UNO Y UNA MITAD

Hanada fue al instituto con un uniforme marinero.

La noche anterior, me llamó por teléfono.

—¿Te importa que nos encontremos antes? —me preguntó en voz baja.

—Vale —acepté—. ¿Dónde quedamos?

—En tu casa —susurró.

A la mañana siguiente, mientras estaba en la cocina fregando los platos del desayuno, oí una voz en el recibidor que pedía permiso para entrar. Hanada estaba en la puerta, vestido con camiseta y vaqueros.

—¡Pero si llevas la misma ropa de siempre! —exclamé, y él se ruborizó ligeramente.

—Verás, es que he estado dudando.

—¿Dudando?

—Es difícil ponerse un uniforme marinero delante de tus padres.

—A mí me parecería difícil aunque mi madre no estuviera delante.

—No te creas. He estado practicando —me explicó Hanada—. Fui a unos grandes almacenes, me puse el uniforme en el lavabo de los cines y di un paseo por ahí. Al principio pasé un poco de vergüenza, pero la gente no me miraba tanto como me había imaginado. O quizá fingían no verme.

—A lo mejor no te miraban por miedo —sugerí. Él se echó a reír y fue a cambiarse a mi habitación—. No sabía que usaras calzoncillos tipo slip —me sorprendí. Hanada asintió, y me descubrí pensando que el slip le quedaba muy bien en sus glúteos firmes y blancos—. ¿Vas a ponerte eso sin ninguna camisa debajo? —le pregunté, al ver que se disponía a ponerse la americana directamente encima del cuerpo.

—Las camisetas también se llevan sin nada debajo.

—Pero la chaqueta de un uniforme no es como una camiseta de manga corta, ¿no?

Hanada y yo fruncimos el ceño y ladeamos la cabeza. ¡Qué complicado era todo! Con cada pequeño detalle nos dábamos cuenta de que no teníamos ni idea de cómo funcionaba la sociedad.

Bajamos las escaleras, que crujieron bajo nuestro peso, para ir al recibidor.

—¿Me queda bien? —me preguntó Hanada, volviéndose hacia mí mientras bajábamos las escaleras.

—Estás raro —le respondí.

Como es natural, el uniforme marinero no le favorecía en absoluto, pero por otro lado le iba como anillo al dedo. Se podría decir que, simbólicamente, le sentaba bien.

Abrimos la puerta que daba al recibidor haciendo el menor ruido posible para que no nos sorprendiera mi abuela. A aquellas horas, mi madre aún dormía como un tronco, así que no había peligro de que apareciera.

—¿Vamos? —dijo Hanada, que ya tenía la mano en la puerta.

—¡Directos al frente! —exclamé, y él se echó a reír.

—Siempre utilizas palabras de viejo, Edo.

La puerta se abrió con un chirrido. El aire cargado de humedad se nos echó encima como una cortina mojada.

Entonces empezó todo.

En el tren, la cosa fue más o menos bien. Mientras esperábamos en el andén, los demás pasajeros fingían no haber visto nada. Además, como subimos al tren en hora punta, la gente estaba ocupada intentando buscar un hueco y ni siquiera se molestaba en mirar a los demás.

Hasta ahí, todo bien. A partir de entonces, fue un infierno. Cuando bajamos del tren y empezamos a caminar en dirección al instituto, la situación se fue complicando cada vez más con miradas y comentarios como: «¿Qué es eso?».

Decenas de miradas nos atravesaban como cuchillos desde detrás, desde delante y desde todas direcciones, y nos rodeaba un murmullo continuo que parecía el ruido del mar.

—Ánimo —le susurré a Hanada sin pensar.

—No está siendo tan duro —replicó él, perfectamente sereno.

—¿Cómo puedes estar tan tranquilo?

—Recuerda que estuve practicando.

—Aun así…

—Además, mi objetivo es sentirme como si me estuvieran apuñalando.

Hanada caminaba triunfalmente, con la cabeza erguida. La falda del uniforme era demasiado corta porque no se la había hecho arreglar, y sus prominentes muslos sobresalían bajo los pliegues.

