Luciano quedóse aturdido, Blondet le besó en ambas mejillas, diciéndole:
—Me voy a mi tienda.
Cada cual se fue a la suya.
Para aquellos hombres fuertes, el periódico no era más que una tienda. Todos debían volver a verse por la noche en las Galerías de Bois, adonde Luciano iría a firmar su contrato con Dauriat. Florina y Lousteau, Luciano y Coralia, Blondet y Finot comían en el Palacio Real, donde Du Bruel invitaba al director del Panorama-Dramatique.
—¡Tiene razón! —exclamó Luciano cuando estuvo a solas con Coralia—. Los hombres deben constituir medios en las manos de las personas fuertes. ¡Cuatrocientos francos por tres artículos! Doguereau apenas me los daba por un libro que me ha costado dos años de trabajo.
—Haz crítica —dijo Coralia—, ¡diviértete! ¿Es que yo no soy esta noche una andaluza, mañana me disfrazaré de gitana y otro día de hombre? Haz como yo, dales muecas a cambio de su dinero, y vivamos felices.
Luciano, enamorado de la paradoja, hizo montar su inteligencia en aquella mula caprichosa, hija de Pegaso y de la burra de Balaam. Se puso a galopar por los campos del pensamiento durante su paseo por el Bosque y descubrió bellezas originales en la tesis de Blondet. Comió como comen las personas felices, firmó en casa de Dauriat un contrato en virtud del cual le cedía al librero en toda propiedad el manuscrito de las Margaritas, sin advertir en ello inconveniente alguno. Luego se llegó hasta el periódico, donde redactó dos columnas y regresó a la calle de Vendôme. A la mañana siguiente, encontró que las ideas de la víspera habían germinado en su cabeza, como les ocurre a todas las inteligencias llenas de savia, cuyas facultades todavía han servido poco. Luciano halló placer en meditar sobre aquel nuevo artículo y puso manos a la obra con ardor. Bajo su pluma se encontraron las bellezas nacidas por efecto de la contradicción. Resultó ingenioso y burlón, incluso se elevó a consideraciones nuevas sobre el sentimiento, la idea y la imagen en literatura. Ingenioso y astuto, halló de nuevo, para alabar a Nathan, las primeras impresiones recibidas con la lectura del libro en el gabinete literario de la junta de Comercio. De crítico sangriento y áspero, de cómico burlón, convirtióse en poeta con algunas frases finales que se balancearon majestuosamente como un incensario cargado de perfumes hacia el altar.
—¡Cien francos, Coralia! —dijo mostrando las ocho hojas de papel escritas, mientras ella se estaba vistiendo.
En el estado de inspiración en que se encontraba, escribió con terribles y pequeños plumazos el terrible artículo prometido a Blondet contra Châtelet y la señora de Bargeton. Aquella mañana saboreó uno de los placeres secretos más intensos de los periodistas, cual es el de aguzar la sátira, pulir su fría hoja, que encuentra su vaina en el corazón de la víctima, y cincelar el puño para los lectores. El público admira el trabajo ingenioso de esta puñalada, no ve en ello malicia e ignora que el acero de la frase aguda, llena de venganza, balbucea en un amor propio sabiamente atizado, herido con mil golpes. Este horrible placer, sombrío y solitario, saboreado sin testigos, es como un duelo con un ausente, matado a distancia con la cerbatana de una pluma, como si el periodista tuviera el fantástico poder concedido a los deseos de los que poseen talismanes en los cuentos árabes. La sátira es el espíritu del odio, del odio que hereda todas las malas pasiones del hombre, de la misma manera que el amor concentra todas sus buenas cualidades. Por ello no hay hombre que no sea inteligente al vengarse, por la misma razón de que no hay ninguno a quien el amor no conceda goces. A pesar de la facilidad, la vulgaridad de esta clase de inteligencia en Francia, siempre es bien acogida. El artículo de Luciano había de llevar y llevó al colmo la reputación de malicia y malignidad del periódico. Entró hasta el fondo de dos corazones e hirió gravemente a la señora de Bargeton, su ex Laura, y al barón Châtelet, su rival.
—Bien, vamos a dar un paseo al Bosque, los caballos están preparados, están piafando —le dijo Coralia.
—Llevaremos a Héctor el artículo sobre Nathan. Decididamente el periódico es como la lanza de Aquiles, que curaba las heridas que había hecho —repuso Luciano corrigiendo en él algunas expresiones.
Los dos amantes partieron y se dejaron ver en todo su esplendor por aquel París que, poco tiempo antes, había renegado de Luciano y que ahora comenzaba a ocuparse de él. Tener ocupado a París acerca de uno mismo, cuando se ha comprendido la inmensidad de esta ciudad y la dificultad de llegar a ser algo en ella, ocasionó goces embriagadores que nublaron la mente de Luciano.
—Cariño —le dijo la actriz—, pasemos por la casa de tu sastre a darle prisa acerca de tu traje o probártelo si ya está hecho. Si vas a casa de esas señoras tan hermosas, quiero que eclipses a ese monstruo de De Marsay, al pequeño Rastignac, a los Ajuda-Pinto, a Máximo de Trailles, Vandenesse, en fin, a todos los elegantes. ¡Piensa que tu amante es Coralia! Pero no me engañarás, ¿verdad que no?
Dos días más tarde, la víspera de la cena ofrecida por Luciano y Coralia a sus amigos, se estrenaba en el teatro del Ambigu una pieza cuya crítica debía hacerla aquél. Después de comer, Luciano y Coralia fueron a pie desde la calle de Vendôme al Panorama-Dramatique, por el bulevar del Temple, desde el café Turc, que, en aquel tiempo, era un lugar de moda para el paseo. Luciano oyó alabar su suerte y la belleza de su amante. Unos decían que Coralia era la mujer más bella de París, otros hallaban a Luciano digno de ella. El poeta se sintió en su ambiente. Aquella vida era su vida. En cuanto al cenáculo, apenas se daba cuenta de su existencia. Aquellas grandes inteligencias que él admiraba tanto dos meses atrás, se preguntaba ahora si no eran un poco bobos con sus ideas y su puritanismo. La palabra papanatas, dicha despreocupadamente por Coralia, había germinado en su mente, y ahora estaba dando ya sus frutos. Dejó a Coralia en su camerino y fue a escudriñar los bastidores del teatro, por donde se paseaba con aires de sultán, mientras todas las actrices le acariciaban con miradas ardientes y palabras lisonjeras.
—Tengo que ir al Ambigu ha cumplir con mi tarea —dijo.
En el Ambigu la sala estaba abarrotada. No hubo sitio para Luciano. Éste fue a los bastidores y se quejó amargamente de no poder acomodarse. El director escénico, que no le conocía todavía, contestó que había enviado dos palcos a su periódico y le mandó a paseo.
—Hablaré de la pieza según lo que haya oído de ella —dijo Luciano, picado.
—No seáis tonto —dijo al director escénico la primera actriz—, ¡es el amante de Coralia!
El director escénico volvióse inmediatamente hacia Luciano y le dijo:
—Caballero, voy a hablar con el director del teatro.
