El sistema Malley

(Miriam Allen deFord)

En un contexto casi obstinadamente dedicado a las nuevas y jóvenes voces de la ficción especulativa, es sorprendente descubrir una historia de una mujer que era ya una profesional de la ciencia ficción mucho antes de que yo naciera. Eso o es un testimonio de las vigorosas cualidades inherentes a su forma de escribir, o de la singular naturaleza de esa mujer. Yo optaría por la segunda razón, como lo harían ustedes si conocieran personalmente a Miriam deFord. Es el tipo de persona que te lanzará una mirada capaz de marchitar un espárrago al momento con sólo que le menciones alguna estupidez semántica tal como «ciudadano adulto» o «ciudad sol». Lo más probable es que entonces te ponga en tu lugar citándote algún restallante aforismo de Schopenhauer («Los primeros cuarenta años de la vida nos aportan el texto; los treinta siguientes nos dan el comentario») o quizá de Ortega y Gasset («Una muchacha de quince años generalmente posee un mayor número de secretos que un hombre viejo, y una mujer de treinta, más arcanos que un jefe de estado»). Y si no le gustan ninguno de los dos, ¿qué le parece entonces un rápido fummikomi en el empeine derecho?

Miriam Alien deFord, además de haber escrito The Overbuy Affair (El asunto de los gastos excesivos) y Slone Walls (Muros de piedra) —estudios semiclásicos sobre crímenes y castigos—, es la autora de diez, no, digamos once libros de historia o biografía. Es una luminaria en el campo de la ficción y del ensayo sobre criminología. Es uno de los autores favoritos de los lectores de ciencia ficción y fantasía. Ha publicado una cantidad increíble de traducciones del latín, biografías literarias y críticas, artículos sobre temas políticos y sociológicos; fue durante muchos años periodista laboral; es una renombrada poetisa, en cuyo haber hay que destacar un volumen de recopilaciones poéticas, Penultimates (Penúltimos). Nacida en Filadelfia, vive y ha vivido la mayor parte de su vida allí donde se halla su corazón, San Francisco. En su vida privada es la señora Maynard Shipley, cuyo difunto esposo (que murió en 1934) era un conocido escritor y conferenciante de temas científicos.

No mencionaré la edad de Miriam, pero creo que con ello suprimo un milagro. En una época en la que Todo el Mundo se cuestiona la cordura del Universo, cada migaja de maravilla debería ser proclamada, a fin de confirmarnos que todavía existe esperanza y armonía en el esquema de las cosas. Porque déjenme constatar el triste pero omnipresente hecho: en nuestra cultura la mayoría de la gente madura, gente de una cierta edad, no son más que cariacontecidos lamentándose constantemente de su perdida juventud. Pero Miriam deFord desafía todas las convenciones. Poca gente puede igualar su encanto. Nadie roza sus dotes de persuasión. (Prueba de esto último es que el recopilador de este libro deseaba retitular su historia «Células de memoria», o alguna otra tontería por el estilo. Miriam «persuadió» al recopilador de que estaba demostrando ser un asno. Su título original es el que ha prevalecido, y el recopilador, aunque vencido, no se ha sentido rebajado por las argumentaciones de la dama. Eso, hijos míos, se conoce como clase.) Pero nada de eso, y por supuesto no su edad, es lo que atrae nuestra atención. La fuerza de su estilo, la originalidad y la libertad del punto de vista que aporta a un desconcertante y apremiante problema contemporáneo es lo que nos apasiona aquí.

Miriam Alien deFord cumple con la inestimable finalidad, en esta antología y también en el género de la ciencia ficción, de ser una lección de cosas. No sólo los jóvenes tienen la capacidad de pensar duro y sacar a la luz nuevas ideas y hacerlo de una forma compulsiva. Si el escritor es un escritor, al diablo con las etiquetas cronológicas. Sepan ustedes o no cuál es la edad de Miriam, esta historia va a impresionarles. Nos permite hacer una pausa para considerar la validez de las pretensiones de los escritores que intentan disculpar su falta de imaginación y su horrible estilo literario achacándolo a su edad. Miriam deFord les da un buen puntapié, del mismo modo que su historia nos da un buen puntapié a nosotros. ¡Ay!

