5
—Los domingos podrías recibir —le dijo Jackson Lemon a su mujer el siguiente mes de marzo, más de seis meses después de la boda.
—¿La gente es más agradable el domingo que los demás días? —respondió Lady Barberina desde lo hondo de la butaca, sin levantar la vista de un rígido librito.
Él dudó solo un instante antes de responder:
—No sé si lo son, pero me parece que tú deberías serlo.
—Yo soy todo lo agradable que puedo. Debes aceptarme como soy. Cuando te casaste conmigo, sabías que no era americana.
Jackson Lemon estaba en pie ante el fuego, hacia el cual tenía su esposa vuelto el rostro y extendidos los pies; permaneció allí un rato, con las manos detrás y los ojos caídos, un poco de soslayo, sobre la cabeza inclinada y la figura envuelta en ricas telas de Lady Barberina. Puede decirse sin demora que estaba irritado, y se puede añadir que tenía doble motivo. Se sentía al borde de la primera crisis que tenía lugar entre él y su esposa (el lector percibirá que esto sucedía bastante pronto), y estaba enfadado por su enfado. Al lector se le ha ofrecido un atisbo del estado de su mente antes de la boda, y recordará que durante esos días Jackson Lemon se veía a sí mismo por encima de la irritabilidad. Uno no se mostraba irritable cuando era fuerte; y la unión con una especie de diosa tenía que ser, claro está, un factor de fortalecimiento. Lady Barb seguía siendo una diosa, y Jackson Lemon la admiraba tanto como el día en que la había llevado al altar; pero no estoy seguro de que se sintiera igual de fuerte.
—¿Cómo sabes cómo es la gente? —preguntó al instante—. Has visto muy poca; siempre te estás negando a relacionarte. Si mañana tuvieras que irte de Nueva York, conocerías muy poco sobre ella.
—Son todos iguales —dijo Lady Barb—; la gente es toda igual.
—¿Cómo puedes decir eso? No los ves nunca.
—¿No salí todas las noches durante los dos primeros meses que pasamos aquí?
—Fuiste solo a una docena de casas, más o menos: eran siempre los mismos; y además eran personas a las que ya habías conocido en Londres. No tienes impresiones generales.
—Eso es precisamente lo que tengo; las tuve antes de venir. Todo el mundo es igual; tienen los mismos nombres y exactamente las mismas maneras.
De nuevo, por un instante, Jackson Lemon volvió a dudar; entonces dijo, en aquel tono aparentemente ingenuo al que ya se ha hecho mención, y que empleó a menudo en Londres durante el cortejo:
—¿No te gusta esto?
Lady Barb levantó los ojos del libro.
—¿Esperabas que me gustara?
—Desde luego que lo esperaba. Creo que te lo dije.
—No lo recuerdo. Explicaste muy poco sobre este lugar; parecía que querías dejarlo en el misterio. Claro que sabía que pensabas traerme aquí a vivir, pero no sabía que esperabas que me gustara.
—Pensabas que te pedía un sacrificio, por lo visto.
—Te aseguro que no lo sé —dijo Lady Barb. Se levantó de la butaca y arrojó en el asiento vacío el volumen que había estado leyendo—. Te recomiendo que leas este libro —añadió.
—¿Es interesante?
—Es una novela americana.
—Nunca leo novelas.
—Pues harías bien echándole un vistazo a esta; te mostrará cómo es el tipo de gente que quieres que conozca[20].
—No tengo ninguna duda de que es un libro muy vulgar —dijo Jackson Lemon—; no sé por qué lo lees tú.
—¿Y qué otra cosa puedo hacer? No puedo pasarme todo el tiempo montando a caballo por el parque; odio el parque —comentó Lady Barb.
—Es tan bueno como el tuyo —dijo su marido.
Lo miró con cierta rapidez, levantando ligeramente las cejas:
—¿Te refieres al parque de Pasterns?
—No: me refiero al parque de Londres.
—Londres me da igual. Solo he estado en Londres unas semanas.
—Supongo que echas de menos el campo —comentó Jackson Lemon. Su idea de la vida implicaba no tenerle miedo a nada, no tenerle miedo, en ninguna situación, a conocer el peor lado de las cosas; y el demonio de un valor que no estaba correctamente atemperado con la prudencia le empujaba a hacer sondeos que tal vez no fueran absolutamente necesarios para su seguridad y que revelaban la presencia de inequívocos escollos. No servía de nada conocer los escollos si no se podía evitarlos: solo cabía confiar en el viento.
—No sé lo que echo de menos. ¡Creo que todo! —Esta fue la respuesta de su mujer a aquella pregunta demasiado curiosa. No lo dijo en tono malhumorado, porque no es ese el tono propio de una diosa; pero expresaba mucho… mucho más de lo que había expresado hasta entonces Lady Barb, que raramente se mostraba elocuente. Sin embargo, aunque la pregunta hubiera sido precipitada, Jackson Lemon se propuso tomarse su tiempo para indagar qué era lo que contenía aquella respuesta de su esposa. No podía por menos de comprender que el futuro le depararía abundantes ocasiones para ello. Y no tenía prisa por averiguar si la pobre señora Freer, en Jermyn Street, podría, a fin de cuentas, tener razón al decir que, para casarse con el producto de una larga estirpe inglesa, no era indiferente el ser un médico americano; podría servir de poco, incluso, ser el heredero de todos los siglos. Era complicada, pero en su brillante mente ocurrió rápidamente, la transición desde el roce de un contacto momentáneo con tales ideas hasta ciertas consideraciones que le llevaron a decir a su mujer, al cabo de un instante:
—¿Te gustaría ir a Connecticut?
—¿A Connecticut?
—Es uno de nuestros Estados; es más o menos tan grande como Irlanda. Te llevaré si quieres.
—¿Qué se hace allí?
—Podemos intentar cazar.
—¿Tú y yo solos?
