LOS SUFRIMIENTOS DEL INVENTOR

Al día siguiente Luciano hizo visar su pasaporte, compró un bastón de acebo y tomó, en la plaza del Infierno, un coche de punto que por diez sueldos le llevó a Lonjumeau. Como primera etapa, se acostó en la cuadra de una granja, a diez leguas de Arpajon. Cuando llegó a Orleáns, estaba ya muy cansado. Pero, por tres francos, un batelero le llevó a Tours, y durante el trayecto no gastó más que dos francos para su comida. De Tours a Poitiers, Luciano caminó cinco días. Más allá de Poitiers, ya no le quedaban más que cien sueldos, pero reunió fuerzas para continuar su camino. Un día, sorprendido Luciano por la noche en una llanura, decidió acampar en ella, cuando, al fondo de un barranco, vio una calesa que subía la cuesta. Sin que el postillón, los viajeros y un ayuda de cámara se dieran cuenta de ello, Luciano pudo acurrucarse entre dos paquetes, y se durmió colocándose de modo que pudiera resistir a las sacudidas. Por la mañana, despertado por el sol que le hería los ojos y por el rumor de unas voces, conoció que se encontraba en Mansle, la pequeña ciudad en la que dieciocho meses antes había ido a esperar a la señora de Bargeton, con el corazón lleno de amor, de esperanza y de alegría. Viéndose cubierto de polvo, en medio de un corro de curiosos y de postillones, comprendió que debía ser objeto de una acusación. Saltó al suelo, y se disponía a hablar, cuando le cortaron la palabra dos viajeros que se habían apeado de la calesa: eran el nuevo prefecto del Charenta, el conde Sixto du Châtelet, y su esposa, Luisa de Nègrepelisse.

—¡Si hubiéramos sabido quien era el compañero que el azar nos había deparado! —dijo la condesa—. Subid con nosotros, caballero.

Luciano saludó fríamente a la pareja, lanzándole una mirada a la vez humilde y amenazadora y se perdió en un sendero, con objeto de llegar a una granja, donde pudo desayunarse con pan y leche, descansar y deliberar en silencio acerca de su porvenir. Todavía le quedaban tres francos. El autor de las Margaritas, impulsado por la fiebre, corrió durante mucho tiempo. Bajó siguiendo la corriente del río, examinando la disposición de los lugares que se hacían más y más pintorescos. Hacia mediodía, llegó a un lugar en el que la superficie del agua, rodeada de sauces, formaba una especie de lago. Se detuvo para contemplar aquella floresta, cuya belleza campestre influyó en su ánimo. Una casa contigua a un molino, junto a un brazo del río, mostraba entre las copas de los árboles su techumbre de paja adornada de siemprevivas. Aquella ingenua fachada tenía por todo adorno unas matas de jazmín, madreselva y lúpulo, y a su derredor brillaban las flores de las más espléndidas plantas carnosas. Sobre la escollera de piedras retenidas por un tosco pilotaje, que mantenía la calzada por encima de las mayores crecidas, vio unas redes tendidas al sol. Unos patos nadaban en la alberca clara que se encontraba más allá del molino, entre dos corrientes de agua que mugía en las compuertas. El molino dejaba oír su monótono ruido. En un banco rústico, el poeta vio a una mujer gorda haciendo calceta, y vigilando a un niño que estaba atormentando a las gallinas.

—Buena señora —dijo Luciano acercándose a ella—, estoy muy cansado, tengo fiebre, y sólo me quedan tres francos. ¿Queréis alimentarme con pan y leche, y permitir que duerma en la paja durante una semana? Tendré tiempo de escribir a mis parientes, los cuales me enviarán dinero o vendrán a buscarme.

—Con mucho gusto —dijo la mujer—, si mi marido quiere. ¡Eh, tú!

El molinero salió, miró a Luciano y se quitó la pipa de la boca, para decir:

—¿Tres francos, una semana? Mejor será no cobraros nada.

“Quizá me convertiré en mozo de molino”, pensó el poeta, contemplando aquel delicioso paisaje antes de acostarse en la cama que le hizo la molinera, y donde durmió como para asustar a sus huéspedes.

—Courtois, ve a ver si ese joven está muerto o vivo. Hace catorce horas que está acostado y no me atrevo a ir —dijo la molinera al día siguiente, hacia mediodía.

—Me parece —respondió el molinero a su mujer, mientras acababa de tender las redes y aparejos de pescar—, que ese lindo muchacho podría muy bien ser un alfeñique de comediante sin un centavo.

—¿En qué lo ves? —preguntó la molinera.

—¡Caramba! No es un príncipe, ni un ministro, ni un diputado, ni un obispo. ¿Por qué tiene sus manos tan blancas como las de un hombre que no hace nada?

—Entonces es bien extraño que el hambre no le despierte —repuso la molinera, que acababa de preparar un desayuno para el huésped que el azar les había enviado la víspera—. ¿Un comediante? —añadió—. ¿Adónde iría? Todavía no es el tiempo de la feria de Angulema.

Ni el molinero ni la molinera podían sospechar que, aparte del comediante, el príncipe y el obispo, hay un hombre a la vez príncipe y comediante, un hombre revestido de un magnífico sacerdocio, el Poeta, que parece no hacer nada, y que, sin embargo, reina sobre la Humanidad cuando ha sabido pintarla.

—¿Qué podrá ser entonces? —dijo Courtois a su mujer.

—¿Habrá peligro en recibirlo? —preguntó la molinera.

—¡Bah! Los ladrones son más ligeros que eso. Ya estaríamos desvalijados —respondió el molinero.

—No soy príncipe, ni ladrón, ni obispo, ni comediante —dijo tristemente, apareciendo de repente, y que sin duda había oído por la ventana el coloquio de la mujer y del marido—. Soy un pobre joven fatigado, que he llegado a pie desde París. Me llamo Luciano de Rubempré y soy el hijo del señor Chardon, predecesor de Postel, el farmacéutico del Houmeau. Mi hermana está casada con David Séchard, el impresor de la plaza del Mûrier, en Angulema.

—¡Aguardad, pues! —dijo el molinero—. ¿Ese impresor no es el hijo del endiablado viejo que hace valer su dominio de Marsac?

—Precisamente —respondió Luciano.

—¡Un mal padre! —observó Courtois—. Según dicen, consiente que su hijo venda todo lo que tiene, y él posee más de doscientos mil francos en bienes, sin contar la hucha.

Cuando el alma y el cuerpo han sido quebrantados en una larga y dolorosa lucha, la hora en la que las fuerzas son rebasadas es seguida de la muerte o de un anonadamiento semejante a la muerte, pero en el que las naturalezas capaces de resistir adquieren entonces nuevas fuerzas. Luciano, presa de una crisis de esta clase, pareció a punto de sucumbir en el momento en que se enteró, aunque vagamente, de la noticia de una catástrofe que le había sobrevenido a David Séchard, su cuñado.

—¡Oh, hermana mía! —exclamó—. ¡Qué es lo que he hecho, Dios mío! Soy un infame.

Luego se dejó caer sobre un banco de madera, con la palidez y la debilidad de un moribundo. La molinera se apresuró a llevarle una taza de leche que le obligó a tomar. Pero Luciano rogó al molinero que le ayudase a ir a la cama, pidiéndole perdón por causarle las molestias que representaba su muerte, porque consideró llegada su última hora. Al ver el fantasma de la muerte, el poeta viose sobrecogido por las ideas religiosas: quiso ver a un sacerdote, confesarse y recibir los sacramentos. Tales quejas, proferidas con voz débil por un joven dotado de rostro encantador y miembros tan proporcionados como Luciano, conmovieron profundamente a la señora Courtois.

—Vamos —dijo a su marido—, monta a caballo y ve en busca del señor Marron, el médico de Marsac. Verá lo que tiene ese joven, que creo está muy mal, y también te traerás al señor cura. Quizás ellos sabrán mejor que tú lo que le sucede a ese impresor de la plaza del Mûrier, puesto que Postel es el yerno del señor Marron.

Una vez Courtois se hubo marchado, la molinera, imbuida como toda la gente del campo de la idea de que la enfermedad requiere alimento, dio de comer a Luciano, el cual la dejó hacer, entregándose a violentos remordimientos que le salvaron de su abatimiento por la revulsión que le produjo aquella especie de tópico moral.

El molino de Courtois se encontraba a una legua de Marsac, cabeza de partido situado a medio camino entre Mansle y Angulema. Por ello el buen molinero trajo en seguida al médico y al cura de Marsac. Aquellos dos personajes habían oído hablar de las relaciones de Luciano con la señora de Bargeton, y como todo el departamento del Charenta hablaba en aquellos momentos de la boda de esa señora y de su vuelta a Angulema con el nuevo prefecto, el conde Sixto du Châtelet, al enterarse de que Luciano se hallaba en casa del molinero, tanto el médico como el cura experimentaron un vehemente deseo de conocer las razones que habían impedido a la viuda del señor de Bargeton casarse con el joven poeta con el cual había huido, y saber si éste regresaba a su ciudad para socorrer a su cuñado, David Séchard. La curiosidad, los sentimientos de humanidad, todo se reunía, pues, para llevar rápidamente auxilios al poeta moribundo. Así, dos horas después de haberse ido Courtois, Luciano oyó en la calzada pedregosa del molino el ruido de hierro viejo del mal cabriolé del médico rural. En seguida aparecieron los señores Marron, pues el médico era sobrino del cura. De este modo, Luciano veía en aquellos momentos a unas personas tan relacionadas con el padre de David Séchard como puedan estarlo los vecinos en una pequeña aldea de viñadores. Cuando el médico hubo observado al moribundo, le hubo tomado el pulso y examinado la lengua, miró a la molinera sonriendo de modo que disipaba toda inquietud.

—Señora Courtois —dijo—, como no dudo que tendréis en vuestra bodega un buen vino y también una buena anguila, servídselo a vuestro enfermo, que no tiene más que cansancio. Después de esto, nuestro hombre volverá a estar como nuevo.

—¡Ah, caballero! —exclamó Luciano—. Mi mal no es del cuerpo, sino del alma y esas buenas personas me han dicho algo que me ha matado, al anunciarme los desastres que le ocurren a mi hermana, la señora Séchard. Vos que, si he de creer a la señora Courtois, habéis casado a vuestra hija con Postel, debéis saber algo de los asuntos de David Séchard.

—Tiene que ir a la cárcel —respondió el médico—, su padre se ha negado a socorrerle…

—¡A la cárcel! —repitió Luciano—. ¿Y por qué?

—Por unas letras de cambio llegadas de París y que sin duda había olvidado, porque se le considera como persona que no sabe lo que se hace —respondió el señor Marron.

—Dejadme, os lo ruego, con el señor cura —dijo el poeta, cuyo semblante se alteró gravemente.

El médico, el molinero y su mujer salieron. Cuando Luciano se vio a solas con el viejo sacerdote, exclamó:

—Merezco la muerte que siento venir, señor, y soy un miserable, que no tiene otro recurso más que arrojarse en brazos de la religión. ¡Yo soy el verdugo de mi hermana y de mi hermano, porque David Séchard es un hermano para mí! He librado unas letras que David no ha podido pagar… Lo he arruinado. En la horrible miseria en que me encontraba, olvidaba este delito. Las persecuciones judiciales a las que esas letras han dado lugar se han apaciguado con la intervención de un millonario, y yo había creído que no ocurriría nada.

Y Luciano refirió sus desdichas. Cuando hubo dado fin a este poema con una narración febril realmente digna de un poeta, suplicó al cura que fuera a Angulema y se informara cerca de Eva, su hermana, y de su madre, la señora Chardon, del verdadero estado de cosas, a fin de saber si aún podía hacer algo para remediarlo.

—Hasta que regreséis —dijo llorando amargamente—, podré vivir. Si mi madre, mi hermana y David no me rechazan, no moriré.

La elocuencia del parisiense, las lágrimas de aquel arrepentimiento sobrecogedor, aquel hermoso joven pálido y casi moribundo de desesperación, el relato de infortunios que sobrepasan las fuerzas humanas, todo excitó la piedad y el interés del cura.

—En provincias, como en París —le respondió—, no hay que creer más que la mitad de lo que se dice. No os asustéis de un rumor que, a tres leguas de Angulema, debe ser erróneo. El viejo Séchard, nuestro vecino, ha abandonado Marsac hace unos días y probablemente se ocupa de arreglar los asuntos de su hijo. Voy a Angulema y volveré a deciros si podéis entrar de nuevo en vuestra familia, cerca de la cual, las confesiones que me habéis hecho y el arrepentimiento que veo en vos, me ayudarán a abogar por vuestra causa.

El cura no sabía que, desde hacía dieciocho meses, Luciano se había ya arrepentido tantas veces, que su arrepentimiento, por muy vehemente que fuese, no tenía más valor que el de una escena perfectamente representada, ¡y representada de buena fe! Al cura sucedió el médico. Al reconocer en el enfermo una crisis nerviosa cuyo peligro comenzaba a desaparecer, el sobrino fue tan consolador como lo había sido el tío, y acabó por determinar a su paciente a restablecerse.

El cura, que conocía la comarca y sus costumbres, había ido a Mansle, donde el coche de Ruffec a Angulema no debía tardar en pasar, y en el cual encontró un asiento. El anciano sacerdote pensaba pedir informes de David Séchard a su sobrino Postel, el farmacéutico del Houmeau, antiguo rival del impresor con relación a la hermosa Eva. Al ver las precauciones que tomó el farmacéutico para ayudar al anciano a apearse del coche desvencijado que efectuaba entonces el servicio de Ruffec a Angulema, el espectador más obtuso habría adivinado que el señor y la señora Postel hipotecaban su bienestar sobre su herencia.

—¿Habéis desayunado? ¿Queréis tomar algo? No os esperábamos, y estamos agradablemente sorprendidos…

Hicieron mil preguntas a la vez. La señora Postel estaba bien predestinada a convertirse en la mujer de un farmacéutico del Houmeau. De la estatura del bajito Postel, tenía la cara roja de una joven criada en el campo. Era de aspecto vulgar, y toda su belleza consistía en una gran lozanía. Sus cabellos rojos, su frente estrecha, sus maneras y su lenguaje adecuado a la sencillez que revelaban los rasgos de una cara redonda, unos ojos casi amarillos, todo en ella decía que su marido se había casado con aquella mujer por la esperanza de una futura fortuna. Así, después de un año de matrimonio, ya era ella quien mandaba en casa y parecía haberse hecho completamente dueña de Postel, demasiado feliz por haber encontrado a aquella heredera. La señora Leonia Postel, de soltera Marron, criaba un hijo, el amor del viejo cura, del médico y de Postel, una horrible criatura que se parecía a su padre y a su madre.

—Bueno, tío, ¿qué venís a hacer a Angulema —dijo Leonia—, puesto que no queréis tomar nada y habláis de dejarnos cuando apenas acabáis de llegar?

Tan pronto como el digno eclesiástico hubo pronunciado el nombre de Eva y de David Séchard, Postel se sonrojó, y Leonia lanzó al boticario aquella mirada de celos obligados que una mujer enteramente dueña de su marido no deja nunca de expresar por el pasado, en interés de su porvenir.

—¿Qué es, pues, lo que os han hecho esas personas, tío, para que os mezcléis en sus asuntos? —preguntó Leonia con visible acritud.

—Son desgraciados, hija —respondió el cura, que describió a Postel el estado en que Luciano se encontraba en casa de los Courtois.

—¡Ah! He ahí en que forma ha llegado de París —exclamó Postel—. ¡Pobre muchacho! Sin embargo, era inteligente y tenía ambición. Fue por lana, y volvió trasquilado. Pero ¿qué viene a hacer aquí? Su hermana se encuentra en la más espantosa miseria, pues todo esos genios, tanto David como Luciano, casi no entienden nada de comercio. Nosotros hemos hablado de él en el tribunal, y yo, como juez, he tenido que firmar su juicio… ¡Me ha dolido tener que hacerlo! Yo no sé si Luciano, podrá, en las actuales circunstancias, ir a casa de su hermana. Pero, en todo caso, la pequeña habitación que ocupaba aquí está libre, y se la ofrezco con mucho gusto.

—Bien, Postel —dijo el sacerdote poniéndose el tricornio y disponiéndose a abandonar la tienda después de besar al niño que dormía en los brazos de Leonia.

—Sin duda comeréis con nosotros, tío —dijo la señora Postel—, porque no terminaréis tan pronto, si queréis desembrollar los asuntos de esa gente. Mi marido os acompañará en la calesa con su caballito.

Los dos esposos miraron a su precioso tío al dirigirse éste hacia Angulema.

—Todavía camina muy bien, a pesar de su edad —observó el farmacéutico.

Mientras el venerable eclesiástico sube a Angulema, no estará de más que expliquemos la red de intereses en que iba a poner los pies.

Después de la partida de Luciano, David Séchard, aquel buey, valeroso e inteligente como el que los pintores dan por compañero al evangelista, quiso hacer la grande y rápida fortuna que había deseado, menos para sí qué para Eva y para Luciano, una noche, a orillas del Charenta, sentado con Eva junto a la presa del río, cuando ella le dio su mano y su corazón. Colocar a su mujer en la esfera de elegancia y riqueza en que ella había de vivir, sostener con su poderoso brazo la ambición de su hermano, tal fue el programa escrito en caracteres de fuego delante de sus ojos. Los periódicos, la política, el inmenso desarrollo de la librería y de la literatura, el de las ciencias, la tendencia a una discusión pública de todos los intereses del país, todo el movimiento social que se declaró cuando la Restauración pareció bien asentada, iba a exigir una producción de papel casi decuplicada comparada con la cantidad sobre la cual especuló el famoso Ouvrard en los primeros tiempos de la Revolución, guiado por motivos parecidos. Pero, en 1821, las papeleras eran demasiado numerosas en Francia para que uno pudiera esperar convertirse en el dueño exclusivo, como hizo Ouvrard, que se apoderó de las principales fábricas después de haber acaparado sus productos. David no tenía ni la audacia ni el capital necesario para tales especulaciones. En aquellos momentos, la mecánica para hacer papel de gran longitud comenzaba a funcionar en Inglaterra. Por lo tanto, nada más necesario que adaptar la papelería a las necesidades de la civilización francesa, que amenazaba extender la discusión a todas las cosas y basarse en una perpetua manifestación del pensamiento individual, verdadera desgracia, pues los pueblos que deliberan actúan muy poco. Así, ¡cosa extraña!, mientras Luciano entraba en los engranajes de la inmensa máquina del periodismo, con el riesgo de dejar en ellos su honor y su inteligencia hechos trizas, David Séchard, desde su imprenta, abrazaba el movimiento de la prensa periódica, en sus consecuencias materiales.

Quería poner los medios en armonía con el resultado hacia el cual tendía el espíritu del siglo. Por otra parte, veía tan claro al buscar una fortuna en la fabricación del papel a bajo precio, que los acontecimientos justificaron su previsión. Durante los pasados quince años, la oficina encargada de las solicitudes de patentes de invención recibieron más de cien peticiones de pretendidos descubrimientos de sustancias a introducir en la fabricación del papel. Más seguro que nunca de la utilidad de este descubrimiento, poco glorioso, pero de inmenso provecho, David cayó, después de la marcha de su cuñado a París, en la constante preocupación que había de ocasionar este problema al que quisiera resolverlo. Como había agotado todos sus reclusos para casarse y subvenir a los gastos del viaje de Luciano a París, desde los comienzos de su matrimonio viose en la más profunda miseria.

Había guardado mil francos para las necesidades de su imprenta, y debía una letra por igual valor a Postel, el farmacéutico. De este modo, para aquel profundo pensador, el problema fue doble: era necesario inventar un papel a bajo precio e inventarlo cuanto antes. Era preciso, en fin, adaptar los beneficios del descubrimiento a las necesidades de su hogar y de su comercio. Ahora bien, ¿qué epíteto puede dársele al cerebro capaz de sacudir las crueles preocupaciones que ocasionan una indigencia que ha de ocultarse, el espectáculo de una familia sin pan y las exigencias cotidianas de una profesión tan meticulosa como es la del impresor, recorriendo al mismo tiempo los dominios de lo desconocido, con el ardor y la embriaguez del sabio en pos de un secreto que de día en día escapa a las más sutiles investigaciones? ¡Ay! como vamos a ver, los inventores tienen que soportar aún otros muchos males, sin contar la ingratitud de las masas, a quienes los ociosos y los incapaces dicen acerca de un hombre de talento:

—Había nacido para inventor, no podía hacer otra cosa. No hay que estarle agradecido por su descubrimiento, de la misma manera que no habría por qué agradecerle a un hombre el que hubiera nacido príncipe No hace sino ejercer unas facultades naturales. Y por otra parte, encuentra su recompensa en el trabajo mismo.

El matrimonio ocasiona a una joven profundas perturbaciones morales y físicas. Pero, al casarse en las condiciones burguesas de la clase media, debe además estudiar unos intereses completamente nuevos e iniciarse en los más diversos asuntos. De ahí, para ella, una fase en la que necesariamente observa sin actuar. El amor de David por su mujer retrasó desgraciadamente la educación de ésta, no se atrevió a hablarle del estado de las cosas, ni al día siguiente al de la boda, ni en los días sucesivos. A pesar de la profunda indigencia a que le condenaba la avaricia de su padre, no pudo resolverse a malograr su luna de miel con el triste aprendizaje de su profesión laboriosa y con las enseñanzas necesarias a la mujer de un comerciante, de suerte que los mil francos, lo único que poseía, fueron devorados más por el hogar que por el taller. La despreocupación de David y la ignorancia de su mujer duraron cuatro meses. El despertar fue terrible. Al vencimiento de la letra firmada por David a Postel, el matrimonio se encontró sin dinero, y la causa de esta deuda era bastante conocida de Eva para que sacrificase, a fin de saldarla, sus joyas de casada y su vajilla de plata. La misma noche del pago de este efecto, Eva quiso que David le hablase de negocios, porque había observado que su marido descuidaba su imprenta por el problema del cual le había hablado hacía poco tiempo.

David se pasaba la mayor parte del tiempo bajo el cobertizo situado al fondo del patio, en una pequeña pieza que le servía para fundir sus rolos. Tres meses después de su llegada a Angulema, había sustituido las almohadillas para dar tinta a los caracteres por el tintero de mesa y de cilindro en el que la tinta se distribuye por medio de rolos compuestos de cola fuerte y melaza. Este primer perfeccionamiento de la tipografía fue tan indiscutible, que en seguida, después de haber visto sus efectos, los hermanos Cointet lo adoptaron. David había adosado al muro medianero de esta especie de cocina un hornillo con caldera de cobre, con el pretexto de gastar menos carbón para refundir sus rolos, cuyos moldes oxidados estaban colocados en fila a lo largo del muro, y que no refundió dos veces. No solamente puso a esta pieza una sólida puerta de encina, interiormente guarnecida de chapa, sino que sustituyó los sucios cristales del bastidor por unos vidrios esmerilados, para impedir que desde fuera pudiera verse el objeto de sus ocupaciones. A las primeras palabras que Eva dijo a David acerca de su porvenir, él la miró con aire inquieto y la interrumpió con estas palabras:

—Cariño, yo sé todo lo que debe inspirarte la vista de un taller desierto y la especie de anonadamiento comercial en que me encuentro. Pero ¿sabes? —dijo llevándola a la ventana de su habitación y mostrándole el misterioso reducto—, nuestra fortuna está allí… Todavía tendremos que sufrir aún durante algunos meses. Pero suframos con paciencia, y déjame resolver el problema de industria que hará cesar todas nuestras miserias y que tú conoces.

