UNA CONVERSACIÓN EN EL MONTE

Nos pusimos en marcha de nuevo.

Apenas recuerdo cuándo dejó de llover, cómo decidimos seguir caminando y de qué hablamos durante el camino. Sólo recuerdo, como si fuera una imagen a cámara lenta, un pequeño plástico redondo cayendo al suelo. Era el tope que sujetaba la cuerda del sombrero de paja de Hanada. También recuerdo el zumbido de un tábano que se posó en mi brazo durante un instante mientras yo seguía con la mirada el trocito de plástico que caía al suelo. Aunque aquellas dos imágenes no tenían ningún sentido, se repetían en mi cerebro una y otra vez mientras recorríamos el sendero en silencio. Hanada ni siquiera se dio cuenta de que había perdido el tope de su sombrero de paja.

El camino que descendía del monte Nihan volvía a subir al cabo de un rato. «Cuando el camino empiece a subir, seguid caminando y encontraréis una bifurcación», nos había explicado el anciano de la pensión, pero la bifurcación no aparecía. Hanada caminaba unos tres metros delante de mí. «¿Y si damos media vuelta y volvemos al embarcadero?», me planteé de repente. Estaba empapado en sudor desde que habíamos empezado a subir de nuevo, y notaba mi espalda ardiendo bajo la mochila.

—¡Qué calor! —exclamó Hanada, volviéndose hacia mí.

—Sí —afirmé.

Cuando dejó de llover y empezamos a caminar, me tranquilicé inmediatamente. Se me hacía extraño pensar que yo era el mismo que unos momentos antes se sentía tan irritado contra el mundo. Pero lo que acaparaba mis pensamientos era, sobre todo, la imagen del pequeño tope de plástico transparente cayendo al suelo y el zumbido del tábano, que intenté imitar con la boca: «Bzzzz».

El tábano había levantado el vuelo enseguida. El tope de plástico era pequeño, redondo y transparente, tan blanco y transparente como la parte interna de los brazos de Mizue. En cuanto recordé aquellos brazos, algo se revolvió de nuevo dentro de mí. Era un sentimiento que se resistía a desaparecer, pero que pronto se apaciguó.

Hanada encabezaba la marcha y yo lo seguía distraídamente, mientras dudaba entre volver al embarcadero o continuar subiendo. Los rayos del sol brillaban cada vez con más intensidad. Aquello que había en mi interior se arremolinaba como un torbellino.

En la bifurcación había un letrero medio podrido. «El templo es por aquí», rezaba una inscripción escrita con una caligrafía que dejaba mucho que desear. Hanada señaló el camino correcto con el dedo y empezó a caminar.

Seguimos andando durante más o menos una hora. El sol se iba desplazando hacia el cénit. El camino que habíamos tomado después de la bifurcación estaba lleno de sanguijuelas que se nos pegaban a los calcetines y se caían sin haber encontrado un trozo de piel donde agarrarse. Sólo una consiguió pegarse al dorso de mi mano. Como no se desprendía, Hanada encendió un cigarrillo y lo acercó a la sanguijuela, que se soltó por los efectos del calor.

—No sabía que hubieras traído tabaco —le dije, y Hanada asintió.

—Me lo dio el viejo de la pensión.

—De hecho, tampoco sabía que fumaras.

—No fumo, lo que pasa es que he oído decir que el tabaco es el mejor remedio para librarse de las sanguijuelas.

—Pues fumas como si lo hicieras todos los días.

Hanada soltó una risita.

—Fumo a veces. Cuando llevaba el uniforme marinero, me encendía un cigarrillo mientras esperaba el tren en el andén. La gente me miraba de todos modos, así que ya no importaba.

Yo también reí.

—¿Tienes hambre? —me preguntó Hanada.

