6

Después de aquello, Lady Barb no declinó recibir a sus conocidos neoyorquinos los domingos por la tarde, aunque por el momento se negó a participar en el proyecto de su marido, que pensaba que debía hacerlo también la noche de ese día. Como todos los buenos americanos, Jackson Lemon daba mucha importancia a la cuestión de cómo, en su tierra nativa, se creaba un círculo social. Le parecía que ayudaría a esa buena causa, por la que tantos americanos están dispuestos a entregar la vida, que su mujer quisiera abrir un “saloon”, como lo llamaba chistosamente. Creía, o intentaba creer, que el salon[25] era ya posible en Nueva York, a condición de que se reservara enteramente para adultos; y al haberse casado con una mujer de un país en que las tradiciones sociales eran ricas y ancestrales, había dado un paso hacia el prestigio de su propia casa, tan espléndidamente considerada en todos los aspectos estrictamente materiales, como escenario de tal proyecto. Una mujer encantadora, acostumbrada solo a lo mejor de cada país, como decía Lady Beauchemin, ¿qué no podría conseguir de una manera cómoda, rápida, amplia e inspiradora, recibiendo en casa a la generación madura la noche de la semana en que eran menos numerosos los compromisos sociales? Planteó la idea a Lady Barb, pensando que si a ella le desagradaba de Nueva York por conocerlo poco, no podría dejar de gustarle conociéndolo mucho. Jackson Lemon creía en la mente neoyorquina: no tanto, claro está, en sus logros literarios, artísticos o políticos, como en su rapidez general y su incipiente adaptabilidad. Se aferraba a su creencia, porque era una pieza muy importante de la estructura que intentaba erigir. La mente neoyorquina presentaría su glamour a Lady Barb tan solo con que esta le diera una oportunidad; pues era una mente alegre, amena y cordial. Si ella tenía un salon en que pudiera florecer aquella preciosa mente, y donde ella pudiera inhalar su fragancia de la manera más cómoda y lujosa, sin, digamos, levantarse de la butaca; si simplemente probaba aquel experimento elegante y bienintencionado (y que sería tan útil a todo el mundo como a ella), estaba seguro de que se desvanecerían todas las arrugas del libro de su destino. Pero Lady Barb no aceptó esta idea, ni albergaba la más leve curiosidad en la mente neoyorquina. Le pareció que sería extremadamente desagradable tener cada domingo por la noche un montón de gente alborotando por allí sin haber sido invitada; y además el bosquejo que su marido le hacía del “saloon” anglo-americano parecía sugerirle confianzas excesivas, voces chirriantes (ya le había hecho a él algún comentario sobre esas “mujeres gritonas”) y risas desmedidas. No le explicó (pues no era capaz de expresarlo, y lo que es extraño, él tampoco era capaz de verlo por sí mismo) que no tenía mucha idea, natural ni adquirida, de lo que podía ser un “saloon” de este tipo. Nunca había visto ninguno, y en general jamás pensaba en cosas que no había visto. Había estado en grandes cenas, bailes, reuniones, paseos, carreras; había visto fiestas en el jardín, y un montón de gente, sobre todo mujeres (que, sin embargo, no gritaban), juntándose para tomar el té de manera sosa y acartonada, y distinguida concurrencia reunida en espléndidos castillos; pero nada de eso le daba idea de una tradición de la conversación, de un acuerdo social en la continuidad de una tertulia que se iba acumulando de una sesión a la siguiente, y que no había que perder. En la experiencia de Lady Barb, la conversación nunca había sido continuada; en ese caso seguramente habría sido un aburrimiento. Había sido siempre ocasional y fragmentaria, un poco saltarina, con alusiones que nunca llegaban a explicarse, con cierto horror al detalle. Ningún tema se perseguía hasta muy lejos, ni se conservaba mucho rato.

