EL MAR DEL NORTE
Como siempre, la sirena sonó a las seis de la mañana.
Ya nos habíamos acostumbrado a ella. Al principio, tanto Hanada como yo nos levantábamos de un salto cuando empezaba a sonar, pero al cabo de unos días apenas nos movíamos, sólo esperábamos tranquilamente a que dejara de aullar.
—Levántate, Edo —me susurró Hanada al oído.
Iba a suplicarle que me dejara dormir un ratito más cuando, de repente, me acordé de que aquel día habíamos decidido ir a visitar el templo de Okinoko.
Cuando abrimos la ventana, la bruma matinal cubría el paisaje exterior.
—¿Crees que hoy estará nublado? —me preguntó Hanada, asomando la cabeza a la ventana—. Iré a ver la previsión del tiempo —me anunció, y se precipitó escaleras abajo. Al cabo de un rato, volvió a subir y me informó de que soplarían vientos fuertes de componente sur-suroeste, habría nubes y claros y chubascos aislados.
—Así que tendremos un poco de todo —resumió, encogiéndose de hombros.
—¿Quieres que aplacemos la excursión?
—Quizá deberíamos hacerlo —reflexionó Hanada, ladeando la cabeza.
Habíamos decidido ir de excursión al templo de Okinoko a raíz de las palabras de la señora Nami.
—Fue mi única oportunidad de viajar fuera de esta isla —nos dijo.
Debía de ser la tercera noche que pasábamos en su casa. La viuda nos habló de su difunto marido, que era un poco mayor que ella e iba a su mismo colegio. Tras terminar la educación secundaria, el hombre encontró un trabajo temporal en una fábrica de relojes de Nagoya. Cuando volvió a la isla para celebrar con su familia el festival de Obon, un vecino los presentó y ella pensó que, si se casaba con él, tendría la oportunidad de salir de la isla.
—¿Quería abandonar la isla? —le pregunté.
—Sí —asintió la señora Nami.
No obstante, cuando decidieron casarse, él dejó el piso que tenía en Nagoya, se compró un terreno y una casa con sus escasos ahorros y el dinero que le prestó la cooperativa y regresó a la isla.
—Me llevé un buen disgusto —rio la señora Nami—. Al final, sólo conseguía salir de la isla una vez al año, cuando visitábamos el templo —nos explicó, señalando hacia una pequeña isla que se veía a través de la ventana—. Todos los años íbamos de excursión ahí.
—¿Cómo se llama esa isla? —le preguntó Hanada.
—Es la isla de Nozaki. Está a unos veinte minutos en barco. En la cima de la isla se halla el templo de Okinoko. En mi época, era costumbre visitar el templo cuando se iba de excursión. Preparábamos bolas de arroz, asábamos pescado seco y nos llevábamos verduras saladas en conserva. Era un día emocionante desde primera hora de la mañana —nos explicó la viuda, con una amplia sonrisa.
—Aparte de esas excursiones al templo de Okinoko, ¿nunca ha salido de la isla? —le pregunté, y ella asintió.
—Éramos pobres.
—Pero ahora podría ir a otros lugares —sugirió Hanada, y ella asintió de nuevo.
—Es cierto, pero todos los lugares son iguales.
—¿Iguales? —exclamamos Hanada y yo al unísono.
—Iguales. Una vez que conoces esta isla y el templo de Okinoko, es como si ya conocieras todo el mundo —aclaró ella con voz reposada, mirándonos a los ojos—. Deberíais subir al templo, aunque sólo fuera una vez. El mundo entero está en el camino que sale del embarcadero, recorre la cresta y llega hasta el templo.
—¿De veras? —le preguntó Hanada, un poco alterado.
La señora Nami ladeó la cabeza un instante y volvió a dirigirnos su penetrante mirada.
—Tal vez no —susurró a continuación, un poco avergonzada.
Al parecer, la isla de Nozaki, donde se encuentra el templo, estuvo poblada hasta principios de la era Showa, pero actualmente no es más que una pequeña isla aislada y casi deshabitada.
—Allí hay un camping, y en verano hay gente que duerme al pie de la montaña —nos informó el dueño de la pensión.
—¿Se puede llegar en barco?
—Naturalmente. Hay dos barcos al día.
Nos explicó que, en verano, la isla de Nozaki se llenaba de sanguijuelas y de alguna que otra víbora. Antes se celebraban grandes festivales, no sólo en el templo edificado en la cima de la montaña, sino también en los que se encontraban a media ladera. Según el dueño de la pensión, el agua de los manantiales de la isla no era potable, así que necesitaríamos llevarnos cantimploras.
—Dicen que, antiguamente, los dioses bajaban al templo desde el cielo y bailaban encima de una gran roca —continuó el dueño, con una expresión muy seria. Nosotros lo escuchábamos asintiendo.
—Las sanguijuelas no me hacen mucha gracia —le confesé a Hanada, una vez en la habitación. Él soltó una carcajada.