Para ser sincero, yo estaba deseando que la tierra me tragara. Quería salir corriendo y esconderme en la azotea donde nos reuníamos a la hora de comer. Pero no lo hice.

Había gente que reía con disimulo. Alguien dejó escapar una insolente exclamación de sorpresa. Otro se nos acercó por detrás, levantó la falda de Hanada de un manotazo y salió corriendo rápidamente. Algunos alumnos lo insultaban.

Pasamos junto al armario de los zapatos, cruzamos el pasillo y, luchando para abrirnos paso entre una lluvia de miradas aguijoneantes, llegamos al aula. Los diez minutos que había entre la estación y el instituto, que normalmente transcurrían sin novedad, aquel día me parecieron diez horas.

Cuando por fin alcancé mi pupitre, me dejé caer encima de la silla. Hanada se sentó tranquilamente en su mesa, situada delante de la mía. Colgó la mochila en el gancho y abrió las piernas procurando que la falda no se arrugara. Entonces, levantó la cabeza y se quedó mirando fijamente al techo.

Kikushima fue la primera en entrar en el aula y darse cuenta del cambio que se había producido en Hanada.

—¿Qué es eso? —exclamó, con la voz descontrolada.

—Ajá —dijo Hanada, asintiendo vagamente.

Atraídos por el grito de Kikushima, los demás alumnos que ya habían llegado al instituto se reunieron en torno a Hanada.

—¿Por qué te vistes así, Hanada? —le preguntó Kikushima, con sus grandes ojos abiertos como platos.

Kikushima tenía las facciones pequeñas y unos ojos grandes y negros. Un día, hace tiempo, le comenté a Mizue que aquellos ojos eran propios de las mariquitas, las cabras y los animales herbívoros. «Las chicas como Kikushima se consideran atractivas, Midori. No debes decir que parece una mariquita o una cabra. Si lo haces, te tomarán por un malicioso o un insensible», me reprendió Mizue, con el ceño fruncido.

«De acuerdo», le dije dócilmente cuando terminó de darme aquel amable sermón. De todos modos, yo no consideraba a Kikushima una chica atractiva. En todo caso, era una mariquita atractiva. Cada vez que le lanzaba una mirada furtiva, me preguntaba dónde tendría el atractivo.

—Por nada —respondió Hanada al cabo de un rato.

—¡Venga ya! La gente no hace esas cosas sin tener un motivo.

Dicho eso, Kikushima estalló en risas, y los alumnos que rodeaban a Hanada y a Kikushima también se echaron a reír.

Cuanto más se acercaba la hora de la primera clase del día, más crecía el círculo que se había formado en torno a mi amigo. De vez en cuando, podía entrever la cara ligeramente pálida de Hanada a través de los pequeños huecos que dejaban los alumnos apelotonados. Alguien que no conociera a Hanada ni siquiera se daría cuenta de que estaba pálido, pero yo lo noté enseguida. Su piel, que normalmente lucía un tono demasiado colorado, aquel día había adoptado un color más parecido al de la mayoría de gente.

—No sabía que tuvieras esas tendencias, Hanada —tronó la voz de Matoba, un chico de la otra clase.

—¡Eres un bicho raro! —exclamó Taiboku, un chico de nuestra clase.

—¡Vaya! —se admiró Miyata.

—¡Qué atrevido! —gritó Yokota.

Recorrí el aula con la mirada. Era la misma de siempre. El tablón de anuncios vacío. Al fondo, la pizarra verde oscuro recién estrenada. Los pupitres colocados en filas irregulares. Las taquillas abolladas. El reloj redondo y funcional. La ventana abierta que daba al patio aún vacío.

Mientras contemplaba distraídamente las espaldas de los alumnos que se encontraban en la parte externa del círculo que rodeaba a Hanada, recordé la historia que mi amigo me había contado antes, cuando se cambió de ropa en mi habitación.

—¿Sabes qué? Un amigo de mi primo salió del armario hace cosa de un año —me dijo Hanada mientras subía con dificultades la cremallera lateral de la americana de su uniforme.

