4
Le había dicho a Sidney Feeder en Hyde Park que iría a visitar a los señores Freer; pero pasaron tres semanas antes de que llamara a su puerta de Jermyn Street. Durante ese tiempo, se los había encontrado cenando, y la señora Freer le había dicho que aguardaba con impaciencia que él pudiera visitarla. No le había hecho ningún reproche ni había agitado el dedo ante él; y esa clemencia, que era producto del cálculo y muy característica de ella, lo conmovió tanto (pues lo había pillado en falta, dado que ella era una de las más antiguas y mejores amigas de su madre) que no tardó en presentarse. Lo hizo una hermosa tarde de domingo, a una hora bastante avanzada, y la zona de Jermyn Street parecía desierta y desolada; la tristeza del paisaje se mostraba en toda su pureza. La señora Freer, sin embargo, se hallaba en casa, descansando sobre un sofá alquilado con el piso y que estaba cubierto con una desvaída tela de chintz[14], antes de vestirse para la cena. Recibió muy bien al joven: le dijo que se había acordado de él y que tenía muchas ganas de hablar. Él comprendió enseguida qué era lo que ella tenía en mente, y entonces recordó que Sidney Feeder le había contado lo que se habían atrevido a decir el señor y la señora Freer. Eso le había molestado en aquel momento, pero lo había olvidado enseguida, en parte al comprender, esa misma noche, que quería casarse con “la joven marquesa”, y en parte porque desde aquel día había tenido enfados mucho más graves. Sí, el pobre joven, con sus intenciones liberales y su amplitud de miras, había tenido muchos motivos de irritación y disgusto. Había visto solo tres o cuatro veces a la señora de sus amores y había recibido cartas del señor Hilary, el abogado de Lord Canterville, pidiéndole, si bien en términos muy obsequiosos, que designara a algún hombre de leyes con quien pudiera sentar los preliminares de su matrimonio con Lady Barberina Clement. Él había dado al señor Hilary el nombre de su propio abogado, pero al mismo tiempo había escrito a este (que ya le había prestado sus servicios en muchas ocasiones, siendo Jackson Lemon hombre decididamente pleiteador) dándole instrucciones de que contaba con libertad para encontrarse con el señor Hilary, pero no para contemplar propuestas referentes a aquella odiosa idea inglesa del acuerdo económico. Si casarse con Jackson Lemon no parecía acuerdo suficiente, entonces Lord y Lady Canterville harían mejor en cambiar su manera de ver las cosas, porque estaba fuera de cuestión que lo pudiera hacer él. Tal vez no fuera fácil explicar la intensa aversión que le producía la introducción de aquel crudo elemento diplomático en su futura unión; era como si no confiaran en él, como si sospecharan de él; como si quisieran atarle las manos para impedirle que manejara su fortuna como mejor le pareciera. No era la idea de separarse de su dinero lo que le desagradaba, pues disfrutaba haciendo planes de gastos con miras a su mujer que superarían la imaginación de sus distinguidos padres. Le sorprendía que fueran tan tontos de no darse cuenta de que harían mucho mejor dejándolo a sus anchas. La intervención del abogado era una fea tradición inglesa en total discrepancia con el generoso espíritu de los hábitos americanos, una tradición a la que no se sometería. No era su estilo someterse cuando no estaba conforme: ¿por qué tendría que cambiar su costumbre en aquella ocasión, cuando el asunto le afectaba tan de cerca? Estas reflexiones y ciento más corrieron libremente por su mente durante varios días antes de su visita a Jermyn Street, y habían engendrado una viva indignación y una amarga sensación de encontrarse ante algo incorrecto. Como puede imaginarse, habían infundido una cierta incomodidad en su relación con la casa de Canterville, y podía decirse que esa relación estaba, por el momento, casi suspendida. Su primera entrevista con Lady Barb tras la conversación con la anciana pareja, como llamaba a sus augustos progenitores, había sido todo lo tierna que hubiera podido desear. Lady Canterville, al cabo de tres días, le había enviado una invitación (cinco palabras en una tarjeta) pidiéndole que cenara con ellos al día siguiente, totalmente en famille. Aquella fue la única indicación formal de que se reconocía el compromiso con Lady Barb; porque ni siquiera en el banquete familiar, que incluyó a media docena de invitados, hicieron los anfitriones alusión alguna al asunto de la conversación en el gabinete de Lord Canterville. La única insinuación fue una mirada fugaz, en una o dos ocasiones, por parte de Lady Barberina. Sin embargo, cuando después de la cena ella se fue con él paseando hasta la sala de música, que estaba iluminada y vacía, para tocarle algún fragmento de Carmen[15], de la que él había hablado en la mesa, y la joven pareja pudo disfrutar más de una hora, sin que los molestaran, la relativa privacidad de aquel rico aposento, pensó que definitivamente Lady Canterville estaba de su parte y no creía que fuera a haber serias dificultades. Tampoco lo creía él, entonces, y por eso resultó tan molesto que aparecieran. Los arreglos están pendientes, suponía que habría dicho Lady Canterville; y realmente lo estaban, pues él había dado ya órdenes en Bond Street para que engarzaran un número extraordinario de diamantes. Lady Barb, en todo caso, durante la hora que pasó con él, no tuvo nada que decir sobre acuerdos; había sido una hora de pura satisfacción. Se había sentado al piano y había tocado sin cesar, de manera suave y deslavazada, mientras él se indinaba sobre el instrumento, muy próximo a ella, y le decía cuanto le venía a la mente. Ella estaba muy alegre y serena, y lo miraba como si le gustara mucho.
