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Fama, fortuna y lluvia

LA preocupación del director de escena Dolittle, por el comportamiento de su compañía ante un auditorio de verdad, resultó innecesaria. Las luces, la música y el enorme gentío, en vez de asustar a los animales, les sirvió de estímulo para actuar aún mejor. El doctor dijo después que nunca lo habían hecho tan bien en los ensayos.

Desde el momento en que se levantó el telón, el público se quedó sencillamente embelesado. Al principio, mucha gente no podía creer que los actores fuesen animales, y se cuchicheaban unos a otros que debía de ser una compañía de niños o de enanos con máscaras en las caras. Pero no era posible que las dos pequeñas lechuzas que habían abierto la representación, marchando como soldados con los carteles de anuncio fuesen de mentira. Y a medida que avanzaba la pantomima, incluso los espectadores más incrédulos se convencieron de que ningún actor humano podría moverse y tener ese aspecto por muy bien que lo hubiese ensayado, o por muy bien disfrazado que estuviese.

Al principio Gub-Gub fue claramente el favorito. Sus muecas y sus actitudes hacían troncharse de risa al público, pero cuando apareció Dab-Dab las opiniones se dividieron. Su baile con Toby y Yip hizo sencillamente que el edificio se viniese abajo. Conquistó a todo el mundo. Y era en verdad maravilloso ver con qué gracia bailó el minueto, sobre todo teniendo en cuenta que el pato, por lo general, no era nada airoso en sus movimientos. La gente aplaudió, golpeó el suelo, gritó «¡bis! ¡bis!» y sencillamente no dejó que siguiese la representación hasta que repitió el baile por segunda vez.

Entonces, una señora que estaba en la fila de delante tiró un ramillete al escenario. Y como a Dab-Dab nunca le habían tirado flores, no sabía qué hacer, pero Timoteo, como un viejo actor, lo comprendió y adelantándose de un salto, cogió el ramo y se lo entregó a Colombina con un ademán triunfal.

—¡Haz una reverencia! —susurró el doctor desde bastidores en el lenguaje de los patos—. Haz una reverencia al público, a la señora que te tiró el ramo.

Y Dab-Dab hizo la reverencia como una bailarina profesional.

Cuando al final bajó el telón y la música de la orquesta sonó con estrépito, los aplausos eran ensordecedores. La compañía se adelantó, todos cogidos de la mano, y saludó una y otra vez. Pero como el público seguía aclamándoles, el doctor les hizo aparecer uno por uno. Gub-Gub hizo unas payasadas; Timoteo se quitó el casco y se inclinó hacia delante; Toby dio un salto en el aire con la agilidad de un Arlequín; Yip adoptó las actitudes trágicas de un Pierrot y Dab-Dab hizo una vez más que la sala se viniese abajo al atravesar el escenario haciendo piruetas y tirando besos al público con la punta de las alas.

A Colombina le tiraron más flores, y a Pantalón un manojo de zanahorias que empezó a comerse antes de haber salido del escenario.

El señor Belamy dijo que nunca había visto tanto entusiasmo en el teatro desde que era suyo, e inmediatamente preguntó a Blossom si estaría dispuesto a renovar el contrato por una segunda semana.

Cuando finalizaron los otros números y el público abandonó el teatro, Gub-Gub salió a la sala para ver el escenario desde los asientos. Allí encontró muchos programas tirados por el suelo y preguntó al doctor lo que eran. Y cuando le enseñó su nombre impreso, por ser el actor que hacía el papel de Pantalón, se quedó entusiasmado.

—¡Uy! —dijo doblándolo cuidadosamente—. Tengo que guardarlo. Me parece que lo voy a poner en mi álbum de menús.

—¿No querrás decir en tu álbum de sellos? —preguntó el doctor.

—No —dijo Gub-Gub—. Hace algún tiempo que dejé de coleccionar sellos. Ahora colecciono menús. Son mucho más divertidos para mirarlos.

El grupo de Dolittle, como ahora estaba acampado cerca del teatro, no veía tanto a sus viejos amigos del circo. Sin embargo, el doctor cruzaba con frecuencia el parque de atracciones para ver cómo les iba a Matthew y al testadoble. Y Saltarín el payaso, Hércules y los Pinto iban con frecuencia al teatro para ver la pantomima y tomar el té en el carro de los Dolittle.

El extraordinario éxito de la obra del doctor continuó durante toda la semana, y si cabe, el gentío aumentaba en cada representación. Se hizo incluso necesario reservar las localidades con mucha anticipación si se quería ver el espectáculo, lo cual solamente había ocurrido otra vez en el Anfiteatro, cuando un violinista mundialmente famoso había tocado allí.

Ricos caballeros y elegantes señoras visitaban el pequeño carro del doctor casi todas las noches para felicitarle y para ver de cerca a sus maravillosos animales actores. A Gub-Gub se le subió mucho a la cabeza y se empezó a dar mucha importancia, negándose con frecuencia a ver a sus admiradores si le visitaban a la hora en que él acostumbraba a dormir la siesta.

