación. Wallander captó su mirada. Ella sonrió. Pero no dijo nada.
—Sigamos —dijo—. Estamos buscando a un hombre que ha intentado matarnos a mí y a Sjösten. Hemos encontrado a unas chicas encerradas en una finca rural a las afueras de Bjuv. Podemos partir de la base de que Dolores María Santana se escapó una vez de uno de esos grupos que pasan por Suecia hacia los burdeles y yo qué sé qué otros lugares del resto de Europa. Chicas que son engañadas para venir por gente relacionada con Liljegren. Y sobre todo con un hombre llamado Hans Logård. Si es que ése es su verdadero nombre. Creemos que fue él quien disparó. Pero no sabemos nada. Ni siquiera tenemos una fotografía suya. Los guardias de seguridad a los que robó el coche quizá puedan dar una descripción útil. Pero parecían tener los nervios de punta. Seguramente sólo vieron su pistola. Ahora le estamos buscando. Pero ¿estamos persiguiendo al verdadero asesino? ¿El que mató a Wetterstedt, Carlman, Fredman y Liljegren? No lo sabemos. Y quiero manifestar aquí y ahora que por mi parte lo dudo. Sólo podemos esperar que el hombre que está conduciendo el coche de los guardias de seguridad sea capturado cuanto antes. Mientras tanto, tenemos que trabajar como si esto sólo fuese un suceso en la periferia de la gran investigación. Me interesa tanto o más lo que le pueda haber ocurrido a Louise Fredman. Y lo que tenemos de Sturup. Pero naturalmente primero quiero saber si hay alguna objeción a cómo lo veo por ahora.
Se produjo un silencio en la estancia. Nadie dijo nada.
—A mí, que vengo de fuera y no tengo que temer el pisarle los pies a nadie, puesto que seguramente se los estoy pisando a todo el mundo una y otra vez, me parece una actitud correcta. Los policías acostumbramos tener una tendencia a poder sólo con un pensamiento a la vez. Mientras que el autor del delito al que perseguimos piensa diez.
Era Hamrén el que había tomado la palabra. Wallander escuchó con aprobación, aunque no estaba seguro de que Hamrén pensara realmente lo que decía.
—Louise Fredman desapareció sin dejar rastro —dijo Ann-Britt Höglund—. Recibió una visita. Luego la acompañó hasta fuera. El resto del personal nunca había visto al visitante. El nombre que estaba apuntado en el libro de visitas era totalmente ilegible. Como sólo trabajan los sustitutos de verano, el habitual sistema de control casi no funciona.
—Alguien tiene que haber visto quién fue a buscarla —objetó Wallander.
—Sí —dijo Ann-Britt Höglund—. Una auxiliar llamada Sara Pettersson.
—¿Ha hablado alguien con ella?
—Se ha ido de viaje.
—¿Dónde está?
—Está viajando con un Interrail. Puede estar en cualquier sitio.
—Mierda.
—Podríamos encontrarla a través de la Interpol —dijo Ludwigsson apaciblemente—. Sería posible.
—Sí —dijo Wallander—. Creo que lo vamos a intentar. Y esta vez no esperaremos. Quiero que alguien se ponga en contacto con Per Åkeson esta misma noche.
—Esto es jurisdicción del distrito de Malmö —indicó Svedberg.
—Me importa una mierda el distrito policial en que nos encontremos. Arréglalo. Será problema de Per Åkeson.
Ann-Britt Höglund prometió encargarse de ello. Wallander se dirigió a Ludwigsson y Hamrén.
—He oído rumores acerca de una motocicleta —dijo—. Un testigo que ha visto algo interesante en el aeropuerto.
—Sí —dijo Ludwigsson—. El horario coincide. Una motocicleta se dirigió hacia la E 65 la noche en cuestión.
—¿Qué tiene de interés?
—Que el guardia está bastante seguro de que la motocicleta desapareció al mismo tiempo que llegó la furgoneta. El Ford de Björn Fredman.
Wallander cayó en la cuenta de que lo que Ludwigsson decía era muy importante.
—Estamos hablando de una hora de la noche en la que el aeropuerto está cerrado —prosiguió Ludwigsson—. No ocurre nada. No hay taxis, nada de tránsito. Todo está muy quieto. Una furgoneta llega y aparca. Al poco rato se va una motocicleta.
Un silencio glacial recorrió la estancia.
Todos comprendieron que por primera vez se encontraban muy cerca del asesino que buscaban. Si es que existían momentos mágicos en una investigación criminal complicada, éste era uno de ellos.
—Un hombre en una motocicleta —dijo Svedberg—. ¿Realmente puede ser cierto?
—¿Hay alguna descripción? —preguntó Ann-Britt Höglund.
—Según el guardia, quien conducía la motocicleta llevaba un casco integral en la cabeza. Por tanto no pudo verle la cara. Ha trabajado durante muchos años en Sturup. Era la primera vez que una motocicleta se alejaba durante la noche.
—¿Cómo puede estar seguro de que se dirigía hacia Malmö?
—No lo estaba. Tampoco lo he dicho.
Algo hizo que Wallander aguantase la respiración. Las voces de los demás se oían distantes, casi como un ruido impreciso lejano en el espacio.
Aún no sabía qué era lo que veía.
Pero se dio cuenta de que ahora estaba cerca, muy cerca.