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Éxito sin precedentes del número principal

EN el «Gran Circo» de Blossom reinaba entre bastidores una gran expectación. Cuando el payaso, Saltarín, abrió la puerta del camerino para volver a la pista, a John Dolittle y al director les llegaron los entusiastas aplausos de un público muy numeroso.

—Escucha Saltarín —dijo Blossom—, dile a Mugg cuando vuelvas que hay un suplente para representar el número de Nino, y que aquí el doctor va a hacer de domador. Que Mugg haga la presentación de todas maneras, pero dile que lo hinche mucho. Va a ser el mejor numerito que hemos presentado jamás, incluso mejor que el de Nino en sus buenos momentos.

—Muy bien, jefe —dijo el payaso sonriendo a través de la pintura—, pero ya podía haber elegido un caballo más bonito.

En el último momento encontraron que al doctor se le había soltado una de las charreteras y no faltaban más que dos minutos para su número. Alguien salió corriendo y trajo a Teodosia, que lo arregló a toda prisa con una aguja y un hilo. Entonces, ya preparado con su brillante y vistoso uniforme, el doctor salió deprisa del camerino para reunirse con su compañero, Beppo, que Fran, el mozo, llevaba agarrado por las bridas a la entrada de la tienda grande.

El pobre Beppo no estaba tan elegante, ni mucho menos, como el doctor. Muchos años de descuido y abandono no podían remediarse con pasarle una vez la almohaza. Tenía el pelo largo y ralo, las crines despeinadas y descuidadas. A pesar del elegante adorno verde y blanco de la cabeza y la cinta roja que llevaba trenzada en la cola, parecía lo que era: un viejo servidor que había llevado a cabo su trabajo fielmente durante muchos años sin que se lo hubiesen agradecido ni poco ni mucho.

—Oye, Beppo —le cuchicheó el doctor al oído mientras Fran le entregaba las bridas—, parece que vas a un entierro. ¡Anímate! Echa la cabeza hacia atrás y levántala. Así es. Ahora infla las narices. ¡Ah, eso está mejor!

—Sabe usted, doctor —dijo Beppo—, aunque le parezca mentira, yo soy de muy buena familia. El árbol genealógico de mi madre llegaba hasta el caballo de batalla de Julio César, el que siempre montaba cuando pasaba revista a la guardia pretoriana. Mi madre estaba muy orgullosa de ello y ganó varios primeros premios, ya lo creo. Pero cuando los fuertes caballos de batalla pasaron de moda, todos los grandes caballos militares empezaron a utilizarse para tiro. Y por eso hemos bajado tanto en el mundo. ¿No deberíamos ensayar este número un poco, antes de empezar? No tengo ni idea de lo que esperan que haga.

—No, ahora ya no tenemos tiempo —dijo John Dolittle—. Nos van a llamar de un momento a otro. Pero nos las arreglaremos. No hagas más que lo que yo te diga y añade todo lo que a ti se te ocurra. Ten cuidado, estás bajando la cabeza otra vez. Recuerda a tu antepasado romano. Levanta la barbilla, así. Arquea el cuello. Haz que te brillen los ojos. Que parezca que llevas montado a un emperador que es dueño de la tierra. ¡Muy bien! Así es. Ahora estás magnífico.

Dentro del gran teatro de lona el señor Matthew Mugg, jefe de pista por un día, seguía cubriéndose de gloria alardeando del «mejor espectáculo del mundo» con estimable maestría y presentando a los artistas con gran elocuencia y una gramática excepcional. Se estaba divirtiendo como no lo había hecho nunca y sacándole el mayor partido posible a su actuación.

Entre el número de los hermanos Pinto y el del hombre forzudo, vio a Saltarín volver a la pista para reanudar sus payasadas, que tanto deleitaban a los niños. Mientras el payaso daba una voltereta, justo ante las narices del jefe de pista, Matthew oyó que le cuchicheaba:

—El jefe va a poner a otro caballo parlante y el doctor va a hacer de entrenador. Quiere que usted lo presente lo mismo que a Nino.

—Muy bien —le respondió Matthew muy bajito—. Ya entiendo.

Y cuando terminó Jojo, el elefante bailarín, haciendo una reverencia en medio de una verdadera tormenta de aplausos, el jefe de pista se dirigió hacia la puerta de entrada y él mismo condujo al artista que constituía la atracción principal.

Hubo un momento en que el viejo Beppo, que iba acompañado por un hombrecillo rechoncho vestido con un uniforme de caballería, pareció asustarse un poco al encontrarse ante un mar de caras que le miraban fijamente.

Después de hacer una seña a aquellos actores de tan extraño aspecto para que se quedasen un momento al borde de la pista, Matthew se adelantó hacia el centro y con un imperioso ademán mandó callar a la estrepitosa banda que estaba terminando de tocar el último baile de Jojo. Y al cesar la música dirigió la vista hacia el auditorio y llenó de aire sus pulmones para pronunciar su último y más impresionante discurso.