—¡Sólo son sanguijuelas!
—¿Y qué me dices de las víboras?
—Ya nos las arreglaremos.
«¿Y si no lo conseguimos? —insistí para mis adentros, sin dar mi brazo a torcer—. Venimos de vacaciones a una isla del sur que apenas conocemos y, encima, tenemos que subir a una montaña llena de sanguijuelas. ¿Cómo hemos podido llegar hasta este punto?», me lamenté. Pero, fueran cuales fueran los motivos, las cosas habían ido así.
Me acordé de una frase que dijo mi madre un día cuando le pregunté por su historia con Otori. «Al final las cosas fueron así, y no se puede cambiar lo que pasó». Desde que estábamos en la isla de Ojika, recordaba con extraña frecuencia cosas que la gente había dicho o escenas que había presenciado en algún momento del pasado.
—¿Por qué os separasteis si no queríais? —le había preguntado a mi madre al día siguiente de la cita doble en Shibuya. «Yo no quería, pero Yasuro decidió romper», me había dicho ella la tarde anterior, y sus palabras resonaban en mi cabeza sin descanso.
—Verás… —empezó, con la mirada perdida—. Si tuviera que enumerarte algunos motivos, encontraría muchos. Como, por ejemplo, que yo ejercía una presión invisible sobre Yasuro, o que él era un hombre muy irresponsable, o que éramos incompatibles —continuó mi madre—. Pero, probablemente, todos esos inconvenientes se habrían solucionado con el paso del tiempo si nos hubiéramos encontrado al cabo de unos años o si hubiera transcurrido un poco más de tiempo entre una cosa y la otra.
—Ya veo —repuse.
—Así fue. Dicen que las cosas pasan porque son inevitables. ¿Tú crees en eso, Midori? —La pregunta me cogió desprevenido y no supe qué responder—. Yo me niego a creer que nuestra separación fuera inevitable, porque yo estaba muy enamorada de Yasuro, y creo que él sentía lo mismo por mí. No había ningún obstáculo. Sin embargo, al final las cosas fueron así. Bien mirado, fue un poco extraño —continuó mi madre como si nada, sin esperar mi respuesta.
—¿Extraño? —intervine, y ella profirió una risita apagada.
—Sí, fue extraño. Pero al final las cosas fueron así, y no se puede cambiar lo ocurrido —añadió, mientras salía de la habitación.
Siempre estaba ocupada. Cuando me dejó solo, me quedé sentado, ensimismado en mis pensamientos. «¿Y si mi madre todavía sintiera algo por Otori? ¿Y si quisiera volver a intentarlo?», me planteé por un momento. Pero sacudí la cabeza inmediatamente después. Era imposible. Totalmente imposible.
El perfume de mi madre flotaba en la habitación. Exhalé un leve suspiro y me levanté.
Solía recordar las palabras de mi madre bastante a menudo, y las de Otori también me venían a la cabeza de vez en cuando.
—Aiko me odiaba —me dijo Otori, cuando ya habían pasado unos días de la conversación entre mi madre y yo. Ni siquiera estábamos hablando de ella: discutíamos sobre asuntos banales, como si las brochetas de pollo estaban más ricas con sal o con salsa, o sobre si eran más bonitos los perros europeos o los asiáticos.
—Me gustan más los bulldogs que los shiba —decía Otori.
—Los bulldogs son muy delicados —le respondí yo.
—Sí, son delicados. Tienen pinta de ser perros nerviosos y arrogantes.
—Estoy de acuerdo.
—¿Sabes qué? Aiko me odiaba —atajó Otori.
—¿A qué ha venido eso? —le pregunté, sorprendido.
Otori siguió hablando como si no hubiera oído mi pregunta.
—Yo soy un desastre. Tengo algunas cosas buenas, pero un noventa y seis por ciento de mi carácter está formado por defectos. Sin embargo, Aiko es una buena amiga. Es una buena mujer. Las mujeres como ella me vuelven loco —continuó Otori, sin mucha convicción.
—¿Qué tiene que ver mi madre con un bulldog? —le pregunté al cabo de un rato, cuando dejó de hablar y empezó a fumar.
—Nada —admitió, con el cigarrillo entre los labios.
—¿Sigues enamorado de ella?
Nunca me había atrevido a hacerle esa pregunta a mi madre, pero delante de Otori me salió con una facilidad asombrosa.
—Es posible —me respondió, casi sin vocalizar para que no se le cayera el cigarrillo.
—Puede que aún no sea demasiado tarde.
—¡Imposible! Ella me odia con todas sus fuerzas.
—Pues a mí no me lo parece —insistí.
—Pero me desprecia. En lenguaje femenino, despreciar es casi lo mismo que odiar.
Cuando mi madre y yo hablamos de Otori, ella utiliza un tono desenfadado, alegre y natural, idéntico al de Otori, que no encaja en absoluto con el contenido del discurso.
