A la muerte del señor de Bargeton, Luisa de Nègrepelisse había mandado vender el palacio de la calle del Minage. La señora de Sénonches, que vivía en una casa que le resultaba poco espaciosa, persuadió al señor de Sénonches para que comprase aquella mansión, cuna de las ambiciones de Luciano y en la cual se inició la presente escena. Ceferina de Sénonches había formado el plan de suceder a la señora de Bargeton en la especie de realeza que ésta había ejercido, de tener un salón, de dárselas, en fin, de gran dama. Una escisión se había producido en la alta sociedad de Angulema entre aquellos que, cuando el duelo del señor de Bargeton y el señor de Chandour, se inclinaron, los unos por la inocencia de Luisa de Nègrepelisse y los otros por las calumnias de Estanislao de Chandour. La señora de Sénonches se declaró por los Bargeton, y conquistó de momento a todos los que eran de este partido. Luego, cuando estuvo instalada en su palacio, se aprovechó de las costumbres de muchas personas que iban a jugar allí desde hacía tantos años. Recibió todas las noches, y decididamente triunfó de Amelia de Chandour, que se erigió en su antagonista. Las esperanzas de Francis du Hautoy, el cual se vio en el centro de la aristocracia de Angulema, llegaban hasta querer casar a Francisca con el anciano señor de Séverac, al que la señora Du Brossard no había podido capturar para su hija. El regreso de la señora de Bargeton, convertida en prefecta de Angulema, aumentó las pretensiones de Ceferina para su bienamada ahijada. Decíase que la condesa Sixto du Châtelet usaría de su crédito para aquella que se había constituido en su campeona. El papelero, que conocía a su Angulema al dedillo, apreció de una sola ojeada todas estas dificultades, pero decidió salir de este paso difícil con una de aquellas audacias que sólo Tartufo se habría permitido. El pequeño procurador, muy sorprendido de la lealtad de su comanditario en chanchullos, le dejaba entregado a sus cavilaciones, mientras iban de la papelería a la casa de la calle del Minage, donde, en el rellano, los dos inoportunos fueron detenidos por estas palabras:
—El señor y la señora están almorzando.
—Anunciadnos, sin embargo —respondió el gran Cointet.
Y, merced a su nombre, el devoto comerciante, una vez introducido, presentó el abogado a la preciosa Ceferina, que estaba desayunando frente al señor Francis du Hautoy y de la señorita de La Haye. El señor de Sénonches había ido, como siempre, a abrir la caza en casa del señor de Pimentel.
—He aquí, señora, el joven abogado-procurador de quien os he hablado, y que se encargará de la emancipación de vuestra bella pupila.
El exdiplomático examinó a Petit-Claud, el cual, a su vez, miraba disimuladamente a la bella pupila. En cuanto a la sorpresa de Ceferina, a quien ni Cointet ni Francis habían dicho nunca una palabra, fue tal que se le cayó el tenedor de las manos. La señorita de La Haye, especie de cotorra de aire malhumorado, de talle poco gracioso, flaca, con unos cabellos de un rubio descolorido, era, a pesar de su airecillo aristocrático, sumamente difícil de casar. Las palabras de padre y madre desconocidos de su partida de nacimiento, le vedaban en realidad la esfera en la que quería situarla la amistad de su madrina y de Francis. La señorita de La Haye, ignorante de su situación, hacía muchos remilgos: habría rechazado al más rico comerciante del Houmeau. La mueca asaz significativa inspirada a la señorita de La Haye por el aspecto del flaco procurador, Cointet la encontró también en los labios de Petit-Claud. La señora de Sénonches y Francis parecían consultarse para saber de qué modo habrían de despedir a Cointet y a su protegido. Cointet, que se dio cuenta de todo, rogó al señor Du Hautoy que le concediera un momento de audiencia, y pasó al salón con el diplomático.
—Caballero —le dijo lisa y llanamente—, la paternidad es ciega. Difícilmente podréis casar a vuestra hija. Y en el interés de todos, os he puesto en la imposibilidad de retroceder, porque amo a Francisca como se ama a una ahijada. Petit-Claud lo sabe todo… Su extraordinaria ambición os garantiza la felicidad de vuestra querida pequeña. En primer lugar, Francisca hará de su marido lo que quiera, pero vos, ayudado por la prefecta que nos llega, haréis de él un procurador del rey. El señor Milaud ha sido nombrado decididamente para Nevers. Petit-Claud venderá su cargo, vos obtendréis fácilmente para él la plaza del segundo substituto, y él llegará pronto a ser procurador del rey, luego presidente del tribunal, diputado…
Una vez estuvo de nuevo en el comedor, Francis mostróse sumamente simpático con el pretendiente de su hija. Miró a la señora de Sénonches de un modo especial, y puso fin a esta escena de presentación invitando a Petit-Claud a cenar el día siguiente, con objeto de hablar de negocios. Luego acompañó al negociante y al procurador hasta el patio, diciendo a Petit-Claud que, bajo la recomendación de Cointet, estaba dispuesto, así como la señora de Sénonches, a confirmar todo lo que el guardián de la fortuna de la señorita de La Haye hubiera dispuesto para la felicidad de aquel angelito.
—¡Qué fea es! —exclamó Petit-Claud.
—Tiene aire distinguido —respondió Cointet—, pero si fuera hermosa, ¿creéis que os la darían?… Vamos, querido, hay más de un pequeño propietario al que treinta mil francos, la protección de la señora de Sénonches y la de la condesa Du Châtelet no le irían mal. Tanto más cuanto que el señor Francis du Hautoy no se casará, y esa joven es su heredera… ¡Vuestro casamiento está hecho!…
—¿Y cómo?
—Fijaos en lo que acabo de decir —repuso el gran Cointet, refiriendo al procurador su golpe de audacia—. Amigo mío, dicen que el señor Milaud va a ser nombrado procurador del rey en Nevers. Venderéis vuestro cargo, y dentro de diez años seréis guardasellos. Sois lo bastante audaz para no retroceder ante ninguno de los servicios que exija la Corte…
—Bien, encontraos mañana, hacia las cuatro y media, en la plaza del Mûrier —respondió el procurador, fanatizado por las probabilidades de aquel porvenir—, yo habré visto al tío Séchard y llegaremos a un contrato de sociedad, en el que padre e hijo pertenecerán al Espíritu Santo de los Cointet.
En el momento en que el viejo cura de Marsac subía la cuesta de Angulema para ir a informar a Eva del estado en que se hallaba su hermano, David permanecía escondido desde hacía once días a dos puertas de distancia de aquella que el digno sacerdote acababa de abandonar.
Cuando el padre Marron llegó a la plaza del Mûrier, encontró en ella a los tres hombres, notables cada uno en su género, que pesaban con todo su peso sobre el futuro y el presente del pobre preso voluntario: el tío Séchard, el gran Cointet y el pequeño procurador flacucho. ¡Tres hombres, tres codicias!, pero tres codicias tan diferentes como los hombres. El uno había tenido la idea de traficar con su hijo, el otro con su cliente, y el gran Cointet compraba todas estas infamias prometiéndose no pagar nada. Eran alrededor de las cinco, y la mayoría de los que regresaban a sus casas a cenar, se paraban para mirar un instante a aquellos tres hombres.
—¿Qué diablos tendrán que decirse el viejo tío Séchard y el gran Cointet? —pensaban los más curiosos.
—Sin duda hablarán entre ellos de ese pobre desgraciado que deja a su mujer, a su suegra y a su hijo sin pan —respondían otros.
—Enviad, pues, a vuestros hijos a aprender una profesión a París —decía un espíritu fuerte provinciano.
—¡Eh! ¿Qué venís a hacer por aquí, señor cura? —exclamó el viñador viendo al padre Marron tan pronto como éste llegó a la plaza.
—Vengo para asuntos de vuestra familia —respondió el anciano.
—¡Otra idea de mi hijo!… —repuso el viejo Séchard.
—Bien poco os costaría hacer feliz a todo el mundo —dijo el sacerdote señalando hacia las ventanas en las que la señora Séchard mostraba entre los visillos su hermosa cabeza.
En aquel momento, Eva calmaba los gritos de su niño, haciéndole saltar y cantándole una canción.
—¿Traéis noticias de mi hijo —preguntó el viñador—, o lo que sería mejor, dinero?
—No —contestó el padre Marron—. Traigo a Eva noticias de su hermano.
—¿De Luciano?… —exclamó Petit-Claud.
—Sí, el pobre joven ha venido de París a pie. Le he encontrado en casa de Courtois, muerto de fatiga y de miseria —respondió el cura—. ¡Oh, es muy desdichado!
Petit-Claud saludó al sacerdote y cogió al gran Cointet del brazo diciendo en voz alta:
¡Cenamos en casa de la señora de Sénonches, ya es hora de ir a vestimos!…
Y a dos pasos de allí, le dijo al oído:
—Cuando se tiene al pequeño, se tiene pronto a la madre. Ya tenemos a David en nuestro poder…
—Ya os he casado, casadme ahora a mí —respondió el gran Cointet dejando escapar una falsa sonrisa.
—Luciano es mi camarada del Instituto… Dentro de ocho días sabré algo de él. Procurad que se promulguen las amonestaciones, y yo os respondo de que David será encarcelado. Mi misión termina con su encierro.
—¡Ah! —exclamó suavemente el gran Cointet—. ¡Lo interesante sería hacer registrar la patente a nuestro nombre!
Al oír esta última frase, el pequeño procurador flacucho se estremeció.
En aquel momento, Eva veía entrar a su suegro y al padre Marron, el cual, con una sola frase, acababa de facilitar el desenlace al drama judicial.
—Mirad, señora Séchard —dijo el viejo oso a su nuera—, he aquí a nuestro cura, que sin duda viene a contarnos buenas cosas sobre vuestro hermano.
—¡Oh! —exclamó la pobre Eva sobresaltada—. ¿Qué otra cosa puede haberle sucedido?
Esta exclamación anunciaba tantos dolores sentidos, tantos temores y de tantas clases, que el padre Marron se apresuró a decir:
—Tranquilizaos, señora, está vivo.
—¿Tendréis la amabilidad, papá —dijo Eva al viejo viñador—, de ir a buscar a mi madre? Así oirá lo que este señor tenga que decimos sobre Luciano.
El viejo fue a buscar a la señora Chardon, a la cual dijo:
—Tendréis de qué charlar con el padre Marron, que es un buen hombre, aunque cura. Como sin duda se retrasará la cena, volveré dentro de una hora.
Y el viejo, insensible a todo lo que no sonara o no reluciera como el oro, dejó a la anciana sin ver el efecto del golpe que acababa de asestarle. La desgracia que pesaba sobre sus dos hijos, el aborto de las esperanzas puestas en Luciano, el cambio tan poco previsto de un carácter que durante mucho tiempo habían creído enérgico y honrado, en fin, todos los acontecimientos acaecidos desde hacía dieciocho meses, habían vuelto a la señora Chardon irreconocible. Aquella mujer, que no solamente era noble de raza, sino también noble de corazón, y adoraba a sus hijos, había sufrido más penalidades en aquellos últimos seis meses que después de quedarse viuda. ¡Luciano había tenido la oportunidad de ser Rubempré por real orden, de reanudar aquella familia, de hacer revivir su título y sus armas, de llegar a ser grande! ¡Y había caído en el fango! Ya que, más severa para con él que su hermana, había considerado perdido a Luciano el día en que se enteró del asunto de las letras de cambio. Las madres quieren a veces engañarse, pero conocen siempre bien a los hijos que han criado, que no han abandonado, y en las discusiones que la vida de Luciano en París suscitaba entre David y su esposa, la señora Chardon, aun cuando pareciera compartir las ilusiones de Eva sobre su hermano, temía que David tuviera razón, porque éste hablaba tal como ella oía hablar a su conciencia de madre. Conocía demasiado la delicadeza de su hija para poder expresarle sus dolores, y veíase, pues, obligada a devorarlas en aquel silencio del que sólo son capaces las madres que saben amar a sus hijos. Eva, por su parte, seguía con terror los estragos que los disgustos causaban en su madre, y la veía pasar de la vejez a la decrepitud. La madre y la hija se decían, pues, una a otra, esas nobles mentiras que no pueden engañar. En la vida de aquella madre, la frase del feroz viñador fue la gota de agua que debía desbordar la copa de sus amarguras, y la señora Chardon sintióse herida en el corazón.
Por ello, cuando Eva dijo al sacerdote: “¡Señor, he ahí a mi madre!”, cuando el cura miró aquel rostro macerado como el de una anciana religiosa, enmarcado por unos cabellos completamente blancos, pero embellecido por el aire dulce y sereno de las mujeres piadosamente resignadas, y que caminan, como se dice, a la voluntad de Dios, comprendió toda la vida de aquellas dos criaturas. El sacerdote ya no tuvo compasión para el verdugo, para Luciano, y se estremeció al adivinar todos los suplicios sufridos por las víctimas.
—Madre —dijo Eva secándose las lágrimas—, mi pobre hermano está muy cerca de nosotras, se encuentra en Marsac.
—¿Y por qué no aquí? —preguntó la señora Chardon.
El padre Marron les contó todo lo que Luciano le había dicho de las penalidades de su viaje y las desgracias de sus últimos días en París. Pintó las angustias que acababan de agitar al poeta cuando se enteró de los efectos que en el seno de su familia habían producido sus imprudencias y cuáles eran sus aprensiones acerca de la acogida que podría dispensársele en Angulema.
—¿Ha llegado a dudar de nosotros? —dijo la señora Chardon.
—El desdichado ha venido hacia vosotros a pie, sufriendo las más horribles privaciones, y vuelve dispuesto a entrar en los caminos más humildes de la vida…, a reparar sus faltas.
—Señor —dijo la hermana—, a pesar del mal que nos ha hecho, quiero a mi hermano, como se quiere el cuerpo de un ser que ya no existe. Y amarle de esta manera, es amarle aún más que muchas hermanas aman a sus hermanos. Nos ha hecho muy pobres, pero que venga, compartirá el pequeño trozo de pan que nos queda, el que él nos ha dejado. ¡Ah!, si no nos hubiera abandonado no habríamos perdido nuestros más caros tesoros.
—¡Y es la mujer que nos lo arrebató, la que nos lo ha traído en su coche! —exclamó la señora Chardon—. ¡Partió en la calesa de la señora de Bargeton, a su lado, y ha vuelto detrás de ella!
—¿En qué puedo seros útil en la situación en que os encontráis? —preguntó el buen cura, que buscaba una frase de salida.
—¡Ah!, señor —respondió la señora Chardon—, según dicen, las llagas del dinero no son mortales; pero esa otra clase de llagas no pueden tener más médico que el enfermo.
—Si tuvierais bastante influencia para determinar a mi suegro a que ayudase a su hijo, salvaríais a toda una familia —dijo la señora Séchard.
—No cree en vos, y me ha parecido muy exasperado contra vuestro marido —respondió el anciano, a quien las frases del viñador habían hecho considerar los asuntos de Séchard como un avispero en el que no convenía poner los pies.
Cumplida su misión, el cura fue a comer a casa de su sobrino Postel, el cual disipó la poca buena voluntad de su anciano tío, dando, como todo el mundo en Angulema, la razón al padre contra el hijo.
—Hay recursos contra los disipadores —dijo al terminar Postel—, pero con aquellos que hacen experimentos, se arruinaría uno.
La curiosidad del cura de Marsac estaba totalmente satisfecha, lo cual en todas las provincias de Francia, es el principal fin del extraordinario interés que uno manifiesta en ello. Por la noche, puso al poeta al corriente de todo lo que sucedía en casa de los Séchard, presentándole su viaje como una misión dictada por la caridad más pura.
—Habéis hecho que vuestra hermana y vuestro cuñado tengan deudas de diez a doce mil francos —dijo al terminar—, y nadie dispone de esta bagatela para prestarla a su vecino. En el Angoumois no somos ricos. Yo creía que se trataba de mucho menos, cuando me hablabais de vuestras letras de cambio.
Después de haber dado las gracias al anciano por sus bondades, el poeta le dijo:
—Las palabras de perdón que me habéis traído, son para mí el verdadero tesoro.
Al día siguiente, Luciano partió muy temprano de Marsac hacia Angulema, donde entró hacia las nueve, con un bastón en la mano, vestido con una levita en bastante mal estado y un pantalón negro, Sus botas gastadas, por otra parte, decían bastante claramente que pertenecía a la infortunada clase de los peatones, de forma que no quedaba muy disimulado el efecto que había de producir en sus paisanos el contraste de su regreso con el de su partida. Pero, con el corazón palpitante aún por el remordimiento que le causaba el relato del anciano sacerdote, aceptaba por el momento este castigo, decidido a afrontar las miradas de las personas, que conocía, diciendo para su interior: “¡Soy heroico!”.
Todas estas naturalezas de poeta comienzan engañándose a sí mismas. A medida que entraba en el Houmeau, su alma luchó entre la vergüenza de este regreso y la poesía de sus recuerdos. Su corazón palpitó al pasar por delante de la puerta de Postel, donde, afortunadamente para él, Leonia Marron se encontraba sola en la tienda con su hijo. Vio con satisfacción (tan grande era la fuerza que conservaba su vanidad), borrado el nombre de su padre. Desde su casamiento, Postel había mandado pintar de nuevo su tienda, y puesto encima de la puerta, como en París: FARMACIA. Al subir la cuesta de la Porte-Palet, Luciano experimentó la influencia del aire natal, ya no sintió el peso de sus desgracias, y se dijo con satisfacción:
“¡Voy a verles de nuevo!”.
Llegó a la plaza del Mûrier sin haber encontrado a nadie, felicidad que apenas esperaba, ¡él que en otro tiempo se paseaba por su ciudad como un triunfador! Marión y Kolb, de centinela junto a la puerta, se precipitaron hacia la escalera, gritando:
—¡Ya está aquí!
Luciano volvió a ver el viejo taller y el viejo patio, encontró en la escalera a su hermana y a su madre, y se abrazaron olvidando por un instante en este abrazo todos sus sinsabores. En familia, se llega siempre a un acuerdo con la desgracia, se hace de ella un lecho, y la esperanza hace que se le encuentre menos duro. Si Luciano ofrecía la imagen de la desesperación, también ofrecía de ésta la poesía: el sol de los grandes caminos le había tostado el color y una profunda melancolía, impresa en sus rasgos, proyectaba sus sombras en su frente de poeta. Este cambio revelaba tantos sufrimientos, que a la vista de las huellas dejadas por la miseria en su semblante, el único sentimiento posible era la piedad. La imaginación partida del seno de la familia encontraba en ella a su regreso tristes realidades. Eva, en medio de su alegría, encontró la sonrisa de las santas en el momento de su martirio. La pena hace que sea sublime el rostro de una joven muy bella. La gravedad que sustituía en el rostro de su hermana a la completa inocencia que él había visto cuando se marchó a París, hablaba con demasiada elocuencia a Luciano para que éste no recibiera por ello una impresión dolorosa. Así, la primera efusión de los sentimientos, tan intensa, tan natural, fue seguida por una y otra parte de una reacción: cada cual temía hablar. Sin embargo, Luciano no pudo por menos de buscar con una mirada a aquel que faltaba en la reunión. Esta mirada, bien comprendida, hizo que Eva rompiese a llorar, y su llanto provocó a su vez el de Luciano. En cuanto a la señora Chardon, permaneció lívida y descompuesta, y en apariencia, impasible. Eva se levantó, bajó la escalera para ahorrar a su hermano una frase dura, y fue a decir a Marión:
—¡Hay que buscar fresas para mi hermano, que le gustan mucho!…
—¡Oh! Ya he pensado que querríais obsequiar al señor Luciano. Descuidad, tendréis un desayuno estupendo, y también una comida.
—Luciano —dijo la señora Chardon a su hijo—. Tienes aquí muchas cosas que reparar. Partiste para ser un motivo de orgullo para tu familia, y nos has sumido en la miseria. Casi has roto en las manos de tu hermano el instrumento de la fortuna en la cual sólo pensó para su nueva familia. No has destrozado más que esto… —añadió la madre.
Hízose una pausa espantosa, y el silencio de Luciano implicó la aceptación de estos reproches maternales.
—Entra en la senda del trabajo —prosiguió dulcemente la señora Chardon—. No te censuro el haber tratado de revivir la noble familia de la que yo he salido, mas para tales empresas es menester ante todo una fortuna, y sentimientos de orgullo: tú no has tenido nada de todo eso. A la fe, has hecho que sucediera en nosotros la desconfianza, y has destruido la paz de esta familia trabajadora y resignada, que caminaba aquí por una senda difícil… A las primeras faltas, se le debe un perdón. No empieces de nuevo. Nos encontramos ahora en circunstancias difíciles, sé prudente, escucha a tu hermana: la desgracia es una maestra cuyas lecciones, dadas de un modo bien duro, han producido en ella su fruto. Se ha vuelto seria, es madre, lleva todo el peso del hogar por abnegación hacia nuestro querido David, en fin, se ha convertido, por tu culpa, en mi único consuelo.
—Podríais ser más severa —dijo Luciano besando a su madre—. Acepto vuestro perdón, porque será el único que tenga que recibir.
Eva volvió, y por la actitud humillada de su hermano comprendió que la señora Chardon había hablado. Su bondad puso una sonrisa en sus labios, sonrisa a la que respondió Luciano con lágrimas reprimidas. La presencia es como un hechizo, cambia las disposiciones más hostiles entre amantes como en el seno de las familias, por muy fuertes que sean los motivos de descontento. ¿Es que el cariño traza en el corazón caminos en los cuales resulta agradable volver a penetrar? ¿Acaso pertenece este fenómeno a la ciencia del magnetismo? ¿Dice la razón que es preciso no volverse a ver más o perdonarse? Tanto si este efecto pertenece al razonamiento, como a una causa física o al alma, todos deben haber experimentado que las miradas, el gesto, la acción de un ser amado vuelven a encontrar en aquellos que éste más ha ofendido, disgustado o maltratado, vestigios de ternura. Si la mente olvida difícilmente, y si el interés sufre todavía, el corazón, a pesar de todo, reanuda su servidumbre. Así, la pobre hermana, al escuchar hasta la hora del almuerzo las confidencias del hermano, no fue dueña de sus ojos cuando le miró, ni de su acento cuando dejó hablar a su corazón. Al comprender los elementos de la vida literaria de París, comprendió cómo Luciano había podido sucumbir en la lucha. La alegría del poeta al acariciar al niño de su hermana, sus actos de pueril candor, la dicha de volver a ver a su región y a los suyos, mezclado con la profunda tristeza de saber que David se hallaba escondido, las palabras de melancolía que se le escaparon a Luciano, su enternecimiento al ver que en medio de su miseria su hermana se había acordado de sus gustos cuando Marión sirvió las fresas, todo, hasta la obligación de alojar al hermano pródigo y ocuparse de él, hizo de aquel día una fiesta. Fue como una tregua en la miseria. El propio tío Séchard hizo refluir en las dos mujeres el curso de sus sentimientos, al decir:
—¡Le agasajáis como si os trajera cientos y miles!…
—¿Qué ha hecho mi hermano para no ser agasajado?… —exclamó la señora Séchard, deseando vivamente ocultar la vergüenza de Luciano.
Sin embargo, una vez pasadas estas efusiones de ternura, manifestáronse los primeros matices de la realidad. Luciano advirtió pronto en Eva la diferencia del cariño actual y del que antes le profesaba. David era amado profundamente, mientras que Luciano era amado a pesar de todo, y de la misma manera que se ama a una amante a pesar de los estragos que ocasiona. La estima, fondo necesario a nuestros sentimientos, es la tela sólida que les da cierta seguridad, aquella seguridad de la cual se vive y que faltaba entre la señora Chardon y su hijo, entre el hermano y la hermana. Luciano sintióse privado de esa entera confianza que se habría tenido en él si no hubiera faltado al honor. La opinión escrita por De Arthez acerca de él, opinión que se había convertido en la de su hermana, dejóse adivinar en los gestos, en las miradas y en el acento. ¡A Luciano se le compadecía! Pero en cuanto a la gloria, a la nobleza de la familia, el héroe del hogar doméstico, todas aquellas hermosas esperanzas se habían ido para no volver. Se le temía lo bastante como para ocultarle el asilo en que vivía David. Eva, insensible a las caricias de que fue acompañada la curiosidad de Luciano, que quería ver a su hermano, ya no era la Eva del Houmeau para quien, en otro tiempo, una sola mirada de Luciano era una orden irresistible. Luciano habló de reparar sus yerros, jactándose de poder salvar a David. Eva le respondió:
—No te mezcles en esto, tenemos por adversarios a las personas más pérfidas y a las más hábiles.
Luciano bajó la cabeza como diciendo:
”Yo he combatido a parisienses”.
Su hermana le respondió con una mirada que significaba:
”Pero has sido vencido”.
—Ya no soy amado —pensó Luciano—. Tanto para la familia como para el mundo, es preciso, pues, triunfar.
A partir del segundo día, al tratar de explicarse la poca confianza de su madre y de su hermana, el poeta viose asaltado por un pensamiento no de odio, pero sí de tristeza. Aplicó la medida de la vida parisiense a aquella casta vida de provincias, olvidando que la mediocridad paciente de aquel hogar sublime de resignación era obra de él mismo:
”Son burguesas, no pueden comprenderme”, se dijo, separándose así de su hermana, de su madre y de Séchard, a quienes ya no podía engañar acerca de su carácter ni de su porvenir.
Eva y la señora Chardon, en quienes el sentido adivinatorio había sido despertado por tantos conflictos y desgracias, espiaban los más secretos pensamientos de Luciano, sintiéronse mal juzgadas y vieron cómo él iba distanciándose de ellas.
”¡París nos lo ha cambiado muchísimo!”, se dijeron a sí mismas.
Al fin recogían el fruto del egoísmo que habían cultivado. De una y otra parte, aquella ligera levadura había de fermentar, y fermentó; pero principalmente en Luciano, que se encontraba tan reprochable. En cuanto a Eva, era de aquellas hermanas que saben decir a un hermano equivocado: “Perdóname tus faltas…”. Cuando la unión de las almas ha sido perfecta como lo fue al principio de la vida entre Eva y Luciano, toda herida asestada a este hermoso ideal del sentimiento es mortal. Allí donde los malvados se reconcilian después de las puñaladas, los enamorados quedan enemistados irrevocablemente por una mirada, por una frase. En este recuerdo de la cuasi-perfección de la vida del corazón, se encuentra el secreto de separaciones a menudo inexplicables. Se puede vivir con una desconfianza en el corazón, cuando el pasado no ofrece el cuadro de un afecto puro y sin nubes, pero para dos seres que en otro tiempo estuvieron completamente unidos, la vida, cuando la mirada y la palabra exigen precauciones, se hace insoportable. Por esto, los grandes poetas hacen morir a Pablo y Virginia al salir de la adolescencia. ¿Comprenderíais a Pablo y Virginia enemistados?… Observemos, para la gloria de Eva y Luciano, que los intereses, tan intensamente heridos, ya no avivaban aquellas heridas. Tanto en la hermana irreprochable como en el poeta culpable, todo era sentimiento; por ello el menor malentendido, la más leve diferencia, un nuevo error por parte de Luciano, podía desunirlos o inspirar una de aquellas querellas que enemistan irrevocablemente a las familias. En cuestión de dinero, todo se arregla, pero los sentimientos son implacables.
