Primer prólogo: La Segunda Revolución
Hoy —en el mismo día en que escribo esto— he recibido una llamada telefónica del New York Times. Publican un artículo que les envié por correo hace tres días. Tema: la colonización de la Luna.
¡Y me dan las gracias por ello!
¡Por la Luna! ¡Cómo han cambiado los tiempos!
Hace treinta años, cuando empecé a escribir ciencia ficción (yo era muy joven por aquel entonces), la colonización de la Luna era estrictamente un tema para las revistas pulp con llamativas portadas. Era literatura de no-me-digas-que-me-crea-todas-esas-tonte-rías. Sobre todo ¡era literatura escapista!
A veces pienso en eso con una especie de incredulidad. La ciencia ficción era literatura escapista. Nosotros éramos escapistas. Nos alejábamos de problemas prácticos tales como el béisbol infantil, los deberes en casa y las peleas con los compañeros, para entrar en el increíble mundo de la explosión demográfica, de las naves cohete, de la exploración lunar, de las bombas atómicas, de las radiaciones tóxicas y de la atmósfera polucionada.
¿No era algo grande? ¿No era admirable la forma en que nosotros, los jóvenes escapistas, recibíamos nuestra justa recompensa? Nos preocupábamos de todos los problemas grandes e insolubles de hoy en día unos veinte años antes de que lo hicieran todos los demás. ¿Cómo podía considerarse eso escapismo?
Pero hoy uno puede colonizar la Luna dentro de las serias páginas grises del New York Times; y no como un argumento de ciencia ficción, en absoluto, sino como un sobrio análisis de una situación completamente real.
Eso representa un cambio importante, y con una relación inmediata con el libro que tienen ustedes ahora en sus manos. ¡Déjenme explicarles!
Me convertí en un escritor de ciencia ficción en 1938, justo en el momento en que John W. Campbell, Jr., estaba revolucionando el campo con la simple exigencia de que los escritores de ciencia ficción se mantuvieran firmes en la línea divisoria que separa la ciencia de la literatura.
La ciencia ficción pre-Campbell caía demasiado a menudo en una de las dos clases. O era completamente no-ciencia, o era todo-ciencia. Las historias de no-ciencia eran historias de aventuras en las cuales los lugares comunes de la jerga del oeste eran borrados y sustituidos por lugares comunes equivalentes de la jerga espacial. El escritor podía ignorar por completo el conocimiento científico, puesto que todo lo que necesitaba era un vocabulario de jerga técnica del que podía echar mano indiscriminadamente.
Por otra parte, las historias todo-ciencia se hallaban pobladas exclusivamente por caricaturas de científicos. Algunos era científicos locos, otros eran científicos distraídos, otros, científicos nobles. Lo único que tenían en común era su inclinación a exponer sus teorías. Los locos las chillaban, los distraídos las murmuraban, los nobles las declamaban, pero todos disertaban de una forma insufriblemente interminable. La historia era una delgada capa de cemento que unía entre sí los largos monólogos, en un intento de proporcionar la ilusión de que esos largos monólogos tenían alguna razón de existir.
Por supuesto, había excepciones. Déjenme mencionar, por ejemplo, Una odisea marciana[1] de Stanley G. Weinbaum (el cual, trágicamente, murió de cáncer a la edad de treinta y seis años). Apareció en el ejemplar de julio de 1934 de la revista Wonder Stories, y era una historia perfectamente campbelliana escrita cuatro años antes de que Campbell introdujera su revolución.
La contribución de Campbell consistió en su insistencia en que la excepción se convirtiera en la regla. Tenía que haber auténtica ciencia y auténtica historia, sin que ninguna de las dos dominara a la otra. No siempre consiguió lo que deseaba, pero sí lo obtuvo lo bastante a menudo como para iniciar lo que los veteranos consideran como la Edad de Oro de la ciencia ficción.
Naturalmente, cada generación tiene su propia Edad de Oro…, pero ocurre que la Edad de Oro campbelliana fue la mía, y cuando yo digo «Edad de Oro» me refiero precisamente a ésa. Gracias a Dios, conseguí meterme en el campo justo a tiempo para hacer que mis historias contribuyeran a su manera (y fue de una estupenda manera, y al diablo con la falsa modestia) a esa Edad de Oro.
Sin embargo, todas las edades de oro llevan consigo las semillas de su propia destrucción, y cuando ésta se ha producido uno puede mirar hacia atrás y localizar infaliblemente esas semillas. (¡Maravillosa, maravillosa retrospectiva! Qué agradable resulta profetizar lo que ya ha ocurrido. ¡Uno nunca se equivoca!)
En este caso las exigencias de Campbell para conseguir auténtica ciencia y auténticas historias invitaban a una doble némesis, una para la auténtica ciencia y otra para las auténticas historias.