Había algo más que ella no le decía a su marido con respecto a su visión de la hospitalidad, que era, que si abría un “saloon” (ella había adoptado también el chiste, porque Lady Barb no se molestaba por las bromas), la señora Vanderdecken abriría otro inmediatamente, y la señora Vanderdecken sería la que tuviera más éxito de las dos. Esta dama, por razones que no había explorado todavía Lady Barb, se consideraba el gran personaje de Nueva York; había leyendas que contaban que la familia de su marido tenía una fabulosa antigüedad. Cuando se aludía a esa antigüedad, se la mencionaba como algo incalculable, que se perdía en la oscuridad de los tiempos. La señora Vanderdecken era joven, guapa, inteligente, absurdamente pretenciosa (en opinión de Lady Barb), y tenía una casa maravillosamente artística. La ambición se expresaba hasta en el susurro de cada una de sus prendas de ropa; y si era la primera persona de América (cómo sonaba esto), estaba claro que tenía que seguir siéndolo. Lady Barb no se dio cuenta hasta que llevaba varios meses en Nueva York de que aquella nativa brillante y enfurecida le había arrojado el guante; y cuando se dio cuenta, merced a un incidente que no tengo espacio para relatar, se limitó a sonrojarse un poco (por la señora Vanderdecken) y contener la lengua. No había ido a América para discutir sobre precedencia con una mujer como aquella. Había dejado de pensar mucho sobre eso (por supuesto, se pensaba mucho en ello en Inglaterra); pero el instinto de autoconservación no le permitía exponerse a ocasiones en que sus derechos pudieran ser puestos en duda. Esto, en el fondo, tenía mucho que ver con su determinación de no salir apenas, tomada poco después de la euforia de honores que le dispensaron a su llegada, y que le había parecido completamente excesiva. “¡No pueden mantener este nivel!”, se dijo, y en consecuencia, decidió quedarse en casa. Tenía la sensación de que cada vez que saliera se encontraría con la señora Vanderdecken, que retendría, o negaría, o impugnaría algo… la pobre Lady Barb no podía imaginarse qué. No hizo la prueba, y tampoco pensó mucho en ello porque no era dada a confesarse sus miedos, especialmente esos miedos de los que está ausente el terror. Pero, como he dicho, albergaba en su interior el presentimiento de que, si abría un salón al estilo extranjero (era curioso cómo intentaban, en Nueva York, ser extranjeros), la señora Vanderdecken se le adelantaría. La continuidad de la conversación, ¡ah!, esa idea la tendría ella ciertamente: no había nadie tan bueno en eso como la señora Vanderdecken. Lady Barb, como he contado, no le daba a su marido la sorpresa de revelarle estos pensamientos, aunque le había dado otras sorpresas. Pero él se hubiera quedado muy asombrado, y tal vez, al cabo de un rato, se hubiera sorprendido y casi alegrado al descubrir que ella era capaz de irritarse de aquel modo.

Podían ir a visitarla el domingo por la tarde; y en una de esas ocasiones, volviendo algo tarde y entrando en el salón de ella, la encontró en compañía de dos damas y un caballero. El caballero era Sidney Feeder, y una de las damas era la señora Vanderdecken, cuyas relaciones con Lady Barb eran en apariencia sumamente cordiales. Aunque su intención fuera aplastarla (tal como declaraban en privado dos o tres personas no famosas por su exactitud), la señora Vanderdecken deseaba al menos estudiar los puntos débiles de la invasora, para penetrar en el carácter de la muchacha inglesa. Desde luego, Lady Barb parecía ejercer una misteriosa fascinación en la representante del patriciado americano. La señora Vanderdecken no podía apartar los ojos de su víctima; y fuera cual fuera la importancia que le otorgaba, al menos no podía dejarla en paz.

“¿Por qué viene a verme? —se preguntaba la pobre Lady Barb—. Yo estoy segura de que no quiero verla; y ella ya ha cumplido de sobra.”