—Tal vez podríamos reunir un grupo que nos acompañara.
—¿Gente del Estado?
—Sí, podríamos proponérselo.
—¿Comerciantes?
—Tienes razón, tendrán que ocuparse de sus tiendas —reconoció Jackson Lemon—. Pero podríamos cazar solos.
—¿Hay zorros?
—No; pero hay algunas vacas viejas.
Lady Barb ya se había dado cuenta de que su marido a veces se empeñaba en tomarle el pelo, y sabía que aquella ocasión no era mi mejor ni peor que las otras. No le importaba especialmente aquellos días, aunque en Inglaterra le habría disgustado; tenía la conciencia de la virtud (un enorme consuelo), y se jactaba de haber aprendido a tomarse las cosas de otro modo; en América, además, había muchas cosas más desagradables que un marido que se reía de una. Pero fingía que le importaba, porque eso le hacía parar, y sobre todo daba fin a la conversación, que con Jackson era a menudo en plan de broma, y no menos fatigosa por eso.
—Solo quiero quedarme sola —dijo como respuesta (aunque, desde luego, no tenía forma de respuesta) a aquella observación sobre las vacas. Y diciendo esto, se fue hacia una de las ventanas que daban a la Quinta Avenida. Se había aficionado a aquellas ventanas, y le había cogido gusto a la Quinta Avenida, que, en el agudo tiempo invernal, cuando todo estaba tan animado, resultaba un espectáculo cuajado de novedades. Hay que notar que no era totalmente injusta con su país de adopción: encontraba delicioso mirar por la ventana. Era un placer que en Londres había disfrutado solo de manera muy furtiva; allá no era el tipo de cosas que hacían las chicas. Además, en Londres, en Hill Street, no había nada en particular que ver; mientras que por la Quinta Avenida pasaban todos y todo, y la observación era compatible con la dignidad de la enorme cantidad de brocado y encaje que colgaba en las ventanas, que no hubieran quedado bien en Inglaterra, y ofrecían un buen parapeto sin ocultar la luz del brillante día. Cientos de mujeres (las curiosas mujeres de Nueva York, que eran distintas de cualesquiera que Lady Barb hubiera visto hasta la fecha) pasaban por delante de la casa a cada hora, y la dama se quedaba completamente desconcertada contemplando la ropa que lucían. A aquel pasatiempo dedicaba mucho más tiempo del que creía; y si hubiera sido una persona proclive a meditar sobre sí misma, o a preguntarse por los motivos de su propia conducta (pregunta que no es que olvidara por completo hacerse, pero a la que respondía de manera muy somera), se habría sonreído con tristeza al pensar para qué parecía haber ido a América, aunque era consciente de que sus gustos eran muy sencillos, y en tanto no cazara, le daba igual hacer una cosa u otra.
Su marido se volvió hacia el fuego y empujó con el pie un tronco que había caído de su posición. Entonces dijo (y la relación con las palabras que acababa de pronunciar ella fue bastante evidente):
—Realmente debes recibir en casa los domingos, ya sabes. Sería mejor que empezaras hoy. Yo voy a ver a mi madre; si me encuentro a alguien, le diré que venga.
—Y dile que no hable tanto —dijo Lady Barb, metida entre las cortinas de encaje.
—¡Ah, querida —respondió su marido—, no todo el mundo tiene tu concisión! —Y se acercó a ella, se colocó detrás, ante la ventana, y le pasó el brazo por la cintura. Le proporcionaba la misma satisfacción que seis meses antes, cuando los abogados estaban sentando los acuerdos, que aquella flor nacida de un tallo inmemorial fuera para llevarla en su propio ojal; todavía consideraba su fragancia como algo completamente diferente, y para él era tan claro como el día que su mujer era la más bella de Nueva York. Había comenzado, después de su llegada, a decírselo muy a menudo; pero aquella certeza no llevaba el color a sus mejillas, ni la luz a sus ojos; ser la mujer más bella de Nueva York no le parecía evidentemente una posición en la vida. Además, el lector puede ser informado de que, cosa rara, Lady Barb no creía mucho en aquel juicio. Había en Nueva York algunas mujeres muy bellas, y sin deseo alguno parecerse a ellas (no había visto ninguna mujer en América a la que quisiera parecerse), envidiaba algunos de sus rasgos. Es probable que los aspectos más bellos de Lady Barb resultaran ser aquellos de los que más inconsciente era. Pero su marido era consciente de todos ellos; nada podía exceder la meticulosidad del aprecio por su mujer. Era indicio de esto el que, después de permanecer un rato tras ella, la besara muy tiernamente.
—¿Quieres que le diga algo a mi madre? —preguntó.
—Por favor, dale mis afectuosos recuerdos. Y podrías llevarle ese libro.
—¿Qué libro?
—Ese tan desagradable que he estado leyendo.
—¡Ah, malditos libros tuyos! —dijo Jackson Lemon con cierta irritación, al tiempo de salir de la estancia.
