Un juguete para Juliette

(Robert Bloch)

Lo que sigue es, en su más puro sentido, el resultado final de un feedback literario. Recientemente, el realizador de una serie de televisión que se emitía a una hora de gran audiencia, no teniendo ningún guión que realizar, se sentó a su mesa y escribió él mismo uno antes que aguardar a que alguno de sus perezosos guionistas independientes se lo trajera. Cuando hubo completado el guión, que debía ser ofrecido por la pantalla al cabo de pocos días, lo envió por puro formulismo al departamento jurídico de los estudios, a fin de asegurarse de que los nombres de los personajes no iban a traerles problemas, etc. Más tarde, aquel mismo día, el departamento jurídico lo llamó precipitadamente. Casi escena por escena y palabra por palabra (incluido el título), el realizador de la serie —que no era de ciencia ficción— había copiado una muy conocida historia corta de ciencia ficción. Cuando se lo señalaron, el realizador palideció y recordó que había leído aquella historia, haría unos quince años. Apresuradamente, le fueron comprados los derechos de la historia al conocido escritor de relatos de fantasía que había concebido originalmente la idea. Debo apresurarme a añadir que acepto la sinceridad del realizador cuando jura que no recordaba conscientemente y no tenía la menor intención de imitar la historia. Le creo porque este tipo de plagio inconsciente es algo común en el mundo de los escritores. Es inevitable que gran parte de lo que lee constantemente un escritor quede de algún modo en su cerebro, en forma de vagos conceptos, retazos de escenas, fragmentos de personajes, que aparecen más tarde en la propia obra del autor; alterados y modificados, pero pese a todo un resultado directo de la obra de otro escritor. No es «plagio» en absoluto. Es parte de la respuesta a la pregunta que formulan los idiotas a los autores en las fiestas y los cócteles: «¿De dónde saca usted sus ideas?».

Poul Anderson me escribió una nota hace unos meses, explicándome que acababa de terminar una historia que estaba a punto de enviar a un editor, cuando se dio cuenta de que era muy semejante al tema de una historia que yo había leído en una conferencia de escritores a la que ambos habíamos asistido hacía apenas un mes o dos. Añadía que su historia era tan sólo vagamente similar a la mía, pero deseaba avisarme de este parecido a fin de que luego no surgiese ningún problema. Era una carta retórica; soy arrogante, pero no tan arrogante como para pensar que Poul Anderson necesita copiarme. Del mismo modo, en la Convención Mundial de Ciencia Ficción que se celebró el año pasado en Cleveland, el conocido fan alemán Tom Schlück y yo fuimos presentados. (Tom estaba invitado allí como Fan de Honor, una tradición de intercambio entre países perpetuada por el TransAtlantic Fan Fund). Lo primero que hizo después de que nos estrecháramos las manos fue darme un libro de bolsillo de ciencia ficción en alemán. Tuve alguna dificultad en comprender por qué me lo daba. Tom abrió el libro, una recopilación de relatos escritos con seudónimo por Walter Ernsting. La dedicatoria decía: «A Harían Ellison, con mis saludos y mi agradecimiento». Seguía sin comprender. Entonces Tom pasó a la primera historia, cuyo título era Die Sonnenbombe. Bajo el título decía: Nach einer Idee von Harían Ellison. Fruncí el ceño. Seguía sin comprender. Reconocí mi propio nombre, que suena igual en todos los idiomas excepto el ruso, el chino, el hebreo o el sánscrito, pero yo no leo alemán, y me temo que me quedé allí como un tonto. Tom explicó que la idea básica de la historia que yo había escrito en 1957 —Run for the Stars (El último hombre)— había inspirado a Ernsting a escribir Die Sonnenbombe. Era el feedback literario, la realimentación, venida del otro lado del mundo. Me sentí profundamente emocionado, y más aún, era un sentimiento de justificación. Todo escritor, excepto los más mercenarios, espera que sus palabras vivan después de que él sea metido en el agujero, que sus pensamientos influyan en la gente. Esta no es la finalidad primordial de escribir, por supuesto, pero es el tipo de deseo secreto comparable al del Hombre Medio con respecto a tener hijos, a que su nombre no muera con él. Y allí, en mis manos, estaba la prueba visible de que algo que mi mente había evocado había alcanzado su finalidad y había activado la imaginación de otro hombre. Era obviamente la forma más sincera de homenaje, y en absoluto un «plagio» . Era el feedback literario. Los casos de realimentación como éste entre escritores son innumerables, y algunos de ellos, legendarios. Ésa es la razón de los seminarios entre escritores, los talleres de escritura, las conferencias, y el interminable intercambio de cartas entre escritores. ¿Qué tiene que ver todo esto con Robert Bloch, el autor de la historia que sigue? Todo.