Asentí levemente. Nos sentamos y abrimos los envoltorios de la comida. Había algas, ciruelas encurtidas, bolas de arroz, un rollito de jurel y unas rodajas de pepino. Comimos en silencio, sentados en el suelo, hasta que no quedó nada. Al parecer, tenía más hambre de lo que creía, porque me sentí como si las células de mi cuerpo absorbieran los granos de arroz uno por uno. El sol estaba justo encima de nosotros. Enseguida terminamos de comer. Sin decir palabra, arrugamos los envoltorios de la comida y cada uno se guardó el suyo en su mochila. Un ciervo apareció entre la maleza y casi nos rozó al pasar elegantemente por nuestro lado.

—¡Una serpiente! —gritó Hanada.

Contuve el aliento. Una serpiente reptaba susurrando bajo nuestros pies. Hanada hizo un gesto para indicarme que no dijera nada. La serpiente me rozó el tobillo durante un instante y desapareció rápidamente entre la maleza.

—¡Bájate el calcetín, Edo! —exclamó Hanada.

—¿Qué? —dije yo.

Los intensos rayos del sol me habían aturdido. En vez de repetirme la orden, Hanada me quitó rápidamente el zapato y el calcetín de la pierna derecha, la que me había rozado la serpiente, como si estuviera pelando una pieza de fruta, y me examinó el tobillo.

—¿Te duele? —me preguntó, sujetándome la pierna.

—No —le respondí.

—Lo tienes rojo e hinchado.

En el lugar que me indicaba Hanada había dos bultitos rojos.

—¿Crees que me ha mordido? —le pregunté.

—Eso deberías decírmelo tú —me reprochó Hanada, en un tono grave.

—Me estás asustando.

—Yo en tu lugar no estaría tan tranquilo —insistió él, esta vez con voz chillona.

—Es que no me ha dolido.

—Voy a chupar —dijo Hanada, y levantó mi tobillo hasta la altura de su cara. Acto seguido, se llevó mi pierna a la boca y empezó a sorber enérgicamente.

—No sale sangre —gruñó.

—A lo mejor no me ha mordido.

—Es posible —concedió él, pero chupó mi tobillo de nuevo. Noté un pinchazo en la piel.

—¡Ay! —grité, y Hanada apartó la cara. Tenía los contornos de los labios manchados de sangre—. Si me muerdes, me haces daño —me quejé.

—Pues te aguantas —me espetó mirándome fijamente, y escupió la sangre en el suelo.

Hanada siguió chupando ruidosa y enérgicamente. Cuando había sorbido una pequeña cantidad, la escupía. Sorbía, escupía y volvía a sorber. Estaba rojo como un tomate. Las cigarras cantaban a nuestro alrededor.

—Ya has sorbido veinte veces —le dije tranquilamente, y él levantó la cabeza por primera vez.

—De verdad, Edo, ¿cómo puedes estar tan tranquilo?

—Por cierto, ¿dónde has aprendido a hacer eso?

—Antes era de un grupo de exploradores.

Hanada volvió a sentarse en el suelo. Estaba empapado en sudor. «Qué guapo es», pensé sinceramente, admirando sus facciones grandes y proporcionadas.

—Eres muy atractivo, Hanada.

—Te parezco atractivo porque te acaba de morder una serpiente.

—No me ha mordido.

—Pero se te ha hinchado el tobillo.

—Si me hubiera mordido, tendría un agujero.

—Da igual, por si acaso.

—Además, si me hubiera mordido una serpiente, eso que estás haciendo no serviría para nada. A menos que me inyectaran el antídoto, moriría.

—Es posible —admitió Hanada, agachando la cabeza.

Las cigarras cantaban vigorosamente por toda la isla.

—Deberíamos haber traído los móviles —se lamentó Hanada.

—Seguro que en esta isla no hay cobertura —le respondí, y él agachó la cabeza de nuevo.

—Volveré al embarcadero —anunció rápidamente, y se levantó.

—¡Pero si hay más de una hora hasta abajo!

—No podemos quedarnos de brazos cruzados.

—¿Vas a dejarme aquí solo?