De este modo los menores detalles demostraban a Luciano la inmensidad del poder del periódico y halagaban su vanidad. El director acudió y logró del duque de Rhétoré y de Tulia, primera actriz, que se encontraba en un palco proscenio, que aceptaran a Luciano en su compañía. El duque accedió al reconocerle.
—Habéis hecho que dos personas quedasen sumidas en la desesperación —le dijo el joven hablándole del barón Châtelet y de la señora de Bargeton.
—¿Qué ocurrirá, pues, mañana? —repuso Luciano—. Hasta ahora, mis amigos se han portado con ellos como volatineros, pero esta noche yo disparo con balas rojas. Mañana veréis por qué nos burlamos de Potelet. El artículo se titula:
Del Potelet de 1811 al Potelet de 1821. Châtelet será el tipo de las personas que han renegado de su bienhechor al aliarse con los Borbones. Después de haber hecho sentir todo mi poder, iré a casa de la señora de Montcornet.
Luciano tuvo con el joven duque una conversación chispeante de ingenio. Sentía la comezón de demostrar a aquel gran señor hasta qué punto las señoras de Espard y de Bargeton se habían equivocado burdamente al despreciarle. Pero enseñó en seguida la oreja al tratar de establecer sus derechos a llevar el apellido de Rubempré, cuando, maliciosamente, el duque de Rhétoré le llamó Chardon.
—Deberíais haceros monárquico —le dijo el duque—. Os habéis revelado como hombre inteligente, sed ahora hombre de buen sentido. La única manera de obtener una orden de parte del rey que os devuelva el título y el apellido de vuestros antepasados maternos es pedirlo en recompensa por los servicios prestados a Palacio. Los liberales nunca apreciarán vuestros méritos. La Restauración, ¿sabéis?, terminará por dominar a la prensa, el único poder realmente temible. Ya se ha esperado demasiado, haría falta que se le pusiera un bozal. Aprovechad sus últimos momentos de libertad para haceros temible. Dentro de algunos años, un apellido y un título serán en Francia riquezas más seguras que el talento. De este modo podréis tenerlo todo: inteligencia, nobleza y belleza, y llegaréis a conseguir cuanto os propongáis. Por lo tanto, no seáis en estos momentos liberal más que para vender con ventaja vuestro monarquismo.
El duque rogó a Luciano que aceptase la invitación a cenar que debía enviarle el ministro con quien había cenado en casa de Florina. Por un instante quedó seducido por las reflexiones del aristócrata, y encantado de ver que se le abrían las puertas de los salones, de los cuales unos meses atrás se creía desterrado para siempre. Admiró el poder del pensamiento. La prensa y la inteligencia eran, pues, el medio de la sociedad actual. Luciano comprendió que quizá Lousteau se arrepentía de haberle abierto las puertas del templo, y sentía ya por su propia cuenta la necesidad de oponer barreras difíciles de franquear a las ambiciones de aquellos que desde la provincia se lanzaban hacia París. Si un poeta acudiera a él para arrojarse en sus brazos, como él lo había hecho en los de Esteban, no se atrevía a preguntarse cuál sería la acogida que le dispensaría. El joven duque advirtió en Luciano los indicios de una meditación profunda y no se equivocó al buscar la causa de ella. Había descubierto para aquel ambicioso, sin voluntad fija, pero no sin deseos, todo el horizonte político, como unos periodistas le habían mostrado desde lo alto del templo, tal como el demonio a Jesús, el mundo literario y sus riquezas. Luciano ignoraba la pequeña conspiración urdida contra él por las personas que el periódico estaba ofendiendo en aquellos momentos, conspiración en la cual el señor de Rhétoré tomaba parte. El joven duque había asustado a la sociedad de la señora de Espard hablándoles de la inteligencia de Luciano. Encargado por la señora de Bargeton de sondear al periodista, había esperado encontrarle en el Ambigu-Comique. Ni el mundo, ni los periodistas eran profundos, no creáis en las traiciones urdidas. Ni los unos ni los otros trazan un plan, su maquiavelismo vive, por así decirlo, al día, y consiste siempre en estar ahí, prestos a todo, dispuestos a aprovecharse tanto del mal como del bien, y a espiar los momentos en que la pasión les entregue un hombre. Durante la cena en casa de Florina, el joven duque había conocido el carácter de Luciano, acababa de cogerle por el punto de la vanidad, y trataba de convertirse en diplomático con respecto a él. Luciano, una vez representada la pieza, corrió a la calle de San Fiacre a escribir su artículo sobre la misma. Su crítica fue, por cálculo, áspera y mordaz. Complacióse en probar su poder. El melodrama era mejor que el del Panorama-Dramatique, pero quería saber si podía, como le habían dicho, matar una buena obra y hacer triunfar una obra mala. Al día siguiente, desayunando con Coralia, desplegó el periódico. Después de haberle dicho que daba en él un varapalo al Ambigu-Comique, Luciano extrañóse al leer, después de su artículo sobre la señora de Bargeton y sobre Châtelet, una reseña del Ambigu-Comique tan bien endulzada durante la noche, que, aun conservando su ingenioso análisis, sacaba de él una conclusión favorable. La pieza debía llenar el arca de caudales del teatro. Su furor no conocía límites. Se propuso decirle cuatro palabras a Lousteau. Ya se creía necesario, y se prometía no dejarse dominar ni explotar como un tonto. Para consolidar definitivamente su poder, escribió el artículo en el que resumía y equilibraba todas las opiniones emitidas a propósito del libro de Nathan para la revista de Dauriat y de Finot. Luego redactó uno de sus artículos de Variedades debidos al pequeño periódico. En su primera efervescencia, los jóvenes periodistas ponen con amor los huevos de sus artículos y de este modo entregan imprudentemente todas sus flores. El director del Panorama-Dramatique daba la primera representación de un vodevil para que Florina y Coralia pudieran tener su noche libre. Había que representar antes de la cena. Lousteau fue a buscar el artículo de Luciano, hecho de antemano sobre aquella pequeña pieza, de la cual había visto el ensayo general, con objeto de no tener ninguna inquietud en cuanto a la composición del número. Cuando Luciano le hubo leído uno de aquellos pequeños artículos encantadores sobre las particularidades parisienses que constituyeron la fortuna del periódico, Esteban le besó en los dos ojos y le llamó la providencia de los periódicos.
—¿Por qué te diviertes cambiando el espíritu de mis artículos? —dijo Luciano, que sólo había hecho aquel brillante artículo para dar mayor fuerza a sus agravios.
—¡Yo! —exclamó Lousteau.
—Bien, ¿quien ha cambiado, entonces, mi artículo?
—Querido —respondió riendo Lousteau—, todavía no estás al corriente de los negocios. El Ambigu nos toma veinte suscripciones, de las cuales solamente nueve son servidas al director del teatro, al de la orquesta y al de escena, así como a sus amantes y a tres copropietarios del teatro. Cada uno de los teatros del bulevar paga así ochocientos francos al periódico. Hay para una suma de dinero equivalente en palcos dados a Finot, sin contar los abonos de los actores y de los autores. El tipo ése saca, pues, ocho mil francos de los bulevares. Esto de los pequeños teatros, ¡figúrate lo que será de los grandes! ¿Comprendes? Estamos obligados a ser muy indulgentes.
