«LAS FAMILIAS REALES»

El 20 de junio es el «día Edo», una celebración especial que la familia Edo inventó en conmemoración de sí misma.

A continuación, relato las actividades que se suceden durante el día Edo.

En primer lugar, mi abuela, mi madre y yo intercambiamos el saludo de rigor: «Buenos días, Aiko. Buenos días, Masako. Buenos días, Midori». Normalmente, nos saludábamos todas las mañanas porque si no lo hacíamos, mi abuela se ponía hecha una furia. Pero mientras que el resto del año bastaba con un simple «Buenos días», el día 20 de junio teníamos que utilizar la fórmula completa. Era un ritual que no hacíamos ningún otro día del año, ni siquiera el primero de enero.

A continuación, viene el intercambio de regalos.

A la hora del desayuno, mi madre, mi abuela y yo nos reunimos en torno a la mesa, cada uno con dos sobres de papel. Debemos escribir la palabra «Gracias» en ambos sobres. Es imprescindible que esté escrita a tinta, no valen los bolígrafos ni los rotuladores. De lo contrario, mi abuela también ponía el grito en el cielo. Yo pongo mil yenes en cada uno de mis sobres, mi madre pone dos mil en los suyos y mi abuela, tres mil. Tras una leve inclinación de cabeza, cada uno de nosotros entrega sus sobres a los demás. Durante la entrega y la recepción de los sobres, nos dedicamos breves reverencias y sonrisas, pero no por imposición de mi abuela, sino porque nos parece de mala educación dar y recibir dinero con cara de pocos amigos. Es una especie de acuerdo tácito entre los tres.

Luego viene la siesta.

Si es un día festivo, dormimos la siesta en la habitación, los tres juntos. Los días laborables, cada uno busca el mejor momento para echar una cabezadita en su lugar de destino: yo en el colegio y Aiko en el tren, en una cafetería o en la biblioteca. Puesto que se trata de un ritual para atraer la salud, en caso de que nos sea imposible dormir la siesta, la intención es lo que cuenta.

El siguiente acto es la puesta de sol.

Pase lo que pase durante el día, al anochecer tenemos que estar de nuevo en casa. Nos quedamos los tres de pie en el lavadero donde tendemos la colada y contemplamos la puesta de sol. Como hay más edificios altos que antes, no alcanzamos a ver la línea del horizonte, pero si miramos en aquella dirección vemos el extremo superior del sol escondiéndose a lo lejos. Nos quedamos allí, en silencio, hasta que el disco rojo se ha hundido por completo. Ese día nunca llueve, quizá porque es el día de la familia.

Por último, viene el despilfarro.

Después de la puesta de sol, cada uno de nosotros coge los dos sobres que ha recibido por la mañana y vamos a comprar al supermercado. Con el dinero de los sobres, compramos toda clase de artículos prescindibles para la supervivencia, como golosinas, chocolatinas, bebidas y revistas, entre muchos otros. Yo tengo cinco mil yenes, mi madre tiene cuatro mil y mi abuela, tres mil. Es mucho dinero.

El despilfarro es el acto que culmina el día Edo. Es una celebración única, una fiesta conmemorativa familiar al margen del día de la madre, el día del padre y el día del niño.

La celebración del día Edo se instauró cuando yo empecé la escuela primaria. El origen de todo fue la jornada de puertas abiertas para padres.

—Dentro de dos sábados, los padres irán al colegio —le anuncié a mi abuela.

—En nuestra familia no tenemos padre —me respondió ella rápidamente.

—Ya —repuse. Eso ya lo sabía—. Pero la jornada de puertas abiertas es justo antes del día del padre, por eso necesito un padre.

—Da igual que sea el día del padre o el día del abuelo. No puedes pedirle peras al olmo —insistió mi abuela, aún más tajante que antes.

—¿Y quién me hará de padre? —le pregunté, sin poder aguantar más. De pequeño era un niño muy responsable.

—Nadie —atajó mi abuela.

—¿No podemos alquilar un padre?

—¿Alquilarlo? —rio Masako.

Permaneció unos instantes con la mirada perdida en el techo. Ahora me doy cuenta de que quizá estaba considerando si debía pedírselo a Otori. Se ve que al final rechazó la idea de alquilar a Otori como padre sustituto de última hora.

—Iré yo —decidió.

—¿Tú? —pregunté yo—. ¿No podemos alquilar un padre? ¿Ni siquiera alguno de los Take?

Los Take eran unos parientes muy lejanos que teníamos en Gunma, primos de unos primos. Como era una familia bastante grande, pensé que habría alguien disponible para hacerme de padre.

—Las personas podemos alquilar cosas, pero no podemos alquilar a otras personas —me explicó mi abuela, mirándome a los ojos.

—¿No podemos?

—No podemos. Ni podemos alquilar a una persona, ni debemos apropiarnos de su forma de pensar ni de su alma, ni siquiera de un pedacito de ella. La gente no se alquila. Y si se pudiera alquilar a alguien, saldría muy, pero que muy caro.