Al día siguiente, Luciano recibió un número del diario de Angulema y palideció al placer al verse convertido en objeto de uno de los primeros Premiers-Angoulème que se permitió aquella estimable hoja, la cual, semejante a las Academias de provincias, como joven bien educada, según frase de Voltaire, no hacía más que hablar de sí misma.
“Que el Franco Condado se enorgullezca de haber dado a luz a Víctor Hugo, a Carlos Nodier y a Cuvier; la Bretaña a Chateaubriand y a Lamennais; la Normandía a Casimiro Delavigne; la Turena al autor de Eloa. Actualmente, el Angoumois, donde ya en tiempos de Luis XIII, el ilustre Guez, más conocido por el nombre de Balzac, hízose paisano nuestro, no tiene nada que envidiar ni a esas provincias ni al Lemosín, que ha producido a Dupuytren, ni a la Auvernia, patria de Montlosier, ni a Burdeos, que ha tenido la dicha de ver nacer a tantos grandes hombres. ¡También nosotros tenemos un poeta! El autor de los bellos sonetos titulados Margaritas, une a la gloria del poeta la del prosista, porque se le debe igualmente la magnífica novela de El Arquero de Carlos IX. Algún día nuestros descendientes se sentirán orgullosos de tener por compatriota a Luciano Chardon, ¡¡¡rival de Petrarca!!!"
En los periódicos de provincias de esa época, los puntos de admiración se parecían a los hurra con los cuales se acogen los speeches de los meetings en Inglaterra.
”A pesar de sus resonantes éxitos en París, nuestro joven poeta se ha acordado de que la mansión de los Bargeton había sido la cuna de sus triunfos, que la aristocracia angulemense había sido la primera en aplaudir sus poesías y que la esposa del señor conde Du Châtelet, prefecto de nuestro departamento, había alentado sus primeros pasos en la carrera de las Musas, ¡y ha regresado junto a nosotros!… El Houmeau entero se emocionó cuando ayer hizo su aparición nuestro Luciano de Rubempré. La noticia de su retomo ha causado en todas partes la más viva sensación. Es seguro que la ciudad de Angulema no se dejará aventajar por el Houmeau en los honores que se está hablando de tributar a aquel que, tanto en la prensa como en la literatura, ha representado de forma tan gloriosa a nuestra ciudad en París. Luciano, a la vez poeta religioso y monárquico, ha desafiado el furor de los partidos. Ha venido, según dicen, a descansar de las fatigas de una lucha que agotaría a atletas más fuertes aún que los hombres de poesía e imaginación.
”Con una poesía eminentemente política, a la cual aplaudimos, y que la señora condesa Du Châtelet fue la primera, según dicen, en haber concebido, se trata de devolver a nuestro gran poeta el título y el apellido de la ilustre familia de los Rubempré, cuya única heredera es la señora Chardon, su madre. Rejuvenecer así, por medio del talento y de las glorias nuevas, las viejas familias a punto de extinguirse, constituye, en el inmortal autor de la carta, una nueva prueba de su constante deseo, expresado por estas palabras: unión y olvido.
”Nuestro poeta se aloja en casa dé su hermana, la señora Séchard”.
En la rúbrica de Angulema se encontraban las noticias siguientes:
”Nuestro prefecto, el señor conde Du Châtelet, que ya es gentilhombre ordinario de Cámara de S. M., acaba de ser nombrado consejero de Estado en servicio extraordinario.
”Ayer todas las autoridades se presentaron ante el señor prefecto.
”La señora condesa Sixto du Châtelet recibirá todos los jueves.
“El señor de Nègrepelisse, alcalde del Escarbas, representante de la rama mayor de los De Espard, padre de la señora Du Châtelet, recientemente nombrado conde, par de Francia y comendador de la real orden de San Luis, ha sido designado, según se dice, para presidir el gran colegio electoral de Angulema en las próximas elecciones”.
—Toma —dijo Luciano a su hermana, entregándole el periódico.
Después de haber leído el artículo con atención, Eva devolvió la hoja a Luciano con aire pensativo:
—¿Qué dices a ello?… —preguntóle Luciano sorprendido por una prudencia que semejaba frialdad.
—Amigo mío —respondió la joven—, ese periódico pertenece a los Cointet, ellos son absolutamente dueños de insertar artículos en él, y sólo puede obligarles a algo la prefectura o el obispado. ¿Supones a tu antiguo rival, hoy prefecto, lo suficientemente generoso como para cantar así tus alabanzas? ¿Olvidas que los Cointet nos persiguen bajo el nombre de Métivier y quieren sin duda obligar a David a que les beneficie con sus descubrimientos?… Venga de donde venga ese artículo, yo lo encuentro inquietante. Tú no suscitabas aquí más que odios, envidias y celos, se te calumniaba en virtud del proverbio: Nadie es profeta en su tierra, y he aquí que todo cambia en un abrir y cerrar de ojos…
—No conoces el amor propio de las ciudades de provincia —respondió Luciano—. En una pequeña ciudad del Sur fueron a recibir triunfalmente, a las puertas de la villa, a un joven que había ganado el premio de honor en un certamen, viendo en él a un gran hombre en ciernes.
—Escúchame, querido Luciano, no quiero sermonearte, pero te lo diré todo en una frase: desconfía aquí de las menores cosas.
—Tienes razón —afirmó Luciano, sorprendido de encontrar a su hermana tan poco entusiasta.
El poeta estaba en el colmo de su alegría al ver cambiar en un triunfo su mezquina y vergonzosa vuelta a Angulema.
—¡Vosotros no creéis en el poco de gloria que tan caro nos cuesta! —exclamó Luciano, después de una hora de silencio durante el cual fue fraguándose una especie de tempestad en su corazón.
Por toda respuesta, Eva miró a Luciano, y esta mirada le hizo avergonzarse de su acusación.
Unos instantes antes de comer, un empleado de la prefectura trajo una carta dirigida al señor Luciano Chardon, y que pareció halagar la vanidad del poeta que el mundo disputaba a la familia.
Esta carta era la siguiente invitación:
El señor conde Sixto du Châtelet y la señora condesa Du Châtelet ruegan al señor Luciano les conceda el honor de cenar con ellos el 15 de septiembre próximo.
Con esta carta iba la siguiente tarjeta de visita:
El conde Sixto du Châtelet Gentilhombre ordinario de Cámara del Rey, Prefecto del Charenta, Consejero de Estado
—Sois muy popular —dijo el tío Séchard—. Se habla de vos como de un gran personaje… Angulema y el Houmeau se disputan quien os trenzará coronas…
—Querida Eva —dijo Luciano al oído de su hermana—, vuelvo a encontrarme exactamente igual que estaba en el Houmeau el día en que había de ir a cenar a casa de la señora de Bargeton: no tengo traje para la cena del prefecto.
—¿De modo que piensas aceptar esa invitación? —exclamó asustada la señora Séchard.
Entablóse entre el hermano y la hermana una polémica acerca de si debía o no ir a la prefectura. El buen sentido de la mujer de provincia decíale a Eva que no hay que mostrarse ante la gente más que con rostro risueño, bien vestido y de un modo irreprochable, pero ocultaba su verdadero pensamiento:
“¿Adónde llevará a Luciano la cena del prefecto? ¿Qué puede hacer por él el gran mundo de Angulema? ¿No maquinarán algo en contra suya?”.
Luciano terminó por decir a su hermana antes de ir a acostarse:
—Tú no sabes cuál es mi influencia. La mujer del prefecto tiene miedo del periodista y, por otra parte, en la condesa Du Châtelet sigue existiendo Luisa de Nègrepelisse. ¡Una mujer que acaba de obtener tantos favores puede salvar a David! Yo le diré el descubrimiento que acaba de hacer mi hermano y no será nada para ella obtener del ministerio una ayuda de diez mil francos.
A las once de la noche, Luciano, su hermana, su madre y el tío Séchard, Marión y Kolb fueron despertados por la banda de música de la ciudad, a la que se había unido la de la guarnición, y hallaron la plaza del Mûrier llena de gente. Los jóvenes de Angulema daban una serenata a Luciano Chardon de Rubempré. Luciano se asomó a la ventana de su hermana, y dijo en medio del más profundo silencio, tras la ejecución de la última pieza:
—Doy las gracias a mis paisanos por el honor que me hacen, trataré de ser digno de ello. Deberán perdonarme que no diga más, porque la emoción que siento es tan profunda, que no podría continuar.
—¡Viva el autor de El Arquero de Carlos IX!…
—¡Viva el autor de las Margaritas!
—¡Viva Luciano de Rubempré!
Después de estas tres salvas, gritadas por algunas voces, tres coronas y ramilletes de flores fueron arrojados hábilmente a través de la ventana al interior de la habitación. Diez minutos más tarde, la plaza del Mûrier estaba vacía, el silencio reinaba en ella.
—Yo preferiría diez mil francos —dijo el viejo Séchard, que daba vueltas arriba y abajo a las coronas y a los ramilletes con aire socarrón—. Pero vos les disteis margaritas y ellos os dan ramilletes. No pasáis de flores.
—¡Tal es el aprecio que hacéis de los honores que me tributan mis paisanos! —exclamó Luciano, cuyo semblante ofreció una expresión completamente desprovista de melancolía y que irradiaba realmente satisfacción—. Si conocierais a los hombres, papá Séchard, veríais que no se encuentran dos momentos semejantes en la vida. ¡No hay más que un entusiasmo verdadero al que puedan deberse semejantes triunfos!… Esto, mi querida madre y mi buena hermana, disipa muchas tristezas.
Luciano besó a su hermana y a su madre como se besa en los momentos en que la alegría se desborda hasta el punto de que es preciso arrojarla al corazón de un amigo. (A falta de un amigo, decía un día Bixiou, un autor, embriagado por su éxito, besa a su portero).
—Bueno, hermanita —dijo a Eva—, ¿por qué lloras?… ¡Ah, es de alegría!
—¡Ay! —dijo Eva a su madre antes de volver a acostarse, y cuando se hallaron solas—, en un poeta existe, creo hoy, una linda mujer de la peor especie…
—Tienes razón —respondió la madre moviendo la cabeza—. Luciano ya lo ha olvidado todo, no solamente sus desgracias, sino también las nuestras.
Madre e hija se separaron sin atreverse a decir todo le que pensaban.
En los países devorados por el sentimiento de insubordinación social que se oculta bajo la palabra igualdad, todo triunfo es uno de esos milagros que, como algunos de su género, por otra parte, no deja de ir acompañado de la cooperación de hábiles maquinadores. De cada diez ovaciones obtenidas por hombres en su vida y concedidas en el seno de su patria, hay nueve cuyas causas son ajenas al glorioso coronado. El triunfo de Voltaire en las tablas del Teatro Francés, ¿acaso no era el triunfo de la filosofía de su siglo? En Francia no es posible triunfar más que cuando todo el mundo es coronado sobre la cabeza del triunfador. Por eso las dos mujeres tenían razón en sus presentimientos. El éxito del gran hombre de provincias era demasiado contrario a las costumbres anquilosadas de Angulema para no haber sido puesto en escena por ciertos intereses o por un organizador apasionado, colaboraciones igualmente pérfidas. Eva, como la mayoría de las mujeres, desconfiaba por instinto y sin poder justificar ante ella misma su desconfianza. Al dormirse, se dijo:
”¿Quién ama aquí a mi hermano para haber movido a sus paisanos?… Por otra parte, las Margaritas aún no han sido publicadas, ¿cómo puede felicitarse a una persona por un éxito que todavía no ha alcanzado?…”.
Este triunfo era, en efecto, obra de Petit-Claud. El día en que el cura de Marsac le anunció el regreso de Luciano, el procurador cenó por primera vez en casa de la señora de Sénonches, que debía recibir oficialmente la petición de mano de su ahijada. Fue una de aquellas cenas de familia en las que la solemnidad se revela más por los vestidos que por el número de los comensales. Aunque en familia, la gente se sabe en representación, y las intenciones se traslucen en todas las actitudes. Francisca parecía un escaparate. La señora de Sénonches había enarbolado los pabellones de sus toilettes más rebuscadas. El señor Du Hautoy vestía un traje negro. El señor de Sénonches, a quien su mujer había escrito acerca de la llegada de la señora Du Châtelet, que había de mostrarse por primera vez en su casa y acerca de la presentación oficial de un pretendiente de Francisca, había regresado de la casa del señor de Pimentel. Cointet, con su más bello traje marrón de corte eclesiástico, ofreció a las miradas un diamante de seis mil francos sobre su pechera, la venganza del rico comerciante sobre la aristocracia pobre. Petit-Claud, peinado, lavado y enjabonado, no había podido deshacerse de su aire adusto. Era imposible no comparar a aquel procurador flacucho, apretado en sus vestidos, con una víbora congelada, pero la esperanza aumentaba tanto la vivacidad de sus ojos de garza, se acicaló tanto, que alcanzó la dignidad de un pequeño y ambicioso procurador del rey. La señora de Sénonches había rogado a sus íntimos que no dijeran nada sobre la primera entrevista de su pupila con un pretendiente, ni de la aparición de la prefecta, de suerte que esperaba ver llenos sus salones. En efecto, el señor prefecto y su mujer habían efectuado sus visitas oficiales por medio de tarjetas, reservando el honor de las visitas personales como un medio de acción. De este modo, la aristocracia de Angulema era presa de una curiosidad tan extraordinaria, que varias personas del bando de Chandour se propusieron ir al palacio Bargeton, pues la gente se obstinaba en no llamar a esta casa el palacio de Sénonches. Las pruebas del prestigio de la condesa Du Châtelet habían despertado muchas ambiciones y, por otra parte, decían que había cambiado de un modo tan ventajoso para ella, que todos querían juzgar por sí mismos. Al enterarse por Cointet, durante el camino, de la gran noticia del favor que Ceferina había obtenido de la prefecta para poderle presentar al futuro de la joven Francisca, Petit-Claud quiso sacar partido de la falsa situación en la que el regreso de Luciano ponía a Luisa de Nègrepelisse.
El señor y la señora de Sénonches habían realizado tantos esfuerzos económicos al comprar aquella casa, que con su mentalidad provinciana no pensaron introducir en ella el menor cambio. Por eso, las primeras palabras de Ceferina a Luisa, al ir a su encuentro, fueron éstas:
—Querida Luisa, como veis, todavía estáis en vuestra casa…
Y al decir esto, le mostraba la pequeña araña de almendras, el revestimiento de madera de las paredes y el mobiliario que en otro tiempo habían fascinado a Luciano.
—Eso es, querida, algo que no quiero recordar en modo alguno —dijo graciosamente la prefecta, proyectando una mirada a su alrededor.
Todos convinieron en que Luisa de Nègrepelisse no se parecía a sí misma. El mundo parisiense en el cual había permanecido durante dieciocho meses, las primeras felicidades de su matrimonio, que transformaban a la mujer de la misma manera que París había transformado a la provinciana, la especie de dignidad que confiere el poder, todo hacía de la condesa Du Châtelet una mujer que se parecía a la señora de Bargeton como una joven de veinte años se parece a su madre. Llevaba un lindo gorro de encaje y flores negligentemente sujeto por un alfiler con cabeza de diamante. Su peinado a la inglesa favorecía de un modo excelente a su rostro y lo rejuvenecía ocultando los contornos. Lucía un delicioso vestido, modelo debido a la famosa Victorina, que hacía resaltar la esbeltez de su talle. Sus hombros, cubiertos por una pañoleta de blonda, apenas eran visibles bajo un echarpe de gasa hábilmente colocada alrededor de su cuello excesivamente largo. En fin, jugaba con aquellas lindas bagatelas cuyo manejo constituye el escollo para las mujeres provincianas: una linda cajita pendía de su brazalete por medio de una cadenilla y llevaba en la mano el abanico y el pañuelo sin que por ello se sintiera cohibida. El gusto exquisito de los menores detalles, la actitud y las maneras copiadas de la señora de Espard, revelaban en Luisa un sabio estudio del barrio de Saint-Germain. En cuanto al guapo del Imperio, el casamiento le había hecho madurar como esos melones que, verdes aún la víspera, se vuelven amarillos en una sola noche. Al encontrar en el rostro floreciente de su esposa el verdor que Sixto había perdido, la gente se decía al oído chistes provincianos, tanto más, cuanto que todas las mujeres estaban celosas a causa de la nueva superioridad de la antigua reina de Angulema. Y el tenaz intruso tuvo que pagar por su mujer. Con excepción del señor de Chandour y de su esposa, del difunto Bargeton, del señor de Pimentel y de los Rastignac, el salón se hallaba casi tan concurrido como en el día en que Luciano efectuó en él su primera lectura, pues el señor obispo llegó también, seguido de sus vicarios. Petit-Claud, hechizado por el espectáculo de la aristocracia angulemense, en cuyo seno desesperaba encontrarse nunca cuatro meses atrás, sintió calmar su odio contra las clases superiores. La condesa Du Châtelet le pareció encantadora, y pensó:
“He ahí la mujer que puede hacer que yo sea nombrado sustituto”.
Hacia la mitad de la velada, después de haber conversado con cada una de las mujeres, variando el tono de su conversación según la importancia de la persona y la conducta que había observado respecto a su fuga con Luciano, Luisa se retiró al gabinete con monseñor. Ceferina cogió entonces del brazo a Petit-Claud, cuyo corazón palpitó fuertemente, y lo llevó hacia aquel gabinete en el que habían comenzado las desgracias de Luciano y donde iban a consumarse.
—Te presento al señor Petit-Claud, querida, y te lo recomiendo tanto más, cuanto que todo lo que hagas por él redundará sin duda en provecho de mi ahijada.
—¿Sois procurador, caballero? —preguntó la augusta hija de los Nègrepelisse examinando a Petit-Claud de los pies a la cabeza.
—¡Ay!, sí, señora condesa. (Jamás el hijo del sastre del Houmeau había tenido ocasión, en toda su vida, una sola vez, de servirse de estas dos palabras, y por ello pareció como si se le llenara la boca con ellas). Sin embargo —añadió—, depende de la señora condesa el que me mantenga de pie en el estrado. Dicen que el señor Milaud va a Nevers…
—Pero… —dijo la condesa—, ¿acaso no se es segundo sustituto y luego primero? Quisiera veros inmediatamente convertido en primer sustituto… Para ocuparme de vos y de alcanzaros este favor, quiero tener la certeza de vuestra adhesión, a la legitimidad, a la religión y, sobre todo, al señor de Villèle.
—¡Ay, señora! —dijo Petit-Claud acercando su boca al oído de la condesa—. Soy hombre como para obedecer absolutamente al rey.
—Es lo que nos hace falta hoy —repuso ella, retrocediendo, para dar a entender que no quería que le dijeran nada al oído—. Si seguís conviniendo a la señora de Sénonches, contad conmigo —añadió la condesa haciendo un gesto majestuoso con el abanico.
—Señora —dijo Petit-Claud, al ver que Cointet llegaba a la puerta del gabinete—, Luciano está aquí.
—¿Y bien, caballero?… —respondió la condesa en un tono que habría cortado toda especie de palabra en la garganta de un hombre que no hubiera sido Petit-Claud.
—La señora condesa no me comprende —repuso el procurador sirviéndose de la fórmula más respetuosa—. Quiero darle una prueba de mi adhesión a su persona. ¿Cómo quiere la señora condesa que sea recibido en Angulema el gran hombre que ella misma creó? No hay término medio: debe ser objeto de desprecio o de gloria.
Luisa de Nègrepelisse no había pensado en este dilema, por el cual se hallaba evidentemente interesada, más a causa del pasado que por el presente. Ahora bien, de los sentimientos que actualmente profesara la condesa a Luciano, dependía el éxito del plan concebido por el procurador para llevar a buen término la detención de Séchard.
—Señor Petit-Claud —dijo la condesa adoptando una actitud altiva y digna—, vos queréis pertenecer al gobierno, sabed que su primer principio debe ser el no haberse equivocado nunca, y que las mujeres tienen aún más que los gobiernos el instinto del poder y el sentimiento de su dignidad.
—Es exactamente lo que yo pensaba —respondió vivamente Petit-Claud observando a la condesa con una atención tan profunda como poco visible—. Luciano llega en medio de la mayor miseria. Pero, si debe recibir aquí una ovación, yo puedo también obligarle, a causa de la ovación misma, a que abandone Angulema, donde su hermana y su cuñado David Séchard se encuentran bajo persecuciones ardientes…
Luisa de Nègrepelisse dejó ver en su semblante un ligero movimiento producido por la represión misma de su placer. Sorprendida de ser adivinada tan bien, miró a Petit-Claud abriendo el abanico, porque Francisca de La Haye entraba en aquel momento, lo cual le dio tiempo para encontrar una respuesta.
—Caballero —dijo con sonrisa significativa—, pronto seréis procurador del rey…
¿No equivalía a decirlo todo sin comprometerse?
—¡Oh! Señora —exclamó Francisca al ir a dar las gracias a la prefecta—, entonces os deberé la felicidad de mi vida.
E inclinándose hacia el oído de su protectora, le dijo con un gesto lleno de coquetería:
—Me moriría si tuviera que ser la mujer de un procurador de provincias…
Si Ceferina se había arrojado así sobre Luisa, lo había hecho impulsada por Francis, el cual no carecía de cierto conocimiento del mundo burocrático.
—En los primeros días de todo advenimiento, ya se trate del de un prefecto, de una dinastía o de una explotación —dijo el excónsul general a su amiga—, se encuentra a la gente todo fuego para prestar servicio, pero tan pronto como han reconocido los inconvenientes de la protección, se vuelven de hielo. Hoy, Luisa hará por Petit-Claud unas gestiones que, dentro de tres meses, no querría hacer por vuestro marido.
—¿Piensa la señora condesa —preguntó Petit-Claud—, en todas las obligaciones del triunfo de nuestro poeta? Deberá recibir a Luciano durante los diez días que durará nuestro entusiasmo.
La prefecta hizo una seña con la cabeza para despedir a Petit-Claud, y se levantó para ir a conversar con la señora de Pimentel, que asomó su cabeza por la puerta del gabinete. Sorprendida por la noticia de que el señor de Nègrepelisse había sido elevado a la categoría de par de Francia, la marquesa había juzgado necesario ir a adular a una mujer lo suficientemente hábil como para haber aumentado su influencia al cometer casi una falta.
—Decidme, querida, ¿por qué os habéis tomado la molestia de colocar a vuestro padre en la Cámara Alta? —dijo la marquesa en medio de una conversación confidencial en la que doblaba la rodilla ante la superioridad de su querida Luisa.
—Querida, me concedieron ese favor tanto más cuanto que mi padre no tiene hijos, y votará siempre por la corona. Pero si tengo hijos varones, confío en que mi hijo mayor suceda a su abuelo en el titulo, en las armas y en la dignidad de par…
La señora de Pimentel vio con tristeza que no podía emplear, para realizar su deseo de hacer elevar al señor de Pimentel a la dignidad de par, a una madre cuya ambición se extendía a los hijos que aún habían de nacer.
—He conquistado a la prefecta —decía Petit-Claud a Cointet al salir—, y os prometo vuestro contrato de sociedad… Dentro de un mes seré primer sustituto, y vos seréis dueño de Séchard. Procurad ahora encontrarme un sucesor para mi despacho, que en cinco meses he convertido en el primero de Angulema…
—Sólo se necesitaba haceros montar en el caballo —dijo Cointet, casi celoso de su obra.
El lector comprenderá ahora la causa del triunfo de Luciano en su ciudad. Al modo de aquel rey de Francia que no vengaba al duque de Orleáns. Luisa no quería acordarse de las injurias recibidas en París por la señora de Bargeton. Quería proteger a Luciano, abrumarle bajo el peso de su protección y librarse de él honradamente. Puesto al corriente de todas las intrigas de París por los comadreos, Petit-Claud había adivinado el intenso odio que las mujeres profesan al hombre que no supo amarlas en el momento en que ellas tenían deseos de ser amadas.
Al día siguiente de la ovación que justificaba el pasado de Luisa de Nègrepelisse, Petit-Claud, para acabar de embriagar a Luciano y hacerse dueño de él, se presentó en casa de la señora Séchard al frente de seis jóvenes de la ciudad, todos ellos antiguos camaradas de Luciano en el Instituto de Angulema. Esta diputación era enviada al autor de las Margaritas y de El Arquero de Carlos IX por sus condiscípulos, para rogarle que asistiera al banquete que querían ofrecer al gran hombre salido de entre sus filas.
—¡Toma! ¡Pero si es Petit-Claud! —exclamó Luciano.
—Tu regreso —le dijo Petit-Claud—, ha estimulado nuestro amor propio y pundonor. Te preparamos un magnífico ágape, al que asistirán el director y los profesores del Instituto, y por el modo como se presentan las cosas, tendremos sin duda a las autoridades.
—¿Y para qué día? —preguntó Luciano.
—Para el próximo domingo.
—Me va a ser imposible —respondió el poeta—. No puedo aceptar hasta dentro de diez días, pero entonces lo haré con muchísimo gusto.
—Bien, estamos a tus órdenes —añadió Petit-Claud—; sea para dentro de diez días.
Luciano estuvo muy simpático con sus antiguos compañeros, los cuales le testimoniaron una admiración casi respetuosa. Habló por espacio de una media hora con mucho ingenio, ya que se encontraba en un pedestal y quería justificar la opinión de la región. Se puso las manos en los bolsillos del chaleco, y habló completamente como un hombre que ve las cosas desde la altura en que le han colocado sus conciudadanos. Se mostró modesto y campechano, como un genio en pantuflas. Fueron las quejas de un atleta fatigado de las luchas de París, decepcionado sobre todo, felicitó a sus camaradas por no haber abandonado su buena provincia, etc. Los dejó entusiasmados con él. Luego llevó a Petit-Claud aparte y le preguntó la verdad acerca de los asuntos de David, reprochándole el estado de secuestro en que se encontraba su cuñado. Luciano quería usar de astucia con Petit-Claud, y éste se esforzó por dar a su antiguo camarada la opinión de que él, Petit-Claud, era un pobre procuradorcillo provinciano, sin ninguna clase de malicia. La constitución actual de las sociedades, infinitamente más complicadas en sus engranajes que la de las sociedades antiguas, ha tenido por efecto subdividir las facultades en el hombre. En otros tiempos, las personas eminentes, obligadas a ser universales, aparecían en escaso número y como antorchas en medio de las naciones antiguas. Más tarde, si las facultades se especializaron, la cualidad se orientaba aún hacia el conjunto de las cosas. Así, un hombre rico en cautela, como se decía de Luis XI, podía aplicar su astucia a todas las cosas, pero actualmente la cualidad misma se halla subdividida. Por ejemplo, tantas profesiones, tantas astucias diferentes. Un astuto diplomático será engañado, en un negocio, en provincias, por un procurador mediocre o por un campesino. El más astuto periodista puede encontrarse muy torpe en asunto de intereses comerciales, y Luciano había de ser y fue juguete de Petit-Claud. El malicioso abogado había escrito naturalmente él mismo el artículo en el cual la ciudad de Angulema, comprometida con su barrio del Houmeau, se veía obligada a festejar a Luciano. Los conciudadanos de Luciano que habían acudido a la plaza del Mûrier eran los obreros de la imprenta y de la papelería de los Cointet, acompañados de los pasantes de Petit-Claud, de Cachan y de algunos camaradas del Instituto. Convertido para el poeta en el compañero íntimo del Instituto, el procurador pensaba con razón que Luciano dejaría escapar, en un momento dado, el secreto del refugio de David. Y si éste perecía por culpa de Luciano, el poeta ya no podría vivir en Angulema. Por lo tanto, para mejor asegurar su influencia, asumió la actitud de inferior con respecto a Luciano.