David era tan bueno, su abnegación había de ser tan bien comprendida, que la pobre mujer, preocupada como todas las mujeres por el gasto cotidiano, se impuso como tarea evitar molestias a su marido, abandonó, pues, la habitación azul y blanca en la que solía trabajar en labores propias de mujer, charlando con su madre, y bajó a una de aquellas dos jaulas de madera situadas al fondo del taller para estudiar el mecanismo comercial de la tipografía. ¿No constituía esto un heroísmo, para una mujer que ya estaba encinta?

Durante estos primeros meses, la imprenta de David había sido abandonada por los obreros hasta entonces necesarios para sus trabajos, y que se marcharon uno tras otro. Abrumados por la tarea, los hermanos Cointet empleaban no solamente a los obreros del departamento atraídos por la perspectiva de hacer en su imprenta largas jornadas, sino incluso algunos de Burdeos, de donde venían sobre todo los aprendices que se creían lo suficientemente hábiles para sustraerse a las condiciones del aprendizaje. Al examinar los recursos que podía presentar la imprenta Séchard, Eva sólo encontró en ella tres personas. Ante todo, Cérizet, el aprendiz que David se había traído de París; luego Marión, adicta a la casa como un perro guardián, y finalmente Kolb, un alsaciano, que antes había sido jornalero en casa de los señores Didot. Haciendo el servicio militar, Kolb se encontró casualmente en Angulema, donde fue reconocido por David en el momento en que su tiempo de servicio estaba expirando. Kolb fue a ver a David y se enamoriscó de la gruesa Marión, descubriendo en ella todas las cualidades que un hombre de su clase desea en una mujer: la salud vigorosa que da hermosos colores a las mejillas, aquella fuerza masculina que permitía a Marión levantar con facilidad una forma de caracteres, esa probidad religiosa que tanto agrada a los alsacianos, una adhesión a los dueños, que revela un buen carácter, y finalmente aquella economía a la cual debía Marión una pequeña suma de mil francos, ropa blanca, vestidos y los efectos de una pulcritud provinciana.

Marión, gruesa y gorda, de treinta y seis años de edad, bastante halagada al verse objeto de las atenciones de un coracero de cinco pies y siete pulgadas de estatura, fuerte como un bastión, le sugirió naturalmente la idea de convertirse en impresor. En el momento en que el alsaciano fue licenciado definitivamente, Marión y David habían hecho de él un oso bastante distinguido, que, sin embargo, no sabía leer ni escribir.

La composición de las obras llamadas de ciudad no fue tan abundante durante aquel trimestre para que Cérizet no hubiera podido hacerla él solo. A la vez cajista, compaginador y regente de la imprenta, Cérizet realizaba lo que Kant llama una triplicidad fenomenal: componía, corregía su composición, anotaba los encargos y hacía facturas. Pero, estando muy a menudo sin trabajo, leía novelas en su garita al fondo del taller, en espera de que llegara el encargo de algún anuncio o de una participación. Marión, formada por Séchard padre, daba forma al papel, lo remojaba, ayudaba a Kolb a imprimirlo, lo extendía, lo recortaba y por la mañana temprano iba de compras al mercado.

Cuando Eva pidió a Cérizet que le hiciera las cuentas del primer semestre, encontró que lo cobrado ascendía a ochocientos francos. Los gastos, a razón de tres francos diarios para Cérizet y Kolb, que cobraban por su jornada, el primero dos francos y el otro uno, se elevaba a seiscientos francos. Ahora bien, como el precio de las primeras materias exigidas por las obras fabricadas y entregadas ascendía a algo más de cien francos, Eva comprendió claramente que durante los seis primeros meses de su matrimonio David había perdido sus alquileres, el interés de los capitales representados por el valor de su material y de su patente, los sueldos de Marión, la tinta y, en fin, los beneficios que debe hacer un impresor, ese mundo de cosas expresadas en el lenguaje de la imprenta por la palabra étoffes, voz debida a los paños, a las sederías empleadas para lograr que la presión del tornillo sea menos dura para los caracteres con la interposición de un trozo rectangular de tela (muletón) entre el cuadro de la prensa y el papel que recibe la impresión. Después de haber comprendido a grandes rasgos los medios de la imprenta y sus resultados, Eva adivinó cuán pocos recursos ofrecía aquel taller secado por la actividad devoradora de los hermanos Cointet, a la vez fabricantes de papel, impresores con patente del obispado, y abastecedores de la ciudad y de la prefectura. El diario que, dos años antes, los Séchard padre e hijo habían vendido por veintidós mil francos, producía entonces dieciocho mil anuales.

Eva reconoció los cálculos ocultos bajo la aparente generosidad de los hermanos Cointet, que dejaban a la imprenta Séchard bastante trabajo para subsistir, pero no lo bastante para que pudiera hacerles la competencia. Al asumir la dirección de los negocios, comenzó por hacer un inventario exacto de todos los valores. Empleó a Kolb, a Marión y a Cérizet en la tarea de limpiar y poner en orden el taller. Luego, una noche en que David volvía de una excursión al campo, seguido de una anciana que le llevaba un enorme paquete envuelto en ropa blanca, Eva le pidió consejos para sacar partido de los restos que les había dejado el señor Séchard padre, prometiéndole que dirigiría ella sola los negocios. Según la orientación que le dio su marido, la señora Séchard empleó todo el resto de papel que había encontrado y que había clasificado, en imprimir a diez columnas y en una sola hoja aquellas leyendas populares que los campesinos pegan en las paredes de sus cabañas: la historia del Judío Errante, Roberto el Diablo, la Bella Maguelón y el relato de algunos milagros. Eva hizo de Kolb un buhonero. Cérizet no perdió un instante, compuso aquellas páginas ingenuas y sus toscos ornatos desde la mañana hasta la noche. Marión bastaba para el tiraje. La señora Chardon se encargó de todos los trabajos domésticos, ya que Eva daba color a los grabados. En dos meses, gracias a la actividad de Kolb y a su probidad, la señora Séchard vendió, a doce leguas a la redonda de Angulema, tres mil hojas que le costaron treinta francos de fabricar y que le reportaron, a razón de dos sueldos la pieza, trescientos francos. Pero cuando todas las cabañas y tabernas estuvieron tapizadas con estas leyendas, hubo que pensar en otras especulaciones, porque el alsaciano no podía viajar más allá del departamento. Eva, que en la imprenta lo removía y rebuscaba todo, encontró la colección de figuras necesarias para la impresión de un almanaque llamado de los Pastores, donde las cosas están representadas por signos o por imágenes, grabados en rojo, negro o azul. El viejo Séchard, que no sabía leer ni escribir, había ganado en otro tiempo mucho dinero imprimiendo este libro destinado a los que no saben leer. Este almanaque, que se vende a un sueldo, consiste en una hoja doblada sesenta y cuatro veces, lo que constituye un in-64 de ciento veintiocho páginas. Contenta del éxito de las hojas volantes, industria a la que se entregan sobre todo las imprentas de provincias, la señora Séchard emprendió el Almanaque de los Pastores en gran escala, consagrando a él sus beneficios. El papel del Almanaque de los Pastores, del cual se venden varios millones de ejemplares anualmente en Francia, es más grosero que el del Almanaque liejés, y cuesta unos cuatro francos la resma. Impresa esta resma, que contiene quinientas hojas, se vende, pues, a razón de un sueldo la hoja, por veinticinco francos. La señora Séchard decidió emplear cien resmas en una primera tirada, lo que representaba cincuenta mil almanaques a colocar y dos mil francos de beneficios a recoger.

Por muy distraído que estuviera un hombre tan profundamente ocupado como David, sorprendióse al echar una ojeada a su taller y oír gemir una prensa y ver a Cérizet siempre de pie, componiendo bajo la dirección de la señora Séchard. El día en que entró allí para inspeccionar las operaciones emprendidas por Eva, constituyó un bello triunfo para ella la aprobación de su marido, que encontró excelente el asunto del almanaque. David dio sus consejos acerca del empleo de las tintas de diversos colores que requieren las configuraciones de este almanaque en el que todo habla a los ojos. En fin, él mismo quiso refundir los rolos en su misterioso taller para ayudar a su mujer, en la medida de sus posibilidades, en aquella pequeña empresa.

Al principio de esa furiosa actividad vinieron las letras desoladoras por medio de las cuales Luciano puso a su madre, a su hermana y a su cuñado al corriente de su fracaso y de sus apuros en París. Es fácil comprender que al enviar a aquella criatura mimada trescientos francos, Eva, la señora Chardon y David habían ofrecido al poeta, cada uno por su lado, lo más puro de su sangre. Abrumada por estas noticias y desesperada de ganar tan poco trabajando con tanto valor y ahínco, Eva no acogió sin espanto el acontecimiento que eleva al máximo la alegría de los matrimonios jóvenes. Al verse a punto de convertirse en madre, se dijo:

“Si mi querido David no ha llegado al término de sus investigaciones en el momento en que haya de dar a luz, ¿qué será de nosotros?… ¿Y quien dirigirá los negocios nacientes de nuestra pobre imprenta?”.

El Almanaque de los Pastores debía estar terminado antes del primero de enero, pero Cérizet, sobre el cual pesaba toda la tarea de la composición, ponía en ella una lentitud tanto más desesperante cuanto que la señora Séchard, que no conocía bastante la imprenta para reprenderle, se contentó con observar a aquel joven parisiense. Huérfano del gran hospicio de los Enfants-Trouvés de París, Cérizet había sido colocado en casa de los señores Didot como aprendiz. De catorce a diecisiete años, fue el ayudante de Séchard, el cual le puso bajo la dirección de uno de los más hábiles obreros, e hizo de él su paje tipográfico, porque David se interesó por Cérizet, encontrando en él inteligencia. Conquistó el afecto del muchacho procurándole algunos placeres y dulzuras que su indigencia le prohibía. Dotado de una carita bastante agraciada, cabellos rojos y unos ojos de un azul turbio, Cérizet había importado a la capital del Angoumois las costumbres del aprendiz de París. Su ingenio vivo y burlón y su malignidad le hacían temible. Menos vigilado por David en Angulema, ya sea porque, algo mayor, inspirase más confianza a su mentor o porque el impresor contase con la influencia de la provincia, Cérizet se había convertido, a espaldas de su tutor, en el don Juan de tres o cuatro obrerillas, y se había depravado totalmente. Su moralidad, hija de las tabernas parisienses, adoptó el interés personal como única ley. Por otra parte, Cérizet, que al año siguiente había de entrar en el servicio militar, viose sin carrera, y contrajo deudas, pensando que dentro de seis meses sería soldado y que entonces ninguno de sus acreedores podría correr en pos de él. David conservaba cierta autoridad sobre este muchacho, no a causa de su título de patrón ni por haberse interesado por él, sino porque el exaprendiz de París reconocía en David una gran inteligencia. Cérizet fraternizó pronto con los obreros de Cointet, atraído hacia ellos por el poder de la blusa, en fin, por el espíritu de corporación, más influyente quizás en las clases inferiores que en las superiores. En esta frecuentación, Cérizet, perdió las pocas buenas doctrinas que David había logrado inculcarle. Sin embargo, cuando le gastaban bromas acerca de los zuecos de su taller, término despectivo que los osos daban a las viejas prensas de Séchard, mostrándole las magníficas prensas de hierro, en número de doce, que funcionaban en el inmenso taller de los Cointet, donde la única prensa de madera existente servía para hacer las pruebas, tomaba todavía partido por David y replicaba con orgullo:

—Con sus zuecos, mi patrón irá más lejos que los vuestros con sus cachivaches de hierro, de los que no salen más que libros de misa. ¡Está buscando un secreto que dejará boquiabiertos a todos los impresores de Francia y Navarra!

—¡Entre tanto, mísero regente de cuarenta sueldos, tienes como patrón a una planchadora! —le respondían.

—¡Toma! es bonita —contestaba Cérizet—, y más agradable de ver que las momias de vuestros patronos.

—¿Es que la vista de su mujer te sirve de alimento?

Desde la esfera de la taberna o desde la puerta de la imprenta donde tenían lugar estas disputas amistosas, algunos destellos llegaron a los hermanos Cointet, acerca de la situación de la imprenta Séchard. Se enteraron de la especulación intentada por Eva, y juzgaron necesario detener en su impulso una empresa que podía poner a aquella mujer en una senda de prosperidad.

—Démosle en los dedos, con objeto de que se canse del comercio —dijéronse los dos hermanos.

Aquel de los dos Cointet que dirigía la imprenta encontró a Cérizet, y le propuso leer pruebas para ellos, a tanto la prueba, para aliviar a su corrector, que no podía dar abasto a la lectura de sus obras. Trabajando unas horas de noche, Cérizet ganó más con los hermanos Cointet que con David Séchard durante el día. De ahí nacieron algunas relaciones entre los Cointet y Cérizet, a quien le fueron reconocidas grandes facultades y al que se compadeció por hallarse en una situación tan desfavorable a sus intereses.

—Podríais —le dijo en una ocasión uno de los Cointet— llegar a ser regente de una imprenta importante, en la cual ganarías seis francos diarios, y con vuestra inteligencia llegaríais un día a tomar parte en los negocios.

—¿De qué me puede servir ser un buen regente de imprenta? —respondió Cérizet—. Soy huérfano, pronto entraré en el servicio militar y si saco un número bajo, ¿quien pagará a un hombre para que me sustituya?…

—Si os hacéis útil —añadió el impresor rico—, ¿por qué no habrían de adelantaros la suma necesaria para vuestra liberación?

—No será mi patrón el que lo haga —observó Cérizet.

—¡Bah! Quizás haya encontrado el secreto que anda buscando…

Esta frase fue dicha de modo que despertase los peores pensamientos en el que la escuchaba. Así, Cérizet lanzó al fabricante de papel una mirada que equivalía a la más penetrante interrogación.

—No sé en qué se ocupa —respondió prudentemente al encontrar mudo al burgués—, pero no es hombre como para encontrar un capital en su caja.

—Tomad, amigo —dijo el impresor cogiendo seis hojas del Devocionario diocesano y tendiéndolas a Cérizet—, si podéis tenernos corregido esto para mañana, cobraréis en el acto dieciocho francos. No somos malos, hacemos ganar dinero al regente de la imprenta de nuestro competidor. En fin, podríamos dejar a la señora Séchard que se embarcase en el asunto del Almanaque de los Pastores y arruinarla. Pues, bien, os permitimos le digáis que nosotros hemos emprendido un Almanaque de los Pastores, y hacerle observar que no será la primera en llegar al sitio…

Ahora debe comprender el lector por qué Cérizet iba tan despacio en la composición del Almanaque.

Al enterarse de que los Cointet turbaban su pobre pequeña especulación, Eva se asustó y quiso ver una prueba de adhesión en la comunicación que Cérizet le hizo de un modo bastante hipócrita sobre la competencia que la esperaba. Pero pronto sorprendió en su único cajista algunos indicios de una curiosidad demasiado viva, que ella quiso atribuir a su edad.

—Cérizet —le dijo una mañana—, vos os colocáis junto a la puerta y observáis al señor Séchard cuando pasa, para ver lo que esconde, y miráis hacia el patio cuando sale del taller para ir a fundir los rolos, en lugar de terminar la composición de nuestro almanaque. Esto no está bien, sobre todo cuando veis que yo, su mujer, respeto sus secretos y me tomo tantas molestias para dejarle la libertad de entregarse a sus trabajos. Si no hubieseis perdido tanto tiempo, el almanaque ya habría sido terminado, Kolb estaría vendiéndolo, y los Cointet no podrían hacernos ninguna mala pasada.

—¡Eh, señora! —respondió Cérizet—. Por cuarenta sueldos que aquí gano, ¿creéis que no es bastante que os haga composición por valor de cien sueldos? Si no tuviera pruebas que corregir por la noche para los hermanos Cointet, no podría apenas comer bocado.

—Pronto empezáis a mostraros desagradecido, haréis carrera —respondió Eva, herida en el corazón, más que por los reproches de Cérizet por la grosería de su acento, su actitud amenazadora y lo agresivo de sus miradas.

—No será siempre teniendo como patrón a una mujer, porque entonces, a menudo, el mes no tiene treinta días.

Al sentirse herida en su dignidad de mujer, Eva lanzó a Cérizet una mirada fulminadora y subió a su casa. Cuando llegó David para comer, le dijo:

—¿Estás seguro, amigo mío, de este tipo de Cérizet?

—¿Cérizet? —respondió el impresor—. Es mi aprendiz, yo lo he formado, le he puesto a la caja, en fin, me debe todo lo que es. Sería tanto como preguntarle a un padre si está seguro de su hijo…

Eva le dijo a su marido que Cérizet leía pruebas para los Cointet.

—¡Pobre muchacho! Es preciso que viva —respondió David, con la humildad de un patrón que se siente culpable.

—Sí, pero, amigo mío, fíjate en la diferencia que hay entre Kolb y Cérizet. Kolb hace veinte leguas todos los días, gasta quince o veinte sueldos, nos reporta siete, ocho, a veces nueve francos de hojas vendidas, y no me pide más que sus veinte sueldos, aparte sus gastos. Kolb se cortaría la mano antes que trabajar para los Cointet, y no miraría las cosas que tú echas al patio, aunque le ofrecieran mil escudos. Mientras que Cérizet las recoge y las examina.

Las almas hermosas difícilmente llegan a creer en el mal y la ingratitud, les hacen falta rudas lecciones antes de reconocer la extensión de la corrupción humana. Luego, cuando su educación en este género se ha realizado, se elevan a una indulgencia que es el último grado del desprecio.

—¡Bah! ¡Pura curiosidad de aprendiz parisiense! —exclamó, pues, David.

—Bueno, amigo mío, hazme el favor de bajar al taller, de examinar lo que tu aprendiz ha compuesto en un mes, y de decirme si, durante ese tiempo, no habría debido terminar nuestro almanaque…

Después de comer, David reconoció que el Almanaque habría debido quedar compuesto en ocho días. Luego, al enterarse de que los Cointet preparaban uno parecido, acudió en auxilio de su mujer. Hizo interrumpir a Kolb la venta de las hojas de imágenes y lo dirigió todo en el taller. Él mismo puso en marcha una forma que Kolb debió tirar con Marión, mientras él tiró la otra con Cérizet, vigilando las impresiones en tintas de diversos colores. Impreso cuatro veces para una, el Almanaque de los Pastores resulta entonces tan caro, que se fabrica exclusivamente en los talleres de provincias, donde la mano de obra y los intereses del capital invertidos en la imprenta son casi nulos. Este producto, por muy basto que sea, queda, pues prohibido a las imprentas de las que salen hermosas obras. Por primera vez después de haberse retirado el viejo Séchard, viose entonces dos prensas rodando en aquel viejo taller. Aunque el almanaque fuera, en su género, una obra maestra, Eva, sin embargo, viose obligada a darlo por dos liards, porque los hermanos Cointet dieron el suyo a tres céntimos a los buhoneros. Ella ganó con las ventas hechas directamente por Kolb, pero su especulación fracasó. Al verse convertido en objeto de la desconfianza de su patrona, Cérizet constituyose en adversario en su fuero interno, y se dijo:

“Tú sospechas de mí, entonces me vengaré”.

El aprendiz parisiense es así. Cérizet aceptó, pues, de los señores Cointet hermanos unos emolumentos evidentemente demasiado altos por la lectura de las pruebas que tenía que ir a buscar a su oficina todas las tardes y que les devolvía cada mañana. Hablando cada día más con ellos, se familiarizó, terminó por ver la posibilidad de librarse del servicio militar, posibilidad que se le presentaba como cebo, y sin tener que sobornarle, los Cointet oyeron de él las primeras palabras relativas al espionaje y a la explotación del secreto que buscaba David.

Inquieta al ver cuán poco debía contar con Cérizet y por la imposibilidad de encontrar otro Kolb, Eva decidió despedir al único cajista, en quien su segunda vista de mujer amante le hizo ver un traidor. Pero como ello representaba la muerte de su imprenta, adoptó una decisión viril: escribió una carta al señor Métivier, el corresponsal de David Séchard, de los Cointet y de casi todos los fabricantes de papel del departamento, rogándole que mandara insertar en el Journal de la Librairie, en París, el anuncio siguiente: “Se cede una imprenta en plena actividad, material y patente, situada en Angulema. Dirigirse, para las condiciones, al señor Métivier, en la calle Serpente”.

Después de haber leído el número del diario en el cual se encontraba este anuncio, los Cointet se dijeron:

—Esa mujer no es tonta, ya es hora de que nos hagamos dueños de su imprenta, dándole con qué vivir. De lo contrario, podríamos encontrar un adversario en el sucesor de David, y nos interesa tener siempre los ojos puestos en ese taller.

Movidos por este pensamiento, los hermanos Cointet fueron a hablar con David Séchard. Eva, a quien se dirigieron los dos hermanos, experimentó la más viva alegría al ver el rápido efecto de su astucia, porque no le ocultaron su intención de proponer al señor Séchard que les hiciera impresiones por cuenta de ellos: estaban abrumados de trabajo, sus prensas no daban abasto, habían pedido obreros a Burdeos y se comprometían a ocupar las tres prensas de David.

—Caballeros —dijo a los dos hermanos Cointet, mientras Cérizet iba a avisar a David de la visita de sus colegas—, mi marido ha conocido en casa de los señores Didot a excelentes obreros, honrados y activos, y sin duda escogerá un sucesor entre los mejores de ellos… ¿No es mejor vender el establecimiento por una veintena de miles de francos, que nos darán mil francos de renta, que perder mil francos anuales en el oficio que vosotros nos obligáis a hacer? ¿Por qué teníais que envidiarnos la pobre y pequeña especulación de nuestro almanaque, que, por otra parte, pertenece a esta imprenta?

—¿Y por qué, señora no nos avisasteis de ello? De haberlo hecho, no nos habríamos puesto en vuestro camino —dijo aquel de los dos hermanos al que llamaban el gran Cointet.

—Vamos, señores, que no habéis empezado vuestro almanaque hasta que Cérizet os informó de que yo estaba haciendo el mío.

Al decir vivamente estas palabras, miró al que llamaban el gran Cointet y le hizo bajar los ojos. De este modo obtuvo la prueba de la traición de Cérizet.

Este Cointet, director de la papelería y de los negocios, era un comerciante mucho más hábil que su hermano Juan, quien, por otra parte, llevaba la imprenta con una gran inteligencia, pero cuya capacidad podía compararse a la de un coronel, en tanto que Bonifacio era un general al cual Juan dejaba el mando de jefe. Bonifacio, hombre flaco y de cara amarilla como un cirio, salpicada de manchas rojas, boca apretada y cuyos ojos parecían los de un gato, jamás se dejaba llevar por la cólera. Escuchaba con la tranquilidad de un devoto las mayores injurias, y respondía con voz dulce. Iba a misa, a confesar y a comulgar. Ocultaba bajo sus maneras zalameras, bajo un exterior casi blando, la ambición del cura y la codicia del negociante devorado por la sed de riquezas y honores. A partir de 1820, el gran Cointet quería todo lo que la burguesía terminó por obtener en la revolución de 1830. Lleno de odio contra la aristocracia, indiferente en materia de religión, era devoto como Bonaparte fue montañés. Su espina dorsal se doblaba con maravillosa flexibilidad ante la nobleza y la administración, para las cuales se hacía pequeño, humilde y complaciente. En fin, para pintar a ese hombre con un rasgo cuyo valor será apreciado por personas acostumbradas a tratar los negocios, llevaba unas gafas de cristales azules, con ayuda de las cuales ocultaba su mirada, so pretexto de preservar su vista de la fuerte reverberación de la luz en una ciudad en la que la tierra y las construcciones son blancas, y donde la intensidad del día viene aumentada por la gran elevación del suelo. Aunque su estatura no fuera más que un poco superior a la media, parecía alto a causa de su delgadez, que revelaba una naturaleza abrumada de trabajo y un pensamiento en continua fermentación. Su fisonomía jesuítica estaba completada por unos cabellos grises, largos, cortados como los de los eclesiásticos, y por su vestido, que, desde hacía siete años, se componía de un pantalón negro, medias negras, chaleco negro y una levita de paño de color marrón. Le llamaban el gran Cointet para distinguirle de su hermano, al que daban el nombre de el gordo Cointet, expresando así el contraste que existía tanto entre la estatura como entre la capacidad de los dos hermanos, igualmente temibles, por otra parte. En efecto, Juan Cointet, un sujeto grueso, con cara de flamenco, tostada por el sol del Angoumois, bajito y rechoncho, barrigudo como Sancho, con la sonrisa en los labios, y cargado de espaldas, causaba un vivo contraste con su hermano mayor. Juan no se diferenciaba de su hermano únicamente por la fisonomía y la inteligencia. Profesaba ideas casi liberales, era de centro izquierda, no iba a misa más que los domingos y se entendía a las mil maravillas con los comerciantes liberales. Algunos negociantes del Houmeau pretendían que esta divergencia de opiniones era un juego de los dos hermanos. El gran Cointet explotaba con habilidad la aparente bondad de su hermano, y se servía de Juan como de un garrote. Juan se encargaba de las palabras duras y de las ejecuciones que repugnaban a la mansedumbre de su hermano, tenía a su cargo el departamento de las cóleras, se excitaba y dejaba escapar proposiciones inaceptables, que hacían que resultaran más dulces las de su hermano. Y de este modo, tarde o temprano, conseguían sus fines.

