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Es bien sabido que existen pocas vistas en el mundo más grandiosas que las avenidas principales de Hyde Park en una bonita tarde de junio. En eso se encontraban completamente de acuerdo dos personas que, un hermoso día de comienzos de ese mes, hace ahora cuatro años, se habían situado bajo los grandes árboles en un par de sillas de hierro (esas grandes con brazos por las que, si no me equivoco, hay que pagar dos peniques) y permanecían allí sentados, dejando a su espalda la lenta procesión del Drive y volviendo el rostro hacia el Row, que estaba mucho más animado[1]. Estaban perdidos entre la multitud de observadores, y pertenecían, al menos aparentemente, a esa clase de personas que, donde quiera que se hallen, tienden a encontrarse más entre los observadores que entre los observados. Eran tranquilos, sencillos, de edad avanzada y de aspecto neutro; resultaban agradables a todo aquel al que no le pasaran completamente desapercibidos. Y sin embargo, de entre toda aquella brillante concurrencia, es en ellos, por oscuros que parezcan, en quienes vamos a fijar nuestra atención. Le ruego al lector que tenga un poco de confianza; no que realice excesivas concesiones. En el rostro de nuestros amigos había algo que indicaba que estaban envejeciendo juntos, y que gustaban de su mutua compañía lo bastante para no poner objeciones. El lector habrá adivinado que eran marido y mujer; y puede que también, al mismo tiempo, haya adivinado que pertenecían a esa nacionalidad que tanto abunda en Hyde Park en el apogeo de la temporada. Eran extraños familiares, por decirlo de alguna manera; y personas que resultaran tan enteradas y al mismo tiempo tan alejadas, solo podían ser americanas. Naturalmente, esta reflexión uno solo podía hacerla al cabo de un rato, pues hay que admitir que ostentaban escasos signos patrióticos. Tenían una mente americana, pero eso era muy sutil; y podían dar la impresión, si uno se molestaba en fijarse, de que eran de familia inglesa, o incluso continental. Era como si les fuera bien resultar insulsos: todo el sabor lo llevaban en su conversación. No eran en absoluto llamativos; eran más bien grises, de tonalidad desvaída. Si estaban interesados en los jinetes, en los caballos, en los paseantes, en la gran exhibición de salud, riqueza, belleza, lujo y ociosidad ingleses, era porque todo esto remitía a otras impresiones, porque tenían la clave de casi todo lo que necesitaba una respuesta, porque, en una palabra, estaban en condiciones de comparar. No habían llegado, solo habían vuelto; y su tranquila mirada expresaba mucho más el reconocimiento que la sorpresa. Puede también decirse categóricamente que Dexter Freer y su esposa pertenecían a esa clase de americanos que están constantemente “de paso” por Londres. Poseedores de una fortuna cuyos límites, desde cualquier punto que se mirara, resultaban claramente visibles, no podían permitirse el que constituye el más desenfrenado de los lujos: residir en su propio país. Les resultaba mucho más fácil hacer economías en Dresde o en Florencia que en Buffalo o Minneapolis. Al final el gasto realizado era el mismo, y la inspiración obtenida era mucho mayor. Desde Florencia o Dresde, además, hacían constantes excursiones que no habrían sido posibles en las otras ciudades; y hasta es de temer que tuvieran algunos métodos de ahorro bastante caros: iban a Londres a comprar los baúles de viaje, los cepillos de dientes, el papel de escribir; en ocasiones hasta cruzaban el Atlántico para asegurarse de que los precios allí seguían siendo los mismos. Eran en gran medida una pareja de hábitos sociales, interesadas en especial en las personas. Su mirada se enfocaba tan claramente en el aspecto humano que pasaban por ser aficionados al cotilleo; y desde luego estaban muy al tanto de los asuntos de los demás. Tenían amigos en todos los países, en todas las ciudades; y no era culpa suya que la gente les contara sus secretos. Dexter Freer era un hombre alto y delgado, de ojos atentos y una nariz que, más alzada que caída, resultaba ante todo prominente. Se cepillaba el cabello, que estaba surcado de blanco, hacia delante, por encima de las orejas, con esos mechones que aparecen en los retratos de caballeros bien afeitados de hace cincuenta años, y llevaba corbata y polainas anticuadas. Su esposa, una persona pequeña, regordeta, lozana, con la cara blanca y el cabello aún completamente negro, sonreía todo el tiempo, pero no había vuelto a reír desde la muerte de un hijo al que había perdido a los diez años de casarse. Su esposo, sin embargo, aunque normalmente se mostraba muy serio, se permitía en ocasiones sonoros regocijos. Inspiraba en la gente menos confianza que su marido; pero eso importaba poco, puesto que ella tenía la suficiente confianza en sí misma. Su vestido, que era siempre negro o gris oscuro, resultaba tan agradable y sencillo que se notaba que se sentía a gusto con él; nunca resultaba elegante por casualidad. Hacía las cosas con una intención cargada de sensatez, y aunque se hallaba en perpetuo movimiento por el mundo, tenía siempre el aspecto de estar completamente inmóvil. Le elogiaban la rapidez con que daba a su salita en una fonda en la que tan solo iba a pasar una o dos noches la apariencia de un apartamento habitado desde hacía mucho tiempo. Merced a unos libros, unas flores, unas fotografías y unas telas rápidamente dispuestas (casi siempre conseguía contar hasta con un piano), el lugar casi parecía recibido en herencia. La pareja acababa de regresar de América, donde habían pasado tres meses, y se sentían capaces de afrontar el mundo con esa euforia que produce comprobar que todo está tal como se lo imaginaban. Habían encontrado su tierra natal absolutamente ruinosa.