—¿Cómo no habría hecho lo mejor que pude? —dijo Petit-Claud a Luciano—. Se trataba de la hermana de mi amigo, pero en el Palacio de Justicia hay situaciones ante las que es preciso perecer. David me pidió, el primero de junio, que le garantizase su tranquilidad durante tres meses. No estará en peligro más que en septiembre, y aún he podido sustraer todo su porvenir a sus acreedores, porque ganaré el proceso en el Tribunal real. Allí haré juzgar que el privilegio de la mujer es absoluto, que, en la especie, no cubre ningún fraude… En cuanto a ti, vuelves desgraciado, pero eres hombre de talento… (Luciano hizo el gesto de un hombre al que llevan el incensario demasiado cerca de la nariz). Sí, querido —continuó diciendo Petit-Claud—, he leído El Arquero de Carlos IX, y es más que una novela, ¡es una obra maestra! El prólogo sólo pudo haber sido escrito por dos hombres: ¡Chateaubriand o tú!
Luciano aceptó este elogio, sin decir que aquel prefacio era de Arthez. De cien autores franceses, noventa y nueve habrían obrado como él.
—Pues bien, aquí parecía como si no te conociesen —prosiguió Petit-Claud fingiendo indignación—. Cuando vi la indiferencia general, me propuse revolucionar a toda esa gente. Escribí el artículo que has leído…
—¡Cómo! Fuiste tú quien… —exclamó Luciano.
—¡Yo mismo!… Angulema y el Houmeau se han encontrado en rivalidad, yo he reunido a los jóvenes, tus antiguos compañeros de Instituto, y he organizado la serenata de ayer. Luego, una vez lanzados al entusiasmo, hemos hecho la suscripción para la cena. “Si David se esconde, me dije, por lo menos Luciano será coronado!”. Hice aún más —añadió Petit-Claud—, he visto a la condesa Du Châtelet, y le he hecho comprender que debía sacar a David de la situación en que se halla: puede y debe hacerlo. Si David ha encontrado realmente el secreto del que me ha hablado, el gobierno no se arruinará al apoyarle, y ¡qué hermoso para un prefecto parecer haber intervenido en gran medida en un descubrimiento tan grande, por la feliz protección que concede a un inventor! Hablarían de él como de un administrador ilustrado… ¡Tu hermana está asustada de nuestro fuego de mosquetería judicial, ha tenido miedo del humo…! La guerra en el Palacio de Justicia cuesta tan cara como en los campos de batalla, pero David ha mantenido su posición, es dueño de su secreto: ¡no pueden detenerle, y no le detendrán!
—Te doy las gracias, querido amigo, y veo que puedo confiarte mi plan; tú me ayudarás a realizarlo.
Petit-Claud miró a Luciano, dando a su nariz el aspecto de un punto de interrogación.
—Quiero salvar a Séchard —dijo Luciano con cierto aire de importancia—. Yo soy la causa de su desgracia, lo repararé todo… Tengo más imperio sobre Luisa…
—¿Quién es Luisa?…
—¡La condesa Châtelet!… (Petit-Claud hizo un movimiento). Tengo sobre Luisa más imperio del que ella misma cree —prosiguió Luciano—, sólo que, si bien tengo poder sobre vuestro gobierno, carezco, querido, de la ropa necesaria…
Petit-Claud hizo otro movimiento como para ofrecer su bolsa.
—Gracias —dijo Luciano estrechando la mano de Petit-Claude—. Dentro de diez días, iré a hacer una visita a la señora prefecta y te devolveré la tuya.
Se separaron estrechándose la mano como buenos camaradas.
“Debe ser poeta —se dijo Petit-Claud—, porque está loco”.
”Por mucho que digan —pensaba Luciano al regresar a casa de su hermana—, en cuestión de amigos no hay más que los del Instituto”.
—Luciano —preguntó Eva—, ¿qué es lo que te ha prometido Petit-Claud para testimoniarle tanta amistad? ¡Cuidado con él!
—¿Con él? —exclamó Luciano—. Escucha Eva —dijo como si pareciera obedecer a una reflexión—, tú ya no crees en mí, desconfías de tu hermano y probablemente también de Petit-Claud. Pero dentro de doce o quince días, cambiarás de opinión… —añadió con cierto gesto de suficiencia.
Luego subió a su habitación y escribió la siguiente carta a Lousteau:
“Amigo mío: De los dos, sólo yo puedo acordarme del billete de mil francos que te presté; pero conozco demasiado bien, ¡ay!, la situación en que te encontrarás al abrir mi carta, para no añadir en seguida que no te los pido en especies de oro o de plata, no, te los pido en crédito, como se le pediría a Florina en placer. Tenemos el mismo sastre y puedes hacer, pues, que me confeccione cuanto antes un traje completo, ya que si no es con el vestido de Adán, no puedo presentarme. Aquí me aguardan, con gran asombro de mi parte, los honores departamentales debidos a los personajes parisienses ilustres. Soy el héroe de un banquete, ni más ni menos que un diputado de la Izquierda. ¿Comprendes ahora la necesidad de un traje negro? Promete el pago, encárgate de él, recurre a la propaganda; en una palabra, procura encontrar una escena inédita de Don Juan con el señor Domingo, porque debo endomingarme cueste lo que cueste. No llevo más que andrajos, conque, ¡figúrate! Estamos en septiembre y hace un tiempo magnífico; ergo, procura que yo reciba, para fines de esta semana, un hermoso traje de mañana: levita verde oscuro, tres chalecos, uno de color azufre, el otro de fantasía, en género escocés y el tercero completamente blanco; además, tres pantalones para hacer mujeres, uno blanco, de paño inglés, el otro de mahón, y el tercero de ligero casimir negro. Finalmente, un traje negro y un chaleco de raso también negro para noche. Si has encontrado alguna Florina, me recomiendo a ella para dos corbatas de fantasía. Esto no es nada, cuento contigo, con tu habilidad. El sastre no me preocupa. Querido amigo, varias veces lo hemos deplorado: la inteligencia de la miseria que, ciertamente, es el veneno más activo que atormenta al hombre por excelencia, al parisiense, esa inteligencia cuya actividad sorprendería a Satanás, ¡todavía no ha encontrado el medio de obtener a crédito un sombrero! Cuando hayamos puesto de moda sombreros que valgan mil francos, estarán a nuestro alcance, pero hasta entonces, deberemos siempre tener suficiente oro en el bolsillo para pagar un sombrero. ¡Ah, qué mal nos ha hecho la Comedia Francesa con aquello de: Lafleur, pondrás oro en mis bolsillos! Comprendo, pues, perfectamente, todas las dificultades de la ejecución de este encargo: añade un par de botas, un par de escarpines, un sombrero y seis pares de guantes, a lo que haya traído el sastre. Es pedir lo imposible, ya lo sé. Pero la vida literaria, ¿no es lo imposible también?… No te digo más que una cosa: opera este prodigio haciendo un gran artículo o alguna pequeña infamia, y a cambio de ello te perdono la deuda. Y es una deuda de honor, querido, que data de doce meses: si pudieras sonrojarte, te sonrojarías. Mi querido Lousteau, bromas aparte, me encuentro en circunstancias graves. Juzga de ello por esta sola frase: la Sepia ha engordado, se ha convertido en la mujer de la Garza, y la Garza es prefecto de Angulema. Esa horrible pareja tiene mucho poder para ayudar a mi cuñado, al que yo he puesto en una situación espantosa, ya que se encuentra bajo acción judicial y escondido por efecto de la letra de cambio… Se trata de reaparecer ante la señora prefecta y de volver a tener sobre ella cierto ascendiente, cueste lo que cueste. ¿No es espantoso pensar que la fortuna de David Séchard depende de un lindo par de botas, de unas medias de seda gris (no vayas a olvidarlas) y de un sombrero nuevo?… Voy a fingirme enfermo y me meteré en cama como hizo Duvicquet, para dispensarme de responder al entusiasmo de mis paisanos. Éstos me han dado, querido, una hermosa serenata. Empiezo a preguntarme cuántos tontos se necesitan para componer estas palabras: mis paisanos, desde que he sabido que el entusiasmo de la capital del Angoumois había tenido por alborozadores a algunos de mis compañeros del Instituto.
”Si pudieras insertar en los Hechos de París algunas líneas sobre mi recepción, conseguirías que aumentase aquí de estatura. Por otra parte, haría comprender a la Sepia que tengo, si no amigos, por lo menos cierto crédito en la prensa parisiense. Como no renuncio a ninguna de mis esperanzas, te recompensaré por este favor. Si te hiciera falta algún bello artículo de fondo para una colección cualquiera, tengo tiempo para meditar uno de ellos. No te digo más que una palabra, querido amigo: confío en ti, como tú puedes confiar en aquel que se dice
”Tu fiel amigo,
“Luciano de R.”.
“D. D. — Mándamelo todo por la diligencia”.
Esta carta, en la que Luciano volvía a adoptar el tono de superioridad que le procuraba interiormente su éxito, le recordó su vida de París. Preso desde hacía seis días de la calma absoluta de la provincia, su pensamiento evocó sus buenas miserias, tuvo vagas nostalgias y permaneció durante una semana preocupado con la condesa Châtelet. En fin, dio tanta importancia a su reaparición, que al anochecer, cuando bajó al Houmeau a buscar en la oficina de las diligencias los paquetes que esperaba de París, experimentó las angustias de la incertidumbre, como una mujer que ha puesto todas sus últimas esperanzas en un vestido y desespera de tenerlo.
—¡Ah, Lousteau! Te perdono tus traiciones —pensó al observar por la forma de los paquetes que el envío debía contener todo lo que él había pedido.
En la caja del sombrero encontró la siguiente carta:
“Querido amigo:
”El sastre se ha portado muy bien, pero como tu profunda retrospectiva perspicacia te hacía presentir, las corbatas, el sombrero y las medias de seda que había que buscar han sembrado la angustia en nuestros corazones, porque en nuestros bolsillos no había nada que pudiera ser objeto de angustia. Ya lo decíamos con Blondet: podría hacerse una fortuna estableciendo una casa en la que los jóvenes encontrasen lo que cuesta poco, pues terminamos por pagar muy caro aquello que no pagamos. Por otra parte, el gran Napoleón, detenido en su carrera hacia las Indias por falta de un par de botas, lo dijo: ¡Los asuntos fáciles jamás se realizan! Así, pues, todo iba bien, salvo el calzado… Te veía con levita y sin sombrero, con chaleco pero sin zapatos, y pensaba enviarte un par de mocasines que un americano le dio como curiosidad a Florina cuando ésta ofreció cuarenta francos para que los jugásemos por ti. Nathan y yo nos sentimos tan felices al no jugar por nuestra cuenta, que ganamos lo suficiente como para invitar a cenar a la Torpedo, la antigua figuranta de la Opera, y a Des Lupeaulx. Frascati nos debía esto. Florina se ha encargado de las adquisiciones y ha añadido tres hermosas camisas. Nathan te ofrece un bastón. Blondet, que ha ganado trescientos francos, te envía una cadena de oro. La figuranta añade un reloj, tan grande como una moneda de cuarenta francos, que le dio un imbécil, y que no anda. “¡Es de pacotilla, come todo lo de él!”, nos dijo. Bixiou, con el que nos encontramos en el Rocher de Cancale, ha querido poner un frasco de agua de Portugal en el envío que París te hace. Nuestro primer cómico dijo: ¡Si esto puede hacer su felicidad, que sea feliz!, con aquel acento de bajo cantante y aquella importancia burguesa que tan bien sabe ofrecer. Todo esto, hijo mío, te demuestra cuánto te aman tus amigos en la desgracia. Florina, a quien he tenido la debilidad de perdonar, te ruega nos mandes un artículo sobre la última obra de Nathan. ¡Adiós, hijo mío! No puedo por menos de lamentar que hayas vuelto al rincón de donde saliste, ahora que encontraste un viejo camarada en
”Tu amigo,
Esteban L.”.
—¡Pobres muchachos! ¡Han jugado para mí! —se dijo conmovido.
De las regiones malsanas o de aquellas en las que más se ha sufrido llegan unas bocanadas que semejan los perfumes del paraíso. En una vida monótona, el recuerdo de los sufrimientos es como un goce indefinible. Eva quedóse estupefacta cuando su hermano bajó con sus vestidos nuevos. No le reconocía.
—Ahora ya puedo ir a pasear a Beaulieu —dijo Luciano—. No dirán de mí que haya vuelto en andrajos. Mira, aquí tienes un reloj que se parece a mí, porque no funciona.
—¡Qué niño eres!… —dijo Eva—. No es posible enfadarse contigo.
—Creerás, mi querida niña, que he pedido todo esto con la idea bastante necia de brillar a los ojos de Angulema, de la que me preocupo tanto como de eso —dijo azotando el aire con su bastón de puño de oro cincelado—. Quiero reparar el mal que he causado, y he tomado las armas.
El éxito de Luciano como elegante fue el único triunfo real que obtuvo, pero fue inmenso. Es tan grande el número de lenguas que suelta la envidia como el de las que la admiración deja heladas. Las mujeres se volvieron locas por él, los hombres le maldijeron, y pudo exclamar como el trovador: “¡Oh, vestido mío, que agradecido te estoy!”. Fue a llevar dos tarjetas a la Prefectura e hizo también una visita a Petit-Claud, pero no le encontró. A la mañana siguiente, día del banquete, todos los periódicos de París contenían, bajo la rúbrica de Angulema, las siguientes líneas:
“ANGULEMA. — El regreso de un joven poeta cuyos comienzos han sido tan brillantes, del autor de El Arquero de Carlos IX, la única novela hecha en Francia sin imitar el estilo de Walter Scott, y cuyo prefacio constituye un acontecimiento literario, ha sido señalado por un recibimiento tan halagador para la ciudad como para el señor Luciano de Rubempré. La ciudad se ha apresurado a ofrecerle un banquete patriótico. El nuevo prefecto, apenas instalado, se ha asociado a la manifestación pública agasajando al autor de las Margaritas, cuyo talento fue tan vivamente alentado en sus comienzos por la señora condesa de Châtelet”.
En Francia, una vez se ha dado el impulso, ya nadie puede detenerse. El coronel del regimiento de la guarnición ofreció su banda de música. El dueño del hotel de la Cloche, cuyas expediciones de pavos trufados llegan hasta la China y se envían en las más magníficas porcelanas, el famoso fondista del Houmeau, encargado del banquete, había adornado su gran sala con paños en los cuales unas coronas de laurel entretejidas con ramilletes de flores hacían un efecto soberbio. A las cinco, cuarenta personas se encontraban allí reunidas en traje de ceremonia. Una multitud de ciento y pico de habitantes, atraídos especialmente por la presencia de los músicos en el patio, representaba a los paisanos de Luciano.
—¡Toda Angulema está ahí! —dijo Petit-Claud asomándose a la ventana.
—No comprendo nada de todo ello —decía Postel a su mujer, que vino para escuchar la música—. ¡Cómo! El prefecto, el recaudador general, el coronel, el director de la Poudrerie, nuestro diputado, el alcalde, el director del Instituto, el director de la fundación de la Ruelle, el presidente, el procurador del rey, el señor Milaud, ¡todas las autoridades acaban de llegar!…
Cuando se sentaron a la mesa, la orquesta militar comenzó con unas variaciones sobre el aire de ¡Viva el rey, viva Francia!, que no ha podido hacer popular. Eran las cinco de la tarde. A las ocho, unos postres de sesenta y cinco platos, notable por un Olimpo de dulces coronado por Francia en chocolate, dio la señal de los brindis.
—Caballeros —dijo el prefecto poniéndose en pie—: ¡Por el Rey!… ¡Por la Legitimidad! ¿Acaso no se debe a la paz que los Borbones nos han traído, la generación de poetas y pensadores que mantiene en las manos de Francia el cetro de la literatura?…
—¡Viva el rey! —exclamaron los comensales, entre los cuales predominaban los ministeriales.
El venerable director del Instituto se levantó.
—Al joven poeta —dijo—, al héroe del día, que ha sabido unir a la gracia y a la poesía de Petrarca, en un género que Boileau declaraba tan difícil, el talento del prosista.
—¡Bravo! ¡Bravo!…
El coronel se puso en pie.
—Caballeros, ¡por el monárquico!, ya que el héroe de esta fiesta ha tenido la valentía de defender los buenos principios.
Petit-Claud se levantó.
—Todos los camaradas de Luciano, ¡por la gloria del Instituto de Angulema, por el venerable director, que nos es tan querido, y a quien debemos reconocer todo lo que le pertenece de nuestros éxitos!…
El anciano director, que no esperaba este brindis, se secó los ojos. Luciano se puso en pie. Hízose el más profundo silencio, y el poeta se quedó blanco como la cera. En aquel momento, el anciano director, que se encontraba a su izquierda, le colocó en la cabeza una corona de laurel. Aplaudieron. Luciano tuvo lágrimas en los ojos y en la voz.
—Está borracho —dijo a Petit-Claud el futuro procurador del rey de Nevers.
—No es el vino lo que le ha embriagado.
—Queridos compatriotas, queridos camaradas —dijo al fin Luciano—. Yo quisiera tener a Francia entera como testigo de esta escena. Es así cómo se educa a los hombres y como se obtienen en nuestro país las grandes obras y las grandes acciones. Pero, al ver lo poco que he hecho, y el gran honor que recibo por ello, sólo puedo sentirme confuso al tener que confiar en el futuro para poder justificar la acogida que hoy se me dispensa. El recuerdo de estos momentos me dará fuerzas en medio de las nuevas luchas. Permitidme que señale a vuestros homenajes aquella que fue mi primera musa y mi protectora y que beba también a la salud de mi ciudad natal. Así, pues: por la bella condesa Sixto du Châtelet y por la noble ciudad de Angulema.
—No ha salido mal del paso —dijo el procurador del rey, que movió la cabeza en señal de aprobación—, ya que nuestros brindis estaban preparados, mientras que el suyo ha sido improvisado.
A las diez, los comensales se marcharon por grupos. David Séchard, al oír aquella música extraordinaria, preguntó a Basine:
—¿Qué sucede en el Houmeau?
—Es que dan —respondió la joven—, una fiesta en honor de vuestro cuñado Luciano…
—Estoy seguro que habrá lamentado no verme a mí allí también.
A medianoche, Petit-Claud acompañó a Luciano hasta la plaza del Mûrier. Una vez allí, el poeta dijo al procurador:
—Amigo mío, entre nosotros, una amistad eterna.
—Mañana —dijo el procurador—, se firma mi contrato de matrimonio en casa de la señora de Sénonches, con la señorita Francisca de La Haye, su pupila; hazme el favor de venir. La señora de Sénonches me ha rogado que te llevara, y verás allí a la prefecta, que se sentirá muy halagada por tu brindis, del que sin duda le hablarán.
—Es que yo tenía mis ideas —dijo Luciano.
—¡Oh, tú salvarás a David!
—Estoy seguro —respondió el poeta.
En aquel momento, David se mostró por arte de encantamiento. He aquí por qué. Se encontraba en una situación bastante difícil: su mujer le prohibía absolutamente recibir a Luciano y darle a conocer el lugar de su refugio, mientras que éste le escribía las cartas más afectuosas diciéndole que dentro de pocos días habría reparado el mal. Ahora bien, la señorita Clerget había entregado a David las dos cartas siguientes, diciéndole el motivo de la fiesta, cuya música llegaba a sus oídos.
”Amigo mío: Haz como si Luciano no estuviera aquí, no te preocupes por nada y graba en tu mente esta idea: nuestra seguridad proviene enteramente de la imposibilidad en que se encuentran tus enemigos de saber dónde estás. Mi desgracia consiste en que tengo más confianza en Kolb, Marión y Basine, que en mi hermano. ¡Ay!, mi pobre Luciano ya no es el cándido y tierno poeta que hemos conocido. Precisamente porque quiere intervenir en tus asuntos y porque tiene la presunción de hacer pagar nuestras deudas (¡por orgullo, David mío!…), es por lo que le temo. Ha recibido de París preciosos trajes y cinco monedas de oro en una hermosa bolsa. Las ha puesto a nuestra disposición y vivimos de este dinero. En fin, tenemos un inconveniente menos: tu padre nos ha dejado, y debemos su partida a Petit-Claud, el cual desentrañó las intenciones del tío Séchard, y las destruyó al decirle que tú no harías ya nada sin él, y que él, Petit-Claud, no dejaría que cedieras nada de tu descubrimiento sin una indemnización previa de treinta mil francos. Ante todo, quince mil para liquidar, y otros quince mil que tú percibirías, tanto si tienes éxito, como si fracasas. Petit-Claud resulta inexplicable para mí. Te beso como una mujer besa a su marido desgraciado. Nuestro Lucianito está bien. ¡Qué espectáculo el de esta flor que se tiñe de bellos colores y se desarrolla en medio de nuestras borrascas domésticas! Mi madre, como siempre, ruega a Dios y te abraza tan tiernamente como
Tu Eva."
Petit-Claud y los Cointet, asustados por la astucia de campesino del viejo Séchard, se habían desembarazado de éste, por lo que vemos, con tanta más facilidad, cuanto que la vendimia le reclamaba en su viñas de Marsac.
La carta de Luciano, incluida en la de Eva, estaba concebida en los siguientes términos:
”Querido David: Todo va bien, estoy armado de los pies a la cabeza, hoy entro en campaña y dentro de dos días habré andado mucho camino. ¡Con qué gusto te abrazaré cuando estés liberado de tu encierro y de mis deudas! Sin embargo, me siento herido para siempre y en lo más profundo de mi corazón por la desconfianza que mi hermana y mi madre siguen manifestándome. ¿Acaso no sé que te escondes en casa de Basine? Cada vez que esta mujer viene a casa, tengo noticias tuyas y la respuesta a mis cartas. Por otra parte, es evidente que mi hermana no podía contar más que con su amiga de taller. Hoy me encontraré muy cerca de ti y me sentiré cruelmente apenado por no poder hacer que asistas a la fiesta con que me obsequian. El amor propio de Angulema me ha valido un pequeño triunfo que, dentro de algunos días, será completamente olvidado, pero en el que tu alegría habría sido la única sincera. En fin, unos días más y le perdonarás todo a aquel para quien su mayor gloria consiste en ser
”Tu hermano,
Luciano."
David sintióse su corazón dividido entre aquellas dos fuerzas, aunque desiguales, ya que adoraba a su mujer, y su amistad por Luciano había perdido algo de su antigua estima. Pero en la soledad, la fuerza de los sentimientos cambia enteramente. El hombre solo, y presa de las preocupaciones como las que devoraban a David, cede a pensamientos contra los cuales encontraría puntos de apoyo en el medio ordinario de la vida. Así, al leer la carta de Luciano en medio de la charanga de aquel triunfo inesperado, sintióse profundamente emocionado al ver en ella expresada la nostalgia con la cual él contaba. Las almas tiernas no resisten a esos pequeños efectos del sentimiento, que consideran tan poderosos en los otros como en ellos. ¿No es acaso la gota de agua que cae en el vaso ya completamente lleno?… Por este motivo, hacia medianoche, las súplicas de Basine no pudieron impedir a David que fuera a ver a Luciano.
—Nadie se pasea a estas horas por las calles de Angulema —le dijo—. No me verán, no pueden detenerme de noche. Y en el caso de que me encontrasen, puedo servirme del medio ideado por Kolb para volver a mi escondrijo. Por otra parte, hace mucho tiempo que no he besado a mi mujer y a mi hijo.
Basine cedió ante todas estas razones bastante plausibles, y dejó salir a David, el cual gritó: "¡Luciano!”, en el momento en que el poeta y Petit-Claud se despedían. Y los dos hermanos se arrojaron el uno en brazos del otro llorando. No hay muchos momentos parecidos en la vida. Luciano sentía la efusión de una de esas amistades a pesar de todo, con las cuales no se cuenta nunca y que uno se reprocha de haber burlado, y David sentía la necesidad de perdonar. Aquel generoso y noble inventor quería sobre todo sermonear a Luciano y disipar las nubes que parecían cubrir con un velo el cariño de la hermana y del hermano. Ante estas consideraciones de sentimiento, todos los peligros engendrados por la falta de dinero habían desaparecido.
Petit-Claud dijo a su cliente:
—Id a vuestra casa y aprovechaos al menos de vuestra imprudencia para besar a vuestra mujer y vuestro hijo. ¡Que nadie os vea!
“¡Qué lástima! —Díjose a sí mismo Petit-Claud, que se quedó solo en la plaza del Mûrier—. ¡Ah! Si tuviera aquí a Cérizet…”.
En el momento en que el procurador hablaba consigo mismo a lo largo de la valla que rodea el lugar donde en la actualidad se yergue orgullosamente el Palacio de Justicia, oyó detrás de él golpear una tabla de madera.
—Aquí estoy —dijo Cérizet, cuya voz pasaba a través de dos tablas mal unidas—. He visto a David salir del Houmeau.
Empezaba a sospechar el lugar en el que se refugiaba, pero ahora estoy seguro de donde debo atraparle. Sin embargo, para tenderle una trampa, es necesario que me entere de los proyectos de Luciano, y he ahí que vos los mandáis a su casa. Por lo menos quedaos ahí con un pretexto cualquiera. Cuando David y Luciano salgan, traedlos cerca de mí; se creerán solos, y podré oír las últimas palabras de su despedida.
—¡Eres el mismo diablo! —dijo en voz baja Petit-Claud.
—¡Caramba! —exclamó Cérizet—. ¡Qué no haría yo para conseguir lo que me habéis prometido!
Petit-Claud abandonó la valla y fue a pasear por la plaza del Mûrier, mirando hacia las ventanas de la habitación en la que la familia se encontraba reunida y pensando en su futuro como para darse ánimos, pues la habilidad de Cérizet le permitiría asestar el último golpe. Petit-Claud era uno de esos hombres profundamente tortuosos y traidoramente dobles, que jamás se dejan pescar con el cebo del presente ni con las lisonjas de ningún afecto, después de haber observado los cambios del corazón humano y la estrategia de los intereses. Así, pues, al principio había contado poco con Cointet. En el caso de que la obra de su casamiento hubiera fracasado sin que él tuviera derecho a acusar de traición al gran Cointet, habíase puesto en condiciones de fastidiarle. Pero desde su éxito en el palacio de Bargeton, Petit-Claud jugaba limpio. Su última trama, que se había hecho inútil, era peligrosa para la situación política a que aspiraba. He aquí las bases sobre las cuales quería establecer su importancia futura:
Gannerac y algunos negociantes importantes comenzaban a formar en el Houmeau un comité liberal que estaba unido por medio de las relaciones del comercio con los jefes de la oposición. El advenimiento del ministerio Villèle, aceptado por Luis XVIII moribundo, era la señal de un cambio de conducta en la oposición que, desde la muerte de Napoleón, renunciaba al medio peligroso de las conspiraciones. El partido liberal organizaba en las provincias su sistema de resistencia legal: tendió a adueñarse del material electoral, con objeto de llegar a su meta por la convicción de las masas. Liberal furibundo e hijo del Houmeau, Petit-Claud fue el promotor, el alma y el consejo secreto de la oposición de la ciudad baja, oprimida por la aristocracia de la ciudad alta. Él fue el primero que llamó la atención sobre el peligro de dejar a los Cointet que dispusieran ellos solos de la prensa en el departamento del Charenta, donde la oposición debía tener un órgano, con objeto de no quedar rezagados con respecto a las otras ciudades.
