«LA CASA ESTARÍA LLENA DE ROSAS»
La primera vez que vi a aquella chica fue el segundo día de los exámenes finales.
—Acabo de darme cuenta de que me he equivocado tres veces como mínimo en el examen del libro de lectura —se lamentaba Mizue, que caminaba a paso ligero. Hanada y yo la seguíamos un poco rezagados.
Últimamente, siempre que podíamos salíamos los tres juntos del instituto. Mizue se había unido a nosotros con la excusa de equilibrar el grupo, puesto que Hanada llevaba su uniforme marinero. Cuando Hanada y yo volvíamos solos a casa, los alumnos de otros institutos nos provocaban y la policía nos hacía preguntas. En cambio, si Mizue iba con nosotros, las burlas y las preguntas desaparecían como por arte de magia.
—Es gracias a mi encanto —presumía ella, arrugando ligeramente la punta de la nariz en una mueca que me volvía loco.
—Esto me hace reflexionar sobre las diferencias entre la forma de desenvolverse en la vida de los hombres y las mujeres —dijo Hanada.
—¿La forma de desenvolverse en la vida? —rio Mizue—. Por cierto, Hanada, ¿cómo te han ido los exámenes? ¡Es una suerte que se te dé tan bien el inglés! ¿Os apetece un helado, chicos? —parloteaba Mizue, hablando despreocupadamente.
Unas nubecitas que ni siquiera eran un principio de cúmulos surcaban el cielo. Un chaparrón vespertino ayudaría a refrescar el ambiente, pero aquellas pequeñas nubes no presentaban indicios de lluvia.
—Os invito a un helado —dijo Hanada, y entró en un supermercado. Mizue fue tras él. Cuando me disponía a entrar yo también, las puertas automáticas se cerraron delante de mis narices.
Nunca he tenido suerte con las puertas automáticas. Más de una vez me he quedado plantado justo enfrente, esperando a que se abrieran, y me han ignorado por completo.
—Eso suele pasaros a los que tenéis poca presencia de espíritu —me reprochó mi madre en cierta ocasión.
—¿Quieres decir que las puertas automáticas tienen en cuenta la presencia de espíritu de la gente? —rio mi abuela, pero a mí no me hizo la menor gracia, porque aquello significaba que yo pasaba desapercibido incluso ante las máquinas.
—A mí también me pasa de vez en cuando —dijo Otori, que apareció en ese preciso instante. Yo me iba sumiendo en un silencio cada vez más profundo—. Estás en la edad del pavo, Midori —me chinchó Otori, mirándome fijamente. Yo seguía sin despegar los labios.
—Lo que le pasa a Midori es que no te soporta, Yasuro —le espetó mi madre.
Otori soltó una carcajada, mientras que yo estaba cada vez más tenso.
Puesto que las puertas automáticas nunca me hacen caso aunque me coloque al lado del sensor, aquella vez no me sorprendió que se cerraran delante de mis narices.
Me quedé esperando a que volvieran a abrirse mientras contemplaba distraído las siluetas de mis amigos, que ya se encontraban bajo el aire acondicionado del local.
Fue entonces cuando vi a la chica.
Llevaba un vestido rosa sin mangas. Debía de tener la misma edad que yo, o quizá un par de años más. Estaba sentada con la mirada ausente en el banco que había frente al supermercado. A su lado había una maleta con ruedecitas que parecía buena.
«Qué chica más guapa», pensé. Sus brazos desnudos, completamente blancos, irradiaban sensualidad. El pelo, de color negro brillante, le caía por encima de la espalda de forma natural. Sus cejas eran finas y tenía la nariz recta. Pero había algo raro en ella, algo que no encajaba.
—Te he comprado el azul, Midori —anunció Mizue, que salió corriendo del supermercado.
Como nunca me canso de repetirle que no me gustan los polos chillones de colores primarios, estaba seguro de que me habría comprado uno azul para fastidiarme. Pero lo que me ofrecía no era un polo teñido de sirope azul, sino dos obleas con una porción de helado en medio.
—Era broma, no he sido tan mala como crees —me dijo Mizue—. Pero seguro que, por un momento, has pensado que te había comprado un polo azul, ¿a que sí?
Sacudí la cabeza precipitadamente.
—No, qué va.
—Hum —murmuró Mizue. Era su «hum» número tres, que indicaba peligro.
—¿Qué le pasa a esa chica? —me preguntó Mizue, que se había dado cuenta de que yo no dejaba de dirigir miradas furtivas a la chica de vestido rosa.
—Nada —balbucí.
—¿Por qué estás tan nervioso, Edo? —quiso saber Hanada, que acababa de salir del supermercado.
—Es que no deja de mirar a esa chica —le explicó Mizue.
—No es eso —les aseguré, haciendo un gesto con la mano para enfatizar mis palabras.
—Tranquilo, Midori. No voy a ponerme celosa —rio Mizue.
—Olvidadlo —les pedí, cada vez más impaciente.
Sin hacerme caso, Mizue y Hanada empezaron a mirar por el rabillo del ojo a la chica del vestido rosa.
—Está bastante proporcionada —susurró Hanada.
—Sí —corroboró Mizue.
Al observarla más detenidamente, me di cuenta de que el vestido de la chica estaba sucio. Los cantos de la maleta estaban desgastados y había manchas negras por todas partes. A juzgar por los enredos y el aspecto apelmazado de su melena negra, parecía que no se hubiera lavado el pelo en varios días.