—Ya —reflexioné—. Puede que tengas razón, a lo mejor te odia, aunque a mí no me da esa impresión —insistí, sacudiendo la cabeza. Otori me dedicó una luminosa sonrisa.
—Ya sé que no lo parece. Es probable que ella ni siquiera sea consciente de sus sentimientos. Pero, en el fondo, me odia. ¡Pobre!
—¿Pobre? —repetí, un poco sorprendido—. ¿Has dicho «pobre»? —murmuré mirando a Otori, que seguía fumando.
El paquete azul de Hi-Lite estaba encima de la mesa, aplastado.
—Sí. Aiko me da lástima. «Lo que ves en el mar, sólo son olas» —dijo Otori, y dio una larga calada con la mirada perdida, rodeado por una fina cortina de humo.
—¿Lo que ves en el mar? —le pregunté, extrañado.
Otori exhaló el humo del cigarrillo.
—Eso es. «Lo que ves en el mar no son sirenas. | Lo que ves en el mar, sólo son olas». Es un poema de Chuya. Si no lees a Chuya, jamás tendrás éxito con las mujeres.
—¿Por qué tienes la mala costumbre de valorar a los demás según el éxito que tengan con las mujeres? —le reproché.
Otori exhaló otra densa nube de humo, soltó un resoplido y se dio la vuelta. El humo azul ascendía lentamente por su espalda hacia la cabeza.
•
—Aquí tenéis la comida —anunció el anciano dueño de la pensión, ofreciéndonos dos paquetes de mediano tamaño, otros dos más pequeños y dos pares de guantes de trabajo—. Son los restos de la cena de ayer. En el otro paquete hay bolas de arroz —nos explicó, mientras nos endosaba los paquetes y los dos pares de guantes.
—Esto nos resultará útil cuando lleguemos a la cresta —advirtió Hanada.
La noche anterior, el anciano nos había descrito el camino para llegar al templo de Okinoko. Sin embargo, aunque repitió las explicaciones más de una vez, no acabamos de entender lo que quería decirnos.
—Encontraréis una colina bajita llamada Nihan.
Aquella frase salió unas cuantas veces durante la explicación del itinerario. El monte Nihan era un peñasco de unos trescientos metros de altitud. Sólo había que cruzar el peñasco y seguir por la cresta, o por lo menos eso se deducía de las indicaciones del buen hombre. Le preguntamos qué clase de colina era el monte Nihan y si el camino que conducía a la cresta estaba señalizado y era transitable, puesto que hacía muchos años que no se utilizaba. Pero el anciano sólo tenía una respuesta que parecía igual de válida para todas nuestras preguntas: «Cruzad el monte Nihan y ya lo veréis», se limitaba a repetir con una sonrisa en los labios.
Aquella mañana, terminamos pronto con los preparativos: mordisqueamos un pedazo de pan que habíamos comprado el día anterior al volver a la habitación, bebimos un poco de té, nos cargamos las pequeñas mochilas al hombro, nos encasquetamos los sombreros de paja que habíamos comprado en el supermercado y nos colgamos una toalla del cuello.
—¿No nos llevamos nada para las sanguijuelas? —pregunté.
Hanada me enseñó a colocarme la goma de los calcetines por encima del pantalón, de modo que los bajos del pantalón quedaran dentro de los calcetines.
—Qué horterada —me quejé, y Hanada se echó a reír.
—Si no lo haces, las sanguijuelas se darán un festín con tu sangre.
—Pues que lo hagan.
Estábamos un poco emocionados. Desde que habíamos llegado a la isla, los días habían pasado tranquilamente, incluso a veces a un ritmo letárgico. El clima del sur nos había ablandado. Últimamente, ni siquiera podía leer o pensar en Mizue Hirayama. Me limitaba a dejar pasar las horas sumido en una profunda apatía.
El barco llegó al puerto. Bajaron dos ancianas con un gran ramo de flores bajo el brazo y un pañuelo en la cabeza, que venían a vender las flores en el mercado. Eran las dos ancianas que veíamos bajar del barco todos los días, cuando dábamos nuestro paseo diario hasta el embarcadero. Normalmente, las mirábamos como si formaran parte del paisaje, pero aquel día nos parecieron llenas de vida y con las preocupaciones cotidianas del resto de la gente.
Cuando embarcamos, el capitán recorrió todos los asientos, uno por uno. Había cinco pasajeros en total, con nosotros incluidos. Cuando nos llegó el turno, le pedimos dos pasajes de ida y vuelta. El capitán abrió un monedero de piel negro y gastado, sacó dos billetes y los perforó cuidadosamente. Cuando hubo terminado la ronda, cogió el timón y el barco empezó a navegar.
—¿Vais a acampar, muchachos? —nos preguntó el hombre que estaba sentado a nuestro lado.
—No, volveremos hoy mismo.