—Los artistas famosos tienen que cuidarse mucho —dijo—. Y no estoy en casa para las visitas más que entre las diez y las doce de la mañana. Doctor, sería una buena idea que lo mandase publicar en los periódicos.

Una señora trajo un álbum de autógrafos para que lo firmase, y con la ayuda del doctor, escribió «G. G.», bastante chapuceramente, y dibujó un nabo que, dijo, era el escudo de su familia.

Aunque se había hecho igualmente famoso, a Dab-Dab se le veía mucho más fácilmente. Después de cada representación se le podía ver trajinando por el carromato, cumpliendo con sus faenas caseras, vestido a veces todavía con su falda de bailarina mientras hacía las camas y freía las patatas.

—Ese cerdo me tiene harto —dijo—. ¿De qué sirve presumir? Ninguno de nosotros habría llegado a ser famoso de no ser por el doctor. Cualquier animal podría hacer lo que nosotros si él se lo enseñase. A propósito, doctor —añadió mientras ponía el mantel para la cena—, ¿ha ido usted a ver a Blossom para lo del dinero?

—No —dijo el doctor—. ¿Por qué preocuparse todavía? La primera semana aún no ha terminado, y según tengo entendido, la pantomima va a darse una segunda semana. No, no le he visto a Blossom desde hace… espera que lo piense, desde hace por lo menos tres días.

—Bueno, pues debería ir. Debería ir usted a que le dé su participación del dinero todas las noches.

—¿Por qué? Blossom es un hombre de fiar.

—¿De verdad? —dijo Dab-Dab poniendo los saleros en la mesa—. Bueno, pues yo no me fiaría de él en absoluto. Si me hiciese usted caso, debería pedirle su dinero todas las noches. Ya le debe a usted mucho, sobre todo desde que dan la pantomima dos veces al día en vez de solamente una vez por la noche.

—Oh, está bien, Dab-Dab —dijo el doctor—, no te preocupes. Blossom me traerá el dinero tan pronto como haya aclarado las cuentas.

Durante los días siguientes el pato pidió con frecuencia a John Dolittle que se ocupase de ese asunto, pero no lo hacía. Cuando ya había pasado la primera semana, e incluso casi la segunda, Blossom seguía sin aparecer con la participación del doctor, y por supuesto, nadie del grupo Dolittle le veía. Al testadoble también le había ido bien con su espectáculo, y como lo que él ganaba era suficiente para los gastos diarios, el acomodadizo doctor se negó, como siempre, a preocuparse.

Hacia el final de la segunda semana la Pantomima de Puddleby se había hecho tan famosa, y eran tantas las personas que habían ido a visitar al doctor y su compañía, que se decidió organizar una fiesta para invitar al público a tomar una taza de té.

Entonces, durante toda la mañana, el pato estuvo más ocupado que nunca. Se enviaron más de doscientas invitaciones. Llamaron a la señora Mugg para que viniese a ayudar. Colocaron numerosas mesitas alrededor del carro, cuyo interior se decoró con flores; prepararon mucho té y pasteles, y el sábado por la tarde, a las cuatro, abrieron a los invitados las puertas del pequeño recinto de al lado del teatro.

Todos los animales, algunos de ellos vestidos con los trajes de la pantomima, hicieron los honores y se sentaron en las mesas para tomar el té con las elegantes damas y caballeros que estaban deseando conocerlos. Fue una fiesta de despedida, porque al día siguiente se marchaba todo el circo de Blossom. Acudieron el alcalde de la ciudad, la alcaldesa y numerosos periodistas que hicieron dibujos en sus cuadernos de Dab-Dab sirviendo el té y de Gub-Gub pasando pasteles.

Al día siguiente, después de uno de sus mayores éxitos, se recogió el circo y todos se marcharon de Manchester.

La ciudad a la que se dirigían era pequeña, y estaba a unos quince kilómetros al nordeste. Pero cuando los carros llegaban al recinto, empezó a llover, así que el trabajo de instalar el circo resultó muy desagradable para todos, pues además de que la horrible llovizna no cesaba, el suelo mojado se convirtió en un barrizal con el constante ir y venir.

Continuó lloviendo al día siguiente y al otro. Y esto, lógicamente, era muy perjudicial para el negocio del circo, pues no venía nadie a ver el espectáculo.

—Bueno, no importa —dijo el doctor, cuando estaba desayunando con su familia animal la tercera mañana de lluvia—. En Manchester hemos sacado mucho dinero y eso nos ayudará a salvar el bache fácilmente.

—Sí, pero recuerde que usted no tiene ese dinero todavía —dijo Dab-Dab—, aunque bien que le he recordado muchas veces que se lo pidiese a Blossom.

—Le vi esta mañana —dijo John Dolittle—, justo antes de entrar a desayunar. No hay pega ninguna. Dijo que la cantidad era tan grande que le daba miedo llevarlo encima o dejarlo en el carro, y que la había metido en un banco de Manchester.