Eva, con el tacto particular a las mujeres, pronto hubo adivinado el carácter de los dos hermanos, por lo cual permaneció en guardia en presencia de adversarios tan peligrosos. David, puesto ya al corriente por su mujer, escuchó con aire profundamente distraído las proposiciones de sus enemigos.

—Entendeos con mi mujer —dijo a los dos Cointet, saliendo del gabinete de vidriera para regresar a su pequeño laboratorio—. Está más al corriente que yo mismo de los asuntos de la imprenta. Me ocupo en un asunto que será más lucrativo que este pobre establecimiento y por medio del cual repararé las pérdidas que he experimentado con vosotros…

—¿Y cómo? —preguntó riendo el gordo Cointet.

Eva miró a su marido para recomendarle prudencia.

—Vosotros seréis mis tributarios, lo mismo que todos los que consumen papel —respondió David.

—¿Qué es, pues, lo que buscáis? —preguntó Benito Bonifacio Cointet.

Cuando Bonifacio hubo soltado su pregunta en un tono dulce y de un modo insinuante, Eva volvió a mirar a su marido, para indicarle que no respondiera nada o que fuese algo que no descubriera su secreto.

—Trato de fabricar el papel al cincuenta por ciento por debajo del actual precio de fábrica…

Y se fue sin ver la mirada que los dos hermanos cambiaron y con la cual se decían:

“Ese hombre debía ser un inventor. No es posible que tenga uno su aspecto vigoroso y permanezca inactivo”.

—¿Vamos a explotarle? —decía Bonifacio.

—¿Y cómo? —respondía Juan.

—David obra con vosotros igual que conmigo —dijo al fin la señora Séchard—. Cuando yo me hago la curiosa, sin duda desconfía de mi nombre y me dice esa frase, que, después de todo, no es más que un programa.

—Si vuestro marido puede realizar ese programa, ciertamente hará fortuna con mayor rapidez que con la imprenta, y ya no me extraña verle descuidar este establecimiento —repuso Bonifacio, volviéndose hacia el taller desierto, donde Kolb, sentado sobre un tablón de madera, frotaba su pan con un diente de ajo—. Pero nos convendría muy poco ver esta imprenta en manos de un competidor activo y ambicioso, y quizá podríamos llegar a un acuerdo. Si, por ejemplo, consintieseis en alquilar por cierta suma vuestro material a uno de nuestros obreros, que trabajaría para nosotros, bajo vuestro nombre, como se hace en París, ocuparíamos lo suficiente a ese muchacho como para permitirle que os pagara un alquiler considerable y efectuar pequeños beneficios.

—Depende de la suma —respondió Eva Séchard—. ¿Qué queréis dar? —añadió mirando a Bonifacio de un modo que le dio a entender que comprendía perfectamente su plan.

—¿Cuáles serían vuestras pretensiones? —replicó vivamente Juan Cointet.

—Tres mil francos por seis meses —respondió Eva.

—¡Vamos, señora! vos hablabais de vender vuestra imprenta por veinte mil francos —repuso dulcemente Bonifacio—. El interés de veinte mil francos, al seis por ciento, no es más que mil doscientos francos.

Eva quedóse un instante desconcertada, y entonces reconoció todo el valor que tiene la discreción en los negocios.

—Vosotros os serviréis de nuestras prensas y de nuestros caracteres, con los cuales os he demostrado que todavía sabía hacer pequeños negocios —repuso la joven—, y tenemos que pagar alquileres al señor Séchard padre, que no nos colma precisamente de regalos.

Al cabo de una lucha de dos horas, Eva obtuvo dos mil francos por seis meses, de los cuales, mil serían pagados por adelantado. Cuando todo quedó convenido y los dos hermanos le dijeron que su intención era alquilar a Cérizet los utensilios de la imprenta, Eva no pudo contener un movimiento de sorpresa.

—¿No es mejor tomar a alguien que está al corriente de las cosas del taller? —dijo el grueso Cointet.

Eva saludó a los dos hermanos sin responder, y se prometió vigilar personalmente a Cérizet.

—Bien, ya tenemos a nuestros enemigos dentro de la plaza —dijo riendo David a su mujer, cuando, a la hora de comer, Eva le mostró las actas a firmar.

—¡Bah! —contestó—. Yo respondo de la fidelidad de Kolb y de Marión. Ellos dos lo inspeccionarán todo. Por otra parte, sacamos cuatro mil francos de renta de un mobiliario industrial que aún nos costaba dinero, y te veo con un año por delante para realizar tus esperanzas.

—Debías ser, como me dijiste a la orilla del río, la mujer de un buscador de invenciones —añadió Séchard estrechando con ternura la mano de su mujer.

Si el hogar de David tuvo una suma suficiente para pasar el invierno, se encontró en cambio bajo la vigilancia de Cérizet, y sin saberlo, bajo la dependencia del gran Cointet.

—Ya son nuestros —dijo al salir el director de la papelería a su hermano el impresor—. Esa pobre gente se acostumbrará a recibir el alquiler de su imprenta, contarán con ello, y se cargarán de deudas. Dentro de seis meses, no renovaremos el arriendo, y entonces veremos lo que tendrá en el bolsillo ese hombre de talento, porque le propondremos sacarle de apuros asociándose a nosotros para explotar su descubrimiento.

Si algún astuto comerciante hubiera podido ver al gran Cointet pronunciando estas palabras: asociándose a nosotros, habría comprendido que el peligro del casamiento es aún menor en la Alcaldía que en el Tribunal de Comercio. ¿No era ya demasiado que aquellos feroces cazadores estuvieran sobre las huellas de su presa? David y su mujer, ayudados por Kolb y Marión, ¿estaban en condiciones de resistir los ardides de un Bonifacio Cointet?

Cuando llegó la época del alumbramiento de la señora Séchard, el billete de quinientos francos enviado por Luciano, junto con el segundo pago de Cérizet, permitió atender a todos los gastos. Eva, su madre y David, que se creían olvidados por Luciano, experimentaron entonces una alegría igual a la que les daban los primeros éxitos del poeta, cuyos comienzos en el periodismo hicieron aún más ruido en Angulema que en París.

Dormido en una seguridad engañosa, David sintió que las piernas se negaban a sostenerle, al recibir de su cuñado estas crueles palabras:

”Querido David, he negociado, en casa de Métivier, tres letras firmadas por ti, a tu orden, a uno, dos y tres meses de vencimiento. Entre esta negociación y el suicidio, he escogido este horrible recurso que, sin duda, te causará muchas molestias. Ya te explicaré la necesidad en que me encuentro, y trataré, por otra parte, de mandarte el dinero antes del vencimiento.

”Quema esta carta, no digas nada a mi hermana ni a mi madre, pues te confieso que he contado con tu heroísmo, bien conocido de

”Tu desesperado hermano,

Luciano de Rubempré”.

—Tu pobre hermano —dijo David a su mujer, que entonces se reponía del parto—, se encuentra en un terrible apuro, y le he mandado tres letras de cambio de mil francos, a uno, dos y tres meses. Toma nota de ello.

Luego se fue al campo, para evitar las explicaciones que su mujer iba a pedirle. Pero, comentando con su madre esta frase, nuncio de desgracias, Eva, ya muy inquieta por el silencio que guardaba su hermano desde hacía seis meses, tuvo tan malos presentimientos, que, para disiparlos, decidióse a hacer una de aquellas gestiones aconsejadas por la desesperación. El señor de Rastignac hijo había ido a pasar unos días con su familia y había hablado de Luciano en términos lo suficientemente malos para que aquellas noticias de París, comentadas por todas las bocas que las habían hecho circular, llegaran hasta los oídos de la hermana y de la madre del periodista. Eva fue a la casa de la señora de Rastignac y solicitó el favor de una entrevista con el hijo, al que expuso todos sus temores, pidiéndole la verdad sobre la situación de Luciano en Paris. En un instante, Eva se enteró de las relaciones de su hermano con Coralia, de su duelo con Miguel Chrestien, causado por su traición hacia De Arthez, en fin, de todas las circunstancias de la vida de Luciano, envenenadas por un dandy inteligente que supo dar a su odio y a su envidia las libreas de la piedad, la forma amistosa del patriotismo alarmado por el porvenir del gran hombre y los colores de una admiración sincera hacia un hijo de Angulema, tan cruelmente comprometido. Habló de las faltas que Luciano había cometido y que acababan de costarle la protección de los más altos personajes, y hacer rasgar una real orden que le confería las armas y el nombre de Rubempré.

—Señora, si vuestro hermano hubiera estado bien aconsejado, hoy se encontraría en la senda de los honores y sería el marido de la señora de Bargeton; pero ¿qué queréis?… la abandonó, ¡la insultó! Ella, con gran pesar por su parte, se ha convertido en la señora condesa Sixto du Châtelet, porque amaba a Luciano.

—¿Es posible? —exclamó la señora Séchard.

—Vuestro hermano es un aguilucho al que deslumbraron los primeros rayos del lujo y de la gloria. Cuando un águila cae, ¿quien puede saber al fondo de qué precipicio irá a parar? La caída de un gran hombre se halla siempre en relación con la altura a la que había llegado.

Eva regresó horrorizada por esta última frase, que le traspasó el corazón como una flecha. Herida en los puntos más sensibles de su alma, guardó el más profundo silencio, pero más de una lágrima rodó por la frente y las mejillas del hijo al que amamantaba. Es tan difícil renunciar a las ilusiones que el espíritu de familia autoriza y que nacen con la vida, que Eva desconfió de Eugenio de Rastignac, y quiso oír la voz de un verdadero amigo. Escribió, pues, una carta conmovedora a De Arthez, cuyas señas le habían sido dadas por Luciano, en los días en que éste era un entusiasta del cenáculo, y he aquí la respuesta que la joven recibió:

“Señora:

”Vos me preguntáis la verdad acerca de la vida que lleva en París vuestro señor hermano, queréis ser ilustrada en cuanto a su porvenir, y para invitarme a que os conteste francamente, me repetís lo que de ello os ha dicho el señor de Rastignac, preguntándome si tales hechos son ciertos. Por lo que a mí respecta, señora, hay que rectificar, en favor de Luciano, las confidencias del señor de Rastignac. Vuestro hermano sintió remordimientos y vino a mostrarme la crítica de mi libro, diciéndome que no podía resolverse a publicarla, a pesar del peligro que su desobediencia a las órdenes de su partido hacía correr a una persona que le era muy querida. ¡Ay!, señora, la tarea de un escritor es concebir las pasiones, puesto que cifra su gloria en expresarlas. Así, pues, comprendí que entre una amante y un amigo, éste último era quien había de ser sacrificado. Yo facilité el crimen a vuestro hermano, yo mismo corregí aquel artículo libelicida y lo aprobé totalmente.

”Vos me preguntáis si Luciano ha conservado mi aprecio y mi amistad. Aquí, la respuesta es difícil. Vuestro hermano se encuentra en un camino en el que se perderá. En este momento, todavía le compadezco. Pronto le habré olvidado voluntariamente, no tanto a causa de lo que ya ha hecho, como por lo que aún debe hacer. Vuestro Luciano es un hombre de poesía y no un poeta, sueña y no piensa, se agita y no crea. En fin, es, permitidme que os lo diga, una mujercilla a quien le gusta aparentar, principal vicio éste del francés. De esta forma, Luciano sacrificará siempre al mejor de sus amigos por el placer de mostrar su ingenio. Mañana firmaría de buen grado un pacto con el demonio, si este pacto le diera por algunos años una vida brillante y lujosa. ¿Acaso no ha hecho ya algo peor, trocando su porvenir por las pasajeras delicias de su vida pública con una actriz?

”En estos momentos, la juventud, la belleza, la abnegación de esa mujer, porque ella le adora, le ocultan los peligros de una situación que ni la gloria, ni el éxito, ni la fortuna hacen que sea aceptada por el mundo; pues bien, a cada seducción, vuestro hermano no verá, como hoy, más que los placeres del momento. Tranquilizaos, Luciano no llegará jamás al crimen, no tendría la suficiente fuerza para ello; pero aceptaría el crimen ya consumado, compartiría los beneficios sin haber compartido los peligros, cosa que parece horrible a todo el mundo, incluso a los malvados. Se despreciará a sí mismo, se arrepentirá, pero, al volver la necesidad, comenzaría de nuevo. Al carecer de voluntad, se halla sin fuerzas contra los cebos de la voluptuosidad y la satisfacción de sus menores ambiciones.

”Perezoso como todos los hombres de poesía, se cree hábil escamoteando las dificultades en lugar de vencerlas. Tendrá valor a tal hora, pero a tal otra hora será cobarde. No hay que estarle agradecido por su valor ni reprocharle su cobardía. Luciano es un arpa cuyas cuerdas se ponen tensas o se relajan a merced de las variaciones de la atmósfera. Podrá hacer un hermoso libro en una fase de cólera o de felicidad, y no ser sensible al éxito después de haberlo, sin embargo, deseado.

”Desde los primeros días de su llegada a París, cayó en la dependencia de una joven sin moralidad, pero cuya habilidad y experiencia en medio de las dificultades de la vida literaria le han deslumbrado. Este prestidigitador ha seducido completamente a Luciano, le ha arrastrado a una existencia sin dignidad, sobre la cual, desgraciadamente para él, el amor ha proyectado sus prestigios. Concedida con excesiva facilidad: no hay que pagar con la misma moneda a uno que baile sobre la cuerda y a un poeta. Todos nos hemos sentido ofendidos por la preferencia concedida a la intriga y a la granujería literaria antes que al valor y al honor de aquellos que aconsejaban a Luciano que aceptase el combate en lugar de escamotear el éxito, de que se lanzase a la arena, en vez de convertirse en uno de los trompetas de la orquesta.

”La sociedad, señora, es, por un singular fenómeno, indulgente con los jóvenes de esa naturaleza, los ama, se deja engañar por la hermosa apariencia de sus dones externos, nada exige de ellos, excusa todas sus faltas, les otorga los beneficios de las naturalezas completas no queriendo ver más que sus ventajas, les convierte, en fin, en sus niños mimados. Por el contrario, es de una severidad sin límites para las naturalezas fuertes y completas. En esta conducta, la sociedad, tan violentamente injusta en apariencia, es quizá sublime. Se divierte con los bufones sin pedirles nada más que placer, y en seguida los olvida, mientras que para doblar la rodilla ante la grandeza, exige de ésta divinas magnificencias.

”A cada cosa, su ley: el eterno diamante debe ser sin mancha, la creación momentánea de la moda tiene el derecho de ser ligera, extraña y sin consistencia. Por ello, a pesar de sus errores, quizá Luciano triunfará a maravilla, le bastará aprovechar alguna vena feliz, o encontrarse en buena compañía. Pero si encuentra un ángel malo, irá hasta el fondo del infierno. Es un brillante conjunto de bellas cualidades bordadas sobre un fondo en exceso ligero. La edad se lleva las flores, y llega un día en que no queda más que el tejido. Y si es un tejido malo, no se ve de él más que un harapo. Mientras Luciano sea joven, agradará, pero, a los treinta años, ¿cuál será su situación?, tal es la pregunta que deben hacerse los que le aman sinceramente. Si yo hubiera sido el único en pensar así de Luciano, quizás habría evitado daros una pena tan grande con mi sinceridad; pero, además de que me parecía indigno de vos, cuya carta es un grito de angustia, y de mí, a quien honráis con excesiva estima, el tratar de eludir con banalidades las preguntas dictadas por vuestra preocupación, aquellos de entre mis amigos que han conocido a Luciano convienen unánimemente en este juicio. Por lo tanto, he visto el cumplimiento de un deber en la manifestación de la verdad, por muy terrible que sea.

”Puede esperarse todo de Luciano, tanto en bien como en mal. Tal es nuestro pensamiento, expresado en una sola frase, en la que se resume esta carta. Si los azares de la vida, ahora muy miserable y llena de vicisitudes, condujesen a ese poeta junto a vos, usad de toda vuestra influencia para retenerle en el seno de la familia, porque, hasta que su carácter haya cobrado consistencia, París seguirá siendo peligroso para él. Os llamaba, a vos y a vuestro marido, sus ángeles guardianes, y sin duda os habrá olvidado, pero se acordará de vosotros en el momento en que, abatido por la tempestad, no tenga más que a su familia por asilo. Guardadle, pues, vuestro corazón, señora, tendrá necesidad de él.

”Recibid, señora, las más sinceras expresiones de respeto de un hombre del que son conocidas vuestras preciosas cualidades, y que respeta demasiado vuestras maternales inquietudes para no ofreceros aquí su obediencia, llamándose

”Vuestro humilde servidor,

“De Arthez”.

Dos días después de haber leído esta respuesta, Eva viose obligada a tomar una nodriza, porque la fuente de su leche se extinguía. Después de haber hecho un dios de su hermano, le veía depravado por el ejercicio de las más bellas facultades. En fin, para ella, Luciano rodaba en el fango. Aquella noble criatura no sabía transigir con la probidad, la delicadeza, todas las religiones domésticas cultivadas en el seno de la familia, todavía tan puro y radiante en la provincia. David había tenido, pues, razón en sus previsiones. Cuando la pena, que ponía en su frente tan blanca unos matices de plomo, fue confiada por Eva a su marido en una de aquellas límpidas conversaciones, en las que dos amantes pueden decírselo todo, David dejó oír unas palabras consoladoras. Aunque tuviera los ojos llenos de lágrimas al ver el hermoso seno de su mujer agotado por el dolor, y a aquella madre sumida en la desesperación al no poder cumplir su obra maternal, tranquilizó a su esposa dándole algunas esperanzas.

—Tú, hermano, ¿sabes? ha pecado por la imaginación. ¡Es tan natural en un poeta el querer su vestido de púrpura y azul! ¡Corre con tanto afán a las fiestas! ¡Esa avecilla se deja seducir por el brillo y el lujo, con tanta buena fe, que Dios le excusa allí donde la sociedad le condena!

—¡Pero nos está matando!… —exclamó la pobre mujer.

—Hoy nos mata como hace unos meses nos salvaba mandándonos las primicias de lo que ganaba —respondió el bondadoso David, que tuvo la suficiente inteligencia para comprender que la desesperación llevaba a su mujer más allá de los límites y que pronto volvería a su amor por Luciano—. Mercier decía en su Cuadro de París, hace unos cincuenta años, que la literatura, la poesía, las letras y las ciencias, las creaciones del cerebro jamás podían alimentar a un hombre, y Luciano, en su calidad de poeta, no ha creído la experiencia de cinco siglos. Las cosechas regadas con tinta no se hacen (cuando se hacen) más que diez o doce años después de la siembra, y Luciano ha tomado por espigas lo que era hierba. Por lo menos, habrá aprendido de la vida. Después de ser víctima de una mujer, había de ser víctima del mundo y de las falsas amistades. La experiencia que ha adquirido la ha pagado cara, eso es todo. Nuestros antepasados decían. “Con tal de que un hijo de familia vuelva con sus dos orejas y el honor salvo, todo está bien…”.

—¡El honor!… —exclamó la pobre Eva—. ¡Ay, a cuántas virtudes ha faltado Luciano!… ¡Escribir contra su conciencia! ¡Atacar a su mejor amigo!… ¡Aceptar el dinero de una actriz!… ¡Dejarse ver en compañía de ella! ¡Ponernos en evidencia!…

—¡Oh, eso no es nada!… —repuso David, pero se detuvo.

Iba a escapársele el secreto de la falsificación realizada por su cuñado y, desgraciadamente, Eva, al advertir este movimiento, conservó vagas inquietudes.

—¡Cómo nada! —respondió—. ¿De dónde sacaremos los tres mil francos que tenemos que pagar?

—Ante todo —repuso David—, hemos de renovar el arriendo de explotación de nuestra imprenta con Cérizet. Desde hace seis meses, el quince por ciento que los Cointet le dan sobre los trabajos hechos para ellos le han dado seiscientos francos, y él ha sabido ganar otros quinientos con obras de ciudad.

—Si los Cointet saben eso, quizá no renovarán el arrendamiento, tendrán miedo de él —dijo Eva—, Cérizet es un sujeto peligroso.

—¡Bah, qué me importa! —exclamó Séchard—. ¡Dentro de unos días, seremos ricos! Una vez sea rico Luciano, ángel mío, no tendrá más que virtudes…

—¡Ah!, David, amigo mío, amigo mío, ¡qué palabras acabas de decir! Entonces, presa de la miseria, Luciano estaría sin fuerzas contra el mal. Tú piensas de él lo mismo que piensa el señor De Arthez. ¡No hay superioridad sin fuerza, y Luciano es débil! Un ángel al que no es preciso tentar, ¿qué es, en definitiva?…

—Bueno, es una naturaleza que no es bella más que en su medio, en su esfera, en su cielo. Luciano no está hecho para luchar, yo le ahorraré la lucha. Mira, ya estoy demasiado cerca del resultado para no iniciarte en los medios.

Sacó del bolsillo varias hojas de papel blanco del tamaño en octavo, las agitó victoriosamente y las dejó sobre las rodillas de su esposa.

—Una resma de este papel, formato grand-raisin, no costará más de cinco mil francos —dijo, dejando que Eva, que manifestó una alegría infantil, tocase aquellas muestras.

—¿Cómo has hecho estos ensayos? —preguntó ella.

—Con un viejo tamiz de crin que le cogí a Marión —respondió.

—Entonces, ¿no estás aún satisfecho? —preguntó Eva.

—La cuestión no estriba en la fabricación, sino en el precio de fábrica de la pasta. Hija mía, no soy más que uno de los últimos que han entrado en este camino arduo. La señora Masson, desde 1794, trataba de convertir los papeles impresos en papel blanco, y lo consiguió, pero ¡a qué precio! En Inglaterra, hacia el año 1800, el marqués de Salisbury intentaba, al mismo tiempo que Séguin en 1801, en Francia, emplear la paja en la fabricación del papel. Nuestra caña común, la arundo phragmitis, ha suministrado las hojas de papel que tú tienes ahora. Pero yo voy a emplear las ortigas y los cardos, ya que, para mantener el buen precio de la materia prima, hay que dirigirse a sustancias vegetales que puedan encontrarse en los pantanos y en los malos terrenos, pues se conseguirían a bajo precio. El secreto estriba enteramente en la preparación de esos tallos. En estos momentos, mi procedimiento no es todavía lo suficientemente simple. Pues bien, a pesar de esta dificultad, estoy seguro de dar a la papelería francesa el privilegio de que goza nuestra literatura, de convertirla en un monopolio para nuestro país, como los ingleses tienen el del hierro, la hulla o la alfarería común. Quiero ser el Jacquart de la papelería.