Eso era cuanto esperaba de ella, porque no correspondía a su tipo de belleza dar muestras de un encaprichamiento vulgar. Esa belleza le resultaba más deliciosa que nunca; y había en ella una suavidad que parecía indicar que desde aquel momento, Lady Barb le pertenecía completamente. Sintió más que nunca el valor de esa posesión; comprendió al pronto todo lo que había costado producir la combinación en que consistía semejante ser. Sencilla y femenina como era, y no particularmente despierta en el toma y daca de la conversación, le parecía que llevaba en la sangre una parte de la historia de Inglaterra: que era un résumé de varias generaciones de gente privilegiada y de siglos de rica vida rural. Entre ellos dos no hubo, por supuesto, alusión alguna a la cuestión que se había dejado en manos del señor Hilary, y lo último que se le pasaba a Jackson Lemon por la cabeza era que Lady Barb tuviera opinión alguna en lo referente a asegurarse una fortuna antes de la boda. Puede parecer extraño, pero él no se había preguntado si su dinero ejercía sobre ella, en alguna medida, el efecto de un soborno; y eso era porque, instintivamente, sentía que tal especulación era ociosa (no había motivos para averiguarlo), y porque le gustaba pensar que le resultaría agradable seguir viviendo en el lujo. Le complacía la idea de encargarse de ello. Era conocedor del carácter misceláneo de los motivos humanos, y estaba muy contento de ser lo suficientemente rico para aspirar a la mano de una joven que, por las mejores razones, resultaría muy cara. Tras aquella feliz hora en la sala de música, había montado a caballo dos veces en su compañía; pero más allá de eso, no la había encontrado accesible. Ella le había hecho saber, la segunda vez que montaron a caballo, que Lady Canterville le había prohibido concertar más citas con él por el momento. Y al presentarse en la casa, cosa que hizo en más de una ocasión, le habían dicho que ni la madre ni la hija se hallaban dentro; habían añadido que Lady Barberina estaba pasando unos días en Roehampton. Al darle aquella información en Hyde Park, Lady Barb lo había mirado con expresión de reproche (en sus ojos había siempre un cierto silencio de superioridad), como si él la estuviera exponiendo a molestias que debería ahorrarle, como si estuviera comportándose de manera extravagante en una cuestión en la que toda persona bien educada se desenvolvía conforme a los convencionalismos. La conclusión a la que él llegaba no era que ella deseara asegurarse su dinero, sino que, como obediente hija inglesa, sus opiniones (sobre puntos que le resultaban indiferentes) eran recibidas, y habían sido elaboradas por una madre cuya falibilidad no había quedado nunca al descubierto. Al ver aquella actitud, comprendió que su abogado había respondido a la carta del señor Hilary, y que la frialdad de Lady Canterville era resultado de aquella correspondencia. Esto no le hacía al joven tirar la toalla (como él lo expresaba); pues no tenía ninguna intención de transigir. Lady Canterville había hablado de las tradiciones de su familia; pero él no tenía necesidad de acudir a su familia para encontrar las suyas, que estaban dentro de él: cualquier conclusión a la que con toda claridad hubiera llegado su mente adquiría en una hora una especie de fuerza legendaria. Mientras tanto, se hallaba en la detestable posición de no saber si estaba comprometido o no. Pareciéndole muy extraño que ella no lo recibiera, escribió a Lady Barb para preguntarle. Y ella respondió en una cartita preciosa, a la que él encontró cualidades de antaño, una anticuada frescura, como si la hubieran escrito Clarissa o Amelia[16] el siglo anterior: le decía que no comprendía en absoluto la situación; que, naturalmente, ella nunca lo abandonaría; que su madre le había asegurado que había buenas razones para no darse demasiada prisa; que, gracias a Dios, ella era todavía joven y podía esperar todo lo que hiciera falta; y que le rogaba que no le escribiera sobre cuestiones monetarias, puesto que no las podía entender. Jackson no creía encontrarse en peligro de incurrir en este último error; pero notó que Lady Barb veía natural que se discutiera sobre el tema; y esto le hizo ver con claridad que era hija de cruzados. Su mente ingeniosa distinguió perfectamente lo que aquel rasgo tenía de heredado y al mismo tiempo de moderno, algo que le alegraba. Creía (o creía creer) que terminaría