—¿Un amigo de tu primo?

—Sí. En aquel momento, mi primo, su amigo y yo estudiábamos primero de secundaria, así que teníamos la misma edad —continuó Hanada—. El amigo de mi primo se declaró a un compañero de clase que le gustaba, pero se ve que ese chico no tenía muy buen carácter. Para empezar, cortó de raíz cualquier relación con él, y a continuación se dedicó a difundir su homosexualidad por todo el instituto. Cuando todo el mundo se hubo enterado, no tuvo más remedio que proclamarlo y salir del armario —concluyó Hanada.

—¿Proclamarlo?

—Sí, proclamarlo —rio—. Entonces, se produjo un misterioso fenómeno.

—¿Un fenómeno?

—Eso es, un fenómeno. Cuando la cosa fue oficial, la gente formó dos grupos diferentes.

—¿Dos grupos?

Cuando Hanada se dio cuenta de que yo iba repitiendo como un loro todo lo que él decía, se volvió hacia mí y se echó a reír. El tema del uniforme me había puesto nervioso y me sentía un poco cohibido.

—¿Tan atractivo te parezco, Edo? —bromeó Hanada entre carcajadas, y yo asentí con un gesto infantil—. Si todo el mundo fuera como tú, la gente no se dividiría en dos grupos cuando ocurriera algo así —sentenció él, un poco más calmado.

La reacción de la gente que rodeaba al amigo del primo de Hanada se podría clasificar en dos grupos. En el primero, el «grupo encubierto», había un ambiente de burla anónima.

—¿Anónima? —repetí. Hanada asintió.

—Sí. Eran los que se burlaban del chico a sus espaldas, se reían de él y lo despreciaban, pero se mantenían en el anonimato.

Los anónimos iban lanzando piedrecitas ambiguas e imprecisas. A pesar de que no producían un impacto doloroso, siempre aparecían por la espalda. No se sabía de dónde venían y parecían caer por casualidad, pero todas eran intencionadas.

—Qué fastidio —suspiré.

—Sí. Se ve que tuvo que aguantar de todo —dijo Hanada, con un pequeño suspiro.

—¿Y qué le hacían los que no pertenecían al grupo encubierto? —pregunté.

La expresión de Hanada se iluminó un poco.

—Lo criticaban directamente, pero con cariño —dijo sin preámbulos.

—¡Vaya! Entonces, ¿no había nadie que lo apoyara? —me extrañé sacudiendo la cabeza, y Hanada rio—. No puede ser tan fácil. No se puede dejar de lado a un joven con todo un futuro por delante. Ni siquiera a un adulto hecho y derecho.

Nos sentamos en mi cama y exhalamos un profundo suspiro.

Recordé que unos días antes había sido Mizue Hirayama, en vez de Hanada, quien había estado sentada a mi lado en aquella misma cama. Estaba convencido de que Mizue no habría criticado al amigo del primo de Hanada, y que tanto Hanada como yo le habríamos ofrecido nuestro apoyo.

«Pero… ¿realmente habría sido así?», seguí pensando. La ausencia de crítica no tiene por qué implicar una defensa ni un apoyo. Yo podría sentir simpatía por el amigo del primo de Hanada y tratarlo bien, pero al mismo tiempo quizás le tiraría piedrecitas sin querer, en un momento de descuido.

Además, ¿cómo me había sentido mientras Hanada y yo íbamos de la estación al instituto? Había criticado a Hanada pensando: «¡No entiendo por qué lo está haciendo! Qué horror, esto es una pesadilla». Había sido una crítica pequeña, como las burbujitas que aparecen en la superficie del agua justo antes de que levante el hervor. Pero, durante un instante, había culpado a Hanada. Me había preguntado por qué tenía que ser yo quien aguantara sus caprichos y por qué quería hacer el ridículo de aquella forma.

El rencor que sentí en aquel instante no llegó a convertirse en las grandes burbujas que emergen a la superficie. Era un rencor mínimo pero persistente que algún día podía llegar a hervir, como si fuera una ligera vibración inquietante que burbujeaba en mi interior.