En 1943 Robert Bloch había publicado una historia titulada Yours Truly: Jack the Ripper (Sinceramente suyo, Jack el Destapador). El número de veces que ha sido reeditada, incluida en antologías, transmitida por radio y televisión, y sobre todo plagiada, es sorprendente. Yo la leí en 1953, y nunca he podido olvidarla. Cuando oí su dramatización en el Molle Mystery Theater, se convirtió en uno de mis recuerdos recurrentes preferidos. La idea original de la historia era simplemente que Jack el Destripador, matando en momentos específicos, había hecho las paces con los dioses de las tinieblas y gracias a ello se le había concedido la vida eterna. Jack era inmortal, y Bloch trazaba con fría y metódica lógica el rastro de una serie de asesinatos similares a los del Destripador en casi todas las grandes ciudades del mundo a lo largo de un período de cincuenta o sesenta años. La idea de Jack —que nunca fue detenido— viviendo de era en era cautivó mi imaginación. Cuando llegó el momento de reunir esta antología, llamé a Robert Bloch y le sugerí que dado que Jack era inmortal, podía seguir cometiendo sus crímenes en el futuro. La imagen de una criatura de la niebla y la suciedad de Whitechapel, la oscura silueta de Mandil de Cuero, errando por una estéril y automatizada ciudad del futuro era un anacronismo que me fascinaba. Bob aceptó, y dijo que se pondría inmediatamente al trabajo. Cuando su historia llegó, era (perdón por la palabra) una delicia, y la adquirí inmediatamente. Pero la idea de Jack en el futuro no abandonaba mis pensamientos. Le daba vueltas y más vueltas con una fascinación casi mórbida. Finalmente le pregunté a Bob si le importaría que mi historia para este libro prosiguiera allí donde él había dejado la suya. Dijo que le parecía estupendo. Se trataba, como he dicho, de un acto de feedback literario, en su más puro sentido. Y de nuevo la forma más sincera de halago: Bloch había desencadenado, literalmente, el proceso creativo de otro autor.

La historia que sigue a la historia de Robert Bloch es el producto de ese feedback. El propio Bloch aceptó amable y graciosamente escribir la introducción de mi historia, en un esfuerzo por vengarse de esta introducción a su historia. Formando un nudo, las dos introducciones, las dos historias y los dos epílogos parecen haberse mezclado en una unidad que demuestra más admirablemente que un millón de palabras de críticas literarias lo que un escritor puede obtener de otro.

Lo que este recopilador en particular obtuvo de ese escritor en particular llamado Robert Bloch es mucho más que la historia de una idea. Vi por primera vez a Bloch —alto, jovial, de rasgos enérgicos, con gafas, fumando a través de una larga boquilla al estilo de Eric von Stroheim— en la Convención del Medio Oeste de Ciencia Ficción, celebrada en el hotel Beatley's-on-the-Lake en Bellefontaine, Ohio, en 1951. Yo tenía unos dieciocho años. Era odioso, ávido, hambriento por conocerlo todo respecto a la ciencia ficción. Bloch era por aquel entonces, y desde hacía varios años, una leyenda viviente. Aun siendo un reconocido profesional con bastantes libros e historias en su haber, siempre estaba disponible incluso para los más insoportables fans ansiosos de conseguir una historia o artículo para cualquier semilegible revista de aficionados. Gratis, por supuesto. Era el eterno maestro de ceremonias, y sus brindis eran una combinación de frases banales con comentarios incisivos. Conocía a todo el mundo, y todo el mundo lo conocía a él. Y el mocoso Ellison se lanzó a trepar por aquel pilar de fantasía.