—Que cada uno de nosotros dé un billete de quinientos francos a Gannerac. De esta forma dispondrá de veinte mil francos y pico para comprar la imprenta Séchard, de la cual seremos entonces los amos al tener en nuestras manos al propietario por medio de un empréstito —propuso Petit-Claud.
El procurador hizo adoptar esta idea, con intención de consolidar así su doble situación frente a Cointet y Séchard, y naturalmente fijó su mirada en un sujeto de la catadura moral de Cérizet, para hacer de él el hombre adicto al partido.
—Si puedes descubrir a tu antiguo patrón y ponerlo en mis manos —dijo al antiguo regente de la imprenta de Séchard—, te prestarán veinte mil francos para comprar tu imprenta, y probablemente te pondrán al frente de un periódico. Por lo tanto, adelante.
Más seguro de la actividad de un hombre como Cérizet que de la de todos los Doublon del mundo, Petit-Claud había prometido entonces al gran Cointet la detención de Séchard. Pero, desde que Petit-Claud abrigaba la esperanza de ingresar en la magistratura, preveía la necesidad de volverle la espalda a los liberales, y había cultivado tan bien las mentes en el Houmeau, que se consiguieron los fondos necesarios para la adquisición de la imprenta. Petit-Claud decidió dejar que las cosas siguieran su curso natural.
”¡Bah! —se dijo—. Cérizet cometerá algún delito de prensa, y me aprovecharé para hacer gala de mi talento…”.
Dirigióse hacia la puerta de la imprenta y le dijo a Kolb que estaba de centinela:
—Sube a avisar a David que aproveche el momento para irse, y tomad precauciones. Yo me voy, ya es la una…
Cuando Kolb abandonó la puerta, Marión fue a ocupar su sitio. Luciano y David bajaron, Kolb les precedió un centenar de pasos y Marión les siguió a una distancia de otros cien pasos. Cuando los dos hermanos pasaron a lo largo de la valla, Luciano hablaba acaloradamente a David.
—Amigo mío —le dijo—, mi plan es de una extraordinaria sencillez, pero ¿cómo hablar de él delante de Eva, la cual jamás comprendería los medios con los que ha de realizarse este plan? Estoy seguro de que Luisa conserva en el fondo del corazón un deseo que yo sabré despertar, la quiero únicamente para vengarme de ese imbécil de prefecto. Si nos amamos, aunque no fuera más que por una semana, yo haré que pida al Ministerio una ayuda de veinte mil francos para ti. Mañana volveré a ver a esa criatura en el pequeño gabinete donde comenzaron nuestros amores, y en el que, según Petit-Claud, nada ha cambiado: allí representaré mi comedia. Pasado mañana por la mañana haré que Basine te diga si he sido silbado… Quién sabe, quizás estarás en libertad… ¿Comprendes ahora por qué he querido que me enviaran ropa de París? En andrajos no se puede representar el papel de galán.
A las seis de la mañana, Cérizet fue a ver a Petit-Claud.
—Mañana, al mediodía, Doublon puede preparar su golpe. Se apoderará de nuestro hombre, respondo de ello —le aseguró el parisiense—. Dispongo de una de las obreras de la señorita Clerget, ¿comprendéis?…
Después de haber escuchado el plan de Cérizet, Petit-Claud corrió a casa de Cointet.
—Procurad que esta tarde el señor Du Hautoy se haya decidido a dar a Francisca la nuda propiedad de sus bienes, y vos firmaréis dentro de dos días un acta de sociedad con Séchard. Yo no me casaré hasta ocho días después de la firma del contrato. De este modo nos encontraremos en los términos de nuestros acuerdos: toma y daca. Pero estemos esta noche al acecho de lo que va a ocurrir en casa de la señora condesa Du Châtelet, porque todo se decidirá allí… Si Luciano espera triunfar por medio de la prefecta, ya tengo a David en mi poder.
—Me parece que seréis guardasellos —repuso Cointet.
—¿Y por qué no? El señor de Peyronnet también lo es —dijo Petit-Claud, que aún no se había despojado totalmente de la piel de liberal.
El estado dudoso de la señorita de La Haye le valió la presencia de la mayor parte de los nobles de Angulema a la firma de su contrato. La pobreza de aquel futuro matrimonio, casado sin canastilla, avivaba el interés que al mundo le gusta testimoniar, ya que con la beneficencia ocurre lo mismo que con los triunfos: a la gente le agrada una caridad que satisface el amor propio. Así, la marquesa de Pimentel, la condesa Du Châtelet, el señor de Sénonches y dos o tres asiduos de la casa, hicieron a Francisca algunos regalos de los cuales se habló mucho en la ciudad. Estas lindas bagatelas, unidas al ajuar preparado desde hacía un año por Ceferina, a las joyas del padrino y a los presentes de costumbre que hace el novio, consolaron a Francisca y despertaron la curiosidad de varias madres, que trajeron a sus hijas. Petit-Claud y Cointet habían observado ya que los nobles de Angulema les toleraban a ambos en su Olimpo como una necesidad: el uno era el director de la fortuna, el protutor de Francisca, y el otro era indispensable para la firma del contrato, como el reo lo es para una ejecución; pero al día siguiente de su boda, si la señora Petit-Claud conservaba el derecho de ir a casa de su madrina, el marido difícilmente se vería admitido en ella, y él se proponía imponerse a aquel mundo orgulloso. Avergonzándose de sus padres de humilde condición, el procurador hizo que su madre se quedase en Mansle, adonde la mujer se había retirado, y le rogó que se fingiera enferma y le diera su consentimiento por escrito. Bastante humillado al verse sin parientes, protectores, ni testigos por su parte, Petit-Claud sentíase, pues, muy feliz al poder presentar en el hombre famoso a un amigo aceptable, y al que la condesa deseaba volver a ver. Por esta razón fue a buscar a Luciano en coche. Para aquella velada memorable, el poeta había arreglado su aspecto personal de una forma que sin duda había de darle una superioridad sobre todos los hombres. La señora de Sénonches, por otra parte, había anunciado al héroe del momento, y la entrevista de los dos amantes enemistados constituía una de aquellas escenas que tanto agradan a los provincianos. Luciano había pasado al estado de León: decían que estaba tan guapo, tan cambiado, tan maravilloso, que todas las mujeres de la Angulema noble tenían grandes deseos de volver a verle. Siguiendo la moda de aquella época, a la que se debe el cambio del antiguo pantalón de baile por el innoble pantalón actual, habíase puesto un pantalón negro muy ceñido. Los hombres dibujaban todavía sus formas con gran desesperación de los flacos o contrahechos, y las formas de Luciano eran apolíneas. Sus medias de seda gris, sus pequeños zapatos, el chaleco de raso negro, la corbata, todo le sentaba a las mil maravillas. Su rubia y abundante cabellera rizada hacía resaltar su blanca frente, alrededor de la cual los rizos se levantaban con gracia rebuscada. Sus ojos, llenos de orgullo, centelleaban. Sus pequeñas manos de mujer, hermosas bajo los guantes, no debían dejarse ver sin éstos. Copió su actitud de la de De Marsay, el famoso dandy parisiense, teniendo en una mano el bastón y el sombrero, que no abandonó, y se sirvió de la otra para hacer gestos raros con ayuda de los cuales comentó sus frases. Luciano hubiera querido deslizarse en el salón, al modo de aquellos hombres célebres que, con falsa modestia, se inclinarían bajo la puerta de San Dionisio, pero Petit-Claud, que no tenía más que un amigo, abusó de él. Condujo casi pomposamente a Luciano hasta la señora de Sénonches, en el centro de la reunión. A su paso, el poeta oyó murmullos que antes le habrían hecho perder la cabeza, pero que le dejaron frío; estaba seguro de valer, él solo, todo el Olimpo de Angulema.
—Señora —dijo a la de Sénonches—, ya he felicitado a mi amigo Petit-Claud, que ha nacido para ser guardasellos, por haber tenido la fortuna de perteneceros, por muy débiles que sean los vínculos entre una madrina y su ahijada (esto fue dicho con un aire satírico muy bien percibido por todas las mujeres que escuchaban sin parecer que lo hiciesen). Pero, por mi parte, bendigo una circunstancia que me permite ofreceros mis homenajes.
Habló con gran desenvoltura y con unos modales de gran señor que visita a gentes de poca importancia. Luciano escuchó la respuesta alambicada que le dio Ceferina, lanzando una mirada circular por el salón, con objeto de preparar sus efectos. De este modo pudo saludar con gracia y matizando las sonrisas a Francis du Hautoy y al prefecto, que le devolvieron el saludo; luego, al fin, dirigióse al encuentro de la señora Du Châtelet, a la que fingió descubrir en aquel momento. Este encuentro constituyó hasta tal punto el acontecimiento de la velada, que el contrato matrimonial en el que las personas influyentes iban a estampar su firma, conducidas al dormitorio, bien por el notario o por Francisca, fue olvidado. Luciano dio unos pasos hacia Luisa de Nègrepelisse, y con aquella elegancia parisiense, para ella en estado de recuerdo desde su llegada, le dijo con voz bastante alta:
—¿Es a vos, señora, a quien debo la invitación que me procura el placer de cenar mañana en la prefectura?…
—No la debéis, caballero, más que a vuestra gloria —repuso secamente Luisa, algo extrañada por el tono agresivo de la frase meditada por Luciano para herir el orgullo de su antigua protectora.
—¡Ah!, señora condesa —dijo Luciano con aire a la vez irónico y fatuo—, me es imposible traeros al hombre si ha incurrido en vuestra desgracia.
Y sin aguardar respuesta, giró sobre sus talones al ver al obispo, al que saludó muy noblemente.
—Vuestra Ilustrísima ha sido casi profeta —le dijo con voz encantadora—, y procuraré que lo sea del todo. Me considero dichoso de haber venido aquí esta noche, puesto que puedo presentaros mis respetos.
Luciano estuvo conversando con monseñor por espacio de diez minutos. Todas las mujeres le miraban como a un fenómeno. Su impertinencia inesperada había dejado a la señora Du Châtelet sin voz y sin respuesta. Al ver a Luciano convertido en objeto de admiración de todas las mujeres, al seguir, de grupo en grupo, el comentario que cada una de ellas se hacía al oído de las frases cambiadas, con las que Luciano parecía haberla aplastado, fingiendo desdeñarla, sintió en el corazón una contracción de amor propio.
”Si no viniese mañana, después de esta frase, ¡qué escándalo! —pensó Luisa—. ¿De dónde le viene ese orgullo? ¿Acaso está enamorada de él la señorita Des Touches? ¡Es tan guapo! ¡Dicen que ella corrió a su casa, en París, al día siguiente de la muerte de la actriz!… Quizás haya venido a salvar a su cuñado, y lo encontramos en la parte trasera de nuestra calesa, en Mansle, por un accidente de viaje.
Aquella mañana, es curioso como nos miró de pies a cabeza, a Sixto y a mí”.
Fue una miríada de pensamientos, y desgraciadamente para Luisa, se dejaba arrastrar por la corriente de ellos mirando a Luciano, que estaba conversando con el obispo cual si hubiera sido el rey del salón: no saludaba a nadie, y aguardaba a que fueran a él, paseando su mirada con una variedad de expresión, con una seguridad en sí mismo digna de De Marsay, su modelo. No dejó al prelado para ir a saludar al señor de Sénonches, que se hallaba a unos pasos de distancia.
Al cabo de diez minutos, Luisa no pudo contenerse. Se levantó, fue directamente hacia el obispo y le preguntó:
—¿Qué os dicen, monseñor, para que os hagan sonreír tan a menudo?
Luciano retrocedió unos pasos, para dejar discretamente a la señora Du Châtelet con el prelado.
—¡Ah, señora condesa, ese joven tiene mucho ingenio!… Me estaba explicando cómo os debía toda su fuerza…
—Yo no soy un ingrato, señora… —dijo Luciano lanzando una mirada de reproche que encantó a la condesa.
—Entendámonos —repuso ella, llamando a Luciano con un gesto de abanico—; venid con monseñor, por aquí… Su Ilustrísima será nuestro juez.
Y señaló el gabinete, hacia el cual llevó al obispo.
—Vaya papel que le va a hacer representar a monseñor —dijo una señora del bando de Chandour con voz bastante alta para poder ser oída.
—¡Nuestro juez!… —dijo Luciano, mirando sucesivamente al prelado y a la prefecta—. Entonces, ¿habrá un culpable?
Luisa de Nègrepelisse se sentó en el canapé de su antiguo gabinete. Después de haber hecho que Luciano y monseñor tomaran asiento, uno a cada lado de ella, comenzó a hablar. El poeta hizo a su antigua amiga el honor, la sorpresa y la felicidad de no escuchar. Asumió la actitud y los gestos de Pasta en Tancredi cuando va a decir: ¡Oh, patria!… Cantó con su fisonomía la famosa cavatina del Rizzo. Por último, el alumno de Coralia encontró el medio de hacer brotar algunas lágrimas en sus ojos.
—¡Ah, Luisa, cuánto te amaba! —le dijo al oído sin preocuparse del prelado ni de la conversación, en el momento en que vio que sus lágrimas habían sido vistas por la condesa.
—Secaos los ojos, o me perderéis aquí una vez más —murmuró la condesa volviéndose hacia él en un aparte que llamó la atención del obispo.
—Con una ya es bastante —repuso vivamente Luciano—. Estas palabras de la prima de la señora de Espard secarían todas las lágrimas de una Magdalena. ¡Dios mío!… He vuelto a encontrar por un instante mis recuerdos, mis ilusiones, mis veinte años, y vos me lo habéis…
Monseñor volvió bruscamente al salón, comprendiendo que su dignidad podía quedar comprometida entre aquellos dos antiguos amantes. Todos fingieron dejar solos a la prefecta y a Luciano en el gabinete. Pero un cuarto de hora más tarde, Sixto, a quien desagradaron las palabras, las risas y los paseos hasta el umbral del gabinete, entró en él con aire más que preocupado y encontró a Luciano y a Luisa muy animados.
—Señora —dijo Sixto al oído de su mujer—, vos que conocéis mejor que yo Angulema, ¿no deberíais pensar en la señora prefecta y en el gobierno?
—Querido —contestó Luisa examinando de arriba abajo a su editor responsable con un aire de altivez que le hizo estremecer—, estoy conversando con el señor de Rubempré de cosas importantes para vos. Se trata de salvar a un inventor que se encuentra a punto de ser víctima de las maniobras más viles, y vos nos ayudaréis a ello… En cuanto a lo que esas damas puedan pensar de mí, vais a ver cómo voy a conducirme de un modo que dejará helado el veneno en sus lenguas.
Salió del gabinete apoyada en el brazo de Luciano, y le llevó a firmar el contrato con audacia de gran dama.
—¿Firmamos juntos?… —dijo tendiendo la pluma a Luciano.
Luciano hizo que le mostrase el lugar donde ella acababa de firmar, para que sus firmas estuviesen una junto a otra.
—Señor de Sénonches, ¿habíais reconocido al señor de Rubempré? —preguntó la condesa, obligando al impertinente cazador a saludar a Luciano.
Llevó de nuevo a Luciano al salón y lo colocó entre ella y Ceferina, en el temible canapé del centro. Luego, como una reina en su trono, inició, al principio en voz baja, una conversación evidentemente satírica, a la que se unieron algunos de sus antiguos amigos y varias mujeres que le hacían la corte. Pronto Luciano, convertido en el héroe de un corro, fue instado por la condesa a hablar sobre la vida de París, cuya sátira improvisada con una inspiración increíble y salpicada de anécdotas sobre las personas célebres, resultó una verdadera golosina de conversación de la que son sumamente ávidos los provincianos. Admiraron la inteligencia como habían admirado al hombre. La condesa Sixto triunfaba tan evidentemente de Luciano, representaba tan a la perfección su papel de mujer encantada de su instrumento, le procuraba la respuesta de un modo tan oportuno y buscaba para él aprobaciones con miradas tan comprometedoras, que varias mujeres comenzaron a ver en la coincidencia del regreso de Luisa y de Luciano un profundo amor víctima de algún doble desdén. Quizás un despecho era lo que había provocado el desafortunado casamiento de Châtelet, contra el cual se efectuaba entonces una reacción.
—Bien —dijo Luisa, a la una de la madrugada y en voz baja a Luciano, antes de levantarse de su asiento—, hasta pasado mañana, hacedme el favor de ser puntual…
La prefecta dejó a Luciano con una leve inclinación de cabeza sumamente amistosa, y fue a decir unas palabras al conde Sixto, que buscaba su sombrero.
—Si es cierto lo que acaba de decirme la señora Du Châtelet, querido Luciano, contad conmigo —dijo el prefecto, yendo en pos de su mujer, que se iba sin él, como en París—. A partir de esta noche, vuestro cuñado puede considerarse fuera de peligro.
—Bien me debe el señor conde todo eso —respondió Luciano sonriendo.
—Bueno, arreglados estamos… —dijo Cointet al oído de Petit-Claud, testigo de esta despedida.
Petit-Claud, fulminado por el éxito de Luciano, estupefacto por las chispas de su ingenio y por aquella elegancia, miraba a Francisca de La Haye, cuyo semblante, lleno de admiración por Luciano, parecía decirle a su pretendiente: Sed como vuestro amigo.
Un destello de alegría iluminó el rostro de Petit-Claud.
—La cena del prefecto no es hasta pasado mañana, todavía tenemos un día para nosotros —dijo—. Respondo de todo.
—Bien, querido —dijo Luciano a Petit-Claud a las dos de la madrugada, al regresar a pie—. ¡He venido, he visto y he vencido! Dentro de unas horas, Séchard será muy feliz.
—Esto es cuánto quería saber —pensó Petit-Claud—. Yo no te creía más que poeta, y veo que eres también Lauzun, que es ser dos veces poeta —respondió dándole un apretón de manos que había de ser el último.
—Querida Eva —dijo Luciano despertando a su hermana—, ¡una buena noticia! ¡Dentro de un mes, David ya no tendrá deudas!…
—¿Y cómo?
—Bueno, la señora Du Châtelet escondía bajo sus faldas a mi antigua Luisa. Me ama más que nunca y va a enviar una relación al Ministerio del Interior por medio de su marido, en favor de nuestro descubrimiento… Por lo tanto, ya no nos queda más que un mes de sufrimientos, el tiempo suficiente para vengarme del prefecto y hacer de él el más feliz de los esposos (Eva creyó continuar un sueño al escuchar a su hermano). ¡Al volver a ver el saloncito gris en el que yo temblaba como un niño hace dos años, al examinar aquellos muebles, las pinturas y las caras, se me caía una venda de los ojos! ¡Cómo le cambian a uno las ideas París!
—¿Y eso es una felicidad?… —dijo Eva, comprendiendo al fin a su hermano.
—Vamos, estás durmiendo, hasta mañana. Ya hablaremos después del desayuno —repuso Luciano.
El plan de Cérizet era sumamente sencillo. Aunque pertenezca a las astucias de que se sirven los escribanos de provincias para detener a sus deudores, y cuyo éxito es hipotético, no podía fracasar, ya que se basaba tanto en el conocimiento de los caracteres de Luciano y David como en sus esperanzas. Entre las obrerillas de las que él era el Don Juan, y a las que gobernaba oponiéndolas unas contra otras, el regente de los Cointet, de momento en servicio extraordinario, había distinguido a una de las planchadoras de Basine Clerget, una joven casi tan bella como la señora Séchard, llamada Enriqueta Signol, cuyos padres eran unos sencillos viñadores que vivían en sus tierras, a dos leguas de Angulema, en la ruta de Saintes. Los Signol, como toda la gente del campo, no eran lo suficientemente ricos como para poder tener en casa a su única hija, y la habían destinado a servir como doncella. En provincias, una doncella debe saber lavar y planchar la ropa blanca fina. La reputación de la señora Prieur, predecesora de Basine, era tal, que los Signol pusieron como aprendiza con ella a su hija, pagándole una pensión para la comida y alojamiento. La señora Prieur pertenecía a esa raza de viejas patronas que, en provincias, se consideran como sustitutas de los padres. Vivía en familia con sus aprendizas, las llevaba a la iglesia y las vigilaba concienzudamente. Enriqueta Signol, hermosa morena juncal, de mirada atrevida y cabellera abundante y larga, era blanca como lo son las jóvenes del Sur, con la blancura de una flor de magnolia. Por ello fue Enriqueta una de las primeras obreras en las que se fijó Cérizet; pero como pertenecía a una familia de honrados agricultores, no cedió más que vencida por los celos, por el mal ejemplo y por esta frase seductora: “¡Me casaré contigo!”, que le dijo Cérizet, una vez que se vio convertido en segundo regente de la imprenta de los señores Cointet. Al enterarse de que los Signol poseían viñas por valor de diez o doce mil francos y una casita bastante habitable, el parisiense se apresuró a poner a Enriqueta en la imposibilidad de ser la esposa de otro hombre. En este punto se encontraban los amores de la bella Enriqueta y Cérizet cuando Petit-Claud habló a éste de hacerle propietario de la imprenta Séchard, mostrándole una especie de comandita de veinte mil francos, que debía ser un dogal. Este porvenir deslumbró al regente, le trastornó la cabeza, la señorita Signol pareció un obstáculo a sus ambiciones, y abandonó a la pobre joven. Enriqueta, desesperada, se aferró al regente de los Cointet con tanta mayor fuerza cuanto más parecía que éste quería abandonarla. Al descubrir que David se ocultaba en casa de la señorita Clerget, el parisiense cambió de ideas con respecto a Enriqueta, aunque sin cambiar de conducta, pues se proponía hacer servir para su fortuna la especie de locura que se apodera de una muchacha cuando, para ocultar su deshonra, tiene que casarse con su seductor. Durante la mañana del día en que Luciano había de reconquistar a su Luisa, Cérizet reveló a Enriqueta el secreto de Basine, y le dijo que la fortuna y el matrimonio de ambos dependían del descubrimiento del lugar donde se escondía David. Una vez hubo recibido las instrucciones, a Enriqueta no le fue difícil suponer que el impresor no podía hallarse más que en el gabinete tocador de la señorita Glerget, y no creyó que hubiera ningún mal en entregarse a aquel espionaje; pero Cérizet la había comprometido ya en aquella traición con este comienzo de participación.
Luciano estaba aún durmiendo cuando Cérizet, que fue a saber el resultado de la velada, escuchaba en el gabinete de Petit-Claud el relato de los pequeños acontecimientos que debían poner en vilo a Angulema.
—¿Os ha escrito Luciano algunas palabras desde que regresó? —preguntó el parisiense, después de mover la cabeza en señal de satisfacción cuando Petit-Claud hubo concluido.
—Esto es lo único que tengo —contestó el procurador, que tendió una carta en la que Luciano había escrito unas líneas en un papel del que se servía su hermana.
—Bien —dijo Cérizet—, diez minutos antes de la puesta del sol, que Doublon se esconda en la Porte-Palet, que aposte a sus gendarmes y disponga a su gente, vos tendréis a nuestro hombre.
—¿Estás seguro de tu asunto? —preguntó Petit-Claud examinando a Cérizet.
—Me dirijo al azar —contestó el exaprendiz de París—, pero éste es un tipo al que no le agradan las personas honradas.
—Hay que conseguir lo que nos proponemos —observó el procurador en tono seco.
—Lo conseguiré —repuso Cérizet—. Vos me habéis empujado a este montón de barro, bien podéis darme algunos billetes de banco… Pero —añadió el parisiense sorprendiendo una expresión que le desagradó en el rostro del procurador— si me habéis engañado, si no me compráis en el plazo de ocho días la imprenta… Bueno, dejaréis una joven viuda —dijo en voz baja el aprendiz de París lanzando la muerte en su mirada.
—Si pescamos a David a las seis, procura estar a las nueve en casa del señor Gannerac, y allí arreglaremos tu asunto —respondió en tono perentorio el procurador.
—¡Está bien, seréis servido, patrón! —afirmó Cérizet.
Cérizet conocía ya la industria que consiste en lavar el papel y que actualmente pone en peligro los intereses del fisco. Lavó las cuatro líneas escritas por Luciano y las sustituyó por éstas, imitando la escritura con una perfección desoladora para el futuro social del regente:
”Querido David: Puedes venir sin miedo a casa del prefecto. Tu asunto está arreglado. Por otra parte, a esa hora puedes salir, yo iré a tu encuentro para explicarte cómo debes conducirte con el prefecto.
”Tu hermano,
“Luciano”.
A mediodía, Luciano escribió una carta a David en la que le notificaba el éxito de la velada y le aseguraba la protección del prefecto, que, decía él, aquel mismo día hacía una relación al ministro acerca del descubrimiento, del cual era entusiasta. En el momento en que Marión llevó esta carta a la señorita Basine, con el pretexto de darle a lavar las camisas de Luciano, Cérizet, informado por Petit-Claud de la probabilidad de tal misiva, llevó a la señorita Signol a pasear con él por la orilla del Charenta. Hubo sin duda un combate en el que la honradez de Enriqueta se defendió durante bastante tiempo, pues el paseo duró dos horas. No solamente estaba en juego el interés de un niño, sino también todo un porvenir de felicidad, una fortuna, y lo que pedía Cérizet era una bagatela, ya que, por otra parte, se guardó bien de decir las consecuencias. Solamente el precio exorbitante de aquellas bagatelas era lo que asustaba a Enriqueta. Sin embargo, Cérizet consiguió finalmente de su amante que se prestara a su estratagema. A las cinco Enriqueta debía salir y volver a entrar diciendo a la señorita Clerget que la señora Séchard le pedía que fuera a verla inmediatamente. Luego, un cuarto de hora después de que Basine hubiera salido, ella subiría, llamaría a la puerta del gabinete y entregaría a David la carta falsa de Luciano. Después, Cérizet lo esperaba todo del azar.
Por primera vez desde hacía más de un año, Eva sintió aflojarse el abrazo de hierro con que la necesidad la estrechaba. Al fin tuvo esperanza. ¡También ella quiso gozar de su hermano, mostrarse del brazo del hombre agasajado por su ciudad, adorado por las mujeres y amado por la orgullosa condesa Du Châtelet! Se arregló y se propuso ir a pasear por Beaulieu, después de cenar, cogida del brazo de su hermano. A esa hora, en el mes de septiembre, todo Angulema está tomando el fresco.
—¡Oh! Es la hermosa señora Séchard —dijeron algunos al ver a Eva.
—Jamás habría creído eso de ella —observó una mujer.
—El marido se esconde y la mujer se exhibe —comentó la señora Postel, con voz bastante alta para que la pobre mujer la oyese.