Suspiré de nuevo. «¡Qué ganas tengo de ser adulto! —pensé, aunque sin ninguna lógica aparente—. Quiero ser mayor, viajar a una isla deshabitada y vivir solo y tranquilo». Si Mizue Hiramaya me hubiera oído, me habría dicho que ésa no era la vida de un adulto, sino de un mendigo. «Me da igual ser un mendigo», le respondía a la Mizue ficticia que estaba dentro de mi cabeza. A mí me resultaba muy duro tener que enfrentarme a mí mismo, a mi yo actual. ¿Cómo podía ella estar tan tranquila? ¿Cómo podía asustar a las palomas con tanta calma? ¿Cómo lograba escribir tranquilamente en su diario? ¿Cómo conseguía decirme que yo le gustaba sin alterarse?

Después de haber descargado mi ira, sonreí amargamente. ¡Menos mal que Mizue no podía escuchar las voces de mi mente!

Me levanté para ir a sentarme al lado de Hanada.

—¿Estás bien? —le pregunté con la voz apagada, y me abrí paso entre la multitud para alargar la mano hacia su asiento.

—¿Desde cuándo eres una chica, Hanada? —le preguntó sin tapujos el profesor de matemáticas a primera hora.

—No soy ninguna chica —respondió él con seriedad.

—Entonces, ¿por qué llevas esa ropa?

—Porque creo que este mundo no es blanco o negro —repuso Hanada, con una expresión aún más seria.

—Ya —dijo el profesor, con un deje de burla en la voz. Acto seguido, se dio la vuelta y pareció haberse olvidado de Hanada. Cogió la tiza y empezó a escribir ejemplos de ecuaciones en la pizarra.

La segunda y la tercera hora transcurrieron sin novedad. Probablemente, el profesor de matemáticas había ido a la sala de profesores para alertar a sus colegas sobre la transformación de Hanada, porque tanto el profesor de ciencias como el de historia actuaron como si no existiera.

A la hora del descanso, acudieron muchos alumnos de otras clases y se agolparon en las puertas trasera y delantera del aula, pero nuestros compañeros de clase ya se habían acostumbrado al uniforme marinero de Hanada. En el aula se desarrollaba la misma escena de siempre: todos se acercaban al pupitre de Hanada con sus apuntes y le pedían que les dejara copiar los ejercicios del libro de lectura. Él siempre les decía que sí y les alargaba su libreta. Hanada era muy bueno en inglés.

—¿Sigues sintiéndote pegajoso? —le susurré al oído.

—Las cosas no acaban de marchar bien —me respondió—. Se han acostumbrado demasiado pronto.

—Tal vez —concedí.

—Ni siquiera ha terminado la mañana —suspiró.

Nuestros compañeros de clase ya se habían acostumbrado a su nuevo aspecto. Los alumnos de las otras clases, que habían aparecido a la hora del descanso, también. A los profesores no parecía importarles. Yo era el único que no lograba sobreponerme al impacto.

—Es posible —admití, y también suspiré.

«Parece que vivas en el valle de los suspiros», le decía a veces mi abuela a Otori, cuando éste exhalaba un suspiro deliberadamente ruidoso. Aquel día, Hanada y yo también parecíamos perdidos en el valle de los suspiros.

Tras unos cuantos suspiros, Kikushima se nos acercó y nos dio una colleja a cada uno.

—Los famosos no suspiran —dijo, sofocando una risita.

Hanada y yo intercambiamos una mirada agotada.

Empezó la cuarta clase del día. El profesor de japonés era un hombre de mediana edad llamado Kitagawa que a la vez era nuestro tutor.

—Me gusta Kitagawa porque es muy moderado —nos dijo Mizue un día.

—¿Moderado? —repetí. Ella asintió levemente.

—Sabe administrar sus energías.

—¿Cómo? —reí.

—Pues sí. Es importante saber administrar tus fuerzas —dijo Mizue, riendo conmigo.

