2

Era Lady Marmaduke, la esposa de Sir Henry Marmaduke, la que había presentado a Jackson Lemon y Lady Beauchemin; tras lo cual, Lady Beauchemin lo había presentado a su madre y sus hermanas. Lady Marmaduke también era transoceánica: ella había sido para su marido, el baronet, la consecuencia más permanente de una gira por Estados Unidos. En la actualidad, al cabo de diez años, conocía Londres mejor de lo que había conocido nunca Nueva York, así que le había resultado fácil convertirse en lo que ella denominaba la madrina social de Jackson Lemon. Tenía su propia opinión respecto a la carrera de él, y esta opinión encajaba dentro de un esquema social que, si el espacio lo permitiera, estaría encantado de exponer ante el lector en toda su magnitud. Ella quería añadir uno o dos arcos al puente cultural que le había permitido efectuar su tránsito desde América, y estaba convencida de que Jackson Lemon podía proporcionar los materiales. Aun siendo de estructura elemental y destartalada, veía este puente extendiéndose audazmente en el futuro de un sólido pilar al otro. Debía ir en ambos sentidos, porque la reciprocidad era la tónica en el plan de Lady Marmaduke. Tenía el convencimiento de que la fusión final era inevitable y de que aquellos que fueran los primeros en comprender la situación saldrían ganando. La primera vez que Jackson Lemon había cenado con ella, le presentó a Lady Beauchemin, que era amiga íntima suya. Lady Beauchemin fue extraordinariamente gentil: le pidió que fuera a verla como si realmente lo deseara. Él lo hizo, y en la sala de su casa conoció a su madre, que coincidió que había ido a visitarla al mismo tiempo. Lady Canterville, no menos cordial que su hija, lo invitó a Pasterns para la semana de Pascua; y antes de que transcurriera un mes le pareció que, aunque no era lo que hubiera llamado íntimo de ninguna familia londinense, la puerta de la casa de los Clement se le abría con mucha frecuencia. Esto era tener bastante buena suerte, porque siempre se abría para mostrar un escenario encantador. Los ocupantes de la casa pertenecían a una estirpe radiante y hermosa, y el interior de la casa tenía aspecto de ser sumamente cómodo. No se trataba del esplendor de Nueva York (tal como el joven había empezado a representárselo últimamente), sino de un esplendor en que había un impagable ingrediente de vejez. Él mismo tenía una buena cantidad de dinero, y el dinero era bueno, aunque friera nuevo; pero el dinero viejo era el mejor. Incluso después de saber que la fortuna de Lord Canterville tenía más de antigua que de grande, seguía siendo la madurez del dorado elemento lo que le impresionaba. Era Lady Beauchemin la que le había revelado que su padre no era rico; y le había dicho, además de esta, muchas otras cosas sorprendentes, ya fueran sorprendentes por sí mismas o por el hecho de que salieran de sus labios. Eso volvió a impresionarle esa noche, la del día en que había encontrado a Sidney Feeder en Hyde Park. Cenó fuera en compañía de Lady Beauchemin, y después, como estaba sola (su marido se había ido a escuchar un debate), le sugirió “un acuerdo”. Ella tenía que presentarse en varios lugares, y a algunos de ellos tenía que ir él también. Compararon sus anotaciones y acordaron ir juntos a casa de los Trumpington, adonde a las once en punto parecía que todo el mundo iba también, pues el acceso a la casa estaba atascado por los carruajes desde una distancia de media milla. Era una noche bochornosa; el coche de Lady Beauchemin, ocupando su lugar en la fila, permanecía inmóvil durante ratos prolongados. En su rincón, junto a ella, a través de la ventanilla abierta, Jackson Lemon, agobiado y acalorado, observaba el pavimento húmedo y grasiento, que reflejaba el cabeceante destello de la luz de una taberna. Lady Beauchemin, sin embargo, no se mostró impaciente, porque tenía un propósito en la mente, y aquella situación le permitía decir lo que quería.

—¿Realmente la quiere? —Fue lo primero que preguntó.