casándose con Barberina Clement de acuerdo a sus propios términos; pero en el ínterin lo retaban y controlaban de manera claramente indigna. Un efecto de esto, naturalmente, era hacerle desear a la muchacha más intensamente. Cuando no la tenía en carne y hueso ante los ojos, le rondaba su imagen; y aquella imagen tenía razones propias para resultar radiante. Había momentos, sin embargo, en que él se cansaba de contemplarla, de tan incorpórea e ingrata como era, y entonces a Jackson Lemon le acometía la melancolía por primera vez en su vida. Se sentía solo en Londres, y al margen de la ciudad, pese a toda la gente que había conocido y a todas las facturas que había pagado; sentía la necesidad de amistades más profundas de las que había hecho (salvo, claro está, en el caso de Lady Barb). Quería dar rienda suelta a su malestar, aliviarse y defender un poco su punto de vista americano. Sentía que al entablar combate con la gran casa de Canterville se encontraba, al fin y al cabo, bastante solo. Esa soledad era, naturalmente, en gran medida inspiradora; pero por momentos le hacía daño. Entonces lamentaba que su madre no se encontrara en Londres, porque solía hablar mucho de sus cosas con aquella mujer encantadora que tenía una manera tan tranquilizadora de aconsejarle justo en el sentido que él prefería. Había ido lo bastante lejos como para desear no haber puesto nunca los ojos en Lady Barb, y en vez de eso haberse enamorado de alguna doncella de similares características de aquel lado del océano. Pero recordó enseguida que en Estados Unidos no había, ni podía haber, nada similar a Lady Barb; porque ¿acaso no la valoraba justamente por ser producto del clima inglés y de la constitución británica? Algo se había tranquilizado defendiendo su punto de vista americano al sincerarse con Lady Beauchemin, que admitía estar irritada con sus padres. Se mostraba de acuerdo con él en que cometían un gran error; deberían haberle dado libertad; y expresaba su confianza en que aquella libertad sería dorada, como el silencio de los sabios[17]. Tenía que disculparlos; tenía que recordar que lo que le pedían era algo acostumbrado durante siglos. No mencionaba de dónde venían aquellas costumbres, pero le aseguró que les diría unas palabras a sus padres que lo arreglarían todo, Jackson respondía que las costumbres eran todas muy buenas, pero que la gente inteligente sabía reconocer, al verla, la ocasión de abandonarlas. Y al decir esto esperaba los reproches de Lady Beauchemin, pero no había percibido nada de eso, y hay que decir que aquella encantadora mujer estaba ella misma bastante preocupada. Al aventurarse a decirle a su madre que pensaba que estaban comportándose de manera equivocada con respecto al prétendant de su hermana, Lady Canterville le respondió que el hecho de que el señor Lemon no quisiera llegar a ningún acuerdo ya era en sí mismo la prueba de lo que temían: la inestable naturaleza de su fortuna. No valía la pena discutirlo, eso lo tenía muy claro aquella elegante señora: el motivo no podía ser otro. Al encontrarse con este argumento, la protectora de Jackson se había quedado bastante perpleja. Tal vez fuera cierto, como decía su madre, que si no insistían en las adecuadas garantías, Barberina podía quedarse en unos años sin nada que ponerse más que las barras y las estrellas (esta extraña frase era una cita del señor Lemon). Lady Beauchemin intentó razonarlo con Lady Marmaduke; pero estas eran complicaciones no previstas en su proyecto de una sociedad angloamericana. Se vio obligada a admitir que la fortuna del señor Lemon podía no tener la solidez de las cosas establecidas desde hacía mucho tiempo; de hecho, se trataba de una fortuna muy reciente. La mayor parte de ella la había hecho su padre de una sola vez, unos años antes de su muerte, de esa manera extraordinaria en que hace dinero la gente en América; ese, claro está, era el motivo por el que el hijo tenía aquella singular profesión: había empezado muy joven a estudiar para médico, antes de que sus expectativas fueran tan grandes. Entonces se había dado cuenta de que era muy inteligente y de que le gustaba. Y había continuado su carrera porque, a fin de cuentas, en América, donde no había aristocracia rural, un joven tenía que tener algo que hacer, ¿no? Y Lady Marmaduke, como mujer ilustrada que era, insinuó que en tal caso juzgaba de mucho mejor gusto no intentar esconder nada.