—Comprendo que no soy libre de escribir lo que pienso…
—Y eso qué importa, si con ello te ganas la vida —exclamó Lousteau—. Además, querido, ¿qué tienes contra el teatro? Necesitas un motivo para echar por los suelos la pieza de ayer. Destruir por destruir, sería comprometer el periódico. Cuando éste golpease con justicia, ya no produciría ningún efecto. ¿Acaso el director te había faltado en algo?
—No me había reservado sitio.
—Bien —dijo Lousteau—. Mostraré tu artículo al director, le diré que yo te he ablandado y te irá mejor que si se hubiera publicado. Pídele mañana entradas, te firmará cuarenta en blanco todos los meses, y yo te llevaré a un hombre con el cual te entenderás para colocarlas. Te las comprará todas al cincuenta por ciento de rebaja sobre el precio de las localidades. Con las entradas se hace el mismo tráfico que con los libros. Verás a otro Barbet, un jefe de claque, que no vive lejos de aquí, tenemos tiempo, ¿vienes?
—Pero, querido, Finot ejerce un infame oficio al tomar así en los campos del pensamiento contribuciones indirectas. Tarde o temprano…
—Vamos, vamos, ¿de dónde vienes? —exclamó Lousteau—. ¿Por quien has tomado a Finot? Bajo su falso aire de bondad, bajo su ignorancia y su necedad, hay toda la astucia del vendedor de sombreros de quien ha salido. ¿No has visto en su oficina del periódico a un viejo soldado del Imperio, el tío de Finot? Ese tío no solamente es un hombre honrado, sino que tiene la suerte de pasar por tonto. Es el hombre comprometido en todas las transacciones pecuniarias. En París, un ambicioso es muy rico cuando tiene a su lado una criatura que consiente en ser comprometida. En política, como en periodismo, hay un gran número de casos en los que los jefes nunca deben verse comprometidos. Si Finot llegara a ser un personaje político, su tío se convertiría en su secretario y recibiría por su cuenta las contribuciones que en las oficinas se recaudan sobre los grandes negocios. Giroudeau, que a simple vista parece tonto, tiene precisamente la suficiente astucia para ser un compadre indescifrable. Él es quien da la cara para impedir que caigan sobre nosotros los gritos, los principiantes y las reclamaciones, y no creo que haya otro igual en los demás periódicos.
—Representa muy bien su papel —dijo Luciano—, le he visto actuar.
Esteban y Luciano fueron a la calle del Faubourg-du-Temple, donde el redactor jefe se detuvo ante una casa de hermosa apariencia.
—¿Está el señor Braulard? —preguntóle al portero.
—¿Por qué le llamas señor? —dijo Luciano—. ¿Es que los jefes de claque son señores?
—Querido, Braulard tiene veinte mil libras de renta, y en la garra a los autores dramáticos del bulevar, todos los cuales tienen una cuenta corriente con él, como si se tratase de un banquero. Las entradas de autor y de favor se venden, y Braulard es quien coloca esta mercancía. Haz un poco de estadística, ciencia bastante útil cuando no se abusa de ella. A cincuenta entradas de favor por noche en cada espectáculo, verás que son doscientas cincuenta al día. Si, como promedio, valen cuarenta sueldos, Braulard paga ciento veinticinco francos diarios a los autores y tiene la oportunidad de ganarse otro tanto. De este modo, sólo las entradas de los autores le procuran cerca de cuatro mil francos al mes, con un total de cuarenta y ocho mil francos al año. Supongamos veinte mil francos de pérdida, porque no siempre le es posible colocar sus entradas.
—¿Por qué?
—¡Ah! Las personas que van a pagar sus localidades a la oficina pasan juntamente con las entradas de favor que no tienen asientos reservados. En fin, el teatro conserva sus derechos de colocación. Hay los días de buen tiempo y de malos espectáculos. Así, Braulard gana quizá treinta mil francos al año sobre este artículo. Además, hay los de la claque, otra industria. Florina y Coralia son sus tributarias. Si ellas no le subvencionan, no serían aplaudidas en todas las entradas y salidas.
Lousteau daba esta explicación en voz baja mientras subían la escalera.
—París es un lugar muy singular —dijo Luciano, al ver el interés agazapado en todos los rincones.
Una sirvienta muy atildada introdujo a los dos periodistas en casa del señor Braulard. El traficante en localidades, que se hallaba sentado en una butaca de gabinete, ante una mesa escritorio, se levantó al ver a Lousteau. Braulard, envuelto en una levita de bayetón gris, llevaba un pantalón del mismo color y unas zapatillas rojas como si fuera un médico o un abogado. Luciano vio en él al hombre de pueblo enriquecido: un rostro vulgar, ojos grises llenos de astucia, manos de hombre de la claque, tez sobre la cual las juergas habían pasado como la lluvia sobre los tejados, cabello entrecano y voz bastante sofocada.
—Venís, sin duda, para la señorita Florina, y el caballero para la señorita Coralia —dijo—. Ya os conozco. Descuidad, caballero —añadió, dirigiéndose a Luciano—, yo compro la clientela del Gimnasio, cuidaré de vuestra amante y la avisaré de las malas pasadas que quieran jugarle.
—No es que rehusemos, querido Braulard —respondió Lousteau—, pero es que venimos para las entradas del periódico en todos los teatros de los bulevares. Yo, como redactor jefe y el caballero como redactor de cada teatro.
—¡Ah! Sí, Finot ha vendido su periódico. Ya me he enterado. Ese Finot sabe lo que se hace. A fines de semana le invito a comer. Si queréis hacerme el honor y el placer de venir, podéis traer a vuestras esposas, habrá bodas y festines, tenemos a Adela Dupuis, Ducange, Federico Du Petit-Méré y la señorita Millot, mi querida. ¡Nos reiremos mucho y beberemos más!
—Ducange debe estar preocupado. Ha perdido su proceso.
—Le he prestado diez mil francos, que me devolverá el éxito de Calas. Por eso le he protegido. Ducange es hombre inteligente y cuenta con medios…
Luciano creía estar soñando al oír a aquel hombre apreciar los talentos de los autores.
—Coralia ha ganado —le dijo Braulard con el aire de un juez competente—. Si es buena chica, yo la sostendré en secreto contra la cábala a su debut en el Gimnasio. ¿Oís? Para ella tendré hombres bien distribuidos en las galerías, los cuales sonreirán y harán pequeños murmullos con objeto de provocar los aplausos. Ésta es una maniobra que hace quedar bien a una mujer. Coralia me gusta, y vos debéis estar contento de ella, tiene sentimientos. ¡Ah!, puedo hacer silbar a quien quiera…
—¿Vamos a arreglar el asunto de las entradas? —dijo Lousteau.
—Bien, iré a buscarlas a casa del caballero, hacia los primeros días de cada mes. El caballero es amigo vuestro, lo trataré como a vos. Tenéis cinco teatros, os darán treinta entradas, será algo así como setenta y cinco francos al mes. ¿Quizá desearéis un anticipo? —dijo el traficante en localidades volviendo a su escritorio y sacando una caja llena de escudos.
—No, no —contestó Lousteau—, reservaremos este recurso para los días de apuros.