Había muchas cosas en la vida neoyorquina que le costaban esfuerzo a Lady Barb; pero enviarle sus afectuosos recuerdos a su suegra no era una de ellas. La señora Lemon le gustaba más que ninguna otra persona a la que hubiera visto en América; era la única persona que a Lady Barb le parecía realmente sencilla, tal como entendía ella esa cualidad. Muchas personas le parecían caseras y toscas, y otras muchas pretenciosas y vulgares; pero en la madre de Jackson había encontrado la dorada medianía de una simplicidad que, como habría dicho ella, era realmente agradable. Su hermana, Lady Agatha, aún le tenía más cariño a la señora Lemon; pero Lady Agatha les había tomado extraordinario aprecio a todos y a todo, y hablaba como si América fuera el país más delicioso del mundo. Lo estaba pasando maravillosamente, hablaba ya el más hermoso americano, y había sido, durante aquel invierno que estaba llegando a su fin, la muchacha más relumbrante de Nueva York. Al principio había salido con su hermana; pero desde hacía semanas Lady Barb dejaba pasar tantas ocasiones que Agatha se había echado en los brazos de la señora Lemon, que la encontraba extraordinariamente curiosa y divertida, y estaba encantada de presentarla en sociedad. La señora Lemon, una mujer anciana, había abandonado las vanidades sociales; pero no esperaba más que un motivo, y con la bondad que la caracterizaba, mandó hacerse una docena de sombreros nuevos, y se quedaba sentada pegada a la pared, sonriendo mientras su pequeña doncella inglesa, al sonido de la música, sobre suelos pulidos, cultivaba tanto el baile como la entonación de América. No había problema en Nueva York con eso de salir, y el invierno no estaba ni mediado cuando la pequeña señorita inglesa se vio convertida en una consumada comensal, y acudía por doquier, sin acompañante alguna, a todos los banquetes en que podía encontrarse que alguien había dejado sobre su plato un pequeño ramo de flores. Había mantenido abundante correspondencia con su madre sobre este punto, y Lady Canterville terminó por retirar sus protestas, que mientras tanto habían resultado completamente inútiles. En última instancia, Lady Canterville pensaba que, si había casado a la más guapa de sus hijas con un médico americano, podía dejar a la otra que se convirtiera en una raconteuse[21] profesional (Agatha le había escrito que esperaban de ella que hablara mucho), por extraño que pareciera tal destino en una muchacha de diecinueve años. La señora Lemon era una mujer incluso más ingenua de lo que había pensado Lady Barberina; porque ni siquiera se había dado cuenta de que Lady Agatha bailaba mucho más con Herman Longstraw que con ningún otro. Aunque acudía a pocos bailes, Jackson Lemon había descubierto este detalle, y se preocupó algo cuando, después de pasar cinco minutos sentado con su madre la tarde del domingo a través de la cual he invitado al lector a rastrear mucho más de lo que, me temo, es evidente en el progreso de esta sencilla historia, se dio cuenta de que su cuñada permanecía en la biblioteca acompañada del señor Longstraw. Él había llegado media hora antes, y ella lo había llevado a aquella estancia para mostrarle el sello de los Canterville que ella había atado a una de sus numerosas baratijas (se adornaba con montones de pulseras y cadenas), para cuya adecuada presentación se requería la llama de una vela y una barra de lacre. Por lo visto él estaba examinando el sello con mucho detenimiento, puesto que llevaban un buen rato ausentes. La ingenuidad de la señora Lemon quedaba en evidencia por el hecho de que no había medido esa ausencia; solo cuando preguntó Jackson, cayó ella en la cuenta.
Herman Longstraw era un joven californiano que había llegado a Nueva York el invierno anterior, y que viajaba sin otra cosa que su bigote, como decían en su Estado natal. Este bigote, y algunos de los rasgos que lo acompañaban, eran muy atractivos; se sabía que varias damas de Nueva York habían declarado que eran tan bellos como un sueño. Juntamente con su alta estatura, su bondad natural y su destacable vocabulario del Oeste, constituían todo su capital; pues de las dos grandes categorías, los californianos ricos y los californianos pobres, era bien conocido a cuál pertenecía él. Jackson Lemon lo veía como un vaquero ligeramente suavizado, y estaba algo molesto con su querida madre, aunque comprendía que ella apenas podía figurarse el efecto que tal cosa hubiera producido en los salones de Canterville. No tenía ningún deseo de jugarle una mala pasada a la familia con la que había emparentado, y sabía perfectamente que no habían enviado a América a Lady Agatha para que se enredara con un californiano de la categoría equivocada. Él se había mostrado muy contento de que Lady Agatha fuera con ellos; pensaba, un poco vengativamente, que eso les daría una pista a sus padres de lo que habría podido hacer si no hubieran arrojado contra él al señor Hilary. Según la leyenda, Herman Longstraw había sido trampero, colono ilegal, minero, pionero… había sido cuanto uno podía ser en las regiones románticas de América, y antes de cumplir los treinta años había acumulado enormes cantidades de experiencia. Había cazado osos en las Montañas Rocosas y búfalos en la llanura; y se creía que había abatido incluso animales de otro tipo aún más peligroso en esos sitios que frecuentan los hombres. Se contaba que poseía un rancho de ganado en Arizona; pero según una versión posterior y aparentemente más fiable, que lo presentaba efectivamente de ganadero, no era él el propietario. Muchas de las historias que contaban sobre él eran falsas; pero no había duda de que su bigote, su bondad y su acento eran auténticos. Bailaba muy mal; pero Lady Agatha les había dicho a varias personas, con franqueza, que eso no era nuevo para ella; y el señor Herman Longstraw le gustaba, aunque eso no lo decía. Lo que ella disfrutaba en América era la revelación de la libertad; y no había mejor prueba de libertad que la conversación con un caballero que cuando no estaba en Nueva York se vestía con pieles, y que, en su actividad usual, llevaba en las manos su vida (la suya y la de otras personas[22]). Un caballero junto al que se había sentado en una cena al comienzo de su estancia en Nueva York le había comentado que Estados Unidos era el paraíso de las mujeres y de los mecánicos; y al comienzo esto le había parecido a ella muy abstracto, porque no era consciente aún de pertenecer a ninguna de las dos clases. En Inglaterra no había sido más que una chica; y la principal idea que implicaba eso era que, para desgracia de ella, no era un chico. Pero ahora veía Nueva York como un paraíso; y eso le ayudaba a comprender que debía de ser una de las personas mencionadas en el axioma de aquel compañero de mesa: personas que podían hacer lo que quisieran, que tenían voz en todo y que hacían sentir sus gustos y sus ideas. Se daba cuenta de que era muy divertido ser mujer en América y de que era la mejor manera de disfrutar el invierno neoyorquino, el maravilloso y brillante invierno neoyorquino: la extraña, alargada y fastuosa ciudad, las horas heterogéneas entre las que no se podía distinguir la mañana de la tarde, ni la noche de ninguna de ellas, las perpetuas libertades y los paseos, las salidas a toda prisa y el dejarse caer en una casa, las intimidades, las expresiones de ternura, las humoradas, los trineos con sus campanillas, las puestas de sol en la nieve, las fiestas en la claridad del hielo, las casas brillantes, calientes y aterciopeladas, los ramos, los caramelos, los pasteles pequeños, los pasteles grandes, la irreprimible tentación de comprar, los innumerables almuerzos y cenas que se ofrecían a la juventud y la inocencia, la cantidad de conversaciones con tantas chicas, el continuo movimiento de la alemanda, las cenas en los restaurantes después del teatro, la manera en que la vida era dominada por Delmonico[23] y Delmonico por la sensación de que, aunque ya no se pudiera ir de caza y todo hubiera cambiado, era casi igual de bueno. En total: una invasión de sonidos alegres, estruendosos y amables que eran muy locales, pero muy humanos.