Estaba convencido de que la serpiente no me había mordido. No sabía qué sensación provocaba una mordedura de serpiente porque no me había pasado nunca, pero sabía que sólo había una probabilidad entre un millón de que me hubiera mordido.

—Pero… —protestó Hanada, mirándome a los ojos.

Me palpó la frente con la palma de la mano. A continuación, me tomó la muñeca y comprobó mi pulso.

«¡Quiero que siga cuidándome así! —pensé—. ¡Uf! Me estoy poniendo sentimental… ¡y precisamente aquí! No delante de mi madre, ni de mi abuela ni de Mizue, ¡sino delante de Hanada! Esta situación simboliza todo lo que ha sido mi vida hasta ahora».

—¿Qué pasará si me muero ahora? —le pregunté a Hanada. Él no respondió. Sudaba aún más que antes. El sudor resbalaba por su cara, desde la frente hasta la barbilla.

—Pero no voy a morir —añadí en voz baja.

Hanada levantó la cabeza.

—No quiero que te mueras —me dijo.

—Me lo imagino.

—No lo soportaría.

Hanada tenía la mirada clavada en mis ojos. Los latidos de mi corazón retumbaban en mis oídos. «Probablemente, no voy a morir —pensé—. Pero también es posible que muera», me contradije a mí mismo. Mi corazón empezó a latir con más fuerza. «Ahora, en este preciso instante, cualquier persona podría morir, aunque no la hubiera mordido una serpiente. Puede que haya un terremoto y me engulla una grieta, o que me caiga encima una bomba atómica, o que me dé un ataque al corazón, o que tropiece y me precipite al fondo del valle».

—Hanada —lo llamé con un hilo de voz.

—Dime, Edo —me respondió, también en voz baja.

Pensé que Hanada tenía cara de niño.

—¿Te encuentras mal? —me preguntó.

—Me encuentro normal —le respondí, con la voz tranquila.

Normal. Para mí, todo era siempre normal.

—El mundo es muy bonito, Hanada —comenté.

—¿Cómo dices? —me preguntó.

Unos cuantos ciervos corrían cuesta arriba. El último era un macho de grandes astas. Se oyó un trueno a lo lejos. Al levantar la vista, me di cuenta de que unos nubarrones negros empezaban a formarse de nuevo sobre el mar.

La segunda tormenta del día fue aún más violenta que la anterior. Volvimos a abrir los paraguas y nos refugiamos entre la maleza. La tormenta duró mucho rato.

—No está hinchado —dijo Hanada, que me palpaba el tobillo cada vez que la lluvia nos daba un respiro.

—No tengo la sensación de que el veneno se esté extendiendo por mi cuerpo —admití.

Mientras escuchábamos el ruido de la lluvia, agachados en el suelo sujetando los paraguas, el sueño se apoderó de nosotros, y nos quedamos adormilados.

Cuando oímos aquel nuevo ruido, como una vibración continua, al principio no pudimos identificarlo. Nuestros oídos se habían acostumbrado al estruendo de la lluvia y no distinguían ningún otro ruido.

—¡Dios mío! —exclamó Hanada.

—¿Qué pasa? —le pregunté, con la cabeza embotada.

—Es la hora.

—¿Qué hora?

—La hora de coger el barco —aclaró Hanada.

Eché un vistazo a mi reloj de pulsera. Era más de media tarde. Aquella vibración era el ruido del motor del pequeño ferry que sólo paraba en la isla dos veces al día. Si lo dejábamos escapar, no volvería hasta el día siguiente. El ruido del motor llegaba claramente a nuestros oídos desde la superficie del mar.

—¿Qué hacemos? —preguntó Hanada.

—¿Qué quieres decir?

—¿Bajamos corriendo?

—No llegaríamos a tiempo.

—¿Gritamos?

—No nos esperará.

Intercambiamos una mirada. El motor se oía cada vez más cerca. Cuando miramos hacia abajo entre las ramas de los árboles, vimos el barco que brillaba en medio del mar.