—Bueno, creo que sí —respondió Jackson Lemon como si no entendiera la obligación de mostrarse serio.

Lady Beauchemin lo observó en silencio por un instante. Él notó su mirada y, volviendo los ojos, merced a la luz de una farola de la calle, vio su rostro parcialmente oscurecido. No era tan guapa como Lady Barberina: su semblante tenía una cierta dureza; el pelo, de color muy claro y maravillosamente rizado con rizos muy finos, le tapaba casi los ojos, cuya expresión, sin embargo, junto con la de la afilada nariz y el brillo de algunos diamantes, emergía de la penumbra.

—No parece saberlo usted. No he visto nunca a un hombre tan confuso e incómodo —observó entonces.

—Me presiona usted demasiado; necesito tiempo para pensarlo —siguió diciendo el joven—. Ya sabe que en mi país se nos concede mucho tiempo. —Había en su manera de expresarse ciertas peculiaridades de las que era perfectamente consciente y que encontraba convenientes porque le protegían en una sociedad en que un americano solitario quedaba bastante expuesto; le proporcionaban la ventaja que conseguía equilibrar ciertas desventajas. Tenía muy pocos americanismos naturales; pero el empleo ocasional de uno, discretamente elegido, le hacía parecer más simple de lo que realmente era, y tenía sus razones para desear ese efecto. Pero él no era simple: era sutil, circunspecto, sagaz y perfectamente consciente de que podía cometer errores. Existía el peligro de cometer un error en aquel momento, un error que podía resultar inmensamente grave. Lo único que había decidido era triunfar. Cierto era que para lograr un gran triunfo estaba dispuesto a correr riesgos; pero el riesgo debía considerarse, y él ganaba tiempo mientras multiplicaba sus conjeturas y hablaba de su país.

—Puede tomarse un decenio si lo desea —dijo Lady Beauchemin—. No tengo ninguna prisa de convertirlo en mi cuñado. Pero recuerde que ya habló conmigo.

—¿Y qué dije?

—Dijo que Barberina era la muchacha más perfecta que había visto en Inglaterra.

—Ah, eso estoy dispuesto a firmarlo. Me gusta cómo es.

—¡Eso me parecía!

—Me gusta mucho… con todas sus peculiaridades.

—¿A qué se refiere con eso de peculiaridades?

—Bueno, ella tiene ideas peculiares —explicó Jackson Lemon en un tono sensato y suavísimo—; y también tiene una manera peculiar de hablar.

—¡Ah, no puede esperar que hablemos tan bien como usted! —exclamó Lady Beauchemin.

—No sé por qué no; algunas cosas las hacen mucho mejor.

—En cualquier caso, tenemos nuestras costumbres y pensamos que son las mejores del mundo. Una de ellas consiste en no consentir que un caballero atienda durante tres o cuatro meses a una chica sin adquirir algún tipo de responsabilidad. Si usted no desea casarse con mi hermana, debería irse.

—O no debería haber venido —dijo Jackson Lemon.

—No puedo estar muy de acuerdo con eso; porque me hubiera perdido el placer de conocerle.

—Pero le habría ahorrado esta tarea que tanto le desagrada.

—¿Preguntarle por sus intenciones? No me desagrada en absoluto, me divierte muchísimo.

—¿Le gustaría que su hermana se casara conmigo? —preguntó con sencillez Jackson Lemon.

Si esperaba pillar desprevenida a Lady Beauchemin, quedó decepcionado, porque ella estaba completamente preparada para implicarse.

—Me gustaría muchísimo. Opino que la sociedad inglesa y la americana deberían ser una sola. Me refiero a lo mejor de cada lado… un gran todo.

—¿Me permite preguntarle si fue Lady Marmaduke la que le sugirió a usted esa idea?

—Hemos hablado de ello con frecuencia.

—Sí, ese es su objetivo.

—Bueno, y el mío también. Pienso que hay mucho que hacer.

—¿Y le gustaría que lo hiciera yo?