La señora Vanderdecken tenía sus motivos; y uno de ellos era sencillamente el placer de mirar a la esposa del doctor, como llamaba habitualmente a la hija de los Canterville. No incurría en un estúpido desprecio de la apariencia de la dama, y profesaba una admiración infinita hacia ella, a la que defendía muchas veces contra personas superficiales que decían que había cincuenta mujeres en Nueva York más atractivas que ella. Fueran los que fueran los puntos débiles de Lady Barb, no eran, desde luego, la curva de su mejilla y barbilla, el engarce de su cabeza en el cuello, ni la suavidad de sus intensos ojos, que eran tan bellos como los ojos ciegos de aquellos bustos de la antigüedad.

—La cabeza es encantadora, completamente encantadora —solía decir la señora Vanderdecken sin venir al caso, como si solo hubiera una cabeza en el lugar. Preguntaba siempre por el doctor; y este era otro motivo por el que acudía. Mencionaba al doctor cada dos por tres; preguntaba si lo llamaban de noche a menudo; encontraba que era el mayor de los lujos, en una palabra, referirse a Lady Barb como la esposa de un médico, la cual debía de estar más o menos au courant de los pacientes de su marido.

La otra dama, aquella tarde de domingo, era la pequeña señora Chew, cuya ropa parecía tan nueva que tenía aire de anuncio ambulante de una tienda importante, y que estaba siempre preguntando a Lady Barb por Inglaterra, algo que no hacía nunca la señora Vanderdecken. Esta conversaba con Lady Barb en términos puramente americanos, con una continuidad (de su lado) de la que ya se ha hecho mención, mientras que la señora Chew departía con Sidney Feeder sobre temas igualmente locales. A Lady Barb le gustaba Sidney Feeder; lo único que odiaba era su nombre, que permaneció en sus oídos de manera constante durante la media hora que las damas estuvieron con ella, teniendo la señora Chew el hábito, que tanto molestaba a Lady Barb, de repetir continuamente el nombre de su interlocutor.

La relación de Lady Barb con la señora Vanderdecken consistía principalmente en preguntarse, mientras ella hablaba, qué sería lo que quería de ella, y en mirar, con sus ojos esculturales, la ropa que vestía su visita, en la que siempre había mucho que examinar.