—Está bastante lejos, a lo mejor todavía estamos a tiempo —insistió Hanada, sin dar su brazo a torcer.

—No vamos a llegar —negué categóricamente, y Hanada me lanzó una mirada muy seria.

—¿Es que no quieres volver?

—Sí que quiero.

Le dije que sí, pero quizá en realidad no quería volver. Aquella isla era un lugar extraño que me provocaba sentimientos contradictorios. Por un lado me habría gustado quedarme allí para siempre, pero por otro quería irme cuanto antes.

Oímos el ruido de una sirena. El ferry había llegado al embarcadero. Teníamos la esperanza de que quizá se preocuparían al ver que los dos jóvenes que habían desembarcado en la isla por la mañana no volvían con el último barco del día, pero justo en ese instante sonó la sirena por segunda vez. El barco zarpó de inmediato, sin demostrar la más mínima preocupación por nosotros. En cuanto el ferry abandonó la isla, dejó de llover. Al mismo tiempo, las cigarras, que hasta entonces habían permanecido en silencio, empezaron a cantar justo encima de nuestras cabezas.

—Los que tengan que irse, se irán. Y los que tengan que quedarse, se quedarán —sentenció Hanada, lentamente.

—¿Y nosotros somos los que tienen que quedarse? —le pregunté, y Hanada hizo un gesto impreciso con la cabeza, a medio camino entre un sí y un no.

Decidimos seguir subiendo hasta la cima. Estaba claro que aquella noche nos tocaría dormir al raso. Quizá cuando llegáramos al templo encontraríamos un lugar donde resguardarnos de la lluvia. Con Hanada encabezando la marcha, empezamos a abrirnos paso por el sendero.

Al cabo de una hora, llegamos al templo. Durante el camino se nos habían pegado unas diez sanguijuelas al cuerpo. Ocho de ellas las tenía yo, y pude quitármelas de encima con relativa facilidad, pero había dos sanguijuelas rebeldes, una para cada uno, que no querían abandonar nuestra piel.

A medida que avanzaba la tarde, los rayos del sol iban perdiendo intensidad. De vez en cuando, Hanada intentaba arrancar la sanguijuela que se había instalado en su muñeca.

—Al fin y al cabo, no estamos solos. Las sanguijuelas nos hacen compañía —dijo.

—¿En serio? —reí, y él asintió con una expresión muy seria.

—Sí, en serio. En momentos como éste, es bueno que tengamos a nuestro alrededor cosas conocidas, aunque sólo sean sanguijuelas —me explicó.

El terreno que rodeaba el templo era rocoso. El anciano de la pensión nos había advertido que tuviéramos cuidado con las rocas grandes, porque podían tambalearse y hacernos caer, así que tanto Hanada como yo avanzábamos extremando las precauciones.

De repente, cuando parecía que el bosque empezaba a ser menos frondoso, el templo apareció ante nosotros. Estaba situado en el único claro que había entre la tupida maraña de vegetación. Frente al templo había un arco de madera podrido. A pesar de todo, aquel santuario tenía el aspecto de haber sido un lugar bastante concurrido en los últimos años. Algunas partes del edificio estaban en ruinas, pero había indicios del paso de la gente.

—Hemos llegado —dijo Hanada, con un ligero temblor en la voz.

—Hemos llegado —confirmé.

Era un lugar extraño que no dejaba indiferente a nadie.

Dentro de mi cabeza, empecé a hablar con la sanguijuela que se me había pegado al brazo: «Sanguijuela, hemos llegado juntos hasta aquí, así que corremos la misma suerte. Reza para que no nos ocurra nada malo y para que mañana podamos coger el ferry de vuelta».

La sanguijuela no me respondió. Se dedicaba a chuparme la sangre del brazo con todas sus energías.

—Aquí hay algo —dijo Hanada.

—Sí —musité.