—Caballero —dijo Braulard, dirigiéndose hacia Luciano—, iré a trabajar con Coralia uno de estos días, nos entenderemos bien.
Luciano no miraba sin profundo asombro el gabinete de Braulard, en el cual veía una biblioteca, grabados y un mobiliario de buen aspecto. Al pasar por el salón, observó los muebles, tan alejados de la mezquindad como del lujo excesivo. El comedor le pareció la pieza mejor arreglada, y bromeó acerca de ello.
—Es que Braulard es un gastrónomo —repuso Lousteu—. Sus cenas, citadas en la literatura dramática, están en armonía con su bolsillo.
—Tengo buenos vinos —respondió modestamente Braulard—. Vaya, ahí están mis hombres —exclamó al oír unas voces roncas y el ruido de pasos por la escalera.
Al salir, Luciano vio desfilar ante él la hedionda escuadra de los hombres de la claque y los vendedores de localidades, todos gente de gorra, pantalones y levitas raídos, rostros patibularios, azulados, verdosos, fangosos, barbas largas y ojos feroces y astutos al mismo tiempo, horrible población que vive y colea por los bulevares de París, que, por la mañana, vende cadenillas y joyas de oro por veinte sueldos, y que aplaude bajo las arañas del teatro por la noche, doblegándose, en fin, a todas las sucias necesidades de París.
—¡Ahí están los romanos! —dijo riendo Lousteau—, la gloria de las actrices y de los autores dramáticos. Vista de cerca, esa gloria no es más bella que la nuestra.
—Es difícil, en París, tener ilusiones sobre algo —dijo Luciano al volver a su casa—. Hay impuestos sobre todo, todo se vende, todo se fabrica, incluso el éxito.
Los invitados de Luciano eran Dauriat, el director del Panorama, Matifat y Florina, Camusot, Lousteau, Finot, Nathan, Héctor Merlin y la señora de Val-Noble, Feliciano Vernou, Blondet, Vignon, Felipe Bridau, Mariette, Giroudeau, Cardot y Florentina, y Bixiou. Había invitado a sus amigos del cenáculo. Tulia la bailarina, que, según se decía, era poco cruel para Du Bruel, también era de la partida, pero sin su duque, así como los propietarios de los periódicos en que trabajaban Nathan, Merlin, Vignon y Vernou. Los invitados formaban una asamblea de treinta personas, el comedor de Coralia ya no podía contener más gente. Hacia las ocho, a la luz de las arañas encendidas, los muebles, los entapizados y las flores de aquella casa, asumieron el aire de fiesta que presta al lujo parisiense la apariencia de un sueño. Luciano experimentó el movimiento de felicidad más inefable, de vanidad satisfecha y de esperanza al verse dueño de aquellos lugares. No se explicaba ni cómo ni por quien había sido dado aquel golpe de varita mágica. Florina y Coralia, vestidas con el loco rebuscamiento y la magnificencia de las actrices, sonreían al poeta provinciano como dos ángeles encargados de abrirle las puertas del palacio de los sueños. Luciano casi estaba soñando. En unos meses, su vida había cambiado tan bruscamente, al pasar tan pronto de la extrema miseria a la extrema opulencia, que en algunos momentos sentía la inquietud de las personas que, mientras sueñan, tienen conciencia de que están dormidas. Sin embargo, a la vista de aquella hermosa realidad, sus ojos expresaban una confianza a la que los envidiosos habrían dado el nombre de fatuidad. Él mismo había cambiado también. Feliz todos los días, sus colores habían palidecido y su mirada tenía la húmeda expresión de la languidez. En fin, según decía la señora de Espard, tenía el aire amado. Su belleza ganaba con ello. La conciencia de su poder y de su fuerza se reflejaba en su rostro, iluminado por el amor y la experiencia. Contemplaba, en fin, el mundo literario y la sociedad cara a cara, creyendo poder pasear por él con aires de dominador. A este poeta, que sólo habría de reflexionar bajo el peso de la desgracia, el presente había de parecerle desprovisto de preocupaciones. El éxito hinchaba las velas de su barca y tenía a sus órdenes los instrumentos necesarios a sus proyectos: una casa montada, una amante que todo París le envidiaba, un coche y, en fin, sumas incalculables en su escritorio. Su alma, su corazón y su mente se habían metamorfoseado igualmente. Ya no pensaba en discutir los medios, en presencia de tan bellos resultados. Este tren de vida parecerá tan justamente sospechoso a los economistas que han practicado la vida parisiense, que no es superfluo mostrar la base, por muy endeble que fuese, sobre la cual descansaba la felicidad material de la actriz y de su poeta. Sin comprometerse, Camusot había hecho que los abastecedores de Coralia le concedieran crédito durante tres meses por lo menos. Los caballos, los criados, todo fue apareciendo, pues, como por arte de encantamiento para aquellas dos criaturas afanosas de gozar, y que gozaban de todo con delicia. Coralia fue a coger de la mano a Luciano y le inició por adelantado en el golpe de teatro del comedor, adornado con sus espléndidos cubiertos y sus candelabros cargados con cuarenta bujías, en los caprichos de los postres y de la minuta, obra de Chevet. Luciano besó a Coralia en la frente y la estrechó contra su corazón,
—Llegaré, cariño —le dijo—, y te recompensaré por tanto amor y abnegación.
—¡Bah! —le dijo la actriz—. ¿Estás contento?
—Sería muy desagradecido si no lo estuviera.
—Bien, esa sonrisa lo paga todo —respondió la joven, acercando con movimiento de culebra sus labios a los de Luciano.
Encontraron a Florina, Lousteau, Matifat y Camusot arreglando las mesas de juego. Llegaban los amigos de Luciano, ya que todas esas personas se daban el título de amigos suyos. Jugaron desde las nueve hasta las doce de la noche. Afortunadamente para él, Luciano no sabía ningún juego. Pero Lousteau perdió mil francos y los tomó prestados del poeta, quien no creyó poder negárselos: se los pedía su amigo. Hacia las diez se presentaron Miguel, Fulgencio y José. Luciano, que fue a charlar con ellos en un rincón, encontró sus caras bastante frías y serias, por no decir forzadas. De Arthez no había podido ir, tenía que terminar su libro. León Guiraud estaba ocupado en la publicación del primer número de su revista. El cenáculo había enviado a sus tres artistas, que debían encontrarse menos desplazados que los otros en medio de una orgía.
—Bien, muchachos —dijo Luciano con cierto tono de superioridad—, ya veis que el pequeño farsante es un gran político.
—Yo no pido otra cosa mejor que haberme equivocado —respondió Miguel.
—¿Vives con Coralia, mientras esperas algo mejor? —le preguntó Fulgencio.
—Sí —contestó Luciano con un aire que quería ser ingenuo—. Coralia tenía un pobre viejo negociante que la adoraba, y lo puso de patitas en la calle. Soy más afortunado que tu hermano Felipe, que no sabe cómo gobernar a Mariette —añadió mirando a José Bridau.
—En fin —observó Fulgencio—, ahora eres un hombre como otro y podrás hacer fortuna.
—Un hombre que para vosotros será siempre el mismo en cualquier situación en que se encuentre —respondió Luciano.