Mizue contuvo la respiración. La chica bostezó. Abrió mucho la boca, extendió los brazos por detrás de la cabeza y se desperezó. En ese instante, dejó al descubierto el vello negro que le cubría las axilas.
—¿Vamos? —sugirió Hanada, tranquilamente.
—Sí —respondió Mizue.
Seguimos caminando por la calle del supermercado. El helado amarillo de Mizue estaba medio derretido y desprendía gotitas que iban cayendo en la acera.
—¿Sabe a limón? —le pregunté. Ella sacudió la cabeza.
—Es de uva. Siempre me pido el mismo, Midori. ¿Cómo es posible que no te acuerdes?
—Es verdad —admití en voz baja.
Cuando me di la vuelta, la chica del vestido rosa todavía estaba sentada en el banco con una cara que reflejaba su miseria. Aquella maleta cuadrada y funcional que no encajaba con su aspecto seguía de pie a su lado.
—¿Qué os ha parecido? —nos preguntó Mizue.
—Quizá era una mendiga —sugirió Hanada, con voz reposada.
—Llevaba un vestido caro.
Mizue no dejaba de sacudir la cabeza, perpleja. Yo no podía abrir la boca. Estaba asustado. El color rosa del vestido de la chica se me había quedado grabado en la retina. Era un tono pálido y bonito que Mizue había descrito como «rosa salmón», un rosa salmón ligeramente sucio, que de lejos parecía claro pero cuando te acercabas estaba cubierto de manchas y de suciedad. Aquel fenómeno me recordaba a la luna: desde cierta distancia es bonita, pero cuando observas la superficie con un telescopio descubres que está completamente deformada por los cráteres.
Aquella sensación me asustaba. La temía porque la conocía muy bien.
«¿La conoces bien? —me pregunté a mí mismo—. ¿Cuándo te familiarizaste con esa sensación?». No recordaba cuándo había sido, y no estaba seguro de haberla experimentado. Pero, sin ningún motivo aparente, tuve la certeza de conocer aquella sensación.
Seguimos caminando en silencio.
Las cigarras cantaban desde las copas de los árboles que bordeaban las calles. Cuando una empezaba a cantar, otras tres la imitaban, y cuando una se callaba, las otras también enmudecían de repente. A diferencia del cricrí incesante que se oía en pleno verano, aquellos cantos eran más intermitentes.
—Las cigarras todavía están calentando la voz —dijo Mizue.
—Tengo hambre —se quejó Hanada.
Yo permanecí en silencio, y Mizue volvió a hablar.
—¿Cómo? —le pregunté. Al parecer, la pregunta iba dirigida a mí, pero no la había oído. Estaba distraído pensando en la chica del vestido rosa. Mizue me repitió la pregunta:
—Digo que si te apetece un plato de arroz con ternera.
—Sí —respondí sin entusiasmo.
—¡Me encanta el arroz con ternera! —exclamó Hanada.
—Pues vamos a comer —decidió Mizue.
—Vale —asentí.
La chica del vestido rosa salmón me había parecido muy próxima a mí, incluso más que Hanada y Mizue.
—¿En qué piensas, Midori?
Mizue me tomó la mano y me la estrechó con suavidad. Fue un apretón tierno y cálido.
—En nada —le aseguré, y retiré la mano sin pensar.
—Estás muy raro —dijo Mizue, riendo.
—Lo siento —me disculpé.
—Estás muy raro —repitió ella. Al pronunciar esas palabras, su boca se torció en una ligera mueca de disgusto. Sus labios adoptaron una forma muy coqueta, pero sus ojos permanecieron extrañamente inexpresivos. «Qué fastidio —pensé—. He vuelto a meter la pata». Pero no era cierto. No había sido ninguna metedura de pata.
—Lo siento —me disculpé por segunda vez.
—No importa —dijo ella con una sonrisa.
Entramos en un restaurante que había frente a la estación. El primero en entrar fue Hanada, seguido de Mizue, y yo fui el último. Cuando nos sentamos, Mizue apuró de un trago uno de los vasos de agua que nos trajeron nada más entrar y pidió una ración normal. Yo pedí lo mismo y le estreché la mano con discreción. Ella me devolvió el apretón brevemente, y su mano se escurrió entre la mía como si fuera un pececillo dentro del agua.
«Vaya», pensé. «Vaya», repetí de nuevo. No tenía la menor idea de qué significado exacto tenía aquel «vaya». Simplemente pensé: «Vaya».
•
¿Por qué siempre llueve sobre mojado?
A lo largo de un año siempre tengo unos tres días de mala suerte. Esos días no vienen marcados por una gran desgracia que me asalta de improviso; son más bien como una gotera que pierde agua, muy lentamente pero sin pausa. De ese modo, los pequeños golpes de mala suerte van goteando desde primera hora de la mañana hasta la noche, y acaban formando un charco.
Aquél había sido uno de mis tres días anuales de mala suerte.
Todo empezó por la mañana. Cuando me desperté, no había nadie en casa. Sabía que mi madre había pasado la noche fuera por motivos de trabajo. La verdad es que casi nunca entendía los horarios de Aiko. Ella me reprochaba mi falta de interés, pero yo estaba convencido de que no tenía ninguna obligación de tener siempre presentes los horarios de los demás.