“¡Ah, doctor Feeder!, ¡Vaya, doctor Feeder!, ¡Bueno, doctor Feeder!” Estas exclamaciones, en labios de la señora Chew, eran un fondo a los pensamientos de Lady Barb. Cuando digo que le gustaba el confrère de su marido, como se llamaba normalmente él mismo, quiero decir que le sonreía al verlo, y le daba la mano, y le preguntaba si quería tomar un té. No había nada desagradable, como decían en Londres, en Lady Barb, y habría sido incapaz de infligir un deliberado desaire a un hombre que tenía el aire de hacerle frente como es debido a cualquier trabajo que tuviera entre manos. Pero no tenía nada que decirle a Sidney Feeder. Aparentemente, él le provocaba timidez, más timidez de la acostumbrada; porque ella era siempre un poco así. Intentaba desalentarlo, lo intentaba todo lo que podía. Pero él no era hombre que se retrajera, en absoluto; más bien era de conversación sorprendentemente abundante; pero Lady Barb parecía incapaz de seguirlo, y la mitad del tiempo, no sabía de qué estaba hablando. Él trataba de adaptar su conversación a las capacidades de ella; pero cuando hablaba del mundo, de lo que pasaba en la sociedad, se sentía más perdida incluso que cuando hablaba de hospitales y laboratorios, de la salud de la ciudad y del progreso de la ciencia. De hecho, después de la sonrisa que le dirigía cuando entraba, que era siempre muy atenta, apenas volvía a mirarlo, parecía siempre que miraba tras él, y encima de él, y debajo de él, y a todas partes salvo a él, y eso hasta que él volvía a levantarse, momento en que ella le dirigía otra sonrisa, que expresaba tanto placer y despreocupación como la que le había dirigido al llegar; eso parecía implicar que habían tenido una hora de deliciosa conversación. Él se preguntaba qué narices podía encontrar de interesante Jackson Lemon en aquella mujer, y pensaba que su obstinado, aunque inteligente, colega no estaba destinado a sentir que ella le alegraba la vida. Se compadecía de Jackson, y veía que Lady Barb, en Nueva York, no asimilaría ni sería asimilada nunca; y aun así tenía miedo de traicionar su escepticismo, pensando que podía resultar deprimente para el pobre Lemon mostrarle cómo su matrimonio (ahora tan espantosamente irrevocable) entristecía a sus amigos. Sidney Feeder era un hombre de conciencia vigorosa, y se excedía en su deber hacia el viejo amigo y su esposa por miedo a no hacer lo suficiente. Para no dar la sensación de que se olvidaba de ellos y a pesar de todos los compromisos que lo apremiaban, visitaba a Lady Barb con frecuencia heroica, semana tras semana, sin disfrutar de su buena obra ni serle de ninguna utilidad a su anfitriona, que se preguntaba qué había hecho para merecer sus visitas. Le hablaba de ellas a su marido, que se preguntaba también qué tenía en la cabeza el pobre Sidney, y sin embargo se veía incapaz, por supuesto, de darle a entender que no era necesario que fuera a visitarla tan a menudo. Entre el deseo del doctor Feeder de no dejar que Jackson pensara que su boda había cambiado algo, y las dudas de Jackson en revelarle a Sidney que su idea de la amistad era demasiado elevada, Lady Barb pasaba muchas de aquellas abundantes horas preguntándose para qué había ido a América. Muy poco habían hablado ella y su marido sobre Sidney Feeder; porque el instinto le decía a ella que, si tenía que haber escenas entre ellos, era mejor escoger bien la ocasión; y aquel raro sujeto no era una ocasión. Jackson había admitido tácitamente que su amigo Feeder podía ser lo que ella quisiera pensar de él; pero no era hombre al que se pudiera acusar, en una discusión, de la deslealtad de perjudicar a uno con elogios mezquinos. Si Lady Agatha hubiera estado habitualmente con su hermana, el doctor Feeder habría sido mejor atendido; pues la menor de las dos inglesas se enorgullecía, después de varios meses en Nueva York, de comprender todo cuanto se decía y captar cada alusión, no importaba de qué labios viniera. Pero Lady Agatha no estaba nunca en casa; para entonces había aprendido a describirse perfectamente cuando le decía a su madre que estaba siempre “en danza”. Ninguna de las innumerables víctimas de la tiranía del viejo mundo que han volado a Estados Unidos como tierra de libertad, ha ofrecido nunca tan abundante incienso a esa diosa como esta emancipada débutante[26] londinense. Se había metido en un divertido grupo que era conocido por el humorístico nombre de “los Bólidos”: una docena de jóvenes damas de agradable apariencia, buen humor y buenas energías, cuya característica más general era que, cuando alguien las buscaba, podía hacerlo en cualquier parte del mundo menos bajo el techo que se suponía que las cobijaba. No estaban nunca en casa; y cuando Sidney Feeder, como a veces sucedía, encontraba a Lady Agatha en otras casas, la hallaba en manos del irreprimible Longstraw. Había vuelto con su hermana, pero el señor Longstraw la había seguido hasta la puerta. En cuanto a atravesarla, el propio cuñado se lo había impedido de manera directa; pero al menos podía quedarse por allí esperándola. Puedo confiarle al lector, aun a riesgo de disminuir el único incidente que en el curso de esta narración tan plana podría sobresaltarlo, que nunca tenía que esperar mucho tiempo.

Cuando entró Jackson Lemon, las visitas de su esposa estaban a punto de irse; y ni siquiera le pidió a Sidney Feeder que se quedara, porque tenía algo que decirle a Lady Barb.

—No le he hecho ni la mitad de las preguntas que quería hacerle. He hablado tanto con el doctor Feeder… —dijo la arreglada señora Chew, sujetando en una de las suyas la mano de su anfitriona, y jugando con la otra con una de las cintas de Lady Barb.