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—¿Estás lejos? —preguntó—. Tengo que estar en casa para mi telescuela; sólo he salido a comprarme un vitachups. Ya estoy en cibernética, y sólo tengo siete años —añadió orgullosamente.

Obligué a mi voz a suavizarse.

—No, tan sólo a un paso, y no voy a tomarte ni un minuto. Mi hijita me pidió que viniera a buscarte. Te describió para que te reconociera.

La niña parecía dudar.

—No pareces lo bastante viejo como para tener una hijita. Y yo no sé quién es.

—Está ahí abajo.

La sujeté firmemente por su delgado hombro.

—¿Bajando esas escaleras? No me gusta… Miré rápidamente a mi alrededor; nadie a la vista. La empujé hacia el oscuro portal, y eché el pestillo.

—¡Tú eres un ocupante ilegal de lugares bombardeados! —gritó aterrorizada—. No puedes tener una…

—¡Cállate!

Aplasté mi mano contra su boca, y la arrojé al montón de harapos que me servían de cama. Su débil debatirse me excitó aún más. Arranqué los pantalones cortos de sus temblorosas piernas.

¡Oh, Dios! ¡Ahora, ahora, ahora! Me hormigueaba la sangre.

La niña consiguió liberar la cabeza y gritó, justo en el momento en que yo me sumergía en una beatífica lasitud. Furioso, rodeé su delgado cuello y golpeé su cabeza contra el suelo de cemento hasta que la sangre y los sesos brotaron de su destrozado cráneo.

Sin moverme más, me dormí. Ni siquiera oí los golpes en la puerta.

Carlo:

—¡Aquí hay uno! —dijo Ricky, señalando hacia abajo. Mis ojos siguieron la dirección de su dedo. Oculto bajo la estructura de la acera rodante había un oscuro bulto inerte.

—¿Podemos bajar?

—El lo hizo, y debe de estar cargado de droga en polvo o algo así; de otro modo no estaría aquí.

No había nadie a la vista; eran casi las veinticuatro, y la gente estaba o en casa o todavía en algún sitio de meneo. Llevábamos horas arrastrándonos por las calles, buscando algo con que romper la monotonía.

Lo conseguimos, mano sobre mano. Esas cosas están electrificadas, pero uno aprende cómo evitar los lugares calientes.

Ricky encendió su atomflash. Era un tío viejo —daba la impresión de estar en su segundo siglo—, y estaba muerto para el mundo. Hubiera debido tener un poco más de buen sentido, a esa edad. Se merecía lo que íbamos a hacerle.

Se lo hicimos, y bien, ya lo creo. Muchachos, se despertó inmediatamente y empezó a chillar, pero arreglé eso clavándole un tacón en el rostro. Hubieran debido verlo en pelotas cuando le quitamos todas sus ropas…, los repulsivos pelos grises de su torso, las costillas marcándose en su piel, pero un vientre enorme, que se deshinchó cuando empezamos a acuchillarlo. Era asqueroso; lo dejamos bien marcado. Era posible que nos hubiera visto, de modo que le hundí los ojos en la cabeza. Luego le clavé una bota en la garganta para mantenerlo quieto, y rebuscamos en sus bolsillos…; no le quedaba mucho después de todo el polvo que se había comprado, pero nos hicimos cargo de sus códigos de crédito en caso de que encontráramos algún medio de utilizarlos sin que nos atraparan. Lo dejamos allí y empezamos a subir.

Estábamos a medio camino cuando oímos el maldito policóptero zumbando sobre nosotros.

Rachel:

—Estás loca —me gruñó—. ¿Qué demonios estás pensando…, que me casé contigo por los ritos antiguos y que en cierto modo te pertenezco?

Yo apenas podía hablar debido a las lágrimas.

—¿Acaso no me debes algo de consideración? —conseguí decir—. Después de todo, he renunciado a otros hombres por ti.