—¡Ahí está de nuevo! —dijo el señor Freer siguiendo con los ojos a un joven que pasaba por el Row, cabalgando lentamente—. ¡Qué hermoso pura sangre!

La señora Freer tan solo hacía preguntas ociosas cuando quería ganar tiempo para pensar. En aquel momento, no tenía más que dirigir la mirada para ver a quién se refería su esposo.

—El caballo es demasiado grande —comentó en un instante.

—Quieres decir que el jinete es demasiado pequeño —replicó el marido—. Pero va montado en sus millones.

—¿Millones?

—Siete u ocho, según me han dicho.

—¡Qué desagradable! —En esos términos solía hablar de las grandes fortunas del momento la señora Freer—. Me gustaría que nos viera —añadió.

—Nos ve, pero no quiere mirarnos. Le da algo de apuro. No se encuentra cómodo.

—¿Apuro por ese enorme caballo?

—Sí, y por su gran fortuna. Se siente algo avergonzado de ella.

—Entonces ha venido al lugar menos apropiado —dijo la señora Freer.

—No estoy tan seguro. Aquí encontrará gente más rica que él, y otros caballos grandes en abundancia, y eso lo animará. Puede también que esté buscando a esa chica.

—¿Esa de la que nos han hablado? No puede ser tan idiota.

—No es idiota —dijo Dexter Freer—. Si piensa en ella, tiene un buen motivo.

—Me pregunto qué diría Mary Lemon.

—Diría que le parece bien lo que él haga. Piensa que no puede equivocarse. Lo adora.

—No estoy tan segura, si se lleva a casa a una esposa que la desprecia.

—¿Y por qué tendría que despreciarla esa chica? Es una mujer encantadora.

—La chica nunca lo sabrá. Y si lo supiera, daría igual: lo despreciará todo.

—No lo creo, cariño. Algunas cosas le gustarán mucho. Todo el mundo la tratará muy bien.

—Aún los despreciará más. Pero estamos hablando como si todo estuviera ya decidido. Y no lo creo en absoluto —comentó la señora Freer.

—Bueno, seguro que algo así ocurrirá antes o después —replicó el marido, volviéndose ligeramente hacia el delta que se forma, cerca de la entrada al parque, en la bifurcación de los dos grandes paseos: el Drive y el Row.

Nuestros amigos habían dado la espalda, como he mencionado, al solemne giro de las ruedas y a la espesa masa de espectadores que habían elegido ese lado del espectáculo. Esos espectadores se hallaban en aquel momento sacudidos por un impulso unánime: lo expresaban claramente el correr las sillas hacia atrás, el arrastre de pies, el susurro de telas y el creciente murmullo de voces. La familia real se aproximaba… la familia real estaba pasando… la familia real acababa de pasar. Freer volvió ligeramente la cabeza y los oídos. Pero no consiguió modificar más su posición, y su esposa no hizo ningún caso de la conmoción. Habían visto pasar a las familias reales de toda Europa, y sabían que pasaban muy rápido. A veces regresaban, a veces no. En más de una ocasión las habían visto pasar por última vez. Eran turistas veteranos, y sabían perfectamente cuándo debían ponerse en pie y cuándo permanecer sentados. El señor Freer continuó con su argumentación:

—Algún joven lo hará, seguro, y alguna de estas chicas asumirá el riesgo. Por aquí, cada vez más, tienen que ir asumiendo riesgos.

—Las chicas estarán encantadas, no me cabe duda. Hasta el momento han tenido muy pocas oportunidades. Pero no quisiera que Jackson fuera el primero.

—¿Pues sabes que yo sí? —dijo Dexter Freer—. Será muy divertido.

—Para nosotros tal vez, pero no para él. Se arrepentirá y será desdichado. Es demasiado joven.

—¡Desdichado, nunca! No tiene capacidad para la desdicha. Y por eso se puede permitir el riesgo.

—Tendrá que hacer importantes concesiones —observó la señora Freer.

—No hará ninguna.

—Me gustaría verlo.

—Admite, pues, que será divertido, que es lo que te estoy discutiendo. Pero, como dices, estamos hablando como si todo estuviera ya decidido, cuando probablemente no haya nada, nada en absoluto. Las mejores historias siempre resultan falsas. En este caso lo lamentaré.

