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Beppo el grande
EN la hucha de Dolittle quedo muy pronto repuesto el dinero que el doctor se había gastado, con gran indignación por parte de Dab-Dab. El haber añadido seis serpientes a la familia no incrementaba mucho los gastos de mantenimiento, pero el fiel pato le seguía rogando y suplicando a John Dolittle que echase lo que llamaba «esos bichos repugnantes y escurridizos». Durante los días que pasaron en Bridgeton, el gentío que se agolpaba en el recinto dejaba tantos peniques en la caseta del «animal de dos cabezas procedente de la selva de África», que Tu-Tu auguró que los ingresos de la semana de Ashby serían muy pronto superados.
—Calculo, doctor —dijo torciendo la cabeza hacia un lado y cerrando el ojo izquierdo— que en seis días haremos fácilmente ciento sesenta libras y eso sin contar que el día de mercado y el sábado las ganancias serán mayores.
—Y esto es debido en su mayor parte a la actuación del doctor con Beppo —dijo Yip—. Si no fuese por ese número, y por lo que ha dado que hablar, no habría ni la mitad de gente.
Al ver el éxito que tenía la actuación de John Dolittle, Blossom se dirigió a él después de la primera representación y le rogó que siguiese actuando durante toda la semana mientras el circo permanecía en Bridgeton.
—Bueno, pero mire —dijo John Dolittle—, yo he prometido a Beppo que si le sacaba a usted de este apuro se le jubilaría. Yo no sé cuándo podrá Nino volver a trabajar, pero yo no le he dicho nada a Beppo de que tenga que seguir actuando toda la semana. Yo creía que usted iba a sustituirnos por otro número en cuanto lo encontrase.
—¡Por Dios, doctor! —exclamó Blossom—. No podría encontrar nada para sustituir su número aunque me pasase un año buscándolo. No ha habido nunca nada semejante desde que se inventó el circo. La noticia ha corrido por toda la ciudad y también fuera de ella. Dicen que la gente viene para ver su espectáculo nada menos que desde Whittlethorpe. Escuche, ¿no puede pedirle a Beppo que nos haga este favor? No es un trabajo muy duro para él. Dígale que le daremos todo lo que quiera: espárragos al desayuno y una cama de plumas para dormir, si está dispuesto a hacerlo. Contando los espectáculos secundarios, estamos ingresando cerca de quinientas libras al día. ¡En mi vida he visto un negocio semejante! Si esto sigue así, no vamos a tener que seguir por mucho tiempo en el tajo, y nos podremos dar la gran vidorra.
Había algo de desprecio en la expresión del doctor cuando miró a Blossom, e hizo una pausa antes de contestar.
—Ah, sí, claro —dijo tristemente—, ahora está usted dispuesto a tratar bien a su antiguo servidor, ¿no es así?, ahora, porque le está produciendo dinero. Lleva años, muchos años trabajando para usted y a cambio ni siquiera le han cepillado el pelo; y nunca le han dado más que el heno y la avena justos para que siguiera tirando. Pero ahora le daría la luna. ¡Lo que es el dinero! ¡Bah, una maldición!
—Bueno —dijo Blossom—. Pero es que ahora estoy tratando de compensarle. No es un trabajo muy duro lo de contestar unas preguntas y hacer algunos trucos. Doctor, vaya y hable con él. ¡Que Dios le bendiga! ¿No le suena raro que sea yo quien le pida a usted que vaya a hablarle, cuando hace veinticuatro horas ni siquiera sabía que existiese eso de hablar con los caballos?
—Excepto con un látigo —dijo John Dolittle—. ¡Ojalá pudiese ponerle yo a usted en su lugar y hacerle trabajar durante treinta y cinco años para Beppo a cambio de un poco de heno y agua y muchos golpes y mucho abandono! Muy bien, yo le transmitiré su petición y veré lo que dice. Pero recuerde, su decisión será definitiva. Si se niega a dar una sola representación más, yo haré que usted cumpla su promesa: un lugar agradable para vivir y un buen prado donde pueda pastar el resto de sus días. Y casi me alegraría que dijese que no.
El doctor se dio la vuelta, salió del carro del director y se dirigió hacia la cuadra.
—¡Mi pobre y viejo Beppo! —murmuró—. ¡Y eso que su antepasado llevaba a Julio César en las revistas militares, oyó a las legiones vitorear al conquistador del mundo que llevaba sentado encima! ¡Mi pobre y viejo Beppo!