—Hoy habrá tormenta —nos advirtió nuestro vecino, y atrajo con los pies hacia sí la funda de una caña de pescar que había dejado en el suelo. Con el balanceo del barco, la funda se alejaba rodando y el hombre la enderezaba con los pies.
—¿Qué tenéis planeado hacer? —inquirió, inspeccionando nuestra indumentaria de arriba abajo.
Puesto que en nuestro equipaje sólo habíamos metido ropa de verano, Hanada le había pedido prestados a la señora Nami unos pantalones de su difunto marido llenos de remiendos, y yo llevaba unos viejos pantalones de trabajo de la propia señora Nami.
—Queremos ir al templo —murmuró Hanada.
—¿Al templo? —preguntó el hombre, con una expresión de alivio—. Comprendo. Supongo que os referís al templo de Okinoko. Es una buena idea. Es bueno que los forasteros vayan a visitar el templo. Últimamente, nosotros ya no lo hacemos —continuó el hombre, sin esperar respuesta por nuestra parte.
Nosotros permanecíamos en silencio. Era divertido ver al hombre empujando la caña de pescar con los pies mientras hablaba sin descanso.
Hanada y yo fuimos los únicos que bajamos en el embarcadero. Cuando el barco se fue, nos envolvió un denso silencio.
Empezamos a andar por un estrecho sendero de tierra serpenteante. Al cabo de un rato, tras una amplia curva, apareció un pueblecito. Había unas cuantas casas abandonadas separadas por grandes jardines descuidados y llenos de maleza. Las hortensias habían crecido tanto que eran más altas que nosotros, y los hibiscos cubrían los tejados de las casas. Las palmas de sagú presentaban un aspecto salvaje y feroz.
—¿Qué es eso? —exclamó Hanada.
Levanté la vista y vi las ruinas de unas terrazas de cultivo en la ladera de la montaña. Había unos animales esbeltos y de color marrón.
—Supongo que serán ciervos.
Eran cuatro ciervos que nos observaban inmóviles. Hanada dio un paso hacia ellos. Los ciervos retrocedieron, pero él continuó avanzando. Entonces, los animales nos dieron la espalda y empezaron a subir cuesta arriba con elegantes saltitos. Hanada se detuvo y los siguió con la mirada.
—Hay muchos excrementos —observó mirando al suelo, una vez los ciervos hubieron desaparecido de nuestra vista. De hecho, había excrementos de ciervo por todas partes: en los jardines descuidados, en los bordes del camino e incluso dentro de las casas abandonadas, como pudimos comprobar cuando abrimos una de las puertas para curiosear.
—Esto es el reino de los ciervos —rio Hanada.
—De todos modos, no se han asustado mucho cuando te han visto.
—Es que saben que soy buena persona.
El poblado estaba desierto, sin señales de vida. Tenía la sensación de que incluso nuestro rastro iba desapareciendo a medida que pasábamos. Encontramos un letrero cubierto de musgo con la inscripción «Templo de Okinoko». Tomamos el camino indicado y, cuando habíamos recorrido un pequeño trecho, apareció una escalera.
—Seguro que esta escalera se construyó en la era Edo —observó Hanada, empezando a subir.
La escalera estaba hecha de piedra y madera. Al cabo de unos cinco minutos, empezamos a sudar. La cuerda del sombrero de paja de Hanada estaba empapada y se había retorcido de forma que le apretaba la garganta. Hanada recogió un tronco nudoso que apoyaba en el suelo cada vez que subía un escalón. Con el sombrero de paja, los bajos del pantalón por dentro de los calcetines y el bastón de madera, Hanada ofrecía un aspecto fantástico.
—¿Sacamos una foto? —sugerí sin pensar.
—¿Por qué?
—Como si fuera un «antes y después», para poder comparar la subida con el descenso —le expliqué. Hanada rio.
—¡Venga ya! No habremos cambiado tanto después de haber subido una colina de trescientos metros.
Yo también me eché a reír al oír su respuesta, pero desde entonces he reflexionado muchas veces sobre aquellas palabras. Antes y después. En aquel momento, tanto Hanada como yo estábamos muy lejos de imaginar que la subida al templo de Okinoko cambiaría nuestros destinos.
El primer indicio fue el ruido.
Venía del otro lado del mar, y parecía el ruido de una puerta corrediza mal encajada.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó Hanada.
—No lo sé —admití.
Hanada dejó el bastón en el suelo y descendió un pequeño trecho.
—Voy a hacer pis —anunció, y se colocó de cara a la pendiente.
Cuando se detuvo, el ruido ya no se oía. De vez en cuando, algún insecto zumbaba cerca de mí y se alejaba rápidamente. A continuación, el silencio se volvió aún más denso. Oí el ruido de un riachuelo. Era la orina de Hanada, que salía al exterior con fuerza.
—Yo también tengo ganas.
—Pues ven —me invitó Hanada, sin dejar de orinar. Me acerqué a él mientras me bajaba los pantalones que me había prestado la señora Nami. Como eran de mujer, no tenían bragueta.