—Caro… —suspiré.

Cuando era pequeño, la familia Edo tenía aún menos dinero que ahora, y la palabra «caro» significaba casi lo mismo que «crimen», de modo que acabé huyendo con el rabo entre las piernas.

«¿Tú has alquilado alguna vez a alguien? —le pregunté más adelante a mi abuela—. ¿Es tan caro como dices? ¿Cuánto te costó?». Pero ella se limitó a reír, como siempre.

Mi abuela llegó a la jornada de puertas abiertas para padres una hora antes de lo previsto, entró en el aula y se quedó de pie al fondo, sola. Ni siquiera se sentó a la hora del descanso. Mis compañeros de clase le lanzaban miradas indiscretas y yo me moría de vergüenza. Me quedé sentado durante toda la pausa, sin despegar la vista de la pizarra y fingiendo que no la conocía.

El maestro permitió que los padres asistieran a clase de japonés. Por fin habíamos terminado de aprender el silabario, y estuvimos toda la hora haciendo dictados de palabras para aprender a escribir «lápiz», «sombrero» y «mochila».

Yo, que no tenía muy claro lo que era un padre, volvía la cabeza cada vez que se abría la puerta del fondo del aula y entraba alguien.

Comparados con Aiko y Masako, los padres eran personajes oscuros. Cuando se habían reunido unos cuantos, me pareció que la temperatura del aula subía un poco. A pesar de que ninguno de ellos hablaba, tuve la sensación de oír un débil murmullo procedente de la zona donde se encontraban.

Me llevé una buena sorpresa al descubrir que los padres, contrariamente a mis suposiciones, no tenían nada que ver con Otori. Más bien se parecían a mi madre y a mi abuela. A diferencia de Otori, aquellos padres no parecían unos irresponsables.

La clase de japonés terminó sin novedad. Ante la presencia de tantos padres, ningún niño se atrevió a armar jaleo y nadie se echaba a reír cuando un compañero respondía una barbaridad. Además, como estuvimos una hora entera haciendo sólo dictados, las oportunidades para distraerse fueron más bien escasas.

—Ha sido una clase de lo más aburrida —comentó mi abuela más tarde, cuando llegué a casa.

—¿Había hombres guapos? —le preguntó mi madre.

—Ni uno —negó mi abuela, categóricamente.

—Si era una jornada de puertas abiertas para padres, deberían haber organizado actividades típicas del día del padre, ¿no? —reflexionó mi madre, ladeando la cabeza.

—¡Exacto! Como por ejemplo, hacer los deberes con los padres o escribirles una carta de agradecimiento —sugirió mi abuela, con una risita. Era una risa distinta a la de costumbre. «¿Qué querrá decir con esa risa? —pensé—. ¡Ah, claro! Es la risa de cuando tomas a alguien por tonto».

Había aprendido la expresión «tomar por tonto» dos semanas antes, un día que Otori vino a casa.

—¿Has comido perro alguna vez, Midori? —me preguntó Otori de repente.

En aquel momento, yo estaba merendando un plátano. La pregunta vino justo cuando acababa de darle un buen mordisco y tenía la boca llena, de modo que estuve a punto de atragantarme.

—¡No digas eso, Otori! —lo regañé, levantando el tono de voz. No gritaba casi nunca, fue un acto reflejo. En cambio, cuando de verdad quería levantar el tono de voz, nunca me salía.

—Los perros están muy ricos —continuó Otori, muy serio.

—¡Pobrecitos! ¡No vuelvas a decirlo nunca más! —exclamé, casi gritando. Mientras hablaba, me sorprendí a mí mismo. En realidad, siempre había odiado los perros, pero descubrí que gritar provocaba una sensación muy gratificante.

—Pues en China y en Corea comer perros es lo más normal del mundo.

—¡Ya basta! —interrumpió mi madre, que acababa de llegar a casa—. No digas esas barbaridades delante del niño.

—No es ninguna barbaridad —se defendió Otori, muy tranquilo y sin dejar de mirarme.

—Yo no quiero comer perro —afirmé rotundamente. Los gritos de antes me habían dado una confianza en mí mismo muy poco habitual.

—No te preocupes, en la familia Edo nunca se comerán perros —me tranquilizó mi madre, y le lanzó a Otori una mirada fulminante.

Otori no respondió. Se limitó a mirar a mi madre en silencio, mientras ella le aguantaba la mirada sin decir palabra.

—Estás preciosa, Aiko —dijo Otori al cabo de un rato, como si no pudiera aguantar más.

—¿De qué estás hablando? —titubeó mi madre.

—Eres una mujer guapísima —repitió Otori, que parecía sincero.

—¡Idiota! —le gritó ella.

Cuando oí su grito, me llevé una terrible decepción. ¿Aquello era un grito? No llegaba ni por asomo a la altura del grito que me había hecho sentir tan bien un momento antes. Inmediatamente después del grito de mi madre, Otori se echó a reír, y ella gritaba cada vez más fuerte: «¡Idiota! ¡Estúpido! ¿Por qué te ríes de mí? ¿Acaso me tomas por tonta?».