—Kitagawa tiene la misma edad que tu madre, ¿verdad, Midori? —me preguntó Mizue el mismo día. ¿Por qué las chicas siempre saben qué edad tienen los demás, dónde viven y a qué se dedican?

Kitagawa nos repartió unas fotocopias.

—Son haikus —anunció. A continuación, guardó silencio.

Toda la clase se quedó esperando sus palabras, pero Kitagawa no dijo nada.

—¿En la clase de hoy tocaba estudiar haikus? —me preguntó en voz baja Tanaka, que se sentaba a mi lado.

—No, creo que hoy tocaban los artículos de periódico —le confirmé.

—Es cierto —corroboró Tanaka, ladeando la cabeza.

En la fotocopia que nos había repartido Kitagawa había impresos unos diez haikus.

Kitagawa, que había guardado silencio hasta entonces, empezó a recitar con voz potente:

—«Una nube en el cielo. | Cielo de invierno, nube de invierno. | De súbito, media nube». Hay un haiku que dice así —dijo Kitagawa súbitamente, tras haber leído el primer poema de la fotocopia.

Contrariamente a lo que habían hecho los profesores de la segunda y tercera hora, Kitagawa observaba fijamente a Hanada. Los demás se habían comportado como si no lo vieran. Él, en cambio, lo miraba como si Hanada fuera el único alumno en toda el aula.

—He escogido este haiku pensando en Hanada —continuó el profesor, agachando un poco la cabeza.

«Si tiene la misma edad que mi madre, también tiene la misma edad que Otori», pensé mientras examinaba a Kitagawa. Curiosamente, Otori parecía más joven de lo que era, y Kitagawa desprendía una misteriosa aura juvenil. Por decirlo de algún modo, ambos tenían una edad impredecible, cada uno a su manera.

—«Cultivo cebollas | en el mundo de los sueños. | Soledad» —siguió leyendo Kitagawa—. «Vuela en lo más alto | la gran mariposa | de alas lentas». «En la costa | besugos enamorados. Imagen | de Buda moribundo» —continuó Kitagawa.

—¿Qué es eso, profesor? —preguntó Kikushima.

—El autor de estos haikus es Koi Nagata, un poeta nacido en el año mil novecientos. Escribió hasta que murió a los noventa y siete años. Estuvo a punto de perder la vida en el gran terremoto de Hanshin del noventa y cinco, pero siguió escribiendo poesía de alto nivel en la residencia de ancianos donde vivía —explicó Kitagawa, mirando a Hanada y al resto de la clase alternativamente.

Su voz sonaba un poco ahogada. Siempre había tenido la voz ronca, pero aquel día parecía más áspera que de costumbre.

Pensé que debían de gustarle las emociones fuertes. Cuando tenía que enseñarnos temas o textos que no eran de su agrado, tenía la voz más limpia, clara y monótona. En cambio, cuando nos enseñaba algo que le gustaba, se entusiasmaba y tenía tendencia a tartamudear, daba muchos rodeos y no hablaba claro.

—Seguro que con las mujeres le pasa lo mismo —dedujo Mizue—. No parece que tenga mucha suerte en sus aventuras amorosas.

Lo cierto era que Kitagawa tenía más de cuarenta años y seguía soltero, pero no por eso se podía juzgar como un hombre desafortunado en amores. En mi entorno había varios hombres y mujeres solteros de más de cuarenta años, pero ninguno de ellos merecía compasión por no tener suerte en sus relaciones.

—Antiguamente, ichigohango, «una cosa y su mitad», era un término perteneciente al budismo zen, pero yo creo que, en este poema, el término adopta el significado de «pocas cosas» —continuó Kitagawa, hablando despacio—. Hay una nube de invierno, muy pequeña, flotando en el cielo. Puede que sea la mitad de una nube que se ha partido en dos o que ha encogido. Es una escena melancólica, pero muy sencilla a la vez. Las cosas sencillas son melancólicas —reflexionó Kitagawa.

De vez en cuando, miraba fijamente a Hanada y luego contemplaba el tablón de anuncios que tenía detrás con expresión ausente.