No recuerdo lo que ocurrió en aquella ocasión, pues las brumas del tiempo y los estragos de la senilidad me han alcanzado ya a la edad de treinta y tres años, pero debió de ser algo memorable, porque alguien tomó nuestra fotografía, y aún conservo una copia: allí estoy yo, con aspecto más presumido que un escarabajo de la patata, y Bloch mirándome con una peculiar expresión que habla de benevolencia, tolerancia, divertida confusión y completo terror. Desde entonces tengo el privilegio de llamarme amigo de Robert Bloch.

Todavía otra pequeña anécdota, y luego dejaré a Bloch hablar por sí mismo de su carrera, su infancia y la naturaleza de la violencia. Cuando llegué a Hollywood en 1962, literalmente sin un dólar en el bolsillo (tenía diez centavos, una esposa, un hijo, y estábamos tan arruinados que durante todo el camino cruzando el país sólo habíamos comido en los últimos quinientos kilómetros de recorrido el contenido de una lata de caramelos de avellana), al volante de un destartalado Ford de 1951, Robert Bloch —que no nadaba en oro precisamente— me prestó el dinero suficiente para encontrar un lugar donde meternos y comer algo. Aguardó tres años hasta que le devolví el dinero, y ni una sola vez me reclamó la considerable suma que me había prestado. Es una de esas Buenas Personas de Dios, como puede atestiguar cualquiera que lo haya conocido un poco de cerca. Es una de las grandes dicotomías de nuestro tiempo el que un hombre tan gentil, divertido, simpático y pacífico como Bloch pueda escribir las perversas y horribles historias que produce con tan alarmante regularidad. Uno sólo puede ofrecerse a título de consuelo la queja de Stur-geon de que después de haber escrito una —y sólo una— historia sobre homosexualidad, todo el mundo lo acusó de ser marica. Bloch es una entidad completamente aparte y diametralmente opuesta a los horrores que plasma sobre el papel. (Sugiero al lector que recuerde los lamentos de este escritor cuando llegue a la historia que sigue a la de Bloch.)

Y ahora, resplandeciendo con cosas memorables y bonhomie, he aquí a Bloch:

Cuando era chico me salté varios grados en la escuela elemental, con lo que me encontré en compañía de otros alumnos mayores y más grandes que yo que me introdujeron en la salvaje jungla del patio de recreo, con sus secretas jerarquías y el incesante martirio del débil a manos del fuerte. Afortunadamente para mí, nunca me convertí en una víctima física, como tampoco en un martirizador para compensar; de alguna extraña forma descubrí que era capaz de conducir a mis compañeros a través de varios e intrincados juegos imaginativos como actividad sustitutiva. Cavábamos trincheras en el patio trasero y jugábamos a la guerra; el abierto porche delantero se convirtió en la cubierta de un barco pirata, y las víctimas capturadas eran pasadas por la plancha (un ala extensible de la mesa del comedor) hasta saltar al océano de césped. Pero comprendí vagamente que mis actuaciones, mis circos y todo lo que imaginaba no captaban tanto el interés de mis compañeros como los juegos que eran sustitutivos de la violencia. Y más tarde, mientras ellos eran inevitablemente atraídos hacia las veneradas violencias del boxeo, la lucha, el fútbol y otras válvulas de escape aprobadas por los adultos con las que ultrajar a la persona humana, yo me retiré a la lectura, al dibujo, al drama y a gozar del teatro y de las películas.

La versión muda de El fantasma de la Ópera me aterrorizó cuando tenía ocho años, pero una parte de mí era lo suficientemente objetiva como para descubrir una fascinación en esta demostración del poder de la simulación. Empecé a leer ávidamente relatos de violencia imaginaria. Cuando, a la edad de quince años, empecé a cartearme con el escritor de fantasía H. P. Lovecraft, él me animó a intentar escribir yo mismo. Como actor en la escuela había descubierto que podía hacer reír al público; entonces empecé a darme cuenta de que podía empujarlos emocionalmente en otras direcciones.