—No creo que tenga nada que decirle; me parece que ya se lo he contado todo a la gente —respondió Lady Barb, cansinamente.

—¡A mí no me contado mucho! —dijo la señora Vanderdecken con una sonrisa radiante.

—¿Qué se le podría contar a usted? ¡Usted lo sabe todo! —terció Jackson Lemon.

—Ah, no; hay algunas cosas que son grandes misterios para mí —respondió la dama—. Espero que venga a verme el 17 —añadió, dirigiéndose a Lady Barb.

—¿El 17? Creo que nos vamos a algún lado.

—Vaya a casa de la señora Vanderdecken —animó la señora Chew—; verá a la flor y la nata.

—¡Ah, qué amable! —exclamó la señora Vanderdecken.

—Bueno, no me importa; ella irá, ¿no cree, doctor Feeder? Lo más selecto de la sociedad americana. —La señora Chew seguía con lo mismo.

—Bueno, no me cabe duda de que Lady Barb lo pasará bien —comentó Sidney Feeder—. Me temo que echa de menos las bostas —siguió dirigiéndose a Lady Barb, en tono chistoso e intranscendente. Cuando otros procedimientos fallaban, siempre probaba con lo chistoso.

—¿Las bostas? —preguntó Lady Barb, mirándolo fijamente.

—Donde usted montaba a caballo, en Hyde Park.

—Amigo mío, hablas como si aquello fuera el circo —dijo Jackson Lemon, sonriendo—, ¡No me he casado con un charlatán de feria!

—Bueno, echan algunas en el camino[27] —explicó Sidney Feeder abandonando el chiste.

—Debe de echar de menos muchas cosas —dijo con ternura la señora Chew.

—No veo qué —comentó la señora Vanderdecken—, aparte de las nieblas y a la reina. Nueva York cada vez se parece más a Londres. Es una pena; debería habernos conocido hace treinta años.

—Usted es la reina aquí —dijo Jackson Lemon—; pero no comprendo qué puede saber de hace treinta años.

—¿Cree que no se remonta atrás? ¡Su familia se remonta al pasado siglo! —exclamó la señora Chew.

—Me hubiera encantado —dijo Lady Barb—; pero creo que no podré. —Y miró a su marido, con una mirada usual en ella, como si deseara vagamente que hiciera algo.

No tuvo, sin embargo, que tomar iniciativas radicales, porque la señora Chew dijo inmediatamente:

—Bien, Lady Barberina, adiós.

Y la señora Vanderdecken sonrió en silencio a su anfitriona, dirigiéndole unas palabras de despedida que incluyeron muy audiblemente su título; y Sidney Feeder amenazó en broma con pisarles la cola del vestido a las damas al acompañarlas a la puerta. La señora Chew tenía siempre mucho que contar en el último momento; siguió hablando hasta que estaba en plena calle, y ni siquiera entonces paró. Pero al cabo de cinco minutos, Jackson Lemon se quedó a solas con su mujer; y entonces le contó las noticias. Las hizo preceder, no obstante, de una pregunta, al volver del salón.

—¿Dónde está Agatha, cariño?

—No tengo la menor idea. En la calle por algún lado, supongo.

—Creo que deberías saber un poco más.

—¿Cómo puedo saber qué pasa aquí? He tirado la toalla; no puedo hacer nada con ella. Me da igual lo que haga.

—Debería volver a Inglaterra —dijo Jackson Lemon tras una pausa.

—No debería haber venido nunca.

—¡No fue mía la idea, Dios lo sabe! —respondió Jackson bruscamente.

—Mamá no se lo podría imaginar —dijo su esposa.