Donde estaba la capilla y la caja de limosnas se percibía un ambiente especialmente extraño.

—Tengo miedo —susurró Hanada al cabo de un rato.

—El miedo se intensifica cuando lo admites.

—Pero tengo miedo —repitió, en un tono de voz deliberadamente alto.

Para borrar el mal presagio que quedó flotando en el ambiente tras las palabras de Hanada, hice sonar la campanilla que colgaba por encima de la caja de limosnas, que desprendió un sonido apagado y oxidado.

Cuando sonó la campana, algo que había detrás de la capilla se movió.

—Edo —dijo Hanada.

—Hanada —lo llamé yo, al mismo tiempo.

Aquello que se movía no parecía una única criatura, sino varias.

—Oye, Edo —me llamó Hanada de nuevo.

—Di… dime.

—Creo que tengo ganas de hacer pis otra vez.

—Pues hazlo aquí mismo —le aconsejé brevemente.

Hanada asintió, pero en vez de orinar se quedó mirando fijamente la capilla. Oímos un pitido que nos asustó aún más.

La puerta de la capilla se abrió.

Hanada dio un respingo y yo cerré los ojos instintivamente.

Hay dos tipos de niños: los que se quedan observando atentamente cómo la jeringa se clava en su piel cuando les inyectan una vacuna y los que cierran los ojos para no verlo. Hanada es de los primeros, y yo de los últimos. Mizue Hirayama también pertenece a la clase de niños que no se pierden detalle, y Otori es de los que prefieren cerrar los ojos.

—Abre los ojos, Edo —me dijo Hanada, sacudiéndome los hombros.

Abrí los ojos lentamente. Primero, miré a Hanada para asegurarme de que seguía siendo él y no se había convertido en un alienígena, pero era el mismo de siempre. Entonces, suspiré y me volví hacia la capilla.

Era un ciervo, un macho de grandes astas que empujaba la puerta con el hocico para abrirla. Detrás de él, aparecieron unos cuantos más.

—¡Menos mal! —exclamé, y estuve a punto de desplomarme encima de Hanada.

—¡No me metas mano, Midori! —me reprochó, imitando la voz de una chica mientras me empujaba hacia atrás.

Me eché encima de él con más impulso.

—¡Te estás aprovechando de mí! —exclamó en el mismo tono agudo.

Los ciervos se asustaron al oír la voz de Hanada y echaron a correr. Algunos eran grandes y otros pequeños. También había jóvenes machos cuyas astas empezaban a despuntar, algunos eran completamente marrones y otros tenían manchas. Ciervos de toda clase salían de la capilla como palomas del sombrero de un prestidigitador.

—¡No os asustéis! —les gritamos a los ciervos, riendo.

Hanada me estrechó la cabeza entre los brazos. Los ciervos desaparecieron en un santiamén y se llevaron aquella misteriosa presencia que tanto nos había asustado. El suelo de la capilla estaba lleno de excrementos que rodaban cuando los rozábamos con la punta del zapato.

—Parece que este suelo está un poco inclinado.

—Deberíamos pasar la noche aquí.

—Estoy de acuerdo.

La capilla apestaba a animal. Dejamos la puerta abierta de par en par y barrimos un poco el suelo utilizando la rama de un árbol a modo de escoba.

—Qué hambre tengo —me quejé.

—Podríamos cazar un ciervo.

—Me temo que aquí está prohibida la caza del ciervo.

—Pero ahora estamos al margen de la ley —repuso Hanada, muy consciente de lo que estaba diciendo.

Cuando terminamos de limpiar el suelo, nos quitamos las camisetas y los calcetines y los colgamos en el árbol más cercano para que se secara el sudor. A continuación, nos tumbamos en el suelo de la capilla con las mochilas bajo la cabeza a modo de almohadas.

—No tenemos nada que hacer —observó Hanada al cabo de un rato.

—No —repuse.

—¿Te apetece un caramelo? —me ofreció él, sacando un envoltorio de la mochila.