A los diecisiete años vendí mi primera historia a la revista Weird Tales, y así hallé mi vocación. Desde entonces mi firma ha aparecido en las revistas al pie de cuatrocientos relatos, artículos y novelas cortas. He dirigido secciones fijas en revistas, he visto algunas de mis historias reeditadas en cerca de un centenar de antologías, aquí y en otros países; veinticinco libros, novelas y recopilaciones de relatos han sido ya publicados. Además, he trabajado como colaborador anónimo para políticos, y pasé un tiempo escribiendo casi todo lo que puede concebirse escribir en publicidad. Adapté treinta y nueve de mis propias historias para una serie de radio, y en los últimos años me he concentrado ampliamente en guiones para la televisión y el cine.

Al principio mi trabajo estaba casi por entero centrado en el campo de la fantasía, donde el elemento violento era abierta y obviamente un producto de la imaginación. La violencia masiva de la segunda guerra mundial me condujo a examinar la violencia y sus fuentes… a nivel individual. Poco deseoso o incapaz de afrontar su presente realidad, retrocedí en la historia y recreé, como un prototipo de la violencia aparentemente sin sentido, al infame y famoso criminal que se presentaba a sí mismo como «Sinceramente suyo, Jack el Destripador». Este relato corto iba a verse constantemente reeditado e incluido en todo tipo de antologías, dramatizado frecuentemente para la radio, y finalmente apareció por televisión; según recientes informes, ha sido dramatizado también en Israel. Por alguna razón, la idea de Jack el Destripador sobreviviendo en la época actual toca un punto sensible en la psique del público.

Yo mismo estaba muy lejos de ser insensible a esta encarnación de la violencia entre nosotros, y me batí rápidamente en retirada para evitar ulteriores consideraciones. Mientras la guerra continuaba y la violencia de la vida real se acercaba peligrosamente, me concentré durante un tiempo en el humor y la ciencia ficción. No fue hasta 1945, cuando apareció mi primera recopilación de relatos cortos, The Opener ofthe Way (El que abre el camino), que rematé su contenido con un nuevo esfuerzo, One Way to Mars (Viaje de ida a Marte), en el cual es utilizada una forma seudocienciaficcionística para describir la fuga psicótica de la violencia de un hombre contemporáneo.

Un año más tarde escribí mi primera novela, The Scarf…, el relato en primera persona de un terrible asesino. Desde entonces, aunque sigo utilizando la fantasía y la ciencia ficción para la sátira y la crítica social, he dedicado muchos de mis posteriores relatos cortos y casi todas mis novelas [Spiderweb (Tela de araña), Shooting Star (Estrella fugaz), The Kidnaper (El secuestrador), The Will to KM (El deseo de matar), Psycho (Psicópata), The Dead Beat (El gorrón), Firebug (Piró-mano), The Couch (El diván), Terror} a un examen directo de la violencia en nuestra sociedad.

Psycho fue inspirada por el reportaje periodístico en cierto modo suavizado de una masacre en una pequeña ciudad cercana a donde yo residía; desconocía todos los detalles precisos de los crímenes, pero me pregunté qué tipo de individuo podía ser capaz de perpetrarlos mientras vivía una vida de ciudadano aparentemente normal en un ambiente convencional dominado por los chismorrees. Creé mi esquizofrénico personaje de una forma que pensé era por completo personal, sólo para descubrir, algunos años más tarde, que la parte racional que había concebido para él estaba estremecedoramente cerca de la aberrante realidad.

Algunos de mis otros personajes demostraron ser también un poco demasiado reales para mi tranquilidad. Cuando escribí The Scarf, por ejemplo, los editores insistieron en eliminar una breve escena en la cual el protagonista se dedica a una especie de fantasía sádica; imagina lo que sentiría tomando un rifle de largo alcance, subiendo al tejado de un alto edificio y empezando a disparar al azar contra la gente de abajo. Era algo inverosímil, dijeron los editores. Hoy, yo soy quien ha reído el último…, aunque mi risa no es precisamente de alegría.

The Scarf, incidentalmente, acaba de ser reeditada en libro de bolsillo. Tras veinte años, he revisado naturalmente el libro para poner al día algunas expresiones y referencias. Pero mi protagonista no ha necesitado ningún cambio; el paso del tiempo ha hecho el trabajo por mí. Hace veinte años lo describí como un monstruo; hoy surge como un antihéroe.