Miguel y Fulgencio se miraron cambiando una sonrisa burlona que Luciano advirtió y le hizo comprender lo ridículo de su frase.
—Coralia es singularmente bella —exclamó José Bridau—. ¡Qué magnífico retrato podría hacerse!
—Y buena —añadió Luciano—. Es angelical. Harás su retrato. Tómala, si quieres, como modelo para tu veneciana llevada al senador por una vieja.
—Todas las mujeres que aman son angelicales —dijo Miguel Chrestien.
En aquel momento, Raúl Nathan se precipitó hacia Luciano y, en un acceso de furiosa amistad, le cogió las manos y se las estrechó.
—Mi buen amigo, no sólo sois un gran hombre, sino que tenéis corazón, lo cual es hoy día más raro que el talento —le dijo—. Sois un verdadero amigo. En fin, jamás olvidaré lo que para mí habéis hecho esta semana.
Luciano, en el colmo de la alegría al verse agasajado por un hombre del cual se ocupaba la fama, miró a sus tres amigos del cenáculo con una especie de superioridad. Esta acción de Nathan era debida a la comunicación que Merlin le había hecho de la prueba del artículo en favor de su libro, y que aparecería en el diario del día siguiente.
—Sólo consentí en escribir el ataque —respondió Luciano al oído de Nathan— con la condición de responder a él yo mismo. Soy de los vuestros.
Volvió al lado de sus tres amigos del cenáculo, encantado de una circunstancia que justificaba la frase de la cual Fulgencio se había reído.
—Que De Arthez publique su libro, yo estoy en condiciones de serle útil. Esta sola oportunidad me invitaría a permanecer en los periódicos.
—¿Eres libre en ellos? —dijo Miguel.
—Tanto como puede serlo uno cuando es indispensable —respondió Luciano con falsa modestia.
Hacia la medianoche, los invitados estaban a la mesa, y comenzó la orgía. Los discursos fueron más libres en casa de Luciano que en la de Matifat, pues nadie sospechó la divergencia de sentimientos que existía entre los tres diputados del cenáculo y los representantes de los periódicos. Aquellos jóvenes intelectuales, tan depravados por el hábito del pro y el contra, lucharon entre sí y se enviaron los más terribles axiomas de la jurisprudencia que entonces estaba siendo engendrada por el periodismo. Claudio Vignon, que quería conservar para la crítica un carácter augusto, se levantó contra la tendencia de los pequeños periódicos hacia la personalidad, diciendo que más tarde los escritores llegarían a desconsiderarse a sí mismos. Lousteau, Merlin y Finot asumieron entonces abiertamente la defensa de este sistema, llamado en el argot del periodismo la paparrucha, sosteniendo que sería como un punzón con el cual se marcaría el talento.
—Todos los que resistan a esa prueba serán hombres realmente fuertes —afirmó Lousteau.
—Por otra parte —exclamó Merlin—, durante las ovaciones de los grandes hombres, es preciso alrededor de ellos, como en torno de los triunfadores romanos, un concierto de injurias.
—¡Eh! —dijo Luciano—. ¡Entonces todos aquellos de los cuales se burlen, creerán en su triunfo!
—¿No se diría que eso te afecta a ti? —exclamó Finot.
—Y nuestros sonetos —dijo Miguel Chrestien—, ¿no nos valdrían el triunfo de Petrarca?
—El oro (Laura) interviene por algo en todo ello —observó Dauriat, cuyo retruécano provocó aclamaciones generales.
—Faciamus experimentum in anima vili —respondió Luciano sonriendo.
—¡Ay de aquellos a quienes el periódico no discuta, y a los que desde el comienzo arroje coronas! Serán relegados como los santos a sus hornacinas, y nadie les prestará ya la menor atención —dijo Vernou.
—Se les dirá como Champcenetz la marqués de Genlis, que miraba de un modo demasiado amoroso a su mujer: “Pasad, buen hombre, ya os han dado” —añadió Blondet.
—En Francia, el éxito mata —aseguró Finot—. Somos demasiado celosos los unos de los otros para no querer olvidar y hacer olvidar los triunfos ajenos.
—Es, en efecto, la contradicción lo que da la vida en literatura —dijo Claudio Vignon.
—Como en la naturaleza, donde resulta de dos principios que se combaten —exclamó Fulgencio—. El triunfo del uno sobre el otro es la muerte.
—Como en política —añadió Miguel Chrestien.
—Acabamos de demostrarlo —dijo Lousteau—. Dauriat venderá esta semana dos mil ejemplares del libro de Nathan. ¿Por qué? El libro atacado será bien defendido.
—¿Cómo un artículo semejante —dijo Merlin, cogiendo las pruebas de su diario del día siguiente— no agotaría una edición?
—Leedme el artículo —dijo Dauriat—. Soy librero en todo momento, incluso cenando.
Merlin leyó el artículo triunfante de Luciano, que fue aplaudido por toda la concurrencia.
—¿Este artículo habría podido hacerse sin el primero? —preguntó Lousteau.
Dauriat sacó de su bolsillo las pruebas del tercer artículo y las leyó. Finot siguió con atención la lectura de aquel artículo destinado al segundo número de su revista. Y en calidad de redactor jefe, exageró su entusiasmo.
—Caballeros —dijo—, si Bossuet viviera en nuestro siglo, no habría escrito de otro modo.
—Así lo creo —afirmó Merlin—. Bossuet sería actualmente periodista.
—¡A la salud de Bossuet II! —exclamó Claudio Vignon levantando su copa y saludando irónicamente a Luciano.
—¡Por mi Cristóbal Colón! —respondió Luciano brindando por Dauriat.
—¡Bravo! —gritó Nathan.
—¿Es un sobrenombre? —preguntó maliciosamente Merlin mirando a la vez a Finot y a Luciano.
—Si continuáis así —dijo Dauriat—, no podremos seguiros, y esos caballeros —añadió, señalando a Matifat y a Camusot— ya no os entenderán. La broma es como el algodón, que si se hila demasiado fino, se rompe, dijo Bonaparte.
—Caballeros —repuso Lousteau—, somos testigos de un hecho grave, inconcebible, inaudito, realmente sorprendente. ¿No admiráis la rapidez con que nuestro amigo se ha transformado de provinciano en periodista?
—Ha nacido periodista —aseguró Dauriat.
—Hijos míos —dijo entonces Finot poniéndose en pie y teniendo una botella de vino de Champaña en la mano—, todos nosotros hemos protegido y alentado los comienzos de nuestro anfitrión en la carrera en que ha rebasado nuestras esperanzas. En dos meses ha hecho sus pruebas con los hermosos artículos que ya conocemos. Propongo que le bauticemos periodista auténtico.
—Una corona de rosas para dejar constancia de su doble victoria —gritó Bixiou mirando a Coralia.
Ésta hizo una seña a Berenice, que fue a buscar unas viejas flores artificiales. Una corona de rosas fue trenzada tan pronto como la gruesa doncella hubo traído unas flores con las que se adornaron grotescamente los que más borrachos estaban. Finot, el gran sacerdote, derramó algunas gotas de vino de Champaña sobre la hermosa cabeza rubia de Luciano, pronunciando con deliciosa gravedad estas palabras sacramentales: “En el nombre del Timbre, de la Fianza y de la Multa, yo te bautizo periodista. ¡Que tus artículos te sean leves!”.