Aquella mañana, mi abuela tampoco estaba. La ausencia de Masako era un hecho inusual. Como ya he dicho antes, mi abuela es como un gato. Casi nunca sale de casa y, cuando tiene que salir, termina sus recados lo antes posible y vuelve rápidamente. «¿Tanto te gusta estar en este cuchitril?», le preguntaba de vez en cuando. «Pues sí, me encanta este cuchitril. Cuanto más destartalada es una casa, más a gusto me siento en ella», me respondía, un poco brusca.
Pero mi abuela no era la única que se había ido. Otori, que la noche anterior se había quedado hasta muy tarde viendo la televisión, tampoco estaba en casa. Me sorprendió no encontrarlo, porque el programa terminó cuando el último tren ya había salido y estaba seguro de que se había quedado a dormir. En la pequeña habitación de la planta baja donde Otori se instalaba cuando se quedaba a pasar la noche encontré su futón extendido en el suelo con la forma de su cuerpo todavía marcada, como un pellejo abandonado.
La cocina, el comedor, el recibidor y el baño estaban desiertos. En la casa reinaba un ambiente azulado. Aún medio dormido, me froté los ojos y vi una nota encima de la mesa del comedor. Extrañado, la cogí y leí las siguientes palabras:
Queridos Aiko y Midori:
Estaré fuera de casa unos días. Me apetecía ir de viaje. Os llamaré de vez en cuando.
Cuidaos mucho,
MASAKO
—¡¿Unos días?! —exclamé. Mi grito resonó en la cocina y se extinguió.
Luego, estuve registrando la cocina. El hervidor de arroz estaba vacío. Tampoco quedaba ni un triste mendrugo de pan. No había fideos preparados, y las galletas de arroz que había visto la noche anterior también habían desaparecido. Supuse que Otori se las había comido todas.
En realidad, la despensa de nuestra casa estaba vacía casi siempre. Mi abuela solía decir que «el dinero en un día ganado, el mismo día debe ser gastado», pero ocurría que no teníamos suficiente espacio ni dinero para tener la despensa siempre atiborrada.
En vistas del panorama, me preparé para salir de casa con el estómago vacío, con la intención de comprarme un sándwich de camino al instituto. Nada más cruzar el umbral, se me rompió el cordón de una zapatilla. Había oído y leído más de una vez la expresión «Se me ha roto un cordón del zapato», pero nunca me había pasado hasta entonces. Quizá porque vivía en una ciudad y no me gustaba hacer ejercicio, de modo que no tenía muchas oportunidades de usar zapatillas de deporte con cordones.
En cualquier caso, el cordón estaba roto. Con una sensación desagradable, entré en un supermercado, cogí un sándwich y lo llevé al mostrador, donde un chico con aire distraído me comunicó que el sándwich estaba caducado y no me lo podía vender. Con el ánimo decaído, salí de la tienda sin comprar nada. Cuando llegué al instituto, alguien había escrito en la pizarra con grandes letras que Hanada y yo éramos gays y estábamos saliendo juntos.
—¡Lo que faltaba! —musité, dejándome caer en la silla.
—Lo siento, Edo —me consoló Kikushima, que se sentaba detrás de mí.
—No importa —le respondí. Eché un vistazo alrededor del aula buscando a Hanada, pero al parecer aún no había llegado.
—¿Quieres que lo borre? —se ofreció Kikushima.
—Déjalo, lo haré yo mismo.
Dicho eso, me acerqué a la pizarra y borré el mensaje de un manotazo. Algunos trazos de tiza no se borraron, pero me dio rabia tener que pasar el borrador otra vez y decidí dejarlo tal cual.
Aparentemente, mis compañeros de clase no habían prestado mucha atención a mis movimientos, pero noté unas cuantas miradas furtivas. Tal vez sólo fingían que no me estaban mirando. Cuando regresé a mi pupitre, Kikushima volvió a dirigirme la palabra con una sonrisa.
—¿Has visto alguna vez un panda, Edo?
—¿Un qué? —exclamé, sin comprender a qué venía aquella pregunta.
—Los osos panda se pusieron de moda cuando nuestros padres eran jóvenes.
—Ajá —le respondí.
—Mi nombre de pila, Ran, está inspirado en el nombre de un panda.
—Ajá —fue mi segunda respuesta evasiva.
—Se ve que el panda se llamaba Ran-Ran.
—Ya —le dije, con una media sonrisa—. Qué curioso.
—Por eso en general tengo bastante paciencia.
—¿Por eso?
—Tarde o temprano te acostumbras a compartir tu nombre o, mejor dicho, parte de tu nombre, con un panda que murió hace tiempo.
—Ya —le respondí, con cara de idiota.
Kikushima volvió rápidamente a su pupitre sin decirme nada más. Eché un vistazo al pupitre de Hanada, pero aún no había llegado. Cuando sonó el timbre que indicaba el comienzo de las clases, su silla continuaba vacía. No fue hasta más tarde, cuando empezó la clase de ética y sociedad, cuando me di cuenta de que tal vez Kikushima sólo había intentado consolarme.
Hanada tampoco apareció en la segunda clase.
Después de la segunda hora de clase, durante el descanso, llamé al móvil de Hanada, que descolgó al cabo de dos tonos.