—Exacto, para empezar. ¿No cree que deberíamos relacionarnos más? Me refiero a los mejores de cada país.

Jackson Lemon se quedó un momento en silencio.

—Me temo que no albergo ideas generales. Si me caso con una chica inglesa no será por el bien de las especies.

—Bueno, queremos mezclarnos un poco; de eso estoy segura —dijo Lady Beauchemin.

—Sin duda, eso lo ha aprendido de Lady Marmaduke.

—¡Es agotador que no consienta usted en ponerse serio! Pero mi padre lo conseguirá —prosiguió Lady Beauchemin—, Puedo informarle de que pretende preguntarle por sus intenciones en uno o dos días. Eso es todo lo que quería decirle. Pienso que debería estar preparado.

—Se lo agradezco mucho. Lord Canterville hará muy bien.

Había, para Lady Beauchemin, algo realmente incomprensible en aquel pequeño médico americano al que ella había decidido ayudar sin ningún interés, y que, aunque hubiera decidido olvidarse de la medicina, no era ni encantador ni distinguido, solo inmensamente rico, completamente original y en ningún modo insignificante. Era incomprensible, para empezar, que un médico fuera tan rico, o que un hombre tan rico fuera médico; para alguien acostumbrado a ser siempre satisfecho en su sentido de lo apropiado, resultaba incluso irritante. El propio Jackson Lemon lo habría explicado mejor que nadie, pero esa era una explicación que no podía pedirse. Había más: su fría aceptación de ciertas situaciones; su general indisposición a explicarse; su manera de refugiarse en chistes que a veces ni siquiera tenían el mérito de ser americanos; y su manera, también, de parecer un pretendiente sin ser un aspirante. Sin embargo, Lady Beauchemin estaba, como Jackson Lemon, preparada para correr un cierto riesgo. Su reserva lo hacía escurridizo, pero eso era solo cuando una apretaba. Se enorgullecía de saber manejar a la gente con suavidad.

—Sin duda mi padre actuará con mucho tacto —dijo—; por supuesto, si usted no desea ser interrogado, siempre puede salir de la ciudad. —Daba la impresión de que realmente deseaba facilitarle las cosas.

—No quiero salir de la ciudad; aquí disfruto demasiado para hacerlo —respondió su acompañante—, Y su padre ¿no tendría derecho a preguntarme qué quiero expresar con eso?

Lady Beauchemin dudó. Estaba algo perpleja. Pero enseguida exclamó:

—¡Él es incapaz de decir nada vulgar!

Eso no respondía realmente a su pregunta, y él se dio cuenta de ello; pero un poco después, mientras la acompañaba del cupé a la alargada alfombra que, bordeada por dos raídas cenefas de tela de rayas y dos filas de lacayos, policías y deprimentes aficionados de ambos sexos, se extendía desde el bordillo de la acera al portal de los Trumpington, no tuvo inconveniente en comentarle a ella:

—Por supuesto, no aguardaré a que Lord Canterville venga a hablar conmigo.

Se había esperado algún anuncio como aquel por parte de Lady Beauchemin, y juzgaba que su padre no haría otra cosa que cumplir con su deber. Sabía que debía tener preparada una respuesta para Lord Canterville, y le sorprendía no haber llegado aún a ninguna conclusión. La pregunta de Sidney Feeder en Hyde Park le había hecho sentirse bastante perdido; era la primera alusión que se hacía a su posible boda, salvo por parte de Lady Beauchemin. Ninguno de los suyos estaba en Londres; él era completamente independiente, y aunque su madre se hubiera encontrado a su alcance, no habría podido consultarla sobre el asunto. La amaba profundamente, más que a nadie; pero no era persona a la que pudiera consultar, puesto que aprobaba todo lo que hacía él: esa era su norma. Aunque tuviera mucho cuidado de no ponerse demasiado serio cuando hablaba con Lady Beauchemin, le empezó a dar vueltas al asunto en su interior, y lo hizo muy en serio. Se dedicó a ello incluso en medio de las distracciones de la siguiente media hora, mientras se constreñía para penetrar despacio y de costado por entre la multitud que llenaba el salón de los Trumpington. Al cabo de esa media hora salió de allí, y en la puerta encontró a Lady Beauchemin, de la que se había separado al entrar en la casa, y que, esta vez acompañada por alguien de su propio sexo, esperaba la llegada de su carruaje para continuar su ronda de visitas. Le ofreció el brazo en la calle, y ella, al entrar en el vehículo, repitió el consejo de abandonar la ciudad por unos días.