Volvieron a quedarse en silencio, mientras la gente pasaba y volvía a pasar ante ellos, en una extraña, continua, sucesiva y mecánica secuencia de rostros. Observaban a la gente, pero nadie los observaba a ellos, aunque se suponía que todo el mundo iba allí para ver. Era todo asombroso, espectacular, y el conjunto componía un gran cuadro. El área ancha y larga del Row, su superficie de color marrón rojizo, punteada con figuras que avanzaban a saltos, se extendía en la distancia y hasta emborronarse en la atmósfera espesa y brillante. La oscura vegetación inglesa que bordeaba y se desbordaba sobre el paseo parecía exuberante y antigua, por más que la reavivara el aliento de junio. Grandes nubes de plata manchaban el suave azul del cielo estival, y caían pesados rayos de luz sobre los espacios más tranquilos del parque, tal como se veían más allá del Row. Todo esto, sin embargo, constituía solamente el telón de fondo, porque la escena era principalmente humana; y magnífica, llena de lustre y destellos, con los tonos contrastados de mil brillantes superficies. Ciertas cosas quedaban destacadas, dominando: las brillantes ijadas de los perfectos caballos, el centelleo de bocados y espuelas, la suavidad de la fina ropa ceñida en hombros, brazos y piernas, el lustre de gorros y botas, la lozanía de la piel, la expresión de la sonrisa, los rostros que conversaban, el revuelo y resplandor de las rápidas galopadas. Había rostros por todas partes que causaban sensación; en especial, las bellas caras de las mujeres subidas a sus altos caballos, algo coloradas bajo el rígido gorro negro, y la figura almidonada pese a lo definido de las curvas en el ceñido traje. El pequeño y duro casco, la cabeza pulcra y arreglada, el cuello recto, la firme armadura cortada por el sastre y el físico sano y radiante: todo ello les daba el aspecto de amazonas a punto de lanzarse a la carga en su caballo. Los hombres, mirando a la distancia con buen perfil, el sombrero de ala ondulante, el alto cuello, las flores blancas en el pecho, las piernas y los pies largos, tenían un aire más decorativo y elaborado al avanzar a saltos al lado de las damas, siempre desacompasados. Eran tipos juveniles, pero no era todo juventud, porque más de una silla estaba ocupada por rotundas corpulencias; y rostros rubicundos, con bigote blanco y corto o con barbilla de matrona, observaban desde lo alto, cómodamente situados en un equilibrio que era tanto moral y social como físico. Los paseantes se distinguían de los jinetes tan solo en que iban a pie, y en que miraban a los jinetes más de lo que estos los miraban a ellos; porque habrían figurado sobre una silla de montar y cabalgado igual de bien que ellos. Las mujeres llevaban sombreros pequeños y apretados, y moñitos más apretados aún; sus redondos mentones descansaban en lazos de encaje o, en algunos casos, de aros y cadenas de plata. Lucían espalda plana y estrecha cintura; caminaban despacio, sacando los codos, portando una sombrilla grande, y volviendo la cabeza muy levemente a derecha o izquierda. Eran amazonas sin montura, pero prestas a saltar sobre la silla del caballo. Había mucha belleza y una impresión general de logrado desarrollo, que surgía de los ojos claros y tranquilos y de los labios bien dibujados que formaban sílabas líquidas y breves sentencias. Algunos hombres jóvenes tenían, tanto como las mujeres, hermosa proporción y rostro ovalado, en los que la línea y el color resultaban puros y lozanos, y la idea de la propia importancia era lo de menos.

—Son muy hermosos —dijo el señor Freer al cabo de diez minutos—. Qué blanco tan fino.

—Hacen muy bien con el blanco. ¡Pero cuando se aventuran con el color! —respondió la mujer. Estaba sentada con los ojos al nivel de las faldas de las damas que pasaban ante ella; y había seguido el avance de una túnica de terciopelo verde enriquecida con ornamentos de acero y recogida en gran parte en las manos de su portadora, la cual, no habiendo cumplido aparentemente los veinte años, iba acompañada por una joven dama cubierta de leve muselina rosa finamente bordada con flores que parecían lirios.

—Aun así, en la multitud quedan maravillosamente —prosiguió Dexter Freer—; mira a los hombres, las mujeres y los caballos, todos juntos. Mira ese tipo grande que va en el zaino claro: ¿podría haber algo más perfecto? Por cierto, se trata de Lord Canterville —añadió al instante, como si eso tuviera importancia.

La señora Freer reconoció esa importancia hasta el punto de levantarse las gafas para observar a Lord Canterville.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó con las gafas aún levantadas.

—Le oí decir algo la noche en que fui a la Cámara de los Lores. Fueron muy pocas palabras, pero lo recuerdo. Un hombre que estaba junto a mí me explicó quién era.

—No es tan apuesto como tú —dijo la señora Freer dejando caer las gafas.

—¡Ah, eres demasiado difícil! —murmuró su marido—. Qué pena que la chica no vaya con él —prosiguió—; tal vez veamos algo.

