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La bronca de los medicamentos
EL mismo John Dolittle se alarmó un poco al ver la violenta actitud que empezaba a adoptar la gente. Cuando se subió a la escalera e interrumpió la conferencia del falso médico, no había pretendido más que advertir a la gente que no comprase las medicinas falsas. Pero cuando vio que la multitud se subía al tablado rompiendo y destrozando lo que encontraba a su paso, empezó a temer por la seguridad de Brown.
Cuando la bronca estaba en su punto álgido llegó la policía. Pero incluso a los guardias les resultó tremendamente difícil calmar a la muchedumbre, y tuvieron que utilizar sus porras para hacerse oír. Hubo muchos coscorrones y narices que sangraban. Finalmente, los policías se dieron cuenta de que únicamente podrían restablecer el orden si desalojaban enteramente el recinto del circo.
Y así se hizo, a pesar de que la gente decía que no habían hecho más que llegar y que querían que se les devolviese el dinero de la entrada antes de marcharse. Entonces la policía ordenó que el circo permaneciese cerrado hasta nueva orden.
No tardó mucho en llegar la nueva orden. Era muy grande la indignación que se había producido en toda la respetable ciudad de Stowbury a causa de este asunto, y a mediodía el alcalde envió un recado a Blossom diciendo que él y sus ediles le agradecerían mucho que recogiese el circo y se lo llevase de la ciudad inmediatamente.
Brown había huido a campo traviesa mucho antes de todo esto. Pero éste no era el final del asunto para John Dolittle. Blossom, que ya estaba enfadado, se puso tan indignado cuando recibió la orden del alcalde, que todo el mundo creyó que le iba a dar un ataque. Fátima le había estado malmetiendo contra el doctor toda la mañana, y al enterarse de las últimas noticias, que suponían una considerable pérdida de dinero, se puso rojo de ira.
Muchos de los jefes de espectáculo estaban con él cuando la policía le llevó la orden, y a ellos también les había estado indisponiendo Fátima contra el doctor.
—¡Maldición! —gritó Blossom poniéndose de pie y cogiendo un bastón muy grueso que había detrás de la puerta de su carro—. ¡Ya le voy a enseñar yo a que me cierre el circo! ¡Vamos! ¡Venid conmigo algunos de vosotros!
El director del circo salió hacia el carro del doctor seguido de Fátima, que levantaba los puños amenazadoramente, y cuatro o cinco jefes más.
Tanto Yip como Matthew, que también habían estado merodeando cerca del carro de Blossom, se marcharon asimismo. Yip corriendo por delante para avisar al doctor, y el vendedor de carne para gatos en una dirección totalmente opuesta.
Cuando iban hacia el carro del doctor, varios empleados del circo y otras personas se reunieron con Blossom y su grupo de vengadores. Así que cuando llegaron a la puerta ya eran por lo menos más de una docena de personas. Pero cuál no sería su sorpresa al ver que el doctor salía a su encuentro.
—Buenas tardes —dijo John Dolittle cortésmente—. ¿Qué puedo hacer por ustedes?
Blossom intentó hablar, pero le podía la indignación, y de la garganta no le salían más que balbuceantes gorgoritos de furia.
—Usted ya ha hecho bastante por nosotros —gritó uno de los hombres.
—Ahora somos nosotros los que vamos a hacer algo por usted —chilló Fátima.
—Usted ha conseguido que echen el espectáculo de la ciudad —gruñó un tercero—, uno de los mejores sitios del camino. Y con ello nos ha hecho perder la paga de una semana.
—Usted ha hecho todo lo posible por cargarse mi espectáculo desde que está con nosotros —vociferó Blossom, que finalmente, había recuperado la voz—. Pero ¡caray!, esta vez se ha pasado.
Sin decir una palabra más, el grupo de hombres enfurecidos guiados por el director del circo, se precipitó contra el doctor que quedó sepultado bajo un montón de gente que daba patadas y puñetazos a diestra y siniestra.
El pobre Yip trató por todos los medios de apartarlos, pero poco podía hacer contra doce enemigos como aquéllos. Ni siquiera veía al doctor. Estaba empezando a preguntarse dónde estaría Matthew cuando vio al vendedor de carne para gatos correr hacia el lugar de la lucha desde el otro lado del recinto. A su lado venía un hombre enorme con pantalones cortos de color rosa.
Al llegar al tumulto, el hombretón empezó a tirar de los empresarios por los pies y por el pelo, lanzándolos luego hacia los lados como si fuesen briznas de paja.
Finalmente Hércules, el hombre forzudo, pues era él, había reducido la lucha a dos personas: Blossom y el doctor, que seguían rodando por el suelo tratando de acogotarse uno a otro. Con una mano del tamaño de un jamón, Hércules agarró al director del circo por el cuello y le sacudió como si fuese una rata.
—Si no se comporta usted, Alexander —le dijo tranquilamente—, le doy una bofetada y le aplasto los sesos.
Se hizo un breve silencio mientras los otros individuos se reponían sobre la hierba.