Para variar, Lady Agatha estaba viviendo aquellos días con la señora Lemon, y aventuras como esa eran parte del placer de su estancia en América. La casa era demasiado apretada; pero físicamente la chica podía soportarlo todo, y no tenía nada más de qué quejarse; porque la señora Lemon, como sabemos, la consideraba una bonita damisela y no tenía ninguno de aquellos escrúpulos del viejo mundo respecto a echar a perder a los jóvenes, escrúpulos a los que ahora Lady Agatha pensaba que se la había sacrificado en el pasado. Con su carácter (que no era en absoluto el carácter de su hermana) le gustaba sentirse importante; y eso estaba asegurado al ver que la señora Lemon no tenía aparentemente nada que hacer en el mundo (aparte de pasar una parte de la mañana con sus criados) más que inventar pequeñas distracciones (muchas de ellas comestibles) para su huésped. Parecía tener algunas amistades, pero ningún círculo social, y la gente que iba a su casa iba principalmente para hablar con Lady Agatha. Ese, como hemos visto, era llamativamente el caso de Herman Longstraw. La situación en su conjunto proporcionaba a Lady Agatha gran sensación de éxito, éxito de una índole nueva e inesperada. Por supuesto, en Inglaterra ella había nacido con éxito en cierto modo, al llegar al mundo en una de las habitaciones más bellas de Pasterns; pero su triunfo presente había sido logrado más por propio mérito y esfuerzo (y no es que le hubiera costado mucho). No era tanto lo que decía (pues nunca podría decir ni la mitad que las chicas de Nueva York) como el espíritu de goce que transmitía su rostro juvenil con sus curvas suaves, y que brillaba en sus ojos grises de inglesa. Disfrutaba de todo, hasta de los coches de la calle, de los que hacía un uso despreocupado; y en especial disfrutaba del señor Longstraw y de su charla sobre osos y búfalos. La señora Lemon prometió tener mucho cuidado en cuanto su hijo empezó a advertirla; y esta vez comprendía hasta cierto punto lo que había prometido. Pensaba que la gente debía emparejarse a su gusto; y había dado prueba de ello con respecto a Jackson, cuya unión estaba, en su opinión, marcada con todas las arbitrariedades del amor puro. Sin embargo, se daba cuenta de que Herman Longstraw no sería bien visto en Inglaterra; y no era simplemente que estuviera por debajo de Jackson, porque, al fin y al cabo, ciertas cosas no podían esperarse. Jackson Lemon no se sentía oprimido por su suegra, habiendo tomado precauciones contra tal peligro; pero era consciente de que daría a Lady Canterville una ventaja permanente sobre él si, estando en América, su hija Agatha se unía a un mero bigote.
Como ya he dado a entender, no siempre comprendía perfectamente la señora Lemon las opiniones de su hijo, aunque en la forma nunca dejaba de suscribirlas devotamente. Por ejemplo, nunca había comprendido sus razones para casarse con Lady Barberina Clement. Eso era un gran secreto para ella, y la señora Lemon había decidido que nadie se enterara de su ignorancia al respecto. Estaba segura de que nunca descubriría las razones de Jackson por sí misma. No podía preguntar, puesto que eso la delataría. Desde el comienzo, le había dicho a su hijo que estaba encantada; así pues, no había razones para pedir explicaciones, y era de suponer que la joven se explicaría ella misma cuando llegaran a conocerse. Pero la joven dama aún no había explicado nada, y ya era evidente que no lo haría nunca. Era muy alta, muy atractiva, respondía con exactitud a la imagen que tenía la señora Lemon de la hija de un noble, y llevaba muy bien la ropa, que era algo peculiar pero le favorecía mucho. Pero no lo podía entender, y ya sabemos que Lady Barb era muy poco dada a explicaciones. Así que la señora Lemon seguía extrañándose y preguntándose a sí misma: “¿Por qué esa en vez de tantas otras, como sería natural?” La elección le parecía, como he comentado, muy arbitraria. Encontraba a Lady Barb muy distinta de otras chicas que había conocido, y eso la llevaba de manera casi inmediata a apiadarse de su nuera. Se decía que Barb era digna de compasión si encontraba el entorno de su marido tan peculiar como su madre la encontraba a ella; porque la consecuencia sería que se sentiría muy sola. Lady Agatha era diferente, porque no se guardaba nada; en ella todo estaba a la vista, y era evidente que no sentía añoranza de su tierra. La señora Lemon notaba que Barberina estaba poseída por este sentimiento, pero era demasiado orgullosa para mostrarlo. Había vislumbrado incluso algo primordial: concretamente, que la esposa de Jackson no tenía el consuelo de poder llorar, porque eso equivaldría a confesar que había sido lo bastante tonta como para creer que escaparía a esas penas en una ciudad americana y en compañía de médicos. La señora Lemon la trataba con la mayor amabilidad, toda la amabilidad que merecía una joven que estaba en la desgraciada situación de haberse casado con alguien sin saber por qué. Para la señora Lemon, el mundo se dividía en dos grandes apartados: el de las personas y el de las cosas; y pensaba que uno debía interesarse o por unas o por otras. Lo incomprensible de Lady Barb era que no se preocupaba por ninguna de las dos. Aparentemente, su casa no le inspiraba ni curiosidad ni entusiasmo, aunque se la consideraba lo bastante esplendorosa para describirla en sucesivas columnas de periódicos americanos; y nunca hablaba de sus muebles ni de sus criados, aunque tenía un prodigioso suministro de ambos. Le pasaba lo mismo con sus conocidos, que eran muchos, dado que por