—¿Estás enfermo? —le pregunté.
—No.
—¿Y cuál es el problema?
—Un paso de peatones.
—¿Un paso de peatones? —repetí.
—Sí, un paso de peatones. Estoy hundido.
Yo seguía sin entender ni una palabra.
—No te entiendo —le confesé.
—No entiendes nada, ¿verdad? —me preguntó Hanada, al otro lado de la línea.
—¿Me lo puedes explicar mejor?
—De acuerdo.
El misterioso tira y afloja de «no te entiendo, no me entiendes» se prolongó un rato hasta que Hanada decidió contarme su historia:
—Todo ocurrió anoche. Me acosté antes de las diez, como de costumbre, pero por alguna razón no conseguía conciliar el sueño. Se me ocurrió ponerme manos a la obra —así se refería Hanada a masturbarse, y aunque yo le dijera que era ridículo, no me hacía caso—. Lo hice dos veces seguidas, pero no podía pegar ojo. Al final, decidí bajar al supermercado a hojear un par de revistas. Sólo me pongo el uniforme marinero para ir al instituto, pero era de noche y pensé que no pasaría nada si me ponía la falda. Así que salí de casa con una camiseta de manga corta y la falda plisada de color azul.
»Eran más de las doce, y en la calle no había ni un alma. Me dio lástima haberme puesto la falda y no poder lucirla. Me sorprendí un poco al darme cuenta de que no sólo me he acostumbrado a convertirme en el centro de atención cuando llevo el uniforme, sino que disfruto exhibiéndome delante de la gente. Aun así, era consciente de que mi aventura nocturna terminaría cuando un policía me detuviera para empezar a hacerme preguntas.
»Entonces, doblé la esquina y vi a un hombre pintando un paso de peatones en mitad de la noche. Tenía una lata de pintura blanca en el suelo y reseguía con una brocha las líneas que se había marcado a modo de plantilla. Intrigado, me pregunté qué necesidad había de pintar un paso de peatones en aquella calle pobremente iluminada y poco transitada. Mientras observaba al hombre detenidamente, pensé que quizás había decidido por su cuenta pintar un paso de peatones en aquella calle, al margen del código de circulación.
»El hombre pintaba muy despacio, rodeado de oscuridad y con la única luz de la pintura blanca reflectante. Era como si necesitara tomarse mucho tiempo para terminar de pintar el paso de peatones. Me quedé allí un buen rato, contemplando su espalda mientras pintaba, pero él no me miró ni una sola vez. Entonces, me derrumbé por completo. Me avergoncé por sentirme tan feliz cada vez que me ponía el uniforme de marinero. Me sentí estúpido, me deprimí y me quedé hecho un lío.
Mientras escuchaba la historia de Hanada, pasaron los diez minutos del descanso y sonó el timbre, pero no me atreví a interrumpir su relato, así que contuve la respiración y seguí escuchándolo hasta el final.
—¿Qué hiciste entonces? ¿Regresaste directamente a tu casa? —le pregunté, aprovechando una pequeña pausa.
—Me desnudé antes de llegar.
—¿Te desnudaste?
—Me quité la falda.
—¡Serás idiota! —le grité—. ¿Cómo pudiste hacer algo tan irreflexivo? Si te hubiera pillado la policía, ¡te habrías metido en un buen lío!
—Sí, ya lo sé. Pero estaba muy enfadado conmigo mismo y decidí desnudarme.
Afortunadamente, Hanada había llegado a casa sano y salvo, sin cruzarse con nadie.
—Llevaba unos slip blancos como los que me viste el otro día —prosiguió Hanada, al otro lado de la línea—. Cuando me quedé en calzoncillos, con las piernas al descubierto, me sentí muy desprotegido. Parece mentira lo que puede llegar a cubrir una falda —concluyó, como si reflexionara en voz alta.
—Hombre, alguna utilidad tienen que tener. Por cierto, ¿mañana vas a venir al instituto? —le pregunté.
—Si puedo —me respondió con la voz apagada.
Cuando colgamos, miré a través de la ventana del aula. La clase de Kitagawa ya estaba a medias. Entré silenciosamente por la puerta trasera y me dirigí a mi pupitre. Kitagawa me lanzó una mirada interrogante, pero reanudó su explicación de inmediato.
«Hanada es idiota», volví a pensar, cabizbajo. Recordando todo lo que me había dicho, me eché a reír en silencio, sin mover la boca y sin hacer el menor ruido.
A la cuarta hora de clase me pasó otra desgracia.
Al otro lado de la ventana apareció alguien a quien no esperaba ver.
—Midori —me llamó en voz baja. Me di la vuelta y vi a Otori.
—¿Qué? —exclamé sin pensar. Mi pupitre estaba junto a la ventana. Al otro lado del cristal, Otori me hacía señas para invitarme a salir.
—Tengo que pedirte un favor —me dijo, como si fuera lo más normal. Yo empecé a hacerle gestos con la mano para que se fuera.
—¿Por qué mueves tanto la mano? —me preguntó Otori.
—¡Chis! —le indiqué, llevándome el dedo índice a los labios.
—¿Quién es ese hombre, Edo? —me preguntó Kikushima, con los ojos muy abiertos y aquella expresión tan propia de las cabras o las mariquitas que he descrito anteriormente.