—Qué silencio —comentó Hanada.
—Seguro que cuando se creó el mundo había un silencio parecido.
—Pero cuando se creó el mundo no había nadie que pudiera oírlo.
—No lo había pensado —reconocí.
—¡Mira! ¡Un ciervo! —gritó Hanada.
Un ciervo de tamaño considerable bajaba la pendiente a grandes saltos.
—Tiene astas.
—Es un macho.
En cuanto el ciervo hubo llegado al pie de la colina, una ligera neblina empezó a rodearnos.
La niebla procedía del mar, donde las olas murmuraban. No era muy espesa, más bien parecían finísimas capas de tela blanca que iban ascendiendo. Pasaba la primera y, al cabo de un rato, venía un segundo manto de neblina.
—Hace un poco de frío —musitó Hanada.
A pesar de que tenía la espalda empapada en sudor, un escalofrío me sacudía el cuerpo cada vez que la niebla me envolvía.
—Se oye un ruido —observó Hanada.
—Es verdad. Parece que todo esté en silencio, pero cuando escuchas con atención oyes muchísimos ruidos diferentes.
—No me refiero a eso, escucha.
No era el murmullo de las olas, ni el susurro del viento. Un nuevo ruido se acercaba desde la lejanía.
—¿Son truenos?
—Es posible.
Intercambiamos una mirada. El hombre del barco había acertado en su previsión del tiempo.
—Deprisa —me acució Hanada.
Nos pusimos en marcha de nuevo. Un paso. Otro paso. La pendiente era muy pronunciada, y empecé a sudar otra vez. No sabía a qué altura estábamos. Los rayos del sol apretaban cada vez más. Durante el primer tramo del recorrido, al mirar hacia abajo se podía vislumbrar el embarcadero y el poblado entre las ramas de los árboles, pero cuanto más subíamos, más densa era la espesura.
—¿Cuándo sería la última vez que alguien pasó por aquí? —se preguntó Hanada casi sin aliento, como si hablara consigo mismo.
—El señor de la pensión nos ha dicho que, hace cinco años, la gente del pueblo subió a arrancar las malas hierbas.
—¿Y desde entonces no ha subido nadie?
—No lo creo.
Era muy probable que, durante cinco años, nadie hubiera subido aquella colina. La escalera estaba bastante bien conservada y la maleza aún no había cubierto del todo el camino, pero no encontramos el más leve indicio de civilización.
—Esto parece muy primitivo —susurró Hanada.
Apretamos el paso un poco más. Suponíamos que la cima de la colina estaba en la dirección donde los rayos del sol aún brillaban tenuemente. El anciano de la pensión nos había dicho que había una media hora de camino hasta la cima, pero ya llevábamos una hora caminando y aún no habíamos llegado. Seguro que él estaba mucho más en forma que nosotros.
Cuando llegamos a la cima del monte Nihan, ambos recobramos el ánimo.
—¡Hemos llegado! —exclamó Hanada.
—Ya, pero sólo hemos recorrido una tercera parte del camino —le recordé, y él arrugó la frente.
En la cima de la colina había un pequeño banco con una papelera al lado, un indicio de que el monte Nihan recibía una gran cantidad de visitantes en otra época.
—Dentro de la papelera están creciendo pinos —observó Hanada.
Me asomé para echar un vistazo al interior y descubrí que el fondo de la papelera estaba arrancado. Al otro lado del agujero, plantados en la tierra, había unos cuantos pinos pequeños que empezaban a crecer.
—Están muy juntos.
—¿Por qué habrán elegido una papelera para crecer?
—Yo vivo en una caja de zapatos.
—Es verdad.
En la cima de la colina nos tomamos un té. Hanada comió una bola de arroz. Cuando terminó, suspiró profundamente y recogió con la lengua un pedacito de alga que se le había pegado al dedo.
—¿Los oyes? —me preguntó Hanada al cabo de un rato.
Los truenos retumbaban en el mar. Aún no veíamos los relámpagos, sólo oíamos un rugido sordo y apagado.
Empezamos a buscar el camino que descendía hacia la cresta. Era difícil encontrar un sendero transitable entre aquella maraña de pinos, así que nos adentramos en el pinar y decidimos seguir caminando cuesta abajo.
—Estoy agotado —se quejó Hanada al cabo de un rato.
Subir las empinadas escaleras había sido duro, pero descender a través de un bosque sin seguir ningún sendero era francamente agotador. Sólo habíamos recorrido unos cuantos metros, pero estábamos tan cansados como si lleváramos una hora perdidos entre los árboles.
Cuando encontramos un estrecho camino de hierba pisoteada, soltamos un grito de alivio involuntario.
—¡Por fin!
—¡Lo hemos encontrado!
La pendiente no era especialmente pronunciada ni había animales peligrosos, pero el simple hecho de que no hubiera un camino transitable nos había desanimado profundamente. Por eso nos alegramos tanto al encontrarlo.