Cuando lo abrió, aparecieron seis caramelos de un color negruzco. Eran tan pegajosos, que se habían quedado pegados entre sí formando un bulto.

—Toma —dijo Hanada, y me puso un amasijo de caramelos en la palma de la mano, mezclados con trocitos de papel.

Hanada se llevó a la boca un bulto donde había por lo menos tres caramelos. Al principio sólo los chupaba, pero pronto se hartó y empezó a masticarlos. Cuando terminamos con los caramelos, nos encontramos otra vez sin saber qué hacer.

—Tengo ganas de cepillarme los dientes —dijo Hanada.

—No sabía que fueras tan escrupuloso.

—Sólo me apetece cuando no puedo hacerlo.

Volvimos a tumbarnos en el suelo. Las cigarras habían enmudecido, y las ranas croaban en su lugar, a veces en voz alta, a veces en voz baja. Las sombras larguiruchas de los árboles que crecían en el exterior de la capilla se fundían con la oscuridad de los alrededores, hasta que todo estuvo completamente a oscuras.

—Qué oscuro —dijo Hanada, tumbado a mi lado.

—Mucho —repuse.

Cuando terminamos de hablar, nos quedamos de nuevo sin saber qué hacer.

—Qué tranquilidad.

Lo habíamos repetido tantas veces, que ya no recuerdo si lo dijo Hanada o si fui yo. El caso es que, cuando uno de los dos acababa de pronunciar aquella frase por enésima vez, un enjambre de insectos enloquecidos irrumpió en la capilla.

Eran muy agresivos. Primero, noté un dolor en los lóbulos de las orejas. No se parecía en nada al pinchazo que provocan las picaduras de insectos, era auténtico dolor.

—¿Qué diablos es esto? —gritó Hanada.

—¡Ay! —grité yo, al mismo tiempo.

Estábamos tumbados a unos metros de distancia el uno del otro, pero nos acercamos inmediatamente. Hanada encendió el mechero y la capilla se iluminó de repente. Aquella pequeña luz que apareció rompiendo la profunda oscuridad me deslumbró. Dentro de la esfera de luz que irradiaba el mechero había un montón de insectos volando: los había grandes y pequeños; algunos tenían escamas y otros zumbaban enérgicamente, y los repulsivos estaban mezclados con los bonitos, pero todos eran tremendamente agresivos. Se abalanzaban encima de nosotros para chuparnos la sangre y clavarnos sus aguijones o, simplemente, revoloteaban a nuestro alrededor para aprovecharse del calor que desprendíamos.

—¿Qué hacemos? —planteó Hanada.

Nos habíamos puesto espalda contra espalda para dejar expuestas cuantas menos partes del cuerpo. La espalda de Hanada era cálida, y supongo que la mía también. Tuve la sensación de que el calor que desprendían nuestras espaldas juntas atraía aún más a los bichos.

—¿Y si hablamos en voz alta? —propuse, y Hanada empezó a gritar inmediatamente.

—¡Fuera de aquí! ¡Fuera! ¡Largaos de una vez! ¡Pst!

Gritábamos en todos los tonos de voz que éramos capaces de emitir, tanto si eran palabras con sentido como si no significaban nada. Sin embargo, no parecía que nuestras voces ahuyentaran a los insectos.

El mechero era de usar y tirar, y pronto se recalentó. Hanada apartó el dedo del mechero ardiente durante unos segundos, y la oscuridad cayó de nuevo sobre nosotros. En ese preciso instante, el número de insectos que nos acechaban pareció multiplicarse.

Confiando en la temblorosa luz del mechero, nos levantamos y salimos de la capilla. Recogimos las camisetas que habíamos dejado colgadas en el árbol y nos vestimos a toda prisa. El terreno que rodeaba el templo estaba bañado por una tenue luz.

—Hay un poco de luz —dijo Hanada, mirando hacia arriba.

La luna brillaba en el cielo. Era una media luna a la que le faltaban un par de trocitos.