—Mi preferido es el haiku que dice: «Charca que ensucian las sanguijuelas, | ¿diversión de la charca?» —recitó Kitagawa.

—Profesor, ¿qué tienen que ver estos poemas con Hanada? —preguntó Tanaka, poniéndose de pie.

Kitagawa se rascó la cabeza y arqueó las cejas poco a poco.

—¿Ensuciarse es la diversión de la charca? Esta parte es muy buena. En mi humilde opinión, este haiku significa que todas las criaturas que viven sobre la faz de la Tierra deben actuar según sus preferencias —prosiguió Kitagawa, ignorando la pregunta de Tanaka.

Kitagawa hablaba como si escogiera sus palabras de un diccionario. Siempre había sido un tipo extravagante que utilizaba expresiones como «en mi humilde opinión», pero a veces se excedía un poco en su lenguaje.

Cuando Kitagawa hablaba como una enciclopedia, parecía haberse encerrado en un mundo propio. Tal vez dentro de su cabeza había cogido un bolígrafo y estaba redactando un escrito. En momentos como ése, los alumnos desaparecían de su campo de visión y sólo veía su mano sujetando el bolígrafo. «A mí me gusta cuando se pone así», decía Mizue, pero yo me preguntaba si duraría mucho como profesor de instituto.

—Profesor Kitagawa, ¿ese haiku está dedicado a Hanada? —preguntó alguien.

—No está dedicado a nadie —respondió Kitagawa, pero su respuesta sólo consiguió sofocar a medias las risitas que había suscitado la pregunta.

Kitagawa estaba de pie con aire pusilánime, pero firme.

—Así que «uno y una mitad»… —musitó Hanada a la hora de la comida.

—¿Veis como Kitagawa es un buen tipo? —intentó convencernos Mizue mientras comía un bollo de melón.

Hacía buen día en la azotea. En realidad, siempre que subíamos a la azotea nos sentíamos como si el tiempo fuera espléndido, aunque el cielo estuviera nublado o empezara a lloviznar.

Aquel mediodía había muchos gorriones que se peleaban entre sí para picotear las migajas que Mizue había esparcido por el suelo.

—Si escuchas durante mucho rato el canto de los gorriones, tienes la sensación de estar colocado —dijo Mizue.

—No te sigo —admití.

—Lo digo porque siempre cantan con la misma voz y en el mismo tono.

—¿Y qué tiene que ver eso con estar colocado?

—Las cosas que se repiten constantemente te transportan a lugares desconocidos —aclaró Mizue, sin afectación.

—A pesar de que vives en un piso pequeño, mentalmente te das unos lujos que no veas, Hirayama —bromeó Hanada, riendo.

—¡Qué va! No soy tan mística como crees, no soporto el hambre ni el aburrimiento —respondió Mizue.

«El único que puede permitirse una vida lujosa en un piso pequeño es Otori —pensé—. Pero no creo que Otori se dé muchos lujos, aunque sólo sea mentalmente».

—¡Hola! —dijo una voz familiar desde la puerta de la azotea.

Nos volvimos de inmediato.

—¿Quién hay? —preguntó Mizue rápidamente.

—Qué bien se está aquí arriba —continuó la voz, sin responder a la pregunta de Mizue.

—¿Quién eres? —repitió ella por segunda vez, en un tono un poco más calmado.

—Soy yo —respondió la voz, y entonces vimos a Kitagawa.

—Profesor… —dijo Hanada en voz baja, con un deje de desconfianza en la voz.

—Hola, chicos —nos saludó Kitagawa con una leve reverencia. Nosotros tres también inclinamos las cabezas, pero no lo hicimos a la vez: yo fui el primero, luego lo hizo Hanada y por último Mizue.

—Habéis descubierto un lugar fantástico —se admiró Kitagawa con voz tranquila. A continuación, recorrió con la mirada el cielo que se extendía encima de la azotea. Me di cuenta de que llevaba una fiambrera con la comida en la mano.