—No seas tan condenadamente posesiva. Hablas como un atavismo de la Edad Media. Cuando yo te deseo y tú me deseas, de acuerdo. El resto del tiempo los dos somos libres. Además, fue el otro tipo el que renunció a ti, ¿no?

Aquello puso el punto final. Busqué detrás de la videopared, donde había guardado la vieja pistola láser que el abuelo me había dado cuando era pequeña —aún funcionaba, y él me había enseñado cómo utilizarla—, y se la dejé probar. Puf, puf, directamente entre sus mentirosos labios.

No pude parar hasta que se agotó la carga. Creo que perdí los sesos. Lo siguiente que recuerdo es a mi hijo Jon, de mi primer hombre, abriendo la puerta con su llave dactilar; y allí nos encontró a los dos, tendidos en el suelo, pero yo era la única viva. ¡Oh, maldito sea Jon y su diploma en humanística y su sentido del deber cívico!

Rachel:

¡Completamente inasquerosojusto! Era tan sólo un sucio extra-terry, y yo sólo quería divertirme un poco. Estamos en 2083, ¿no?; las nuevas leyes salieron hace dos años, y se supone que los extra te-rrys deben saber cuál es su lugar y no meterse donde no son deseados. En el parque de atracciones había un cartel que decía «Sólo humanos», y allí estaba él, de pie justo delante de la caseta donde yo había quedado con Marta. Llevaba una grabadora en la pata, así que supongo que era un turista, pero deberían informarles antes de venderles sus billetes. No se les debería permitir que vinieran a la Tierra, eso es lo que yo creo.

En vez de echar a correr, tuvo el valor de dirigirse a mí.

—¿Podría decirme…? —empezó, con esa estúpida voz zumbante que tienen y su asqueroso acento.

Era temprano, así que pensé que vería qué ocurría a continuación.

—Oh, sí, puedo decirte —le imité—. Una cosa que puedo decirte es que tienes demasiados dedos en tus patas delanteras, para mi gusto.

Parecía asombrado, y apenas pude contenerme de echarme a reír. Miró a su alrededor… Esas casetas son privadas, y no había nadie cerca; yo podía ver claramente hasta el heliparking y Marta aún no estaba a la vista. Metí la mano bajo mi capa y saqué mi pequeña rebanatodo que siempre llevo conmigo para defenderme.

—Y odio las colas prensiles —añadí—. Las odio, pero las colecciono. Dame la tuya.

Me incliné y se la agarré, y empecé a cortarla por la base.

Entonces él chilló e intentó echar a correr, pero yo lo tenía bien sujeto. Sólo pretendía asustarlo un poco, pero me puso loco. Y su sangre violeta me puso enfermo, y aquello hizo que aún me volviera más loco. Estaba en guardia por si intentaba golpearme, pero maldito sea si lo hizo; simplemente se desvaneció. Demonios, uno nunca sabe con esos extraterrys…; igual era una hembra.

Terminé de cortar la cola, y la agité para sacar toda la sangre. Estaba a punto de administrarle —a él, a ella, a ello— un golpe tras la oreja y echarlo entre los matorrales, cuando oí a alguien acercándose. Pensé que era Marta; a ella siempre le gusta divertirse un poco, así que llamé:

—¡Hey, sacarina, mira qué recuerdo acabo de conseguirte!

Pero no era Marta. Era uno de esos asquerosos tipos de la Fed Planetaria.

Brathmore:

Tengo hambre de nuevo. Soy una persona fuerte y vital; necesito auténtica comida. ¿Esperan esos estúpidos que viva siempre de neurosintéticos y predigeridos? Cuando tengo hambre necesito comer.

Esta vez estaba de suerte. Mi pequeño anuncio siempre me los proporciona, pero no siempre lo que yo necesito; entonces tengo que dejarlos irse y esperar al siguiente. Exactamente la edad precisa…; jugosos y tiernos, pero no demasiado jóvenes. Los demasiado jóvenes no tienen carne sobre los huesos.