Eva se levantó, movida por el entusiasmo y la admiración que despertaba la sencillez de David. Abrió los brazos y le estrechó contra su corazón, inclinando la cabeza sobre el hombro de su marido.

—Me recompensas como si ya lo hubiera encontrado —observó David.

Por toda respuesta, Eva mostró su hermoso semblante bañado en lágrimas y permaneció un instante sin poder hablar.

—Yo no abrazo al hombre de talento —dijo—, sino al consolador. A una gloria caída tú me opones una gloria que se eleva. A las penas que me causa el envilecimiento de un hermano, tú opones la grandeza del marido… Sí, tú serás grande como los Graindorge, los Rouvet, los Van Robais, como el persa que nos ha dado la granza, como todos esos hombres de los cuales me has hablado, cuyos nombres siguen oscuros porque al perfeccionar una industria han hecho el bien silenciosamente.

—¿Qué estarán haciendo a estas horas?… —decía Bonifacio.

El gran Cointet se paseaba por la plaza del Mûrier con Cérizet, examinando las sombras de la mujer y del marido, que se dibujaban sobre las cortinas de muselina, ya que todos los días, a medianoche, iba a hablar con Cérizet, encargado de vigilar los menores pasos de su antiguo patrón.

—Sin duda le está mostrando los papeles que ha fabricado esta mañana —respondió Cérizet.

—¿De qué sustancias se ha servido? —preguntó el fabricante de papel.

—Imposible adivinarlo —contestó Cérizet—. He horadado el techo, me he subido a él y he visto cómo mi patrón, durante la pasada noche, hacía hervir su pasta en la caldera de cobre. En vano he examinado sus aprovisionamientos amontonados en un rincón, pues todo lo que he podido observar es que las materias primas se parecen a un montón de estopa…

—No vayáis más lejos —dijo Bonifacio Cointet a su espía con voz melosa—, ¡sería una falta de probidez!… La señora Séchard os propondrá renovar vuestro arrendamiento de explotación de la imprenta, decid que queréis haceros impresor, ofreced la mitad de lo que valen la patente y el material, y si se avienen, venid a verme. En todo caso, dad largas al asunto… están sin dinero.

—Sin un céntimo —añadió Cérizet.

—Sin un céntimo —repitió el gran Cointet—. Ya son míos —pensó.

La casa Métivier y la casa Cointet hermanos unían la condición de banqueros a su oficio de comisionistas en papelería y de papeleros-impresores, título por el que, por otra parte, se guardaban bien de pagar patente. El fisco no ha encontrado aún el medio de controlar los asuntos comerciales hasta el punto de obligar a todos los que practican subrepticiamente la banca a tomar patente de banquero, la cual, en París, por ejemplo, cuesta quinientos francos. Pero los hermanos Cointet y Métivier, aun siendo Lo que llaman en la Bolsa unos castañas, manejaban entre ellos, algunos centenares de miles de francos por trimestre sobre las plazas de París, Burdeos y Angulema. Ahora bien, aquella misma noche, la casa Cointet hermanos había recibido de París los tres mil francos de letras falsificadas por Luciano. El gran Cointet había construido en seguida sobre esta deuda una formidable máquina dirigida, como va a verse, contra el paciente y pobre inventor.

Al día siguiente, a las siete de la mañana, Bonifacio Cointet se paseaba a lo largo de la presa que alimentaba su vasta fábrica de papel, y cuyo ruido ahogaba el de las palabras. Aguardaba allí a un joven de veintinueve años, que desde hacía seis semanas era procurador del Tribunal de primera instancia de Angulema y que se llamaba Pedro Petit-Claud.

—Vos ibais al instituto de Angulema en la misma época que David Séchard —le dijo el gran Cointet saludando al joven procurador, que se guardaba bien de faltar a la llamada del rico fabricante.

—Sí, señor —respondió Petit-Claud poniéndose al paso del gran Cointet.

—¿Habéis vuelto a reanudar la amistad?

—A lo sumo, nos hemos encontrado dos veces desde su regreso. No podía ser de otro modo. Yo me había encerrado en el despacho, o en el Palacio de Justicia los días ordinarios, y el domingo o los días de fiesta, trabajaba para completar mi instrucción, porque todo lo esperaba de mí mismo…

El gran Cointet movió la cabeza en señal de aprobación.

—Cuando David y yo volvimos a vernos, me preguntó qué era lo que hacía. Yo le dije que, después de haber estudiado Derecho en Poitiers, fui primer pasante del señor Olivet, y que esperaba un día u otro entrar en posesión de este cargo… Conocía mucho más a Luciano Chardon, que ahora se hace llamar De Rubempré, el amante de la señora de Bargeton, nuestro gran poeta, el cuñado de David Séchard.

—Entonces podéis ir a anunciarle a David vuestro nombramiento y ofrecerle vuestros servicios —dijo el gran Cointet.

—Eso no se hace —respondió el joven procurador.

—Nunca ha tenido ningún proceso, no tiene procurador y esto puede hacerse —respondió Cointet, que al amparo de sus gafas estaba escrutando con los ojos al pequeño procurador.

Hijo de un sastre del Houmeau, desdeñado por sus compañeros de colegio, Pedro Petit-Claud parecía tener cierta porción de hiel extravasada en la sangre. Su rostro ofrecía una de aquellas coloraciones de tonos sucios y turbios que revelan antiguas enfermedades, miseria y casi siempre malos sentimientos. Su voz cascada armonizaba con su desagradable rostro y con el color indeciso de sus ojos de urraca. Los ojos de urraca son, según una observación de Napoleón, un indicio de improbidad. “Mirad a Fulano de Tal —decía a Las-Cazes en Santa Elena, hablándole de uno de sus confidentes, al cual se vio obligado a despedir a causa de malversaciones—, no sé cómo he podido equivocarme tanto tiempo respecto a él: tiene los ojos de una urraca”. Así, cuando el gran Cointet hubo examinado bien a aquel procurador delgaducho, picado de viruelas, de cabellos ralos y cuya frente y cráneo se confundían ya, dijo para sus adentros:

”Éste es mi hombre”.

En efecto, Petit-Claud, ahíto de desdenes y devorado por un corrosivo afán de triunfar, había tenido la audacia, aunque sin fortuna, de comprar el cargo de su patrono por treinta mil francos, contando con un matrimonio para liberarse, y según la costumbre, esperando que su patrón le encontrase una mujer, ya que el predecesor tiene siempre interés en casar a su sucesor, para hacerse pagar la deuda. Petit-Claude aún confiaba más en sí mismo, porque no carecía de cierta superioridad, rara en provincias, pero cuyo principio se encontraba en su odio. Gran odio, grandes esfuerzos.

Existe gran diferencia entre los procuradores de París y los de provincias, y el gran Cointet era demasiado hábil para no aprovecharse de las pequeñas pasiones a las que obedecen esos pequeños procuradores. En París, un procurador notable, y hay muchos, posee no pocas cualidades de las que distinguen al diplomático: el número de sus asuntos, la magnitud de los intereses y la extensión de las cuestiones que se les confían, le dispensan de ver en la actuación judicial un medio de hacer fortuna. Arma ofensiva o defensiva, la actuación judicial ya no es para él, como antaño, un objeto de lucro. En provincias, por el contrario, los procuradores cultivan lo que en los despachos de París se llama la triquiñuela, esa cantidad de pequeñas actas que sobrecargan las memorias de costas y consumen papel sellado. Estas bagatelas ocupan al procurador de provincias, que ve costas a hacer allí donde el procurador de París no se preocupa más que de los honorarios. Los honorarios son lo que el cliente debe a su procurador, además de las costas, por la gestión más o menos hábil de su asunto. El fisco se lleva la mitad de las costas, mientras que los honorarios son enteramente para el procurador.

Los procuradores, los médicos y los abogados de París, lo mismo que las cortesanas con sus amantes de ocasión, están sumamente en guardia contra el reconocimiento de sus clientes. El cliente, antes y después del asunto, podría hacer dos admirables cuadros de género, dignos de Meissonier, y que sin duda serían pujados por procuradores honorarios. Hay entre el procurador de París y el de provincias otra diferencia. El procurador de París raras veces defiende en juicio, habla algunas veces en el tribunal, pero en 1822, en la mayor parte de los departamentos (después, el abogado ha pululado), los procuradores eran abogados y defendían ellos mismos sus causas. De esta doble vida, resulta un doble trabajo que da al procurador de provincias los vicios intelectuales del abogado, sin quitarle las pesadas obligaciones del procurador. El procurador de provincias se vuelve charlatán, y pierde aquella lucidez de juicio tan necesaria en la gestión de los asuntos. Al desdoblarse así, un hombre superior encuentra a menudo en sí mismo dos hombres mediocres. En París, el procurador, no gastándose en palabras ante el tribunal ni abogando a menudo el pro y el contra, puede conservar rectitud en las ideas. Si dispone la balística del derecho, si hurga en el arsenal de los medios que presentan las contradicciones de la jurisprudencia, guarda su convicción sobre el asunto, al cual se esfuerza en preparar un triunfo. En resumen, el pensamiento embriaga mucho menos que la palabra. Hablando, un hombre termina por creer en lo que dice, mientras que uno puede actuar contra su pensamiento sin enviciarlo y hacer ganar un mal proceso sin sostener que es bueno, como lo hace el abogado al defender una causa. He aquí por qué el viejo procurador de París puede constituir, mucho mejor que un viejo abogado, un buen juez. Un procurador de provincias tiene, pues, muchas razones para ser un hombre mediocre: abraza pequeñas pasiones, se encarga de pequeños asuntos, vive haciendo costas, abusa del Código de actuación judicial, y pleitea. En suma, tiene muchas dolencias. Por lo tanto, cuando se encuentra entre los procuradores de provincias un hombre notable, es realmente superior.

—Yo creía, caballero, que me habíais mandado llamar para vuestros asuntos —respondió Petit-Claud haciendo de esta observación una sátira por la mirada que lanzó a las impenetrables gafas del gran Cointet.

—Dejaos de circunloquios —replicó Bonifacio Cointet—. Escuchad…

Después de esta palabra, preñada de confidencias, Cointet fue a sentarse en un banco invitando a Petit-Claud a que le imitase.

—Cuando el señor Du Hautoy pasó por Angulema en 1804 para ir a Valence en calidad de cónsul, conoció a la señora de Sénonches, a la sazón señorita Ceferina, y tuvo de ella una hija… —dijo Cointet en voz baja, al oído de su interlocutor—. Sí —añadió al ver el gesto de sobresalto que hizo Petit-Claud—, el casamiento de la señorita Ceferina con el señor de Sénonches siguió inmediatamente a ese alumbramiento clandestino. Esa niña, criada en el campo en casa de mi madre, es la señorita Francisca de La Haye, de la que cuida la señora de Sénonches, que, según la costumbre, es su madrina. Como mi madre, granjera de la anciana señora de Cardanet, la abuela de la señorita Ceferina, poseía el secreto de la única heredera de los Cardanet y de los Sénonches de la rama mayor, me han encargado que hiciera valer la pequeña suma que el señor Francis du Hautoy destinó en su día a su hija. Mi fortuna se hizo con esos diez mil francos, que actualmente ascienden a treinta mil. La señora de Sénonches dará el ajuar, la vajilla de plata y algunos muebles a su ahijada, y yo puedo procuraros la mano de la niña, muchacho —dijo Cointet, dando un golpecito en la rodilla de Petit-Claud—. Al casaros con Francisca de La Haye, aumentaréis vuestra clientela con una gran parte de la aristocracia de Angulema. Esta alianza, por la mano izquierda, os abre un porvenir magnífico… La posición de un abogado-procurador parecerá suficiente. No se pide más, lo sé.

—¿Qué hay que hacer?… —preguntó ávidamente Petit-Claud—, puesto que vos tenéis como procurador al señor Cachan.

—Por ello no abandonaré bruscamente a Cachan por vos, tendréis mi clientela más tarde —dijo el gran Cointet—. ¿Qué es lo que hay que hacer, amigo? Pues, los asuntos de David Séchard. Ese pobre diablo tiene que pagarnos letras por valor de mil escudos, y como no las pagará, vos le defenderéis contra las demandas de forma que tenga que abonar costas enormes… Tranquilizaos, andad, acumulad los incidentes. Doublon, mi escribano, que se encargará de demandarle judicialmente, hará lo suyo… A buen entendedor, pocas palabras. ¿Qué me decís ahora, joven?

Hízose una pausa elocuente, durante la cual los dos hombres se miraron.

—Nunca nos hemos visto —añadió Cointet—, no os he dicho nada, vos no sabéis nada del señor Du Hautoy, de la señora de Sénonches, ni de la señorita de La Haye; solamente, cuando llegue el momento, dentro de dos meses, vos pediréis la mano de esa joven. Cuando tengamos que vernos, vendréis aquí de noche. No escribamos.

—Entonces, ¿queréis arruinar a Séchard? —preguntó Petit-Claud.

—No del todo, pero hay que tenerle en la cárcel por algún tiempo…

—¿Y con qué objeto?

—¿Me creéis tan tonto que os lo diga? Si tenéis la inteligencia de adivinarlo, tendréis también la de callaros.

—El señor Séchard padre es rico —observó Petit-Claud entrando ya en las ideas de Bonifacio y advirtiendo una causa de falta de éxito.

—Mientras el padre viva, no dará un céntimo a su hijo, y ese extipógrafo no tiene aún ganas de irse al otro barrio…

—De acuerdo —dijo Petit-Claud, que se decidió en seguida—. No os pido garantías, soy procurador. Si fuera engañado, tendríamos que contar juntos.

”Ese tipo irá lejos”, pensó Cointet saludando a Petit-Claud.

Al día siguiente de esta entrevista, el 30 de abril, los hermanos Cointet hicieron presentar la primera de las tres letras falsificadas por Luciano. Por desgracia, el efecto fue entregado a la pobre señora Séchard, que, al reconocer la imitación de la firma de su marido por Luciano, llamó a David y le dijo a boca de jarro:

—¡Tú no has firmado esa letra!…

—No —respondió—. Tu hermano tenía tanta prisa, que firmó por mí.

Eva devolvió la letra al empleado de caja de la casa Cointet hermanos, diciéndole:

—No podemos pagar.

Luego, sintiéndose desfallecer, subió a su habitación, adonde la siguió su marido.

—Amigo mío —dijo Eva a Séchard con un hilo de voz—, corre a casa de los señores Cointet, tendrán consideraciones contigo, ruégales que esperen, y por otra parte, hazles observar que, al renovar el arrendamiento de Cérizet, ellos te deberán mil francos.

David fue inmediatamente a casa de sus enemigos. Un regente puede convertirse en impresor, pero no siempre hay un negociante en la persona de un hábil tipógrafo. De esta suerte, David, que conocía poco los negocios, quedóse perplejo ante el gran Cointet, cuando, después de haberle presentado torpemente sus excusas y formulado su petición, con un nudo en la garganta y el corazón palpitante, recibió esta respuesta:

—A nosotros eso no nos incumbe, hemos recibido la letra de Métivier, y él nos pagará. Dirigios al señor Métivier.

—¡Oh! —dijo Eva al saber esta contestación—. Desde el momento en que la letra vuelve al señor Métivier, podemos estar tranquilos.

Al día siguiente, Víctor Angel Hermenegildo Doublon, escribano de los señores Cointet, hizo el protesto a las dos, hora en que la plaza del Mûrier está llena de gente, y a pesar del cuidado que puso en hablar a la puerta del zaguán con Marión y Kolb, el protesto no fue menos conocido de todo el comercio de Angulema aquella tarde. Por otra parte, las formas hipócritas del señor Doublon, a quien el gran Cointet había recomendado las mayores consideraciones, ¿podían salvar a Eva y a David de la ignominia comercial que resulta de una suspensión de pagos? ¡Que juzgue el lector! Aquí, lo largo parecerá corto. Noventa lectores de entre cien sentirán curiosidad por los detalles siguientes como por la novedad más picante. Así quedará demostrada una vez más la verdad de este axioma.

No hay nada menos conocido que lo que todo el mundo debe saber: ¡LA LEY!

Ciertamente, para la inmensa mayoría de los franceses, el mecanismo de uno de los engranajes de la Banca, bien descrito, ofrecerá el interés de un capítulo de viaje por país extranjero. Cuando un negociante envía desde la ciudad donde tiene su establecimiento una de sus letras a una persona que vive en otra ciudad, como se suponía que lo había hecho David para favorecer a Luciano, cambia la operación tan simple de un efecto suscrito entre negociantes de la misma ciudad para asuntos de comercio, en algo que se parece a una letra de cambio librada de una plaza a otra. Al aceptar los tres efectos a Luciano, Métivier venía obligado, para cobrar el importe, a enviarlos a los señores Cointet hermanos, sus corresponsales. De ahí una primera pérdida para Luciano, designada con el nombre de comisión para cambio de lugar, y que se había traducido en un tanto por ciento por cada efecto, además del descuento. Los efectos Séchard habían pasado, pues, a la categoría de los asuntos de Banca. No podríais creer hasta qué punto la calidad de banquero, unida al augusto título de acreedor cambia la condición del deudor. Así, en Banca (fijaos bien en esta expresión), tan pronto como un efecto transmitido de la plaza de París a la de Angulema es impagado, los banqueros se deben a sí mismos el dirigirse lo que la ley llama un Compte de Retour (cuenta de resaca). Retruécanos aparte, nunca los novelistas inventaron un conte (cuento) más inverosímil que éste, porque he aquí las ingeniosas bromas al estilo de Mascarille que autoriza cierto artículo del Código de Comercio, y cuya explicación os demostrará cuántas atrocidades se ocultan bajo esta palabra terrible: ¡la Legalidad!

Tan pronto como el señor Doublon hubo hecho registrar su protesto, él mismo lo llevó a los señores Cointet hermanos. El escribano tenía cuenta con aquellos tiburones de Angulema, y les abría un crédito de seis meses, que el gran Cointet elevaba a un año por el modo como lo saldaba, diciendo de mes en mes a aquel subtiburón:

—Doublon, ¿necesitáis dinero?

Todavía no es esto todo. Doublon favorecía con una rebaja a aquella poderosa casa que así ganaba algo sobre cada acta, una nada, una miseria, ¡un franco con cincuenta céntimos por protesto!… El gran Cointet se sentó ante su mesa escritorio tranquilamente, cogió un papel sellado de treinta y cinco céntimos, mientras conversaba con Doublon de modo que pudiera obtener información sobre el verdadero estado de los comerciantes.

—Bien, ¿estáis contento con el pequeño Gannerac?…

—No va mal…

—Me han dicho que su mujer le ocasionaba muchos gastos…

—¿A él?… —exclamó Doublon con aire socarrón.

Y el tiburón, que acababa de arreglar su papel, escribió en letra redonda el siniestro epígrafe, bajo el cual detalló la cuenta siguiente:

CUENTA DE RESACA Y COSTAS

A un efecto de MIL FRANCOS, fechado en Angulema el diez de febrero de mil ochocientos veintidós, suscrito por SÉCHARD HIJO, a la orden de LUCIANO CHARDON, llamado DE RUBEMPRÉ, pasado a la orden de MÉTIVIER y a nuestra orden, vencido el treinta de abril último, protestado por DOUBLON, escribano, el primero de mayo de mil ochocientos veintidós.

Capital 1. 000, —
Protesto 12, 35
Comisión al medio por ciento 5, —
Comisión de corretaje de un cuarto por ciento 2, 50
Sello de nuestra resaca y de la presente 1, 35
Intereses y portes de cartas 3, —
1. 024, 20
Cambio de lugar a uno y cuarto por ciento sobre 1. 024, 20 13, 25
1. 037, 45

Mil treinta y siete francos con cuarenta y cinco céntimos, de cuya suma nos reembolsamos con nuestra letra a la vista sobre el señor Métivier, calle Serpente, en París, a la orden del señor Gannerac del Houmeau.

Angulema, dos de mayo de mil ochocientos veintidós.

Cointet Hermanos

Al pie de esta pequeña memoria, hecha con toda la habilidad de un experto, pues seguía conversando con Doublon, el gran Cointet escribió la declaración siguiente:

Los que suscriben, Postel, farmacéutico en el Houmeau, y Gannerac, comisionista en transportes, negociantes en esta ciudad, certifican que el cambio de nuestro lugar a París es del uno y cuarto por ciento.

Angulema, tres de mayo de mil ochocientos veintidós.

—Tomad, Doublon, hacedme el favor de ir a casa de Postel y a la de Gannerac para rogarles que me firmen esta declaración, y volved a traérmela mañana por la mañana.

Y Doublon, que estaba al corriente de estos instrumentos de tortura, se fue, como si se hubiera tratado de la cosa más sencilla. Evidentemente, aunque el protesto hubiera sido entregado, como en París, dentro de un sobre, todo Angulema se habría enterado del estado desgraciado en que se encontraban los asuntos de aquel pobre Séchard. ¿Y de cuántas acusaciones no fue objeto su apatía? Unos decían que estaba perdido a causa del excesivo amor por su mujer, mientras que otros le acusaban de demasiado afecto por su cuñado. ¿Y qué atroces conclusiones no sacaba cada cual de tales premisas? No había que abrazar nunca los intereses de los demás y se aprobaba la dureza del señor Séchard para con su hijo, se le admiraba.

Ahora, vosotros, todos los que por cualquier razón os olvidáis de hacer honor a vuestros compromisos, examinad bien los procedimientos, completamente legales, por medio de los cuales, en diez minutos, se sacan, en banca, veintiocho francos de interés a un capital de mil francos.

El primer artículo de esta Cuenta de Resaca es en ello lo único indiscutible.

El segundo artículo contiene la parte del fisco y del escribano. Los seis francos que percibe el Dominio al registrar los apuros del deudor y suministrando el papel sellado, harán que el abuso viva aún mucho tiempo. Por otra parte, ya sabéis que este artículo da un beneficio de un franco con cincuenta céntimos al banquero a causa de la rebaja hecha por Doublon.

La comisión de un medio por ciento, objeto del tercer artículo, se cobra con el ingenioso pretexto de que, no recibir el dinero equivale, en banca, a negociar un efecto. Aunque ello sea absolutamente lo contrario, nada más parecido que dar mil francos o no recibirlos. Cualquiera que haya presentado efectos a negociación, sabe que, además del seis por ciento debido legalmente, el banquero cobra, bajo el humilde nombre de comisión, un tanto por ciento que representa los intereses que le da, por encima del interés legal, la inteligencia con la cual hace valer su dinero. Cuanto más dinero puede ganar, tanto más dinero os pide, de forma que, si hay que negociar entre tontos, es más barato. Pero, en Banca, ¿acaso hay tontos?…

La ley obliga al banquero a hacer certificar por un agente de cambio el interés de la operación. En los lugares lo suficientemente desgraciados como para no tener Bolsa, el agente de cambio es sustituido por dos negociantes. La comisión de corretaje debida al agente se halla fijada en un cuarto por ciento de la suma expresada en el efecto protestado. Se ha introducido la costumbre de contar esta comisión como dada a los negociantes que sustituyen al agente, y el banquero la pone simplemente en la caja. De ahí el tercer artículo de esta cuenta encantadora.