—¡Oh! Volvamos a casa, he hecho mal —dijo Eva a su hermano.
Unos minutos antes de la puesta del sol, el rumor producido por un grupo de personas se elevó desde la cuesta del Houmeau. Luciano y su hermana, llenos de curiosidad, se dirigieron hacia aquel lado, porque oyeron a algunas personas que venían del Houmeau hablando entre ellas como si acabara de cometerse algún crimen.
—Probablemente será un ladrón al que acaban de detener… Está pálido como un muerto —dijo un transeúnte a los dos hermanos, al ver que corrían hacia aquel grupo creciente de personas.
Ni Luciano ni su hermana tuvieron el menor presentimiento. Miraron a la treintena de niños o mujeres ancianas y a los obreros que volvían de su trabajo precediendo a los gendarmes cuyos sombreros bordados brillaban en medio del grupo principal. Este grupo, seguido de una multitud de cien personas, avanzaba como una nube de tormenta.
—¡Ah! —exclamó Eva—. ¡Es mi marido!
—¡David! —gritó Luciano.
—¡Es su mujer! —dijo la multitud apartándose.
—¿Quién ha podido hacer que salieras? —preguntó Luciano.
—Ha sido tu carta —contestó David, pálido como un muerto.
—Estaba segura —dijo Eva, que cayó desvanecida.
Luciano levantó del suelo a su hermana y dos personas le ayudaron a transportarla a su casa, donde Marión la acostó. Kolb salió en seguida en busca de un médico. Al llegar el doctor, Eva no había recobrado aún el conocimiento. Luciano se vio entonces obligado a confesar a su madre que él era la causa de la detención de David, ya que no podía explicarse el quid pro quo producido por la carta falsificada. Luciano, fulminado por una mirada de su madre, que puso en ella su maldición, subió a su habitación y se encerró.
Al leer la siguiente carta, escrita en medio de la noche e interrumpida de vez en cuando, el lector adivinará por medio de las frases, arrojadas como si fueran una a una, todas las agitaciones de Luciano.
”Querida hermana: Acabamos de vernos por última vez. Mi decisión es irrevocable. He aquí por qué: en muchas familias se encuentra un ser fatal que, para la familia, es una especie de enfermedad. Yo soy ese ser para vosotros. Esta observación no es mía, sino de un hombre que ha visto mucho mundo. Cenábamos un día varios amigos en el Rocher de Cancale. Entre las mil chanzas que se dijeron entonces, aquel diplomático nos dijo que cierta persona, a la que con asombro veía la gente que permanecía soltera, estaba enferma de su padre. Y entonces nos desarrolló su teoría sobre las enfermedades de familia. Nos explicó como sin tal madre, cierta casa hubiera prosperado, y cómo había destruido tal padre el porvenir y la consideración de sus hijos. Aunque sostenida riendo, esta teoría social fue en diez minutos apoyada con tantos ejemplos, que quedé asombrado. Esta verdad compensaba de todas las paradojas insensatas, pero ingeniosamente expuestas, con las que los periodistas se divierten entre ellos, cuando no se encuentra a quien engañar. Pues bien, yo soy el ser fatal de vuestra familia. Con el corazón lleno de ternura, obro como un enemigo. A todos vuestros sacrificios he respondido con males. Aunque asestado involuntariamente, el último golpe es el más cruel de todos. Mientras yo llevaba en París una vida sin dignidad, llena de placeres y miserias, confundiendo la camaradería con la amistad, dejando verdaderos amigos por personas que querían y debían explotarme, olvidándome y no acordándome de vosotros más que para haceros daño, vosotros seguíais la humilde senda del trabajo, avanzando penosamente pero con seguridad hacia esa fortuna que yo tan locamente trataba de sorprender. Mientras vosotros os hacíais mejores, yo ponía en mi vida un elemento funesto. Sí, tengo ambiciones desmesuradas que me impiden aceptar una vida humilde. Tengo aficiones y placeres cuyo recuerdo envenena los goces que se hallan a mi alcance y que antes me habrían dejado satisfecho. ¡Oh, Eva, yo me condeno más severamente que nadie, porque lo hago de un modo absoluto y sin piedad para mí mismo! La lucha en París exige una fuerza constante, y mi voluntad sólo actúa por accesos: mi cerebro es intermitente. El futuro me asusta tanto, que no lo deseo, y el presente se me hace insoportable. He querido volver a veros y mejor habría hecho expatriándome para siempre. Pero la expatriación sin medios de vida, sería una locura, y no voy a añadirla a las otras. La muerte me parece preferible a una vida incompleta, y cualquiera que sea la situación en que me imagine, mi excesiva vanidad me haría cometer tonterías. Ciertos seres son como ceros, necesitan una cifra que les preceda, y su nada adquiere entonces un valor diez veces mayor. Sólo puedo adquirir valor por medio de un matrimonio con una voluntad fuerte, implacable. La señora de Bargeton era mi mujer, y fracasé en mi vida al no abandonar a Coralia por ella. David y tú podríais ser excelentes pilotos para mí, pero no sois bastante fuertes para domar mi debilidad, que se sustrae en cierto modo al dominio. Me gusta una vida fácil, sin preocupaciones, y para librarme de una contrariedad, soy de una cobardía que puede llevarme muy lejos. He nacido príncipe. Tengo más habilidad de ingenio de la que se necesita para triunfar, pero sólo la tengo por un momento, y el premio de una carrera en la que toman parte tantos ambiciosos, es para aquel que sólo despliega la necesaria y todavía tiene cantidad suficiente al terminar la jornada. Yo haría el mal como acabo de hacerlo aquí, con las mejores intenciones del mundo. Hay hombres-robles, yo no soy quizá más que un arbusto elegante, y tengo la pretensión de ser un cedro. Éste es mi balance. Este desacuerdo entre mis medios y mis deseos, esta falta de equilibrio anulará siempre mis esfuerzos. Hay muchos caracteres como el mío entre las personas intelectuales, a causa de las continuas desproporciones entre la inteligencia y el carácter, entre la voluntad y el deseo. ¿Cuál será mi destino? Puedo verlo por anticipado al acordarme de algunas viejas glorias parisienses que he visto olvidadas. En el umbral de la vejez seré más viejo que mi edad, sin fortuna y sin consideración. Todo mi ser actual rechaza semejante vejez: no quiero ser un guiñapo social. Querida hermana, adorada tanto por tus últimos rigores como por tus primeras ternuras, si hemos pagado caro el placer que tuve al volver a verte, a ti y a David, más tarde pensaréis quizá que ningún precio era demasiado elevado para las últimas felicidades de un pobre ser que os amaba… No tratéis de averiguar nada acerca de mí ni de mi suerte. Al menos mi inteligencia me habrá servido en la ejecución de mi voluntad. La resignación, ángel mío, es un suicidio cotidiano, yo no tengo resignación más que para un día, y hoy voy a aprovecharla…
”A las dos de la madrugada.
”Sí, lo he decidido bien. Adiós, pues, para siempre, querida Eva. Experimento cierta dulzura al pensar que no viviré más que en vuestros corazones. Allí estará mi tumba…, no quiero otra. Otra vez te digo adiós… Es la última despedida de tu hermano,
“Luciano”.
Después de haber escrito esta carta, Luciano bajó sin hacer ruido, la dejó sobre la cuna de su sobrino, depositó en la frente de su hermana dormida un último beso mojado con lágrimas y salió. Apagó su palmatoria cuando empezaba a clarear, y después de haber mirado por última vez aquella vieja casa, abrió suavemente la puerta del zaguán; pero, a pesar de sus precauciones, despertó a Kolb, que estaba acostado sobre un colchón, en el suelo del taller.
—¿Quién va?… —gritó Kolb.
—Soy yo, me voy, Kolb —contestó Luciano.
—Mejor habría sido que nunca hubierais venido —dijo Kolb para sí mismo, por lo suficientemente alto para que Luciano lo oyese.
—Mejor habría sido que no hubiera venido al mundo —respondió Luciano—. Adiós, Kolb, no te guardo rencor por un pensamiento que yo también tengo. Le dirás a David que mi último pesar ha sido el de no poder abrazarle.
Cuando el alsaciano estuvo de pie y se hubo vestido, Luciano había cerrado la puerta de la casa y bajaba hacia el Charenta, por el paseo de Beaulieu, ataviado como si fuera a una fiesta, pues se había hecho una mortaja con sus ropas parisienses y su indumentaria de dandy. Sorprendido por el acento y las últimas palabras de Luciano, Kolb quiso ir a ver si se habían despedido, pero al encontrar la casa sumida en un profundo silencio, pensó que aquella partida era sin duda convenida, y volvió a acostarse.
Se ha escrito relativamente poco sobre el suicidio, en proporción con la gravedad del tema. El suicidio no ha sido observado. Quizá esta enfermedad es inobservable. El suicidio es el efecto de un sentimiento al que llamaremos, si queréis, la estima de sí mismo, para no confundirlo con la palabra honor. El día en que el hombre se desprecia, el día en que se ve despreciado, el momento en que la realidad se halla en desacuerdo con sus esperanzas, se mata y de este modo rinde homenaje a la sociedad ante la cual no quiere permanecer despojado de sus virtudes o de su esplendor. Por más que se diga, entre los ateos (hay que exceptuar al cristiano), sólo los cobardes aceptan una vida deshonrosa. El suicidio es de tres clases: en primer lugar, aquel que no es más que el último acceso de una larga enfermedad y que ciertamente cae dentro de la patología; existe también el suicidio por desesperación y, finalmente, el suicidio por razonamiento. Luciano quería matarse por desesperación y por razonamiento, los dos suicidios de los cuales es posible volverse atrás, porque sólo es irrevocable el suicidio patológico. Pero a menudo las tres causas se encuentran reunidas, como en el caso de Juan Jacobo Rousseau.
Luciano, una vez tomada su decisión, se entregó a la deliberación de los medios, y el poeta quiso terminar poéticamente. En principio había pensado simplemente ir a arrojarse al Charenta, pero al bajar por la cuesta de Beaulieu por última vez, oyó por anticipado el ruido que causaría su suicidio y vio el horrible espectáculo de su cadáver flotando sobre el agua, deformado, objeto de una investigación judicial. Tuvo, como algunos suicidas, un amor propio póstumo. Durante el día que pasó en el molino de Courtois, se había paseado a lo largo del río y había observado, no lejos del molino, una de aquellas porciones redondas de superficie, como las que se encuentran en las pequeñas corrientes de agua, cuya gran profundidad es revelada por la tranquilidad del líquido elemento. El agua ya no es verde, azul, clara, ni amarilla, es como un espejo de acero bruñido. Los bordes de aquella copa no ofrecían ya gladiolos, ni flores azules, ni las anchas hojas del nenúfar, la hierba era corta y apretada y los sauces lloraban en derredor, colocados de un modo bastante pintoresco. Se adivinaba fácilmente un precipicio lleno de agua. Quien tuviese el valor de llenar de guijarros sus bolsillos, debía encontrar allí una muerte inevitable, y jamás sería encontrado de nuevo.
“He ahí —habíase dicho el poeta al admirar aquel lindo paisaje—, un lugar que le provoca a uno ganas de ahogarse”.
Este recuerdo acudió a su mente en el momento en que llegaba al Houmeau. Dirigióse, pues, hacia Marsac, presa de sus fúnebres pensamientos, y con la firme intención de robar así el secreto de su muerte, de no ser objeto de una pesquisa, de no ser enterrado ni visto en el horrible estado en que se hallan los ahogados cuando reaparecen a flor de agua. Pronto llegó al pie de una de aquellas cuestas que se encuentran tan a menudo en las carreteras de Francia, y sobre todo entre Angulema y Poitiers. La diligencia de Burdeos a París venía con rapidez y los viajeros sin duda iban a apearse para subir a pie aquella larga cuesta. Luciano, que no quiso dejarse ver, se precipitó por una pequeña hondonada y se puso a coger flores en una viña. Cuando volvió a salir a la carretera, tenía en la mano un gran ramillete de sedum, una flor amarilla que se cría entre los guijarros de los viñedos, y encontróse precisamente detrás de un viajero todo vestido de negro, con el cabello empolvado, calzado con zapatos de piel de Orleáns y hebillas de plata, de tez morena, con cicatrices, como si en su infancia se hubiera caído al fuego. Aquel viajero, de aspecto eclesiástico, caminaba lentamente mientras fumaba un cigarro. Al oír a Luciano que saltó desde la viña a la carretera, el desconocido se volvió, y pareció embelesado por la belleza profundamente melancólica del poeta, por su ramillete simbólico y su elegante atuendo. Aquel viajero parecía un cazador que encuentra una presa buscada en vano durante mucho tiempo. Dejó que Luciano llegase cerca de él, y anduvo más despacio, como si mirase hacia el pie de la cuesta. Luciano, que hizo el mismo movimiento, vio una pequeña calesa con dos caballos y un postillón a pie.
—Habéis dejado alejarse la diligencia, caballero, y perderéis vuestro asiento a menos que queráis subir a mi calesa para alcanzarla, pues la posta va más de prisa que el coche público —dijo el viajero a Luciano, pronunciando estas palabras con marcado acento español y poniendo en su ofrecimiento una exquisita cortesía.
Sin aguardar la respuesta de Luciano, el español sacó de su bolsillo un estuche de cigarros y lo presentó abierto a Luciano para que cogiera uno.
—No soy ningún viajero —respondió Luciano—, y me encuentro demasiado cerca del término de mi carrera para darme el placer de fumar…
—Sois muy severo para con vos mismo —añadió el español—. Aunque canónigo honorario de la Catedral de Toledo, fumo de vez en cuando algún cigarrillo. Dios nos ha dado el tabaco para adormecer nuestras pasiones y nuestros dolores… Me parece que estáis apesadumbrado, al menos tenéis el símbolo de ello en la mano, como el triste dios del himeneo. Tomad…, todas vuestras penas se irán con el humo…
Y el clérigo volvió a tender su estuche con una especie de seducción, lanzando a Luciano miradas llenas de caridad.
—Perdón, padre —respondió en tono seco Luciano—, pero no hay cigarros que puedan disipar mis penas…
Al decir esto, los ojos de Luciano se llenaron de lágrimas.
—¡Oh!, buen joven, ¿acaso es la providencia divina quien me ha inspirado el deseo de sacudir con un poco de ejercicio a pie el sueño que se apodera por la mañana de todos los viajeros, para que pudiera, al consolamos, obedecer a mi misión aquí en la tierra?… ¿Y qué grandes penas podéis tener a vuestra edad?
—Vuestros consuelos, padre, serían inútiles: vos sois español y yo francés; vos creéis en los Mandamientos de la Iglesia y yo soy ateo…
—¡Santa Virgen del Pilar!… ¡Vois sois ateo! —exclamó el sacerdote pasando su brazo por debajo del de Luciano con solicitud maternal—. He aquí una de las curiosidades que me había prometido observar en París. En España no creemos en los ateos… Solamente en Francia, a los diecinueve años, se pueden tener semejantes opiniones.
—¡Oh! Yo soy un ateo completo; no creo en Dios, en la sociedad, ni en la felicidad. Miradme, padre, miradme bien, porque dentro de unas horas ya no existiré… ¡He ahí mi último sol!… —dijo Luciano con una especie de énfasis señalando el cielo.
—Vamos, ¿qué habéis hecho para morir? ¿Quién os ha condenado a muerte?
—Un tribunal soberano, ¡yo mismo!
—¡Criatura! —exclamó el sacerdote—. ¿Habéis matado a un hombre? ¿Os espera el cadalso? Razonemos un poco. Si queréis entrar de nuevo, según vos, en la nada, todo es indiferente aquí abajo.
Luciano inclinó la cabeza en señal de asentimiento.
—Bien, ¿podéis contarme entonces vuestras penas?… ¿Se trata sin duda de algunos amoríos que van mal?…
El poeta hizo un movimiento de hombros muy significativo.
—¿Queréis mataros para evitar la deshonra, o porque desesperáis de la vida? Bien, os mataréis igual en Poitiers que en Angulema, en Tours como en Poitiers. Las arenas movedizas del Loira no devuelven su presa…
—No, no, padre —respondió Luciano—, yo sé lo que debo hacer. Hace veinte días, vi el lugar más encantador en el que un hombre cansado de este mundo puede embarcar para viajar hacia el otro.
—¿Otro mundo?… Entonces ya no sois ateo.
—¡Oh! Lo que yo entiendo por el otro mundo es mi futura transformación en animal o en planta…
—¿Tenéis alguna enfermedad incurable?
—Sí, padre…
—¿Y cuál es?
—La pobreza.
El sacerdote miró a Luciano sonriendo y le dijo con una gracia infinita y una sonrisa casi irónica.
—El diamante ignora su valor.
—¡Sólo un sacerdote puede halagar a un hombre pobre que va a morir!… —exclamó Luciano.
—Vos no moriréis —dijo el español con autoridad.
—Yo había oído decir —repuso Luciano—, que se desvalijaba a la gente por la carretera, pero no que se la enriqueciera.
—Vais a verlo —dijo el sacerdote después de haber examinado si la distancia a que se encontraba el coche les permitía dar aún a solas algunos pasos—. Escuchadme —añadió el clérigo mascando su cigarro—, vuestra pobreza no sería una razón para morir. Tengo necesidad de un secretario, el mío acaba de morir en Barcelona. Me encuentro en la situación en que se encontró el barón de Goërtz, el famoso ministro de Carlos XII, que llegó sin secretario a una pequeña ciudad cuando se dirigía a Suecia, como yo voy a París. El barón encontró al hijo de un orfebre, notable por su belleza, que ciertamente no podía compararse con la vuestra… El barón de Goërtz vio inteligencia en ese joven, como yo veo poesía en vuestra frente, lo llevó en su coche, como yo voy a tomaros en el mío, y de aquel muchacho condenado a bruñir cubiertos y a fabricar joyas en una pequeña ciudad de provincias como Angulema, hizo su favorito, como vos seréis el mío. Una vez en Estocolmo, instaló a su secretario y le agobió de trabajo. El joven secretario se pasaba las noches escribiendo, y como todos los grandes trabajadores, contrajo un hábito, que en este caso era el de mascar papel. El difunto señor de Malesherbes hacía humazos, y dio algunos de ellos, dicho sea entre paréntesis, a no sé qué personaje cuyo proceso dependía de su referencia. Nuestro hermoso joven empezó con el papel blanco, pero al acostumbrarse a él, pasó luego a los papeles escritos, que encontraba más sabrosos. Entonces no se fumaba todavía tanto como hoy. Finalmente, el pequeño secretario, de sabor en sabor, llegó a mascar pergaminos y a comerlos. A la sazón se ocupaban, entre Rusia y Suecia, de un tratado de paz que los Estados imponían a Carlos XII, como en 1814 se quería obligar a Napoleón a negociar la paz. La base de las negociaciones era el tratado hecho entre las dos potencias a propósito de Finlandia. Goërtz confió el original a su secretario, pero cuando se trató de someter el proyecto a los Estados, se presentaba la pequeña dificultad de que el tratado no aparecía por ninguna parte. Los Estados imaginaron que el ministro, para servir a las pasiones del rey, había pensado hacer desaparecer aquel documento, el barón de Goërtz fue acusado, y su secretario confesó entonces que se había comido el tratado… Se instruyó un proceso, el hecho quedó demostrado y el secretario fue condenado a muerte. Pero como vos no habéis llegado a tal extremo, tomad un cigarro y fumadlo mientras esperamos nuestra calesa.
Luciano cogió un cigarro y lo encendió, como se hace en España, en el cigarro del sacerdote, diciendo para sus adentros:
”Tiene razón. Para matarme siempre estaré a tiempo”.
—Ocurre a menudo —prosiguió el español—, que en el momento en que los jóvenes más desesperan de su porvenir, es cuando empieza su fortuna. Eso es lo que quería deciros, y he preferido probároslo con un ejemplo. Aquel bello secretario, condenado a muerte, se hallaba en una situación tanto más desesperada cuanto que el rey de Suecia no podía concederle el indulto, porque su sentencia había sido dictada por los Estados de Suecia. Pero cerró los ojos ante una evasión. El lindo pequeño secretario huyó en una barca con algunos escudos en el bolsillo y llegó a la corte de Curlandia, provisto de una carta de recomendación de Goërtz para el duque, a quien el ministro sueco explicaba la aventura y la manía de su protegido. El duque colocó al hermoso muchacho como secretario de su mayordomo. Este duque era un derrochador, tenía una mujer hermosa y un mayordomo, tres causas de ruina. Si pensarais que el lindo joven, condenado a muerte por haber comido el tratado relativo a Finlandia, se corrigió de su gusto depravado, sería que no conocéis el imperio que el vicio ejerce sobre el hombre. La pena de muerte no le detiene cuando se trata de un goce que él mismo se ha creado. ¿De dónde proviene este poder del vicio? ¿Es una fuerza que le es propia, o viene de la flaqueza humana? ¿Hay vicios que se encuentran en los límites de la locura? ¡No puedo por menos de reírme de los moralistas que quieren combatir tales enfermedades por medio de hermosas frases!… Hubo un momento en que el duque, asustado al ver que su mayordomo le negaba un dinero que le pedía, exigió cuentas, ¡una tontería! Nada hay más fácil que escribir una cuenta, la dificultad no estriba nunca en ello. El mayordomo confió todas las piezas a su secretario para establecer el balance de la lista civil de Curlandia. En medio de su trabajo y durante la noche en que lo estaba terminando, nuestro pequeño devorador de papel se dio cuenta de que estaba mascando un recibo del duque por un valor considerable. Asustado, se detuvo en mitad de la firma y corrió a arrojarse a los pies de la duquesa explicándole su manía e implorando la protección de su soberana en medio de la noche. La belleza del joven causó tal impresión en aquella mujer, que se casó con él cuando quedó viuda. De este modo, en pleno siglo XVIII, en un país donde reinaba el blasón, ¡el hijo de un orfebre llegó a ser príncipe soberano!… Fue regente a la muerte de la primera Catalina, gobernó a la emperatriz Ana y quiso ser el Richelieu de Rusia. Pues bien, joven, habéis de saber una cosa: si vos sois más guapo que Biren, yo valgo mucho más, aun siendo simple canónigo, que el barón de Goértz. Por lo tanto, ¡subid! En París os encontraremos un ducado de Curlandia, y a falta de ducado, siempre tendremos una duquesa.
El español pasó la mano por debajo del brazo de Luciano, le obligó literalmente a subir a su coche y el postillón cerro la portezuela.
—Ahora hablad, os escucho —dijo el canónigo de Toledo a Luciano, estupefacto—. Soy un viejo sacerdote, al que podéis decírselo todo sin peligro. Sin duda no habéis devorado todavía más que vuestro patrimonio o el dinero de vuestra mamá. Habréis hecho vuestro pequeño agujero en la luna, y tenemos honor hasta la punta de nuestras lindas botas… Vamos, confesaos sin miedo, será absolutamente igual que si hablarais a vos mismo.
Luciano se encontraba en la situación de aquel pescador de no sé qué cuento árabe, que, deseando ahogarse en pleno Océano, cae en medio de unas regiones submarinas y llega a ser rey. El sacerdote español parecía tan verdaderamente afectuoso, que el poeta no vaciló en abrirle el corazón. Le contó, pues, de Angulema a Ruffec, toda su vida, sin omitir ninguna de sus faltas, y terminando por el último desastre que acababa de ocasionar. En el momento en que daba fin a este relato, tanto más poéticamente efectuado, cuanto que Luciano lo repetía por tercera vez desde hacía quince días, llegaba al punto en que, en la carretera, cerca de Ruffec, se encuentran las tierras de la familia de Rastignac, cuyo nombre, la primera vez que lo pronunció, provocó en el español un movimiento.
—He aquí —dijo—, de donde salió el joven Rastignac, que no vale ciertamente tanto como yo, y que ha sido más afortunado.
—¡Ah!
—Sí, esa extraña mansión es la casa de su padre. Se ha convertido, como os decía, en el amante de la señora de Nucingen, esposa del famoso banquero. Yo me dejé arrastrar por la poesía, mientras que él, más hábil, ha dado en lo positivo…
El sacerdote mandó parar la calesa y quiso, por curiosidad, recorrer la pequeña avenida que desde la carretera llevaba a la casa, mirándolo todo con más interés del que Luciano esperaba en un sacerdote español.
—¿Conocéis, pues, a los Rastignac?… —preguntóle Luciano.
—Conozco todo París —contestó el español volviendo a montar en el coche—. De modo que, por falta de diez o doce mil francos, ibais a mataros. Sois un niño, no conocéis los hombres ni las cosas. Un destino vale todo lo que el hombre estima y vos no evaluáis vuestro porvenir más que en doce mil francos. Bien, yo os compraré inmediatamente por un precio superior. En cuanto al encarcelamiento de vuestro cuñado, es una bagatela. Si ese querido señor Séchard ha hecho un descubrimiento, será rico. Los ricos no han sido nunca encarcelados por deudas. No me parece que estéis muy fuerte en historia. Hay dos historias: la historia oficial, mentirosa, la que enseñan, la historia ad usum delphini y la historia secreta, en la que se encuentran las verdaderas causas de los acontecimientos, una historia vergonzosa. Dejadme que os cuente, en tres palabras, otra historia que no conocéis. Un ambicioso, sacerdote y joven, quiso ingresar en los asuntos públicos y se convirtió en el perro del favorito de una reina. El favorito se interesó por el sacerdote, y le dio el cargo de ministro concediéndole un sitio en el Consejo. Una noche, uno de esos hombres que creen prestar un servicio (¡no prestéis nunca un servicio que no os pidan!) escribió al joven ambicioso que la vida de su bienhechor estaba amenazada. El rey estaba indignado de tener un dueño, y al día siguiente el favorito iba a ser muerto si acudía a palacio. Bien, joven, ¿qué habríais hecho vos al recibir tal carta?…
—Habría ido inmediatamente a advertir a mi bienhechor —exclamó vivamente Luciano.
—Todavía sois el niño que revela el relato de vuestra existencia —repuso el sacerdote—. Nuestro hombre se dijo: Si el rey llega hasta el crimen, mi bienhechor está perdido. ¡Es preciso que yo haya recibido esta carta demasiado tarde! Y durmió hasta la hora en que mataban al favorito…
—¡Era un monstruo! —dijo Luciano, que sospechó en el sacerdote la intención de probarle.
—Todos los grandes hombres son unos monstruos, y ése se llamó el cardenal Richelieu —respondió el canónigo—, y su bienhechor, el mariscal de Ancre. ¿Ya veis que no conocéis vuestra historia de Francia? ¿No tenía razón al deciros que la HISTORIA enseñada en los colegios es una colección de fechas y de hechos, sumamente dudosa ante todo, y sin el menor alcance? ¿De qué os sirve el saber que Juana de Arco ha existido? ¿Habéis sacado nunca de ello la conclusión de que si Francia hubiera aceptado entonces la dinastía angevina de los Plantagenet, los dos pueblos reunidos tendrían hoy el imperio del mundo, y que las dos islas en las que se forjan las perturbaciones políticas del continente serían dos provincias francesas?… Pero ¿habéis estudiado los medios por los cuales los Médicis, de simples comerciantes, se convirtieron en grandes duques de Toscana?