—Por favor, espera a que termine la clase —le dije a Otori, que estaba al otro lado de la ventana, ignorando a Kikushima.
Al comprender mis súplicas, Otori se alejó de la ventana y echó a andar hacia el centro del patio. Pero el alivio sólo me duró un instante.
—¡Hola, Mizue! —gritó Otori.
La clase de Mizue Hirayama tenía educación física en la cuarta hora. Mizue llevaba un pantalón corto blanco y un polo del mismo color. Estaba bastante lejos, pero yo era capaz de identificar su silueta entre un millón. Estaba de pie, tiesa como un palo, y sujetaba una raqueta de tenis. Cuando la bola cayó en su campo, movió la raqueta lentamente. Como la sujetaba apuntando hacia arriba, la bola salió despedida de la pista cuando la golpeó.
—¡Cógela bien! —le aconsejó Otori, a gritos.
El profesor de educación física lo vio y fue corriendo hacia él. Mizue también se acercó a Otori, caminando despacio. Todos sus compañeros de clase observaban a Otori con curiosidad.
El profesor empezó a hablar con él. Otori podría tener problemas por haberse colado en un instituto sin permiso. Además, su aspecto no era un elemento a su favor. Al parecer, el profesor de educación física y Otori habían empezado a discutir.
Aparté la vista del altercado que tenía lugar en el patio, decidiendo que lo más prudente sería desentenderme del asunto.
—Edo, traduce la siguiente frase —me pidió el profesor de inglés.
—Sí.
Me levanté de la silla sin tener la menor idea de qué me estaba pidiendo. Kikushima me chivó la respuesta en voz baja desde el pupitre de detrás, pero no la oí bien. Permanecí en silencio, con la vista fija en el suelo, hasta que el profesor me mandó sentarme y le tocó responder a Tanaka.
—¿Estás bien? —me preguntó Kikushima, preocupada.
—Sí, gracias —le respondí, con la cabeza en otra parte.
—¿Quieres una toallita húmeda?
—Eres muy amable, Kikushima —le agradecí, aunque no sabía qué era una toallita húmeda. Estaba tan nervioso y distraído, que sólo fui capaz de agradecerle automáticamente su buena intención. Mi madre siempre me dice que eso forma parte de mi carácter irresponsable. Suele criticarme porque a veces respondo de forma educada sin saber lo que estoy diciendo.
«A algunas mujeres les gustan los chicos educados», me decía mi madre, arrugando el entrecejo. «A mí no me gustan los hombres de esa clase —intervino mi abuela a continuación—. No puedes fiarte de un hombre que es educado con todo el mundo». Mi madre asintió con un amplio movimiento de cabeza.
«Por eso te enamoraste de Otori», bromeaba yo cuando me sentía con fuerzas. «¿Cómo te atreves a recordarme mis errores del pasado en ese tono tan arrogante? ¡Eres un cínico, Midori!», me respondía mi madre, medio en broma, medio en serio.
—¡Pst, Edo! El hombre de antes ya vuelve —me advirtió Kikushima, llamándome la atención con una palmadita en el codo.
Cuando miré a través de la ventana, vi a Otori y a Mizue caminando hacia mí. Mizue me saludó agitando la mano, y yo desvié la mirada sin pensar. Sabía que Mizue había empalidecido. Por un instante maldije mi vista de lince, que me permitía distinguir su silueta entre la multitud.
—¿Estás saliendo con Hirayama, Edo? —me preguntó Kikushima, con otro golpecito en el codo.
—Sí —murmuré.
—Es una lástima, porque me gustas bastante —repuso ella.
Otori y Mizue ya habían llegado junto a la ventana.
—Edo —me llamó el profesor de educación física.
—¿Qué ocurre? —respondí, con la máxima discreción posible. La brisa entraba por la ventana abierta.
—Este señor insiste en asegurar que es pariente tuyo. ¿Es cierto? —me preguntó el profesor.
—Le estoy diciendo que sí, profesor —intervino Mizue, pero el profesor hizo oídos sordos.
Aquella situación me puso de muy mal humor. ¿Pariente? ¿Cómo que «pariente»?
—Es cierto —respondí en voz baja, aplastando la voz de mi conciencia.
Toda la clase, incluido el profesor de inglés, escuchaba nuestra conversación con gran curiosidad.
—Necesito que me prestes dinero, Midori —me pidió Otori.
—¿Dinero? —repetí como un idiota, con la boca entreabierta y la misma mueca de perplejidad que ya había mostrado varias veces a lo largo de aquel fatídico día. El profesor de educación física lucía la misma expresión que yo, y Mizue Hirayama parecía escandalizada. Mis compañeros de clase, que lo habían oído todo, también se habían quedado boquiabiertos. Otori era el único que permanecía tranquilo y sonriente.
—Tengo un amigo que desapareció sin dejar rastro —continuó Otori, como si nada hubiera pasado—. Pero anoche descubrí dónde estaba.
En ese momento, Otori sacó un paquete de Hi-Lite del bolsillo, cogió un cigarrillo y se lo llevó a los labios. A continuación, me miró a mí y luego a Mizue, a los profesores y a los demás alumnos, en ese orden.
—Es verdad, había olvidado que esto es un colegio —dijo, y volvió a guardar el cigarrillo en el paquete—. Midori, tú tampoco deberías fumar en el instituto —me reprendió en voz baja, pero su tono de voz no fue exactamente un susurro, y el profesor de educación física me lanzó una mirada fulminante.