Tanto la historia de la gente que come perros como la expresión «tomar por tonto» me provocaron una profunda impresión. A partir de entonces, el significado de «tomar por tonto» se quedó grabado en mi memoria.

El día de la jornada de puertas abiertas, la risa de mi abuela sonó muy parecida a la risa burlona de Otori.

—Se ve que los niños de la otra clase les han escrito cartas a sus padres —comenté.

En aquella época, yo estaba enamorado de la tutora de la otra clase, la señorita Tamako. Era una joven maestra que llevaba apenas dos años dando clase. Nos cogía del brazo con una dulzura especial, y hablaba con una voz tan aguda, que parecía estar cantando. Aunque te acercaras mucho a ella, no olía a perfume como mi madre, a quien nunca me atreví a decirle que no me gustaba el olor a perfume.

Cuando terminó la hora de puertas abiertas y eché un vistazo a la otra clase, la señorita Tamako todavía estaba de pie en la tarima leyendo algo en voz alta con su voz cantarina: «A mi padre le gusta mucho la cerveza, y a mí no me importa que beba tanta como quiera. Pero no me gusta que se meta en la bañera borracho porque es muy peligroso». Los padres que escuchaban desde el fondo del aula prorrumpieron en aplausos. A continuación, los niños se dirigieron hacia sus respectivos padres y les dejaron leer la carta que les habían escrito. La expresión de los padres se fue ensombreciendo a medida que avanzaban en la lectura. Empezaron a balancearse impacientes y a mover la cabeza.

—¿Cartas para los padres? —repitió mi abuela, y la sonrisa burlona desapareció de su rostro inmediatamente.

—Sí. Los niños decían que sus padres bebían cerveza, y cosas así.

—¿Cerveza? —rio mi madre—. Los padres y la cerveza, ¡una combinación perfecta! El whisky o el aguardiente no son tan idóneos para una carta de agradecimiento a los padres.

—¿Y por qué los niños de tu clase no habéis escrito ninguna carta de ésas? —preguntó mi abuela, indignada, haciendo caso omiso al comentario de mi madre.

—¿Por consideración? —dijo mi madre, más tranquila.

—¿Con los niños que no tienen padre? —rugió mi abuela.

—¡No te enfades conmigo! —protestó mi madre, con una amarga sonrisa.

—No estoy enfadada. Bueno, sí que lo estoy —añadió rápidamente mi abuela.

—¿Por qué estáis enfadadas? —les pregunté, y ellas intercambiaron una mirada y se encogieron de hombros al mismo tiempo—. ¿Por qué? —insistí, pero ninguna de ellas quiso darme una explicación.

Aquel mismo día, Otori vino al anochecer. Saludó en el mismo tono de siempre y entró sin pedir permiso.

Mi abuela aún seguía medio mosqueada por lo de antes. Le sirvió un buen plato de bardana al estilo kinpira con atún hervido con salsa de soja, que era lo que había sobrado de la cena, y le abrió una cerveza. Cuando estaba enfadada, mi abuela era más generosa que nunca.

—La cerveza de esta casa sabe a gloria —observó Otori, con un deje de admiración en la voz.

—La cerveza sabe igual en cualquier lugar —replicó mi abuela.

Otori frunció el ceño por un momento, pero enseguida recuperó su habitual expresión afable y continuó bebiendo con una sonrisa silenciosa, sin llevarle la contraria a mi abuela pero tampoco sin darle la razón. Otori tiene mucha mano izquierda en ese sentido. Por eso tiene tanto éxito con las mujeres.

Mi madre se había retirado con la excusa de que tenía que trabajar, demostrando una vez más su gran habilidad para eludir las situaciones incómodas. Yo escuchaba distraídamente la conversación que mi abuela mantenía con Otori.

—Los demás creen que deben ser más considerados con Midori porque no tiene padre —dijo mi abuela de sopetón, y Otori ladeó la cabeza y bebió un trago de cerveza—. Al parecer, los niños que no tienen padre necesitan un trato especial.

—Ajá —asintió Otori, con un movimiento de cabeza. No fue exactamente una afirmación, aunque tampoco un rechazo categórico. Otori tiene una sorprendente habilidad natural para expresar sus opiniones con sutileza. También por eso las mujeres lo adoran.

—Supongo que lo consideran un gesto de amabilidad —continuó mi abuela, que había pasado por alto el movimiento de cabeza de Otori—, porque parten de la base de que los niños sin padre no son felices.

—Ajá —repitió Otori, con una sonrisa en los labios.

—¿Por qué se supone que los niños que no tienen padre son infelices?

—Tiene razón. Estoy totalmente de acuerdo con usted —asintió Otori con vehemencia.

En aquella época, yo aún no sabía que Otori había sido el donante de la mitad de mis genes y pensaba, con toda mi buena fe, que aquel hombre era un bonachón, puesto que escuchaba con los cinco sentidos las divagaciones de Masako a pesar de que era un extraño en la familia. Ahora, cuando recuerdo aquella conversación, me pregunto cómo pudo tener la desfachatez de darle la razón a mi abuela.