Porque la violencia vive hoy por sí misma; la violencia que yo he examinado, y a veces proyectado y predicho, se ha convertido en una realidad aceptada y común. Lo cual, para mí, es mucho más terrible que cualquier otra cosa que pueda imaginar.

Ellison de nuevo. En un intento de unificar la totalidad, y creyendo firmemente que la obra de Bloch pierde muy poco impacto ante esta revelación, esta parte del libro ha sido estructurada para ser leída como una sola obra. Les animo a que pasen de Bloch a su epílogo, y de ahí a su introducción a Ellison y al epílogo de éste. En este caso la edad pasa delante de la belleza.

O posiblemente la Belleza delante de la Bestia.

• • •

Juliette entró en su dormitorio, sonriendo, y un millar de Juliettes le devolvieron la sonrisa. Porque todas las paredes estaban pandadas con espejos, y el techo estaba formado por paneles empotrados que reflejaban su imagen.

Por todos lados donde mirara podía ver los rubios rizos que enmarcaban los rasgos llenos de sensibilidad de un rostro que era una radiante amalgama de niña y ángel; un sorprendente contraste con la rubicunda y carnosa revelación de su cuerpo de mujer bajo la diáfana ropa.

Pero Juliette no se sonreía a sí misma. Sonreía debido a que sabía que el Abuelo estaba de vuelta y le habría traído otro juguete. Dentro de unos momentos sería descontaminado y se lo entregaría, y deseaba estar preparada.

Juliette giró el anillo en su dedo y los espejos se oscurecieron. Otro giro oscurecería enteramente la habitación; un giro en sentido contrario y los espejos volverían a brillar. Todo era cuestión de elegir…, pero ése era el secreto de la vida. Elegir, por el puro placer de hacerlo.

¿Y qué le complacía hacer esta noche?

Juliette avanzó hacia uno de los paneles de espejo y pasó su mano ante él. El cristal se deslizó hacia un lado, revelando una hornacina tras él; una abertura en forma de ataúd excavada en la roca sólida, con la bota de tortura y las empulgueras situadas a sus alturas correspondientes.

Vaciló un momento; no había jugado a ese juego desde hacía años. Otra vez, quizá. Juliette agitó su mano y el espejo se deslizó, cubriendo de nuevo la abertura.

Erró lentamente a lo largo de la hilera de paneles, haciendo gestos a medida que andaba, deteniéndose para inspeccionar uno tras otro lo que había detrás de los espejos. Allí estaba el potro; allí, bien alineados, los látigos de púas colocados contra la oscura madera pulida. Y allí estaba la mesa de disección, con cientos de años de antigüedad, con sus exóticos instrumentos; tras el siguiente panel, los cables y electrodos que producían esas muecas tan extrañas y esas contorsiones de agonía, por no hablar de los gritos. Por supuesto, los gritos no importaban en una habitación a prueba de ruidos.

Juliette se dirigió hacia la pared lateral y agitó de nuevo su mano; el obediente cristal se deslizó a un lado, y se quedó contemplando un juguete que casi había olvidado. Era una de las primeras cosas que el Abuelo le había traído, y era muy vieja, parecida a la caja de una momia. ¿Cómo la había llamado?… La Doncella de Hierro de Nuremberg, eso era…; con las afiladas púas de acero llenando la tapa por su interior. Encadenabas a un hombre dentro, y luego hacías girar la pequeña manivela que cerraba la tapa, siempre muy suavemente, y las púas atravesaban la muñecas y los codos, las rodillas y los tobillos, las ingles y los ojos. Tenías que ir con cuidado para no excitarte e ir demasiado de prisa, o te perdías toda la diversión.

El Abuelo le había enseñado cómo funcionaba, la primera vez que le había traído un juguete realmente vivo. Y luego, el Abuelo se lo había mostrado todo. Le había enseñado todo lo que sabía, puesto que era muy sabio. Incluso le había dado su nombre —Juliette—, sacándolo de uno de los viejos libros impresos que había descubierto escritos por el filósofo De Sade.

El Abuelo le había traído libros del Pasado, al igual que le había traído los juguetes. Era el único que tenía acceso al Pasado, puesto que era el dueño del Viajero.