—¡No, la cosa no ha salido como se imaginaría tu madre! Herman Longstraw quiere casarse con ella. Me ha presentado una proposición formal. Me lo he encontrado hace media hora en Madison Avenue, y me pidió que le acompañara al Columbia Club. Allí, en la sala de billar, que hoy estaba vacía, se me ha sincerado, pensando evidentemente que al plantear ante mí el asunto se comportaba con extraordinaria corrección. Me ha dicho que se muere de amor y que ella está deseando irse a vivir a Arizona.

—Y es cierto —dijo Lady Barb—. ¿Y qué le dijiste tú?

—Le dije que tenía la seguridad de que nunca funcionaría y que no tenía nada más que añadir. Le dije explícitamente, en resumen, lo que ya le había insinuado. Le aseguré que enviaríamos a Agatha de regreso a Inglaterra y que, si tenían el valor, que plantearan la cuestión allí.

—¿Cuándo la enviarás de vuelta? —preguntó Lady Barb.

—Inmediatamente; en el primer barco de vapor.

—¿Sola, como una americana?

—No seas desagradable, Barb —dijo Jackson Lemon—. No me costará trabajo encontrar acompañantes; ahora navega un montón de gente.

—Debo acompañarla yo misma —declaró Lady Barb al cabo de un instante—. Yo la traje aquí, y debo volver a dejarla en manos de mi madre.

Jackson Lemon se lo había esperado, y creía que estaba preparado. Pero al oírlo se dio cuenta de que su preparación no era completa; porque no tenía respuesta que dar: al menos no tenía ninguna que le pareciera certera. Durante aquellas últimas semanas, se había convencido, con una fuerza tranquila, irresistible e inmisericorde, de que la señora Freer había tenido razón al decirle, aquella tarde de domingo en Jermyn Street, el verano pasado, que no encontraría fácil lo de ser americano. Esa identidad se complicaba, exactamente en la medida que había predicho ella, por la dificultad de domesticar a la propia esposa. La dificultad no había desaparecido por mucho que se lo tomara con dignidad: lo hostigaba de la mañana a la noche, como un zapato que no encaja. Su dignidad le había dado valor para dar el gran paso; pero empezaba a percibir que la actitud más digna del mundo no cambiaría la naturaleza de las cosas. Sentía un cosquilleo en los oídos al pensar que si los Freer (a los que, inmerso en esperanzas y terrores, había juzgado igualmente innobles) hubieran tenido la mala pata de pasar el invierno en Nueva York, habrían encontrado sus dificultades todo lo entretenidas que hubieran podido desear. Esa convicción había calado en su mente gota a gota. Y la primera gota había sido una frase de Lady Agatha, la de que si su esposa volvía a Inglaterra, no volvería a cruzar el Atlántico. Aquella frase de Lady Agatha había sido la gota que había colmado el vaso de la aprensión. Qué haría ella, cómo resistiría… eso aún no estaba preparado para saberlo; pero sentía, cada vez que la miraba, que aquella hermosa mujer a la que adoraba estaba regida por un propósito ciego, insuperable, imborrable. Sabía que si ella se plantaba, nada en el mundo podría moverla; y su belleza antigua, radiante y la altivez general de su estirpe, llegaron a parecerle, rápidamente, tan solo la esplendorosa expresión de una obstinación idiota, continua e imperturbable. Ella no era de mente ágil, y después de seis meses de matrimonio él se había dado cuenta de que no era inteligente; y sin embargo huiría. Se había casado con él, se había adueñado de su fortuna y su consideración, pero al fin y al cabo, es quien es, se dijo Jackson Lemon en una ocasión en que se encontraba airado, recordando que en Inglaterra las Lady Clara y las Lady Florence eran tan abundantes como las moras de zarza. Pero si no quería saber nada de su país, no tendría por qué tener ninguna relación con él. Había entrado la primera a cenar en todas las casas del país, pero eso no la había satisfecho. Había sido sencillo ser americano, en el sentido de que nadie más en Nueva York había puesto dificultades; las dificultades habían brotado de sus peculiares sentimientos, que eran el motivo por el que él se había casado con ella, a fin de cuentas, pensando que otorgarían una fina herencia de carácter a su prole. Así sería, sin duda, en los años venideros, cuando apareciera esa prole; pero mientras tanto interferían con la mejor herencia de todas: la nacionalidad de sus posibles hijos. Lady Barb no haría nada impulsivo; él estaba bastante seguro de ello. No volvería a Inglaterra sin su consentimiento; pero cuando lo hiciera, sería para siempre. Solo le cabía, así pues, no llevarla de regreso, una postura repleta de dificultades, puesto que, en cierto modo, había dado su palabra, en tanto que ella no había dado palabra alguna, más allá de la general promesa murmurada ante el altar. Ella había sido general, pero él había sido específico; y los acuerdos alcanzados eran parte de ello. Sus dificultades eran tales que no podía encararlas directamente. Debía virar antes de acercarse a una costa tan incierta. Entonces le dijo a Lady Barberina que le resultaba muy inconveniente dejar Nueva York en aquel momento: ella debía recordar que habían hecho planes para un viaje posterior. No podía pensar en permitirle viajar sin él, y por otro lado, tenían que enviar a su hermana sin ninguna demora. Por consiguiente, buscaría de inmediato una acompañante, y él aliviaría su irritación descargando su disgusto contra Herman Longstraw.