—Ese amigo mío me ha pedido que me reúna con él, por eso necesito dinero —aclaró Otori.
—Ya lo discutiremos más tarde, Otori. Hablamos luego —le supliqué, casi gritando.
—Es que más tarde ya no estaré a tiempo de coger el barco.
—¿Qué barco?
—Tengo que embarcarme en Nagasaki para ir a la isla donde está mi amigo.
—Otori, ¿verdad que hay una canción popular muy antigua que dice algo parecido? —le preguntó Mizue, que estaba a su lado.
—La canción habla de un barco que parte de Nagasaki y llega hasta Kobe. Mi destino es el archipiélago de las islas Goto, en la prefectura de Nagasaki —continuó Otori, dirigiéndose a Mizue.
—¿Tu amigo que desapareció está en una isla? —le pregunté sin darme cuenta. Me había propuesto ignorar su historia, pero ahora quería escucharla hasta el final.
—Exacto. Se sentía atrapado, huyó y llegó a una pequeña isla que flota en mitad del gran océano.
—¿Por qué se sentía atrapado? —le pregunté asomándome un poco a la ventana, cada vez más intrigado. Había empezado a sospechar que era mi abuela quien había huido a la isla, pero pronto comprendí que no podía tratarse de ella, y me sentí más aliviado. Puede que Masako hubiera huido o se hubiera fugado, pero no era de las personas que se sentían atrapadas.
—Se había metido en un callejón sin salida.
—Vaya.
—Se quedó en el paro, perdió todas las apuestas en las carreras de caballos, acumuló muchas deudas, sufrió un accidente de tráfico y su mujer lo abandonó.
—¡Ya basta! —lo interrumpió el profesor de educación física—. Estos chicos son alumnos de instituto —le recordó, tremendamente serio.
—Los alumnos de instituto ya son lo bastante mayorcitos —replicó Otori con una sonrisa—. Seguro que en clase de economía les enseñan el significado de palabras como «paro», «apuestas» y «deudas».
—¿De qué está hablando? Esas cosas no se enseñan en el instituto —lo reprendió el profesor de inglés.
—Pues deberían hacerlo —insistió Otori, que lucía una amplia sonrisa parecida a la del gato de Cheshire. Nadie era capaz de pararle los pies.
•
Por fin había terminado aquel día tan largo.
Al final fue Kitagawa quien consiguió poner fin al alboroto que había desencadenado la intrusión de Otori.
—¿Qué está pasando? —exclamó Kitagawa, que cruzaba el patio en aquel momento. Llevaba un bolígrafo rojo apoyado en la oreja. Probablemente era el que usaba para corregir los exámenes.
—Hola, señor maestro —lo saludó Otori, dedicándole inmediatamente una reverencia, a pesar de que no había saludado al profesor de inglés ni al de educación física. Era poco probable que Otori supiera que Kitagawa era mi tutor, así que supongo que le dedicó un trato especial porque su agudo instinto detectó que era un tipo de hombre con quien no se podía jugar.
—Aquí hace mucho calor. ¿Qué le parece si vamos a tomar un té de cebada? —le propuso Kitagawa tranquilamente.
—Me parece fantástico —aceptó tranquilamente Otori.
Como si se conocieran de toda la vida, fueron juntos hacia la sala de profesores. Todos los que habíamos presenciado la escena recobramos el sentido de golpe, como quien despierta de una pesadilla, y la clase continuó con total normalidad. Entonces pensé que la mala suerte había terminado, pero me equivocaba.
La peor desgracia del día llegó un poco más tarde, a la hora de comer.
—Midori, ¿sabes qué era lo último que quedó en la caja de Pandora? —me preguntó Mizue Hirayama.
Hanada no estaba, y hacía mucho tiempo que Mizue y yo no comíamos solos en la azotea. Mizue formuló la pregunta después de zamparse dos bollos de curry de los que intentaba no abusar porque llevaban demasiadas calorías.
—¿Te refieres a esa caja rara que sale en un mito griego? ¿Esa que nadie debía abrir pero que alguien abrió desobedeciendo las órdenes y salieron toda clase de males de su interior? —le pregunté a Mizue con cautela. Cuando hacía ese tipo de preguntas, más valía ser precavido—. Lo único que quedó en la caja fue la esperanza, ¿verdad? —le respondí.
—Efectivamente —asintió ella, como si fuera mi profesora—. Y, a excepción de la esperanza, ¿qué cosas se escaparon de la caja? —volvió a preguntarme, en un tono aún más pedagógico.
—Pues creo que eran cosas diversas relacionadas con el mal.
—Respuesta correcta. La enfermedad, los celos, la maldad y toda clase de cosas perjudiciales se extendieron por el mundo —me explicó Mizue—. Pero hay otra teoría relacionada con la leyenda —continuó, sacudiendo la cabeza ligeramente.
—¿Otra teoría?
—Una teoría que afirma que lo que salió de la caja no eran cosas malas, sino bendiciones —dijo Mizue, y suspiró—. La teoría original me parece espantosa, pero la otra no es tan triste —añadió en un tono que parecía una prórroga de su anterior suspiro.