—No hay sanguijuelas —observé.
—¿Estás decepcionado? —se burló Hanada.
—Qué va.
Incluso yo noté mi tono malhumorado y demasiado tranquilo. Hanada se sonó la nariz. Me sentí como si el ambiente, lleno de árboles, insectos que pasaban volando y pequeños animalillos, cayera de golpe encima de mis hombros.
Oímos otro trueno que sonó más cerca que el anterior. En esa ocasión tampoco vimos el relámpago, pero los rugidos retumbaban en nuestras entrañas sin cesar.
—La tormenta está al caer —susurró Hanada.
—A lo mejor se desvía —le respondí, con el mismo tono malhumorado de antes.
—Ya.
—Si la tormenta nos sorprende y morimos aquí, nadie nos encontrará.
—Ya.
Oíamos los lejanos truenos con una mezcla de inquietud y excitación, como si fuera algo misterioso.
El intervalo entre trueno y trueno era cada vez más corto.
•
Empezó a llover con un ruido ensordecedor.
La lluvia nos caía encima como un bloque compacto.
—¡Madre mía! —gritó Hanada.
Echamos a correr para refugiarnos bajo un grupo de árboles. Hanada sacó un paraguas de la mochila y lo abrió. Yo también busqué en mi mochila, pero mi paraguas había desaparecido entre una montaña de utensilios y no conseguía encontrarlo.
—Ven conmigo —me ofreció Hanada.
—No hace falta —le respondí.
Hanada volvió a sonarse la nariz. Cuando por fin encontré el paraguas, estaba calado hasta los huesos. Las gotas de agua me resbalaban de la cabeza a la frente, de la frente a la nariz, de la nariz a la boca y de la boca al mentón, siguiendo sistemáticamente el mismo orden.
Permanecimos de pie, inmóviles, durante unos diez minutos, pero no parecía que la tormenta fuera a amainar. La lluvia caía ruidosamente, y los truenos retumbaban con toda su fuerza.
—¿Crees que habrá víboras entre la maleza? —me pregunté.
—¿Qué? —dijo Hanada.
Entre el rugido de los truenos y el estrépito de la lluvia, no me había oído.
—¡Víboras! —repetí, casi gritando.
—Con la que está cayendo, las víboras estarán en sus casas —me tranquilizó Hanada, levantando la voz.
—¿Dónde viven las víboras?
—En urbanizaciones, como nosotros.
—Se juntan con miles de víboras.
—Seguro que entre ellas también hay celos y rivalidades. «¡Mira! ¡La víbora de mi vecina se ha comprado un coche nuevo! Dios mío, ¡qué envidia!».
—¡Idiota! —reí.
El estruendo de los truenos ahogó mi risa. Hasta entonces no habíamos visto ni un relámpago, pero ahora caían uno tras otro. El tupido bosque interceptaba la luz exterior como un baldaquín, pero las descargas lo iluminaban fugazmente atravesando la espesura.
—No parece que vaya a dejar de llover —se resignó Hanada, cabizbajo.
Me senté encima de un tronco muerto. Hanada hizo lo mismo, un poco alejado de mí. La lluvia, que caía incesante, rodeaba nuestras siluetas sedentes con los paraguas abiertos. Si me quedaba en silencio y contenía el aliento, me sentía como el tronco de una seta gigante.
—Hanada.
—¿Qué?
—¿Cómo va lo tuyo?
—¿Te refieres a… eso?
—Sí.
—Quizá mejor. Últimamente, algunas mañanas se me levanta un poco —me respondió en voz baja. La lluvia debía de haber perdido intensidad, porque oí claramente su respuesta—. Pero sólo a medias —continuó Hanada, con una expresión terriblemente seria, desviando la mirada.
Sonreí al oír la expresión «a medias».
—Oye, Hanada.
—Dime.
Me fijé en el repiqueteo de la lluvia cayendo encima de las hojas de los árboles, un sonido que no me resultaba familiar. Cuando llovía intensamente sólo se oía un rugido continuo y sin matices, pero la tormenta había perdido un poco de fuerza y permitía distinguir más detalles.
—¿Por qué estamos vivos? —pregunté de sopetón.
Aquella pregunta me cortó la respiración nada más formularla, porque no me había propuesto verbalizar aquel pensamiento. No tenía la intención de compartirlo con nadie. Pero allí, en medio del bosque de una isla deshabitada, le hice mi pregunta a Hanada, que estaba sentado en el tronco mohoso de un árbol muerto.
—No lo sé —me respondió él, con simplicidad.
«No lo sé». Las palabras de Hanada resonaron en mi cabeza. No lo sé. No lo sabe nadie. La lluvia volvía a caer con más intensidad.
—Mizue Hirayama y yo nos vimos un día a solas, un poco antes de la ceremonia de fin de curso —susurró Hanada.