El cuarto artículo comprende el costo del papel sellado sobre el cual se redacta la Cuenta de Resaca, y el del sello de lo que tan ingeniosamente se llama la resaca, o sea, la nueva letra girada por el banquero sobre su colega, para reembolsarse.

El quinto artículo comprende el precio de los portes de letras y los intereses legales de la suma durante todo el tiempo que pueda faltar en la caja del banquero.

En fin, el cambio de lugar, el objeto mismo de la Banca, es lo que cuesta para hacerse pagar de un lugar a otro.

Ahora examinad esta cuenta, en la que, según la manera de calcular del Polichinela de la canción napolitana, tan bien ejecutada por Lablache, quince y cinco hacen veintidós. Evidentemente la firma de los señores Postel y Gannerac era un asunto de complacencia: los Cointet certificaban en caso de necesidad para Gannerac lo que Gannerac certificaba para los Cointet. Es la puesta en práctica del “toma y daca” o del “hoy por ti, mañana por mí”. Los señores Cointet hermanos, hallándose en cuenta corriente con Métivier, no tenían necesidad de hacer letra de cambio. Entre ellos, un efecto devuelto no producía más que una línea de más en el haber o en el debe.

Esta cuenta fantástica se reducía, pues, en realidad, a mil francos debidos, al protesto de trece francos y a un medio por ciento de interés para un mes de retraso, en total, quizá, mil dieciocho francos.

Si una gran casa de Banca tiene todos los días, como promedio, una Cuenta de Resaca sobre un valor de mil francos, percibe a diario veintiocho francos por la gracia de Dios y las constituciones de la Banca, realeza formidable inventada por los judíos en el siglo XII y que actualmente domina los tronos y los pueblos. En otros términos, mil francos reportan entonces a esa casa veintiocho francos diarios o diez mil doscientos veinte francos anuales. Triplicad la media de las Cuentas de Resaca, y observaréis una renta de treinta mil francos, dada por estos capitales ficticios. Así, nada más amorosamente cultivado que las Cuentas de Resaca. Si David Séchard hubiera ido a pagar su letra, el 3 de mayo, al día siguiente mismo del protesto, los señores Cointet hermanos le habrían dicho: “Hemos devuelto vuestra letra al señor Métivier”, aun cuando el efecto se hubiera encontrado todavía en su escritorio. La Cuenta de Resaca es devengada la misma tarde del protesto. A esto, en el lenguaje de la Banca, se le llama hacer sudar los escudos. Los portes de letras producen por sí solos unos veinte mil francos a la casa Keller, que tiene correspondencia con el mundo entero, y las Cuentas de Resaca pagan el palco de los Italianos, el coche y los vestidos de la señora baronesa de Nucingen. El porte de letra es un abuso tanto más espantoso cuanto que los banqueros se ocupan de diez asuntos parecidos en diez líneas de una carta. ¡Cosa extraña!, el fisco tiene su parte en esta prima arrancada a la desgracia, y el Tesoro Público se hincha así de los infortunios comerciales. En cuanto a la Banca, arroja, desde lo alto de sus mostradores, al deudor, esta frase llena de razón: “¿Por qué no estáis en condiciones de pagar?”. A la que, desgraciadamente, no puede contestarse nada. De forma que la Cuenta de Resaca es un cuento lleno de ficciones terribles, hacia el cual los deudores que reflexionen sobre esta página instructiva, experimentarán desde ahora un miedo saludable.

El 4 de mayo, Métivier recibió de los señores Cointet hermanos la Cuenta de Resaca, con una orden de persecución judicial a ultranza en París contra el señor Luciano Chardon, llamado de Rubempré.

Unos días más tarde, Eva recibió como respuesta a la carta que escribió al señor Métivier, las palabras siguientes, que la tranquilizaron completamente:

AL SEÑOR SÉCHARD HIJO, IMPRESOR EN ANGULEMA

”Recibí en su día vuestra estimada carta del 5 del corriente. He comprendido, por vuestras explicaciones referente al efecto impagado del 30 de abril último, que habíais favorecido a vuestro cuñado, el señor de Rubempré, el cual hace tantos dispendios, que constituye prestaros un servicio el obligarle a pagar. Se encuentra en una situación en la que no puede hacerse perseguir judicialmente durante mucho tiempo. Si vuestro honorable hermano no pagase, yo contaría con la lealtad de vuestra antigua casa, y me declaro, como siempre,

”Vuestro servidor,

“Métivier”.

—Bien —dijo Eva a David—, mi hermano sabrá por esta acción judicial, que no hemos podido pagar.

¿Qué cambio operado en Eva anunciaba estas palabras? El amor creciente que le inspiraba el carácter de David, cada vez mejor conocido, ocupaba en su pecho el lugar del cariño fraterno. ¿Pero a cuántas ilusiones no decía adiós?…

Veamos ahora todo el camino que anduvo la Cuenta de Resaca en la plaza de París. Un tercer portador, nombre comercial de aquel que posee un efecto por transferencia, es libre, en términos legales, de perseguir únicamente a aquel de los diversos deudores que le presenta la posibilidad de ser pagado más de prisa. En virtud de esta facultad, Luciano fue perseguido por el escribano del señor Métivier. He aquí cuáles fueron las fases de esta acción, por otra parte completamente inútil. Métivier, detrás del cual se escondían los Cointet, conocía la insolvencia de Luciano, pero, siempre en el espíritu de la ley, la insolvencia de hecho no existe de derecho más que después de haber sido comprobada. Se comprobó, pues, la imposibilidad de obtener de Luciano el pago del efecto, de la manera siguiente:

El escribano de Métivier denunció, el 5 de mayo, la Cuenta de Resaca y el protesto de Angulema a Luciano, citándole ante el Tribunal de comercio de París para oír decir un gran número de cosas, entre otras, que sería condenado como negociante. Cuando, en medio de su vida de ciervo acosado, Luciano leyó este galimatías, recibía la citación de un juicio obtenido contra él por falta de pago en el Tribunal de comercio. Coralia, su amante, ignorando de que se trataba, imaginó que Luciano había prestado un servicio a su cuñado. Le dio todos los documentos juntos, pero demasiado tarde. Una actriz ve demasiados actores en el papel de escribanos en los vodeviles para poder creer en el papel sellado. A Luciano se le llenaron de lágrimas los ojos, se compadeció de Séchard, avergonzóse de su falsificación, y quiso pagar. Naturalmente, consultó a sus amigos acerca de lo que debía hacer para ganar tiempo. Pero cuando Lousteau, Blondet, Bixiou y Nathan hubieron instruido a Luciano acerca del poco caso que un poeta debía hacer del Tribunal de comercio, jurisdicción establecida por los tenderos, el poeta se encontraba ya bajo el golpe de un embargo. Veía a su puerta aquel pequeño anuncio amarillo, que tiene la virtud más astringente sobre el crédito, que infunde espanto en el corazón de los menores proveedores, y que sobre todo hiela la sangre en las venas de los poetas lo suficientemente sensibles para aficionarse a esos pedazos de madera, a esos harapos de seda, a esos montones de lana de color y a esas baratijas llamadas mobiliario. Cuando fueron a llevarse los muebles de Coralia, el autor de las Margaritas fue a ver a un amigo de Bixiou, Desroches, un procurador que se echó a reír al ver tanto miedo en Luciano por tan poca cosa.

—No es nada, amigo, ¿queréis ganar tiempo?

—El mayor tiempo posible.

—Bien, oponeos a la ejecución del juicio Id a ver a uno de mis amigos, Masson, un agréé, llevadle vuestros documentos, renovará la oposición, se presentará por vos, y declinará la competencia del Tribunal de comercio. Esto no suscitará ninguna dificultad, vos sois un periodista bastante conocido. Si os citan ante el Tribunal civil, vendréis a verme, esto me incumbirá a mí. Yo me encargo de mandar a paseo a los que quieren afligir a la bella Coralia.

El 28 de mayo, Luciano, citado ante el Tribunal civil, fue condenado en él más de prisa de lo que pensaba Desroches, porque perseguían a Luciano a ultranza. Cuando se practicó un nuevo embargo, cuando el anuncio amarillo vino de nuevo a dorar las jambas de la puerta de Coralia y quisieron llevarse los muebles, Desroches, un poco amoscado por haberse dejado pillar por su colega (tal fue su expresión), se opuso a ello, alegando, con razón, por otra parte, que el mobiliario pertenecía a la señorita Coralia, e introdujo un pedimento de ejecución urgente y provisional. A base del pedimento, el presidente del tribunal remitió las partes a la Audiencia, donde la propiedad de los muebles fue adjudicada a la actriz por medio de un juicio. Métivier, que apeló, vio desestimada su apelación por medio de una sentencia, el 30 de julio.

El 7 de agosto, el señor Cachan recibió por la diligencia un enorme expediente titulado: MÉTIVIER CONTRA SÉCHARD Y LUCIANO CHARDON.

La primera pieza era la linda nota siguiente, cuya exactitud está garantizada, porque ha sido copiada:

Letra del 30 abril último, firmada por Séchard hijo, a la orden de Luciano de Rubempré (2 de mayo): Cuenta de Resaca. 1. 037 fr. 45 c.

5 de mayo. Denuncia de la cuenta de resaca y del protesto con citación ante el Tribunal de Comercio de París, para el 7 de mayo 8, 75
7 de mayo. Juicio, condena por falta de pago, con mandamiento de prisión 35, —
10 de mayo. Citación del juicio 8, 50
12 de mayo. Orden de ejecución 5, 50
14 de mayo. Proceso verbal de embargo 16, —
18 de mayo. Proceso verbal de fijación de anuncios 15, 25
19 de mayo. Inserción en el diario 4, —
24 de mayo. Proceso verbal de comprobación y conteniendo oposición a la ejecución del juicio por el señor Luciano de Rubempré 12, —
27 de mayo. —Juicio del Tribunal que, ante la oposición debidamente reiterada, remite las partes ante el Tribunal civil 35, —
28 de mayo. Citación a breve plazo por Métivier ante el Tribunal civil con constitución de procurador 6, 50
2 de junio. Juicio contradictorio que condena a Luciano Chardon a pagar las causas de la cuenta de resaca y deja a cargo del demandado las costas hechas ante el Tribunal de Comercio. 150, —
6 de junio. Citación del susodicho 10, —
15 de junio. Orden de ejecución 5, 50
19 de junio. Proceso verbal tendiendo a embargo, y conteniendo oposición al mismo por la señorita Coralia, que pretende que el mobiliario le pertenece y pide se presente recurso de alzada urgente y provisional en caso de que se quisiera seguir adelante 20, —
Orden del presidente, que remite las partes a la Audiencia en virtud del recurso 40, —
19 de junio. Juicio que adjudica la propiedad de los muebles a la susodicha señorita Coralia 250, —
20 de junio. Apelación de Métivier 17, —
30 de junio. Sentencia de confirmación del juicio 250, —
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Total 889, —
Letra del 31 de mayo 1. 037, 45
Notificación a Luciano 8, 75
1. 046, 20
Letra del 30 de junio, cuenta de resaca 1. 037, 45
Notificación a Luciano 8, 75
1. 046, 20

Estas piezas iban acompañadas de una carta, en la que Métivier daba orden al señor Cachan, procurador de Angulema, de perseguir a David Séchard por todos los medios legales. El señor Víctor Ángel Hermenegildo Doublon citó, pues, a David Séchard, el 3 de julio, ante el Tribunal de comercio de Angulema, para el pago de la suma total de cuatro mil dieciocho francos con ochenta y cinco céntimos, importe de las tres letras y de las costas ya originadas. El día en que Doublon había de llevarle la orden de pagar esta suma enorme para el impresor, Eva recibió por la mañana la siguiente carta fulminadora, escrita por Métivier:

AL SEÑOR SÉCHARD HIJO, IMPRESOR DE ANGULEMA

“Vuestro cuñado, el señor Chardon, es un hombre de una insigne mala fe, que ha puesto su mobiliario a nombre de una actriz con la cual vive, y vos, caballero, debierais haberme prevenido lealmente de estas circunstancias, con objeto de que no tuviera que efectuar acciones inútiles, porque no habéis contestado a mi carta del 10 de mayo pasado. No toméis, pues, a mal que os pida inmediatamente el reembolso de las tres letras y de todos mis desembolsos.

”Recibid mis saludos,

“Métivier”.

Al no tener más noticias, Eva, poco sabía en derecho comercial, pensaba que su hermano había reparado su delito, pagando las letras falsificadas.

—David —le dijo a su marido—, corre antes que nada a casa de Petit-Claud, explícale nuestra situación y consúltale.

—Amigo —dijo el pobre impresor entrando en el despacho de su compañero, al cual había acudido precipitadamente—, no sabía, cuando viniste a anunciarme tu nombramiento, ofreciéndome tus servicios, que habría de necesitarse tan pronto.

Petit-Claud estudió la bella cara de pensador que le presentó aquel hombre sentado en una butaca delante de él, pues no escuchó los pormenores del asunto, que él conocía mejor que quien se los explicaba. Al ver entrar a Séchard, inquieto, había pensado:

“¡La jugada está hecha!”.

Esta escena se desarrolla bastante a menudo en los despachos de los procuradores.

“¿Por qué le perseguirán los Cointet?”, preguntábase Petit-Claud.

Los procuradores tienden por naturaleza a penetrar tanto en el alma de sus clientes como en la de los adversarios; deben conocer igualmente el anverso como el reverso de la trama judicial.

—¿Quieres ganar tiempo? —dijo al fin Petit-Claud a Séchard, cuando éste hubo terminado—. ¿Qué necesitas? ¿Algo así como tres o cuatro meses?

—¡Cuatro meses! ¡Entonces estoy salvado! —exclamó David, a quien Petit-Claud pareció un ángel.

—Bien, no te tocarán ninguno de tus muebles, y no podrán detenerte antes de tres o cuatro meses… Pero esto te costará muy caro —observó Petit-Claud.

—Bueno, ¿y qué me importa? —exclamó Séchard.

—¿Estás seguro? —preguntó el abogado, casi sorprendido de la facilidad con que su cliente entraba en la maquinación.

—Dentro de tres meses seré rico —respondió David con una seguridad de inventor.

—Tu padre aún no está en el prado —repuso Petit-Claud—, prefiere quedarse en las viñas.

—¿Acaso cuento con la muerte de mi padre?… —respondió David—. Ando tras la pista de un secreto industrial que me permitirá fabricar sin una brizna de algodón un papel tan sólido como el papel de Holanda, y al cincuenta por ciento por debajo del precio de fábrica actual de la pasta de algodón…

—Es una fortuna —exclamó Petit-Claud, que comprendió entonces el proyecto del gran Cointet.

—Una gran fortuna, amigo mío, porque hará falta, dentro de diez años, más papel que el que se consume actualmente. El periodismo será la locura de nuestro tiempo.

—¿Nadie conoce tu secreto?…

—Nadie, salvo mi mujer.

—¿No le has dicho tu proyecto a alguien…, a los Cointet, por ejemplo?

—Les he hablado de ello, pero de un modo vago…

Un destello de generosidad pasó por el alma amargada de Petit-Claud, que trató de conciliario todo, el interés de los Cointet, el suyo y el de Séchard.

—Escucha, David, somos camaradas del instituto, yo te defenderé. Pero debes saber que esta defensa contra las leyes te costará de cinco a seis mil francos… No comprometas tu fortuna, creo que te verás obligado a repartir los beneficios de tu invento con alguno de nuestros fabricantes. Tendrás que pensarlo bien antes de comprar o hacer construir una fábrica de papel… Por otra parte, necesitarás sacar una patente de invención… Todo esto requerirá tiempo y dinero, y los escribanos caerán sobre ti quizá demasiado pronto, a pesar de los rodeos que vamos a hacer ante ellos…

—Yo conservo mi secreto —respondió David con la ingenuidad del sabio.

—Está bien, tu secreto será tu tabla de salvación —repuso Petit-Claud, rechazado en su primera y leal intención de evitar un proceso por una transacción—. No quiero saberlo, pero escúchame bien: procura trabajar en las entrañas de la tierra, que nadie te vea ni pueda sospechar tus medios de ejecución, porque la tabla te sería robada debajo de los pies… Un inventor oculta a menudo a un bobo debajo de la piel. Os entregáis demasiado a vuestros secretos para poder pensar en todo. Terminarán por sospechar el objeto de tus investigaciones, ¡te encuentras rodeado de fabricantes! ¡Tantos fabricantes, tantos enemigos! Te veo como el castor en medio de los cazadores, no les des la piel…

—Gracias, amigo mío, ya me he dicho todo eso —exclamó Séchard—; pero te estoy agradecido por manifestarme tanta prudencia y solicitud. No se trata de mí en esta empresa. A mí, mil doscientos francos de renta me bastarían, y mi padre debe dejarme por lo menos tres veces esta cantidad algún día… Yo vivo por el amor y por mi pensamiento… una vida celestial… Se trata de Luciano y de mi mujer, es para ellos, para quienes trabajo…

—Vamos, fírmame este poder y no te ocupes más que de tu descubrimiento. El día en que sea preciso ocultarte a causa de la prisión por deudas, yo te avisaré la víspera porque hay que preverlo todo. Y permíteme que te diga que no dejes penetrar en tu casa a nadie de quien no estés tan seguro como de ti mismo…

—Cérizet no ha querido continuar el arrendamiento de la explotación de mi imprenta, y de ahí han nacido nuestros pequeños apuros de dinero. Así pues, en casa no quedan más que Marión, Kolb, un alsaciano que me es fiel como un perro, mi esposa y mi suegra…

—Escucha —dijo Petit-Claud—, no te fíes del perro…

—Tú no le conoces —exclamó David—, Kolb es como otro yo.

—¿Quieres dejarme que le pruebe?…

—Sí —contestó Séchard.

—Bueno, adiós; pero mándame a la hermosa señora Séchard, porque es indispensable, un poder de tu mujer. Y, amigo mío, piensa que hay fuego en tus asuntos —dijo Petit-Claud a su camarada, avisándole así de todas las desgracias judiciales que iban a llover sobre él.

—Heme, pues, con un pie en Borgoña y otro en Champaña —pensó Petit-Claud después de haber acompañado a su amigo David Séchard hasta la puerta del despacho.

Presa de la tristeza que ocasiona la falta de dinero, y el dolor que le producía el estado de su mujer, enferma por la infamia de Luciano, David seguía pensando en su problema. Ahora bien, mientras iba hacia su casa desde la de Petit-Claud, mascaba distraídamente un tallo de ortiga que había puesto en remojo para obtener una maceración cualquiera de los tallos empleados como materia de su pasta. Quería sustituir los diversos cortes que origina la maceración, el tejido o el uso de todo lo que se convierte en hilo, ropa blanca o paño, por procedimientos equivalentes. Yendo por las calles, bastante satisfecho de la conversación con su amigo Petit Claud, encontróse entre los dientes con una bola de pasta. La puso en la mano, la extendió y vio una superior a todas las composiciones que había logrado, ya que el principal inconveniente de las pastas obtenidas de los vegetales es la falta de aglutinante, por cuya razón la paja da un papel quebradizo, casi metálico y sonoro. Estas casualidades sólo las encuentran los audaces buscadores de las causas naturales.

“Voy a sustituir —se decía— por el efecto de una máquina o de un agente químico, la operación que acabo de realizar maquinalmente”.

Y apareció ante su mujer con la alegría de su creencia en un triunfo.

—¡Oh, ángel mío, no te preocupes! —dijo David al ver que su mujer había llorado—. Petit-Claud nos garantiza unos meses de tranquilidad. Me cargarán las costas, pero, como me ha dicho al acompañarme: todos los franceses tienen derecho a hacer esperar a sus acreedores, con tal de que acaben pagándoles capital, intereses y costas… Bien, pagaremos…

—¿Y vivir?… —preguntó la pobre Eva, que pensaba en todo.

—¡Ah! Es verdad —respondió David, llevándose la mano a la oreja, con un gesto inexplicable y familiar a casi todas las personas perplejas.

—Mi madre cuidará de nuestro pequeño Luciano y yo puedo volver a ponerme a trabajar —dijo la joven.

—¡Oh, Eva querida! —exclamó David, cogiendo a su mujer y estrechándola contra su pecho—. ¡Eva! A dos pasos de aquí, en Saintes, en el siglo XVI, uno de los más grandes hombres de Francia, pues no solamente fue el inventor de los esmaltes, sino también el glorioso precursor de Buffon y Cuvier: descubrió la geología antes que ellos. Bernardo de Palissy sufría la pasión de los buscadores de secretos, pero veía a su mujer, a sus hijos y a todo un barrio contra él. Su mujer le vendía los utensilios… ¡Andaba errante por el campo, incomprendido…, perseguido, señalado con el dedo!… Pero yo, yo soy amado…

—Muy amado —respondió Eva con la plácida expresión del amor seguro de sí mismo.

—Se puede sufrir entonces todo lo que ha sufrido ese pobre Bernardo de Palissy, el autor de las mayólicas de Ecouen, y al que Carlos IX salvó de la matanza del día de San Bartolomé, que dio, en fin, a la faz de Europa, anciano, rico y respetado, cursos públicos sobre su conciencia de las tierras, como él la llamaba.

—¡Mientras mis dedos tengan fuerzas para sostener una plancha, no carecerás de nada! —exclamó la pobre mujer con el acento de la abnegación más profunda—. Cuando yo trabajaba en casa de la señora Prieur, tenía como amiga a una muchacha muy juiciosa, la prima de Postel, Basine Clerget. Pues bien, Basine acaba de anunciarme, al traerme mi ropa blanca, que va a suceder a la señora Prieur. Yo iré a trabajar en su casa…

—¡Ah, no trabajarás mucho tiempo! —respondió Séchard—. He encontrado…

Por primera vez, la sublime creencia en el éxito, que sostiene a los inventores y les da valor para avanzar en las selvas vírgenes del país de los descubrimientos, fue acogida por Eva con una sonrisa casi triste, y David bajó la cabeza con un movimiento fúnebre.

—¡Oh, amigo mío! No me burlo, ni me río, y tampoco dudo —exclamó la hermosa Eva hincándose de rodillas delante de su marido—. Pero veo cuánta razón tenías al guardar el más profundo secreto sobre tus pruebas, sobre tus esperanzas. Sí, amigo mío, los inventores deben ocultar el penoso alumbramiento de su gloria a todo el mundo, ¡incluso a sus mujeres!… Una mujer es siempre una mujer. Tu Eva no ha podido evitar una sonrisa al oírte decir. “¡He encontrado!…” por decimoséptima vez en un mes,

David se echó a reír tan francamente de sí mismo, que Eva le cogió la mano y se la besó santamente. Fue un momento delicioso, una de esas rosas de amor y ternura que florecen al borde de los más áridos caminos de la miseria y a veces en el fondo de los precipicios.

Eva redobló su valor al ver cómo la desgracia redoblaba su furia. La grandeza de su marido, su candor de inventor, las lágrimas que a veces sorprendió en los ojos de aquel hombre de corazón y de poesía, desarrollaron en ella una fuerza de resistencia inaudita. Todavía recurrió una vez al medio que ya le había dado buenos resultados. Escribió al señor Métivier rogándole que anunciase la venta de la imprenta, ofreciendo pagarle sobre el precio que obtuviese y suplicándole que no arruinase a David con gastos inútiles. Ante esta carta sublime, Métivier se hizo el muerto; su primer dependiente respondió que en ausencia del señor Métivier él no podía asumir la responsabilidad de detener las acciones judiciales, porque ésta no era la costumbre de su patrón. Eva propuso renovar las letras pagando todas las costas, y el dependiente accedió, con tal de que el padre de David Séchard diera su garantía por medio de un aval. Eva se dirigió entonces a pie a Marsac, acompañada de su madre y de Kolb. Fue al encuentro del viejo viñador, estuvo encantadora, y consiguió desarrugar aquel viejo semblante; pero, cuando, con el corazón trémulo, le habló del aval, vio un cambio completo y repentino en aquella cara de borracho.