—Aunque fuera un niño sin padre, con treinta madres y criado por ratones, no tendría por qué ser infeliz —prosiguió mi abuela.

«¡Qué asco! Un niño criado por ratones», pensé yo para mis adentros.

—El origen de ese trato especial tan absurdo que le dan en el colegio es la creencia de que los niños sólo pueden ser felices en una familia tradicional.

—Ajá —dijo Otori.

—Como en la clase había un niño que no tenía padre, los demás niños tampoco les han escrito cartas a sus padres. Es como si una caja de huevos se retirara del supermercado porque hay un huevo de pato mezclado con los huevos de gallina. ¡Como si la caja no se pudiera vender porque los huevos de pato son de distinto tamaño! ¡Es ridículo! ¿Cuál es el problema del huevo de pato? Hasta puede que sea más sabroso que los de gallina.

—Ajá —repitió Otori, mientras cogía un trozo de atún hervido con los palillos—. Me encanta el atún hervido con pepino cortado a rodajas muy finas y aliñado con vinagre —susurró.

—¿Me estás escuchando? —Otori se volvió precipitadamente hacia mi abuela—. Tienes la obligación de escucharme, Yasuro. ¿Qué opinas de Midori? ¿Qué opinas de Aiko? Y lo que es más importante, ¿qué piensas hacer con tu vida? —lo acribilló mi abuela. Otori se rascó la cabeza.

—Masako, ¿usted sabe cómo se prepara el llamado «huevo centenario» con un huevo de pato?

—No lo sé, pero eso ahora no tiene la menor importancia.

—Pero ¿no le parece precioso el color del huevo centenario?

—No estábamos hablando de eso.

—Es cierto, pero ¿no siente una especie de opresión en el pecho cuando piensa que el huevo centenario obtiene ese color tras una larga fermentación?

—¡Es que nunca se puede hablar seriamente contigo! Está bien, reconozco que ese tono oscuro y gelatinoso que adopta el huevo centenario es precioso.

Así fue como la conversación tomó otros derroteros.

Otori tiene mucha mano izquierda con las mujeres. Más adelante le he preguntado algunas veces, con una mezcla de envidia y admiración, cómo se las arregla para distraer con tanto tacto la atención de las mujeres. «Midori, ten en cuenta que, si una mujer está muy enfadada conmigo, incluso a mí me resulta imposible apaciguarla aunque me ponga a decir una tontería tras otra», me responde siempre Otori, muy serio.

Puesto que aquel día no fue Otori quien había provocado el enfado de mi abuela, consiguió distraer fácilmente su atención sacando un tema de conversación trivial.

—La próxima vez probaré a aliñar el atún con vinagre —le prometió mi abuela, mientras le abría otra botella de cerveza.

Otori, que supo inmediatamente que había logrado calmar los ánimos de mi abuela, dijo que la cerveza le gustaba mucho, pero insinuó que un vasito de sake tampoco le vendría mal. Sin embargo, Masako lo ignoró.

El día Edo se instauró unas horas más tarde, cuando mi abuela había empezado a beber cerveza con Otori y sus mejillas habían adquirido un tono rosado. Cuando estaba borracha, se parecía mucho a mi madre.

—Aiko, ¡ven aquí a charlar con nosotros! —vociferó mi abuela, torciendo el cuello hacia la habitación.

—¡Voy! —respondió mi madre, pero siguió sin aparecer.

Otori y Masako iban dejando las botellas de cerveza vacías encima de la mesa hasta que, al final, apenas podía verlos desde mi silla porque las botellas les tapaban la cara.

—Todos los miembros de la familia Edo nos llevamos bien, cuidamos de nuestra salud e intentamos actuar por el bien de la sociedad en la medida de lo posible —gritaba mi abuela la mar de contenta, mientras que Otori se limitaba a responder «Ajá» con su característico golpe de cabeza.

La cara de mi abuela, que normalmente no tenía nada que ver con la de mi madre, aquel día se le parecía enormemente, y aquello me dejó un poco intranquilo. Quería cepillarme los dientes y tumbarme en el futón, pero por algún motivo desconocido era incapaz de levantarme. Otori repitió su «Ajá» por enésima vez. Mi madre no llegó a salir de la habitación.

Para celebrar el día Edo de este año, compré en el supermercado un plato de ternera precocida, pollo frito, tres tipos distintos de galletitas, dos tarros de fideos preparados, un kit para eliminar el vello de las fosas nasales, un paquete de bastoncillos para las orejas, una botella de Coca-Cola de dos litros y cinco cómics.

Mi abuela compró fideos fritos, un cocido japonés —con nabo, algas, tofu frito y huevo—, un pastel de arroz relleno de pasta de judías, un flan de leche, un zumo de manzana de medio litro y una revista de viajes.