—Porque, en América, ¿no lo ves? —razonó ella—, no se puede esconder nada… nada permanece oculto. Todo aparece… en los periódicos. —E intentó consolar a su amiga comentando que, si la fortuna del señor Lemon era precaria, no por eso dejaba de ser enorme. Pero ese era precisamente el problema para Lady Beauchemin: que era enorme, pero iban a perderla. Él era tan terco como una mula, y estaba segura de que no cedería nunca. Lady Marmaduke aseguró que él terminaría cediendo; hasta ofreció apostarse una docena de gants de Suède[18]; y añadió que el resultado estaba en manos de Lady Barberina. Lady Beauchemin se prometió tener una conversación con su hermana; porque, no en vano, ella misma notaba la influencia del contagio internacional.
Para aliviar su disgusto, Jackson Lemon había regresado a las sesiones del congreso médico donde, inevitablemente, había caído en manos de Sidney Feeder, que gozaba de popularidad en aquella asamblea imparcial. Constituía el más sincero deseo del doctor Feeder compartirla con su viejo amigo, algo que era especialmente fácil porque el congreso médico era en realidad, como pudo observar el joven doctor, un simposio continuado. Jackson Lemon gustó a todos, les gustó mucho y de una manera más apropiada de un mecenas de la ciencia que de uno de sus humildes devotos; pero aquellos entretenimientos solo le hacían olvidar por un instante que sus relaciones con la casa de Canterville eran anómalas. Su gran problema regresaba cada tanto, y Sidney Feeder lo percibía estampado en el entrecejo. Jackson Lemon, con su aguda inclinación a la extroversión, estuvo a punto, en más de un momento, de convertir al compasivo Sidney en su confidente. Su amigo le daba buenas oportunidades: le preguntaba todo el tiempo qué pensaba, si es que la joven marquesa había llegado a la conclusión de que no podía aceptar a un médico. Esa manera de hablar desagradaba a Jackson Lemon, cuyas manías no eran cosa nueva; pero incluso por razones más profundas se decía que para un caso tan complicado como el suyo Sidney Feeder no era de ninguna ayuda. Para entender su situación, había que conocer el mundo; y el chico de Cincinnati no lo conocía. Al menos no conocía el mundo que iba más allá de sus preocupaciones del momento.
—¿Tienes complicaciones con la boda? Me lo puedes contar —le había dicho Sidney Feeder, dándolo todo por sentado de una manera que en sí misma era demostración de su gran inocencia. Bien es verdad que había añadido que no era de su incumbencia; pero se había mostrado preocupado por el asunto desde el momento en que había oído, de labios del señor y la señora Freer, que la aristocracia británica despreciaba la profesión médica—. ¿Quieren que lo dejes? ¿Esa es la complicación? No traiciones tu bandera, Jackson. La eliminación del dolor, la mitigación del sufrimiento constituyen la que es seguramente la profesión más noble del mundo.
—Mi querido amigo, no sabes de lo que hablas —fue la observación que Jackson dio como respuesta—. No he dicho que se fuera a casar nadie; y menos he dicho que nadie pusiera objeciones a mi profesión. Me gustaría que lo hicieran. Si lo hacen, no me he enterado, y no me veo como el tipo de persona al que la gente pone objeciones. Y todavía espero hacer algo.