—Si yo dejase a mi hijo en libertad de poner la mano en mis labios, en el borde de mi caja, la hundiría hasta el fondo de mis entrañas y lo vaciaría todo —exclamó—. Los hijos comen todos de la bolsa paterna. ¿Y qué he hecho yo? Yo jamás les costé un centavo a mis padres. Vuestra imprenta está vacía. Sólo los ratones y las ratas están allí para hacer impresiones… Vois sois hermosa y a vos os amo, porque sois una mujer trabajadora y cuidadosa, ¡pero mi hijo!… ¿Sabéis lo que es David?… Pues bien, es un sabio holgazán. Si yo le hubiese criado como me criaron a mí, sin conocer siquiera las letras, y hubiera hecho de él un oso, como su padre, ahora tendría rentas… ¡Oh! Ese muchacho es mi cruz, ¿sabéis? En fin, os hace desgraciada… (Eva protestó con un gesto de denegación absoluta)—. Sí —añadió el viejo respondiendo a este gesto—, os habéis visto obligada a tomar una nodriza, porque los disgustos os han secado la leche. Lo sé todo. Estáis envueltos en asuntos de tribunales y todo el mundo habla de vosotros. Yo no he sido más que un oso, no soy ningún sabio, ni he sido regente en casa de los señores Didot, la gloria de la tipografía, pero nunca he recibido una citación de los tribunales. ¿Sabéis lo que me digo a mí mismo, cuando voy por mis viñas, cuidándolas y cosechando, haciendo mis pequeños asuntos?… Yo me digo: “Mi pobre viejo, te das muchos trabajos, pones escudo sobre escudo, producirás hermosos bienes y todo se lo llevarán los escribanos, los procuradores…, las quimeras y las ideas…”. Mirad, hija mía, vos sois madre de ese niño, que me pareció tener en medio de la cara la nariz de borracho de su abuelo, cuando lo tuve sobre las fuentes bautismales junto con la señora Chardon; pues bien, pensad más en ese gusanillo que en Séchard… Tengo confianza en que vos… Vos podríais impedir la disipación de mis bienes, de mis pobres bienes…

—Pero, querido papá Séchard, vuestro hijo será vuestra gloria, y vos le veréis un día rico por sí mismo y con la cruz de la Legión de Honor en el ojal…

—¿Y qué es lo que hará para obtener eso? —preguntó vivamente el viñador.

—¡Ya lo veréis!… Pero, entre tanto, ¿os arruinarían mil escudos?… Con ese dinero haríais cesar las diligencias judiciales… Bien, si no tenéis confianza en él, prestádmelos a mí, yo os los devolveré, los hipotecaré sobre mi dote, sobre mi trabajo…

—¿De modo que David Séchard es objeto de diligencias judiciales? —exclamó el viñador, asombrado al enterarse de que era cierto lo que él creía una calumnia. ¡He ahí de qué sirve el saber firmar!… ¡Y mis alquileres!… ¡Oh!, es preciso, hijita mía, que vaya a Angulema a ponerme en regla y consultar a Cachan, mi procurador… Habéis hecho muy bien en venir… ¡Hombre prevenido vale por dos!

Después de una lucha de dos horas, Eva viose obligada a retirarse, derrotada por este argumento incontrovertible: “Las mujeres no entienden nada de negocios”. Habiendo salido de casa con una vaga esperanza de éxito, volvió de Marsac a Angulema con el alma destrozada. Al llegar, estuvo precisamente a tiempo para recibir la citación de juicio que condenaba a Séchard a pagarlo todo a Métivier. En provincias, la presencia de un escribano a la puerta de una casa es un acontecimiento, pero Doublon iba allá con demasiada frecuencia para que el vecindario no hiciera comentarios. Por este motivo, Eva no se atrevía a salir, tenía miedo de oír cuchicheos a su paso.

—¡Oh, hermano, hermano! —exclamó la pobre Eva, precipitándose en el zaguán de su casa y subiendo las escaleras—. No puedo perdonarte más que en el caso de que se tratase de tu…

—¡Ay! —le dijo Séchard, que iba delante de ella—. Se trataba de evitar su suicidio.

—Entonces no hablemos más de ello —respondió Eva dulcemente—. ¡La mujer que le arrastró a ese abismo de París es muy criminal!… ¡y tu padre, David, es muy despiadado!… Suframos en silencio.

Un golpe dado discretamente interrumpió a David, cuyos labios iban a proferir alguna palabra de cariño, y apareció Marión, arrastrando hacia la primera pieza al alto y grueso Kolb.

—Señor —dijo Marión—, Kolb y yo hemos sabido que el señor y la señora pasaban apuros. Y como entre los dos tenemos dos mil doscientos francos de ahorros, hemos pensado que no podían colocarse mejor que en las manos de la señora…

—Sí, señora —repitió Kolb con entusiasmo.

—Kolb —exclamó David Séchard—, nosotros no nos separaremos nunca. Lleva mil francos a cuenta a casa de Cachan, el procurador, pero pidiéndole un recibo, y guardaremos el resto. Kolb, que ningún poder humano te arranque una palabra acerca de lo que hago, de mis horas de ausencia, ni de lo que puedas verme hacer, y cuando te envíe a buscar hierbas, ¿sabes?, que ningún ojo humano te vea… Tratarán, mi buen Kolb, de seducirte, te ofrecerán tal vez miles, decenas de miles de francos, para que hables…

—Aunque me ofrecieran millones, yo no abriría la boca. ¿Es que no conozco la consigna militar?

—Ya estás advertido. Ahora vete y pídele al señor Petit-Claud que te acompañe a esta entrega de fondos en casa de Cachan.

—Sí —respondió el alsaciano—, espero llegar a ser rico un día para sentarle las costuras a ese hombre de justicia. No me gusta su cara.

—Es un buen hombre, señora —dijo la gruesa Marión—, es fuerte como un turco y manso como un cordero. He ahí uno que haría feliz a una mujer. Ha sido él quien ha tenido la idea de emplear así nuestros ahorros. ¡Pobre hombre! Aunque hable mal el francés, piensa bien, y yo le entiendo a pesar de todo. Ha tenido la idea de ir a trabajar a casa de los otros para no costarnos nada…

—Valdría la pena enriquecerse aunque sólo fuera para recompensar a esa gente —dijo Séchard mirando a su mujer.

A Eva le parecía todo ello muy sencillo, no se asombraba al encontrar almas a la altura de la suya. Su actitud habría explicado toda la belleza de su carácter a los seres más estúpidos, incluso a un indiferente.

—Seréis rico, querido señor, tenéis pan para toda la vida —exclamó Marión—. Vuestro padre acaba de comprar una granja, y con ella os está formando rentas…

En tales circunstancias, estas palabras dichas por Marión para disminuir en cierto modo el mérito de su acción, ¿No revelaban una exquisita delicadeza?

Como todas las cosas humanas, la acción judicial francesa tiene vicios; sin embargo, lo mismo que un arma de dos filos, sirve tanto para la defensa como para el ataque. Además, tiene de divertido el hecho de que si dos procuradores se entienden (y pueden entenderse sin necesidad de cambiar dos palabras, pues se comprenden por la sola marcha de la acción), un proceso se parece entonces a la guerra tal como la hacía el primer mariscal de Biron, a quien su hijo proponía en el sitio de Ruán un medio para tomar la ciudad en dos días:

—Tienes mucha prisa por ir a plantar nuestras coles —le había contestado el padre.

Dos generales pueden eternizar la guerra no llegando a nada decisivo y cuidando de las tropas, según el método de los generales austríacos, a quienes el Consejo áulico jamás reprende por haber hecho fracasar una combinación para dejar comer tranquilamente la sopa a los soldados. El señor Cachan, Petit-Claud y Doublon se comportaron entonces mejor que esos generales, se modelaron sobre un austríaco de la antigüedad, sobre Fabius Cunctator, Fabio el Contemporizador.

Petit-Claud, malicioso como un mulo, no tardó en reconocer todas las ventajas de su posición. Tan pronto como el gran Cointet hubo garantizado el pago de las costas que hubieran de hacerse, prometióse usar de astucia con Cachan y hacer brillar su ingenio a los ojos del papelero, creando incidentes que recayesen a cargo de Métivier. Pero, desgraciadamente para la gloria de aquel joven Fígaro de la curia, el historiador debe pasar por encima del terreno de sus hazañas cual si caminase sobre carbones encendidos. Una sola memoria de costas, como aquella hecha en París, basta sin duda para la historia de las costumbres contemporáneas. Imitemos, pues, el estilo de los boletines del Gran Ejército, ya que, para la inteligencia del relato cuanto más rápido sea el enunciado de los hechos y gestos de Petit-Claud, tanto mejor será esta página exclusivamente judicial.

Citado el 3 de julio ante el Tribunal de comercio de Angulema, David no compareció. Entonces se le señaló el juicio para el día 8. El 10, Doublon lanzó una orden de ejecución e intentó, el 12, un embargo al cual se opuso Petit-Claud, volviendo a citar a Métivier a quince días. Por su lado, Métivier consideró que este tiempo era demasiado largo, volvió a citar para el día siguiente a breve plazo y obtuvo, el 19, un juicio que desestimó la oposición de Séchard. Este juicio, notificado el 21, autorizó una orden de ejecución el 22, una notificación de arresto el 23, y un proceso verbal de embargo el 24. Este furor de embargo fue frenado por Petit-Claud, que se opuso a él con una apelación al Tribunal del rey. Esta apelación, reiterada el 15 de julio, llevó a Métivier a Poitiers.

”¡Vamos allá! —pensó Petit-Claud—. Permaneceremos allí durante algún tiempo”.

Una vez dirigida la tormenta hacia Poitiers, a casa de un procurador del Tribunal del rey, al que Petit-Claud dio sus instrucciones, este defensor de doble cara hizo que la señora Séchard entablase proceso de separación de bienes de su esposo. Según expresión del Palacio de Justicia, diligenció de forma que pudiera obtener su juicio de separación el 28 de julio, lo insertó en el Correo del Charenta, lo notificó debidamente, y el l. º de agosto hacíase ante notario una liquidación de los bienes que podía retirar antes del reparto la señora Séchard, bienes que la constituían acreedora de su marido por la ligera suma de diez mil francos, que el enamorado David le había reconocido como dote por medio del contrato de matrimonio, y para el pago de la cual le cedió los bienes muebles de su imprenta y del domicilio conyugal. Mientras Petit-Claud ponía así a cubierto el haber del hogar, hacía triunfar en Poitiers la pretensión sobre la que había basado su apelación. Según él, David no debía pagar las costas hechas en París sobre Luciano de Rubempré, tanto menos cuanto que el Tribunal del Sena las había puesto, mediante su juicio, a cargo de Métivier. Este sistema, adoptado por la corte, fue consagrado en una sentencia que confirmó las condenas dictadas en el juicio del Tribunal de comercio de Angulema contra Séchard hijo, separando una suma de seiscientos francos sobre las costas de París, puesta a cargo de Métivier, a la vez que compensaba algunas costas entre las partes, teniendo en cuenta el incidente que motivaba la apelación de Séchard. Notificada esta sentencia el 17 de agosto a Séchard hijo, se tradujo, el 18, en una orden de pagar el capital, intereses y costas debidas, seguido de un proceso verbal de embargo el 20. En esto, Petit-Claud intervino en nombre de la señora Séchard, y reivindicó los bienes muebles como pertenecientes a la esposa, debidamente separada. Además, Petit-Claud hizo aparecer a Séchard padre como si se hubiera convertido en su cliente. He aquí por qué:

Al día siguiente de la visita que le hizo su nuera, el viñador había ido a ver a su procurador de Angulema, el señor Cachan, al cual le preguntó el modo de recobrar sus alquileres comprometidos en el atolladero en que su hijo se había metido.

—Yo no puedo ocuparme del padre, cuando persigo judicialmente al hijo —le contestó Cachan—; pero id a ver a Petit-Claud, es muy hábil y él os servirá mejor de lo que yo lo haría…

En el Palacio de Justicia, Cachan le dijo a Petit-Claud:

—Te he enviado a Séchard padre para que te encargues de sus asuntos. Espero que estarás a la recíproca.

Entre procuradores, estos favores se hacen en provincias lo mismo que en París.

El día que siguió a aquel en que Séchard padre había dado su confianza a Petit-Claud, el gran Cointet fue a ver a su cómplice y le dijo:

—¡Procurad dar una lección a Séchard padre! Es hombre como para no perdonar jamás a su hijo el que le cueste mil francos. Y ese desembolso secará en su corazón todo pensamiento generoso, si es que lo tuviera.

—Id a vuestras viñas —dijo Petit-Claud a su nuevo cliente—, vuestro hijo no es feliz, no le perjudiquéis yendo a comer a su casa. Ya os llamaré cuando llegue la ocasión.

Así, pues, en nombre de Séchard, Petit-Claud pretendió que, estando selladas las prensas, se convertirían en inmueble por destino, tanto más cuanto que, desde el reinado de Luis XIV, la casa servía para los menesteres de una imprenta. Cachan, indignado por cuenta de Métivier, quien, después de haberse encontrado en París con que los muebles de Luciano eran propiedad de Coralia, averiguaba todavía que en Angulema los muebles de David pertenecían a la mujer y al padre (se dijeron muchas lindezas en la Audiencia), citó al padre y al hijo para hacerles apear de tales pretensiones.

—¡Queremos —exclamó— desenmascarar los fraudes de esos hombres que despliegan las más temibles fortificaciones de la mala fe, los cuales, de los artículos más inocentes y más claros del Código, hacen un baluarte para defenderse! ¿Y de qué? ¡De pagar tres mil francos! ¿Tomados de dónde?…, ¡de la caja del pobre Métivier! ¡Y todavía hay quien se atreve a acusar a los banqueros!… ¿En qué tiempos vivimos? En fin, yo pregunto, ¿no hay que acusar más bien al que roba el dinero de su prójimo?… ¡No sancionaréis una pretensión que haría pasar la inmoralidad al corazón de la justicia!…

El tribunal de Angulema, conmovido por la bella defensa de Cachan, convocó a juicio contradictorio entre las partes, que dio la propiedad del mobiliario solamente a la señora Séchard, rechazó las pretensiones de Séchard padre y le condenó al pago de cuatrocientos treinta y cuatro francos con sesenta y cinco céntimos de costas.

—¡El tío Séchard ha querido meter las manos en el plato! —dijéronse riendo los procuradores—. ¡Que pague!…

El 26 de agosto, este juicio fue notificado de forma que pudieran embargarse las prensas y los accesorios de la imprenta el 28 de agosto. Fueron publicados los anuncios de embargo y se obtuvo, a petición, la autorización para poder venderlo todo en el mismo lugar en que se hallaba. Se insertó el edicto de venta en los periódicos, y Doublon se jactó de poder proceder a la verificación y a la subasta el 2 de septiembre.

En aquellos momentos, David Séchard debía legalmente a Métivier, por juicio en regla y auto de ejecución, la suma total de cinco mil doscientos setenta y cinco francos con veinticinco céntimos, sin contar los intereses, y a Petit-Claud mil doscientos francos y los honorarios, cuya cifra había sido dejada, según la noble confianza de los cocheros que os han conducido prontamente, a su generosidad. La señora Séchard debía a Petit-Claud alrededor de trescientos cincuenta francos, más los honorarios. El tío Séchard debía sus cuatrocientos treinta y cuatro francos con sesenta y cinco céntimos y Petit-Claud le pedía cien escudos de honorarios. De esta forma, el total ascendía a unos diez mil francos.

Aparte la utilidad de estos documentos para las naciones extranjeras, que podrán ver en ellos el juego de la artillería judicial en Francia, es necesario que el legislador, si es que tiene tiempo para leer, conozca hasta dónde puede llegar el abuso de la acción judicial. ¿No debería promulgarse una pequeña ley que, en ciertos casos, impidiera a los procuradores sobrepasar en costas la suma que constituye el objeto del proceso? ¿No hay algo de ridículo en someter la propiedad de una centiárea a las formalidades que rigen para una tierra de un millón? Se comprenderá, con esta exposición muy sucinta de todas las fases por las cuales pasaba el debate, el valor de estas palabras: ¡forma, justicia, costas!, del cual no tienen idea la mayoría de los franceses. He aquí lo que en el argot del Palacio de Justicia se llama pegar fuego a los asuntos de un hombre. Los caracteres de la imprenta valían, al precio de fundición, dos mil francos; las tres prensas, seiscientos francos, y el resto del material habría sido vendido como chatarra y madera vieja. Los muebles de la casa habrían producido a lo sumo mil francos. Por lo tanto, de unos valores que pertenecían a Séchard hijo y que representaban una suma de cuatro mil francos aproximadamente, Cachan y Petit-Claud habían hecho el pretexto para siete mil francos de costas, sin contar el porvenir, cuya flor prometía frutos bastante espléndidos, como va a verse. Ciertamente los prácticos de Francia y de Navarra, incluso los de Normandía, concederán su aprecio y admiración a Petit-Claud, pero las personas de corazón, ¿no otorgarán una lágrima de simpatía a Kolb y a Marión?

Durante esta guerra, Kolb, sentado a la puerta del zaguán en una silla, mientras David no tenía necesidad de él, cumplía con los deberes de un perro guardián. Recibía las actas judiciales, siempre vigiladas, por otra parte, por un pasante de Petit-Claud. Cuando unos anuncios declaraban la venta del material que integraba una imprenta, Kolb los arrancaba en seguida y corría por la ciudad gritando:

—¡Granujas!… ¡Atormentar de este modo a un hombre tan bueno! ¿Y a esto le llaman justicia?

Todas las mañanas, Marión ganaba una pieza de diez sueldos por dar vueltas a una máquina en una fábrica de papel y destinaba este dinero a los gastos diarios. La señora Chardon había reanudado sin murmurar sus fatigosas velas de enfermos, y traía a su hija su salario al fin de cada semana. Había hecho ya dos novenas, asombrándose de encontrar a Dios sordo a sus oraciones y ciego a las luces de los cirios que le encendía.

El 2 de septiembre, Eva recibió la única carta que Luciano escribió después de aquella en la que le habían anunciado la puesta en circulación de las tres letras a nombre de su cuñado y que David había ocultado a su mujer.

—He aquí la tercera carta que habré recibido desde su partida —díjose la pobre hermana vacilando en abrir el sobre de la fatal misiva.

En aquellos momentos daba la leche a su hijo, con biberón, porque habíase visto obligada a despedir a la nodriza, por economía. Puede juzgarse en qué estado la pondría la lectura de la siguiente carta, así como a David, al cual su mujer hizo levantar de la cama. Después de pasar la noche haciendo papel, el inventor se había acostado al amanecer.

”París, 20 de agosto.

”Querida hermana:

”Hace dos días, a las cinco de la mañana, recibí el último suspiro de una de las más bellas criaturas de Dios, la única mujer que podía amarme como tú me amas, como me aman David y mi madre, uniendo a estos sentimientos tan desinteresados lo que una madre y una hermana no podrían dar: ¡todas las delicias del amor! Después de habérmelo sacrificado todo, la pobre Coralia quizás ha muerto por mí, por mí, que en estos momentos no tengo con qué hacerla enterrar… Ella me habría consolado de la vida, y sólo vosotros, ángeles míos queridos, podréis ahora consolarme de su muerte. Esta inocente joven ha sido absuelta por Dios, creo yo, porque murió cristianamente. ¡Oh, París!… ¡Eva querida, París es a la vez toda la gloria y toda la infamia de Francia, ya he perdido aquí muchas ilusiones, y voy a perder aún muchas otras más al mendigar el poco dinero que necesito para depositar en tierra sagrada el cuerpo de un ángel!

+++Luciano”.

“P. D. — He debido causarte muchos disgustos con mi ligereza, todo lo sabrás algún día y me disculparás. Por otra parte, debes estar tranquila. Al vernos tan atormentados, a Coralia y a mí, un buen negociante, al que yo he dado crueles preocupaciones, el señor Camusot, se ha encargado de arreglar, según me ha dicho, este asunto”.

—La carta está todavía húmeda de sus lágrimas —dijo a David, mirándole con tanta piedad, que en sus ojos brillaba aún algo del antiguo cariño por Luciano.

—Pobre muchacho, ha debido sufrir mucho, si era amado tanto como dice —exclamó el feliz esposo de Eva.

Y tanto el marido como la mujer, olvidaron todos sus dolores ante el grito de aquel dolor supremo. En ese momento, Marión se precipitó, diciendo:

—¡Señora, ahí están!…, ¡ahí están!…

—¿Quiénes?

—Doublon y sus hombres, el diablo, Kolb se pelea con ellos, van a venderlo todo.

—No, no, no se venderá, tranquilizaos —exclamó Petit-Claud, cuya voz resonó en la estancia que precedía al dormitorio—, vengo para notificar una apelación. No debemos permanecer bajo el peso de un juicio hecho con mala fe. No tengo intención de defenderme aquí. Para ganaros tiempo, he dejado que Cachan hablase cuanto le viniera en gana, pero estoy seguro de triunfar una vez más en Poitiers…

—¿Cuánto va a costar ese triunfo? —inquirió la señora Séchard.

—Unos honorarios, si triunfáis, y mil francos si perdemos.

—¡Dios mío! —exclamó la pobre Eva—. ¿No será el remedio peor que la enfermedad?…

Al oír este grito de la inocencia iluminada por el fuego judicial, Petit-Claud quedóse un instante perplejo, tan hermosa le pareció Eva. Entre tanto, llegó el tío Séchard, que había sido llamado por Petit-Claud. La presencia del anciano en el dormitorio de sus hijos, en el que su nieto, en la cuna, sonreía, a la desgracia, hizo que aquella escena fuera completa.

—Papá Séchard —dijo el joven procurador—, vos me debéis setecientos francos por vuestra intervención, pero los reclamaréis contra vuestro hijo, añadiéndolos a la suma de los alquileres que os son debidos.

El viejo viñador percibió la mordaz ironía que Petit-Claud puso en su acento y en su aire al dirigirle esta frase.

—Os habría costado menos el ofrecer garantía por vuestro hijo —le dijo Eva dejando la cuna para ir a dar un beso al anciano.

David, abrumado por la vista de la aglomeración que se había formado delante de su casa, donde la lucha de Kolb y las gentes de Doublon había atraído a un gran número de personas, tendió la mano a su padre sin decirle buenos días.

—¿Y cómo puedo deberos setecientos francos? —preguntó el anciano a Petit-Claud.

—Pues, porque, ante todo, he actuado por vos. Como se trata de vuestros alquileres, sois ante mí solidario con el deudor y si vuestro hijo no me paga estas costas, me las pagaréis vos… Pero, esto no es nada, dentro de unas horas querrán llevar a David a la cárcel, ¿lo consentiréis?…

—¿Cuánto debe?

—Algo así como cinco o seis mil francos, sin contar lo que os debe a vos y a su mujer.

El viejo, que se había vuelto todo desconfianza, miró el cuadro conmovedor que se ofrecía a sus miradas en aquella habitación azul y blanca: una hermosa mujer deshecha en llanto junto a una cuna, David, al fin encorvado bajo el peso de los disgustos, y el procurador, que quizá le había atraído allí como a una trampa. El oso creyó entonces que su paternidad había sido puesta en juego por ellos, y tuvo miedo de ser explotado. Fue a ver y acariciar al niño, que le tendió sus manecitas. En medio de tantas preocupaciones, el niño, cuidado como el hijo de un par de Inglaterra, tenía en la cabeza un gorrito bordado, forrado de tela de color de rosa.