Y enseguida resultó que la chica iba con él. El noble mencionado había avanzado lentamente desde el comienzo, pero justo delante de nuestros amigos se detuvo para mirar detrás de él, como si esperara por alguien. En el mismo instante, un caballero que iba por el paseo[2] llamó su atención, así que avanzó hasta la barrera que protege a los caminantes y se detuvo en ella, inclinándose un poco en la silla para hablar con su amigo, que estaba apoyado contra la barandilla. Lord Canterville resultaba sin duda perfecto, tal como había dicho su admirador americano. Con sus más de sesenta años y su gran estatura y presencia, constituía realmente una espléndida visión. Maravillosamente conservado, tenía la lozanía de la edad mediana, y habría parecido joven si el paso de los años no hubiera dejado su huella en el volumen de su contorno. Iba vestido de pies a cabeza con prendas de un gris radiante, y coronaba su hermoso semblante rubicundo con un sombrero blanco, cuyas majestuosas curvas eran un triunfo de la elegancia. Sobre el fuerte pecho se extendía una exuberante barba de color gris, pese a algunos mechones, con la que combinaba a la perfección el pelaje de su admirable montura. No dejaba sitio, en el ojal superior, para la acostumbrada gardenia; pero esto importaba relativamente poco, pues la frondosidad de la barba ponía ya la nota tropical. A horcajadas sobre su magnífico corcel, con el grueso puño calzado con un guante gris perla y posado sobre el amplio muslo, el rostro animado por una alegre indiferencia, y reflejando en toda su magnífica superficie la suave luz del sol, Lord Canterville daba la imagen, sin duda, de ser un hombre imponente, y clara, indiscutiblemente, todo un personaje. Al pasar, la gente casi se detenía a observarlo. Pero su espera duró poco, porque casi de inmediato se reunieron con él dos guapas muchachas con tan buena planta (por emplear la expresión de Dexter Freer) como él. Se habían detenido un instante a la entrada del Row, y avanzaban ahora una al lado de la otra, con el mozo de cuadra justo tras ellas. Una de ellas era más alta y de mayor edad que la otra, y resultaba evidente, con solo mirarlas, que eran hermanas. Con sus preciosos hombros, su apretada cintura, y la falda que colgaba sin formar ni una arruga, como una plancha de zinc, representaban, de manera perfecta, a la bella muchacha inglesa en la posición en que más bella resulta.

—Claro está que son sus hijas —dijo Dexter Freer al verlas alejarse con Lord Canterville—. Y siendo así, una de ellas tiene que ser el amorcito de Jackson Lemon. Seguramente la más grande; dijeron que era la mayor. Desde luego, es una hermosa criatura.

—Odiaría aquello —comentó la señora Freer en respuesta a aquella serie de inducciones.

—Ya sabes que no lo creo. Pero aunque así fuera, tendría que adaptarse.

—No se adaptará.

—Parece tan condenadamente feliz, ahí puesta a mujeriegas… —prosiguió Dexter Freer sin prestar atención a la réplica de su esposa.

—¿No se supone que son muy pobres?

—¡Sí, lo parecen! —Y siguieron con los ojos al distinguido trío en el momento en que, en compañía del mozo, tan distinguido a su manera como cualquiera de ellos, emprendieron un medio galope.

El aire se llenaba de sonidos, pero eran bajos y difusos; y cuando, junto a nuestros amigos, esos sonidos se volvían articulados, las palabras resultaban sencillas y escasas.

—Es tan bueno como el circo, ¿verdad, señora Freer? —Estas palabras encajaban con la descripción, pero atravesaron el aire con mayor eficacia que cualquiera de las que habían oído en los últimos instantes. Habían sido pronunciadas por un joven que se había detenido bruscamente en el camino y se había quedado absorto mirando a sus compatriotas. Era bajo y robusto, tenía rostro redondo y bondadoso y el cabello corto y tieso, como el que poblaba su barba, corta y erizada. Llevaba un gabán cruzado de paseo que, sin embargo, no llevaba abotonado, y en lo alto de la redonda cabeza se había colocado un sombrero sumamente pequeño, de los que llaman “hongo”. Le sentaba evidentemente bien, pero ni siquiera un sombrerero profesional habría sabido por qué. Llevaba las manos calzadas con unos guantes nuevos de color marrón oscuro. Le colgaban a los costados, dándole un desacostumbrado aire de inactividad. No lucía paraguas ni bastón. Alargó casi con ansia una de sus manos hacia el señor Freer, y enrojeció un poco al comprender que su gesto había resultado apresurado.

—¡Ah, doctor Feeder! —dijo ella sonriéndole. Entonces le repitió a su esposo—: ¡El doctor Feeder, cariño!

Y el esposo exclamó:

—¡Doctor Feeder!, ¿qué tal está?