—¿Cómo? —le pregunté, sobresaltado.
—Conseguí entradas para el cine.
Hanada volvió a desviar la mirada, como había hecho antes.
—Yo quería invitarte, pero ella me dijo que no lo hiciera —continuó Hanada, mirando fijamente al suelo—. Así que vimos una película, fuimos a cenar y se hizo tarde —añadió precipitadamente, sin darme tiempo a replicar.
«¿Volvemos a casa? —le preguntó Hanada a Mizue—. Se ha hecho tarde». «No quiero irme —le respondió Mizue—. Todavía no. No te vayas, Hanada. ¿Quieres hacer el amor conmigo?», le propuso.
—¿Qué? ¿Ella te dijo eso? —exclamé, con los ojos como platos.
«¿Me tomas el pelo?», le preguntó Hanada. Pero Mizue no bromeaba, e insistió una vez más: «Haz el amor conmigo, Hanada. Házmelo. Por favor. Hazme el amor», le pedía, con voz suplicante. Era un domingo y estaban en Shibuya. Había mucha gente. Estaban expuestos a miradas indiscretas y a encuentros inesperados. Mizue Hirayama hablaba en un tono muy alto, y Hanada se sintió invadido por el pánico.
—¿Qué pasó entonces? —le pregunté a Hanada, que había enmudecido de repente.
—Me la llevé.
—¿Adónde?
—A un hotel.
—¿Lo dices en serio? —exclamé. Me había dejado sin palabras.
La lluvia caía con mucha más violencia.
—Es que no creía que Mizue hablara en serio —se defendió Hanada.
Entonces, me miró a la cara por primera vez desde que había empezado a hablar. Le devolví la mirada. Tenía la misma cara de siempre. Y, probablemente, mi cara también era la misma de siempre, pero tenía la sensación de que la nariz, los ojos y la boca estaban fuera de lugar.
—¿Qué más? —le pregunté.
—Al principio, nos sentamos.
—¿Dónde?
—Había un pequeño sofá.
—Vale.
—Pero estábamos demasiado cerca, me sentí incómodo y me levanté para sentarme en la cama.
—Ya.
—Mizue sacó una toalla de baño del armario y la extendió encima de la cama.
—Ajá.
—Dijo que la colcha estaba sucia.
—¿De veras?
—Entonces, sacó otra para ella y se sentó frente a mí.
—Vaya.
—Estaba de rodillas y me miraba fijamente.
—Continúa.
—Mizue nunca me ha parecido una chica muy atractiva, pero cuando estuve a solas con ella la encontré muy femenina.
Seguía lloviendo torrencialmente. Si miraba hacia abajo, veía la maleza que cubría el suelo del bosque. Vi con claridad tallos de helechos y malas hierbas que ni siquiera sabía cómo se llamaban. Detalles en los que no solía fijarme se quedaban grabados en mi retina con total nitidez.
«Mizue», susurré. No sabía si lo que estaba viviendo era real o no. No me lo parecía. Me quedé mirando fijamente el pantalón de Hanada, dentro de los calcetines. A continuación, observé los pantalones de trabajo que me había prestado la señora Nami y estuve a punto de echarme a reír. Era real. La goma de los calcetines de Hanada, las gotas de agua que se estrellaban en la lona de mi pequeño paraguas abierto, el helecho verde que pisaba con el pie izquierdo y las nubes negras que encapotaban el cielo encima de mí. Todo era real. Formaba parte de la auténtica realidad.
Hanada continuó hablando. Su voz se deslizaba a través de mis oídos sin detenerse, como el murmullo de un tren lejano.
—Me dijo que estaba muy nerviosa —prosiguió Hanada.
—¿Qué? —le pregunté, puesto que no había comprendido el significado de sus palabras.
—Por eso se sentó encima de la toalla del hotel. Me dijo que, si se quedaba parada, se desmayaría y moriría.
Visualicé a Mizue corriendo por una amplia pradera. Ella sólo corría. Su aliento era dulce y agitado. Corría justo detrás de mí. De repente, aceleraba el ritmo para adelantarme, pero yo ya no podía seguirla y ella seguía corriendo, con la cabeza bien alta.
—A lo mejor quería decir que, mientras salía conmigo, se sentía como si estuviera parada.
—No creo que se refiriera a eso.
—Qué conversación más complicada.
—Sí, mucho —asintió Hanada—. Yo tampoco entendí lo que quería decirme.
La lluvia había vuelto a perder intensidad. Me quedé mirando fijamente la nuca de Hanada. Estaba bronceada, y brillaba debido al sudor.
—Una vez oí decir que los atunes se mueren si dejan de nadar, pero no sé si es verdad —comenté.
Hanada no me respondió. Un ciervo pasó por delante del lugar donde estábamos sentados. Oímos el golpeteo sordo de sus pezuñas contra la tierra. Seguía lloviendo, pero el cielo estaba un poco más iluminado que antes. Dirigí la vista al suelo. La cabeza me pesaba cada vez más, y los ojos me ardían. Al cerrarlos, noté cómo los párpados rozaban los globos oculares.