—¿Puedo comer con vosotros? —nos preguntó.

—Claro —le respondí yo.

Siempre era el primero de los tres en responder en situaciones como ésa. Con los adultos, tanto Hanada como Mizue solían actuar con cierta torpeza, como si les faltara un poco de entreno. Sobre todo Mizue, quien estaba convencida de que los jóvenes debíamos mantener ese complejo de superioridad injustificado frente a los adultos.

—¿Aún no ha comido, profesor? —le preguntó Hanada, que había vaciado su fiambrera en menos de cinco minutos.

—No, pero quería hablar contigo —le respondió Kitagawa, que se sentó en el suelo de la azotea y abrió cuidadosamente su fiambrera.

—¡Qué buena pinta! —exclamó Mizue.

—Hoy la comida me ha salido especialmente bien —presumió el profesor mientras examinaba el interior de la fiambrera abierta.

—¿Lo ha cocinado usted mismo? —le preguntó Mizue.

—Así es.

—¡Qué buen cocinero!

El profesor Kitagawa, sin turbarse por el elogio de Mizue, introdujo los palillos en la fiambrera, donde había tofu deshidratado con setas, salmón, tortilla, espinacas aliñadas con sésamo y, en medio del arroz blanco, unas ciruelas encurtidas con guarnición de ajedrea.

—¿De veras lo ha cocinado todo usted mismo? —insistió Mizue, incrédula.

—¿Tan raro te parece? —replicó Kitagawa, respondiéndole con otra pregunta. Mizue sacudió la cabeza sin decir nada.

Hanada estaba apoyado en la reja de alambre, contemplando el patio. La solapa de su uniforme marinero ondeaba al viento.

—Comparado con la sala de profesores, este lugar es mucho más luminoso —observó Kitagawa al cabo de un rato.

—Yo creía que los profesores comían todos juntos en la sala de profesores.

—También hay algunos que comen en la sala de actos, y otros que salen a comer fuera. En el primer instituto donde trabajé, solía subir a la azotea y comía solo. No me acostumbraba a comer acompañado —nos explicó Kitagawa.

Hanada lo observaba desde la valla, un poco separado.

—Usted siempre ha sido un profesor diferente, ¿verdad? —le preguntó Mizue.

—No, ahora soy como todos los demás —dijo Kitagawa, llevándose un trocito de tortilla a la boca.

—A lo mejor tiene razón —reflexionó Mizue.

—Sí —afirmó él, y añadió—: Es el típico cielo de verano.

Hanada, Mizue y yo levantamos la vista al cielo, donde se formaban grandes columnas de nubes. Los gorriones trinaban. Había una luz brillante.

—¿Quería decirme algo, profesor? —le preguntó Hanada.

Kitagawa asintió enérgicamente, mordisqueando un pedacito de tofu deshidratado.

—Efectivamente, Hanada —le dijo, mientras examinaba a Hanada de arriba abajo como si lo estuviera lamiendo. Hanada le aguantó la mirada, tenso—. Ese uniforme no te queda bien. Deberías olvidarte de él —le aconsejó con voz tranquila.

Por un momento, Hanada se ofendió. A juzgar por su expresión, parecía estar pensando que un profesor no tenía derecho a meterse con su forma de vestir.

—Soy plenamente consciente de que estoy siendo un tanto grosero —prosiguió Kitagawa, con su lenguaje dieciochesco. Hanada permaneció en silencio, desafiante—. Aun consciente de la falta de cortesía de mis modales, te hablo así porque pienso que puedo ofrecerte mi consejo en esta materia. Probablemente os estaréis preguntando a qué materia me refiero. Con «esta materia», señores, me refiero a vestirse de mujer —prosiguió Kitagawa con su rocambolesco vocabulario, ignorando por completo la expresión sombría de Hanada.

—¿Vestirse de mujer? —repitió Mizue Hirayama con un hilo de voz. Hanada siguió callado, pero parecía ligeramente confundido.