allí la había visitado todo el mundo. La señora Lemon era la mujer menos crítica del mundo; pero a veces le exasperaba un poco que su nuera recibiera en Nueva York a todo el mundo exactamente de la misma manera. La señora Lemon sabía que había diferencias, y que algunas eran de máxima importancia; pero la pobre Lady Barb no parecía ni sospecharlas. Lo aceptaba todo y a todos sin hacer preguntas. No tenía curiosidad alguna en sus conciudadanos, y como no podía reconocerlo ni por un instante, no le daba ocasión a la señora Lemon de ponerla al corriente. No se podía hacer nada con Lady Barb a menos que ella lo permitiera; no podía haber nada más difícil que enseñarle en contra de su voluntad. Por supuesto, no es que no supiera nada; pero confundía y transponía atributos americanos de manera muy sorprendente. Tenía la costumbre de llamar doctor a todo el mundo; y la señora Lemon no podía convencerla de que aquella distinción era demasiado preciosa para ser otorgada gratuitamente. Le había dicho a su suegra en una ocasión que en Nueva York no había manera de conocer a las personas porque sus nombres eran monótonos; y la señora Lemon había penetrado en el sentido de aquella observación lo suficiente para comprender que había algo muy destacado en el prefijo de Barberina. Es posible que no se le hubiera hecho del todo justicia a Lady Barb durante su breve estancia en Nueva York; nunca le reconocieron, por ejemplo, el esfuerzo hecho para reprimir su desagrado ante la aridez de la nomenclatura social, que le parecía horrible. Aquella breve declaración a su madre era el indicio más temerario que había dado de ello; y había pocas cosas que contribuyeran más a la buena conciencia que disfrutaba habitualmente que su autocontrol en este punto en particular.
Jackson Lemon estaba haciendo una investigación, justo por aquellos días, que le llevaba gran parte de su tiempo; y el resto lo dedicaba a pasarlo sobre todo con su mujer. Así pues, durante los últimos tres meses apenas había visto a su madre más de una vez por semana. Pese a las investigaciones y pese a las sociedades médicas, donde Jackson, por lo que sabía ella, leía ponencias, Lady Barb contaba con la compañía de su marido más de lo que había imaginado en el momento de casarse. Nunca había conocido dos personas casadas que pasaran tanto tiempo juntas como ella y Jackson; él parecía esperar que por las mañanas se sentara a su lado en la biblioteca. No tenía ninguna de las ocupaciones de los caballeros y los nobles de Inglaterra, porque la política parecía tan ajena a él como la caza. Había política en Washington, según le habían dicho, y hasta en Albany, y Jackson había propuesto llevarla a esas ciudades; pero la propuesta, hecha en cierta ocasión durante una cena y ante varias personas, había concitado tales exclamaciones de horror que había sido retirada en el momento.
—No queremos que veas nada de eso —le había dicho una de las damas, y Jackson pareció desanimarse. Si es que tal cosa puede decirse con respecto a Jackson.
—Perdona, ¿qué es lo que quieres que vea? —había preguntado Lady Barb en aquella ocasión.
—Bueno, Nueva York; y Boston, si tienes mucho interés… pero no si no quieres; y Niágara; y, sobre todo, Newport[24].
Lady Barb estaba harta de aquel eterno Newport; había oído hablar de ese sitio mil veces, y tenía ya la sensación de haberse pasado media vida allí; además, estaba segura de que lo odiaría. Así es más o menos como llegaba a adquirir vivas convicciones sobre cualquier aspecto de América. Entonces se preguntaba si estaba destinada a pasarse la vida en la Quinta Avenida, con esporádicas visitas a alguna ciudad de villas (detestaba las villas), y si sería eso todo cuanto tenía que ofrecerle el gran país americano. A veces se imaginaba que le podía gustar el campo, y que el lejano oeste podía ser una solución; porque había analizado sus sentimientos lo bastante hondo para descubrir que, cuando había meditado (dudando mucho) sobre la cuestión de casarse con Jackson Lemon, no le había dado ningún miedo la idea de la barbarie americana: lo que la aterrorizaba era la civilización americana. Creía que la damisela de la que acabo de hablar era una gansa; pero eso no hacía Nueva York más interesante. Sería imprudente decir que sufría una sobredosis de compañía de Jackson, pues consideraba que él era con mucho su más importante recurso social. Con él podía hablar sobre Inglaterra, sobre su propia Inglaterra, y él comprendía más o menos lo que quería decir, cuando quería decir algo, cosa que no era frecuente. Había mucha gente que hablaba de Inglaterra; pero con ellos el ámbito de conocimiento era siempre los hoteles, de los que ella no sabía nada, y las tiendas y la ópera y las fotografías: tenían la manía de las fotografías. Había otra gente que siempre estaba deseando que ella les hablara de Pasterns y de la forma en que se vivía allí, y de las fiestas; pero si había algo que a Lady Barb le disgustaba en especial, era describir Pasterns. Siempre había vivido con gente que sabía, de primera mano, qué tipo de lugar era, y que no pedía aquellos esfuerzos pictóricos, propios solo, según su vago parecer, para personas que pertenecían a las clases cuyo oficio eran las artes de expresión. Por supuesto, Lady Barb nunca había accedido a tal cosa; pero sabía que lo propio de su clase no era expresar, sino disfrutar; no representar, sino ser representado… aunque, por supuesto, la representación podía ofender; pues incluso para la aristocracia, la esposa de Jackson Lemon resultaba aristocrática.