Lady Barb no se preocupó en atacar de palabra a aquel caballero; durante mucho tiempo había esperado lo peor. Se limitó a comentar con sequedad, tras escuchar a su marido en silencio durante unos minutos:

—¡Por mí como si se casa con el doctor Feeder!

Al día siguiente, Jackson Lemon se encerró durante una hora con Lady Agatha, haciendo grandes esfuerzos para exponerle los motivos por los que no podía unirse al californiano. Jackson era amable, era afectuoso; la besó y le pasó el brazo por la cintura, le recordó que eran muy buenos amigos y que ella siempre había sido muy buena con él; por tanto, él contaba con ella. Le rompería el corazón a su madre, se ganaría la maldición de su padre, y a él lo metería en un lío del que no lo sacaría fuerza humana. Lady Agatha lo escuchó llorando, le devolvió su beso afectuosamente, y admitió que sus padres jamás consentirían aquella boda; y cuando él le dijo que había dispuesto las cosas para que embarcara hacia Liverpool (acompañada de algunas personas encantadoras) dos días después, lo abrazó y le aseguró que nunca dejaría de agradecerle todas las molestias que se tomaba con ella. Él se enorgulleció de haberla convencido, y en cierto grado la consoló, y pensó para sí con satisfacción que, aunque se le metiera en la cabeza, Barberina nunca estaría preparada para embarcar hacia su tierra natal en el espacio de tiempo comprendido entre el lunes y el miércoles. A la mañana siguiente, Lady Agatha no se presentó a desayunar; pero como solía levantarse muy tarde, su ausencia no despertó alarma alguna. No había hecho sonar la campana, y pensaron que seguía durmiendo. Pero nunca se había quedado durmiendo más tarde de mediodía; y al acercarse esa hora, su hermana acudió a su habitación. Lady Barb descubrió entonces que había abandonado la casa a las siete de la mañana para ir a reunirse con Herman Longstraw en una esquina cercana. Una pequeña nota que había sobre la mesa explicaba muy sucintamente, impidiendo dudar de ello a Jackson Lemon y a su esposa, que para cuando leyeran aquellas noticias, su díscola hermana se habría unido al hombre de su preferencia tan estrechamente como le permitieran las leyes del Estado de Nueva York. La pequeña nota declaraba que, como sabía que nunca consentirían que se casara con él, había decidido casarse sin permiso, y que nada más terminar la ceremonia, que sería de la mayor sencillez, tomarían un tren hacia el lejano Oeste. Nuestra historia solo tiene relación con las consecuencias remotas de este incidente, que dio, por supuesto, una gran cantidad de problemas a Jackson Lemon. Marchó al lejano Oeste en pos de los fugitivos y los alcanzó en California; pero no tuvo el valor de proponerles que se separaran, al comprobar que Herman Longstraw no se había casado peor que él mismo. Lady Agatha era ya popular en los nuevos Estados, donde la historia de su fuga, estampada con enormes mayúsculas, circulaba en mil periódicos. Aquello de los periódicos había sido para Jackson Lemon uno de los resultados más terminantes del coup de tête[28] de su cuñada. Su primer pensamiento había sido sobre la prensa, y su primera exclamación una plegaria para que no contaran la historia. Pero la contaban, tratando el asunto con la energía y elocuencia acostumbradas. Lady Barb no llegó a verlos; pero un afectuoso amigo de la familia, que viajaba entonces por Estados Unidos, hizo un paquete con algunos de los periódicos más importantes, y los envió a Lord Canterville. Aquel envío motivó una carta por parte de Lady Canterville dirigida a Jackson Lemon que zarandeó desde la base la posición del joven. Sobre la casa de Canterville había caído el oprobio, y su suegra le pedía en compensación por las afrentas e injurias que caían sobre su familia, afligida y deshonrada como estaba, que le fuera permitido al menos verle la cara a su otra hija.