—¿Y quién, entonces, me diría lo que tengo que hacer? —le preguntó a modo de respuesta, mirándola a través de la ventanilla.

Por mucho que ella le dijera lo que tenía que hacer, él se sentía libre; y estaba resuelto a que eso no cambiara. Para demostrárselo a sí mismo, se subió de un salto a un coche de caballos y regresó a Brook Street, a su hotel, en vez de dirigirse a cierta casa de iluminados ventanales en Portland Place, donde sabía que pasada la medianoche encontraría a Lady Canterville y sus hijas. Se había hecho referencia a ello entre Lady Barberina y él durante el paseo a caballo, y seguramente ella esperaría que fuera; pero el hecho de no ir le permitía saborear su libertad, y le gustaba ese sabor. Se daba cuenta de que para disfrutarlo a sus anchas debería irse a la cama; pero no se acostó, ni siquiera se quitó el sombrero. Se paseó de un lado a otro del salón, con la cabeza coronada por ese ornamento, con las manos en los bolsillos y bastante inclinado hacia atrás. Había unas cuantas tarjetas metidas en el marco del espejo que colgaba encima de la chimenea, y cada vez que pasaba a su lado le parecía distinguir lo que había escrito en una de ellas: el nombre de la señora de la casa, en Portland Place, el nombre de él, y en la esquina inferior izquierda, las palabras: “Pequeño baile”. Naturalmente, había llegado el momento de aclararse las ideas. Lo haría al día siguiente: eso es lo que se decía mientras caminaba de un lado para otro, y dependiendo de lo que decidiera, hablaría con Lord Canterville o cogería el expreso nocturno a París. Mientras tanto, sería mejor que no se viera con Lady Barberina. Le resultaba muy evidente, al mirar vagamente hacia aquella tarjeta metida en el espejo de la chimenea, que había llegado demasiado lejos; y había llegado tan lejos porque estaba bajo el embrujo… Sí, estaba enamorado de Lady Barb. No había ninguna duda al respecto. Tenía buen ojo clínico, y sabía diagnosticar perfectamente lo que le ocurría. No perdió el tiempo cavilando sobre el misterio de su pasión, ni preguntándose si habría podido escapar al comienzo, en caso de haber estado un poco alerta, ni si moriría en caso de separación. Lo aceptó con franqueza, por el placer que le daba hacerlo, y porque la muchacha era una delicia para los ojos. Y se limitó a considerar si esa boda cuadraría con su situación general. Tal cosa no tenía por qué desprenderse necesariamente del hecho de estar enamorado; había muchas otras circunstancias que considerar. La más importante era el cambio, no solo geográfico, sino social, que supondría para su mujer, y la readaptación que eso implicaría en la relación que él mismo tenía con sus cosas. No le gustaban las readaptaciones y no había motivo para que le gustaran; su posición era en muchos aspectos muy ventajosa. Pero la muchacha lo tentaba de manera casi irresistible, satisfaciendo su imaginación, tanto de enamorado como de estudiante del organismo humano; era tan radiante, tan completa, y ostentaba un grado de perfección tan difícil de hallar… Jackson Lemon no era anglomaniaco, pero admiraba las condiciones físicas del inglés: la tez, el temperamento, el tejido; y Lady Barberina le impresionaba, en forma flexible y virginal, como un maravilloso compendio de estos elementos. Había algo simple y robusto en su belleza; tenía la serenidad de una vieja estatua griega, sin la vulgaridad de aquella sonrisilla moderna ni del preciosismo contemporáneo. La suya era una cabeza antigua; y aunque sus temas de conversación se restringieran por completo al periodo presente, Jackson Lemon estaba convencido de que en su alma tenía que haber una cierta sinceridad primitiva que encajaría bien con el molde del rostro. Se la imaginaba en el futuro, como la hermosa madre de unos hermosos hijos en los que quedarían patentes los rasgos de la raza. A él le gustaría que sus hijos tuvieran esos rasgos, y era consciente de que para eso tenía que tomar sus medidas. Muchas personas los poseían en Inglaterra, y para él era un placer observarlos, especialmente cuando nadie lo lucía de manera tan inconfundible como la segundogénita de Lord Canterville. Sería un lujo poder llamar propia a tal mujer: no había nada tan evidente como eso, y no importaba que ella no tuviera una inteligencia asombrosa. La inteligencia asombrosa no formaba parte de la forma armoniosa ni de la tez inglesa; iba asociada a la sonrisilla moderna, que era el resultado del nerviosismo moderno. Si Jackson Lemon hubiera querido una esposa nerviosa, por supuesto que la habría encontrado en su país; pero aquella muchacha alta y bonita cuyo carácter, como su figura, parecía haberse formado principalmente cabalgando a lo largo del país, estaba hecha de manera diferente. En cualquier caso, ¿le traería cuenta (como decían en Londres) casarse con ella y llevársela a Nueva York? Volvía a hacerse esa pregunta; se la volvía a hacer con una insistencia que habría puesto a prueba la paciencia de Lady Beauchemin si hubiera sido testigo de sus pensamientos. Ella se había irritado, más de una vez, al verlo aferrado a su término del dilema, como si fuera posible que no le conviniera a un pequeño doctor americano casarse con la hija de un lord inglés. A los ojos de ella habría quedado mejor que él estuviera más convencido, y que no diera tan por sentado el consentimiento de la familia de la dama, de las damas. ¡Veían el asunto de manera tan diferente! Jackson Lemon comprendía que, si se casaba con Lady Barberina Clement, sería porque le convenía a él, y no a sus posibles cuñadas. Creía que actuaba en todo de acuerdo con su propia voluntad, una facultad por la que sentía el más profundo respeto.