Soy metódico; llevo un registro. Éste era el Número 78. Y todos en cuatro años, desde que tuve la inspiración de poner el anuncio en el comunicáfono público. «Se busca pareja para un número de baile, masculina o femenina, de 16-23 años.» Porque después de esa edad, si son realmente bailarines, sus músculos se vuelven duros.

Con la semana de veinticuatro horas, uno de cada dos especialistas o diplomados pertenecen a algún Culto del Ocio, y yo tenía la sensación de que muchos de ellos deseaban ser bailarines profesionales. Yo no les decía que estaba en la tridi o en el senso o en una jaula de meneos, pero ¿en qué otro lugar podía estar?

—¿Cuántos años tienes? ¿En qué escuela estudiaste? ¿Cuánto tiempo? ¿Qué es lo que puedes hacer? Pondré la música, y tú me lo muestras.

No me lo mostraban mucho rato…, sólo lo suficiente para teñí, r una idea. Tengo una auténtica oficina, en el piso 270 del Sky-High Rise, ni más ni menos. Todo muy respetable. Mi nombre —o el nombre que utilizo— en la puerta. Y la indicación «Agencia de espectáculos».

A los satisfactorios les digo:

—De acuerdo. Ahora iremos a mi sala de prácticas y veremos lo que podemos hacer juntos.

Subimos y tomamos el cóptero…, pero hacia mi escondrijo. A veces se ponen nerviosos, pero los tranquilizo. Si no puedo, simplemente aterrizo en el heliparking más próximo y les digo:

—Afuera, hermano —o hermana, según sea el caso—. No puedo trabajar con alguien que no tiene confianza en mí.

Dos veces han venido los polis a mi oficina a causa de la queja de algún imbécil, pero lo tengo todo previsto. No hubiera pensado en el baile si no hubiera tenido todos mis papeles en regla. Todos me reconocen en seguida…; fui profesional durante veinte años.

Nadie se preocupa nunca de aquellos que desaparecen. Normalmente no le dicen a nadie adonde van. Si lo hicieran, y me preguntasen, me limitaría a decir que nunca vinieron, y nadie podría probar que no fue así.

Así que éste es el Número 78. Mujer, diecinueve años, hermosa y bien desarrollada, pero aún no demasiado musculada.

Una vez en casa, el resto es fácil.

—Ponte tu tutu, hermana, y vayamos a la sala de prácticas. El vestidor está ahí.

El vestidor es gaseado apenas pulso el botón. Se necesitan unos seis minutos. Luego a mi cocina especialmente equipada. Las ropas al incinerador. El macerador y el disolvente para el metal y el vidrio. Lentes de contacto, joyas, dinero, todo va a parar ahí: no soy un ladrón. Luego al horno, bien aceitada y sazonada.

Una media hora aproximadamente, así es como me gustan. Después de comer, cuando lo he limpiado todo, el macerador se encarga de los huesos y los dientes. (Y en una ocasión de los cálculos biliares, lo crean o no.) Disco unas cuantas copas para aguzar mi apetito, y saco mi cuchillo y mi tenedor…; genuinamente antiguos, me costaron una fortuna, de los días en que la gente comía aún auténtica comida.

En su punto y humeante, dorada por fuera y rezumando jugo. Mi estómago gruñe de satisfacción anticipada. Tomo mi primer delicioso bocado.

¡Aaaag! En nombre de… ¿Qué es lo que tenía? ¡Debía de pertenecer a una de esas bandas de muchachos que se atiborran de todos los venenos! Un dolor horrible desgarra mis entrañas. Me doblo. No recuerdo haber gritado, pero me dijeron que me oyeron con claridad desde la carretera exprés, y alguien finalmente reventó mi puerta y me encontró.

Me llevaron a toda prisa al hospital, donde tuvieron que reemplazar la mitad de mi estómago.

Y por supuesto la encontraron a ella también.

—Extremadamente interesante —dijo el criminólogo visitante de la Unión Africana.

Él y el alcaide, sentados en la oficina del segundo, contemplaban la gran pantalla mientras los técnicos retiraban las sondas cerebrales y, flanqueados por los roboguardias, sacaban a los cuatro hombres y a la mujer —¿o el último era también una mujer?; era difícil decirio—, abotagados y arrastrando los pies, hacia sus cubículos de descanso.