—Entonces vuelve a tu país y hazlo. Y perdóname si digo que allí lo ponen más fácil para casarse.
—No parece que a ti te lo hayan puesto muy fácil.
—Yo no he tenido tiempo. Espera a mis próximas vacaciones y verás.
—Allí lo ponen demasiado fácil. Pero solo merece la pena lo que es difícil —respondió Jackson Lemon, en el tono artificialmente sentencioso que atormentaba a su interlocutor.
—Bueno, están irritados, lo veo. Me alegro de que te guste. Solo que, si desprecian tu profesión, ¿qué dirán de tus amigos? Si piensan que tú eres rarillo, ¿qué pensarán de mí? —preguntó Sidney Feeder, cuya mente no era, en general, nada sarcástica, pero que se veía empujado a aquella dureza por la convicción de que (a pesar de unas frases que parecían en parte darle la razón y en parte negársela) su amigo estaba sufriendo por algo que podría encontrar sin sufrimiento alguno en otras partes. Y pensaba que ese sufrimiento no valía la pena.
—Mi querido amigo, todo eso es una idiotez —fue la respuesta de Jackson Lemon, que expresaba solo una parte de sus pensamientos. El resto era inexpresable, o casi; pero estaba relacionado con el sentimiento de rabia ante la sugerencia, por parte de una mente tan jovial como la de Sidney Feeder, de que, al empeñarse en el matrimonio con una hija de la más elevada civilización, se estaba saliendo de su camino. ¿Era entonces él tan innoble, estaba tan ligado a cosas inferiores que cuando veía a una muchacha que (dejando a un lado el hecho de que ella no tenía talento, lo que era raro, y que aunque él apreciara la rareza, no la deseaba) le parecía la más completa naturaleza femenina que hubiera visto nunca, iba a pensar de sí mismo que era demasiado diferente e inapropiado para emparejarse con ella? Él se emparejaría con la que eligiera: ese era el resultado de las reflexiones de Jackson Lemon. Transcurrieron varios días durante los cuales todo el mundo, incluso los puros de mente como Sidney Feeder, le parecía abyecto.
Cuento todo esto para mostrar por qué, cuando fue a ver a la señora Freer, estaba mucho menos proclive a enfadarse con las personas que, como los Freer un mes antes, habían anunciado que él se había comprometido con la hija de un noble, que ante la insinuación de que había obstáculos a tal proyecto. Estuvo a solas con la señora Freer por espacio de media hora en la sabática quietud de Jermyn Street. Su marido se había ido a dar un paseo por Hyde Park: los domingos caminaba siempre por Hyde Park. Daba la impresión de que todo el mundo se había ido allí, y de que Jackson y la señora Freer tenían el distrito de Saint James para ellos solos. Tal vez eso influyó para disponerlo a las confidencias: el entorno era conciliador, persuasivo; la señora Freer era extremadamente comprensiva; lo trataba como a alguien a quien conocía desde que tenía diez años; pidió permiso para seguir en su cómoda postura; le habló mucho de su madre; y durante un rato pareció asumir incluso la bondadosa función que tenía esta. Fue muy inteligente por su parte no aludir en ningún momento, ni siquiera indirectamente, a la manera en que había demorado su visita; su silencio al respecto era del mejor gusto. Jackson Lemon había olvidado que tenía la costumbre, muy acertada, de no reprochar nunca esas cosas a la gente. Aunque uno no se acordara de ir a verla durante dos años, su saludo era siempre el mismo: ni se mostraba nunca demasiado contenta de verlo a uno, ni demasiado poco. Pero al cabo de un rato, no obstante, comprendió que su silencio había sido en cierto modo una alusión, y que ella daba por sentado que él dedicaba todas sus horas a cierta dama. Se dio cuenta de pronto de que la gente de su país tenía tendencia a dar muchas cosas por sentado. Pero cuando la señora Freer, incorporándose en el sofá, le dijo de manera repentina y en un tono a medio camino entre la naturalidad y la solemnidad: “¡Y ahora, mi querido Jackson, quiero que me cuente algo!”, comprendió que después de todo ella no fingía que estaba al tanto del obstáculo. Durante un cuarto de hora (tan atentamente lo escuchaba ella) le contó muchas cosas sobre el asunto. Era la primera