Por lo que respecta a la auténtica ciencia, las historias empezaron a parecer más y más plausibles y, por supuesto, eran más y más plausibles. Buscando el realismo, los autores describían computadoras, cohetes y armas nucleares que eran muy parecidos a lo que las computadoras, los cohetes y las armas nucleares serían en cuestión de una simple década. Como consecuencia, la auténtica vida de los años cincuenta y sesenta es muy parecida a la ciencia ficción campbelliana de los años cuarenta.
Sí, el escritor de ciencia ficción de los años cuarenta fue mucho más lejos que cualquier cosa que poseamos hoy en la vida real. Nosotros los escritores no apuntamos simplemente a la Luna o enviamos cohetes no tripulados hacia Marte; nos lanzamos por toda la galaxia en vehículos más rápidos que la luz. Sin embargo, todas nuestras aventuras en el remoto espacio estaban basadas en las líneas de pensamiento que impregnan hoy en día a la NASA.
Y debido a que la vida real de hoy se parece tanto a la fantasía de anteayer, los fans veteranos están desasosegados. Muy dentro de sí mismos, lo admitan o no, notan un sentimiento de decepción e incluso de irritación ante la idea de que el mundo exterior ha invadido su dominio privado. Sienten la pérdida de un «sentido de la maravilla», porque lo que en una ocasión estuvo confinado únicamente a lo «maravilloso» se ha vuelto hoy algo prosaico y mundano.
Además, las esperanzas de que la ciencia ficción campbelliana ascendiera rápidamente en una soberbia y progresiva espiral de lectores y respetabilidad no se han visto colmadas. De hecho, se hizo más bien evidente un efecto imprevisto. La nueva generación de lectores potenciales de ciencia ficción descubrió toda la ciencia ficción que necesitaba en los periódicos y en las revistas generales, y muchos de ellos dejaron de sentir la irresistible necesidad de acudir a las revistas especializadas de ciencia ficción.
Ocurrió, sin embargo, que tras un breve llamear en la primera mitad de los años cincuenta, cuando todos los dorados sueños parecieron convertirse en realidad para el escritor y el editor de ciencia ficción, hubo una recesión, y las revistas no son más prósperas hoy de lo que eran en los años cuarenta. Ni siquiera el lanzamiento del Sputnik frenó esa recesión; antes al contrario, la aceleró.
Ya es suficiente para la némesis relativa a la auténtica ciencia. ¿Y las auténticas historias?
Mientras la ciencia ficción era el crujiente medio de expresión que fue en los años veinte y treinta, no se exigía un buen estilo literario. Los escritores de ciencia ficción de la época tenían recursos sólidos en los que podían confiar; y seguirían escribiendo ciencia ficción durante toda su vida, puesto que cualquier otra cosa requería una técnica mejor, y eso estaba más allá de ellos. (Me apresuro a decir que había excepciones, y el nombre de Murray Leinster acude a mi mente como uno de ellos.)
Los autores reunidos en torno a Campbell, sin embargo, tenían que saber escribir razonablemente bien, o Campbell los echaba. Bajo el incentivo de su propia ansia empezaron a escribir mejor cada vez. Finalmente, y de modo inevitable, descubrieron que se habían vuelto lo bastante buenos como para ganar más dinero en otro lugar, y su producción de ciencia ficción declinó.
Naturalmente, los dos hados de la Edad de Oro trabajaron en una cierta medida dándose la mano. Un número considerable de los autores de la Edad de Oro siguieron la esencia de la ciencia ficción en su camino de la ficción al hecho. Hombres tales como Poul Anderson, Arthur C. Clarke, Lester del Rey y Clifford D. Simak empezaron a escribir obras científicas.
Realmente, ellos no cambiaron; fue el medio el que cambió. Los temas que en una ocasión habían tratado como ficción (cohetes, viajes espaciales, vida en otros mundos, etc.) derivaban de la ficción al hecho, y los autores eran arrastrados en ese derivar. Naturalmente, cada página de no ciencia ficción escrita por esos autores significaba una página menos de ciencia ficción.
Para que ningún lector avispado empiece en este punto a murmurar comentarios sarcásticos para sí mismo, me apresuraré a admitir, inmediatamente y de una forma muy abierta, que de todo el equipo campbelliano quizá yo sea quien efectuó de un modo más extremo ese cambio. Desde que fuera lanzado el Sputnik I, y la actitud de América hacia la ciencia se viera (al menos temporalmente) revolucionada, he publicado —hasta este momento— cincuenta y ocho libros, de los cuales tan sólo nueve pueden ser clasificados como ficción.
Sinceramente, me siento avergonzado y lleno de culpabilidad porque, no importa donde vaya ni lo que haga, siempre me consideraré antes que nada un escritor de ciencia ficción. Sin embargo, si el New York Times me pide que colonice la Luna, y el Harper's me pide que explore el borde del Universo, ¿cómo puedo negarme? Esos temas son la esencia de toda mi obra.
Y en mi propia defensa déjenme decirles que no he abandonado tampoco enteramente la ciencia ficción en su sentido más estricto. El número de marzo de 1967 de la revista Worlds of If (que se halla a la venta en el momento en que escribo esto) contiene una novela corta mía titulada Billiard Ball (Bola de billar).