Sin embargo, en aquella ocasión parecía que esa facultad no funcionaba tan bien como de costumbre, porque aunque había vuelto a casa con intención de acostarse, la campanada que anunciaba las doce y media no le sorprendió en la cama sino en un coche que el silbato del portero había hecho llegar hasta la puerta del hotel y que iba traqueteando de camino a Portland Place. Allí encontró, en una casa muy grande, una congregación de trescientas personas y una banda de música escondida tras una enramada de azaleas. Lady Canterville no había llegado: recorrió las distintas estancias para asegurarse de ello. También descubrió un jardín de invierno espléndido, en el que había azaleas en macizos y en formaciones piramidales. Miró hacia lo alto de la escalera, pero pasó un buen rato hasta que encontró lo que estaba buscando, y su impaciencia al final era extrema. Sin embargo, cuando llegó la recompensa, fue todo cuanto podía desear: una leve sonrisa de Lady Barberina, que se encontraba en pie tras su madre, que tendía la yema de los dedos a la anfitriona. La entrada de aquella encantadora mujer con sus hermosas hijas, que constituía siempre un momento notable, se efectuó con cierta solemnidad, y le resultó agradable a Jackson Lemon la idea de que aquello le concernía más a él que a ningún otro en la casa. Alta, deslumbrante, indiferente, mirando en torno a ella como si viera muy poco, Lady Barberina era desde luego una figura en torno a la cual podía muy bien girar la imaginación de un joven. Era muy tranquila y sencilla, nada afectada y algo hierática; pero su distanciamiento no era un vulgar artificio. Parecía borrarse mientras esperaba que la atendieran en su momento, y en ello no había evidentemente exageración alguna, porque era demasiado orgullosa para no tener una perfecta confianza en sí misma. Su hermana, más pequeña, más ligera, con una leve sonrisa de sorpresa que parecía indicar que, en su extrema inocencia, aún podía esperarlo todo, habiendo oído cosas extraordinarias sobre las reuniones de sociedad, se mostraba mucho más impaciente y más expresiva, y antes de que anunciaran el nombre de su madre, proyectó a través del umbral de la puerta el bello resplandor de su ojos y dientes. Muchas personas opinaban que Lady Canterville superaba a sus hijas, y que había conservado para sí más belleza aún de la que les había dado a ellas: una belleza que había sido calificada de intelectual. Poseía una dulzura extraordinaria que no hacía declaraciones terminantes; sus maneras resultaban suaves hasta la ternura: había incluso algo de piedad en ellas. Además, sus rasgos eran perfectos, y no podía haber nada más elegante que su forma de hablar, o incluso de escuchar a la gente, con la cabeza ligeramente ladeada. Le gustaba mucho Jackson Lemon y se mostraba siempre muy amable con él. Él se acercó a Lady Barberina en cuanto pudo hacerlo sin dar imagen de precipitación, y le dijo que tenía grandes esperanzas en que no bailara. Era un maestro en aquel arte que florece en Nueva York por encima de ningún otro, y la había acompañado en una docena de valses con una habilidad que, en opinión de ella, no dejaba nada que desear. Pero no quería bailar aquella noche. Ella sonrió ligeramente al oírle hablar de sus esperanzas.