—Bueno, entonces, ¿por qué no lo ha sacado del banco al marcharse y le ha dado a usted la mitad? —preguntó Dab-Dab.

—Es que era sábado —dijo el doctor—, y naturalmente los bancos están cerrados en sábado.

—Pero ¿qué piensa hacer? —preguntó el pato—. No irá a dejarlo allí, ¿verdad?

—Vuelve hoy a recogerlo. Cuando yo hablé con él, justamente salía a caballo. No me dio ninguna envidia verle marchar a caballo con la lluvia.

Ahora bien, el mantener un circo es algo caro. Hay que dar de comer a los animales; hay que pagar a los obreros y a los actores, y hay muchos otros gastos para los cuales hay que estar sacando dinero continuamente, de manera que, durante aquellos días de lluvia en que no iba nadie y el recinto mojado permanecía vacío, en lugar de ganar dinero, el Gran Circo lo perdía todos los días, todas las horas, en realidad.

Justamente cuando el doctor acababa de hablar apareció el jefe del zoo con el cuello levantado para protegerse de la lluvia, y se asomó a la puerta.

—¿Ha visto al jefe en algún sitio? —preguntó.

—El señor Blossom se ha ido a Manchester —dijo John Dolittle—. Espera estar de vuelta hacia las dos de la tarde, según me dijo.

—¡Vaya! —dijo el hombre—. Eso es una lata.

—¿Por qué? —preguntó el doctor—. ¿Puedo ayudarle en algo?

—Necesito dinero para comprar arroz y heno para la casa de fieras —dijo el encargado—. El jefe me dijo que me daría algo esta mañana. El proveedor ha traído la mercancía pero no quiere dejarla hasta que se la pague, y a mis animales hay que darles de comer urgentemente.

—Oh, me figuro que es que se le pasó al señor Blossom —dijo el doctor—. Yo pagaré la cuenta y se lo pediré a él cuando vuelva. ¿Cuánto es?

—Treinta chelines —dijo el encargado—. Son dos fardos de hierba y veinticinco kilos de arroz.

—Muy bien —dijo el doctor—. Tu-Tu dame la caja del dinero.

—¡Ahí la tiene! ¡Ahí la tiene! —interrumpió Dab-Dab con las plumas encrespadas de indignación—. ¡En vez de pedirle a Blossom el dinero que le debe, va usted y le paga sus cuentas! La comida de los animales no es asunto suyo. ¿Para qué? ¿Para qué? Para que Blossom se enriquezca y usted sea más pobre. No tiene arreglo. Genio y figura…

—Hay que dar de comer a los animales —dijo el doctor cogiendo el dinero de la caja y dándoselo al encargado—. Lo recuperaré, Dab-Dab. No te preocupes.

La lluvia fue en aumento toda esa mañana. Era el cuarto día que el circo pasaba en aquella ciudad y apenas se había ganado un chelín en la puerta desde que se habían instalado las tiendas.

Desde su representación con Beppo en Bridgeton, la gente del circo miraba al doctor con un respeto casi supersticioso. Les parecía que un hombre que era capaz de hablar el lenguaje de los animales tenía que saber mucho más de ellos que un simple director de circo, como Blossom. Además, el doctor había conseguido poco a poco introducir grandes transformaciones en la dirección de toda la empresa, aunque todavía quedaban muchas cosas que quería cambiar. Muchos de los actores le consideraban desde hacía tiempo como el hombre más importante del circo, y a Blossom sencillamente como una figura decorativa.

Apenas se había marchado el encargado de la casa de fieras, cuando apareció otro hombre pidiendo dinero para otro de los gastos diarios del espectáculo. Y durante toda esa mañana estuvo llegando gente para ver al doctor, y todos le contaban que Blossom les había prometido pagarles en un momento dado. El resultado fue, naturalmente, que la caja de dinero de Dolittle se quedó muy pronto vacía de nuevo, aunque gracias a la exhibición del testadoble, durante las dos últimas semanas, estaba bien repleta.

Dieron las dos de la tarde, las tres de la tarde, y Blossom seguía sin volver.

—Oh, es que se habrá retrasado —dijo el doctor a Dab-Dab, cuya preocupación y furia iban en aumento por momentos—. Volverá pronto. Es honrado. Estoy seguro de eso. No te preocupes.

A las tres y media Yip, que había salido a husmear bajo la lluvia, entró precipitadamente.

—¡Doctor! —gritó—. Venga al carro de Blossom. Me parece que ocurre algo.

—¿Por qué, Yip? ¿Qué pasa? —dijo el doctor cogiendo el sombrero.

—La señora de Blossom no está allí —dijo Yip—. En un principio creí que la puerta estaba cerrada con llave, pero la empujé y se abrió. Y no había nadie dentro. El baúl ha desaparecido y casi todo lo demás también. Venga y véalo. Hay algo sospechoso en todo esto.