Cuando entró en la cuadra se encontró al caballo de tiro contemplando por la ventana de su casilla los hermosos campos que se extendían más allá del recinto del circo.
—¿Es usted, John Dolittle? —dijo cuando el doctor abrió la puerta—. ¿Ha venido para llevarme?
—Beppo —dijo John Dolittle poniendo la mano sobre el huesudo lomo del rocín—, según parece te has convertido en un hombre famoso, vamos, quiero decir en un caballo famoso.
—¿Cómo es eso, doctor? No lo entiendo.
—Te has hecho famoso, Beppo. El mundo es muy raro. Y a veces pienso que los seres humanos somos los animales más raros que hay en él. El señor Blossom acaba de descubrir, después de llevar treinta y cinco años a su servicio, lo valioso e inteligente que eres.
—¿En qué sentido soy valioso?
—Porque hablas, Beppo.
—Pero si siempre he hablado.
—Sí, ya lo sé. Pero el señor Blossom y el mundo no lo sabían hasta que yo se lo he demostrado en la pista del circo. Beppo, has causado una gran sensación justo la víspera de tu jubilación. Y ahora no quieren que te jubiles. Quieren que continúes siendo maravilloso; sencillamente, que sigas hablando de la manera que lo has hecho siempre.
—Parece de locos, ¿verdad doctor?
—Totalmente. Pero de repente te has convertido en algo tan valioso para Blossom, que está dispuesto a darte espárragos para desayunar, a ponerte un criado para que te cepille el pelo y otro para que te rice las crines si te quedas y actúas para él el resto de la semana.
—¡Vaya! Ése es el precio de la fama, ¿verdad? Preferiría que me echasen a un gran campo.
—Bueno, Beppo, al fin puedes hacer lo que te convenga, después de treinta y cinco años de hacer lo que les convenía a otras personas. Le he dicho a Blossom que le voy a hacer que cumpla el trato. Si no quieres hacerlo, dilo. Y si lo deseas, te jubilarás hoy por encima de todo.
—¿Qué me aconsejaría usted que hiciese, doctor?
—La cuestión es ésta —dijo John Dolittle—: si concedes a Blossom lo que quiere ahora, quizá podamos conseguir lo que tú quieres, es decir, más exactamente lo que tú quieras después. Pues mira, él no tiene un campo propio donde dejarte, tendría que conseguir que un agricultor te apaciente y te cuide. Y además, estará mejor dispuesto hacia mí y hacia otros planes que yo tengo para los demás animales.
—Muy bien, doctor —dijo Beppo—. Esto lo decide. Actuaré.
No había hombre más feliz en el mundo que Alexander Blossom cuando John Dolittle fue y le dijo que Beppo había consentido actuar toda la semana. Inmediatamente mandó que imprimiesen unas hojas de anuncio y las envió a las ciudades próximas para que las repartiesen en las calles. Esas hojas comunicaban al público que el «mundialmente famoso caballo parlante» no podría verse en Bridgeton más que los cuatro días siguientes, y que los que no quisiesen perderse la oportunidad de su vida, debían apresurarse y acudir al «Gran Circo» de Blossom.
El doctor se azoraba tremendamente durante las cabalgatas que se organizaban para que Beppo desfilase por las calles, cuando le señalaban diciendo que era el archiduque Pufftupski, el famoso propietario y entrenador del caballo. Pues el director del circo insistió en que conservase ese absurdo título que Matthew le había conferido.
El martes, miércoles y jueves de esa semana se superaron todas las marcas en las taquillas de Blossom. Por primera vez en su vida el director tuvo que rechazar a mucha gente en las puertas del circo, pues la aglomeración en el recinto alcanzó tal punto, que le dio miedo permitir que entrase más gente. Y la policía de Bridgeton tuvo que prestarle a casi todos sus hombres a fin de mantener el orden y evitar accidentes entre la apretujada muchedumbre. Nada tiene tanto éxito como el éxito y, en cuanto corrió la noticia por la ciudad de que la gente ya no cabía, el número de los que pedían ser admitidos se duplicó. Durante mucho tiempo la gente de la compañía siguió hablando de «La semana de Bridgeton» como de la época más extraordinaria en toda la historia del circo.