—Para eso nos ha traído aquí mi madre —dijo—. No le hará gracia que no bailemos.

—¿Cómo va a saber si le hace gracia o no? Usted nunca ha dejado de hacerlo.

—Salvo una vez —dijo Lady Barberina.

Le dijo que ya lo arreglaría él con su madre, y la persuadió para ir con él al jardín de invierno, donde había luces de colores colgadas entre las plantas y una bóveda vegetal por encima. En comparación con las otras estancias, el jardín de invierno estaba oscuro y apartado. Pero no se encontraban solos. Había otra media docena de parejas. La penumbra se teñía de rosa entre las pendientes de azaleas, y se llenaba con una música apagada que permitía hablar sin preocuparse por la gente que estaba cerca. Sin embargo, aunque Lady Barberina solo fue consciente de ello al recordar más tarde la escena, aquellas parejas dispersas hablaban muy suave. No miró hacia ellas: le daba la impresión de encontrarse casi a solas con Jackson Lemon. Comentó algo sobre los jardines de invierno, sobre la fragancia que flotaba en el aire; y por toda respuesta, él le hizo a ella una pregunta que podría haberla asustado.

—¿Cómo hacen en Inglaterra para conocerse los que se casan? No tienen ocasión.

—Le aseguro que no lo sé. No me he casado nunca.

—En mi país es muy distinto. Allí un hombre ve mucho a la chica; puede ir y verla, puede estar con ella todo el tiempo. Me gustaría que ustedes permitieran lo mismo aquí.

Lady Barberina se entregó de pronto al examen del lado menos ornamental de su abanico, como si hasta aquel momento no se le hubiera ocurrido fijarse en cómo era.

—Debe de ser muy rara, América —murmuró al fin.

—Bueno, creo que en este particular somos nosotros los que tenemos razón. Aquí es un salto al vacío.

—Le aseguro que no lo sé —dijo la muchacha. Había plegado el abanico. Sin darse cuenta de lo que hacía, alargó el brazo y arrancó un ramito de azalea.

—Pero, al fin y al cabo, supongo que no importa mucho —comentó Jackson Lemon—. Dicen que el amor es ciego. —Su rostro, joven y esbelto, estaba inclinado sobre el de ella; tenía los pulgares metidos en los bolsillos del pantalón; sonrió un poco mostrando sus finos dientes. Ella no dijo nada, se limitó a partir en trozos la azalea. Generalmente permanecía tan quieta que aquel leve movimiento parecía un ajetreo inmenso.

—Es la primera vez que la veo sin tener un montón de gente alrededor —siguió.

—Sí, resulta tedioso —comentó ella.

—Estoy harto de eso. Esta noche no quería venir.