—Un poeta, en Francia, no tiene la obligación de ser un benedictino —respondió Luciano.
—Pues bien, joven, llegaron a ser grandes duques como Richelieu llegó a ser ministro. Si hubierais buscado en la historia las causas humanas de los acontecimientos, en lugar de aprender de memoria sus etiquetas, habríais extraído preceptos para vuestra conducta. De lo que acabo de tomar al azar en la colección de los hechos verdaderos resulta esta ley. No veáis en los hombres, y sobre todo en las mujeres, más que unos instrumentos, pero no permitáis que se den cuenta de ello. Adorad como a Dios a aquel que, colocado más alto que vos, pueda seros útil, y no le abandonéis hasta que no haya pagado muy caro vuestro servilismo. En fin, en el comercio del mundo, ser áspero como el judío y vil como es él y hacer por el poder todo lo que el judío hace por el dinero. Preocuparos por el hombre caído como si nunca hubiera existido. ¿Sabéis por qué habéis de comportaros así?… Queréis dominar el mundo, ¿verdad?, pues hay que comenzar por obedecerle y estudiarlo bien. Los sabios estudian los libros y los políticos estudian los hombres, sus intereses, las causas generadoras de sus acciones. Ahora bien, el mundo, la sociedad, los hombres tomados en su conjunto, son fatalistas, adoran el acontecimiento. ¿Sabéis por qué os hago este pequeño curso de historia? Porque os creo de una ambición desmesurada…
—Sí, padre.
—Ya lo he visto —continuó diciendo el canónigo—, pero en este momento estáis diciendo: este canónigo español inventa anécdotas y exprime la historia para demostrarme que he tenido un exceso de virtud…
Luciano sonrió, al ver tan bien adivinados sus pensamientos.
—Bien, joven, tomemos hechos pasados al estado de banalidad —prosiguió el sacerdote—. Un día, Francia fue casi conquistada por los ingleses, al rey no le quedaba más que una provincia. Del seno del pueblo surgieron dos seres: una pobre muchacha, aquella misma Juana de Arco de la que hablábamos, y luego un burgués llamado Jacobo Coeur. La primera dio su brazo y el prestigio de su virginidad, y el otro su oro: el reino fue salvado. ¡Pero la muchacha cayó prisionera!… El rey, que pudo rescatarla, dejó que fuese quemada viva. En cuanto al heroico burgués, permitió que fuera acusado de crímenes capitales por sus cortesanos, que se cebaron en todos sus bienes. Los despojos del inocente, abatido por la justicia, enriquecieron cinco casas nobles… Y el padre del arzobispo de Bourges salió del reino, para jamás volver a él, sin un ochavo de sus bienes en Francia, sin más dinero que el que había confiado a los árabes, a los sarracenos de Egipto. Todavía podéis decir: esos ejemplos son muy viejos, todas esas ingratitudes tienen trescientos años de Instrucción Pública, y los esqueletos de esa época son fabulosos. Bien, joven, ¿creéis en el último semidiós de Francia, en Napoleón? Mantuvo en desgracia a uno de sus generales, sólo a regañadientes le nombró mariscal, y jamás se sirvió de él de buena gana. Ese mariscal se llamaba Kellermann. ¿Sabéis por qué?… Kellermann salvó a Francia y al primer cónsul en Marengo con una carga audaz que fue aplaudida en medio de la sangre y del fuego. En el boletín, ni siquiera se hizo mención de esta carga heroica. La causa de la frialdad de Napoleón por Kellermann es la misma de la desgracia de Fouché y del príncipe de Talleyrand: la ingratitud del rey Carlos VII y de Richelieu, la ingratitud…
—Pero, padre, suponiendo que vos me salvarais la vida y labraseis mi fortuna, de ese modo me hacéis muy ligero el agradecimiento.
—Granujilla —dijo el cura sonriendo y cogiendo la oreja de Luciano para retorcérsela con una familiaridad casi regia—, si vos fueseis ingrato conmigo, seríais entonces un hombre fuerte, y yo doblaría la rodilla ante vos, pero aún no habéis llegado a ese punto, porque, simple escolar, vos habéis querido llegar a maestro demasiado pronto. Es el defecto de los franceses en vuestra época. Todos han sido malogrados por el ejemplo de Napoleón. Presentáis la dimisión porque no podéis conseguir la charretera que deseáis… Pero ¿acaso habéis aplicado toda vuestra voluntad, todas vuestras acciones a una idea?…
—¡Ay, no! —contestó Luciano.
—Habéis sido lo que los ingleses llaman inconsistent— repuso sonriendo el canónigo.
—¿Qué importa lo que he sido, si ya no puedo ser nada? —respondió Luciano.
—Que se encuentre detrás de todas vuestras bellas cualidades una fuerza semper virens —dijo el sacerdote para demostrar que sabía un poco de latín—, y nada en el mundo os resistirá. Yo ya os aprecio bastante…
Luciano sonrió con aire de incredulidad.
—Sí —añadió el desconocido, respondiendo a la sonrisa de Luciano—, me interesáis como si fueseis un hijo mío, y soy lo suficientemente poderoso para hablaros con el corazón en la mano, tal como vos acabáis de hacerlo conmigo. ¿Sabéis lo que me agrada de vos?… Habéis hecho tabla rasa, y de este modo podéis oír un curso de moral que no se da en ninguna parte, ya que los hombres, reunidos en manada, son aún más hipócritas que cuando su interés les obliga a representar una comedia. Así, uno deja transcurrir buena parte de su vida pasando el rastrillo y arrancando aquello que ha dejado brotar durante la adolescencia. A esta operación se le llama adquirir experiencia.
Luciano, al escuchar al sacerdote, pensaba:
”He ahí a algún viejo político que se siente encantado de poder charlar durante el viaje. Se complace en hacer cambiar de opinión a un pobre muchacho al que encuentra al borde de un suicidio, y me soltará cuando acabe su broma… Pero comprende muy bien la paradoja, y me parece tan instruido como Blondet o Lousteau.
A pesar de esta prudente reflexión, la corrupción intentada por el sacerdote sobre Luciano, entraba profundamente en aquel alma bastante dispuesta a recibirla, y causaba en ella estragos tanto mayores cuanto que se apoyaba en hechos célebres. Hechizado por la fascinación de esta conversación cínica, Luciano se aferraba gustosamente a la vida, al sentirse arrastrado desde el fondo de su suicidio hacia la superficie por un brazo poderoso. En esto el sacerdote triunfaba evidentemente. Por ello, de vez en cuando, había acompañado sus sarcasmos históricos con una maliciosa sonrisa.
—Si vuestro modo de tratar la moral se parece a la forma en que consideráis la historia —dijo Luciano—, quisiera saber cuál es en este momento el móvil de vuestra aparente caridad.
—Esto, joven, es el último punto de mi predicación, y me permitiréis que lo reserve, porque así no nos separaremos hoy —respondió con la astucia de un cura que ve el triunfo de su malicia.
—Bien, habladme de moral —dijo Luciano, que pensó: “Ahora voy a hacer que exponga lo que realmente piensa”.
—La moral, joven, empieza en la ley —afirmó el sacerdote—, Si no se tratase más que de religión, las leyes serían inútiles: los pueblos religiosos tienen pocas leyes. Por encima de la ley civil está la ley política. Bien, ¿queréis saber lo que, para un hombre político, está escrito en la frente de vuestro siglo XIX? Los franceses inventaron, en 1793, una soberanía popular que terminó por medio de un emperador absoluto. En cuanto a las costumbres, las señoras Tallien y de Beauhamais tuvieron la misma conducta. Napoleón se casó con una de ellas, la hizo vuestra emperatriz y jamás quiso recibir a la otra, aunque fuese princesa. Sans-culotte en 1793, Napoleón ciñe la corona de hierro en 1804. Los feroces amantes de Igualdad o Muerte de 1792, se convierten, a partir de 1806, en cómplices de una aristocracia legitimada por Luis XVIII. En el extranjero, la aristocracia, que reina hoy día en su barrio de Saint-Germain, ha obrado peor: fue usurera y comerciante, hizo pequeñas estafas, fue cocinera, granjera y pastora de ovejas. En Francia, pues, la ley política, lo mismo que la ley moral, todos y cada uno la han desmentido en principio en el punto de llegada, sus opiniones por la conducta o la conducta por las opiniones. No hubo lógica, ni en el gobierno, ni en los particulares. Por lo tanto, ya no tenéis moral. Actualmente, en vuestro país, el éxito es la razón suprema de todas las acciones, sean cuáles fueren. El hecho, pues, no es ya nada en sí mismo, se halla por entero en la idea que los otros se formen de él. De ahí, joven, un segundo precepto: ¡procurad tener un aspecto agradable! Esconded el reverso de vuestra vida y presentad un anverso muy brillante. La discreción, divisa de los ambiciosos, es la de nuestra orden, y vos debéis hacer de ella la vuestra. Los grandes cometen casi tantas cobardías como los miserables, pero las cometen a la sombra y hacen gala de sus virtudes: siguen siendo grandes. Los pequeños despliegan sus virtudes a la sombra y exponen sus miserias a la luz del día: son despreciados. Vos habéis ocultado vuestras grandezas y dejasteis ver vuestras llagas. Habéis tenido públicamente como amante a una actriz, habéis vivido en su casa, con ella, no fuisteis en modo alguno reprensible, todos os encontraban tanto al uno como al otro completamente libres, pero rompisteis con las ideas del mundo y no habéis tenido la consideración que el mundo concede a los que obedecen a sus leyes. Si hubierais dejado Coralia a aquel señor Camusot, si hubieseis ocultado vuestras relaciones con ella y os hubierais casado con la señora de Bargeton, seríais prefecto de Angulema y marqués de Rubempré. Cambiad de conducta. Exhibid al exterior vuestra belleza y elegancia, vuestro ingenio y vuestra poesía. Si os permitís algunas pequeñas infamias, que sea entre cuatro paredes: a partir de entonces ya no seréis culpable de manchar los decorados de ese gran teatro llamado el mundo. Napoleón llamó a esto lavar la ropa sucia de uno en familia. Del segundo precepto se desprende este corolario: todo está en la forma. Fijaos bien en aquello que yo llamo la forma. Hay personas sin instrucción que, apremiadas por la necesidad, toman una suma cualquiera, por la violencia, a otra persona. Se les llama delincuentes y se ven obligados a rendir cuenta de ello a la justicia. Un pobre hombre de talento encuentra un secreto cuya explotación equivale a un tesoro, le prestáis tres mil francos (a ejemplo de esos Cointet que se han encontrado con vuestros tres mil francos en las manos y van a despojar a vuestro cuñado), le atormentáis hasta que os cede todo o parte del secreto, no contáis más que con vuestra conciencia, y ésta os lleva a la Audiencia de lo criminal. Los enemigos del orden social aprovechan este contraste para vociferar contra la justicia e indignarse en nombre del pueblo por el hecho de que se mande a galeras a un ladrón nocturno de gallinas en un recinto habitado, mientras que se encarcela, apenas por unos meses, a un hombre que arruina familias haciendo una quiebra fraudulenta. Pero esos hipócritas saben muy bien que al condenar al ladrón, los jueces mantienen la barrera entre los pobres y los ricos, la cual, derribada, produciría el fin del orden social. Mientras que el que hace una quiebra fraudulenta, el hábil cazador de herencias y el banquero que mata un negocio en provecho propio, no producen más que desplazamientos de fortuna. Por lo tanto, hijo mío, la sociedad se ve obligada a distinguir, para su provecho, lo que yo os hago distinguir para el vuestro. El punto importante es igualarse a toda la sociedad. Napoleón, Richelieu y los Médicis se igualaron a su siglo. ¡Y vos os estimáis en doce mil francos!… ¡Vuestra sociedad ya no adora al Dios verdadero, sino al Becerro de Oro! Tal es la religión de vuestra Carta, que ya no tiene en cuenta, en política, más que la propiedad. ¿No equivale a decirles a todos los súbditos: procurad enriqueceros?… Cuando, después de haber sabido encontrar legalmente una fortuna, seáis rico y marqués de Rubempré, os permitiréis el lujo del honor. Entonces haréis profesión de tanta delicadeza, que nadie se atreverá a acusaros de haber faltado a ella alguna vez, si es que en realidad faltaseis al hacer fortuna, lo cual jamás os aconsejaría —dijo el sacerdote cogiendo la mano de Luciano y dándole en ella unos golpecitos—. ¿Qué debéis, pues, poner en esa hermosa cabeza?… Únicamente este tema: proponerse un objetivo esplendoroso y ocultar los medios de alcanzarlo, ocultando al mismo tiempo la marcha. Habéis actuado como un niño, sed hombre, sed cazador, poneos al acecho, emboscaos en el mundo parisiense, aguardad una presa y una ocasión, no respetéis vuestra persona ni lo que llaman dignidad, porque todos obedecemos a algo, a un vicio, a una necesidad, ¡pero observad la ley suprema!, el secreto.
—¡Me asustáis, padre! —exclamó Luciano—. Eso me parece una teoría de camino real.
—Tenéis razón —dijo el canónigo—, pero no procede de mí. Así es cómo han razonado los advenedizos, tanto la casa de Austria como la de Francia. Vos no tenéis nada, os encontráis en la situación de los Médicis, de Richelieu y de Napoleón en el comienzo de su ambición. Esas personas, hijo mío, evaluaron su porvenir al precio de la ingratitud, de la traición y de las contradicciones más violentas. Hay que atreverse a todo para tenerlo todo. Razonemos. Cuando os sentáis a una mesa de juego para jugar a la berlanga, ¿discutís las condiciones? Las reglas están ahí, vos las aceptáis.
“Vamos, pensó Luciano, conoce la berlanga”.
—¿Cómo os comportaríais en la berlanga?… —prosiguió el sacerdote—. ¿Practicaríais en ella la más bella de las virtudes, la franqueza? No solamente ocultáis vuestro juego, sino que incluso procuráis hacer creer, cuando estáis seguro de triunfar, que vais a perderlo todo. En fin, disimuláis, ¿verdad?… ¡Mentís por ganar cinco luises!… ¿Qué diríais de un jugador que fuese lo bastante generoso para prevenir a los otros de que tiene brelan carré? Pues bien, el ambicioso que quiere luchar con los preceptos de la virtud en una carrera en la que sus antagonistas se privan de ella, es un niño al que los viejos políticos dirían lo que los jugadores dicen a aquel que no se aprovecha de sus brelans: “Caballero, no juguéis nunca a la berlanga…”. ¿Acaso sois vos quien hace las reglas en el juego de la ambición? ¿Por qué os he dicho que os igualaseis a la sociedad?… Porque hoy, joven, la sociedad ha ido arrogándose insensiblemente tantos derechos sobre los individuos, que el individuo se ve obligado a combatir a la sociedad. Ya no hay leyes, sólo hay costumbres, es decir, sólo hay farsa, siempre la forma.
Luciano hizo un gesto de asombro.
—¡Ah! Hijo mío —añadió el sacerdote temiendo haber ofendido el candor de Luciano—, vos esperabais encontrar al arcángel San Gabriel en un clérigo encargado de todas las iniquidades de la contra-diplomacia de dos reyes (yo soy el intermediario entre Fernando VII y Luis XVIII, dos grandes… reyes que deben la corona a profundas… combinaciones)… Creo en Dios, pero también creo en nuestra orden, y en el poder temporal. Obedecedme como una mujer obedece a su marido, como un niño obedece a su madre, y os garantizo que en menos de tres meses seréis marqués de Rubempré, os casaréis con una de las más nobles jóvenes del barrio de Saint-Germain, y un día tendréis la dignidad de par de Francia. En estos momentos, si yo no os hubiera distraído con mi conversación, ¿qué seríais? Un cadáver imposible de encontrar en un profundo lecho de cieno; pues bien, haced un esfuerzo de poesía…
En esto, Luciano miró a su protector con curiosidad.
—El joven que se encuentra ahí sentado, en esta calesa —prosiguió el sacerdote—, al lado del padre Carlos Herrera, canónigo numerario del cabildo de Toledo, enviado secreto de Su Majestad Fernando VII a Su Majestad el rey de Francia, para llevarle un mensaje en el que quizá le dice: “Cuando me hayáis liberado, mandad ahorcar a todos aquellos a quienes en estos momentos favorezco, y también a mi enviado, para que realmente guarde el secreto”, ese joven —dijo el desconocido—, ya no tiene nada en común con el poeta que acaba de morir. Yo os he pescado, os he devuelto la vida, y vos me pertenecéis como la criatura pertenece al creador, como el cuerpo pertenece al alma. Yo os sostendré con mano poderosa en el camino del poder, y os prometo, sin embargo, una vida llena de placeres, de honores y fiestas continuas… Nunca os faltará el dinero… Brillaréis, os exhibiréis, mientras que, encorvado en el fango de los cimientos, yo aseguraré el brillante edificio de vuestra fortuna. Yo amo el poder por el poder. Seré siempre feliz con vuestros goces, que a mí me están vedados. ¡En fin, yo me convertiré en vos!… Bien, el día en que este pacto de hombre a demonio, de niño a diplomático, deje de conveniros, siempre podréis ir a buscar un pequeño lugar, como aquel del que hablabais, para ahogaros: seréis poco más o menos lo que sois hoy, desgraciado o deshonrado…
—¡Eso no es un homilía del arzobispo de Granada! —exclamó Luciano viendo que la calesa se había detenido en una posta.
—No sé qué nombre le dais a esta instrucción somera, hijo mío, pues os adopto y haré de vos mi heredero, pero es el código de la ambición. Los elegidos de Dios son muy escasos. No hay elección: es preciso encerrarse en el convento (y allí encontraréis a menudo el mundo en miniatura) o aceptar este código.
—Quizás es mejor no ser tan sabio —dijo Luciano, tratando de sondear el alma de aquel terrible sacerdote.
—¡Cómo! —dijo el canónigo—. Después de haber jugado sin conocer las reglas del juego, abandonáis la partida en el momento en que aprendéis a jugar, cuando os presentáis en el juego con un padrino fuerte… ¡y sin sentir siquiera el deseo de montar sobre la espalda de aquellos que os han expulsado de París!
Luciano se estremeció como si un instrumento de bronce, un gong chino, hubiera dejado oír aquellos terribles sonidos que hieren los nervios.
—No soy más que un humilde sacerdote —continuó diciendo aquel hombre, con una horrible expresión en su rostro curtido por el sol de España—, pero si unos hombres me hubiesen humillado, vejado, torturado, traicionado y vendido como vos lo habéis sido por los sujetos de quienes me habéis hablado, sería como el árabe del desierto… Sí, me consagraría en cuerpo y alma a la venganza. Me burlaría de acabar mi vida en la horca, en el garrote, empalado o guillotinado, como en vuestro país, pero no dejaría que se apoderasen de mi cabeza hasta que hubiera aplastado a mis enemigos bajo mis talones.
Luciano guardaba silencio: ya no sentía deseos de penetrar más en el alma de aquel clérigo.
—Unos descienden de Abel y otros de Caín —dijo terminando el canónigo—. Yo soy de sangre mixta: Caín para mis enemigos, Abel para mis amigos, y ¡ay de aquel que despierte a Caín!… Después de todo, vos sois francés, yo español, ¡y además, canónigo!…
“¡Qué naturaleza de árabe!”, pensó Luciano examinando al protector que el Cielo acababa de enviarle.
El padre Carlos Herrera no ofrecía en su persona nada que revelase al jesuita, ni siquiera a un religioso. Grueso y bajo, de anchas manos, busto desarrollado, de fuerza hercúlea, mirada terrible, pero suavizada por una mansedumbre fingida, y una tez de bronce que no dejaba pasar nada de dentro hacia fuera, inspiraba más repulsión que simpatías. Largos y hermosos cabellos empolvados al modo de los del príncipe de Talleyrand daban a aquel singular diplomático el aire de un obispo, y la cinta azul con bordes blancos de la cual pendía una cruz de oro, indicaba, por otra parte, a un dignatario eclesiástico. Sus medias de seda negra moldeaban unas piernas de atleta. Su vestido, de exquisita pulcritud, revelaba aquel cuidado minucioso de la persona que no siempre tienen de sí mismos los simples sacerdotes, sobre todo en España. En la parte delantera del coche, con el escudo de armas de España, había un tricornio. A pesar de tantas causas de repulsión, unas maneras a la vez violentas y zalameras atenuaban el efecto de la fisonomía, y para Luciano era evidente que el sacerdote se había hecho coquetón, acariciador, casi felino. Luciano examinó los menores detalles con aire preocupado. Comprendió que en aquellos momentos se trataba de vivir o morir, ya que se encontraba en la segunda posta después de Ruffec. Las últimas frases del sacerdote español habían hecho vibrar muchas cuerdas en su corazón, y digámoslo para vergüenza de Luciano y del sacerdote que, con ojos perspicaces, estudiaba el bello rostro del poeta, estas cuerdas eran las peores, las que vibran bajo el ataque de los sentimientos depravados. Luciano volvía a ver París, cogía de nuevo las riendas del dominio que sus manos inexpertas habían soltado, ¡se vengaba! La comparación que acababa de hacer entre la vida de provincias y la de París, la más activa de las causas de su suicidio, desaparecía: iba a encontrarse de nuevo en su ambiente, pero protegido por un político tan profundo como la perfidia de Cromwell.
”Antes estaba solo, ahora seremos dos”, se decía.
Cuantas más faltas había descubierto en su conducta anterior, más interés había mostrado el eclesiástico. La caridad de aquel hombre había aumentado en relación con la desgracia, y no se asombraba de nada. Sin embargo, Luciano se preguntó cuál era el móvil de aquel intrigante. De momento se contentó con una razón vulgar: ¡los españoles son generosos! El español es generoso, como el italiano envenenador y celoso, como el francés ligero, como el alemán franco, como el judío innoble y el inglés noble. Echad por los suelos estas proposiciones y obtendréis la verdad. Los judíos han acaparado el oro, escriben Roberto el Diablo, representan Fedra, cantan Guillermo Tell, encargan cuadros, levantan palacios, y escriben Reisebilder y admirables poesías. Son más poderosos que nunca, su religión es aceptada. En Alemania, para las menores cosas, se le pregunta a un extranjero: “¿Tenéis un contrato?” tantos son los chanchullos que allí se hacen. En Francia, desde hace cincuenta años, se aplauden en el teatro estupideces nacionales, se siguen llevando inexplicables sombreros, y el gobierno no cambia más que con la condición de continuar siendo el mismo… Inglaterra despliega a la faz del mundo unas perfidias cuyo horror sólo puede compararse con su avidez. El español, después de haber tenido el oro de las dos Indias, ya no le queda nada. No hay país en el mundo en el que haya menos envenenamientos que en Italia, y en el que las costumbres sean más fáciles y más corteses. Los españoles han vivido mucho de la reputación de los moros.
Cuando el español subió a la calesa, dijo al oído del postillón:
—Necesito alcanzar al correo; hay tres francos de propina.
Al ver que Luciano vacilaba en subir a la calesa, el sacerdote le dijo:
—Vamos, pues.
Y Luciano subió, con el pretexto de soltarle un argumento ad hominem.
—Padre —le dijo—, un hombre que acaba de declarar con la mayor sangre fría las máximas que muchos burgueses calificarían de profundamente inmorales…
—Y que lo son —observó el sacerdote—. He ahí por qué Jesucristo quería que el escándalo tuviera lugar, hijo mío. Y he ahí por qué el mundo manifiesta tanto horror por el escándalo.
—Un hombre de vuestro temple no se sorprenderá de la pregunta que voy a hacerle.
—¡Adelante, hijo mío!… —repuso Carlos Herrera—. Vos no me conocéis. ¿Creéis que tomaría un secretario antes de saber si tiene principios lo bastante seguros para no quitarme nada? Estoy contento de vos. Tenéis todavía las inocencias del hombre que se mata a los veinte años de edad. ¿Vuestra pregunta?…
—¿Por qué os interesáis por mí? ¿Qué precio queréis de mi obediencia?… ¿Cuál será vuestra parte si me lo dais todo?
El español miró a Luciano y esbozó una sonrisa.
—Aguardad a que lleguemos a una cuesta, la subiremos a pie y podremos hablar al aire libre. El interior de una calesa es indiscreto.
El silencio reinó durante un buen rato entre los dos compañeros, y la rapidez de la carrera contribuyó, por decirlo así, a la embriaguez moral de Luciano.
—Padre, aquí está la cuesta —observó Luciano como si despertase de un sueño.
—Bien, caminemos —dijo el sacerdote, ordenando con fuerte voz al postillón que parase el vehículo.
Y los dos se lanzaron a la carretera.
—Hijo —empezó por decir el español cogiendo del brazo a Luciano—, ¿has meditado la Venecia salvada de Otway? ¿Has comprendido esa amistad profunda, de hombre a hombre, que une a Pedro y a Jaffier, hasta el extremo de que para ellos una mujer no significa nada y que cambia entre ambos todos los términos sociales?… Pues bien, os lo dejo a vuestra imaginación de poeta.
—El canónigo conoce también el teatro —pensó Luciano—. ¿Habéis leído a Voltaire?… —le preguntó.
—Hago mejor —respondió el canónigo—, lo pongo en práctica.
—¿No creéis en Dios?…
—Vamos, el ateo soy yo —dijo sonriendo el sacerdote—. Vayamos a lo positivo, pequeño… —añadió cogiéndole por la cintura—. Tengo cuarenta y seis años, soy hijo natural de un gran señor, es decir, carezco de familia y tengo un corazón… Pero aprende esto, grábalo en tu cerebro, aún tan blando: el hombre tiene horror a la soledad. Y de todas las soledades, la soledad moral es la que más asusta. Los primeros anacoretas vivían con Dios, habitaban el mundo más poblado, el mundo espiritual. Los avaros habitan el mundo de la fantasía y de los goces. El avaro lo tiene todo, hasta su sexo, en el cerebro. El primer pensamiento del hombre, ya sea leproso o condenado a trabajos forzados, infame o enfermo, es tener un cómplice de su destino. Para satisfacer este sentimiento, que es la vida misma, emplea todas sus fuerzas, todo su poder, la savia de su vida. Sin este deseo soberano, ¿habría podido encontrar compañeros Satanás?… Hay todo un poema por hacer, que sería como el prólogo del Paraíso perdido, que no es más que la apología de la Revuelta.
—Sería La Ilíada de la corrupción —afirmó Luciano.
—Bien, yo estoy solo y vivo en la mayor soledad. Aun cuando llevo hábito, no tengo el corazón del sacerdote. Me gusta consagrarme a otra persona, tengo ese vicio. Vivo por la abnegación, he ahí por qué soy sacerdote. No temo la ingratitud y soy agradecido. La Iglesia no es nada para mí, es una idea. Me he consagrado al rey de España, pero no puedo amar a ese rey, que me protege y se cierne por encima de mí. Yo quiero amar a mi criatura, moldearla, amasarla para mi uso, en una palabra, para amarla como un padre ama a su hijo. Yo iré en tu tílburi, muchacho, me alegraré de tus éxitos con las mujeres, diré: “¡Ese guapo joven soy yo! Ese marqués de Rubempré ha sido creado y traído al mundo aristocrático por mí; su grandeza es obra mía, se calla o habla con mi voz, me consulta en todo”. El abate de Vermont era esto para María Antonieta.