En aquel momento, Luciano vio los rostros contristados de Miguel Chrestien, José Bridau y Fulgencio Ridal, que cogieron sus sombreros y salieron en medio de un hurra de imprecaciones.
—¡Vaya cristianos singulares! —exclamó Merlin.
—Fulgencio era un buen muchacho —repuso Lousteau—, pero ellos lo han pervertido con su moral.
—¿Quiénes? —preguntó Claudio Vignon.
—Unos jóvenes graves que se reúnen en un músico filosófico y religioso de la calle de los Quatre-Vents, donde se preocupan por el sentido general de la Humanidad… —respondió Blondet.
—¡Oh!, ¡oh!, ¡oh!
—… Tratan de saber si gira sobre sí misma —continuó diciendo Blondet—, o si progresa. Estaban muy preocupados entre la línea recta y la curva, encontraban un absurdo en el triángulo bíblico y entonces se les apareció no sé qué profeta que se pronunció por la espiral.
—Unos hombres reunidos pueden inventar tonterías más peligrosas —exclamó Luciano, que quiso defender al cenáculo.
—Tú tomas esas teorías como palabras ociosas —replicó Feliciano Vernou—, pero llega un momento en el que se transforman en disparos de fusil o en guillotina.
—Todavía —dijo Bixiou— no pasan de buscar el pensamiento providencial del vino de Champaña, el sentido humanitario de los pantalones y la bestezuela que hace marchar al mundo. Recogen a grandes hombres caídos, como Vico, Saint-Simon y Fourier. Mucho me temo que hagan perder la cabeza a mi pobre José Bridau.
—Ellos son la causa —dijo Lousteau— de que Bianchon, mi compatriota y compañero de colegio, se muestre frío conmigo.
—¿Es que allí enseñan la gimnasia y la ortopedia de las almas? —preguntó Merlin.
—Podría ser —respondió Finot—, puesto que Bianchon se entrega a sus fantasías.
—¡Bah! —dijo Lousteau—. A pesar de todo, será un gran médico.
—¿No es su jefe visible De Arthez —dijo Nathan—, un hombrecillo que debe tragamos a todos?
—¡Es un hombre de talento! —exclamó Luciano.
—¡Yo prefiero un vaso de vino de Jerez! —dijo sonriendo Claudio Vignon.
En aquel momento, cada cual explicaba su carácter a su vecino. Cuando las personas inteligentes llegan a querer explicarse a sí mismas, a dar la clave de sus corazones, es que la embriaguez se ha adueñado de ellos. Una hora después, todos los comensales, convertidos en los mejores amigos del mundo, se trataban como grandes hombres, como talentos y personas a las cuales el futuro pertenecía. Luciano, en calidad de dueño de la casa, había conservado cierta lucidez. Oyó algunos sofismas que le afectaron y consumaron la obra de su desmoralización.
—Hijos míos —dijo Finot—, el partido liberal está obligado a reanimar su polémica, porque no hay nada que decir contra el gobierno en estos momentos, y comprenderéis en qué situación embarazosa se encuentra la oposición. ¿Quién de vosotros quiere escribir un folleto para pedir la primogenitura, con objeto de hacer clamar contra las secretas intenciones de la corte? El folleto se pagará bien.
—Yo —contestó Héctor Merlin—. Está dentro de mis opiniones.
—Tu partido diría que le comprometes —repuso Finot—. Feliciano, encárgate de ese folleto, Dauriat lo editará y nosotros guardaremos el secreto.
—¿Cuánto dan? —preguntó Vernou.
—Seiscientos francos. Firmarás: el conde C…
—Está bien —dijo Vernou.
—¿De modo que vais a elevar el canard hasta la política? —dijo Lousteau.
—Es el asunto de Chabot trasladado a la esfera de las ideas —repuso Finot—. Se atribuyen intenciones al gobierno y se desencadena contra él la opinión pública.
—Siempre veré con el mayor asombro como un gobierno abandona la dirección de las ideas a unos sujetos como nosotros —dijo Claudio Vignon.
—Si el ministerio comete la tontería de bajar a la palestra —repuso Finot—, lo llevaremos a son de tambor, y si se pica, envenenaremos la cuestión y se le hará caer en desgracia ante las masas. El periódico jamás arriesga nada allí donde el poder tiene siempre las de perder.
—Francia estará anulada hasta el día en que el periodismo sea puesto fuera de la ley —repuso Claudio Vignon—. Vos progresáis de hora en hora —dijo a Finot—. Vosotros seréis los jesuitas, salvo la fe, el pensamiento fijo, la disciplina y la unión.
Cada cual volvió a las mesas de juego. Las claridades de la aurora pronto hicieron palidecer las bujías.
—Tus amigos de la calle de los Quatre-Vents estaban tristes como condenados a muerte —dijo Coralia a su amante.
—Eran los jueces —respondió el poeta.
—Los jueces son más divertidos que eso —añadió Coralia.
Luciano vivió durante un mes entre cenas, comidas, almuerzos y veladas, y fue arrastrado por una corriente invencible hacia una vorágine de placeres y trabajos fáciles. Ya no calculaba. El poder del cálculo en medio de las complicaciones de la vida es el sello de las grandes voluntades, que nunca son las de los postas, ni las de personas débiles o puramente espirituales. Como la mayor parte de los periodistas, Luciano vivió al día, gastando el dinero a medida que lo ganaba, sin pensar en las cargas periódicas de la vida parisiense, tan abrumadoras para esos bohemios. Su modo de vestir rivalizaba con el de los dandis más célebres. Coralia, como todos los fanáticos, gustaba de engalanar a su ídolo. Se arruinó para dar a su querido poeta aquel elegante mobiliario que él tanto había deseado durante su primer paseo por las Tullerías. Luciano tuvo entonces bastones maravillosos, un lindo binóculo, botones de diamantes, pasadores para sus corbatas de la mañana y chalecos magníficos en número suficiente para poder hacer juego con los colores de sus trajes. Pronto gozó fama de dandi. El día en que aceptó la invitación del diplomático alemán, su metamorfosis suscitó una especie de envidia contenida en los jóvenes que se hallaban presentes, y que privaban en el reino de la moda, tales como De Marsay, Vandenesse, Ajuda-Pinto, Máximo de Trailles, Rastignac, el duque de Maufrigneuse, Beaudenord, Manerville, etc. Los hombres de mundo tienen celos entre sí al modo de las mujeres. La condesa de Montcornet y la marquesa de Espard, para quienes se celebraba la cena, tuvieron a Luciano entre ellas, y le colmaron de coqueterías.
—¿Por qué habéis abandonado el mundo? —preguntóle la marquesa—. Con lo bien dispuesto que estaba a acogeros y festejaros. Estoy muy enfadada con vos. Me debíais una visita y todavía la espero. El otro día os vi en la Ópera, y vos no os dignasteis venir a verme ni saludarme.