Mi madre compró onigiri de dos tipos diferentes —de caviar rojo y de ciruelas saladas—, espinacas con zanahoria y sésamo, una ensalada de fideos finos, pasta de pescado cocido, tortilla, zumo de verduras, una botellita de whisky, una tableta de chocolate y dos revistas de moda.

Volvimos a casa arrastrando cada uno una bolsa enorme. Mi madre y mi abuela charlaban alegremente mientras caminábamos. «Este año has comprado un cocido de verano, mamá», «Últimamente no cuidas mucho tu salud, Aiko».

—De todos modos, no soporto esos inventos provisionales como la «consideración educativa», la «eliminación de diferencias» o la «multifuncionalidad» —le dijo mi abuela a Otori con un resoplido la noche en que el día Edo quedó instaurado.

—En algunas ocasiones, es bueno que una sola cosa sirva para todo —le respondió Otori. Mi abuela sacudió la cabeza enérgicamente.

—¡Ni hablar! No son más que vulgaridades. —Otori respondió con un «Ajá», y ella prosiguió—. En el día Edo debemos intentar, en la medida de lo posible, comprar cosas que no sirvan para nada.

Así fue como mi abuela, en un arrebato de inspiración, tomó la decisión sobre ese punto. Así fue también como se decretó, por algún motivo que desconozco, que el día Edo se celebraría el 20 de junio. La verdad es que la conversación en sí no tuvo mucho sentido.

Cuando regresamos del supermercado, mi madre y mi abuela dejaron todo lo que habían comprado en la mesa, mientras que yo lo coloqué directamente encima del tatami. Durante unos momentos, sólo se oyó el ruido que hacíamos sacando las cosas de las bolsas.

—Éste es el momento que más me gusta —dijo mi abuela—. Los momentos que vienen justo antes de empezar algo son los mejores. Siempre hacen ilusión y nunca son tristes.

—A mí me gustan los momentos previos a llenar el estómago —confesó mi madre—. Cuando sabes que pronto podrás comer, pero todavía tienes que esperar un poco. Me gusta ese intervalo tan fino como la masa de un bollo dulce de pasta de judías.

Fuimos consumiendo todo lo que habíamos comprado. Mi madre hojeó sus revistas de moda. Mi abuela se sentó con la espalda muy recta y comió su cocido. Yo empecé a comer la ternera precocida, hice una breve pausa cuando llegué a la mitad y me limpié las orejas con los bastoncillos. A lo lejos, se oía la sirena de una ambulancia. El ambiente húmedo de una noche lluviosa lo empapaba todo lentamente.

—Creo que ha llegado alguien —dijo mi abuela.

Mi madre y yo nos volvimos al mismo tiempo hacia el recibidor.

—Buenas noches —dijo una voz, golpeando la puerta cerrada con llave.

—¡Qué fastidio! ¿Qué querrán a estas horas? —se quejó mi madre.

—Ve a abrir —me ordenó la abuela.

Me levanté y salí al pasillo. Al abrir la puerta, me encontré cara a cara con Otori.

—Buenas —saludó Otori, cabizbajo como de costumbre.

—Buenas noches —le respondí en voz baja.

—¡Hola! —dijo otra voz que venía de detrás de Otori.

—¿Eh? —me sorprendí.

Miré hacia donde procedía la voz, pero Otori estaba justo delante y me tapaba la visión. Eché un vistazo por encima del hombro izquierdo de Otori, pero él torció la columna, adoptando una postura muy poco natural, y no me dejó ver a su acompañante. Lo intenté de nuevo alargando el cuello por encima de su hombro derecho, pero Otori se inclinó hacia el lado opuesto.

—¿Eres Hirayama? —pregunté.

El acompañante de Otori no dijo nada. Cuando intenté ver quién era por enésima vez, Otori empezó a balancear su cuerpo sin ton ni son, como si se divirtiera, impidiéndome ver a la persona que tenía detrás.

—Hoy hace mucho bochorno —observó Otori.

—Hace calor —añadió su acompañante.

—Entra —lo invité bruscamente.

Otori se sacó las chanclas de goma y empezó a caminar por el pasillo. Sus pies descalzos hacían tap, tap a cada paso. Por fin pude ver a la persona que se escondía tras él.

Tal y como sospechaba, era Mizue Hirayama. Se quedó de pie en el recibidor, con la cabeza gacha. Tenía gotitas de sudor en la frente, donde le nacía el pelo corto.

—¿Qué ha pasado? —le pregunté con el mismo tono brusco con que había invitado a Otori a entrar.

—He venido —dijo ella. Llevaba una gran bolsa de tela en la mano.

—¿Por qué? —le pregunté, haciendo un esfuerzo por recuperar mi tono de voz habitual.

—¿No te gusta? —me preguntó ella, con una voz muy grave.

—Creo que ha venido a verte, Midori —me dijo Otori desde el pasillo.

—¿Qué?

—No, no es eso —desmintió rápidamente Mizue, sacudiendo la cabeza.

—¿Estás segura? —repitió Otori, riendo.

—No, no es eso, pero tampoco es que no lo sea, aunque no es exactamente eso —balbució Mizue, mientras nos miraba alternativamente a mí y a Otori.