—Mi mejor amigo tiene la afición de vestirse de mujer. ¿Habéis oído mencionar esa clase de locales que sólo admiten a hombres vestidos de mujer? —Mizue Hirayama sacudió la cabeza, y yo la imité. Hanada fue el único que hizo un pequeño gesto de asentimiento—. Mi amigo acude a menudo a esos locales, se viste de mujer y se divierte, pero hoy he venido al encuentro de Hanada para explicarle lo que dice mi amigo.

Hanada empezó a escuchar con interés. Mizue también era todo oídos.

—Tal y como dice mi amigo, los hombres que se visten de mujer deben hacerlo porque adoran la ropa de mujer y los ademanes femeninos —nos explicó Kitagawa, entusiasmado y tartamudeando un poco, como si estuviera dando una de sus clases favoritas—. Dime, Hanada, ¿adoras hasta ese extremo la ropa y el comportamiento femenino? —le preguntó de repente.

Hanada movió la mandíbula en un gesto de sorpresa.

—¿Que si los adoro…? —repitió, desconcertado.

—Eso es. ¿Te gusta vestirte de mujer porque lo consideras una actitud bonita?

—No lo he hecho durante el tiempo suficiente para decir que adoro vestirme de mujer, así que aún no lo sé —respondió con seriedad. Su pecho subía y bajaba acorde con su respiración.

—Pero vestirse de mujer no es el objetivo de Hanada, sino sólo un medio, profesor —intervino Mizue, interrumpiendo la conversación.

—¿Un medio?

—Así es —musitó Hanada.

Kitagawa hizo una breve pausa y luego soltó un gruñido. Yo estaba convencido de que iba a preguntarle qué quería conseguir vistiéndose de mujer, pero se limitó a gruñir.

—¿No piensa preguntarle a Hanada por qué se ha puesto un uniforme marinero, profesor? —inquirió Mizue, sucumbiendo a la impaciencia.

—Aunque tratara de explicármelo, sólo él puede comprender sus motivos —respondió el profesor Kitagawa, tapando la fiambrera de la comida.

—Ya —musitamos Mizue y yo.

Así es. Aunque recibiéramos una explicación, los demás sólo podíamos comprender sus motivos hasta cierto punto. Hanada era el único que entendía su forma de actuar. Aun así, era posible que ni siquiera él supiera toda la verdad. Puede que Kitagawa se hubiera tomado el asunto un poco a la ligera.

La cara de Hanada había adoptado un color más oscuro, como si algo en su interior amenazara con emerger a la superficie. El silencio invadió la azotea y, durante un buen rato, sólo se oyeron los arrullos de los gorriones y las palomas.

—Pero ahora ya he empezado —dijo Hanada con la voz ahogada, levantando la cabeza.

—Sí, eso es cierto —replicó Kitagawa, y asintió con gravedad.

Se oía una algarabía de voces procedente del patio. A pesar del calor, un grupo de alumnos corría tras un balón. Desde la azotea sólo se veían sus cabezas, resplandecientes bajo la luz del sol.

—De todos modos, Hanada, creo que deberías arreglarte el pelo y las cejas.

—Vale —respondió Hanada, obediente.

Kitagawa parecía un poco incómodo, como si no supiera cómo acabar la conversación.

—En mi humilde opinión, no deberías vestirte así a menos que te entusiasme la ropa femenina, pero si de todos modos quieres intentarlo, tú mismo —dijo Kitagawa, a modo de conclusión. Acto seguido, recogió su fiambrera precipitadamente y desapareció por la puerta que conducía a la escalera.

Nos quedamos estupefactos. En algún momento, los gorriones se habían ido y las palomas habían ocupado su lugar. El timbre sonó sin darnos tiempo a reaccionar, y nos levantamos del suelo sacudiéndonos el polvo de los pantalones.

—Ese Kitagawa es un tipo muy raro —susurró Mizue—. Yo creo que ese amigo suyo que se viste de mujer en realidad es él mismo —prosiguió.

Hanada y yo guardamos silencio. Cruzamos la puerta los tres juntos. Cuando salimos de la azotea iluminada, la oscuridad del interior del edificio nos cegó.