—Vuestra prima, señora, me indicó de un modo tan positivo mi despedida…
—No conocéis a las mujeres —respondió la señora de Espard interrumpiendo a Luciano—. Habéis herido el corazón más angelical y el alma más noble que conozco. Ignoráis lo que Luisa quería hacer por vos y cuánta habilidad ponía en su plan. ¡Oh!, habría triunfado —dijo, al ver la silenciosa denegación que hacía Luciano—. Su marido, que ahora ha muerto, como debía morir, de una indigestión, ¿no iba a devolverle, tarde o temprano, su libertad? ¿Creéis que habría querido ser la señora Chardon? El título de condesa de Rubempré bien valía la pena de ser conquistado. ¿Sabéis?, el amor es una gran vanidad, que debe otorgarse, sobre todo en el matrimonio, junto con todas las demás vanidades. Aunque yo os amase con locura, es decir, lo suficiente para casarme con vos, me sería muy difícil tener que llamarme señora Chardon. ¿Os dais cuenta de ello? Ahora, habéis visto las dificultades de la vida en París y sabéis cuántos rodeos hay que dar para llegar al fin. Pues bien, confesad que para un desconocido sin fortuna, Luisa aspiraba a un favor casi imposible, por ello no debía descuidar nada. Vos tenéis inteligencia, pero cuando nosotras amamos, tenemos aún más que el hombre más inteligente. Mi prima quería utilizar a ese ridículo Châtelet… Os debo muchos placeres, ¡vuestros artículos contra él me han hecho reír mucho! —dijo interrumpiéndose.
Luciano ya no sabía qué pensar. Iniciado en las traiciones y en las perfidias del periodismo, ignoraba las del mundo. Por ello, a pesar de su perspicacia, había de recibir en él rudas lecciones.
—¡Cómo, señora! —exclamó el poeta, cuya curiosidad fue vivamente excitada—. ¿No protegéis entonces a la Garza?
—En el mundo se ve una obligada a hacer cortesías a sus más crueles enemigos, a parecer que se divierte con la gente aburrida, y a veces se sacrifica en apariencia a los amigos para servirles mejor. ¿Tan inocente sois todavía? ¿Cómo queréis escribir ignorando los engaños del mundo? Si mi prima ha parecido que os sacrificaba a la Garza, era preciso que lo hiciera para poner esta influencia a vuestro servicio, porque nuestro hombre está muy bien visto por el ministerio actual. Así, le hemos demostrado que hasta cierto punto vuestros ataques le eran útiles, con objeto de que un día los dos pudierais volver a ser amigos. Se ha indemnizado a Châtelet de vuestras persecuciones. Como decía Des Lupeaulx a los ministros: Mientras los periódicos ridiculicen a Châtelet, dejan tranquilo al ministerio.
—El señor Blondet me ha dado la esperanza de que tenga el placer de veros en mi casa —dijo la condesa de Montcornet, en el momento en que la marquesa abandonó a Luciano a sus reflexiones—. Encontraréis en ella a algunos artistas, escritores y una mujer que tiene el más vivo deseo de conoceros, la señorita Des Touches, uno de esos raros talentos dentro de nuestro sexo, y a cuya casa sin duda iréis. La señorita Des Touches, Camilo Maupin, si queréis, tiene uno de los salones más notables de París, es sumamente rica. Le han dicho que sois tan guapo como inteligente, y se muere de deseos de veros.
Luciano se deshizo en frases de gratitud, y lanzó a Blondet una mirada de envidia. Había tanta diferencia entre una mujer de la clase y calidad de la condesa de Montcornet y Coralia, como entre ésta y una ramera callejera. Aquella condesa, joven, bella e inteligente, tenía como belleza especial la extraordinaria blancura de las mujeres del Norte. Su madre era la princesa Scherbellof. También el ministro, antes de la comida, le había prodigado sus más respetuosas atenciones. La marquesa había terminado entonces de chupar desdeñosamente un ala de pollo.
—Mi pobre Luisa —dijo a Luciano—, ¡os tenía tanto afecto! Yo estaba en la confidencia del hermoso porvenir que ella soñaba para vos. Os habría soportado muchas cosas, ¡pero qué desprecio recibió al devolverle vos sus cartas! Nosotras perdonamos las crueldades, es preciso creer todavía en nosotras para herirnos, ¡pero la indiferencia!… es como el hielo de los polos, todo lo apaga. Vamos, ¿os dais cuenta de que por vuestra culpa habéis perdido tesoros inmensos? ¿Por qué rompisteis? Aun cuando hubierais sido desdeñado, ¿acaso no tenéis vuestra fortuna por labrar y un apellido que reconquistar? Luisa pensaba en todo ello.
—¿Por qué no me dijo nada? —respondió Luciano.
—¡Ah, Dios mío! Fui yo quien le dio el consejo de que no os descubriera sus sentimientos. Mirad, dicho sea entre nosotros, al veros tan poco hecho al mundo, yo os temía. Tenía miedo de que vuestra inexperiencia y vuestro ardor atolondrado, desbaratasen sus cálculos y nuestros planes. ¿Podéis ahora acordaros de vos mismo? ¿Lo confesáis? Seríais de mi opinión si pudierais ver ahora a vuestro sosias. Ya no os parecéis. En ello estriba nuestra única equivocación. Pero, entre mil, ¿se encontraría un solo hombre que reuniera tanta inteligencia y tanta aptitud para transformarse? Yo no creí que vos fuerais tan sorprendente excepción. Os habéis metamorfoseado tan de prisa, con tanta facilidad habéis sido iniciado en las maneras parisienses, que hace un mes no os reconocí al veros en el Bosque de Bolonia.
Luciano escuchaba a aquella dama con un placer indescriptible: unía a sus palabras halagadoras un aire tan confiado, gracioso e inocente, y parecía interesarse por él tan profundamente, que Luciano creyó en algún prodigio parecido al de su primera noche en el Panorama-Dramatique. Desde aquella noche venturosa todo el mundo le sonreía, atribuía a su juventud un poder de talismán, y quiso probar a la marquesa prometiéndose a sí mismo no dejarse sorprender.
—¿Cuáles eran, pues, señora, esos planes convertidos hoy en quimeras?