El Viajero era un mecanismo muy ingenioso, capaz de alcanzar las frecuencias vibratorias que lo liberaban de los lazos del tiempo. En reposo, era simplemente un artefacto parecido a una gran caja cúbica, del tamaño de una habitación pequeña. Pero cuando el Abuelo accionaba los controles y se iniciaba la oscilación, la caja se volvía borrosa y desaparecía. Estaba todavía allí, decía el Abuelo —al menos la matriz permanecía allí, como un punto fijo en el espacio y en el tiempo—, pero cualquier cosa o cualquier persona que estuvieran dentro del cubo podía moverse libremente por el Pasado hasta el lugar para el cual estuvieran programados los controles. Por supuesto eran invisibles cuando llegaban allí, pero en realidad eso constituía una ventaja, particularmente cuando se quería encontrar cosas y traerlas. El Abuelo había traído algunos objetos realmente interesantes desde lugares casi míticos —la gran biblioteca de Alejandría, la Pirámide de Keops, el Kremlin, el Vaticano, Fort Knox—, todos los lugares donde estaban almacenados los tesoros y el conocimiento que había existido hada miles de años. Le gustaba ir a esa parte del Pasado, el período antes de las guerras termonucleares y las edades reboticas, y coleccionar cosas. Naturalmente, los libros, las joyas y los metales no tenían utilidad, excepto para un anticuario, pero el Abuelo era un romántico y le gustaban los viejos tiempos.

Era extraño pensar en él como en el dueño del Viajero, pero por supuesto él no había sido su creador. El padre de Juliette era quien lo había construido realmente, y el Abuelo tomó posesión de él después de que su padre muriera. Juliette sospechaba que el Abuelo había matado a su padre y a su madre cuando ella era todavía un bebé, pero nunca había podido estar segura de ello. Tampoco importaba; el Abuelo era siempre muy bueno con ella, y además, pronto iba a morirse, y entonces ella sería la dueña del Viajero. Acostumbraban a bromear frecuentemente sobre ello.

—He hecho de ti un monstruo —decía el Abuelo—. Y algún día tú terminarás destruyéndome. Tras lo cual, por supuesto, procederás a destruir todo el mundo… o lo que queda de él.

—¿Y no tienes miedo? —le pinchaba ella.

—Claro que no. Ése es mi sueño…, la destrucción de todo. Un final para esta estéril decadencia. ¿Te das cuenta de que hubo un tiempo en que había más de tres mil millones de habitantes en este planeta? ¡Y ahora hay menos de tres mil! Menos de tres mil, encerrados en estos Domos, prisioneros de sí mismos y encerrados para siempre, gracias a los pecados de sus padres, que envenenaron no sólo el mundo exterior sino también el espacio abierto en su intento de transformar el orden atómico del universo. La humanidad está ya virtualmente extinta; lo único que harás tú será acelerar el final.

—Pero ¿no podríamos ir hacia atrás, a otro tiempo, en el Viajero? —preguntaba ella.

—¿Hacia atrás a qué tiempo? El continuum es incambiable; un acontecimiento conduce inexorablemente a otro, eslabones todos de una cadena que nos conduce al presente y a su inevitable fin de destrucción. Gozamos de una supervivencia individual temporal, sí, pero de ninguna finalidad. Y ninguno de nosotros está capacitado para vivir en un ambiente más primitivo. De modo que quedémonos aquí y extraigamos todo el placer que podamos de este momento. Mi placer es ser el único poseedor y usuario del Viajero. En cuanto al tuyo, Juliette…

El Abuelo siempre se reía entonces. Ambos se reían, porque sabían cuál era el placer de ella.

Juliette mató su primer juguete cuando tenía once años…, un muchachito. El Abuelo se lo había traído como un regalo especial, de algún lugar del Pasado, para sus elementales juegos sexuales. Pero él no quería cooperar, y ella perdió la calma y lo golpeó hasta matarlo con una barra de acero. De modo que el Abuelo le trajo otro juguete un poco mayor, de piel morena, y éste cooperó estupendamente; pero al final ella se cansó de él, y un día mientras estaba durmiendo en su cama lo ató y fue a buscar un cuchillo.