He hablado de su apariencia; sin embargo, ninguno de los dos notó lo que llevaba puesto. Solo vieron una cosa: su rostro agradable, que le daba una apariencia de persona al mismo tiempo sencilla, inteligente y totalmente bondadosa. Recientemente habían viajado desde Nueva York en su compañía, y había sido muy agradable tenerlo a bordo. Cuando solo llevaba un momento ante ellos, quedó vacante una silla al lado de la señora Freer, de la que tomó posesión, y allí sentado le expresó su opinión sobre el parque y cuánto le gustaba Londres. Como ella conocía a todo el mundo, también había conocido a muchos familiares suyos en su país; y mientras le escuchaba, ella recordaba lo importante que había sido la contribución de su familia a la cultura y virtud de Cincinnati. El horizonte social de la señora Freer abarcaba incluso aquella ciudad. Se había relacionado mucho con varias familias de Ohio, y estaba al tanto de la posición que ostentaban allí los Feeder. Esta familia, muy numerosa, formaba una enorme red de primos. Y aunque la señora Freer era totalmente ajena a tal sistema, habría podido decir con quién se había desposado el tatarabuelo del doctor Feeder. Todo el mundo, claro está, había oído hablar de las buenas obras de los descendientes de estas honorables personas, que eran generalmente médicos, y excelentes, y cuyo nombre recordaba muy bien sus numerosos actos caritativos[3]. Sidney Feeder, que tenía varios primos de este nombre establecidos en el mismo campo laboral en Cincinnati, había trasladado su ambición y su persona a Nueva York, donde al cabo de los años su consulta había empezado a prosperar. Había estudiado la profesión en Viena y se había impregnado de ciencia germana; de hecho, con solo que hubiera llevado gafas, hubiera podido pasar perfectamente, allí sentado, contemplando los jinetes que transitaban por Rotten Row como si su paseo fuera una exitosa exhibición, por un joven y distinguido alemán. Había acudido a Londres para asistir a un congreso médico que tenía lugar aquel año en la capital británica, pues su interés en el arte de sanar no se limitaba en absoluto a la curación de sus pacientes, sino que incluía cualquier forma de experimento, y la expresión de sus honestos ojos casi lograba que uno se resignara a la vivisección. Era la primera vez que acudía a Hyde Park, pues para los experimentos sociales le quedaba poco tiempo libre. Siendo consciente, sin embargo, de que se trataba de un espectáculo muy típico y en cierto modo sintomático, había puesto todo su empeño en reservarle una tarde, y se había engalanado para la ocasión.

—Es un magnífico espectáculo —le dijo a la señora Freer—. Me entran ganas de tener caballo. —Aunque recordara muy poco a Lord Canterville, montaba muy bien.

—Espere que vuelva a pasar Jackson Lemon, y podrá pararlo y pedirle que le deje dar una vuelta —fue la jocosa sugerencia de Dexter Freer.

—¿Está aquí? Lo he estado buscando. Me gustaría verlo.

—¿No asiste al congreso médico? —preguntó la señora Freer.

—Bueno, sí, asiste. Pero no va mucho. Me parece que falta bastante.

—Lo puedo comprender —comentó el señor Freer—. Creo que tiene un buen motivo para no acudir con regularidad. Un hermoso motivo, un motivo encantador —prosiguió, inclinándose hacia delante para atisbar hacia el comienzo del Row—. ¡Dios mío, qué motivo tan adorable!

El doctor Feeder siguió la dirección de sus ojos y al cabo de un momento comprendió la alusión. El pequeño Jackson Lemon, en su enorme caballo, volvía a pasar por la avenida, cabalgando al lado de una de las jóvenes que poco antes habían recorrido el camino en compañía de Lord Canterville. Detrás iba su señoría, conversando con la otra, la hija menor. Al pasar, Jackson Lemon volvió los ojos hacia la multitud congregada bajo los árboles, y de esa forma fueron a posarse en los Freer. Sonrió y se levantó el gorro con toda la simpatía posible. Sus tres acompañantes se volvieron a ver ante quién se inclinaba con tanta cordialidad. Al volver a colocarse el gorro, atisbo al joven de Cincinnati, al que antes había pasado por alto; y entonces sonrió aún más intensamente y saludó a Sidney Feeder con la mano, frenando al mismo tiempo un poco, solo por un instante, como si esperara tal vez que el doctor se acercara a hablar con él. Viéndolo con extraños, sin embargo, Sidney Feeder se contuvo, y se quedó mirándolo un poco mientras se alejaba.

Nos es dado saber que en aquel momento la joven dama junto a la cual cabalgaba, le preguntó sin ceremonias:

—¿Quiénes son esos a los que ha saludado?

—Unos viejos amigos míos… americanos —respondió Jackson Lemon.

—Por supuesto que son americanos. No hay más que americanos hoy día.

—¡Ah, sí, ahora nos toca a nosotros! —dijo el joven riéndose.

—Pero eso no explica quiénes son —prosiguió su acompañante—. Tan difícil es decir quiénes son los americanos… —añadió antes de que él tuviera tiempo de responder.

—Dexter Freer y su esposa… no hay dificultad ninguna en ello. Todo el mundo los conoce.

—No he oído hablar de ellos nunca —repuso la joven inglesa.

—Ah, eso es culpa suya. Le aseguro que todo el mundo los conoce.

—¿Y conoce todo el mundo al hombrecito de cara gordita al que ha lanzado un beso con la mano?

—No le he lanzado ningún beso con la mano. Pero lo habría hecho si lo hubiera pensado. Es un gran amigo mío… un colega que estudió en Viena.

—¿Cómo se llama?

—Doctor Feeder.

La acompañante de Jackson Lemon se quedó un momento callada.

—¿Todos sus amigos son médicos? —preguntó después.

—No, algunos se dedican a otros negocios.

—¿Todos tienen algún negocio?

—La mayoría. Salvo dos o tres, como Dexter Freer.

—¿Dexter Freer? Creí que lo había llamado doctor Freer.

El joven lanzó una risotada.