Lady Agatha y su visita salieron de la biblioteca al cabo de un buen rato, y Jackson Lemon consideró que era su deber mostrarse frío con Herman Longstraw. No tenía claro qué clase de marido debería buscar en América su cuñada, si es que se trataba de eso; pero no tenía por qué definirse al respecto, siempre y cuando quedara descartado el señor Longstraw. Este caballero, sin embargo, no era dado a percibir matices de comportamiento; tenía pocas dotes de observación, y mucha confianza.
—Pienso que harías mejor viniendo a casa conmigo —le dijo Jackson a Lady Agatha—; creo que ya llevas aquí bastante tiempo.
—¡No le deje decir eso, señora Lemon! —exclamó la muchacha—. Me encanta estar con usted.
—Intento que te sientas a gusto —dijo la señora Lemon—. Te echaré de menos, pero tal vez tu madre preferiría que volvieras con ellos. —Si era cuestión de defender a su invitada contra pretendientes inelegibles, la señora Lemon pensaba, por supuesto, que su hijo era más competente que ella; aunque sentía una oculta simpatía por Herman Longstraw y tenía la vaga idea de que se trataba de un espécimen jovial y galante de la joven América.
—¡Ah, a mamá no le importaría! —exclamó Lady Agatha, mirando a Jackson con implorantes ojos azules—. Mamá quiere que conozca a todo el mundo, lo sabes. Para eso me envió a América; ella sabía que esto no era como Inglaterra; no le gustaría que no me quedara a veces con la gente; le encanta que pasemos temporadas en otras casas. Y lo sabe todo sobre usted, señora Lemon, y usted le gusta enormemente. El otro día le envió una nota… me temo que se me ha olvidado dársela… dándole las gracias por ser tan buena conmigo y por tomarse tantas molestias. De verdad que lo hizo, pero se me olvidó. Si ella quiere que vea todo lo posible de América, es mucho mejor que esté aquí que no todo el tiempo con Barb… su casa se parece menos a mi país que aquella. Quiero decir que este país es mucho más agradable… para una chica —le dijo Lady Agatha con afecto a la señora Lemon, quien dirigió a su vez a Jackson una mirada tierna y elocuente.
—Si te interesa la América de verdad, deberías venir a las llanuras —terció el señor Longstraw con sonriente sinceridad—. Supongo que a eso se refería tu madre. ¿Por qué no vienen todos? —Había estado observando atentamente a Lady Agatha mientras se sucedían en sus labios los comentarios que acabo de repetir. Observándola con fascinada aprobación, como si él fuera un caballero inglés lento de ingenio y la chica fuera una flor del Oeste: una flor que sabía hablar. No ocultaba que la voz de Lady Agatha era música para sus oídos, mucho más sensibles de lo que parecía indicar su propia entonación. Pero esa entonación no desagradaba a Lady Agatha, en parte porque, como el propio señor Herman, en general ella tampoco percibía los matices; y en parte porque no se le ocurría compararlos con otros tonos. Le parecía como si él hablara una lengua extranjera, un dialecto romántico en el que destellaban de vez en cuando cómicos significados.
—Nada me gustaría más —respondió ella a aquella última observación.
—Los paisajes no se pueden comparar con nada de lo que hay por aquí —añadió el señor Longstraw.
La señora Lemon, como sabemos, era la más delicada de las mujeres; pero como vieja neoyorquina, no podía soportar algunas de las nuevas modas. En especial, la referencia omnipresente, que se había hecho común en cosa de pocos años, a las regiones más alejadas del país: Estados y territorios cuyos nombres se aprendían de carrerilla los niños en su tiempo, en la escuela, pero que nadie pensaba visitar, y ni siquiera comentar en sociedad. Tales lugares, en opinión de la señora Lemon, pertenecían a los libros de geografía, o como mucho a la literatura y los periódicos, pero no a la sociedad ni a la charla; y aquel cambio (que, tal como se daba en las conversaciones, le parecía en el fondo una mera afectación) amenazaba con hacer parecer vulgar y vaga su tierra natal. Para aquella amable hija de Manhattan, la existencia normal del hombre, y todavía más de la mujer, estaba localizada, como habría dicho ella, entre Trinity Church y el hermoso Reservoir, al final de la Quinta Avenida, monumentos de los que se sentía personalmente orgullosa; y si pudiéramos echar un vistazo en lo más recóndito de su mente, me temo que descubriríamos la impresión de que tanto los países de Europa como el resto de su propio continente se hallaban muy alejados del centro y la luz.
—Bueno, el paisaje no lo es todo —le repuso con suavidad al señor Longstraw—; y si Lady Agatha deseara ver algo de esa índole, no tendría más que coger el barco que sube por el Hudson.
El reconocimiento de la importancia de este río por parte de la señora Lemon, debo decir, estaba a la altura de sus merecimientos: pensaba que existía con la finalidad de ofrecer a los neoyorquinos ocasión para los sentimientos poéticos y, en general, para poder recibir sin sensación de inferioridad a los extranjeros… pues parte de la rareza de los extranjeros era su engreimiento con sus propios países.
—Esa es una buena idea, Lady Agatha; cojamos el barco —dijo el señor Longstraw—. Me lo he pasado muy bien a bordo de barcos.
Lady Agatha contempló levemente a su galán con aquellos ojos suyos, singulares y encantadores, ojos de los que resultaba imposible decir, en ningún momento, si eran los más tímidos o los más sinceros del mundo; y no fue consciente, en lo que duró su contemplación, de que la observaba su cuñado. Mientras lo hacía, este pensaba en ciertas cosas, cosas que había oído sobre los ingleses a quienes, pese a haber emparentado con una familia de esa nacionalidad, aún conocía principalmente a través de lo que se decía. Eran más apasionados que los americanos, y hacían cosas completamente inesperadas; aunque parecieran más serios e impasibles, había muchas pruebas que demostraban que eran más impulsivos.