—Bueno, que David se las arregle como pueda, yo no pienso más que en esta criatura —exclamó el anciano abuelo—, y su madre aprobará lo que digo. David es tan sabio, que debe saber cómo pagar sus deudas.

—Voy a traduciros en buen francés vuestros sentimientos —dijo el procurador con aire burlón—. Mirad, tío Séchard, vos estáis celoso de vuestro hijo. ¿Queréis oír la verdad? Vos habéis puesto a David en la situación en que se encuentra, vendiéndole vuestra imprenta por una suma tres veces mayor de lo que valía, y arruinándole para haceros pagar ese precio de usura. Sí, no mováis la cabeza, el diario que vendisteis a los Cointet, y cuyo importe os embolsasteis por entero, era todo el valor de vuestra imprenta… Odiáis a vuestro hijo no solamente porque le habéis despojado, sino porque habéis hecho de él un hombre superior a vos. Fingís amar extraordinariamente a vuestro nieto para disimular la bancarrota de sentimientos que les hacéis a vuestro hijo y a vuestra nuera, que os costarían dinero hic et nunc, mientras que el nieto sólo tiene necesidad de vuestro cariño in extremis. Vos amáis a ese muchachito para parecer que amáis a alguien de la familia, y para que no se os tilde de insensibilidad. He ahí el fondo de vuestro saco, tío Séchard…

—¿Me habéis hecho venir para escuchar estas cosas? —preguntó el anciano con tono amenazador, mirando sucesivamente a su procurador, a su nuera y a su hijo.

—Pero, caballero —exclamó la pobre Eva, dirigiéndose a Petit-Claud—, ¿es que habéis jurado nuestra ruina? Mi marido no se ha quejado nunca de su padre…

El viejo viñador miró a su nuera con aire socarrón.

—Me ha dicho cien veces —añadió mirando al viejo—, que vos le amabais a vuestro modo.

Conforme a las instrucciones del gran Cointet, Petit-Claud acababa de indisponer al padre con el hijo con objeto de que aquél no hiciera salir a David de la cruel situación en que se encontraba.

—El día en que tengamos a David en la cárcel —había dicho la víspera el gran Cointet a Petit-Claud—, vos seréis presentado a la señora de Sénonches.

La inteligencia conferida por el cariño había iluminado a la señora Séchard, que adivinaba aquella enemistad de encargo como había sentido ya la traición de Cérizet. El lector podrá imaginar fácilmente el aire de sorpresa de David, que no podía comprender que Petit-Claud conociese tan bien a su padre y sus asuntos. El honrado impresor no sabía las relaciones que existían entre su defensor y los Cointet, y por otra parte, ignoraba que los Cointet estuviesen bajo la piel de Métivier. El silencio de David era una injuria para el viejo viñador, y el procurador aprovechó el asombro de su cliente para abandonar el lugar.

—Adiós, querido David, ya estáis advertido, el prendimiento no es susceptible de ser anulado por apelación, a vuestros acreedores no les queda más que este medio, y van a usarlo. ¡Huid!… O mejor dicho, si queréis creerme, ir a ver a los hermanos Cointet, ellos tienen capital, y si habéis hecho vuestro descubrimiento, si os produce lo que habíais esperado, asociaos con ellos. Después de todo, son buenos muchachos…

—¿Qué descubrimiento? —preguntó el tío Séchard.

—¿Pero creéis a vuestro hijo tan tonto como para haber abandonado su imprenta sin pensar en otra cosa? —exclamó el procurador—. Está a punto, según me ha dicho, de encontrar el medio de fabricar por tres francos la resma de papel que en estos momentos sale a diez…

—¡Todavía otro modo de atraparme! —exclamó el tío Séchard—. Vosotros os entendéis aquí como ladrones en una feria. Si David ha descubierto eso, no tiene necesidad de mí, ¡ya es millonario! Adiós, amiguitos, buenas noches.

Y el viejo se fue hacia la escalera.

—Procurad esconderos —dijo Petit-Claud a David, y corrió tras el viejo Séchard para exasperarle aún más.

El pequeño procurador encontró al viñador refunfuñando en la plaza del Mûrier y le dejó amenazándole con iniciar una ejecutoria para cobrar las costas que le eran debidas, si no le pagaba dentro de la semana.

—¡Os pago, si me dais los medios de desheredar a mi hijo sin perjudicar a mi nieto y a mi nuera!… —dijo el viejo Séchard, dejando bruscamente a Petit-Claud.

—¡Qué bien conoce el gran Cointet a su gente!… ¡Ah!, bien me lo decía: esos setecientos francos que tendrá que dar impedirán al padre pagar los siete mil de su hijo —exclamaba el pequeño procurador al volver a Angulema—. Sin embargo, no nos dejemos hundir por ese viejo astuto fabricante de papel, ya es hora de pedirle algo más que palabras.

—Bien, David, amigo mío, ¿qué piensas hacer?… —preguntó Eva a su marido, cuando el tío Séchard y el procurador les hubieron dejado.

—Pon tu marmita más grande al fuego, hija mía —exclamó David mirando a Marión—, yo tengo mi asunto.

Al oír estas palabras, Eva cogió su sombrero, su chal y sus zapatos con vivacidad febril.

—Vestios, amigo mío —le dijo a Kolb—, vas a acompañarme, porque es preciso que yo sepa si hay un medio de salir de este infierno…

—Señor —exclamó Marión cuando Eva hubo salido—, sed razonable, de lo contrario la señora se morirá de pena. Ganad dinero para pagar lo que debéis, y después buscaréis tranquilamente vuestros tesoros…

—Cállate, Marión —respondió David—, la última dificultad será vencida. Tendré a la vez la patente de invención y la de perfeccionamiento.

La plaga de los inventores, en Francia, es la patente de perfeccionamiento. Un hombre se pasa diez años de su vida buscando un secreto de industria, una máquina, un descubrimiento cualquiera, toma una patente, se cree dueño de la cosa, y es seguido por un competidor que, si no lo ha previsto todo, le perfecciona el invento con un tornillo y se lo quita de las manos. Ahora bien, al inventar, para fabricar el papel, una pasta barata, con ello no estaba dicho todo. Otros podían perfeccionar el procedimiento. David quería preverlo todo, para no ver cómo le arrancaban una fortuna buscada en medio de tantas contrariedades. El papel de Holanda (este nombre lo conserva el papel hecho enteramente de trapos de hilo de lino, aunque Holanda ya no lo fabrique) es ligeramente encolado. Pero se encola hoja por hoja con una mano de obra que encarece el precio del papel. Si fuera posible encolar la pasta dentro de la cuba, y con una cola poco cara (lo que actualmente ya se hace, pero todavía de un modo imperfecto), no quedaría ningún procedimiento por realizar. Desde hacía un mes, David buscaba, pues, el medio de encolar en cuba la pasta de su papel. Buscaba, por lo tanto, dos secretos.

Eva fue a ver a su madre. Por un azar favorable, la señora Chardon cuidaba a la esposa del primer Sustituto, la cual acababa de dar a luz un presunto heredero a los Milaud de Nevers. Eva, que desconfiaba de todos los oficiales ministeriales, había ideado consultar, acerca de su situación, al defensor legal de las viudas y de los huérfanos, preguntándole si podía ella librar a David vendiendo sus derechos, pero esperaba también saber la verdad sobre la conducta ambigua de Petit-Claud. El magistrado, sorprendido ante la belleza de la señora Séchard, la recibió, no sólo con las consideraciones debidas a una señora, sino también con una especie de cortesía a la que Eva no estaba acostumbrada. La pobre mujer vio, en fin, en los ojos del magistrado aquella expresión que, desde su casamiento, no había vuelto a encontrar más que en los Kolb, y que para las mujeres bellas como Eva, es el critérium con el cual juzgan los hombres. Cuando una pasión, cuando el interés o la edad manifiestan en los ojos de un hombre el brillo de la obediencia absoluta que llamea en ellos en la edad juvenil, una mujer entra entonces en desconfianza con respecto a ese hombre y comienza a observarle. Los Cointet, Petit-Claud, Cérizet, todos los hombres en quienes Eva había adivinado unos enemigos, la habían mirado con ojos secos y fríos; sintióse, pues, a gusto, con el Sustituto, el cual, aunque la acogió amablemente, destruyó en pocas palabras sus esperanzas.

—No es seguro, señora —le dijo—, que el Tribunal real reforme el juicio que restringe a los bienes muebles el abandono que vuestro marido os ha hecho de todo lo que poseía para que vos tuvierais la mayor parte de los bienes en la separación. Vuestro privilegio no debe servir para cubrir un fraude. Pero, como seréis admitida en calidad de acreedora al reparto del precio de los objetos embargados, y vuestro padre político debe ejercer igualmente su privilegio por la suma de los alquileres debidos, habrá, una vez dada la sentencia del tribunal, materia para otros debates, a propósito de lo que en términos de derecho llamamos una contribución.

—Entonces, el señor Petit-Claud nos arruina… —exclamó Eva.

—La conducta del señor Petit-Claud —repuso el magistrado— es conforme a la orden dada por vuestro marido, que quiere, dice su procurador, ganar tiempo. A mi modo de ver, quizá sería mejor desistir de apelar, y que vos y vuestro suegro se quedasen en la subasta con los utensilios más necesarios a vuestra explotación, vos en el límite que os corresponde y él por la suma de sus alquileres… Pero sería ir demasiado de prisa al objetivo. Los procuradores os explotan…

—Entonces yo estaría en manos del señor Séchard padre, a quien debería el alquiler de los utensilios y el de la casa, mientras que mi marido continuaría bajo el golpe de la acción judicial del señor Métivier, que no habría cobrado casi nada…

—Sí, señora.

—Nuestra situación sería peor que ahora…

—La fuerza de la ley, señora, pertenece en definitiva al acreedor. Vos recibisteis tres mil francos, y necesariamente hay que devolverlos…

—¡Oh, señor! ¿Nos creéis, pues, capaces de…?

Eva se detuvo, advirtiendo el peligro que su justificación podía hacer correr a su hermano.

—¡Oh! Ya sé —repuso el magistrado—, que este asunto es oscuro, tanto por parte de los deudores, que son personas probas, delicadas, incluso grandes… como por parte del acreedor, que no es más que un testaferro…

Eva, asustada, contemplaba al magistrado con aire estupefacto.

—Comprenderéis —dijo mirándola con aire irónico—, que para reflexionar acerca de lo que sucede ante nuestros ojos, tenemos todo el tiempo que permanecemos sentados escuchando las defensas de los señores abogados.

Eva volvió a su casa desesperada por la inutilidad de sus esfuerzos. A las siete de la tarde, Doublon trajo la orden por medio de la cual anunciaba el arresto. En aquel momento, la acción judicial alcanzó, pues, su apogeo.

—A partir de mañana —dijo David—, sólo podré salir de noche.

Eva y la señora Chardon rompieron a llorar. Para ellas, ocultarse era una deshonra. Al enterarse de que la libertad de su patrón estaba amenazada, Kolb y Marión se alarmaron tanto más cuanto que, desde hacía mucho tiempo, lo habían juzgado exento de toda malicia. Temblaban tanto por él, que fueron a ver a la señora Chardon, a Eva y a David, con el pretexto de saber en qué podían serles útiles. Llegaron en el momento en que aquellos tres seres, para los cuales la vida había sido hasta entonces tan sencilla, lloraban dándose cuenta de la necesidad de esconder a David. Pero ¿cómo eludir a los espías invisibles que, desde aquellos momentos, debían observar los menores pasos de aquel hombre desgraciadamente tan distraído?

—Si la señora quiere aguardar un cuarto de hora, voy a inspeccionar el campo enemigo —dijo Kolb—, y veréis que sé lo que me hago, aunque tenga el aspecto de alemán. Como soy un verdadero francés, todavía tengo malicia.

—¡Oh! Señora —dijo Marión—, dejadle ir, no piensa más que en guardar al señor, no tiene otras ideas. Kolb no es un alsaciano. Es… ¿qué?… un verdadero terranova.

—Id, mi buen Kolb —díjole David—, todavía tenemos tiempo de tomar una decisión.

Kolb corrió a casa del ujier, donde los enemigos de David, reunidos en consejo, deliberaban sobre los medios de apoderarse de él.

El arresto de los deudores es, en provincias, un hecho descomunal, anormal, si los hubo. En primer lugar, todo el mundo se conoce demasiado bien para que nadie recurra a un medio tan odioso. Acreedores y deudores tienen que encontrarse frente a frente toda la vida. Cuando un comerciante, un quebrado fraudulento, para servirnos de las expresiones de la provincia, que no transige sobre esta especie de robo legal, medita una gran quiebra, París le sirve de refugio. París es en cierto modo la Bélgica de las provincias: allí se encuentran refugios casi impenetrables, y la orden del escribano perseguidor expira en los límites de su jurisdicción. Además, hay otros impedimentos casi dirimentes, por ejemplo, la ley que consagra la inviolabilidad del domicilio reina sin excepción en provincias. El escribano no tiene derecho, como en París, a penetrar en la casa de un tercero para ir a apoderarse de la persona del deudor, pues el legislador ha creído que debía exceptuar París a causa de la reunión constante de varias familias en la misma casa. Pero en provincias, para violar el domicilio del deudor, el escribano tiene que hacerse acompañar de un juez de paz. Ahora bien, el juez de paz, que tiene bajo su poder a los escribanos, es casi el dueño de conceder o denegar este concurso. En alabanza de los jueces de paz debe decirse que esta obligación les pesa, ya que no quieren servir a pasiones ciegas o a venganzas. Hay todavía otras dificultades no menos graves y que tienden a modificar la crueldad completamente inútil de la ley sobre la prisión por deudas, con la acción de las costumbres que cambia a menudo las leyes hasta el punto de anularlas. En las grandes ciudades hay suficiente número de miserables, de gente depravada, sin fe ni ley, para servir de espías; pero en las pequeñas ciudades todos se conocen demasiado para poder ponerse a sueldo al servicio de un escribano. Aquel que, en la clase ínfima, se prestase a esta especie de degradación, veríase obligado a abandonar la ciudad. Por todo ello, la detención de un deudor, no siendo, como en París o en los grandes centros de población, privilegio de los guardias del comercio, se convierte en una obra de acción judicial sumamente difícil, en un combate de astucia entre el deudor y el escribano, cuyas invenciones han suministrado a veces relatos muy agradables a los Hechos de París de los periódicos.

El mayor de los Cointet no había querido dejarse ver; pero el grueso Cointet, que se decía encargado de este asunto por Métivier, había ido a casa de Doublon con Cérizet, que se había convertido en el regente de su imprenta, y cuya cooperación había sido adquirida con un billete de mil francos. Doublon debía contar con dos de sus prácticos, de suerte que los Cointet tenían ya tres sabuesos para vigilar a su presa. En el momento del arresto, Doublon, por otra parte, podía emplear la gendarmería, que, en términos judiciales, debe su concurso al escribano que lo solicita. Estas cinco personas se hallaban en aquellos momentos reunidas en el gabinete del señor Doublon, situado en la planta baja de la casa, junto al despacho.

Se entraba en el despacho por un corredor bastante ancho, que formaba una especie de zaguán. La casa tenía un simple postigo, y a cada lado del mismo veíanse los escudos ministeriales dorados, en el centro de los cuales se lee en letras negras: ESCRIBANO. Las dos ventanas del despacho que daban a la calle estaban defendidas por fuertes barrotes de hierro. El gabinete tenía una vista sobre el jardín, donde el escribano, amante de la diosa Pomona, cultivaba él mismo con gran éxito los espaldares. La cocina estaba frente al despacho, y detrás de ésta se hallaba la escalera por la que se subía al piso superior. Esta casa se encontraba en una callejuela, detrás de nuevo Palacio de Justicia, a la sazón en construcción, y que no fue terminado hasta después del año 1830. Estos detalles no son superfluos para comprender lo que le ocurrió a Kolb. El alsaciano había tenido la idea de presentarse al escribano con el pretexto de venderle a su patrón, para así enterarse de cuáles eran las trampas que se le tenderían, y poder salvarle. La cocinera fue a abrir y Kolb le manifestó el deseo de hablar de negocios con el señor Doublon. Contrariada de que la hubieran molestado mientras lavaba la vajilla, aquella mujer abrió la puerta del despacho diciendo a Kolb, a quien no conocía, que esperase al señor, que de momento tenía una visita en el gabinete. Luego fue a avisar a su señor de que un hombre quería hablar con él. Esta expresión, un hombre, indicaba tan claramente que se trataba de un campesino, que Doublon contestó:

—Que espere.

Kolb fue a sentarse junto a la puerta del gabinete.

—Vamos, ¿cómo pensáis proceder? Porque si pudiéramos echarle el guante mañana por la mañana, sería tiempo ganado —decía el grueso Cointet.

—Es muy inocente, nada resultará más fácil —afirmó Cérizet.

Al reconocer la voz del grueso Cointet, pero sobre todo al oír aquellas dos frases, Kolb adivinó inmediatamente que se trataba de su patrón, y su asombro subió de punto cuando distinguió la voz de Cérizet.

“¡Un muchacho que ha comido su pan!”, pensó lleno de espanto.

—Hijos míos —dijo Doublon—, he aquí lo que conviene hacer. Apostaremos escalonada a nuestra gente a grandes distancias, desde la calle de Beaulieu hasta la plaza del Mûrier, en todos los sentidos, de modo que se pueda seguir a ese hombre sin que él lo advierta, y no le abandonaremos hasta que haya entrado en la casa en que se creerá escondido. Le dejaremos algunos días de seguridad, y luego iremos a buscarle en cualquier momento, antes de la salida o de la puesta del sol.

—Pero, en este momento, ¿qué estará haciendo? Puede escapársenos —observó el grueso Cointet.

—Está en su casa —repuso el señor Doublon—. Si saliera, lo sabríamos. Tengo a uno de mis prácticos en la plaza del Mûrier en observación, otro en la esquina del Palacio y un tercero a treinta pasos de mi casa. Si nuestro hombre saliera, ellos silbarían, y antes de que hubiese dado tres pasos yo lo sabría por medio de esta comunicación telegráfica.

Los escribanos dan a sus alguaciles el nombre honesto de prácticos.

Kolb no había contado con un azar tan favorable, y saliendo sigilosamente del despacho, dijo a la sirvienta:

—El señor Doublon está ocupado para mucho rato, ya volveré mañana por la mañana temprano.

El alsaciano, en su calidad de soldado de caballería, había tenido una idea que fue inmediatamente a poner en ejecución. Corrió a casa de uno que alquilaba caballos, conocido suyo, escogió un caballo, lo mandó ensillar, y volvió a toda prisa a casa de su patrón, donde encontró a Eva en la más profunda desolación.

—¿Qué ocurre, Kolb? —preguntó el impresor viendo en el alsaciano un aire a la vez alegre y asustado.

—Estáis rodeados de granujas. Lo más seguro es que esconda a mi patrón. ¿Ha pensado la señora ocultar al señor en algún sitio?…

Cuando el honrado Kolb hubo explicado la traición de Cérizet, la vigilancia montada alrededor de la casa, la parte que el grueso Cointet tenía en este asunto, y hecho presentir las astucias que meditarían aquellos hombres contra su patrón, las más fatales claridades iluminaron la situación de David.

—Son los Cointet quienes te persiguen —exclamó la pobre Eva anonadada—, y he aquí por qué Métivier se mostraba tan duro… Son papeleros y quieren tu secreto.

—Pero ¿qué hacer para escapar de ellos? —exclamó a su vez la señora Chardon.

—Si la señora tiene un lugar donde ocultar al señor —dijo Kolb—, yo prometo conducirle allá sin que se sepa jamás.

—No vayáis más que de noche a casa de Basine Clerget —respondió Eva—, yo iré a convenirlo todo con ella. En tales circunstancias, Basine es como si fuera yo misma.

—Los espías te seguirán —dijo al fin David, que recobró un poco su presencia de ánimo—. Se trata de avisar a Basine sin que vaya ninguno de nosotros.

—La señora puede ir —dijo Kolb—. He aquí mi combinación: yo voy a salir con el señor, llevaremos detrás de nosotros el rastro de los silbadores. Durante ese tiempo, la señora irá a casa de la señorita Clerget, y no la seguirán. Tengo un caballo, llevaré al señor a la grupa. ¡Y el diablo si nos cogen!

—Bien, adiós, amigo mío —exclamó la pobre mujer, echándose en brazos de su marido—. Ninguno de nosotros irá a verte, porque podríamos ser la causa de que te prendiesen. Debemos despedirnos por todo el tiempo que dure esta prisión voluntaria. Mantendremos correspondencia por el correo, Basine echará tus cartas y yo te escribiré a su nombre.

Al salir, David y Kolb oyeron los silbidos y llevaron a los espías hasta la puerta de la casa en que vivía el que alquilaba caballos. Allí Kolb tomó a su patrón en la grupa, recomendándole que se agarrara bien a él.

—¡Silbad, silbad, amigos! ¡Yo me burlo de todos vosotros! —exclamó Kolb—. No atraparéis a un viejo soldado de caballería.

Y el viejo soldado de caballería dirigióse hacia el campo con una rapidez que había de poner y puso a los espías en la imposibilidad de seguirles para saber adónde iban.

Eva fue a casa de Postel, con el pretexto bastante ingenioso de consultarle. Después de haber soportado los insultos de aquella piedad que no prodiga más que palabras, abandonó la casa de Postel y pudo llegar, sin ser vista, a la de Basine, a quien confió sus cuitas pidiéndole socorro y protección. Basine, que para mayor discreción había hecho entrar a Eva en su habitación, abrió la puerta de un gabinete contiguo, cuya luz llegaba por una lumbrera de buhardilla, y en el que era imposible que nadie pudiera verlas. Las dos amigas destaparon una pequeña chimenea cuyo tubo corría a lo largo del de la chimenea del taller donde las obreras mantenían fuego para sus planchas, y extendieron unas malas mantas sobre el suelo para amortiguar el ruido, si es que David lo hiciera por distracción. Le pusieron un catre para dormir, un hornillo para sus experimentos, una mesa y una silla para sentarse y escribir. Basine prometió darle de comer por la noche, y como nadie penetraba jamás en su habitación, David podía desafiar a todos sus enemigos, incluso a la policía.

—Al fin —dijo Eva besando a su amiga—, está a salvo.

Eva volvió a casa de Postel a aclarar algunas dudas que, dijo, la llevaban a consultar a tan sabio juez del Tribunal de comercio, y se hizo acompañar por él hasta su casa, escuchando sus quejas.

—Si os hubierais casado conmigo, ¿os encontraríais en esta situación?

Este sentimiento estaba en el fondo de todas las frases del boticario. Al regresar, Postel encontró a su mujer llena de celos por la admirable belleza de la señora Séchard y furiosa por la cortesía de su marido. Leonia fue apaciguada por la opinión que el farmacéutico pretendió tener de la superioridad de las mujercitas pelirrojas sobre las mujeres altas y morenas, que, según él, estaban, como los caballos hermosos, siempre en la cuadra. Sin duda dio algunas pruebas de sinceridad, porque al día siguiente la señora Postel le colmaba de atenciones.

—Podemos estar tranquilos —dijo Eva a su madre y a Marión, a las que encontró, según la expresión de ésta última, todavía embargadas.

—¡Oh! Ya se han marchado —dijo Marión, cuando Eva miró maquinalmente hacia su habitación.

—¿Adónde hemos de dirigirnos?… —preguntó Kolb, cuando estuvo a una legua, por la carretera de París.

—A Marsac —respondió David—. Puesto que me has traído por ese camino, voy a hacer una última tentativa sobre el corazón de mi padre.