—¿Quiere decir que hacen ustedes esto todos los días? —preguntó el visitante.

—Todos los días de su condena. La mayoría de ellos tienen sentencias de cadena perpetua.

—¿Y hacen eso con todos los prisioneros? ¿O sólo con los criminales?

El alcaide se echó a reír.

—Ni siquiera con todos los criminales —respondió—. Sólo con los casos de homicidio de Clase Uno, violación y mutilación. Difícilmente sería aconsejable permitir que un ladrón profesional reviviera cada día su última fechoría; no haría más que anotar todos sus fallos y educarse para realizar un trabajo mejor cuando saliera.

—¿Y actúa esto realmente como factor disuasorio?

—Si no fuera así, no podríamos usarlo. En la Unión Interamericana tenemos una cláusula, ya sabe, contra «castigos crueles e insólitos». Éste ya no es insólito, y nuestro Tribunal Supremo y los Tribunales de Apelación de las Regiones Terrestres han dictaminado que no es cruel. Es terapéutico.

—Quiero decir disuasorio para los criminales en potencia del exterior.

—Todo lo que puedo decir es que todas las escuelas secundarias de la Unión incluyen un curso de criminología elemental, con una docena de films-documento sobre este procedimiento. Hemos tenido mucha publicidad. He sido entrevistado a menudo. Y de los dos mil reclusos de esta institución, que es de mediana importancia, actualmente esos cinco son los únicos sujetos a este tratamiento. El índice de homicidios en esta Unión ha bajado del más alto al más bajo de toda la Tierra en los diez años transcurridos desde que empezamos.

—Oh, sí, ya sabía eso, por supuesto. Por eso fui delegado para hacer un estudio, a fin de ver si podría resultar conveniente también para nosotros. Entiendo que sólo soy uno más de tales visitantes.

—Exacto. La Unión del Asia Oriental lo está estudiando actualmente, y varias otras Uniones esperan poder incluirlo en sus agendas.

—Pero ¿y en el otro sentido de la disuasión…, cómo afecta a los propios sujetos? ¿Cómo funciona con ellos? Por supuesto, sé que no pueden continuar sus carreras criminales en este momento, pero ¿cuál es el efecto psicológico en ellos, aquí y ahora?

—El principio fue definido por Lachim Malley, nuestro notable criminalista… —dijo el alcaide.

—Por supuesto, uno de los más grandes.

—Creemos que sí. Su idea surgió originalmente de un detalle muy pequeño y banal de la historia popular. Allá por los viejos días, cuando existían las tiendas de propiedad particular y la gente recibía un salario por trabajar en ellas, era costumbre, en las tiendas que vendían pasteles y bombones y todas esas cosas que tanto les gustan a los jóvenes, y también, creo, en las cervecerías y vinaterías, permitir a los nuevos empleados que comieran y bebieran hasta saciarse. Se descubrió que se sentían saciados muy pronto, y que al final llegaban a aborrecer aquello que antes tanto les gustaba…, lo cual evidentemente ahorraba una gran cantidad de dinero a largo plazo.

»Se le ocurrió a Malley que si un criminal particularmente perverso era obligado a revivir una y otra vez el episodio que había conducido a su encarcelamiento…, si se le atiborraba a diario con él, por decirlo así, la incesante repetición obtendría efectos similares en él. Puesto que en la actualidad podemos activar cualquier parte del cerebro de una forma totalmente indolora mediante sondas eléctricas aplicadas en zonas determinadas, el experimento era realizable. En esta prisión fuimos los primeros en ponerlo en práctica.

—¿Y cómo les afecta eso?

—Al principio algunos de los más perversos, ese horrible caníbal que ha visto, o el pederasta, por ejemplo, parecen saborear realmente el revivir sus crímenes. Los menos deteriorados temen e intentan eludir el tratamiento desde el principio. E incluso los peores, aquellos que se hallan tan sólo al principio de sus condenas, empiezan gradualmente a sentirse hastiados, luego saciados y, por último, a su debido tiempo, alienados por completo por sus anteriores impulsos. Algunos de ellos terriblemente llenos de remordimientos también; hemos tenido a endurecidos criminales que han caído de rodillas y me han suplicado que les deje olvidar. Pero, por supuesto, yo no puedo.