Experimentando un poco antes de que muriera, Juliette descubrió nuevas fuentes de placer, y por supuesto el Abuelo se enteró. Fue entonces cuando la bautizó «Juliette»; pareció aprobarlo con entusiasmo, y a partir de entonces le trajo los juguetes que ella guardaba detrás de los espejos en su dormitorio. Y en sus incesantes viajes al Pasado fue trayéndole nuevos juguetes.

Siendo invisible, podía encontrarle casi cualquier cosa en sus viajes; todo lo que tenía que hacer era utilizar un aturdidor y transportarlos de vuelta. Por supuesto, cada juguete tenía que ser descontaminado muy cuidadosamente; el Pasado pululaba de extraños microorganismos. Pero una vez los juguetes se habían vuelto adecuadamente antisépticos eran entregados a Juliette para su placer, y durante los últimos siete años no había dejado de divertirse.

Siempre era delicioso ese momento de anticipación antes de que llegara un nuevo juguete. ¿Cómo sería? El Abuelo era muy considerado; ante todo, se aseguraba de que los juguetes que le traía pudieran hablar y comprender Inglés, o «inglés», como lo llamaban en el Pasado. La comunicación verbal era a menudo importante, sobre todo si Juliette deseaba seguir los preceptos del filosofo De Sade y gozar de alguna forma de relación sexual antes de adentrarse en placeres más intensos.

Pero siempre existía esa anticipación. Este juguete ¿sería joven o viejo, salvaje o domesticado, masculino o femenino? Los había tenido de todo tipo, y cada posible combinación. A veces los mantenía vivos durante días antes de cansarse de ellos… o antes de que las sutilidades de que ella era capaz les hicieran expirar. En otras ocasiones deseaba que todo ocurriera muy rápidamente; esta noche, por ejemplo, sabía que se sentiría apaciguada tan sólo por la acción más primitiva y directa.

Una vez se hubo dado cuenta de esto, Juliette dejó de jugar con sus paneles de espejos y se dirigió directamente hacia la gran cama. Echó abajo el cobertor, y rebuscó bajo la almohada hasta que lo encontró. Sí, aún seguía allí…, el gran cuchillo con la larga y cruel hoja. Ahora sabía lo que iba a hacer: llevaría el juguete con ella a la cama y luego, precisamente en el momento adecuado, combinaría sus placeres. Si podía controlar el momento exacto de utilizar su chuchillo…

Se estremeció de anticipación; luego de impaciencia.

¿Qué clase de juguete sería? Recordó aquel otro, suave y frío…, Benjamín Bathurst era su nombre, un diplomático inglés del tiempo que el Abuelo llamaba las Guerras Napoleónicas. Oh, había sido suave y frío hasta que ella lo había seducido con su cuerpo y lo había llevado a la cama. Y luego había habido aquella aviadora norteamericana de un poco después en el Pasado; y en una ocasión, como un regalo muy especial, toda la tripulación de un velero llamado Mane Celeste. ¡Le habían durado semanas!

Sorprendentemente, en ocasiones había llegado incluso a leer cosas sobre sus juguetes después. Porque cuando el Abuelo se acercaba a ellos con su aturdidor y los traía aquí, desaparecían para siempre del Pasado, y si de alguna forma eran conocidos o importantes en su tiempo, tales desapariciones eran notadas. Así, algunos de los libros del Abuelo relacionaban «misteriosas desapariciones» que ocurrían de tanto en tanto y que por supuesto nunca eran explicadas. ¡Qué delicioso era todo aquello!

Juliette palmeó la almohada, ahuecándola, y volvió a dejarla en su sitio, deslizando debajo el cuchillo. Ya no podía esperar más; ¿qué era lo que lo estaba entreteniendo?

Se obligó a dirigirse hacia una abertura y pulsar un vaporizador, desvistiéndose mientras la perfumada neblina bañaba su cuerpo. Aquél era el último toque de seducción… Pero ¿por qué no llegaba aún su juguete?

De pronto, la voz de su Abuelo le llegó desde el altavoz.

—Querida, te envío una pequeña sorpresa.

Eso era lo que decía siempre; formaba parte del juego.

Juliette soltó el mando del comunicador.

—No me tengas más sobre ascuas —suplicó—. Dime cómo es.