Sus ojos evitaban los de él, aunque sabía que los de él estarían buscando los suyos. Pero entonces lo miró por un instante. Ella nunca había puesto objeciones a su apariencia y, en este aspecto, no sentía rechazo alguno. Le gustaba que un hombre fuera alto y apuesto, y Jackson Lemon no era ni lo uno ni lo otro; pero cuando ella tenía dieciséis años y era ya tan alta como a los veinte, había estado enamorada (durante tres semanas) de uno de sus primos, un pequeño húsar que era más bajo incluso que el americano, más bajo por tanto que ella misma. Esto demostraba que la distinción podía ser independiente de la estatura, y no es que esto lo razonara conscientemente. El rostro enjuto de Jackson Lemon, sus vivos ojillos que parecían estar midiendo siempre las cosas, le parecían insólitos y los juzgaba muy penetrantes, rasgo que iría bien en su marido. Al hacer esta reflexión, no se le ocurría pensar que la podían penetrar a ella misma: ella no era un cordero ofrecido en sacrificio. Percibía que los rasgos de él eran la expresión de una mente que podía ser bastante eficaz. Nunca lo habría tomado por un médico; aunque, claro está, eso era sinceramente algo muy negativo que no había ayudado ante ella precisamente.

—¿Por qué ha venido, entonces? —preguntó en respuesta a su última declaración.

—Porque me parece que, al fin y al cabo, prefiero verla de esta manera que no verla en absoluto; quiero conocerla mejor.

—Creo que no debería seguir aquí —comentó Lady Barberina mirando a su alrededor.

—No se vaya antes de que pueda decirle que la amo —murmuró el joven.

Ella no profirió exclamación alguna, ni se permitió un sobresalto; él ni siquiera la vio cambiar de color. Ella tomó su ruego con noble sencillez, con la cabeza erguida y los ojos gachos.

—No creo que tenga derecho a decirme eso.

—¿Por qué no? —preguntó Jackson Lemon—. Quiero reclamar ese derecho. Quiero que usted me lo conceda.

—No puedo… no lo conozco. Usted mismo lo ha dicho.

—¿Y no puede tener un poco de fe? Eso nos ayudaría a conocernos mejor. Es desagradable esta falta de ocasiones; ni siquiera en Pasterns puedo apenas dar unos pasos a su lado. Pero tengo toda la fe puesta en usted. Siento que la amo, y no podría llegar a más al cabo de seis meses. Amo su belleza… la amo de la cabeza a los pies. No se mueva, por favor, no se mueva. —Bajó el tono, pero la voz iba derecha a su oído, y era de suponer que poseía cierta elocuencia, pues él mismo, tras escuchar sus propias palabras, se sintió emocionado. Era un placer hablarle de su belleza; eso lo colocaba más cerca de ella de lo que había estado hasta entonces. Pero el color había acudido a su rostro, y eso le recordó a Jackson Lemon que su belleza no lo era todo.

—Todo en usted es suave y noble —prosiguió—; todo me resulta adorable. Estoy seguro de que es usted buena. No sé lo que pensará de mí; le pedí a Lady Beauchemin que me lo dijera, pero ella me respondió que juzgara por mí mismo. Pues bien, juzgo que yo le gusto. ¿No tengo derecho a suponer eso hasta que se demuestre lo contrario? ¿Puedo hablar con su padre? Eso es lo que me gustaría saber. He estado esperando. Pero ahora, ¿por qué tendría que esperar más? Quisiera poder decirle que usted me ha dado esperanzas. Supongo que debería hablar primero con él. Mañana, quiero decir, pero mientras tanto, esta noche, pensé que haría bien en decírselo a usted. En mi país esto no tendría mucha importancia. Debe usted ver todo aquello con sus propios ojos. Si me pidiera que no hablara con su padre, no lo haría. Esperaría. Pero prefiero pedirle a usted permiso para hablar con él, que pedírselo a él para hablar con usted.