—¿Y después que han cumplido su condena? Porque supongo, como en nuestra Unión, que cadena perpetua significa en realidad no más de quince años.

—Entre nosotros unos doce, por término medio. Pero algunos de ésos, el último caso por ejemplo, nunca pueden ser dejados libres con seguridad. En general terminan por acostumbrarse. Porque, aparte su confrontación diaria, sus vidas no son demasiado malas aquí. Viven confortablemente, tienen todas las posibilidades de divertirse y educarse, cuando es posible disponemos visitas conyugales, y muchos de ellos prosiguen carreras útiles como si no estuvieran en prisión.

—Pero ¿qué ocurre con aquellos que son dejados libres? ¿Ha recaído alguno de ellos en el crimen? ¿Tienen ustedes reincidentes? El alcaide pareció incómodo.

—No, nunca ha vuelto aquí ningún sujeto sometido al Sistema Malley —dijo reluctante—. De hecho, es mi deber decirle que hay una ligera desventaja en el Sistema.

»Hasta ahora no hemos podido dejar libre a ningún sujeto al final de su condena. Todos ellos han debido ser transferidos a hospitales mentales.

El criminólogo africano permaneció en silencio. Luego sus ojos miraron en torno a la oficina en la que permanecían sentados. Por primera vez observó las paredes blindadas, los cristales a prueba de balas, las armas electrónicas apuntando a la puerta y listas para ser activadas con sólo apretar un botón en el escritorio del alcaide.

El alcaide siguió su mirada y enrojeció.

—Me temo que soy un poco miedoso —dijo a la defensiva—. En realidad los sujetos son mantenidos bajo estrecha vigilancia, y los roboguardias tienen órdenes de tirar a matar. Pero no puedo dejar de pensar en lo que le ocurrió a mi predecesor, cuando él y Lachim Malley…

—Sé que Malley murió repentinamente mientras visitaba esta prisión —dijo el africano—. Un ataque al corazón, tengo entendido.

—Mi predecesor era demasiado despreocupado —observó el alcaide con una amarga sonrisa—. Tenía una fe ciega en el Sistema Malley, y ni siquiera tenía roboguardias para proteger a los técnicos, como tampoco hacía registrar a los sujetos en busca de cuchillos antes de su recapitulación diaria. Entonces había más sujetos también…, al menos catorce aquel día. Así que cuando dominaron simultáneamente a los técnicos, con las sondas ya puestas, e irrumpieron en esta oficina…

»Oh, sí, Malley murió de un ataque al corazón. Y mi predecesor también. Directamente al corazón, en ambos casos.

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Puesto que la criminología y los relatos de misterio forman la mayor parte de mi obra, es natural que incluso en la ciencia ficción me atraiga el terna. Esta extrapolación en particular se me ocurrió repentinamente no sé cómo, del mismo modo que me pasa con buena parte de mi obra de ciencia ficción. Los asesinatos son cometidos por personas en un estado altamente emocional, incluso aunque la emoción sea tan sólo un deseo incontenible de excitación; y siendo así, ¿qué peor castigo podría infligirse que obligar a una repetición constante de la experiencia hasta que el asesino se sintiera atrozmente dominado por los remordimientos o (lo que parece más probable, y yo he indicado aquí) se viera reducido a un completo derrumbamiento psíquico?

Aceptando que la humanidad tiene un futuro, y que de alguna forma podemos atrapar social y psicológicamente nuestros logros técnicos, es posible que una técnica como la descrita se les ocurra a algunos de nuestros criminólogos futuros. El si será más o menos disuasoria que la actual posibilidad de una ejecución es ya otra cuestión. Y pese a mi rechazo, no estoy completamente segura de que los más altos tribunales de apelación de aquel tiempo no decidan que el castigo es más cruel aún que el crimen.