—Es muy amable por su parte proponerlo —le había dicho enseguida Lady Agatha a la señora Lemon—. Creo que no he subido nunca a ningún barco… salvo, claro, el que nos trajo de Inglaterra. Estoy segura de que mamá querría que viera el Hudson. En Inglaterra íbamos mucho a navegar en barquita.
—¿Navegabas en tu barquita? —preguntó Herman Longstraw, mostrando los dientes al sonreírse y atusándose el bigote.
—Muchos familiares de mi madre han estado en la Armada. —Lady Agatha percibía vagamente que había dicho algo que les parecía raro a los raros americanos, y que tenía que explicarse. Su idea de lo que era raro estaba siendo completamente trastocada.
—Realmente creo que harías mejor viniendo con nosotros —dijo Jackson—; tu hermana se siente muy sola sin ti.
—Se siente mucho más sola conmigo. Siempre estamos discutiendo. Barb está muy ofendida porque a mí América me encanta y la disfruto, en lugar de… en lugar de… —y Lady Agatha se detuvo un momento, porque acababa de darse cuenta de que lo que iba a decir podía resultar algo traicionero.
—¿En lugar de qué? —preguntó Jackson Lemon.
—En lugar de pasarme el tiempo queriendo volver a Inglaterra, como hace ella —siguió, limitándose a darle a su frase una entonación más suave; porque enseguida pensó que su hermana no tenía nada que ocultar, y que debía, por supuesto, sostener con valor sus opiniones—. Por supuesto que Inglaterra es lo mejor, pero a mí me gusta poder ser un poco mala —dijo Lady Agatha sin rodeos.
—¡Ah, no hay duda de que eres malísima! —exclamó el señor Longstraw con alegre entusiasmo. Desde luego, él no sabía que lo que Lady Agatha tenía en mente era principalmente una diferencia de opiniones que había sobrevenido entre las dos hermanas justo antes de marcharse con la señora Lemon. Aquel incidente, del que Longstraw había sido el desencadenante, podría llamarse debate, pues ambas habían arribado en su discusión al terreno de lo abstracto. Lady Barb había comentado que no entendía cómo Agatha era capaz de mirar a alguien como él: un ser detestable, vulgar, que se tomaba demasiadas confianzas y que carecía de los rudimentos de un caballero. Lady Agatha había contestado que efectivamente el señor Longstraw era tosco y se tomaba confianzas, y que hablaba con acento, y que le gustaba referirse a ella como “la princesa”; pero que era un caballero con todo eso, y sobre todo, era tremendamente divertido. A esto había respondido su hermana que él era tosco, se tomaba confianzas, y que no podía ser un caballero, ya que eso significaba justamente ser un caballero: ser cortés, bien educado y bien nacido. Lady Agatha había repuesto que en eso era precisamente donde ella veía la diferencia, porque un hombre podía ser un perfecto caballero, y seguir siendo tosco, e incluso ignorante, siempre y cuando fuera realmente agradable. Lo único importante era que fuera realmente agradable, que es lo que era el señor Longstraw, que además era extraordinariamente cortés, todo lo cortés que podía ser un hombre. Y entonces Lady Agatha hizo la observación más afinada que había hecho en su vida (nunca había estado tan inspirada) al decir que el señor Longstraw podía ser tosco, tal vez, pero no rudo… una observación malgastada ante su hermana, que declaró que no había ido precisamente a América para aprender lo que era un caballero. En resumen, la conversación había resultado animada. No sé si había sido también por efecto del agradable tiempo invernal o, tal vez, de que Lady Barb se aburriera y no tuviera otra cosa que hacer; pero las hijas de Lord Canterville se enzarzaron con el fervor moral propio de dos bostonianos. En la manera en que Lady Agatha veía a su admirador intervenía el hecho de que le recordara a otras personas altas, con ojos y bigote risueños, que habían cabalgado mucho por duros países, y a los que ella había visto en otros lugares. Si él se tomaba más confianzas que ellos, también estaba más alerta; sin embargo, la diferencia no estaba en él, sino en la manera en que ella lo veía, la manera en que veía a todo el mundo en América. Si hubiera mirado a los demás de la misma manera, no hay duda de que le hubieran parecido iguales; y Lady Agatha lanzó un suspiro pensando en las posibilidades de la vida; porque esa peculiar manera de comportarse, especialmente en los caballeros, le había llegado a resultar muy agradable.
Había traicionado a su hermana más de lo que pensaba, aun cuando Jackson Lemon no lo trasluciera en el tono en que dijo: “Naturalmente, ella sabe que va a ver a tu madre este verano.” Su tono fue más bien de irritación ante la repetición de una idea familiar.
—¡Ah, no es solo mamá! —respondió Lady Agatha.
—Querrá estar en una buena casa —dijo la señora Lemon en tono provocador.
—Cuando se vaya, será mejor que se despida de ella —prosiguió la muchacha.
—Por supuesto que iré a decirle adiós —dijo la señora Lemon, a quien, aparentemente, se dirigía aquella observación.
—Yo nunca te diré adiós, princesa —terció Herman Longstraw—, Puedo decirte que nunca me verás por última vez.
—¡Ah!, a mí no me importa, porque yo regresaré; pero si Barb se va a Inglaterra, no volverá.
—¡Pero muchacha! —murmuró la señora Lemon, dirigiéndose a Lady Agatha pero mirando a su hijo.
Jackson miraba al techo, al suelo; sobre todo, parecía muy azorado.
—Espero que no te importe que lo diga, Jackson —dijo Lady Agatha, porque le tenía mucho cariño a su cuñado.