—¿No te parece triste que la esperanza fuera lo único que quedara una vez que se hubieron escapado todas las bendiciones? —le pregunté de nuevo, tímidamente—. ¿Tiene algo que ver con los bollos de curry que acabas de comer? ¿O acaso está relacionado con tu dieta?
Sabía que con esas palabras no conseguiría distraer la atención de Mizue. Aun así, hice todo lo posible para evitar que dijera lo que estaba intentando decirme. Pero ¿qué quería decirme exactamente?
—Creo que deberíamos dejarlo durante un tiempo —me espetó.
—¿Cómo? —exclamé—. ¿Qué? Pero… ¿A qué te refieres? —le pregunté.
—Ya lo sabes.
—¿Cómo que ya lo sé? Si no me lo explicas, no puedo saberlo.
—Vale —dijo Mizue, y se levantó. La bolsa de comida vacía que tenía en el regazo resbaló y cayó al suelo—. Ya sé que te lo he preguntado muchas veces, pero… ¿te gusto, Midori? —me preguntó mientras se agachaba para recoger la bolsa del suelo.
—Me gustas —farfullé.
—Eso ya lo sé, pero ¿te gusto de verdad?
Estaba perplejo. No tenía la menor idea de qué debía decir. Me había preguntado lo mismo en muchas ocasiones y, cuantas más veces me lo preguntaba, menos respuestas se me ocurrían.
—Yo siempre te digo que me gustas —continuó ella, enfatizando la palabra «siempre».
—S… sí.
—Pero yo a ti no te gusto demasiado, ¿verdad?
«No te gusto demasiado». Aquellas palabras resonaron en mi cabeza. «No te gusto demasiado».
—¿Por qué dices eso? —reaccioné al fin, tratando de ganar tiempo para recuperar la compostura.
—Porque es la verdad —dijo ella lentamente.
—¡Venga ya!
—Insisto.
«Esto debe de ser una broma pesada o una especie de trampa», pensé.
—Veamos… ¿he olvidado algo importante? —le pregunté al recordar que una vez había olvidado su cumpleaños.
Mizue es de las personas que se mantienen frías como un témpano cuando se enfadan. En aquel momento, su temperatura debía de ser de doscientos grados bajo cero. El frío que desprendía habría congelado hasta el mercurio.
—No —respondió ella, secamente.
—¿Tienes la regla?
—Tampoco.
—¿Tienes el síndrome premenstrual? —inquirí, intentando romper el hielo.
—Midori, si crees que estoy de mal humor y que por eso la pago contigo, te equivocas —me advirtió ella, con una mirada cargada de tristeza a pesar de que era yo quien debería estar triste, y no ella.
—Últimamente casi nunca salimos tú y yo solos.
—Es que con todo lo de Hanada… —empecé, pero me interrumpí al ver que ella parecía cada vez más triste.
—Voy a dejarte libre —dijo ella entonces—. Quizá ahora te sorprenda un poco mi decisión, pero seguro que al cabo de un tiempo te sentirás mucho más aliviado. Sé que soy una pesada.
Mizue siguió hablando atropelladamente, y yo no sabía en qué se basaba para argumentar todo lo que estaba diciendo.
—Siempre fue así. Tú me gustabas mucho más de lo que yo te gustaba a ti.
¿Mucho más? ¿Acaso el amor se puede medir en cantidades? Además, ¿por qué hablaba en pasado?
—Pero no podía hacer nada. Uno no puede elegir ser la persona más importante para el otro.
¿A qué venía eso?
—Otori ya me dijo que era difícil mantener la distancia adecuada con alguien.
¡Un momento! ¿Cuándo había tenido esa conversación con Otori?
—También me dijo que, cuando te acercas demasiado a alguien, acabas echándolo todo a perder.
Eso sería en su caso, pero yo era distinto.
—Seguro que a todos los hombres os pasa lo mismo.
—¡No seas tonta! ¿De qué estás hablando? —me enfadé—. ¿Por qué me sueltas todo eso de repente, por tu cuenta y sin previo aviso? —le dije, con voz temblorosa. Mi intención era gritar, pero creo que no lo conseguí.
—Eres muy distante, Midori —me reprochó Mizue, cabizbaja.
Mis energías se iban agotando progresivamente. Me había visto envuelto en una escena irracional y al final me sentía aplastado, como si me hubiera pasado por encima un huracán o me hubiera caído por la boca abierta de una alcantarilla.
—¿Por qué no nos tranquilizamos? —le propuse, casi sin fuerzas. No entendía en absoluto qué quería decirme, ni siquiera sabía si tenía algo que decirme o no. ¿Quería que le hiciera más caso? Sin embargo, a ella nunca le había gustado que los chicos la adularan demasiado.
Mizue Hirayama es una chica con mucha voluntad —una voluntad de hierro—, en general simpática, imaginativa —aunque a veces demasiado— y encantadora —no es una opinión subjetiva, hay mucha gente que estaría de acuerdo conmigo—.
—Yo estoy muy tranquila —dijo ella, con una voz calmada como un charco de agua estancada.
—Por muy simpáticas, imaginativas y psicológicamente independientes que parezcan las mujeres, nunca descubres cómo son hasta el final —me dijo Otori por la noche, para consolarme. Como nadie le había prestado el dinero que necesitaba, no pudo partir rumbo a Nagasaki.
—Entonces, ¿su simpatía, autonomía y todo lo demás es pura fachada? ¿Es mentira? —le pregunté, con la confianza por los suelos.