—Eso ha sido feo —dijo Otori, riendo.

—¡No es lo que quería decir!

Mizue se quedó mirando al suelo. Yo, sin saber muy bien qué decir, me quedé de pie, en blanco.

—Por lo menos, déjala entrar —dijo Otori. Nos observó durante un instante con gran regocijo, se dio la vuelta súbitamente y entró a paso ligero en el comedor.

Los movimientos de Otori siempre son bruscos. Nunca trata de cambiar su ritmo para adaptarse a los demás. Mi madre suele decir que es un egoísta. Mi abuela prefiere decir que va a su ritmo. Ambas cosas significan lo mismo.

—Con permiso —dijo Mizue. Acto seguido, dejó la bolsa en un rincón del recibidor y entró en casa.

—¿Qué llevas ahí dentro? —le pregunté. Ella cerró el puño con fuerza.

—Mis cartas y mi diario.

—Tiene pinta de pesar mucho.

—Sí. Es que lo llevo todo.

—¿Todo?

—Para que mi madre no lo lea.

—¿Lo hace?

—Detesto a la gente que lee los diarios y las cartas de los demás sin permiso.

—Ajá —le respondí.

No pude imaginarme a mi madre fisgoneando en mis cosas. En realidad, sólo leía las notificaciones importantes del colegio que yo quería que leyera.

—Supongo que lo hace porque se preocupa por ti.

—No tiene nada que ver con la preocupación.

—¿Tú crees?

—Estoy segura.

Mizue apretó los labios. «Es preciosa», pensé en ese momento.

—¿Vamos a mi habitación? —le sugerí—. Lo digo por no hablar de pie.

—Vale, pero antes debería saludar a tu familia —dijo ella—. Es muy tarde.

—¿Quieres? —le ofreció mi madre a Mizue Hirayama, invitándola a un trozo de flan de leche. Ya le habían servido un plato, unos palillos y un vaso. En el plato había un onigiri y una ración de espinacas con zanahoria y sésamo. Otori, muerto de envidia, no apartaba la vista del plato.

Aunque Mizue sólo quería saludar a mi madre y a mi abuela, no había forma de sacarla de ahí.

—¿Cómo le va a Midori en el instituto? —le preguntó mi abuela.

—Se porta muy bien —respondió Mizue.

—¿Se porta bien? —rio mi madre.

—¿Nos vamos ya? —sugerí yo, pero mi madre y mi abuela no parecían dispuestas a soltar a Mizue tan pronto. «Ese corte de pelo te queda muy bien, ¿dónde te lo han hecho?», «¿Qué clase de revistas lees?», «¿Qué es lo que más te gusta de Midori?», «Las chicas de tu edad sois demasiado jóvenes para ataros a un solo chico», le decían.

Mizue respondía rápidamente a las preguntas que le llovían desde ambas direcciones, especialmente por parte de mi madre. Habría bastado con una mirada, aunque fuera por el rabillo del ojo, para que yo captara el mensaje de socorro y acudiera en su ayuda, pero Mizue se limitaba a mirar alternativamente a mi madre y a mi abuela sin apenas mover el cuello, como si fuera una muñeca.

Otori observaba la situación con una mirada burlona y un cigarrillo entre los labios. Mi abuela y mi madre no estaban dispuestas a renunciar a su presa.

—¿Qué puedo hacer para que la dejen en paz? —le pregunté a Otori, susurrándole al oído.

—Cuando están nerviosas se comportan así.

—¿Qué? —pregunté, extrañado—. ¿Nerviosas?

—Son más tímidas de lo que parecen, por eso se ponen nerviosas.

—Pues no parecen nerviosas en absoluto.

«Los que estamos nerviosos somos Mizue y yo», pensé para mis adentros.

—¿Me prestas un bastoncillo para las orejas, Midori? —me pidió Otori, levantándose.

—Sí, claro —le respondí, y le alargué un bastoncillo.

—¿Te apetece una cervecita, Mizue? Otori se acercó a Mizue. Sin pedir permiso, cogió la lata de cerveza que mi madre había comprado para celebrar el día Edo, tiró de la lengüeta para abrirla y vertió el contenido en el vaso de la muchacha.

—Es que no tengo edad suficiente para tomar alcohol —se excusó ella, agitando la mano a modo de rechazo.

—¿En serio? En ese caso, me la tomaré yo mismo. Otori cogió de un manotazo el vaso de Mizue y engulló la cerveza ruidosamente. A continuación, se limpió las orejas con el bastoncillo, como si nada hubiera pasado.

—¡Deliciosa! —exclamó en un tono sincero que surgía de lo más profundo de su corazón—. Tú también deberías tomar cerveza en verano, Mizue.

—¡No le des malas ideas! —lo regañó mi madre desde el otro lado. Mizue rio débilmente.

«Yo nunca podré ser como Otori —pensé—. Tampoco quiero ser como él, naturalmente. Yo no soy un mal perdedor».