—Me ha oído mal. Tiene usted la cabeza llena de doctores, Lady Barb.

—Me alegro —respondió Lady Barb dándole con las riendas a su caballo, que se alejó a saltos.

—Bueno, sí, el motivo es encantador —observó el doctor Feeder, sentado bajo los árboles.

—¿Va a casarse con ella? —preguntó la señora Freer.

—¿Casarse con ella? Espero que no.

—¿Por qué espera que no?

—Porque no sé nada de ella. Y quiero saber algo sobre la mujer con la que se casa.

—Supongo que le gustaría que se casara en Cincinnati —replicó livianamente la señora Freer.

—Bueno, el lugar no me importa mucho, pero quiero conocerla primero. —El doctor Feeder se mostró rotundo.

—Teníamos la esperanza de que usted lo supiera todo al respecto —comentó el señor Freer.

—No, no estoy al corriente.

—Nos ha asegurado una docena de personas que no se ha separado de ella durante el último mes; y eso, en Inglaterra, parece que quiere decir algo. ¿No le ha hablado de ella cuando se han visto?

—No, solo me habló del nuevo tratamiento de la meningitis espinal. Está muy interesado en la meningitis espinal.

—Me pregunto si hablará de ese asunto con Lady Barb —comentó la señora Freer.

—¿Quién es ella, de todas formas? —preguntó el joven.

—Lady Barberina Clement.

—¿Y quién es Lady Barberina Clement?

—La hija de Lord Canterville.

—¿Y quién es Lord Canterville?

—Eso mejor se lo explica Dexter —dijo la señora Freer.

Así pues, Dexter le contó que el marqués de Canterville había sido en su día un gran cazador y un gran ornamento de la sociedad inglesa, y en más de una ocasión había ostentado altos cargos en la Casa de Su Majestad. Dexter Freer conocía todas esas cosas: cómo su señoría se había casado con una hija de Lord Treherne, una mujer muy seria, inteligente y hermosa que le había redimido de las extravagancias de la juventud y le había entregado en rápida sucesión una docena de pequeños inquilinos para las habitaciones infantiles de Pasterns, que era, como sabía también el señor Freer, el nombre de la residencia principal de los Canterville. El marqués era tory, pero era muy liberal para ser tory, y muy popular en la sociedad en general: era apuesto y de natural bondadoso, sabía cómo ser simpático sin dejar de ser un grand seigneur[4], tenía la inteligencia suficiente para hacer un discurso de vez en cuando, y estaba muy comprometido con los viejos y nobles objetivos ingleses, así como con muchas de las nuevas mejoras: la limpieza de las carreras, la apertura de los museos en domingo, la promoción de los cafés[5], las últimas ideas en saneamiento… Era contrario a la extensión del sufragio, pero tenía el cerebro lleno de reformas de saneamiento. Por lo menos en una ocasión se había dicho de él (y creo que en letras de imprenta), que era el hombre adecuado para transmitir a la mentalidad del pueblo la impresión de que la aristocracia británica era todavía una fuerza viva. Por desgracia no era muy rico (teniendo en cuenta que tenía que ser ejemplo de tales verdades), y de sus doce hijos no menos de siete eran hembras. Lady Barberina, la amiga de Jackson Lemon, era la segunda; la mayor se había casado con Lord Beauchemin. El señor Freer había aprendido a pronunciar su nombre de manera correcta: lo llamaba “Bitumen”. Lady Louisa había hecho muy bien, porque su marido había contribuido al matrimonio con su riqueza, y ella no había contribuido con nada; pero no se podía esperar que a las demás les fuera igual de bien. Afortunadamente las más pequeñas estaban aún en el colegio; y antes de que salieran de él, Lady Canterville, que era mujer de recursos, tendría que haber colocado a las dos primeras. Era la primera temporada de Lady Agatha; no era tan guapa como su hermana, pero se pensaba que era más inteligente. Al señor Freer, media docena de personas le había hablado de Jackson Lemon como un gran partido para los Canterville. Se suponía que era inmensamente rico.

—Bueno, y lo es —dijo Sidney Feeder, que había escuchado el pequeño discurso del señor Freer con atención, incluso con entusiasmo, pero con un aire de cierta aprensión.

—Sí, pero no tan rico como seguramente piensan.

—¿Quieren su dinero? ¿Eso es lo que buscan?

—Va usted al grano —murmuró la señora Freer.

—No tengo la menor idea —explicó su marido—. Por sí mismo es un tipo muy agradable.

—Sí, pero es médico —repuso la señora Freer.

—¿Qué tienen en contra de eso? —preguntó Sidney Feeder.

—Bueno, ya sabe, por aquí solo los llaman para que les receten algo —explicó Dexter Freer—. La profesión no se considera… esto… lo que uno llamaría “aristocrática”.

—En fin, no lo sé, y tampoco estoy seguro de que quiera saberlo. ¿Cómo dice, aristocrática? ¿Y qué profesión podría serlo? Resultaría bastante curioso. Muchos de los caballeros que asisten al congreso son muy agradables.

—A mí me gustan mucho los médicos —comentó la señora Freer—. Mi padre lo era. Pero no se casan con la hija de un marqués.