vez que se lo explicaba a alguien con tanto detalle, y hacerlo lo alivió más incluso de lo que hubiera supuesto. Le aclaró ciertas cosas que fueron a confluir en un punto: que se había equivocado. No hizo ninguna alusión a que fuera desacostumbrado que un médico americano pidiera la mano de la hija de un marqués. Y esta reserva no fue voluntaria, sino completamente inconsciente. Su mente estaba demasiado imbuida de la ofensiva conducta de los Canterville y de lo vergonzosa que resultaba aquella falta de confianza en él. No podía imaginarse mientras hablaba con la señora Freer (y después le sorprendió haber hablado de aquella manera: solo podía explicárselo por el estado de sus nervios) que ella solo estaría pensando en lo extraño de aquella situación dibujada ante ella. Ella pensaba que los americanos eran tan buenos como cualquiera, pero no veía cuál podía ser el lugar, en la sociedad americana, de la hija de un marqués. Por poner un ejemplo sencillo (a la mente de la señora Freer los ejemplos acudían con extraordinaria velocidad): ¿no esperaría entrar siempre a cenar delante de los demás? Puede que en América al principio eso les hiciera gracia, como novedad, hasta se pegarían por los mejores sitios para verlo. Pero con el aumento de la sofisticación que estaba teniendo lugar en América, el sentido del humor al que Lady Barberina debería su seguridad podría no mantenerse indefinidamente; y entonces, ¿dónde quedaría ella? Aquel era solo un pequeño ejemplo; pero la vivida imaginación de la señora Freer (por mucho que hubiera vivido en Europa, conocía muy bien su tierra natal) veía una gran cantidad de ellos llegando en masa tras este. La consecuencia de todo lo cual fue que, tras escucharlo en el más atento de los silencios, ella juntó las manos, las levantó, las apretó contra el pecho, bajó la voz hasta que adquirió un tono de súplica y, con su eterna y leve sonrisa, pronunció tres palabras de consejo:
—Mi querido Jackson, no… no… no.
—¿No qué? —preguntó él mirándola fijamente.
—No menosprecies la oportunidad que tienes de escaparte; nunca funcionaría.
Entendía lo que ella quería decir con “la oportunidad que tienes de escaparte”; en sus muchas meditaciones, él no había pasado por alto esa posibilidad, naturalmente. La postura que la anciana pareja había tomado sobre los acuerdos (y el hecho de que Lady Beauchemin no hubiera regresado ante él para decirle, tal como había prometido, que los había convencido demostraba lo firmes que se mantenían) ofrecía un pretexto más que suficiente para un hombre que se hubiera arrepentido de sus avances. Eso lo sabía Jackson Lemon; pero también sabía que él no se había arrepentido. La falta de imaginación de la anciana pareja no alteraba en absoluto el hecho de que Barberina era, tal como él le había dicho a su padre, una mujer hermosa. Por lo tanto, le dijo simplemente a la señora Freer que no deseaba en absoluto escapar; que estaba tan convencido como antes y que pretendía seguir estándolo. Pero ¿qué quería decir ella, le preguntó al cabo de un instante, al sentenciar que nunca funcionaría? ¿Por qué no? La señora Freer respondió con otra pregunta: ¿de verdad quería que se lo explicara? No funcionaría porque Lady Barb no se quedaría contenta con su sitio en la mesa. En una sociedad de plebeyos, no se contentaría con otra cosa que lo mejor; pero no podía esperar tener siempre lo mejor, y era de desear que él tampoco lo esperara.
—¿A quién te refieres al decir plebeyos? —preguntó Jackson Lemon, muy serio.
—Me refiero a ti, a mí, a mi pobre marido y al doctor Feeder —explicó la señora Freer.
—No veo cómo puede haber plebeyos donde no hay señores. Es el señor el que hace al plebeyo, y vice versa.
—¿Y una señora no podrá también hacerlos? Lady Barberina, una simple muchacha inglesa, puede producir un millón de inferiores.
—Ella será, antes que nada, mi esposa; y no hablará de personas inferiores más que yo. Y yo no lo hago nunca: es demasiado vulgar.
—Yo no sé de qué hablará ella, mi querido Jackson, pero lo pensará; y sus pensamientos no serán agradables… me refiero para otros. ¿Esperas rebajarla a tu propio rango?