—Pero la llevó al cadalso.
—¡Él no amaba a la reina!… —respondió el sacerdote—. Sólo amaba al abate de Vermont.
—¿Debo dejar detrás de mí la desolación? —preguntó Luciano.
—Tengo tesoros, tomarás de ellos lo que quieras.
—En este momento haría cualquier cosa para poner en libertad a Séchard —repuso Luciano con una voz que ya no quería el suicidio.
—Di una palabra, hijo mío, y mañana recibirá la suma necesaria para su liberación.
—¡Cómo! ¿Me darías doce mil francos?…
—¡Eh!, hijo mío, ¿no ves que hacemos cuatro leguas por hora? Vamos a cenar en Poitiers. Allí, si quieres firmar el pacto, darme una sola prueba de obediencia, ¡es grande, la quiero!, la diligencia de Burdeos llevará quince mil francos a tu hermana…
—¿Dónde están?
El sacerdote español no respondió nada, y Luciano se dijo:
”Ya le he cogido, se burlaba de mí”.
Un instante después, silenciosamente, el español y el poeta habían vuelto a montar en el coche. Y con el mismo silencio, el sacerdote metió la mano en la bolsa del coche, sacó la bolsa de piel en forma de morral dividida en tres compartimientos, tan conocida de los viajeros, y extrajo cien portuguesas, metiendo tres veces su ancha mano, que sacó cada vez llena de oro.
—Padre, soy vuestro —dijo Luciano deslumbrado por tanto oro.
—¡Hijo! —repuso el sacerdote besando a Luciano en la frente con ternura—, esto no es más que la tercera parte del oro que se encuentra en este saco, treinta mil francos, sin contar el dinero del viaje.
—¿Y viajáis solo?… —exclamó Luciano.
—¿Qué importa? —contestó el español—. En París recibiré más de cien mil escudos que tengo en letras de cambio. Un diplomático sin dinero es lo que eras tú hace un instante: un poeta sin voluntad.
En el momento en que Luciano subía al coche con el pretendido diplomático español, Eva se levantaba para dar el biberón a su hijo, encontró la carta fatal y la leyó. Un frío sudor heló la humedad que causa el sueño de la mañana, sintió vértigo, y llamó a Marión y a Kolb.
A la pregunta de “¿Ha salido mi hermano?” respondió Kolb:
—Sí, señora, antes de que amaneciese.
—Guardadme el más profundo secreto sobre lo que os confío —dijo Eva a los dos criados—. Mi hermano ha salido sin duda con la intención de poner fin a sus días. Corred los dos, tomad informes con prudencia y vigilad la corriente del río.
Eva se quedó sola, en un estado de horrible estupor. Fue en medio del trastorno en que ella se encontraba cuando Petit-Claud, hacia las siete de la mañana, se presentó para hablarle de negocios. En tales momentos, uno escucha a todo el mundo.
—Señora —dijo el procurador—, nuestro pobre David está en la cárcel, y llega a la situación que previne al comienzo de este asunto. Yo le aconsejaba entonces que para la explotación de su descubrimiento se asociase con sus competidores, los Cointet, que tienen entre sus manos los medios de ejecutar lo que, en vuestro marido, sólo se encuentra en estado de concepción. Por ello, ayer por la noche, tan pronto como recibí la noticia de su detención, ¿qué fue lo que hice? Fui a ver a los señores Cointet con la intención de arrancarles unas condiciones que pudieran satisfaceros. Si queréis defender este descubrimiento, vuestra vida continuará siendo lo que es: una vida de trampas legales en la que sucumbiréis, en la que terminaréis, agotados y moribundos, por hacer, quizá con perjuicio por vuestra parte, con un hombre de dinero, lo que yo quiero veros hacer, ventajosamente, a partir de hoy, con los señores Cointet hermanos. De este modo os ahorraréis las privaciones y angustias del combate del inventor contra la avidez del capitalista y la indiferencia de la sociedad. ¡Veamos! Si los señores Cointet pagan vuestras deudas… si, una vez pagadas, os dan aún una suma adelantada, sea cual fuere el mérito, el futuro o la posibilidad del descubrimiento y os conceden, claro está, cierta parte en los beneficios de la explotación, ¿no seríais felices?… Vos, señora, os convertís en propietaria del material de la imprenta, y la venderéis sin duda, bien os valdrá veinte mil francos, yo os garantizo un comprador por ese precio. Si obtenéis quince mil más por medio de una escritura de sociedad con los señores Cointet, reuniréis una fortuna de treinta y cinco mil francos que, actualmente, representan dos mil francos de renta… Con dos mil francos de renta se puede vivir en provincias. Y observad, señora, que tendríais todavía las eventualidades de vuestra asociación con los señores Cointet. Digo eventualidades, porque hay que suponer la falta de éxito. Pues bien, he aquí lo que estoy en condiciones de obteneros: ante todo, liberación completa de David; luego, quince mil francos entregados a título de indemnización por sus investigaciones, adquiridos sin que los señores Cointet puedan convertirlos en objeto de reivindicación por ningún motivo, aun cuando el descubrimiento resultase improductivo, y por último, una sociedad formada entre David y los señores Cointet para la explotación de la patente de invención, después de una experiencia realizada en común y secretamente de su procedimiento de fabricación, sobre las bases siguientes: los gastos correrán de cuenta de los señores Cointet. La inversión de fondos de David será la aportación de la patente, y tendrá la cuarta parte de los beneficios. Vos sois una mujer juiciosa y razonable, cosa que no es frecuente encontrar en las mujeres hermosas. Pensad en estas proposiciones y os parecerán muy aceptables…
—¡Ah, señor! —exclamó la pobre Eva desesperada y rompiendo a llorar—. ¿Por qué no vinisteis ayer a proponerme esta transacción? Habríamos evitado el deshonor, y… algo peor…
—Mi discusión con los Cointet, que, como ya debéis sospechar, se ocultan detrás de Métivier, no terminó hasta medianoche. Pero ¿qué es lo que ha sucedido desde ayer que sea peor que la detención de nuestro pobre David? —preguntó Petit-Claud.
—He aquí la terrible noticia que he encontrado al despertar —respondió Eva tendiendo a Petit-Claud la carta de Luciano—. Vos me demostráis en este momento que os interesáis por nosotros, sois amigo de David y de Luciano y no creo necesario pediros que guardéis el secreto…
—Tranquilizaos —dijo Petit-Claud devolviendo la carta después de haberla leído—. Luciano no se matará. Después de haber sido la causa de la detención de su cuñado, necesitaba una razón para abandonaros, y veo en ello una salida de escena, como en el teatro.
Los Cointet habían llegado a sus fines. Después de haber torturado al inventor y a su familia, aprovechaban el momento de esta tortura en que el cansancio hace desear algún reposo. No todos los buscadores de secretos tienen el carácter de un bulldog, que muere con la presa entre los dientes, y los Cointet habían estudiado sabiamente el carácter de sus víctimas. Para el gran Cointet, la detención de David era la última escena del primer acto de aquel drama. El segundo acto empezaba con la proposición que Petit-Claud acababa de hacer. Como maestro consumado, el procurador consideró la resolución de Luciano como una de aquellas oportunidades inesperadas que, en una partida, acaban de decidirla. Vio a Eva tan abatida por aquel acontecimiento, que decidió aprovecharse de ello para ganar su confianza, pues había terminado por adivinar la influencia de la mujer sobre el marido. Así, pues, en lugar de hundir más a la señora Séchard en la desesperación, trató de tranquilizarla, y la dirigió hábilmente hacia la prisión en la situación de ánimo en que se encontraba, pensando que determinaría a David a que se asociase con los Cointet.
—David, señora, me ha dicho que no deseaba la fortuna más que para vos y para vuestro hermano, pero debéis comprender que sería una locura querer enriquecer a Luciano. Ese muchacho devoraría tres fortunas.
La actitud de Eva decía con bastante claridad que la última de sus ilusiones sobre su hermano se había esfumado, por lo que el procurador hizo una pausa para convertir el silencio de su cliente en una especie de asentimiento.
—Así, en esta cuestión —añadió—, no se trata más que de vos y de vuestro hijo. A vos corresponde saber si dos mil francos de renta son suficientes para vuestra felicidad, sin tener en cuenta la herencia del viejo Séchard. Vuestro suegro viene formándose, desde hace mucho tiempo, una renta de siete a ocho mil francos, sin contar los intereses que sabe sacar de sus capitales. Por ello, después de todo, tenéis un hermoso porvenir. ¿Por qué atormentaros?
El procurador se despidió de la señora Séchard, dejándola que reflexionase sobre esta perspectiva, bastante hábilmente preparada la víspera por el gran Cointet.
—Id y procurad que vislumbre la posibilidad de percibir una suma cualquiera —había dicho el tiburón de Angulema al procurador cuando fue a anunciarle la detención—, y cuando se hayan acostumbrado a la idea de palpar algún dinero, serán nuestros. Regatearemos y, poco a poco, les haremos llegar al precio que nosotros queremos pagar por ese secreto.
Esta frase contenía en cierto modo el argumento del segundo acto de este drama financiero.
Cuando la señora Séchard, con el corazón roto por los presentimientos acerca de la suerte de su hermano, se hubo vestido y bajó para ir a la cárcel, experimentó la angustia que le causó la idea de tener que atravesar sola las calles de Angulema. Sin preocuparse por la ansiedad de su cliente, Petit-Claud volvió para ofrecerle el brazo, impulsado por un pensamiento bastante maquiavélico, y tuvo el mérito de una delicadeza a la cual Eva fue sumamente sensible, pues él dejó que le diera las gracias sin sacarla de su error. Esta pequeña atención, en un hombre tan duro y áspero, y en semejante momento, modificó la opinión que hasta entonces había tenido la señora Séchard de Petit-Claud.
—Os llevo —le dijo— por el camino más largo; pero no encontraremos a nadie.
—¡Esta es la primera vez, caballero, que no tengo derecho a ir con la frente alta! Ayer aprendí bien duramente esta lección…
—Será la primera vez y la última.
—¡Oh! Por supuesto, que no me quedaré a vivir en esta ciudad…
—Si vuestro marido se aviniera a las proposiciones acordadas entre los Cointet y yo —dijo Petit-Claud a Eva al llegar a la puerta de la prisión—, comunicádmelo para venir en seguida con una autorización de Cachan que permitiría salir a David, y probablemente no volvería a entrar en la cárcel…
Estas palabras, dichas frente a la prisión, eran lo que los italianos llaman una combinación. Entre ellos, esta palabra expresa el acto indefinible en el que se encuentra un poco de perfidia mezclada con el derecho, un fraude permitido, una granujería casi legítima y bien preparada; según ellos, la Noche de San Bartolomé fue una combinación política.
Por las causas expuestas anteriormente, la detención por deudas es un hecho judicial tan raro en provincias, que en la mayor parte de las ciudades de Francia no existe un local destinado a esta clase de arrestos. El deudor es encerrado en la cárcel a la que se lleva a los inculpados, a los acusados y a los condenados. Tales son los diversos nombres que toman legal y sucesivamente aquellos a los que el pueblo da el nombre genérico de delincuentes. Por esta razón David fue encerrado provisionalmente en una de aquellas habitaciones de la prisión de Angulema, de donde, quizás, acababa de salir algún condenado después de haber cumplido su condena. Una vez inscrito en el libro de entradas con la suma decretada por la ley para la alimentación del preso durante un mes, David se encontró ante un hombre grueso que, para los cautivos, se convierte en un poder superior al del rey: ¡el carcelero! En provincias no se conoce ningún carcelero flaco. Ante todo, este cargo es casi una sinecura; además, un carcelero es como un fondista que no tuviera que pagar casa y se alimenta muy bien alimentando muy mal a sus presos, a los que aloja, por otra parte, como hace el posadero, según sus medios. Conocía a David de nombre, a causa de su padre principalmente, y tuvo la atención de darle una cama aceptable por una noche, aunque David no tuviera dinero. La cárcel de Angulema data de la Edad Media, y no ha sufrido más cambios que la catedral. Llamada aún casa de justicia, está adosada al antiguo presidio. El postigo es la clásica puerta claveteada, sólida en apariencia, gastada, baja, y de construcción tanto más ciclópea, cuanto que tiene una especie de ojo único en la frente, que es el ventanillo a través del cual el carcelero reconoce a las personas antes de abrir. Un corredor se extiende a lo largo de la fachada en la planta baja, y sobre este corredor se abren varias habitaciones cuyas altas ventanas reciben su luz del patio. El carcelero ocupa un alojamiento separado de estas habitaciones por una bóveda que divide la planta baja en dos partes, y al extremo de la cual se ve, desde el postigo, una verja que cierra el patio. David fue conducido por el carcelero a la habitación que se encontraba junto a la bóveda y cuya puerta daba frente a su alojamiento. El carcelero quería estar cerca de un hombre que, considerada su situación particular, pudiera hacerle compañía.
—Es la mejor habitación —dijo al ver a David que miraba estupefacto el local.
Las paredes de aquella habitación eran de piedra y bastante húmedas. Las ventanas, muy altas, tenían barrotes de hierro. Las losas de piedra despedían un frío glacial. Oíanse los pasos del centinela que se paseaba por el corredor. Este ruido monótono, como el de la marea, os inspira inmediatamente este pensamiento: “¡Te están vigilando, ya no eres libre!”. Todos estos detalles, este conjunto de cosas, actúan de un modo extraño en el ánimo de las personas honradas. David vio un camastro execrable; pero las personas encarceladas se encuentran tan violentamente agitadas durante la primera noche, que no se dan cuenta de la dureza de su lecho hasta la segunda. El carcelero mostróse amable y propuso con naturalidad a su detenido que se paseara por el patio hasta que anocheciese. El suplicio de David no comenzó hasta el momento de acostarse. Estaba prohibido dar luz a los presos, hacía falta, pues, un permiso del procurador del rey para eximir al detenido por deudas del reglamento que evidentemente sólo afectaba a las personas puestas en manos de la justicia. El carcelero admitió a David en su alojamiento, pero finalmente, a la hora de acostarse, fue preciso encerrarle. El pobre marido de Eva conoció entonces los horrores de la cárcel y lo grosero de sus costumbres, que le indignó. Pero, por una de aquellas reacciones bastante familiares a los pensadores, se aisló en aquella soledad, se salvó de ella por medio de uno de esos sueños que los poetas tienen la facultad de tener estando despiertas. El desgraciado terminó por llevar su reflexión al terreno de sus asuntos. La prisión impulsa enormemente al examen de conciencia. David se preguntó a sí mismo si había cumplido bien con sus obligaciones de cabeza de familia. ¿Cuál debía ser la desolación de su mujer? ¿Por qué, como le decía Marión, no ganar suficiente dinero para poder hacer más tarde su descubrimiento cómodamente?
”¿Cómo podré quedarme en Angulema, después de tal escándalo? se dijo. Si salgo de la cárcel, ¿qué va a ser de nosotros? ¿Adónde iremos?”.
Viniéronle algunas dudas acerca de sus procedimientos. Fue una de aquellas angustias que no pueden ser comprendidas más que por los mismos inventores. De duda en duda, David llegó a ver claro en su situación, y se dijo a sí mismo lo que los Cointet habían dicho al tío Séchard, lo que Petit-Claud acababa de decirle a Eva:
—Suponiendo que todo vaya bien, ¿qué ocurrirá en el momento de la aplicación? ¡Necesito una patente de invención, me hace falta dinero para ello!… ¡Es indispensable una fábrica donde realizar mis experimentos en gran escala, y ello significará revelar mi secreto!
Las prisiones más oscuras producen luces muy intensas.
—¡Bah! —dijo David, durmiéndose en la especie de lecho de campaña en el que se encontraba un horrible jergón de paño pardo muy basto—, mañana a primera hora veré sin duda a Petit-Claud.
Así, pues, David se había preparado a escuchar las proposiciones que le traía su mujer de parte de sus enemigos. Después de besar a su marido y cuando se hubo sentado al pie de la cama, ya que no había allí más que una silla de madera de la más vil especie, la mirada de la mujer recayó en el horrible balde puesto en un rincón y en las paredes sembradas de nombres y frases escritas por los predecesores de David. Entonces, de sus ojos enrojecidos comenzaron a brotar las lágrimas. Tuvo todavía lágrimas, después de todas las que había derramado, al ver a su marido en la situación de un delincuente.
—¡He aquí adonde puede conducir el deseo de la gloria!… —exclamó—. ¡Oh!, ángel mío, abandona esa carrera… Vayamos juntos por el camino trillado y no busquemos una fortuna rápida… ¡Es poco lo que necesito para ser feliz, sobre todo después de haber sufrido tanto!… ¡Y si tú supieras!… ¡Esta deshonrosa detención no es muestra mayor desgracia!… ¡Toma, lee!
Tendió la carta de Luciano a David, quien en seguida la tuvo leída. Y para consolarle, le dijo las horribles palabras de Petit-Claud acerca de Luciano.
—Si Luciano se ha matado, todo ha terminado ya en estos momentos —dijo David—, y si no lo ha hecho, ya no se matará. Como él mismo dice, no puede tener valor más una sola mañana…
—¡Pero estar con esta ansiedad!… —exclamó la hermana, que casi lo perdonaba todo ante la idea de la muerte.
Repitió a su marido las proposiciones que Petit-Claud decía haber recibido de los Cointet, y que fueron inmediatamente aceptadas por David con visible placer.
—Tendremos de qué vivir en una aldea situada cerca del Houmeau, donde está situada la fábrica de los Cointet, y yo no deseo más que tranquilidad —exclamó el inventor—. Si Luciano se ha castigado a sí mismo por medio de la muerte, nosotros tendremos suficiente fortuna para esperar la de mi padre, y si existe, el pobre muchacho sabrá conformarse con nuestra mediocridad… Los Cointet se aprovecharán de mi descubrimiento, ciertamente; pero, después de todo, ¿qué soy yo con relación a mi país?… Un hombre. Si mi secreto aprovecha a todos, bueno, estoy contento. Mira, querida Eva, ni tú ni yo hemos nacido para ser comerciantes. No tenemos amor al lucro, ni esa dificultad para soltar cualquier clase de dinero, ni siquiera el debido de la manera más legítima, que constituyen quizá las virtudes del negociante, toda vez que existen estas dos clases de avaricia: prudencia y genio comercial.
Encantada por aquella conformidad de miras, una de las más dulces flores del amor, ya que los intereses de la inteligencia pueden andar en desacuerdo entre dos seres que se aman, Eva rogó al carcelero que enviase a Petit-Claud el recado de que se pusiera en libertad a David, comunicándole su mutuo consentimiento a las bases del arreglo proyectado. Diez minutos más tarde, Petit-Claud entraba en la horrible habitación de David y decía a Eva:
—Volved a vuestra casa, señora, nosotros os seguiremos…
—Bien, querido amigo —dijo Petit-Claud—, ¡te dejaste pescar! ¿Cómo pudiste cometer el error de salir?
—¿Por qué no había de hacerlo? Mira lo que me escribió Luciano.
David entregó al procurador la carta de Cérizet. Petit-Claud la cogió, la leyó, estuvo mirándola, palpó el papel y se puso a hablar de negocios, mientras doblaba la carta como por distracción y se le metía en el bolsillo. Luego cogió a David del brazo y salió con él, pues el descargo del escribano había sido llevado al carcelero durante esta conversación. Al volver a entrar en su casa, David creyó hallarse en el cielo, lloró como un niño al besar a su pequeño Luciano y volverse a encontrar en su dormitorio después de veinte días de detención, cuyas últimas horas eran, según las costumbres provincianas, deshonrosas. Kolb y Marión habían regresado. Marión dijo que Luciano había sido visto caminando por la carretera de París, más allá de Marsac. El atuendo de dandy había sido observado por la gente del campo que iba a llevar productos a la ciudad. Después de haber corrido a caballo hacia el camino real, Kolb acabó por averiguar en Mansle que Luciano, reconocido por el padre Marron, viajaba en una calesa de posta.
—¿Qué os decía yo? —exclamó Petit-Claud—. Ese muchacho no es un poeta, es una novela continua.
—En posta —murmuró Eva—. ¿Y adónde irá esta vez?
—Ahora —dijo Petit-Claud a David—, venid a ver a los señores Cointet, que os aguardan.
—¡Ah!, caballero —exclamó la hermosa señora Séchard—, os lo ruego, défended bien nuestros intereses, tenéis todo nuestro porvenir en vuestras manos.
—¿Queréis, señora —dijo Petit-Claud—, que la conferencia tenga lugar en vuestra casa? Os dejo a David. Esos señores vendrán aquí esta noche, y ya veréis si sé defender vuestros intereses.
—¡Ah!, caballero, me haríais un gran favor —repuso Eva.
—Bien —dijo Petit-Claud—, hasta la noche, aquí mismo, hacia las siete.
—Muchas gracias —contestó Eva con una mirada y un acento que demostraron a Petit-Claud cuán grande era el progreso que había realizado en la confianza de su cliente.
—No temáis nada. ¿Veis como yo tenía razón? —añadió Petit-Claud—. Vuestro hermano se encuentra a treinta leguas del suicidio. En fin, quizás esta noche tengáis una pequeña fortuna. Se ha presentado un comprador serio para vuestra imprenta.
—Si así fuera —dijo Eva—, ¿por qué no aguardar antes de unirnos a los Cointet?
—Olvidáis, señora —se apresuró a decir Petit-Claud al ver lo peligroso de su confidencia—, que no seréis libre de vender vuestra imprenta hasta después de que hayáis pagado al señor Métivier, toda vez que todos vuestros utensilios están embargados.
De regreso a su casa, Petit-Claud mandó llamar a Cérizet. Cuando el regente de imprenta estuvo en su gabinete, lo llevó hacia la ventana.
—Mañana serás el dueño de la imprenta Séchard, y gozando de la suficiente protección para obtener la transferencia de la patente —le dijo al oído—; pero supongo que no querrás acabar en galeras.
—¡Por qué!… ¿Por qué en galeras? —exclamó Cérizet.
—Tu carta dirigida a David es una falsificación, y la tengo en mi poder… Si interrogasen a Enriqueta, ¿qué diría?… No quiero perderte —apresuróse a añadir Petit-Claud al ver que Cérizet palidecía.
—¿Queréis todavía algo de mí? —exclamó el parisiense.
—Bien, he aquí lo que espero de ti —repuso Petit-Claud—, ¡escúchame bien! Serás impresor en Angulema dentro de dos meses…, pero deberás tu imprenta, y no la habrás pagado dentro de diez años… Trabajarás mucho tiempo para los capitalistas y, además, te verás obligado a ser el testaferro del partido liberal… Yo redactaré tu acta de sociedad en comandita con Gannerac, y la haré de modo que algún día pueda ser tuya la imprenta… Pero si ellos fundan un periódico, si tú eres el gerente y yo soy aquí primer sustituto, te entenderás con el gran Cointet para publicar artículos de tal naturaleza que hagan que el periódico sea confiscado y suprimido… Los Cointet te pagarán mucho dinero para que les hagas este favor… Ya sé que serás condenado y que irás a la cárcel, pero pasarás por hombre importante y perseguido. Te convertirás en un personaje del partido liberal, un sargento Mercier, un Pablo Luis Courier, un Manuel de menor cuantía. Yo nunca dejaré que te quiten tu patente. Por último, el día en que el periódico sea suprimido, quemaré esa carta en tu presencia… Tu fortuna no te va a costar cara…
La gente del pueblo tiene ideas muy equivocadas sobre las distinciones legales de la falsificación, y Cérizet, que ya se veía sentado en el banquillo de la Audiencia de lo criminal, respiró.
—Dentro de tres años, seré procurador del rey en Angulema —añadió Petit-Claud—, y tal vez tengas necesidad de mí. Piénsalo bien.
—De acuerdo —contestó Cérizet—. Pero vos no me conocéis: quemad esa carta delante de mí —añadió—, confiad en mi agradecimiento.
Petit-Claud miró a Cérizet. Fue uno de esos duelos de ojo a ojo en los que la mirada del que observa es como un escalpelo con el cual trata de hurgar en el alma, y donde los ojos del hombre, que entonces expone sus virtudes como en un escaparate, son un espectáculo.
Petit-Claud no respondió. Encendió una vela y quemó la carta, pensando:
”Todavía tiene que hacer su fortuna”.
—Sois dueño de un alma condenada —dijo el regente de imprenta.
David aguardaba con vaga inquietud la conferencia con los Cointet: no era la discusión de sus intereses ni la del acta que había de redactarse lo que le preocupaba, sino la opinión que los fabricantes pudieran tener de su labor. Se encontraba en la situación del autor dramático ante sus jueces. El amor propio del inventor y sus ansiedades en el momento de alcanzar el fin propuesto, hacían palidecer otro sentimiento. En fin, hacia las siete de la tarde, en el momento en que la señora Châtelet se acostaba pretextando que tenía jaqueca y dejaba a su marido que hiciera los honores de la cena, tan afligida estaba por las noticias contradictorias que circulaban con respecto a Luciano, los Cointet, el grueso y el grande, entraron con Petit-Claud en casa de su competidor, que se entregaba a ellos atado de pies y de manos. De momento hubo una dificultad preliminar: ¿cómo redactar una acta de sociedad sin conocer los procedimientos de fabricación de David? Y una vez divulgados los procedimientos de David, éste se hallaría a merced de los Cointet. Petit-Claud consiguió que el acta se hiciera antes. El gran Cointet dijo entonces a David que le mostrase algunos de sus productos, y el inventor le presentó las últimas hojas fabricadas, garantizando el precio de fábrica de ellas.
—Bien —dijo Petit-Claud—, he ahí la base del acta. Podéis asociaros sobre estos datos, introduciendo una cláusula de disolución en el caso de que las condiciones de la patente no se cumpliesen en el momento de la ejecución en fábrica.
—Señor —dijo el gran Cointet a David—, una cosa es fabricar en su habitación, a escala reducida y con un pequeño molde, unas muestras de papel, y otra cosa es entregarse a la fabricación al por mayor. Juzgad de ello por un solo hecho. Nosotros hacemos papeles de color, y compramos, para teñirlos, partidas de color idénticas. Así, el índigo para teñir de azul nuestras Coquilles se toma de una caja cuyos paquetes de tinte proceden de la misma fabricación. Pues bien, nunca hemos podido obtener dos cubas de tinte igual… En la preparación de nuestras materias se producen ciertos fenómenos que no conocemos. La cantidad, la calidad de la pasta cambian en seguida todas nuestras previsiones. Cuando teníais en un caldero una porción de ingredientes que yo no quiero saber, vos los dominabais y podíais actuar cuanto quisierais, darles una forma homogénea… Pero ¿quien os garantiza que en una cuba de quinientas resmas ocurrirá lo mismo, y que vuestros procedimientos tendrán éxito?…
David, Eva y Petit-Claud se miraron, diciéndose muchas cosas con los ojos.