—No creo que Jackson quiera casarse con esa.

—Es muy posible que no… la gente es tan burra —dijo Dexter Freer—. Pero tendrá que decidir. En cualquier caso, me gustaría que se enterara usted. Si quiere, puede hacerlo.

—Le preguntaré… en el congreso. Claro que puedo. Supongo que se tendrá que casar con alguien —añadió enseguida—. Y ella puede estar bien.

—Dicen que es encantadora.

—Muy bien, entonces. No le hará daño. Pero tengo que decir que no estoy seguro de que me guste todo lo relativo a su familia.

—¿Qué le he dicho? Todo es a su mayor gloria y honor.

—¿Son completamente honrados? Es como esa gente de Thackeray[6].

—¡Ah, si Thackeray hubiera contado con esto! —exclamó la señora Freer, con mucho énfasis.

—¿Se refiere a toda esta escena? —preguntó el joven.

—No: me refiero al matrimonio de una noble británica con un médico americano. Habría sido un tema digno de Thackeray.

—Ya ves que te apetece, cariño —dijo Dexter Freer sin acritud.

—Me apetece como historia, pero no se lo deseo al doctor Lemon.

—¿Todavía se hace llamar “doctor”? —preguntó el señor Freer al joven Feeder.

—Supongo que sí. Yo así le llamo. Naturalmente, no practica. Pero se es doctor para siempre.

—¡Eso será un dogma para Lady Barb!

Sidney Feeder se quedó mirándolo fijamente.

—¿Acaso no tiene título ella también? ¿Qué querría que fuera él, Presidente de los Estados Unidos? Es un hombre de gran aptitud. Podría hallarse a la cabeza de la profesión. Cuando pienso en ello, me entran ganas de lanzar una maldición. ¿Para qué quiso su padre hacer todo ese dinero?

—Tiene que ser raro para ellos ver un “hombre medicina” con seis u ocho millones —observó el señor Freer.

—Usan el mismo término que los choctaw[7], —dijo su mujer.

—Vaya, algunos de sus propios médicos amasan fortunas inmensas —declaró Sidney Feeder.

—¿No podía la reina darle un título de baronet[8]? —La sugerencia la hizo la señora Freer.

—Sí, entonces sería aristocrático —comentó el joven—, Pero no entiendo por qué quiere casarse aquí. Me parece que es salirse del camino. Sin embargo, no me preocupa con tal de que sea feliz. Le tengo mucho aprecio. Tiene una gran capacidad. De no ser por su padre, habría sido un médico espléndido. Pero, como digo, tiene gran interés en la ciencia médica, y creo que querrá incentivarla todo lo que pueda mediante su fortuna. Siempre se dedicará a algo en el terreno de la investigación. Piensa que sabemos algo, y está empeñado en que sepamos más. Espero que no se lo impida la joven marquesa, ¿es ese el título[9]? Y espero que sean realmente buenas personas. Él debería ser un hombre muy útil. A mí me gustaría enterarme bien de cómo es la familia en la que voy a entrar al casarme.

—Cuando pasó en su caballo, tuve la impresión de que estaba bien enterado de cómo son los Clement —dijo Dexter Freer, levantándose porque su mujer había comentado que era hora de marcharse—. Y me pareció que estaba muy satisfecho de lo que sabía. Allí van de vuelta, por el otro lado. ¿Viene con nosotros o se queda?

—Vaya a preguntarle, y después venga a contárnoslo… a Jermyn Street[10]. —Esta fue la orden con la que la señora Freer se despidió de Sidney Feeder.

—Debería venir él mismo… dígaselo —añadió su esposo.

—Bueno, creo que me quedaré —dijo el joven cuando sus acompañantes se fundieron con la multitud que en aquel momento marchaba hacia las cancelas. Él se dirigió hacia la barrera y permaneció en pie junto a ella, y vio al doctor Lemon y a sus amigos, que se habían detenido a la entrada del Row, donde parecía que se disponían a separarse. La despedida llevó un buen rato, y Sidney Feeder cobró interés. Lord Canterville y su joven hija se entretuvieron hablando con dos caballeros que también iban a caballo, que miraban mucho hacia las patas del caballo de Lady Agatha. Jackson Lemon y Lady Barberina se encontraban uno frente al otro, muy próximos; y ella, inclinándose ligeramente hacia adelante, acariciaba el cuello del caballo bayo de su acompañante, que se había arrimado al de ella. Desde la distancia, parecía que él hablaba y que ella escuchaba sin decir nada.

“Ah, sí, la está cortejando”, pensó Sidney Feeder.

De pronto, el padre se volvió para salir de Hyde Park y ella se fue con él hasta perderse de vista, mientras el doctor Lemon volvía por la izquierda, como dispuesto a iniciar un último galope. No había llegado muy lejos cuando vio a su confrère[11], que le esperaba en la barandilla; y repitió el gesto al que se había referido Lady Barberina como un beso en la mano, aunque habría que decir que, a los ojos de su amigo, no tenía exactamente ese sentido. Cuando llegó hasta donde se encontraba Feeder, tiró de las riendas.

—Si hubiera sabido que venías, te habría dado un caballo —dijo.