Los ojillos vivos de Jackson Lemon se fijaron más vivamente que nunca en su anfitriona.
—No te comprendo; ni creo que te comprendas tú misma.
Esta observación no era totalmente ingenua, porque sí que comprendía a la señora Freer hasta cierto punto; se ha contado que, antes de que pidiera a sus padres la mano de Lady Barb, había habido momentos en que él mismo no estaba muy convencido de que la flor de la aristocracia inglesa pudiera prender en suelo americano. Pero le encendía la sangre la sugerencia por parte de otra persona de que estaba más allá de sus posibilidades conseguir que su mujer fuera aceptada, fuera ella la hija de un noble o de un zapatero. El resultado fue que al instante olvidó su propia percepción de las dificultades, y se sintió ofendido (él, el heredero de los siglos[19]) por tal sugerencia. Estaba convencido, aunque nunca hasta el momento había tenido ocasión de defender esa idea, de que en su posición, una de las más envidiables del mundo, podía conseguir cualquier cosa. Había tenido la mejor educación que podía ofrecer la época en que vivía, pues además de pasar mucho tiempo en Harvard, donde había entrado a muy temprana edad, había trabajado con enorme dedicación, según creía, en Heidelberg y en Viena. Se había dedicado a una de las profesiones más nobles (una profesión reconocida en ese sentido en todo el mundo excepto en Inglaterra), y había heredado una fortuna que estaba mucho más allá de las expectativas de sus primeros años, los años en que cultivaba hábitos de trabajo que le habrían llevado al reconocimiento, solo o, aun mejor, en colaboración con otros talentos cuyo mérito ni exageraba ni menospreciaba. Era uno de los más afortunados habitantes de un país joven, rico e inmenso, un país cuyo futuro se consideraba incalculable; y se movía con perfecta soltura en una sociedad en la que nadie le hacía sombra. Le parecía, por consiguiente, que estaba por debajo de su dignidad cualquier duda sobre si podía permitirse, socialmente hablando, casarse de acuerdo con su gusto. Jackson Lemon presumía de ser fuerte; y ¿de qué sirve ser fuerte si uno no está dispuesto a asumir empresas que la gente pusilánime encontraría difíciles? Su idea era casarse con la mujer que le gustaba, y no tenerle miedo después. El efecto de las dudas de la señora Freer en cuanto a su éxito era presentarle la idea de que su carácter podía no ponerse por encima del de su mujer; no habría producido en él un efecto diferente si le hubiera dicho que se casaba por debajo de sus posibilidades, y que aún tendría que pedir perdón por ello.
—Creo que no sabes hasta qué punto considero que cualquier mujer que se case conmigo estará haciendo muy bien —añadió sin rodeos.
—Estoy muy segura de eso; pero no es tan sencillo… el hecho de ser americano… —repuso la señora Freer con un suspiro leve y sabio.
—… Supone lo que uno quiera.
—Bueno, tú harás lo que nadie ha hecho hasta ahora, si llevas a esa dama a América y la haces feliz allí.
—¿Te parece que es un sitio tan horrible?
—Desde luego que no. Pero se lo parecerá a ella.
Jackson Lemon se levantó de la silla, y cogió su sombrero y su bastón. Se había puesto algo pálido a causa de la excitación; le ponía nervioso la idea de que su boda con Lady Barberina pudiera verse como una aspiración demasiado alta. Permaneció un momento de pie y apoyado en la repisa de la chimenea, y muy tentado de decirle a la señora Freer que era una anciana de mente vulgar. Pero dijo otra cosa que venía más al caso:
—Olvidas que tendrá sus consuelos.
—No te vayas ahora o pensaré que te he ofendido. No se puede consolar a una marquesa herida.
—¿Cómo se hará esa herida? La gente será encantadora con ella.
—Serán encantadores con ella… ¡encantadores! —Estas palabras salieron de los labios de Dexter Freer, que acababa de abrir la puerta de la estancia y permanecía con la mano en el picaporte, poniéndose al tanto de la conversación que mantenían su mujer y la visita. Eso no le llevó más que un instante—. Por supuesto, sé de quién están hablando —dijo al tiempo que intercambiaba un saludo con Jackson Lemon—. Mi esposa y yo (por supuesto, ya sabes que somos grandes entrometidos) hemos hablado mucho de tu asunto, y vemos las cosas de manera completamente distinta: ella solo ve los peligros, y yo veo las ventajas.