—Supongo que, por mera compasión, no serás sordo a un ruego como este —dijo Lady Barb. Y aunque retroceda ante la idea de consignar un segundo acto de debilidad por parte de un hombre que tenía tales pretensiones de fortaleza, no tengo más remedio que relatar que el pobre Jackson, que se ponía encendido al ver los periódicos, y sentía renovarse, cada vez que los leía, la fuerza del terrible axioma de la señora Freer, el pobre Jackson hizo una visita a la oficina de los Cunarder[29]. Más tarde se dijo a sí mismo que eran los periódicos los que lo habían conseguido; él no podía soportar que pareciera que estaba de su lado; le ponían muy difícil negar la vulgaridad del país, justo cuando más necesitaba negarla. Antes de embarcar, Lady Barb se negó tajantemente a mencionar semana ni mes alguno como fecha de su vuelta a Nueva York. Muchas semanas y meses han pasado desde entonces, y ella no da señal de regresar. Nunca fijará una fecha. La echa mucho de menos la señora Vanderdecken, que todavía alude a ella, y sigue diciendo que era soberbia la línea de sus hombros; poniendo la frase, que dice con aire pensativo, en pretérito. Lady Beauchemin y Lady Marmaduke están muy desconcertadas; a su modo de ver, el proyecto internacional no ha recibido el impulso esperado.

Jackson Lemon tiene casa en Londres, y monta a caballo por Hyde Park con su esposa, que es tan bella como el día, y hace un año le hizo entrega de una niña con rasgos en los que ya Jackson quiere encontrar el aspecto de la raza. Si lo hace con esperanza o con miedo, eso es hoy por hoy más de lo que me ha revelado mi musa. Tiene de vez en cuando alguna escena con Lady Barb, durante la cual resulta muy patente en el rostro de ella el aspecto de la raza; pero esas escenas nunca concluyen en una visita a los Cunarder. Él está inquieto en extremo, y cruza constantemente al continente; pero regresa de manera repentina porque no puede soportar encontrarse a los Freer, que parecen invadir las regiones más confortables de Europa. Los esquiva por todas las ciudades. Sidney Feeder lo lamenta mucho por él; hace meses desde la última vez que Jackson le envió “resultados”. Este excelente muchacho va muy a menudo, con ánimo consolador, a ver a la señora Lemon; pero no ha sido aún capaz de responder a su eterna pregunta: “¿Por qué esa chica y no otra?” Lady Agatha Longstraw y su marido llegaron a Inglaterra hace un año, y la personalidad del señor Longstraw cosechó un enorme éxito durante la última temporada londinense. Se ignora de qué viven exactamente, aunque se sabe que él está buscando ocupación. Mientras tanto, se piensa que los mantiene Jackson Lemon.