—¿Vamos arriba? —le propuse rápidamente a Mizue, aprovechando que Otori había desviado su atención.

—Vamos —aceptó ella, sin pensárselo dos veces.

Cogimos una botella de Coca-Cola y dos vasos y subimos las escaleras, que crujieron bajo nuestros pies.

—¿Me sujetas esto? —le pedí a Mizue. Cuando ella cogió los dos vasos, abrí la puerta corrediza de papel con la mano que me quedaba libre.

Era la tercera vez que Mizue venía a mi casa. La primera vez vino en plan formal, para conocer a mi familia. La segunda vez, mi abuela y mi madre no estaban en casa, y vino en secreto. Así que era la tercera vez.

Mi habitación era un cuarto de estilo japonés de seis tatamis. Junto al tirador de la puerta corrediza había una cerradura que yo mismo instalé cuando estudiaba tercero de secundaria, tras una pelea con mi madre.

—Me encanta tu casa porque es muy vieja —comentó Mizue mientras se sentaba en la cama.

—¿De veras?

—Sí. Me gusta especialmente la habitación que hay al lado del recibidor, esa que tiene una vidriera de colores.

—No es una vidriera de colores, es un simple cristal tintado.

La abuela llamaba a la pequeña estancia junto al recibidor «habitación de invitados». En realidad, era una habitación que sólo se utilizaba cuando uno de los editores de mi madre venía a casa. De todos modos, como solía ser ella quien se desplazaba, casi nunca recibíamos visitas relacionadas con su trabajo.

—Me gustaría llorar en esa habitación —me confesó Mizue.

—¿Qué quieres decir?

—Cuando estuviera agotada de tanto llorar, levantaría la cabeza y vería el sol poniente a través de la vidriera de colores.

—No es una vidriera de colores.

Sentada en la cama, Mizue dio un pequeño saltito. La otra punta de la cama, donde me había sentado yo, también se agitó al cabo de un momento.

—¿Y por qué querrías llorar sin motivo? —le pregunté.

Ella saltó otra vez, y yo volví a notar la sacudida en el otro extremo de la cama.

—¿Por qué te has sentado tan lejos de mí? —preguntó ella, sin responderme.

—No estoy tan lejos —le aseguré.

—Ven a mi lado.

—Es que toda mi familia está abajo.

—Eres un soso —dijo Mizue, y volvió a saltar. Tensé todos los músculos de mi cuerpo para no dejarme llevar por el balanceo.

—No se necesita ningún motivo para llorar —prosiguió ella, mientras saltaba de nuevo.

—¿Tú crees? —le pregunté, escéptico.

—Llorar me tranquiliza —dijo, encogiéndose de hombros.

Llené el vaso de Coca-Cola y contemplé la capa de espuma que se formó en la superficie. La espuma subió al verter la Coca-Cola y desapareció unos instantes más tarde.

Apoyé una mano en el hombro de Mizue.

—Ya estoy a tu lado —le dije, pero ella se escurrió hábilmente.

—Sigues estando lejos —replicó, mientras se llevaba el vaso a los labios.

—No estoy lejos.

—Ya —murmuró ella.

Alargué la mano para coger mi vaso, pero cambié de opinión y la retiré de nuevo.

—¿Qué es lo que te gusta de mí, Midori? —me preguntó Mizue de repente.

—¿Cómo? —titubeé.

Ella se acabó la Coca-Cola de un trago.

—¿Por qué te gusto? —insistió, a la vez que dejaba escapar un pequeño eructo—. Huy, perdón —se disculpó, sofocando una risita. Entonces, su sonrisa se apagó y me miró fijamente.

—No sé qué decir —le respondí tras una breve pausa.

No sabía a qué venía aquella conversación. A las chicas les encantan las preguntas «¿Por qué te gusto?» y «¿Qué es lo que te gusta de mí?», pero yo no sé qué responder. Nunca se lo he preguntado a Hanada, pero seguro que a él también le incomodan esas preguntas. Es posible que Otori sea el único que tenga las respuestas adecuadas.

—Intenta decir algo.

—No puedo decírtelo.

—No importa que no sepas expresarlo, sólo quiero que lo intentes.

Mizue me lanzó una mirada expectante. «Tienes cara de pececillo —pensé—. Los peces pequeños como las sardinas me gustan tanto, que soy incapaz de comérmelos».

—Los peces pequeños… —empecé, pero volví a cerrar la boca—. Tú, por ejemplo, ¿qué prefieres? ¿El mar o la montaña? —le pregunté en cambio.

—El mar —respondió ella sin vacilar.

—¿Y por qué te gusta el mar?

—Porque es grande y hay mucha agua —añadió inmediatamente.

Exhalé un suspiro. Mizue siempre acababa adivinando mis intenciones. Seguro que los contornos de su mundo eran mucho más claros y sencillos que los del mío. Seguro que ella apenas percibía la gran cantidad de manchas borrosas de color gris que aparecían con frecuencia en mi campo de visión.