—Preferiría ir al asalto de una batería de cañones, porque vuestro padre no tiene corazón…

El viejo viñador no creía en su hijo, le juzgaba, como juzga el pueblo, conforme a los resultados. Ante todo, no creía haber despojado a David; luego, sin detenerse a pensar en la diferencia de los tiempos, se decía:

“Le puse a caballo de una imprenta, como me encontré yo mismo. Y él, que sabía de ello mil veces más que yo, no ha sabido caminar”.

Incapaz de comprender a su hijo, le condenaba, y sobre esta alta inteligencia se daba una especie de superioridad diciéndose:

”Yo le conservo el pan”.

Nunca conseguirán los moralistas hacer comprender toda la influencia que los sentimientos ejercen sobre los intereses. Esta influencia es tan poderosa como la de los intereses sobre los sentimientos. Todas las leyes de la naturaleza tiene un doble efecto, en sentido inverso el uno del otro. David comprendía a su padre y tenía la sublime caridad de disculparle. Habiendo llegado a las ocho a Marsac, Kolb y David sorprendieron al viejo Séchard mientras estaba terminando de cenar y se acercaba para él la hora de acostarse.

—Te veo por autoridad de justicia —dijo el padre a su hijo con amarga sonrisa.

—No comprendo —exclamó indignado Kolb—, cómo podéis encontraros mi patrón y vos… él viaja por los cielos y vos estáis siempre en las viñas… Pagad, pagad, que es lo que debe hacer un buen padre…

—Vamos, Kolb, vete, lleva el caballo a casa de la señora Courtois, con objeto de no dar molestias con él a mi padre, y no olvides que los padres siempre tienen razón.

Kolb se marchó gruñendo como un perro que, reprendido por su dueño, a causa de su prudencia, protesta aún mientras obedece. David, sin revelar sus secretos, ofrecióse entonces a dar a su padre la prueba más evidente de su descubrimiento, proponiéndole un interés en este asunto por el valor de las sumas que le eran necesarias, sea para liberarse inmediatamente, o para entregarse a la explotación de su secreto.

—Bien, ¿cómo me demostrarás que puedes hacer con nada un hermoso papel que salga tan barato? —preguntó el extipógrafo lanzando a su hijo una mirada impregnada de vino, pero astuta, curiosa y ávida.

Hubierais dicho que se trataba de un relámpago saliendo de una nube lluviosa, porque el viejo oso, fiel a sus tradiciones, nunca se acostaba sin haberse puesto el gorro de dormir, y este gorro consistía en dos botellas de excelente vino añejo.

—Nada más sencillo —respondió David—. No traigo ningún papel, pues he venido huyendo de Doublon, y al verme en el camino de Marsac, he pensado que podría muy bien encontrar en vos las facilidades que encontraría en un usurero. No llevo encima más que mis vestidos. Encerradme en un local donde sea imposible penetrar, donde nadie pueda verme, y…

—¡Cómo! —exclamó el viejo, lanzando a su hijo una mirada de horror—. ¿No me dejarás que te vea mientras haces tus operaciones?…

—Padre —respondió David—, vos me habéis demostrado que no hay padres en los negocios…

—¡Ah! No te fías del que te ha dado la vida.

—No, de quien no me fío es del que me quitó los medios de vida.

—Cada cual para si, ¡tienes razón! —dijo el viejo—. Bueno, te pondré en mi bodega.

—Voy a entrar en ella con Kolb, vos me daréis un caldero para hacer mi pasta —repuso David sin ver la ojeada que le lanzó su padre—, luego iréis a buscar tallos de cardo y espárrago, ortigas y cañas que vos cortaréis en las orillas de vuestro riachuelo. Mañana por la mañana, saldré de vuestra bodega con un papel magnífico…

—Si eso es posible… —exclamó el oso dejando escapar un hipo—, te daré quizá…, veré si puedo darte…, ¡bah!, veinticinco mil francos, con la condición de que me hagas ganar otros tantos cada año…

—¡Ponedme a prueba, consiento en ello! —exclamó David—. Kolb, monta a caballo, vete hasta Mansle, compra un gran tamiz de crin en una cedacería y cola en la tienda de un droguero, y regresa en seguida.

—Toma, bebe… —dijo el padre poniendo delante de su hijo una botella de vino, pan y restos de carne fría—. Recupera fuerzas, yo voy a hacerte tus provisiones de trapos verdes, ¡porque son verdes tus trapos! ¡Incluso temo que sean demasiado verdes!

Dos horas más tarde, hacia las once de la noche, el viejo encerraba a su hijo y a Kolb en una pequeña pieza adosada a la bodega, cubierta de tejas huecas, y en la cual se encontraban los utensilios necesarios para quemar los vinos del Angoumois que suministran, como es sabido, todo el aguardiente llamado de Cognac.

—¡Ah! Estoy aquí como en una fábrica… Tengo leña y cacerolas —exclamó David.

—Bien, hasta mañana —dijo el tío Séchard—. Voy a encerraros, y soltaré mis dos perros, así estaré seguro de que nadie os traerá papel. Mañana me mostrarás hojas de papel, y te declaro que seré tu socio, los negocios estarán entonces claros y bien llevados…

Kolb y David se dejaron encerrar y pasaron unas dos horas rompiendo y preparando los tallos, sirviéndose de dos maderos. Brillaba el fuego y el agua hervía. Hacia las dos de la madrugada, Kolb, menos ocupado que David, oyó un suspiro parecido al hipo de un borracho. Cogió una de las dos velas y se puso a mirar por todas partes. Vio entonces la cara amoratada del tío Séchard que llenaba una pequeña abertura cuadrada, practicada encima de la puerta por medio de la cual se comunicaba desde la bodega y escondida por unos toneles vacíos. El malicioso anciano había introducido a su hijo en aquel lugar por la puerta exterior que servía para pasar los toneles que habían de entregarse. Aquella otra puerta interior permitía hacer rodar las barricas desde la bodega hasta el lugar donde se hervía el vino, sin dar la vuelta por el patio.

—¡Ah! Papá —dijo Kolb—, eso no forma parte del juego, vos queréis engañar a vuestro hijo… ¿Sabéis lo que hacéis, cuando bebéis una botella de buen vino? Estáis abrevando a un granuja.

—¡Oh, padre! —exclamó David.

—Venía para saber si necesitabais alguna cosa —dijo el viñador casi sereno de nuevo.

—¿Y es por nuestro interés por lo que habéis cogido una escalera? —dijo Kolb, que abrió la puerta después de haber dejado expedita la entrada, y encontró al viejo, en camisa, subido a una pequeña escalera.

—¡Arriesgar así vuestra salud! —exclamó David.

—Me parece que soy un sonámbulo —dijo el viejo, avergonzado, bajando de la escalera—. Tu falta de confianza en tu padre me ha hecho soñar que te entendías con el diablo para realizar lo imposible.

—¡El diablo es vuestra pasión por el dinero! —exclamó Kolb.

—Volved a acostaros, padre —dijo David—, encerradnos, si queréis, pero ahorraros la molestia de venir. Kolb va a hacer de centinela.

Al día siguiente, a las cuatro, David salió del encierro, habiendo hecho desaparecer todo vestigio de sus operaciones, y fue a llevar a su padre una treintena de hojas de papel cuya finura, blancura, consistencia y fuerza no dejaban nada que desear y que llevaba como filigranas las marcas de los hilos, unos más fuertes que otros, del tamiz del crin. El viejo cogió aquellas muestras, aplicó a ellas la lengua como un oso acostumbrado desde su juventud a usar su paladar como un instrumento para probar papeles, las manoseó, arrugó, plegó, las sometió a todas las pruebas que los tipógrafos hacen sufrir a los papeles para reconocer las cualidades, y aunque no encontrase reparo alguno, no quiso darse por vencido.

—Hay que saber qué resultará de eso bajo la prensa… —dijo para dispensarse de alabar a su hijo.

—¡Demonio de hombre! —exclamó Kolb.

El anciano, impasible, cubrió, bajo su dignidad paternal, una irresolución fingida.

—No quiero engañaros, padre. Ese papel me parece que todavía ha de costar muy caro, y quiero resolver el problema de la encoladura en cuba…, sólo me falta conquistar esto…

—¡Ah, querías atraparme!

—Pero ¿qué voy a deciros? El encolado se hace bien en la cuba, pero hasta ahora la cola no penetra por igual en la pasta, y da al papel la aspereza de un cepillo.

—Bien, perfecciona tu encolado en cuba y tendrás mi dinero.

—¡Mi patrón no verá nunca el color de vuestro dinero!

Evidentemente, el anciano quería hacer pagar a David la vergüenza que había pasado la noche anterior. Por ello le trató más que fríamente.

—Padre —dijo David, que despidió a Kolb—, nunca os he guardado rencor por haber tasado vuestra imprenta a un precio exorbitante, y por habérmela vendido conforme a vuestro cálculo. Yo no he visto en vos más que al padre. Me dije: “Dejemos a un viejo, que ha trabajado mucho y que me ha criado ciertamente mejor de lo que debía, que goce en paz y a su modo del fruto de sus trabajos”. Incluso os abandoné los bienes de mi madre y adopté sin murmurar la vida de deudas y apuros que vos me creasteis. Me prometí a mí mismo ganar una buena fortuna sin importunaros. Pues bien, este secreto lo he encontrado con los pies en el fuego, sin pan en mi casa y atormentado por deudas que no son mías… Sí, he luchado pacientemente hasta que mis fuerzas se agotaron. ¡Quizá me debéis vuestro auxilio!… ¡Pero no penséis en mí, ved a una mujer y a una criatura pequeña… (al decir esto, David no pudo retener las lágrimas) y prestadles ayuda y protección! ¿Seréis menos que Marión y Kolb, que me han dado sus ahorros? —exclamó el hijo viendo a su padre frío como una platina de prensa.

—Y todavía eso no te basta… —respondió el anciano sin experimentar la menor vergüenza—. Serías capaz de devorar a Francia entera… ¡Buenas noches! Soy demasiado ignorante para meterme en unas explotaciones en las que el único explotado sería yo. El mono no devorará al oso —dijo aludiendo a su sobrenombre de taller—. Yo soy un viñador, no soy ningún banquero… Y además, ¿sabes?, los negocios entre padre e hijo no pueden ser. ¡Vamos a cenar, así no podrás decir que no te doy nada!…

David era uno de esos seres de corazón profundo que pueden hundir en él sus sufrimientos de modo que hagan de ellos un secreto para aquellas personas que les son queridas. Así, en ellos, cuando el dolor se desborda de este modo, es su esfuerzo supremo. Eva había comprendido bien aquel carácter de hombre. Pero el padre vio, en aquella ola de dolor que llegaba del fondo a la superficie, la queja vulgar de los hijos que quieren atrapar a sus padres, e interpretó el gran abatimiento de su hijo como la vergüenza ante el fracaso. El padre y el hijo se separaron incomodados uno con otro. David y Kolb regresaron a medianoche a Angulema, donde entraron a pie con las precauciones que habrían adoptado unos ladrones para efectuar un robo. Hacia la una de la madrugada, David fue introducido, sin testigos, en casa de la señorita Basine Clerget, en el asilo impenetrable preparado para él por su mujer. Al entrar allí, David iba a estar guardado por la más ingeniosa de todas las piedades, la piedad de una obrera. Al día siguiente por la mañana, Kolb se jactó de haber hecho huir a su patrón a caballo, y de no haberlo dejado hasta que subió a un coche que debía llevarlo hacia los alrededores de Limoges. En los sótanos de la casa de Basine se almacenó una gran provisión de materias primas, de suerte que Kolb, Marión, la señora Séchard y su madre, no tuvieran necesidad de mantener ninguna relación con la señorita Clerget.

Dos días después de esta escena con su hijo, el viejo Séchard, que todavía veía ante sí veinte días antes de entregarse a las ocupaciones de la vendimia, corrió a la casa de su nuera impulsado por la avaricia. Ya no dormía, quería saber si el descubrimiento ofrecía algunas posibilidades de fortuna, y pensaba en velar el grano, según su expresión. Fue a ocupar, encima del apartamento de su nuera, una de las dos habitaciones de buhardilla que él se había reservado, y vivió cerrando los ojos ante los apuros económicos que afligían el hogar de su hijo. ¡Le debían alquileres, bien podían darle de comer! No encontraba extraño que se sirvieran de cubiertos de hierro estañado.

—Yo empecé así —respondió a su nuera, cuando ésta se disculpó de no servirle en vajilla de plata.

Marión viose obligada a salir fiadora con los comerciantes por todo lo que se consumiera en la casa. Kolb trabajaba con los albañiles a veinte sueldos al día. En fin, pronto no le quedaron más que diez francos a la pobre Eva, la cual, en interés de su hijo y de David, sacrificaba sus últimos recursos para tratar bien al viñador. Esperaba siempre que sus mimos, su afecto respetuoso y su resignación ablandarían al avaro, pero lo encontraba siempre insensible. Por último, al ver en él los ojos fríos de los Cointet, de Petit-Claud y de Cérizet, quiso observar su carácter y adivinar sus intenciones, pero fue trabajo vano. El tío Séchard hacíase impenetrable permaneciendo siempre entre dos vinos. La embriaguez es un doble velo. Al amparo de su embriaguez, tan a menudo fingida como real, el hombre trataba de arrancar a Eva los secretos de David. Ora halagaba, ora asustaba a su nuera. Cuando Eva le respondía que lo ignoraba todo, él le decía:

—Me beberé todos mis bienes, los pondré en vitalicio…

Estas luchas vergonzosas fatigaban a la pobre víctima, que, para no faltar al respeto a su suegro, había terminado por guardar silencio. Un día, no pudiendo contenerse, le dijo:

—Pero, papá, hay un modo muy sencillo de tenerlo todo. Pagad las deudas de David, volverá a esta casa, y os entenderéis juntos.

—¡Ah! He ahí todo lo que queréis de mí —exclamó—. ¡Bueno es saberlo!

El tío Séchard, que no creía en su hijo, creía en cambio en los Cointet. Éstos, a quienes fue a consultar, le deslumbraron adrede, diciéndole que las investigaciones emprendidas por su hijo eran un asunto de millones.

—Si David puede demostrar que ha triunfado, no vacilaré en poner en sociedad mi papelería, considerando el descubrimiento de vuestro hijo como un valor equivalente —le dijo el gran Cointet.

El desconfiado anciano tomó tantas informaciones bebiendo copitas con los obreros, e hizo tantas preguntas a Petit-Claud fingiéndose el imbécil, que acabó sospechando que los Cointet se escondían detrás de Métivier, y les atribuyó el plan de arruinar la imprenta Séchard y de hacerse pagar por él con el cebo del descubrimiento, porque aquel hombre viejo del pueblo no podía adivinar la complicidad de Petit-Claud ni las tramas urdidas para apoderarse, tarde o temprano, de aquel hermoso secreto industrial. En fin, un día, el anciano, exasperado al no poder vencer el silencio de su nuera ni obtener siquiera de ella el saber dónde se escondía David, decidió forzar la puerta del taller de fundir los rollos después de haber terminado por enterarse de que era allí donde su hijo realizaba sus experimentos. Descendió muy de mañana y se puso a trabajar en la cerradura.

—¡Eh! ¿Qué estáis haciendo ahí, papá Séchard?… —le gritó Marión, que se levantaba temprano para ir a trabajar a su fábrica, y dio un salto hasta la pila de mojar el papel.

—¿Es que no estoy en mi casa, Marión? —contestó el viejo avergonzado.

—Vaya, en vuestra vejez os volvéis ladrón…; sin embargo, estáis en ayunas… Voy a contárselo todo a la señora.

—Cállate, Marión —le dijo el anciano, sacando de su bolsillo dos escudos de seis francos—. Toma…

—Me callaré, pero no volváis por aquí —le dijo Marión amenazándole con el dedo—, o se lo digo a todo Angulema.

Tan pronto como el anciano hubo salido, Marión subió a la habitación de su dueña.

—Tomad, señora, he sacado doce francos a vuestro suegro. Aquí los tenéis…

—¿Y como lo has hecho?

—Quería ver los calderos y las provisiones del señor para descubrir el secreto. Yo sabía que no había nada en la pequeña cocina, pero le he infundido miedo como si fuera a robar a su hijo, y me ha dado dos escudos para que me callase…

En aquel momento, Basine trajo alegremente a su amiga una carta de David, escrita sobre un papel magnífico, y que le entregó en secreto:

“Eva querida: Te escribo a ti antes que a nadie en la primera hoja de papel que he obtenido con mis procedimientos. He conseguido resolver el problema del encolado en cuba. La libra de pasta sale, incluso suponiendo el cultivo especial en buenos terrenos de los productos que empleo, a cinco sueldos. De este modo, la resma de doce libras empleará por valor de tres francos de pasta encolada. Estoy seguro de suprimir la mitad del peso en los libros. El sobre, la carta y las muestras son de diversas fabricaciones. Recibe un beso de tu marido. Seremos felices por la fortuna. Lo único que nos faltaba”.

—Tomad —dijo Eva a su suegro, tendiéndole las muestras—, dadle a vuestro hijo el precio de vuestra cosecha y dejadle que haga su fortuna. ¡Os devolverá diez veces lo que le hayáis dado, porque ha triunfado!…

El tío Séchard corrió en seguida a casa de los Cointet. Allí, cada muestra fue examinada minuciosamente. Unas se hallaban encoladas, otras sin cola. Estaban etiquetadas desde tres hasta diez francos la resma. Unas eran de una pureza metálica, las otras suaves como papel de China y las había en todos los matices posibles del blanco. Unos judíos examinando diamantes no habrían tenido los ojos más animados que los Cointet y el viejo Séchard.

—Vuestro hijo anda por buen camino —dijo Cointet.

—Bien, pagad sus deudas —repuso el viejo viñador.

—Con mucho gusto, si quiere tomarnos como socios —contestó el gran Cointet.

—¡Sois unos granujas! —exclamó el oso—. Perseguís a mi hijo bajo el nombre de Métivier, y queréis que yo os pague, eso es todo. ¡No soy tan tonto!…

Los dos hermanos se miraron, pero supieron contener la sorpresa que les causó la perspicacia del avaro.

—No somos bastante millonarios para divertimos dedicándonos a descuentos —respondió Cointet el grueso—. Nos creeríamos bastante dichosos si pudiéramos pagar el trapo que utilizamos al contado, y todavía hacemos letras a nuestro vendedor.

—Hay que intentar un experimento en grande —respondió fríamente el gran Cointet—, porque lo que sale bien en una marmita, fracasa en una fabricación emprendida en gran escala. Librad a vuestro hijo.

—Sí, pero una vez esté mi hijo en libertad, ¿me admitirá como socio? —preguntó el viejo Séchard.

—Eso no nos incumbe —contestó Cointet el grueso—. ¿Acaso creéis que cuando hayáis dado diez mil francos a vuestro hijo todo habría terminado? Una patente de invención cuesta dos mil francos, y será preciso efectuar viajes a París; luego, antes de lanzarse, es prudente fabricar, como dice mi hermano, mil resmas, arriesgar gran cantidad de pasta de papel con objeto de darse cuenta de cómo va todo. No hay nada de lo que convenga desconfiar tanto como de los inventores, ¿sabéis?

—Yo prefiero el pan ya cocido —afirmó el gran Cointet.

El viejo se pasó la noche meditando este dilema:

“Si pago las deudas de David, queda libre, y entonces ya no tiene necesidad de asociarme a su fortuna. Bien sabe que le engañé en el asunto de nuestra primera asociación. No querrá hacer una segunda. Mi interés estriba, pues, en retenerle en prisión, desdichado”.

Los Cointet conocían suficientemente al tío Séchard para saber que cazarían juntos. Así, pues, aquellos tres hombres decían:

—Para formar una sociedad basada en el secreto, hacen falta experimentos, y para hacer esos experimentos hay que liberar a David Séchard. David liberado, se nos escapa.

Cada cual tenía varias segundas intenciones. Petit-Claud se decía:

“Después de mi boda procederé con sinceridad con los Cointet, pero hasta ahora los tengo en mis manos”.

El gran Cointet pensaba:

“Preferiría tener a David bajo llave, así yo sería el amo”.

El viejo Séchard decía para sus adentros:

“Si pago las deudas de mi hijo, me saludará dándome las gracias”.

Eva, atacada, amenazada por el viñador con ser expulsada de la casa, no quería revelar el asilo de su marido, ni siquiera proponerle que aceptase un salvoconducto. No estaba segura de volver a esconder con éxito a David una segunda vez, y por ello respondía a su suegro:

—Librad a vuestro hijo y lo sabréis todo.

Ninguno de los cuatro interesados, aunque se encontraban todos como delante de una mesa bien abastecida, se atrevía a probar los manjares, tanto temían verse adelantados, y todos se observaban desconfiando los unos de los otros.

Unos días después de la reclusión de Séchard, Petit-Claud había ido a ver al gran Cointet a su papelería.

—He hecho lo mejor que he podido —le dijo—. David se ha encerrado voluntariamente en una prisión que nosotros desconocemos, y está buscando en paz algún perfeccionamiento. Si vos no habéis alcanzado vuestros fines, la culpa no ha sido mía. ¿Cumpliréis vuestra promesa?

—Sí, si triunfamos —respondió el gran Cointet—. El tío Séchard está aquí desde hace algunos días. Ha venido a hacernos unas preguntas sobre la fabricación del papel, el viejo avaro ha olido la invención de su hijo; hay, pues, alguna esperanza de llegar a una asociación. Vos sois el procurador del padre y del hijo.

—Tened el Espíritu Santo de librarlos —dijo sonriendo Petit-Claud.

—Sí —respondió Cointet—. Si conseguís poner a David en prisión o en nuestras manos por un contrato de sociedad, seréis el marido de la señorita de La Haye.

—¿Es éste vuestro ultimátum? —dijo Petit-Claud.

Yes! —respondió Cointet—, pues que hablamos lenguas extranjeras.

—He aquí el mío en buen francés —repuso Petit-Claud en tono seco.

—¡Ah! Veamos —dijo Cointet con aire curioso.

—Presentadme mañana a la señora de Sénonches, haced que haya para mí algo de positivo, en fin, cumplid vuestra promesa, o pago la deuda de Séchard y me asocio con él revendiendo mi cargo. No quiero que nadie se burle de mí. Vos me habéis hablado claro y yo os hablo en el mismo lenguaje. Yo he hecho mis pruebas; haced vos las vuestras. Vos lo tenéis todo, yo no tengo nada. Si no tengo pruebas de vuestra sinceridad, imitaré vuestro juego.

El gran Cointet tomó su sombrero, su paraguas, su aire jesuítico y salió diciendo a Petit-Claud que le siguiera.

—Ahora veréis, querido amigo, si no os he preparado el camino… —dijo el negociante al procurador.

En un instante, el astuto papelero había conocido el peligro de su situación, y visto en Petit-Claud a uno de aquellos con los cuales hay que jugar limpio. Para estar en buenas condiciones y para cumplir con su conciencia, con el pretexto de dar un estado de la situación financiera de la señorita de La Haye, había deslizado ya algunas palabras en el oído del excónsul general.

—Tengo arreglado el asunto de Francisca, porque con treinta mil francos de dote, actualmente —dijo sonriendo—, una joven no debe ser exigente.

—Ya hablaremos de ello —le había contestado Francis du Hautoy—. Desde que se marchó la señora de Bargeton, la situación de la señora de Sénonches ha cambiado mucho. Podremos casar a Francisca con algún buen viejo hidalgo rural.

—Y ella se portará mal —dijo el papelero adoptando su aire de frialdad—. Vamos, casadla con un joven capaz y ambicioso, al que protegeríais y que colocará a su mujer en una buena situación.

—Ya veremos —había repetido Francis—, ante todo hay que consultar a la madrina.