Su voz había descendido hasta convertirse en un susurro; pero, aunque temblorosa, su emoción le otorgaba una peculiar intensidad. Seguía en la misma postura, con los pulgares en el pantalón, la cabeza atenta y la sonrisa en la boca, todo muy normal; nadie se habría imaginado qué era lo que estaba diciendo. Ella había escuchado sin hacer un gesto, y al final alzó los ojos. Se posaron en los suyos un instante, y él recordó, mucho después, la mirada que había pasado por sus párpados.

—Puede decirle a mi padre lo que le parezca, pero yo no deseo oír más. Ha hablado ya demasiado, considerando lo poco que me había prevenido.

—La estaba observando —dijo Jackson Lemon.

Lady Barberina mantuvo la cabeza en alto, mirándolo a él directamente. Después, completamente en serio, comentó:

—No me gusta ser observada.

—Entonces no debería ser usted tan hermosa. ¿No me dará una palabra de esperanza? —añadió.

—Nunca pensé en casarme con un extranjero —dijo Lady Barberina.

—¿Me está llamando extranjero?

—Creo que sus ideas son muy distintas, y su país es distinto. Usted mismo me lo ha dicho.

—Me gustaría mostrárselo; haría que le gustara.

—No estoy segura de lo que usted me haría hacer —respondió Lady Barberina con sinceridad.

—Nada que usted no quisiera.

—Estoy segura de que lo intentaría —declaró con una sonrisa.

—Bueno —dijo Jackson Lemon—, al fin y al cabo, ya lo estoy intentando.

A eso, ella se limitó a responder que tenía que volver con su madre, y él se vio obligado a abandonar con ella el jardín de invierno. No encontraron a Lady Canterville de inmediato, así que mientras tanto tuvo ocasión de murmurar:

—Ahora que he hablado, soy muy feliz.

—Tal vez es usted feliz demasiado pronto —respondió la muchacha.

—¡Ah, no diga eso, Lady Barb!

—Por supuesto, tengo que pensar en ello.

—¡Por supuesto, debe hacerlo! —dijo Jackson Lemon—. Mañana hablaré con su padre.

—No puedo imaginarme lo que dirá.

—¿Cómo voy a disgustarle? —preguntó el joven en un tono que Lady Beauchemin, de haberle oído, se habría visto obligada a atribuir a su general afectación jocosa. Lo que pensó de ello la hermana de Lady Beauchemin no nos consta; pero puede darnos tal vez una pista lo que respondió tras un instante de silencio:

—¿Sabe? ¡Es verdad que es usted un extranjero!

Diciendo esto le volvió la espalda, porque estaba ya en manos de su madre. Jackson Lemon dirigió unas palabras a Lady Canterville, más que nada sobre el calor que hacía. Ella le prestó una atención vaga y amable, como si estuviera escuchando algo ingenioso cuya gracia se le había escapado. Pudo notar que estaba pensando en lo que hacía su hija Agatha, cuya actitud hacia el joven con el que hablaba en aquel momento estaba falta del sentido de las diferencias: una locura sin método. Evidentemente no se fijaba en Lady Barberina, que era más digna de confianza. Esta no volvió a mirar a su pretendiente a los ojos; de manera ostensible, los dejó descansar en otros objetos. Al final, él se marchó sin que ella le dirigiera una mirada. Lady Canterville le había pedido que fuera a comer con ellos al día siguiente, y él le había respondido que lo haría si ella le prometía que podría ver a su señoría.

—No puedo volver a visitarles hasta que haya hablado con él —explicó.

—No veo por qué no; pero, si se lo pido, me atrevo a asegurar que estará en casa —respondió ella.

—¡No se arrepentirá del rato empleado!

Jackson Lemon dejó la casa pensando que, como nunca se había declarado a una chica, no podía esperarse que supiera cómo se ponen a la defensiva las mujeres en semejante circunstancia. Había oído, desde luego, que Lady Barb había recibido infinitas ofertas; y aunque ese número fuera probablemente exagerado, como siempre lo es, suponía que aquella manera de dejarlo de repente sería el comportamiento acostumbrado en tales ocasiones.