—Será la luz de la luna —aventuré, y Hanada asintió vagamente.

—Es la primera vez que veo la luz de la luna.

Durante un rato, nos quedamos absortos contemplando el cielo. Además de la luna, las estrellas también irradiaban claridad.

—¿Es la Vía Láctea? —preguntó Hanada.

—Sí, lo es —corroboré.

La Vía Láctea cruzaba el firmamento en diagonal. Tenía partes muy claras y otras un poco más oscuras. No obstante, tal y como su nombre indicaba, era como un enorme río de leche que recorría el cielo.

Hanada y yo nos olvidamos de los insectos durante unos instantes y nos limitamos a contemplar el cielo nocturno. De vez en cuando, los zumbidos llegaban a nuestros oídos. Teníamos picaduras en el cuello y en todas las zonas descubiertas de brazos y piernas, pero en aquel momento sólo pensábamos en mantener la vista fija en el cielo.

—Cómo brilla —dijo Hanada, en un tono aturdido.

—Sí, brilla mucho —repetí.

Nos quedamos de pie durante un rato. Cuando nos cansamos, nos sentamos en el suelo y seguimos contemplando la esfera celeste hasta que empezaron a dolemos las cervicales. Entonces, nos tumbamos boca arriba.

No sé cuánto rato estuvimos allí. Cuando reaccioné, la Vía Láctea se había desplazado y estaba más cerca del cénit.

—Parece que ahora hay menos bichos.

—A lo mejor sólo nos hemos acostumbrado a ellos.

Los insectos seguían zumbando a nuestro alrededor, pero como estábamos en un lugar mucho más espacioso, no se nos echaban encima con tanta agresividad.

Nos incorporamos tras unos cuantos suspiros, un poco más animados.

—Edo —me llamó Hanada, después de una breve pausa.

—Dime.

Desde que habíamos llegado a aquella isla, nos habíamos acostumbrado a llamarnos y a respondernos cada vez que uno de los dos pronunciaba el nombre del otro. Era una sensación un poco extraña.

—Estuve mamando hasta los seis años —me confesó Hanada.

—¿Hasta los seis años? —repetí—. ¿A qué viene eso?

—Sí, hasta los seis años. Además, mi madre y yo dormimos juntos en el mismo futón hasta que terminé la escuela primaria.

—¿Qué? —exclamé.

—Creo que estaba mucho más enmadrado que tú.

—Es posible —le respondí prudentemente—, pero eso no significa nada.

No tenía ni idea de lo que intentaba decirme Hanada.

—Cuando era pequeño quería tanto a mi madre, que estaba convencido de que no podría vivir si ella muriera —continuó, con aire solemne.

—¿Tan imprescindibles son las madres? —le pregunté, escéptico.

—Lo dices como si tú no tuvieras —se extrañó él.

—Sí que tengo, pero no creo que se me ocurriera gritar «¡mamá!» en el momento de mi muerte.

—Ya —gruñó.

Hanada se llevó un cigarrillo a la boca y lo encendió. Los ojos se me habían acostumbrado a la oscuridad, y la llama del mechero me deslumbró. Era una luz mucho más intensa y penetrante que el tenue resplandor que irradiaban las estrellas y la luna.

—Antes la quería con locura, pero ahora la considero una vieja.

—Claro —asentí con cautela.

En mi casa no había ni madres, ni viejas.

—Soy un chico normal —dijo Hanada.

A continuación, como si acabara de acordarse, echó un vistazo a la sanguijuela que seguía agarrada a su muñeca y le acercó el cigarrillo encendido. La sanguijuela se desprendió y cayó al suelo. Entonces, acercó la punta del cigarrillo a la que yo tenía en mi brazo. Un instante de calor bastó para ahuyentar al animal.

«¿Normal?», pensé, repitiendo para mis adentros las palabras de Hanada.

—No sé si tu concepto de normalidad es el mismo que el mío —reflexioné en voz baja, como si hablara conmigo mismo.