—¿De verdad te gusto, Midori? —me preguntó, lanzándome una penetrante mirada. De mi garganta salió un gruñido que se podía interpretar como un «sí» y al mismo tiempo como un «no»—. Tú a mí me gustas mucho.

—Ya…, ya.

—Me gustas aunque yo a ti no te guste tanto.

—Ya…, ya.

—¿Te gusta otra chica, Midori?

«¿Por qué me pregunta tantas cosas a la vez?», pensé, exasperado. Mizue me recordaba a un pececillo, y eso me bastaba para hacerme sentir bien. No me gustaba por ningún motivo en concreto, pero cuando intenté explicárselo, mis sentimientos empezaron a flotar convertidos en una borrosa mancha gris.

Levanté la mirada hacia el techo. Aunque me esforzara por decir algo con sentido, no lo conseguía. Y si intentaba explicárselo a Mizue, lo que quería decirle se volvía incierto e indefinido. Ella me observaba con una mirada un poco triste mientras yo permanecía en silencio. Tenía que decir algo, empezaba a impacientarme. Me sentí como si mis labios fueran un cuerpo frío y extraño que no obedeciera a mi voluntad. Hice un esfuerzo desesperado.

—Hoy ha sido el día Edo —le anuncié, pronunciando las palabras lentamente.

—¿El día Edo?

—Sí, el día Edo.

Empecé a explicarle por qué mi abuela decidió instaurar el día Edo. Ella me escuchaba en silencio. De vez en cuando asentía levemente con la cabeza o me interrumpía para demostrar que me estaba escuchando con un «Vaya», un «Sí» o un «¿De veras?».

Seguí hablándole con la esperanza de que acabara olvidando todas las preguntas que me había hecho.

—Entonces, Masako me enseñó una canción.

—¿Qué canción?

«Luis I, Luis II, Luis III, Luis IV, Luis V, Luis VI, Luis VII, Luis VIII, Luis IX, Luis X (llamado «el rey de las peleas»), Luis XI, Luis XII, Luis XIII, Luis XIV, Luis XV, Luis XVI, Luis XVII, Luis XVIII… | Y ya no hay nadie más. \ ¿Qué les pasa a estos hombres \ que no saben contar hasta veinte?».

—¿Qué canción es esa? —exclamó Mizue, riendo.

—Creo recordar que se llamaba Las familias reales —le respondí.

—Nunca la había oído.

—Masako la canta con todas las estrofas. Dice que era un poema del mismo individuo que escribió la letra de la canción francesa Las hojas muertas, pero no tenía estrofas, así que se las inventó ella misma.

Mi abuela había añadido un vibrato a la canción Las familias reales. Cada vez que la cantaba, lo hacía en un tono diferente. Cogí la mano de Mizue con delicadeza. Ella apretó mi mano suavemente. Entonces, enderezó la espalda poco a poco y se acomodó de nuevo encima de la cama. El cambio de postura hizo que su mano se separase de la mía con naturalidad.

—Tu familia es muy rara, Midori.

—¿De veras?

Mi familia no era lo único raro que tenía. También era raro que Hanada quisiera vestirse de mujer, o que Mizue estuviera en mi habitación a aquellas horas de la noche. Era raro que siempre acabara amaneciendo, y que el sol siempre se escondiera. También era un misterio que, en aquel preciso instante, pudiéramos continuar hablando sin desplomarnos de repente.

Año tras año, cuando terminaba el día Edo, me invadía una vaga melancolía. Quizá me sentía un poco apabullado por mi familia. Probablemente, mi abuela diría que nosotros no podíamos considerarnos una familia, sino un simple grupo de amigos.

—El techo es muy alto —comentó Mizue de repente.

—Sí.

—Las vetas de la madera tienen forma de figuras.

—¿Qué figuras ves?

—Pues… un tiburón martillo, por ejemplo.

—¿Un tiburón martillo?

—Es un tiburón que tiene una especie de protuberancia a ambos lados de la cara. Es relativamente pequeño, pero a veces ataca a las personas.

—Ajá —dije.

Ambos guardamos silencio, con la vista fija en el techo. Los muelles de la cama chirriaban. Mizue apartó la mirada del techo y la depositó en mí. Era tan penetrante, que me hizo daño.

—Soy muy insegura —dijo.

—Ajá —respondí.

—Pero no soy la única, ¿verdad? —continuó.

—Tal vez —le dije yo.

—De todos modos, tu inseguridad no es como la mía.

—Es posible.

Entonces, ella apoyó la cabeza en mi pecho.

—Si llorase ahora, me sentiría mejor —dijo Mizue.

—¿Estás segura? Piensa que aquí no hay ninguna vidriera de colores que dé al sol poniente —repliqué.

Ella arrugó la frente.

—Eres un cínico, Midori —me espetó.

—No es cierto —protesté, y su mueca de disgusto se volvió aún más pronunciada.

—Sí que lo es. Al final no has respondido ni una sola de mis preguntas —me recordó. Arquee las cejas para demostrarle mi perplejidad. Ella rio con resignación. Los muelles volvieron a chirriar ligeramente.