—No, no es mentira. Tienen muchas virtudes, pero al mismo tiempo hacen cosas totalmente incomprensibles.
Otori me ofreció una cerveza que, en realidad, había cogido como de costumbre de nuestra nevera, donde mi madre las guardaba.
—¿Por qué las mujeres son tan complejas, misteriosas y rebuscadas? —le pregunté a Otori, a quien me había agarrado como si fuera un chaleco salvavidas. Otori, que se había tomado muy en serio su papel de flotador, se ruborizó un poco y se sirvió cerveza con cara de satisfacción.
—No debes juzgar a las mujeres en general —me aconsejó, dándose importancia.
—¿Tú crees?
—Ellas odian que las metamos a todas en el mismo saco.
—Al decir «ellas», tú también estás generalizando, Otori.
—No seas tan quisquilloso, Midori.
Otori rio y me sirvió un vaso de cerveza. Recuerdo que una vez, cuando era pequeño, me dejaron chupar la espuma de la cerveza. Al tacto con la lengua me pareció dulce, pero cuando tragué descubrí que era amarga y esponjosa.
Cuando Otori se fue, me quedé solo en casa.
Era el fin de un día de mala suerte.
La casa olía a humedad.
El recibidor estaba desordenado, tal y como lo había dejado por la mañana. Las sandalias de mi abuela y los zapatos de mi madre estaban desparramados por el suelo, boca abajo, porque los había apartado de un puntapié al salir de casa.
Mientras reflexionaba sobre todo lo que me había pasado a lo largo del día, recordé a la chica del vestido rosa, pensé en lo extrañamente cercana que me había parecido y en lo lejos que me había sentido de Mizue y de Hanada. Me pregunté en voz alta si Mizue me gustaba de verdad. Desde que Otori se había ido, mi voz susurrante se difundía por todos los rincones de la casa vacía.
Cogí el móvil y pensé en un posible destinatario a quien llamar.
¿Mizue Hirayama? Era la última persona a quien llamar en aquel momento. O quizás fuera la única persona con quien debía comunicarme, pero a lo mejor sólo conseguiría empeorar las cosas.
¿Hanada? La cara de Hanada apareció flotando en el techo, borrosa. Pero no era su cara actual, sino la que tenía cuando íbamos a la escuela primaria y trepaba a los árboles del patio.
De repente, sonó el teléfono. No era mi móvil, sino el teléfono gris de casa. Cogí el auricular y respondí.
—¿Diga?
Se oyó un pitido. Estaba llegando un fax.
Colgué el auricular y observé el papel que empezaba a asomar. El fax salía por la ranura acompañado de un repiqueteo. Quizá fuera algo relacionado con el trabajo de mi madre. Eché un vistazo al texto, que decía así:
La casa estaría llena de rosas
y avispas.
Oiríamos, al atardecer,
sonar las vísperas;
y las uvas de color piedra
transparente
dormirían al sol
bajo la sombra lenta.
¡Cómo te amaría si allí estuvieras!
«¿Dónde he visto yo esa letra?», pensé.
Cuando el fax acabó de pasar, el repiqueteo cesó de repente.
Alguien había enviado un poema de amor. ¿Podría ser el señor Sato? Exasperado tras un día entero de mala suerte, arranqué la hoja del teléfono y leí el nombre del destinatario, escrito en el encabezado. «Para Midori Edo», ponía. El fax era para mí. Sorprendido, volví a leerlo con más atención. A continuación del poema, había un texto que decía:
Para Midori Edo.
Este poema es la traducción de una obra de Francis Jammes hecha por Daigaku Horiguchi. Se titula La casa estaría llena de rosas. Estas cinco líneas son un extracto del poema, que describe la imagen que yo tengo de un hogar. Hoy, cuando he hablado con Otori por primera vez, he recordado varias cosas de mi pasado. Otori es un hombre muy interesante.
Yo nunca he tenido una casa como la que describe el poema, y me temo que nunca podré tenerla. Lo único que puedo hacer es recordar este fragmento.
Espero verte mañana en el instituto.
Buenas noches.
AKIRA KITAGAWA
Tutor del grupo 1.°, clase 5
El ambiente se iluminó.
Mi casa estaba vacía. No había rosas, ni se oían abejas zumbando.
«Kitagawa —susurré—. Estoy a punto de llorar, Kitagawa».
Pero no lloré. Tenía muchos problemas a los que enfrentarme, y muchos asuntos que debía solucionar. No eran problemas graves, más bien un sinfín de pequeñas tonterías parecidas a desgracias que me habían pasado a lo largo de mi día de mala suerte. Aun así, no podía desperdiciar ni un minuto llorando. Además, no era el único que tenía que solucionar problemas insignificantes pero numerosos. Seguro que Hanada, Mizue, Kitagawa y tal vez incluso Otori tenían sus respectivos problemas triviales con los que debían lidiar.
«Qué ganas tengo de ser mayor —susurré—. Quiero crecer y ser libre». De todos modos, bien mirado, quizá fuera entonces, en mi estado actual, cuando era libre de verdad. La libertad es un ser desamparado y solitario.
Sacudí la cabeza y doblé el fax que me había mandado Kitagawa. Luego, fui a comprobar que la puerta de entrada estuviera cerrada.