—Ah, bueno, en ese caso no irá —comentó al cabo de un rato, con una sonrisa leve y seca.
—Pero se lo prometiste a mamá, acuérdate —dijo la muchacha con la confianza de su afecto.
Jackson la miró con ojos que no expresaban otra cosa que su muy moderada hilaridad.
—Entonces tu madre tendrá que traerla de vuelta.
—¡Pídeles un acorazado a esos familiares tuyos de la Armada! —exclamó el señor Longstraw.
—Sería un placer que pudiera venir la marquesa —comentó la señora Lemon.
—¡Ah, a ella le gustaría esto menos que a la pobre Barb! —se apresuró a contestar Lady Agatha. No le convenía en absoluto encontrar una marquesa dentro de su campo de visión.
—¿No tiene interés, por lo que tú le has contado? —le preguntó Herman Longstraw a Lady Agatha. Pero Jackson Lemon no escuchó la respuesta de su cuñada; estaba pensando en otra cosa. No dijo nada más, sin embargo, sobre el tema que ocupaba sus pensamientos, y se despidió antes de que transcurrieran diez minutos, olvidándose mientras tanto de llevar a una conclusión la idea de traer a su suegra de visita. No fue para hablar de eso (porque, como sabemos, le apetecía tener con ella a la muchacha, y no conseguía tenerle miedo a Herman Longstraw) por lo que cuando se despidió Jackson, la señora Lemon lo acompañó hasta la puerta de la casa, y lo retuvo un poco, en la escalera, tal como la gente hacía siempre en Nueva York en su época, y no como se llevaba con aquella nueva moda que no le gustaba nada y que consistía en no salir del salón. Le puso la mano en el brazo para que se quedara en el peldaño, y observó a un lado y otro la brillante tarde y la hermosa ciudad, con sus casas de color chocolate, tan extraordinariamente iguales y bonitas, en las que le parecía que tendría que alegrarse de vivir hasta la gente más desagradable. No servía de nada intentar ocultarlo; algo había cambiado con la boda de su hijo, ahora había una especie de barrera. Era un problema mucho mayor que la vieja dificultad de hacer que su madre sintiera que seguía siendo, como cuando él era niño, la dispensadora de sus recompensas. Esa vieja dificultad se había resuelto fácilmente; la nueva era una preocupación visible. La señora Lemon sentía que su nuera no la tomaba en serio; y eso era parte de la barrera. Si bien a Barberina le gustaba ella más que ninguna otra persona, eso era sobre todo porque los demás le gustaban muy poco. La señora Lemon no tenía una pizca de resentimiento en su carácter; y si se permitía criticar a la esposa de su hijo no era para contribuir a crearle ninguna sensación de haberse equivocado. No podía evitar pensar que aquel matrimonio no era completamente dichoso si la esposa no se tomaba en serio a su suegra. Sabía que ella no era notable en ningún sentido, salvo como madre de él; pero pensaba que ese rango, que no era mérito de ella (el mérito era todo de Jackson), tendría que parecerle muy importante a Lady Barb, que habría adquirido en Inglaterra un buen conocimiento de los distintos rangos de las personas, y debería aceptarlo tan de buen grado como una hermosa mañana. Si no pensaba en su madre como una parte indivisible de él, tal vez tampoco pensara en otras cosas; y la señora Lemon sentía vagamente que, con todo lo notable que era, Jackson estaba constituido de distintas partes y que estas partes no se podían despreciar una por una, porque no se sabía en qué podía terminar eso. Temía que las cosas fueran para él muy frías en casa cuando tuviera que explicarle tantas cosas a su mujer. Explicarle, por ejemplo, todo lo que podían encontrar en Nueva York que servía para hacerle a uno feliz. Eso le pareció un nuevo problema para su marido. Ella no pensaba que el matrimonio fuera posible sin compartir sentimientos respecto a la religión y el país; uno daba esas condiciones por garantizadas, tal como uno asumía que había que cocinar la comida; y si Jackson tenía que discutir esas cosas con su esposa, podía, pese a toda su habilidad, meterse en regiones en las que se encontrara enmarañado y embrollado, de las que tal vez no pudiera volver a salir. La señora Lemon sentía temor de perderlo en algún sentido; y ese temor se traslucía en sus ojos cuando, allí en la escalera de la casa y después de mirar de un lado a otro de la calle, lo miró a él un instante, en silencio. Él volvió simplemente a besarla, y le recomendó que no cogiera frío.
—¡Eso no me da miedo, he cogido un chal! —La señora Lemon, que era muy pequeña y muy blanca, con rasgos afilados, y llevaba un gorro muy elaborado, se pasaba la vida tapada con su chal, y debía a esa costumbre la reputación de inválida. Una idea de la que ella se reía con desprecio, tanto más cuanto que debía precisamente a su chal, según creía, el no haber llegado a serlo—, ¿Es cierto que Barberina no volverá? —le preguntó a su hijo.
—No sé si vamos a averiguarlo; no sé si la llevaré a Inglaterra.
—¿No lo prometiste, cielo?
—No sé si se lo prometí. No tajantemente.
—Pero ¿la mantendrías aquí en contra de su voluntad? —dijo la señora Lemon de modo algo incoherente.
—Creo que se acostumbrará —respondió Jackson con una ligereza que no sentía realmente.
La señora Lemon volvió a mirar a un lado y otro de la calle y lanzó un leve suspiro.
—¡Qué pena que no sea americana! —No pretendía decirlo a modo de reproche, como una insinuación de lo que podría haber sido: no era más que una frase pronunciada por la pena.
—No podía ser americana —dijo Jackson con determinación.
—¿No, cielo? —preguntó con respeto la señora Lemon; tenía la sensación de que en eso había imperceptibles razones.
—Ella es justo como yo la quería —añadió Jackson.
—¿Incluso si no vuelve? —preguntó su madre con cierta sorpresa.
—¡Tendrá que volver! —exclamó Jackson bajando la escalera.