—Vamos a ver —dijo Hércules, que seguía con Blossom agarrado por el cuello—, ¿qué es lo que ocurre aquí? ¿Por qué os habéis lanzado todos contra el doctor? Deberíais estar avergonzados, nada menos que doce, y él el más bajito de todos.
—Fue a decir a la gente que el ungüento de Brown no servía para nada —dijo Fátima—, y les ha sublevado y han ido todos a pedir que les devuelva el dinero. Le ha llamado estafador ante los espectadores: él que es el mayor impostor que anda por el mundo.
—¡Pues sí que puedes hablar tú de impostores! —dijo Hércules—. ¿Acaso, no te he visto yo, la semana pasada, pintar rayas a tus pobres serpientes para que pareciesen realmente mortíferas? Este hombre es un buen médico. Si no lo fuese, no podría haberme arreglado las costillas.
—Ha conseguido que echen el espectáculo de la ciudad —gruñó uno de los hombres—. Hemos hecho en balde los cuarenta kilómetros desde Ashby y tendremos que hacer otros cincuenta para volver a ganar un céntimo. ¡Eso es lo que tu maravilloso doctor ha hecho por ti!
—No va a seguir con nosotros —gritó Blossom—. Ya le he aguantado todo lo que podía aguantar.
Logró soltarse del hombre fuerte, y adelantándose hacia el doctor le apuntó a la cara con un dedo.
—Está usted despedido —gritó—. ¿Lo comprende? Hoy mismo se va usted de mi espectáculo. Ahora mismo.
—Muy bien —dijo el doctor tranquilamente, y dándose la vuelta se dirigió hacia la puerta de su carro.
—Un momento —le gritó Hércules—. ¿Quiere usted marcharse, doctor?
John Dolittle se detuvo y se volvió.
—Bueno, Hércules —dijo indeciso—, resulta difícil contestar esa pregunta.
—Lo que él quiera no tiene nada que ver —dijo Fátima—. El jefe le ha echado. Y no hay más que hablar. Tiene que marcharse.
Mientras el doctor fijaba la mirada en los insolentes ojos de aquella mujer que le odiaba, se acordó de las serpientes que estaban bajo su cuidado. Después pensó en otros animales del circo, cuyas condiciones había esperado mejorar, en Beppo, el viejo caballo de tiro, que debían haber jubilado hace años, y mientras seguía dudando, Timoteo le puso el húmedo hocico en la mano y Toby le tiró de la cola de la levita.
—No, Hércules —dijo finalmente—. Después de pensarlo bien, realmente no quiero marcharme. Pero si me despiden no puedo hacer nada, ¿no te parece?
—No —dijo el hombre forzudo—. Pero hay cosas que otros sí pueden hacer, mire —hizo girar a Blossom agarrándole por el hombro y le amenazó con el puño poniéndoselo debajo de las narices—, este hombre es honrado. Brown era un estafador, y si se va el doctor yo me voy también, y si yo me voy, mis sobrinos, los trapecistas se vendrán conmigo, y me parece que Saltarín, el payaso, se unirá a nosotros. ¿Qué le parece?
El señor Alexander Blossom, propietario del «mayor espectáculo del mundo», vaciló y se mordió el bigote, consternado y perplejo. Después de irse Sofía, la foca, si le abandonaban el hombre fuerte, los trapecistas, su mejor payaso y el testadoble, el circo quedaría muy tristemente reducido. Mientras reflexionaba, la cara de Fátima era todo un poema. Si las miradas matasen, Hércules y el doctor habrían muerto ese día por lo menos dos veces.
—Bueno —dijo el director del circo finalmente con una voz totalmente diferente—, vamos a hablar sobre todo esto amistosamente. No hay por qué enfadarse y es absurdo destrozar el espectáculo sencillamente porque hayamos fracasado en una ciudad.
—Si me quedo, insisto en que no se vuelvan a vender medicinas falsas mientras yo esté aquí —dijo el doctor.
—¡Uf! —exclamó Fátima bufando—. ¿Veis lo que va a hacer? Ya empieza otra vez, ahora le va a decir cómo tiene que dirigir el circo.
—Y además —dijo el doctor—, exigiré que esta mujer deje de manejar las serpientes o cualquier otro animal. Si quiere que me quede, ella tendrá que marcharse. Yo le compraré las serpientes.
Bueno, pues a pesar de la furibunda indignación de Fátima, las cosas se arreglaron al fin pacíficamente. Pero esa noche, cuando Tu-Tu estaba sentada en los escalones del carro escuchando a otra lechuza que le ululaba desde el cementerio de la ciudad, Dab-Dab salió y se reunió con ella con lágrimas en los ojos.
—No sé lo que vamos a hacer con el doctor —dijo con hastío—. Realmente no lo sé. Ha cogido hasta el último penique que había en caja del dinero, las ciento veinticinco libras que habíamos ahorrado para volver a Puddleby, y ¿sabes en qué las ha gastado? ¡Ha comprado con ellas seis gruesas serpientes! (Dab-Dab rompió a llorar de nuevo). Y… y… las ha metido en mi bote de harina, y quiere que estén ahí hasta… hasta… ¡que les encuentre una cama adecuada!