—Señoras y caballeros —gritó el jefe de pista Mugg—. Hemos llegado ahora al último y más impresionante número de nuestro largo y superelegante programa. Todos ustedes habrán oído hablar, estoy seguro, de Nino; Nino, el mundialmente famoso caballo parlante, y de su gallardo amo, el bizarro oficial de la caballería cosaca, capitán Nicolás Pufftupski. Y ahí están, señoras y caballeros, ahí los tienen ustedes en carne y hueso. Hay reyes y reinas que han recorrido muchos kilómetros para presenciar este espectáculo. No hace ni dos meses, cuando estábamos actuando en Montecarlo, tuvimos que hacer que se fuera el primer ministro de Inglaterra porque no teníamos sitio para él en nuestro local.

—Nino, señoras y caballeros, es muy anciano. Procede de las lejanas estepas de Siberia. Su actual dueño, el comandante Pufftupski, se lo compró a las tribus nómadas tártaras. Desde entonces ha tomado parte en quince guerras, lo cual explica su aspecto cansado. Éste es el mismo caballo en el que cabalgó el coronel Pufftupski cuando él solo echó a Napoleón de Moscú y libró a Rusia de caer bajo la bota de acero de Bonaparte. Y de las tres medallas que ustedes ven colgadas en el pecho del general, la del centro es la que le concedió el zar como recompensa por este heroico acto.

—Oh, deja de decir tonterías, Matthew —susurró el doctor, acercándosele terriblemente azorado—. No hace falta…

Pero el elocuente jefe de pista siguió con voz estentórea:

—Y no puedo hablar más, señoras y caballeros, de la carrera militar de este extraordinario caballo y de su valiente propietario. El general Pufftupski es un hombre modesto y me ha prohibido que les hable de esas otras medallas concedidas por el rey de Suecia y la emperadora de China. Ahora voy a hablarles de la extraordinaria inteligencia de este animal que tienen ante ustedes. Cuando volvía el conde Pufftupski de expulsar a Napoleón de Rusia le cogieron prisionero junto con su caballo, el famoso Nino. Durante su encarcelamiento intimaron mucho, hasta el punto que, al cabo de los dos años que estuvieron cautivos de los franceses, Nino y su propietario llegaron a poder hablarse, como si tal cosa, de corrido, como lo podemos hacer usted y yo. Y si no se creen lo que digo, lo van a comprobar ustedes mismos. No tienen más que preguntar a Nino lo que se les ocurra a través de su propietario y recibirán la respuesta, si es que la hay. El mariscal de campo habla todas las lenguas excepto el japonés. Si hay alguna dama o algún caballero japonés entre los espectadores que quiera preguntar algo, primero tendrán que traducirlo a otra lengua. El mariscal Pufftupski empezará su demostración con este maravilloso caballo realizando varias pruebas para demostrarles lo que son capaces de hacer. Señoras y caballeros, tengo el placer de presentarles al archiduque Nicolás Pufftupski, comandante en jefe del ejército ruso, y su caballo de batalla, el mundialmente famoso NINO.

Mientras la banda tocaba unos acordes de entrada, el doctor y Beppo se adelantaron hacia el centro de la pista y saludaron inclinándose hacia delante. La gente rompió a aplaudir estrepitosamente.

Fue una representación extraña, la única en su género que jamás se haya visto en un circo. El doctor, cuando entró en la pista, no tenía una idea muy clara de lo que iba a hacer, y Beppo tampoco. Pero el viejo caballo sabía que la representación le iba a valer el bienestar y el dejar de trabajar para el resto de sus días. De vez en cuanto, durante su actuación se olvidaba de su noble estirpe y volvía a adoptar su aspecto cansado y fatigado de siempre. Pero en conjunto, tal como dijo Saltarín después, resultó ser un caballo de circo mucho mejor de lo que se había esperado, y con el público tuvo más éxito que ninguno de los números que Blossom había presentado hasta entonces.

Después de hacer algunos trucos, el coronel Pufftupski se volvió hacia el público y dijo (en un inglés extraordinariamente bueno) que estaba dispuesto a hacer que el caballo realizase lo que le pidiesen. Inmediatamente un niño que estaba en la primera fila gritó:

—Dígale que venga hacia aquí y que me quite el sombrero.

El doctor hizo una o dos señas y Beppo se fue derecho hacia el niño, le quitó la gorra de la cabeza y se la puso en la mano. Entonces, el público empezó a gritar infinitas preguntas y a todas ellas respondía Beppo, unas veces dando unas patadas en el suelo, otras moviendo la cabeza y otras diciendo algo que el doctor traducía. Al público le divirtió tanto que a Blossom, que lo estaba presenciando desde fuera por un resquicio, le pareció que no iban a acabar nunca. Y cuando finalmente el gallardo Pufftupski se llevó al caballo de la pista, el público le ovacionó y le aclamó y le reclamó para que saliese una y otra vez a recibir sus aplausos.

La noticia del extraordinario éxito de la primera representación del circo en Bridgeton, debido principalmente a la maravillosa actuación del caballo parlante, pronto corrió por toda la ciudad. Y mucho antes del comienzo de la sesión de la noche, la gente ya hacía cola de cuatro en fondo ante la tienda grande, esperando pacientemente para asegurarse un asiento. Mientras tanto, el resto del recinto y todos los otros espectáculos secundarios estaban atestados y tan de bote en bote que apenas podía uno moverse entre el gentío.