Su persona no producía esa irradiación de riqueza y distinción que hacía que Lord Canterville resplandeciera como un cuadro; pero allí sentado, con las pequeñas piernas sobresaliendo, daba impresión de astucia, fuerza y alegría, y tenía el aspecto de un mimado de la Fortuna. Tenía un rostro fino, despierto, delicado, la nariz primorosamente acabada, los ojos veloces, de expresión algo dura, y un pequeño bigote bastante cuidado. No resultaba llamativo pero sí agradable, y saltaba a la vista que se trataba de una persona decidida.

—¿Cuántos caballos tienes? ¿Cuarenta? —preguntó su compatriota en respuesta a su saludo.

—Unos quinientos —respondió Jackson Lemon.

—¿Son tuyos los caballos de tus amigos… las tres personas que iban contigo?

—¿Míos? Esos tienen los mejores caballos de Inglaterra.

—¿Te vendieron este? —prosiguió Sidney Feeder sin variar el tono de sorna.

—¿Qué opinión te merece? —preguntó el amigo sin dignarse responder.

—Es un jamelgo viejo. Me extraña que pueda contigo.

—¿Dónde te has comprado ese sombrero? —preguntó en respuesta el doctor Lemon.

—En Nueva York. ¿Le pasa algo?

—Es muy bonito. Me gustaría haberme comprado uno igual.

—Lo importante es la cabeza, no el sombrero. No me refiero en tu caso, sino en el mío. Pero hay algo muy profundo en tu pregunta. Tengo que meditarlo.

—No, no medites —dijo Jackson Lemon—; nunca llegarías al fondo. ¿Qué tal lo estás pasando?

—Maravillosamente. ¿Has ido hoy?

—¿Con los médicos? No, tengo un montón de cosas que hacer.

—Hemos tenido una discusión muy interesante. Yo hice algunas puntualizaciones.

—Me tenías que haber avisado. ¿Sobre qué eran?

—Sobre el matrimonio mixto de razas, desde el punto de vista… —Y Sidney Feeder se quedó un momento callado, ocupado en el intento de rascarle el morro al caballo de su amigo.

—Desde el punto de vista de la progenie, supongo…

—En absoluto. Desde el punto de vista de los viejos amigos.

—¡Al carajo los viejos amigos! —exclamó el doctor Lemon con jocosa ordinariez.

—¿Es verdad que vas a casarte con una joven marquesa?

El rostro del joven jinete se puso ligeramente rígido, y fijó los ojos en el doctor Feeder.

—¿Quién te ha dicho eso?

—El señor y la señora Freer, a los que acabo de encontrar.

—¡Que los ahorquen! ¿Y quién se lo ha dicho a ellos?

—Muchísima gente. No sé quiénes.

—¡Pardiez, cómo chismorrean! —exclamó Jackson Lemon con acritud.

—Me doy cuenta de que es cierto por la manera en que lo dices.

—¿Lo creen Freer y su mujer? —prosiguió Jackson Lemon con impaciencia.

—Quieren que vayas a verlos: podrás juzgar por ti mismo.

—Iré a verlos para decirles que metan las narices en sus asuntos.

—En Jermyn Street, pero no me acuerdo del número. Lamento que la marquesa no sea americana —siguió Sidney Feeder.

—Si nos casáramos, lo sería —repuso su amigo—. Pero no veo por qué te importa eso.

—Pues porque despreciará la profesión, y no me gustará eso en tu esposa.

—Eso me afectará más a mí que a ti.

—Entonces ¿es verdad? —dijo Feeder en alto, más en serio, levantando la vista hacia su amigo.

—Ella no despreciará la profesión. Respondo de ello.

—No te importará. Ya estás al margen de todo eso.

—No, no lo estoy. Me propongo trabajar mucho.

—Lo creeré cuando lo vea —dijo Sidney Feeder, que no dejaba ni mucho menos de creerle, pero que consideraba conveniente adoptar aquel tono—. No estoy seguro de que tengas derecho a trabajar… no deberías tenerlo todo. Deberías dejarnos el campo a los demás. Es el castigo que tienes que cumplir por ser tan rico. Serías famoso si hubieras continuado ejerciendo… más famoso que nadie. Pero ahora no lo serás… no puedes serlo. Algún otro lo será por ti.

Jackson Lemon escuchó esto sin mirar a los ojos a su interlocutor. Pero no como si los evitara, sino como si el largo tramo del Row, cada vez más despejado, le estuviera tentando y convirtiera la charla de su compañero en una rémora. Sin embargo, respondió con sentimiento y bondad:

—Entonces espero que seas tú. —E inclinó la cabeza ante una dama que pasaba a caballo por su lado.

—Lo seré probablemente. Espero que te haga sentir mal. Eso es lo que estoy intentando.

—¡Me siento horriblemente! —exclamó Jackson Lemon—; especialmente porque no estoy prometido en absoluto.

—Bueno, eso está bien. ¿Vendrás mañana? —siguió el doctor Feeder.

—Lo intentaré, amigo mío, pero no te lo puedo asegurar. ¡Hasta luego!

—¡Ah, estás perdido de todos modos! —gritó Sidney Feeder mientras el otro se alejaba.