—¿Hiciste algo con Mizue? —pregunté lentamente.
—No lo hicimos, por consideración —respondió Hanada, también lentamente.
—¿Por consideración?
—Porque llevo mucho más tiempo contigo que con Mizue —me explicó Hanada, con parsimonia.
—¿Qué quieres decir?
—Verás, la verdad es que Mizue me gusta bastante, pero yo no soy como esos adultos que se acuestan con las mujeres de sus amigos.
—¿Adultos?
—Si fuera un adulto de ésos, me acostaría con la mujer de mi mejor amigo y luego podría basarme en mis experiencias vitales previas para pensar en lo miserable que soy, en lo mal que me siento y en lo inmoral que es lo que acabo de hacer.
—Continúa.
—Si fuera un adulto, tendría recursos suficientes para decidir si, a pesar de todo, me atrevo a hacerlo o renuncio a ello.
—Puede que tengas razón.
—Pero como no soy un adulto, me sentía extrañamente tranquilo.
—¿Tranquilo?
—Estaba tranquilo, pero cuando pensaba en lo que vendría luego, me ponía muy nervioso.
—¿Y qué pasó al final?
—No lo hicimos.
—¿No hicisteis nada?
—Casi nada.
—¿Casi?
«Lo que te estoy haciendo no está nada bien, Hanada —le dijo Mizue a Hanada—. No estoy teniendo en cuenta tus sentimientos». Entonces, rompió a llorar encima de la toalla. Cuando Hanada la vio llorando, un sentimiento desconocido afloró desde su interior. Una emoción mucho más intensa que cuando ella le había propuesto ir a un hotel pugnaba por emerger a la superficie.
—Así que la abracé —me dijo Hanada, mirándome a la cara.
Nos miramos fijamente. Su rostro era el mismo de siempre. No parecía que algo siniestro estuviera a punto de salir al exterior. Su piel era tan bonita, atractiva y luminosa como de costumbre, porque no era él quien tenía algo en su interior que estaba a punto de estallar. Era yo quien tenía una presencia malévola, sólida y escurridiza dentro de mí que luchaba por abrirse paso hacia el exterior rasgándome la piel.
—Así que ambos estabais sentados encima de una toalla —musité.
—Sí, así estábamos —afirmó Hanada.
—Y os abrazasteis encima de la cama.
—Un poco.
—¿Qué más pasó? —le pregunté. En realidad no quería formular esa pregunta, pero no pude evitarlo.
—Nos quedamos quietos durante un rato.
—¿Abrazados? —le pregunté de nuevo, haciendo un esfuerzo para no echarme a temblar.
—Sí, abrazados.
—¿Qué más?
—Eso es todo.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
Me quedé paralizado durante un buen rato. Cuando empecé a reaccionar, me di cuenta de que tenía los puños fuertemente apretados. Abrí las manos poco a poco y vi las marcas que me habían dejado las uñas en las palmas.
—¿No querías hacer el amor con Mizue? —le pregunté lentamente.
—La verdad es que sí —me respondió él, en el mismo tono.
—¿Entonces?
—Por un momento pensé que lo haríamos.
—¿No se te pasó por la cabeza, aunque sólo fuera por un momento?
—Sí, la verdad es que me sentí tentado.
—Qué sincero eres, Hanada.
—Lo siento —se disculpó, mirándome a los ojos.
«¿Por qué te disculpas? No quería que te disculparas tan fácilmente. Me alegro de que no hicieras el amor con ella, aunque quizá habría sido mejor que lo hubierais hecho, aunque…, no, prefiero mil veces que no pasara nada. Pero que no pasara nada no significa que estuviera bien. Me alegro, pero no estuvo bien. ¡Estoy tan confundido! No sé qué es lo que me confunde, pero me siento muy desorientado».
Un insecto negro de gran tamaño se arrastraba por el suelo. Lo aplasté con el pie y lo maté con una facilidad pasmosa. Un escarabajo alado pasó volando y también lo maté. En un abrir y cerrar de ojos, miles de hormigas se reunieron a su alrededor. También las aplasté con la punta del zapato. Eran tan pequeñas, que eran mucho más difíciles de eliminar que el escarabajo. El rugido de los truenos había desaparecido. Parecía que iba a dejar de llover en cualquier momento.
«Los odio —pensé—. Odio a Hanada y odio a Mizue. Y también odio a la señora Nami, a pesar de que me prestó sus pantalones de trabajo y nos ha invitado a comer muchas veces. También odio al viejo de la pensión, que nos preparó bolas de arroz. Odio todo lo que hay en la isla. Odio a Otori y a mi madre».
En aquel momento, odié todo lo que había en la faz de la Tierra.
Pero, por encima de todo, me odiaba a mí mismo.