—Al decir las ventajas se refiere a la diversión que nos proporcionará —comentó la señora Freer colocando los cojines del sofá.
Jackson pasó la perpleja mirada de uno de aquellos desinteresados jueces al otro; y ni siquiera entonces percibieron el efecto que hacían en él sus excesivas confianzas. Apenas le resultaba más agradable saber que el marido deseaba ver a Lady Barb en América que saber que la mujer tenía pavor de tal cosa, porque había algo en el rostro de Dexter Freer que parecía indicar que el suceso tendría lugar en provecho de los espectadores.
—Creo que los dos observáis mucho… demasiado —respondió con frialdad.
—Mi querido joven, a mi edad me puedo tomar algunas libertades —dijo Dexter Freer—. Hazlo… te ruego que lo hagas. Nadie lo ha hecho hasta ahora. —Y entonces, como si la mirada de Jackson pusiera en duda este último aserto, prosiguió—: Esto en particular no lo ha hecho nunca nadie, te lo aseguro. Las jóvenes de la aristocracia británica se han casado con cocheros, con pescaderos y con toda esa clase de hombres; pero jamás se han casado contigo ni conmigo.
—Desde luego, no se han casado contigo —dijo la señora Freer.
—Te estoy muy agradecido por tu consejo.
Podrá pensarse que Jackson Lemon se tomaba a sí mismo demasiado en serio; y, naturalmente, me temo que, si no lo hubiera hecho así, yo habría tenido poca ocasión de escribir esta pequeña historia. Pero le ponía enfermo oír hablar de su compromiso como de un fenómeno curioso y ambiguo. Podría tener sus propias ideas sobre el particular (uno siempre las tiene referentes a su propio compromiso matrimonial); pero las ideas que parecían poblar la imaginación de sus amigos terminaban por encender una pequeña mancha colorada en cada una de sus mejillas.
—Preferiría no seguir hablando de mis pequeños proyectos —le dijo a Dexter Freer—. Ya le he dicho toda clase de cosas absurdas a la señora Freer.
—Flan sido muy interesantes —declaró la dama—. Te han tratado de manera muy estúpida.
—¿Me lo podrá contar ella cuando te vayas? —le preguntó su marido al joven.
—Me voy ya; podrá contarte todo cuanto guste.
—Me temo que te hemos molestado —dijo la señora Freer—. He dado demasiado mi opinión. Me tienes que perdonar; es por tu madre.
—¡Es a ella a quien quiero que vea Lady Barberina! —exclamó Jackson Lemon, con la incoherencia provocada por el amor filial.
—¡Cáspita! —murmuró la señora Freer.
—Volveremos a América para ver cómo te va —dijo el marido—; y si lo logras, sentarás un gran precedente.
—¡Ya lo creo que lo lograré! —Y diciendo esto, se fue. Se fue caminando, con el paso rápido del que se encuentra sometido a cierta excitación; caminó hasta Piccadilly y después pasó Hyde Park Corner. Le hizo bien recorrer estas distancias, porque estaba muy inmerso en sus pensamientos, bajo la influencia de la irritación; y moverse le ayudaba a pensar.
Le molestaban mucho ciertas sugerencias que había oído durante la última media hora, tanto más cuanto que parecían tener una especie de valor representativo, ser un eco de la voz común. Si eso pensaba la señora Freer de sus perspectivas, les pasaría lo mismo a otras personas; y sentía una repentina necesidad de demostrarles a todos que estaban interpretando de forma lamentable su situación. Jackson Lemon caminó y caminó hasta llegar a la carretera de Hammersmith. Lo he presentado como un joven con mucha fuerza de voluntad, y parecerá que contradigo ese rasgo cuando cuente que esa noche escribió a su abogado pidiéndole que informara al señor Hilary de que accedía a todas las propuestas de acuerdo que propusiera. Su fuerza de voluntad se mostraba al decidir casarse con Lady Barberina en cualesquiera términos. Movido por el deseo de demostrar que no tenía miedo, tan odiosa resultaba esa imputación, le parecía que los acuerdos, del tipo que fueran, eran cosa de muy poca importancia. Lo que resultaba fundamental, lo que constituía la esencia del asunto, era casarse con Lady Barb y llevarlo todo a término.