Pero dejemos de hablar de mí, y volvamos a la ciencia ficción…
¿Cuál fue la respuesta de la ciencia ficción a este doble hado? Naturalmente, el género tenía que ajustarse, y eso hizo. El material estrictamente campbelliano podía seguir escribiéndose, pero ya no podía seguir siendo la espina dorsal del género. La realidad estaba demasiado cerca.
De nuevo hubo una revolución cienciaficcionística a principios de los años sesenta, señalada quizá más claramente que en ningún otro sitio en la revista Galaxy, bajo la batuta de su director, Frederik Pohl. La ciencia retrocedió, para dejar paso a la moderna técnica de ficción.
Se acentuó mucho más el estilo. Cuando Campbell inició su revolución, los nuevos escritores que llegaron al género traían consigo el aura de la universidad, de la ciencia y la ingeniería, de reglas de cálculo y de tubos de ensayo. Ahora los nuevos autores que entran en el campo llevan la marca del poeta y el artista, y en cierto modo traen consigo el aura de Greenwich Village y la Rive Gauche.
Naturalmente, ningún cataclismo evolutivo puede producirse sin algunas amplias extinciones. Los trastornos que terminaron con la Era Cretácea barrieron a los dinosaurios, y el cambio del cine mudo al cine sonoro eliminó a una horda de gesticulantes embaucadores.
Lo mismo ocurrió con las revoluciones de la ciencia ficción.
Lean la lista de autores de cualquier revista de ciencia ficción de principios de los años treinta y luego lean la lista de una revista de ciencia ficción de principios de los cuarenta. Hay un cambio casi total, puesto que se ha producido una gran extinción, y pocos de ellos han podido efectuar con éxito la transición. (Entre los pocos que lo lograron estaban Edmond Hamilton y Jack Williamson.)
Entre los años cuarenta y los cincuenta hubo poco cambio. El período campbelliano aún seguía su curso, y esto muestra que el lapso de los diez años no es en sí mismo necesariamente crucial.
Pero comparen ahora a los autores de una revista de los primeros años cincuenta con una revista de hoy. Ha habido otro cambio total. De nuevo, algunos han sobrevivido, pero ha aparecido toda una gran corriente de brillantes autores jóvenes de la nueva escuela.
Esta Segunda Revolución no es tan clara y obvia como lo fue la Primera Revolución. Una cosa presente en la actualidad que no estaba presente entonces son las antologías de ciencia ficción, y la presencia de esas antologías empaña la transición.
Cada año ve la publicación de un considerable número de antologías, y siempre extraen sus historias del pasado. En las antologías de los años sesenta hay siempre una fuerte representación de las historias de los años cuarenta y cincuenta, de tal modo que en esas antologías la Segunda Revolución aún no ha tenido lugar.
Ésa es la razón de la antología que tienen ahora ustedes en sus manos. No está formada por historias del pasado. Consiste en historias escritas ahora, bajo la influencia de la Segunda Revolución. Precisamente la intención de Harían Ellison al hacer esta antología fue presentar el género tal como es en la actualidad, más que tal como era.
Si miran ustedes el índice descubrirán un cierto número de autores que eran importantes en el período campbelliano: Lester del Rey, Poul Anderson, Theodore Sturgeon, etc. Son escritores que tienen el suficiente talento y son lo bastante imaginativos como para sobrevivir a la Segunda Revolución. También encontrarán, sin embargo, autores que son producto de los años sesenta y que sólo conocen la nueva era. Incluyen a Larry Niven, Norman Spinrad, Roger Zelazny, etcétera.
Es vano suponer que esos nuevos autores recibirán una aprobación universal. Aquellos que recuerdan a los viejos y que descubren que sus recuerdos están inextricablemente entremezclados con su propia juventud, añorarán el pasado, por supuesto.
No les ocultaré el hecho de que yo añoro el pasado. (He recibido plena libertad para escribir lo que desee, y mi intención es ser franco.) Fue la Primera Revolución la que me produjo, y es la Primera Revolución la que está dentro de mi corazón.
Por eso, cuando Harían me pidió que le escribiera una historia para esta antología, me eché atrás. Tenía la sensación de que cualquier historia que yo escribiera iba a dar una nota falsa. Sería demasiado solemne, demasiado respetable y, por decirlo claramente, demasiado conservadora. Así que en vez de ello acepté escribir en su lugar una introducción; una solemne, respetable y completamente conservadora introducción.
E invito a todos aquellos de entre ustedes que no sean conservadores y que tengan la sensación de que la Segunda Revolución es su revolución a enfrentarse a los ejemplos de la nueva ciencia ficción tal como es producida por los nuevos (y algunos de los viejos) maestros. Hallarán ustedes aquí el género en su estado más audaz y experimental; ¡espero que se sientan adecuadamente estimulados y afectados por él!
Isaac Asimov