El cigarrillo de Hanada brillaba.

—¿Es el mismo o es diferente? Ni idea —concluyó mi amigo en un susurro.

La punta del cigarrillo se redujo a cenizas y cayó al suelo. «Normal —repetí dentro de mi cabeza—. Normal. Normal. Normal». A medida que repetía aquella palabra, iba perdiendo su significado.

La Vía Láctea seguía avanzando por el firmamento. Pronto dejaría atrás el punto más alto.

—Qué sueño —dije.

Hanada no respondió. Agucé el oído y pude oír su respiración acompasada. Los insectos se nos acercaban zumbando y se alejaban de nuevo. Cerré los ojos, y la imagen difuminada de la Vía Láctea se quedó atrapada en mis retinas.

Cuando abrí los ojos, empezaba a amanecer. El sol aún no había salido, pero el cielo estaba completamente iluminado.

—Está nublado —dijo Hanada.

Me di la vuelta. El frescor del alba me había dejado el cuerpo entumecido. Hanada estaba tumbado boca arriba, un poco apartado, contemplando el cielo con los brazos y las piernas abiertos.

—«Me preguntas por qué vivo en estas montañas verdes. Yo sonrío. | No hay palabras para expresar el sosiego de mi corazón. | ¡Qué fascinante la flor del melocotón, arrastrada por la corriente del agua! | Aquí vivo en otro reino, más allá del mundo de los hombres» —recitó Hanada, con la mirada fija en el cielo.

—Ese poema me recuerda a Kitagawa —observé.

Había intentado unirme a Hanada cuando empezó a recitar el poema, pero hacía tantas semanas que había terminado el curso que fui incapaz de recordar los cuatro versos del poeta chino Li Bai.

—Creo que estoy un poco enamorado de Hirayama —admitió Hanada. Por su tono de voz, parecía que continuara recitando poesía china.

—¿Cómo?

—Aun así, es un callejón sin salida.

Guardé silencio, sin saber qué responder. Hanada sacó una botella de agua de la mochila, bebió ruidosamente y me la pasó. Vacilé un instante, pero me llevé la botella a los labios y la apuré de un trago.

A continuación, orinamos uno al lado del otro.

—Tengo la sensación de que, desde que estamos aquí, no hemos hecho nada más que mear —observé.

—Es que es lo único que sabemos hacer bien de verdad.

—Pues yo creo que tenemos más habilidades.

—¿Cuáles?

—No sé —respondí—, déjame pensar. Mientras pensaba, la voz de Mizue Hirayama resonó nítidamente dentro de mi cabeza. «Midori», me llamó varias veces. Tuve una erección, pero desapareció al poco rato.

—Tienes razón. No tenemos ninguna habilidad —admití, algo desanimado.

—¿Lo ves? —dijo Hanada, que me estaba mirando la entrepierna.

—No mires —le pedí, y me subí los pantalones de la señora Nami.

—Tengo que hacer de vientre —se excusó Hanada, y fue a esconderse tras la capilla.

Pronto emprendimos el camino de vuelta y empezamos a bajar en silencio hacia el embarcadero. Sólo tardamos dos horas en deshacer el camino que a la ida habíamos tardado más de cinco horas en recorrer por culpa de la lluvia. En el último tramo del descenso, nos cansamos de ir a paso lento y echamos a correr a campo través.

Cuando por fin divisamos el embarcadero, apretamos aún más el paso.

«Ya falta poco», pensé. En ese preciso instante, me rompí el tobillo. Mientras caía al suelo, una única palabra cruzó por mi mente: «infierno». «¿Qué clase de lugar será el infierno?», pensé, como si estuviera viviendo una escena que se desarrollara a cámara lenta. Sin embargo, perdí el conocimiento antes de llegar al infierno. El mundo se oscureció y las leyes de la física hicieron que mi cuerpo se desplomara sobre la superficie de la Tierra.