—Es un inglés. De la época victoriana. Muy formal y educado, por lo que parece.

—¿Joven? ¿Guapo?

—Pasable. —El Abuelo dejó escapar una risita—. Tus apetitos te traicionan, querida.

—¿Quién es…, alguien de los libros?

Ignoro su nombre. No encontramos identificación durante la descontaminación. Pero por sus ropas y modales, y el pequeño maletín negro que llevaba cuando lo descubrí a primeras horas de esta madrugada, calculo que debe de ser un médico regresando de alguna llamada de urgencia.

Juliette sabía lo que eran los «médicos» por sus lecturas, por supuesto; como sabía lo que significaba «Victoriano». De algún modo, la combinación parecía correcta.

—¿Formal y educado? —rió—. Entonces me temo que va a sufrir un fuerte shock.

El Abuelo rió también.

—Tienes algo en mente, estoy seguro.

—Sí.

—¿Puedo mirar?

—Por favor…, no esta vez.

—Muy bien.

—No te enfades, querido. Te quiero.

Juliette cortó la comunicación. Justo a tiempo, porque la puerta se estaba abriendo, y el juguete entró.

Ella lo miró, dándose cuenta de que el Abuelo había dicho la verdad. El juguete era un hombre de unos treinta y tantos años, atractivo pero no guapo. No podía serlo, enfundado en aquel traje oscuro y con aquellas ridiculas patillas. Había algo casi deprimentemente refinado y amanerado en él, un aire de embarazada represión.

Y por supuesto, cuando vio a Juliette en su ropa casi transparente, y la cama rodeada de espejos, realmente enrojeció.

Esa reacción sedujo completamente a Juliette. Un Victoriano enrojeciendo, con la constitución de un toro… ¡e ignorante de que aquél era su matadero!

Era tan divertido que no pudo dominarse; avanzó inmediatamente y lo rodeó con sus brazos.

—¿Quién…, quién es usted? ¿Dónde estoy?

Las preguntas habituales, formuladas de la forma habitual. Normalmente, Juliette se hubiera divertido dando respuestas evasivas destinadas a desconcertar y a excitar a su víctima. Pero esta noche sintió una impaciencia que no hizo más que aumentar cuando abrazó al juguete y lo empujó hacia la cama que aguardaba.

El juguete empezó a respirar pesadamente, reaccionando. Pero seguía desconcertado.

—Dígame…, no comprendo. ¿Estoy vivo? ¿O esto es el cielo? Las ropas de Juliette se abrieron cuando ella se tendió de espaldas.

—Estás vivo, querido —murmuró—. Maravillosamente vivo. —Se echó a reír cuando empezó a probar su afirmación—. Pero mucho más cerca del cielo de lo que piensas.

Y para probar esa afirmación, su mano libre se deslizó bajo la almohada y buscó a tientas el cuchillo.

Pero el cuchillo ya no estaba allí. De alguna forma, había hallado el modo de abrirse camino hasta la mano del juguete. Y el juguete ya no era formal y educado; su rostro era como algo surgido de una pesadilla. Sólo un atisbo, antes de que el cegador destello de la hoja del cuchillo se abatiera sobre ella, una y otra y otra vez…

La habitación, naturalmente, era a prueba de ruidos, y había mucho tiempo. No descubrieron lo que quedaba del cuerpo de Juliette hasta pasados varios días.

Allá en Londres, tras el último y misterioso crimen cometido a primeras horas de la madrugada, jamás se encontró a Jack el Destripador…

• • •

Han pasado un cierto número de años desde que me senté ante la máquina de escribir un triste día de invierno y escribí Yours Truly: Jack the Ripper, para una revista. La revista en que apareció es hoy un fantasma, y no se interesa en fantasmas desde hace ya tiempo. Pero de algún modo mi pequeña historia parece haber sobrevivido. No ha dejado de perseguirme desde entonces, en nuevas ediciones, antologías, traducciones a otros idiomas, emisiones de radio y televisión.

Así que, cuando el recopilador de esta antología me propuso que colaborara con una historia y me sugirió: «¿por qué no algo acerca de Jack el Destripador en el futuro?», sólo fui capaz de una respuesta

Acaban de leerla.