—Tomad un ejemplo que os ofrezca una analogía —añadió el gran Cointet después de una pausa—. Cortáis dos gavillas de heno en vuestro prado y las ponéis bien apretadas en vuestra habitación, sin haber dejado que arrojen su fuego, como dicen los campesinos; se produce la fermentación, pero no ocasiona ningún accidente. ¿Os apoyaríais en esta experiencia para amontonar dos mil gavillas en un granero construido de madera?… Bien sabéis que el fuego prendería en ese heno y que vuestro granero ardería como una cerilla. Vos sois hombre instruido —dijo Cointet a David—. En estos momentos, habéis segado dos gavillas de heno, y nosotros tenemos miedo de prender fuego en nuestra papelería guardando en ella dos mil gavillas. Dicho en otras palabras, podemos perder más de una cuba, sufrir pérdidas y encontrarnos con nada entre las manos después de haber gastado mucho dinero.
David estaba aterrado. La práctica hablaba su lenguaje positivo a la teoría, cuya palabra está siempre en el futuro.
—¡Al diablo, si yo firmo semejante contrato de sociedad! —exclamó brutalmente Cointet el grueso—. Tú perderás tu dinero, si quieres, Bonifacio, pero yo me guardo el mío… Me ofrezco a pagar las deudas del señor Séchard y seis mil francos… Además, tres mil francos en letras —añadió—, y a doce y quince meses… Ya será suficiente teniendo en cuenta los riesgos que hemos de correr… Podemos perder doce mil francos de nuestra cuenta con Métivier. ¡Esto hará quince mil francos! Es todo lo que pagaría por el secreto para explotarlo yo solo. ¡Ah! ¿Es éste el hallazgo de que me hablabas, Bonifacio…? Bien, muchas gracias, te creía más inteligente. No, eso no es lo que llaman un negocio…
—La cuestión para vosotros —dijo entonces Petit-Claud sin arredrarse ante esta salida— se reduce a esto: ¿queréis arriesgar veinte mil francos para comprar un secreto que puede enriqueceros? Caballeros, los riesgos están siempre en relación con los beneficios, es una puesta de veinte mil francos contra una fortuna. El jugador pone un luis para ganar treinta y seis en la ruleta, pero sabe que su luis está perdido. Haced lo mismo.
—Yo quiero reflexionar —dijo Cointet el grueso—, no soy tan hábil como mi hermano. Yo soy un pobre hombre que sólo sabe una cosa: fabricar el Devocionario por veinte sueldos y venderlo por cuarenta. En un invento que se encuentra solamente en su primera experiencia, no veo más que una causa de ruina. Saldrá bien la primera cuba y fallará la segunda, se continuará, para entonces dejarse uno arrastrar, y cuando se ha pasado el brazo por entre esos engranajes, el cuerpo sigue detrás…
Refirió la historia de un negociante de Burdeos que se arruinó por haber querido cultivar las Landas confiando en un sabio. Encontró seis ejemplos iguales ocurridos en el departamento del Charenta y de la Dordoña, en industria y en agricultura; se indignó, no quiso ya escuchar nada, y las objeciones de Petit-Claud aumentaron su irritación, en lugar de calmarle.
—Prefiero comprar más cara una cosa cierta antes que ese descubrimiento, aunque solamente tenga un pequeño beneficio —dijo mirando a su hermano—. A mi modo de ver, nada parece lo bastante adelantado para establecer un negocio —exclamó dando por terminada la conversación.
—Después de todo, habéis venido aquí para algo, ¿no? —observó Petit-Claud—. ¿Qué es lo que ofrecéis?
—Poner en libertad al señor Séchard y asegurarle, en caso de éxito, el treinta por ciento de los beneficios —respondió vivamente Cointet el grueso.
—¡Oh!, caballero —dijo Eva—, ¿de qué viviremos todo el tiempo que duren los experimentos? Mi marido ya ha pasado por la vergüenza de la detención, puede volver a la cárcel, no perderemos ni ganaremos con ello, y pagaremos nuestras deudas…
Petit-Claud se puso un dedo sobre los labios, mirando a Eva.
—No sois razonables —dijo a los dos hermanos—. Habéis visto el papel, el tío Séchard os ha dicho que su hijo, encerrado por él, en una sola noche y con ingredientes que debían costar poco, fabricó papel excelente… Estáis aquí para realizar la adquisición. ¿Queréis comprar o no?
—Mirad —repuso el gran Cointet—, tanto si mi hermano quiere como si no, yo arriesgo el pago de las deudas del señor Séchard. Doy seis mil francos al contado, y el señor Séchard tendrá el treinta por ciento de los beneficios. Pero escuchad bien esto: si en el plazo de un año no ha cumplido las condiciones que él mismo establecerá en el contrato, nos devolverá los seis mil francos, la patente quedará en nuestro poder, y saldremos adelante como podamos.
—¿Estás seguro de ti mismo? —preguntó Petit-Claud a David, llevándole aparte.
—Sí —contestó David, que quedó atrapado por la táctica empleada por los dos hermanos y que temía que el grueso Cointet rompiera aquella conferencia de la cual dependía su porvenir.
—Bien, voy a redactar el acta —dijo Petit-Claud a los Cointet y a Eva—. Esta noche tendréis una copia cada uno para que meditéis el asunto detenidamente; luego, mañana por la tarde, a las cuatro, al salir de la Audiencia, retirad las piezas de Métivier. Yo escribiré diciendo que interrumpan el proceso en el Tribunal real, y nos comunicaremos mutuamente que hemos desistido.
He aquí cuál fue el enunciado de las obligaciones de Séchard.
”ENTRE LOS QUE SUSCRIBEN, etc.
”El señor David Séchard hijo, impresor en Angulema, que afirma haber hallado el medio de encolar de un modo igual el papel en cuba y el medio de reducir el precio de fabricación de cualquier clase de papel al cincuenta por ciento, mediante la introducción de materias vegetales en la pasta, bien mezclándolas a los trapos empleados hasta ahora, o utilizándolas sin adición de trapo, se une en Sociedad, para la explotación de la patente de invención que ha de sacarse en razón de tales procedimientos, con los señores Cointet hermanos, a tenor de las cláusulas y condiciones siguientes…”.
Uno de los artículos del acta despojaba completamente a David Séchard de sus derechos en el caso en que no cumpliera las promesas enunciadas en aquella escritura, cuidadosamente redactada por el gran Cointet y aceptada por David.
Al llevarles el acta al día siguiente, a las siete y media de la mañana, Petit-Claud dijo a David y a su mujer que Cérizet ofrecía veintidós mil francos al contado por la imprenta. La escritura de venta podía firmarse por la noche.
—Pero —dijo—, si los Cointet se enterasen de esta adquisición, serían capaces de no firmar vuestra acta, de atormentaros, de hacer vender aquí…
—¿Estáis seguro del pago? —preguntó Eva, asombrada al ver concluir un negocio del cual desesperaba y que, tres meses antes, lo habría salvado todo.
—Tengo el dinero en mi casa —respondió el procurador lisa y llanamente.
—Pero eso es arte de magia —dijo David pidiendo a Petit-Claud la explicación de tanta felicidad.
—No, es muy sencillo, los negociantes del Houmeau quieren fundar un periódico —respondió Petit-Claud.
—Pero yo me lo he prohibido —exclamó David.
—¡Vos!… pero vuestro sucesor… Por otra parte, no os preocupéis por nada, vended, embolsaos el dinero y dejad a Cérizet que se las componga con las cláusulas de la venta, él sabrá salir de apuros.
—¡Oh! sí —dijo Eva.
—Si vos os habéis prohibido hacer un periódico en Angulema —repuso Petit-Claud—, los que apoyan financieramente a Cérizet lo harán en el Houmeau.
Eva, deslumbrada por la perspectiva de poseer treinta mil francos, de librarse, al fin, de la necesidad, ya no consideró el acta de asociación más que como una esperanza secundaria. De esta forma, el señor y la señora Séchard cedieron en un punto del acta social que dio pie para una última discusión. El gran Cointet exigió la facultad de poner a su nombre la patente de invención. Consiguió dejar establecido que, desde el momento en que los derechos útiles de David quedaban perfectamente definidos en el acta, la patente podía ir indistintamente a nombre de cualquiera de los asociados. Su hermano terminó diciendo:
—Él es quien da el dinero de la patente, quien hace los gastos del viaje, ¡y todavía son dos mil francos! Que se ponga a su nombre, o no hacemos nada.
El tiburón triunfó, pues, en todos los puntos. El acta de sociedad se firmó hacia las cuatro y media. El gran Cointet ofreció galantemente a la señora Séchard seis docenas de cubiertos y un hermoso chal de Ternaux, para hacerle olvidar el escándalo de la discusión, según dijo. Apenas se hubo efectuado el cambio de las copias y había terminado Cachan de entregar a Petit-Claud los descargos y las piezas, así como los tres terribles efectos falsificados por Luciano, cuando la voz de Kolb resonó en la escalera, después del ruido ensordecedor de un carruaje de la oficina de las Mensajerías que se detuvo ante la puerta.
—¡Señora, señora! ¡Quince mil francos!… —gritó—. Enviados desde Potiers en dinero contante y sonante por el señor Luciano…
—¡Quince mil francos! —exclamó Eva levantando los brazos.
—Sí, señora —dijo el cartero, apareciendo—, quince mil francos traídos por la diligencia de Burdeos. Abajo tengo dos hombres que subirán las bolsas. Os han sido enviados por el señor Luciano Chardon de Rubempré… Yo os subo una bolsita de piel en la que hay, para vos, quinientos francos en oro, y probablemente una carta.
Eva creyó estar soñando al leer la siguiente carta:
”Querida hermana: aquí tienes quince mil francos.
”En vez de matarme, he vendido mi vida. Ya no me pertenezco; más que el secretario de un diplomático español, soy su criatura.
”Reanudo una existencia terrible. Quizás habría sido mejor que me hubiera ahogado.
”Adiós. David será libre, y con cuatro mil francos sin duda podrá comprar una pequeña papelería y hacer fortuna.
”No penséis más, así lo deseo, en Luciano”.
“Vuestro pobre hermano”.
—Está escrito —exclamó la señora Chardon, que fue a ver como amontonaban las bolsas—, que mi pobre hijo siempre será fatal, tal como él decía, incluso al hacer el bien.
—¡De buena nos hemos librado! —exclamó el gran Cointet cuando estuvo en la plaza del Mûrier—. Una hora más tarde, los reflejos de ese dinero habrían iluminado el contrato, y nuestro hombre se habría asustado. Dentro de tres meses, como nos ha prometido, sabremos a qué atenernos.
Por la tarde, a las siete, Cérizet compró la imprenta y la pagó, guardándose el alquiler del último trimestre. Al día siguiente, Eva entregó cuarenta mil francos al recaudador general, para hacer comprar, en nombre de su marido, dos mil quinientos francos de renta. Luego escribió a su suegro pidiéndole que buscase en Marsac una pequeña propiedad de diez mil francos en la que invertir su fortuna personal.
El plan del gran Cointet era de una sencillez formidable. Ante todo, juzgó imposible el encolado en cuba. La adición de materias vegetales poco costosas a la pasta de trapo le pareció el verdadero, el único medio de fortuna. Así, pues, se propuso no conceder ninguna importancia a la baratura de la pasta y darla enorme al encolado en cuba. He aquí el motivo. Los fabricantes de Angulema se ocupaban entonces casi exclusivamente de los papeles para escribir llamados Écu, Poulet, Écolier y Coquille, que, naturalmente, son todos encolados. Durante mucho tiempo fue esto la gloria de la papelería de Angulema. Así, la especialidad, monopolizada por los fabricantes de Angulema desde hacía muchos años, daba sentencia favorable a la exigencia de los Cointet, y el papel encolado, como va a verse, no entraba para nada en su especulación. El suministro de los papeles para escribir es sumamente reducido, mientras que el de los papeles de impresión no encolados es casi ilimitado. En el viaje que emprendió a París para inscribir la patente a su nombre el gran Cointet pensaba concluir unos negocios que determinarían grandes cambios en su modo de fabricación. Alojado en casa de Métivier, Cointet le dio instrucciones para arrebatar en el plazo de un año, el suministro de los periódicos a los papeleros que lo explotaban, bajando el precio de la resma a un límite al cual no podía llegar ninguna fábrica, y prometiendo a cada periódico una blancura y unas cualidades superiores a las mejores clases empleadas hasta entonces. Se requería cierto período de trabajos subterráneos en las administraciones de los periódicos para llegar a alcanzar aquel monopolio. Pero Cointet calculó que tendría tiempo de deshacerse de Séchard mientras Métivier obtuviera contratos con los principales periódicos de París, cuyo consumo se elevaba entonces a doscientas resmas diarias. Cointet, como es natural, interesó a Métivier en estos suministros, en una proporción determinada, con objeto de tener un representante hábil en la plaza de París y no perder tiempo en viajes. La fortuna de Métivier, una de las más considerables del comercio de papelería, tuvo como origen ese negocio. Durante diez años, acaparó, sin competencia posible, el abastecimiento de los periódicos de París. Tranquilo con respecto a su futuro, el gran Cointet volvió a Angulema bastante a tiempo para asistir a la boda de Petit-Claud, cuyo bufete había sido vendido, y que aguardaba el nombramiento de su sucesor para tomar la plaza del señor Milaud, prometida al protegido de la condesa Châtelet. El segundo sustituto del procurador del rey de Angulema fue nombrado primer sustituto en Limoges, y el guardasellos envió uno de sus protegidos al estrado de Angulema, donde el cargo de primer sustituto estuvo vacante durante dos meses. Este intervalo fue la luna de miel de Petit-Claud.
En ausencia del gran Cointet, David hizo primero una cuba sin cola, que dio un papel de periódico muy superior al empleado hasta entonces para esta clase de publicaciones, y luego una segunda cuba de papel vitela magnífico, destinado a las bellas impresiones, del cual se sirvió la imprenta Cointet para una edición del Devocionario de la Diócesis. Las materias habían sido preparadas por el propio David, en secreto, pues no quiso tener a su lado otros obreros que no fuesen Kolb y Marión.
Al regresar el gran Cointet, todo cambió de aspecto, miró las muestras de los papeles fabricados y diose por medianamente satisfecho.
—Querido amigo —dijo a David—, la especialidad de Angulema es el papel Coquille. Se trata, ante todo, de hacer el mejor Coquille posible a la mitad del precio de fabricación actual.
David trató de fabricar una cuba de pasta encolada para Coquille y obtuvo un papel áspero como un cepillo, en el que la cola formaba grumos. Cuando el experimento estuvo terminado y en el momento en que David tuvo una de sus hojas, se fue a un rincón, para devorar a solas su pena. Pero el gran Cointet fue a sacarle de allí y se mostró con él sumamente amable, consoló a su socio.
—No os desaniméis —le aconsejó Cointet—, ¡continuad! Soy buen chico, os comprendo, ¡iré hasta el fin!…
—Verdaderamente —dijo David a su mujer al volver a cenar a casa—, tratamos con buena gente. Nunca habría creído que el gran Cointet fuese tan generoso.
Y refirió la conversación que había tenido con su pérfido socio.
Tres meses transcurrieron en experiencias. David dormía en la fábrica de papel y observaba los efectos de las diversas composiciones de la pasta. Tan pronto atribuía su fracaso a la mezcla del trapo y de sus materiales, y hacía una cuba compuesta únicamente por sus ingredientes, como trataba de encolar una cuba formada totalmente por trapos. Y prosiguiendo su obra con perseverancia admirable, bajo los ojos del gran Cointet, de quien el pobre hombre ya no desconfiaba, fue, de una a otra materia homogénea, hasta agotar la serie de sus ingredientes combinados con todas las diferentes colas. Durante los seis primeros meses del año 1823, David Séchard vivió en la papelería con Kolb, si es que realmente era vivir el olvidar su alimento, su vestido y su persona. Se batió tan desesperadamente con las dificultades, que, para otros hombres que no fueran los Cointet, habría constituido un espectáculo sublime toda vez que ningún pensamiento de interés preocupaba a aquel esforzado luchador. Hubo un momento en que no deseó nada más que la victoria. Espiaba con maravillosa sagacidad los efectos tan extraños de las sustancias transformadas por el hombre en productos a su conveniencia, en que la naturaleza es en cierto modo domada en sus resistencias secretas, y dedujo de ello hermosas leyes de industria, observando que no podían obtenerse esta especie de creaciones más que obedeciendo a las relaciones ulteriores de las cosas, a lo que él llamó la segunda naturaleza de las sustancias. En fin, hacia el mes de agosto, llegó a obtener un papel encolado en cuba completamente igual al que la industria fabrica en estos momentos, y que se emplea como papel de prueba en las imprentas, pero cuyas especies no presentan ninguna uniformidad y cuyo encolado ni siquiera es siempre seguro. Este resultado, tan hermoso en 1823, teniendo en cuenta el estado de la papelería, había costado diez mil francos, y David esperaba resolver las últimas dificultades del problema. Pero circularon entonces por Angulema y en el Houmeau rumores de que David Séchard estaba arruinando a los hermanos Cointet. Después de haber devorado treinta mil francos en experimentos, al fin obtenía, un papel muy malo. Los otros fabricantes, asustados, se aferraban a sus antiguos procedimientos, y celosos de los Cointet, esparcían el rumor de la próxima ruina de esta ambiciosa casa. El gran Cointet, por su parte, mandaba traer las máquinas para la fabricación del papel continuo, dejando que se creyera que estas máquinas eran necesarias para los experimentos de David Séchard. Pero el hipócrita mezclaba a su pasta los ingredientes indicados por Séchard, impulsándole siempre a no ocuparse más que del encolado en cuba, y enviaba a Métivier millares de resmas de papel para periódico.
En el mes de septiembre, el gran Cointet llevó aparte a David Séchard, y al enterarse de que proyectaba un triunfante experimento, le disuadió de proseguir aquella lucha.
—Querido David, id a Marsac a ver a vuestra mujer y a descansar de vuestras fatigas, no queremos arruinaros —le dijo amistosamente—. Lo que consideráis como un gran triunfo no es todavía más que un punto de partida. Ahora aguardaremos antes de entregamos a nuevas experiencias. Sed justo y ved los resultados. No solamente somos papeleros, sino también impresores y banqueros, y dicen que vos nos arruináis…
David Séchard hizo un gesto de una ingenuidad sublime para protestar de su buena fe.
—Cincuenta mil francos de deshechos arrojados al Charenta no es lo que va a arruinarnos —añadió el gran Cointet respondiendo al gesto de David—; pero no queremos vernos obligados, a causa de las calumnias qué circulan sobre nosotros, a pagar todo al contado, pues nos veríamos en la necesidad de interrumpir nuestras operaciones. Henos ahí en los términos de nuestro contrato, es preciso reflexionar por ambas partes.
—¡Tiene razón! —pensó David, que, absorto en sus experimentos en gran escala, no había tenido en cuenta el movimiento de la fábrica.
Y volvió a Marsac, donde, desde hacía seis meses, iba a ver a Eva todos los sábados por la noche para regresar el martes por la mañana. Bien aconsejada por el viejo Séchard, Eva había comprado, precisamente delante de las viñas de su suegro, una casa llamada la Verberie, acompañada de tres arapendes de huerto y un campo de viñas dentro del viñedo del anciano. La joven vivía con su madre y Marión de un modo muy económico, toda vez que debía cinco mil francos, que era lo que faltaba por pagar del precio de aquella hermosa propiedad, la más bella de Marsac. La casa, entre patio y huerto, estaba construida en creta micácea, con techumbre de pizarra y adornada con esculturas que la facilidad de tallar esa clase de piedra permite prodigar sin grandes gastos. El hermoso mobiliario llegado de Angulema parecía aún más bello en el campo, donde nadie en aquel entonces desplegaba en esas regiones el menor lujo. Delante de la fachada, por el lado del jardín, había una hilera de granados, naranjos y plantas exóticas que el dueño anterior, un anciano general, asistido en su muerte por el padre Marron, cultivaba él mismo.
Fue bajo un naranjo, en el momento en que David jugaba con su mujer y su hijo Luciano, delante de su padre, cuando el escribano de Mansle trajo personalmente una citación de los hermanos Cointet a su socio, para constituir el tribunal de arbitraje, ante el cual, al vencimiento de su contrato de sociedad, habían de llevarse sus diferencias. Los hermanos Cointet pedían la restitución de los seis mil francos y la propiedad de la patente, así como los futuros contingentes de su explotación, como indemnización por los exorbitantes gastos efectuados por ellos sin resultado alguno.
—Asegura la gente que tú les arruinas —dijo el viñador a su hijo—. Pues bien, ésta es la única cosa, de todas las que has hecho, que me resulta agradable.
Al día siguiente, Eva y David estaban a las nueve en la antesala del señor Petit-Claud, convertido en el defensor de la viuda y tutor del huérfano, y cuyos consejos les parecieron los únicos dignos de seguirse. El magistrado recibió con la mayor cordialidad a sus antiguos clientes, y quiso decididamente que el señor y la señora Séchard le concedieran el honor de almorzar con él.
—¡Los Cointet os reclaman seis mil francos! —dijo sonriendo—. ¿Qué es lo que debéis aún sobre el precio de la Verberie?
—Cinco mil francos, pero tengo dos mil… —repuso Eva.
—Guardaos vuestros dos mil francos —repuso Petit-Claud—. Veamos, cinco mil… todavía os faltan diez mil francos para instalaros bien allá abajo… Bien, dentro de dos horas, los Cointet os traerán quince mil francos…
Eva hizo un gesto de sorpresa.
—… \ cambio de vuestra renuncia a todos los beneficios del acta de sociedad que vos disolveréis amigablemente —añadió el magistrado—. ¿Os conviene?…
—¿Y será legal esto? —preguntó Eva.
—Legalísimo —afirmó sonriendo el magistrado—. Los Cointet os han dado muchos disgustos y quiero poner término a sus pretensiones. Escuchad, hoy soy magistrado, debo deciros la verdad. Los Cointet os están engañando en este momento, pero estáis en sus manos. Podríais ganar el proceso que intentan aceptando la guerra. ¿Queréis estar pleiteando todavía al cabo de diez años? Se multiplicarán los exámenes periciales y los arbitrajes, y seréis sometidos a los azares de las opiniones más contradictorias… Y —dijo sonriendo— yo no veo aquí para defenderos a ningún procurador, mi sucesor carece de medios. Mirad, un mal arreglo es mejor que un buen pleito…
—Todo arreglo que nos dé la tranquilidad me parecerá bueno —aseguró David.
—¡Pablo! —gritó Petit-Claud a su criado—, id a buscar al señor Ségaud, mi sucesor… Mientras nosotros almorzamos, él irá a ver a los Cointet —dijo a sus antiguos clientes—, y dentro de unas horas partiréis para Marsac, arruinados, pero tranquilos. Con diez mil francos, os haréis con otros quinientos de renta, y en vuestra hermosa propiedad viviréis felices.
Al cabo de dos horas, tal como había dicho Petit-Claud, el señor Ségaud llegó con unas actas en buena forma firmadas por los Cointet, y con quince billetes de mil francos.
—Te debemos mucho —dijo Séchard a Petit-Claud.
—Pero acabo de arruinaros —respondió éste a sus antiguos clientes, asombrados—. Os he arruinado, os lo repito, ya lo veréis con el tiempo; pero os conozco, preferís vuestra ruina a una fortuna que quizás os llegaría demasiado tarde.
—No somos interesados, os damos las gracias por habernos conseguido los medios para ser felices —dijo la señora Eva—, y siempre os estaremos agradecidos por ello.
—¡Dios mío, no me bendigáis!… —exclamó Petit-Claud—. Me hacéis sentir remordimientos; pero creo que hoy lo he reparado todo. Si he llegado a ser magistrado, ha sido gracias a vosotros, y si hay alguien que deba estar agradecido, ése soy yo… Adiós.
Con el tiempo, el alsaciano cambió de opinión con respecto al tío Séchard, el cual, por su parte, le cobró afecto, encontrándole como él, sin noción alguna de las letras ni de la escritura y fácil de emborrachar. El antiguo oso enseñó al antiguo coracero a cultivar el viñedo y a vender sus productos, le formó con la idea de dejar un administrador para sus hijos, porque, en sus postreros días, sus temores fueron grandes y pueriles acerca de la suerte de sus bienes. Había tomado por confidente a Courtois, el molinero.
—Vigilad —le decía— como les van las cosas a mis hijos cuando yo esté bajo tierra. ¡Ah, Dios mío! su porvenir me da miedo.
En 1829, en el mes de marzo, el viejo Séchard murió, dejando unos doscientos mil francos en tierras, que, junto con la Verberie, formaron una magnífica propiedad muy bien administrada por Kolb desde hacía dos años.
David y su mujer encontraron cerca de cien mil escudos de oro en la casa de su padre. La voz pública, como siempre, aumentó de tal modo el tesoro del viejo Séchard, que se calculaba en un millón en todo el departamento del Charenta. Eva y David tuvieron aproximadamente treinta mil francos de renta, uniendo a esta herencia su pequeña fortuna, ya que aguardaron algún tiempo antes de usar sus fondos, y los invirtieron en el Estado cuando la revolución de julio. Solamente entonces el departamento del Charenta y David Séchard supieron a qué atenerse acerca de la fortuna del gran Cointet. Rico de varios millones, nombrado diputado, el gran Cointet es par de Francia, y será, según dicen, ministro de Comercio en la próxima combinación. En 1842 se casó con la hija de uno de los hombres de Estado más influyentes de la dinastía, la señorita Popinot, hijo del señor Anselmo Popinot, diputado de París y alcalde de un distrito.
El descubrimiento de David Séchard ha pasado a la fabricación francesa como la comida a un cuerpo enorme. Gracias a la introducción de materias distintas al trapo, Francia puede fabricar el papel a un precio más bajo que cualquier otro país de Europa. Pero el papel de Holanda, según lo previsto por David Séchard, ya no existe. Tarde o temprano, será sin duda preciso erigir una manufactura real del papel, como se han creado los Gobelinos, Sèvres, la Jabonería y la Imprenta reales, que, hasta el presente, han resistido a los golpes que les han asestado los vándalos burgueses.
David Séchard, amado por su mujer, padre de dos hijos y una hija, ha tenido el buen gusto de no hablar jamás de sus tentativas. Eva ha tenido el buen sentido de hacerle renunciar a la terrible vocación de los inventores, de esos Moisés devorados por su zarza del Horeb. Cultiva las letras por afición, pero lleva la vida feliz y perezosa del propietario que vive de rentas. Después de haberse despedido para siempre de la gloria, se ha alineado valientemente en la clase de los soñadores y de los coleccionistas; se dedica a la entomología y estudia las transformaciones hasta ahora tan secretas de los insectos que la ciencia sólo conoce en su último estado.
Todo el mundo ha oído hablar de los éxitos de Petit-Claud como procurador general. Es el rival del famoso Vinet de Provins, y su ambición es llegar a ser primer presidente del Tribunal real de Poitiers.
Cérizet, condenado a menudo por delitos políticos, ha dado mucho que hablar. El más atrevido de los hijos pródigos del partido liberal, recibió el sobrenombre de Valiente Cérizet. Obligado por el sucesor de Petit-Claud a vender su imprenta de Angulema, buscó en el escenario de provincias una existencia nueva que podía llegar a ser brillante gracias a su talento de actor. Una joven actriz le obligó a ir a París, para pedirle a la ciencia recursos contra el amor, y allí trató de ganarse el favor del partido liberal. En cuanto a Luciano, su regreso a París pertenece a las Escenas de la vida parisiense.
1835-1843.