—Luisa quería obtener del rey una orden que os permitiera llevar el apellido y el título de Rubempré. Deseaba enterrar al Chardon. Este primer éxito, tan fácil de obtener entonces y que ahora vuestras opiniones hacen casi imposible, era para vos una fortuna. Vos trataréis estas ideas de visiones y bagatelas, pero nosotras conocemos un poco la vida y sabemos lo que hay de sólido en un título de conde llevado por un joven elegante y encantador. Anunciad esto delante de algunas jóvenes inglesas millonarias o en presencia de unas herederas. El señor Chardon o el señor conde de Rubempré, y se producirán dos movimientos muy diferentes. Aunque estuviera lleno de deudas, el conde encontraría los corazones abiertos y su belleza resaltaría como un diamante en una rica montura. Al señor Chardon ni siquiera le verían. No somos nosotros los que hemos creado estas ideas, las encontramos en todas partes, incluso entre los burgueses. En estos momentos estáis dándole la espalda a la fortuna. Mirad a ese lindo joven, el vizconde Félix de Vandenesse, es uno de los dos secretarios particulares del rey. Al rey le gustan bastante los jóvenes de talento, y ése, cuando llegó de la provincia no llevaba un equipaje más pesado que el vuestro, y vos sois mil veces más inteligente que él. Pero ¿pertenecéis a una gran familia o tenéis nombre? Vos conocéis a Des Lupeaulx, su apellido se parece al vuestro, se llama Chardin, pero no vendería por un millón su caserío de Lupeaulx, algún día será conde de Des Lupeaulx, y su nieto quizá sea un gran señor. Si continuáis por el camino que ahora seguís, estáis perdido. ¿Veis como el señor Emilio Blondet es más sensato que vos? Trabaja para un periódico que sostiene el poder, está bien visto por todas las personas influyentes de hoy y puede, sin peligro, mezclarse con los liberales. Por ello llegará tarde o temprano. Pero ha sabido escoger su opinión y sus protecciones. Esa, linda joven, vuestra vecina, es una señorita de Troisville, que tiene en su familia dos pares de Francia y dos diputados, ha hecho una rica boda a causa de su apellido, recibe mucho en su casa, tendrá una gran influencia y removerá el mundo político para ese pequeño señor Emilio Blondet. ¿Adónde os llevará una Coralia?, a encontraros cargado de deudas y ahíto de placeres dentro de algunos años. Colocáis mal vuestro amor y organizáis peor vuestra vida. Esto es lo que me decía el otro día en la Ópera la mujer a la cual vos os complacéis en herir. Al deplorar el abuso que hacéis de vuestro talento y de vuestra juventud, no pensaba en ella, sino en vos.
—¡Ah, si fuera verdad lo que decís, señora! —exclamó Luciano.
—¿Qué interés podría tener en mentiras? —dijo la marquesa, lanzando a Luciano una mirada fría y altiva que le sumió de nuevo en la nada.
Luciano, cohibido, ya no reanudó la conversación, y la marquesa, ofendida, dejó de hablarle. El poeta estaba picado, pero reconoció que de su parte hubo poca habilidad y prometió reparar su error. Volvióse hacia la señora de Montcornet y le habló de Blondet, ensalzando los méritos del joven escritor. Fue bien acogido por la condesa, que le invitó, a una seña que le hizo la señora Espard, a su próxima velada, preguntándole si no vería con placer a la señora de Bargenton, la cual, a pesar de su luto, también iría. No se trataba de una gran velada, sino de su reunión de los días corrientes, y se encontraría entre amigos.
—La señora marquesa —dijo Luciano—, pretende que todos los errores son míos, pero ¿no debe también su prima ser buena conmigo?
—Haced cesar los ataques ridículos de que es objeto, que, por otra parte, la comprometen mucho con un hombre de quien ella se burla, y pronto habréis hecho las paces. Me han dicho que os creisteis burlado por ella, pero yo la he visto muy triste a causa de vuestro abandono. ¿No es cierto que abandonó su provincia con vos y por vos?
Luciano miró a la condesa sonriendo, sin atreverse a responder.
—¿Cómo podíais desconfiar de una mujer que os hacía tales sacrificios? Y por otra parte, hermosa e inteligente como es, debía ser amada a pesar de todo. La señora de Bargeton os amaba menos por vos que por vuestro talento. Creedme, las mujeres aman la inteligencia antes de amar la belleza —dijo mirando disimuladamente a Emilio Blondet.
Luciano comprobó en la residencia del ministro las diferencias que existen entre el gran mundo y el mundo excepcional en el cual vivía desde hacía algún tiempo. Estas dos magnificencias carecían de similitud entre sí, no tenían ningún punto de contacto. La altura y disposición de las piezas de aquel palacio, uno de los más suntuosos del barrio de San Germán, los viejos dorados de los salones, lo espacioso de las decoraciones y la riqueza seria de los accesorios, todo le era extraño y nuevo, pero el hábito tan pronto adquirido de las cosas de lujo impidió que Luciano pareciera sorprendido. Su actitud estuvo tan alejada de la seguridad y de la fatuidad como de la complacencia y del servilismo. El poeta estuvo muy bien y agradó a los que no tenían motivos para serle hostiles, como los jóvenes a quienes su súbita introducción en el gran mundo, sus éxitos y su belleza dieron celos. Al levantarse de la mesa, ofreció el brazo a la señora de Espard, la cual lo aceptó. Al ver a Luciano cortejado por la marquesa de Espard, Rastignac fue a recomendarse por su paisanaje y a recordarle su primera entrevista en la casa de la señora de Val-Noble. El joven aristócrata pareció querer trabar amistad con el gran hombre de provincias invitándole a ir a desayunar a su casa una mañana, y ofreciéndole para presentarle a los jóvenes de moda. Luciano aceptó la proposición.
—Blondet también estará —dijo Rastignac.
El ministro fue a reunirse con el grupo formado por el marqués de Ronquerolles, el duque de Rhétoré, De Marsay, el general Montriveau, Rastignac y Luciano.
—Muy bien —dijo a Luciano con la bonachonería alemana bajo la cual ocultaba su temible astucia—, habéis hecho las paces con la señora de Espard. Está encantada con vos, y todos nosotros —añadió mirando a los hombres que había en torno—, sabemos cuán difícil es ser de su agrado.
—Sí, pero adora la inteligencia —observó Rastignac—, y mi ilustre paisano es vendedor de ella.
—No tardará en reconocer el mal comercio que está haciendo —dijo vivamente Blondet—, vendrá a nuestro lado, pronto será de los nuestros.
Formóse alrededor de Luciano un coro sobre este tema. Los hombres serios lanzaron algunas frases profundas en tono despótico, mientras los jóvenes hacían chanzas a costa del partido liberal.
—Ha tirado a cara o cruz —dijo Blondet—, estoy seguro de ello, para la izquierda o la derecha. Pero ahora va a hacer su elección.
Luciano se echó a reír, recordando su escena del jardín de Luxemburgo con Lousteau.
—Ha tomado como cornac —continuó diciendo Blondet—, a un tal Esteban Lousteau, un espadachín de pequeño periódico, que ve una moneda de cien sueldos en una columna, cuya política consiste en creer en la vuelta de Napoleón, y, lo que me parece aún más insensato, en la gratitud y patriotismo de los señores de la izquierda. Como Rubempré, las inclinaciones de Luciano deben ser aristocráticas, como periodista, debe ser partidario del poder, o de lo contrario, no será nunca ni Rubempré ni secretario general.
Luciano, a quien el diplomático propuso jugar una partida de whist, suscitó la mayor sorpresa cuando confesó que no sabía el juego.
—Amigo mío —le dijo al oído Rastignac—, procurad llegar temprano a mi casa el día en que vengáis a hacer un mal desayuno, os enseñaré el whist, porque deshonráis vuestra real villa de Angulema, y voy a repetiros una frase del señor de Talleyrand al deciros que, si no sabéis ese juego, os preparáis una vejez muy desgraciada.
Anunciaron a Des Lupeaulx, relator del Consejo de Estado que gozaba de gran favor y prestaba servicios secretos al ministerio, hombre astuto y ambicioso que se introducía en todas partes. Saludó a Luciano, con el cual ya se había encontrado en casa de la señora de Val-Noble, y hubo en su saludo una apariencia de amistad que había de engañar al poeta. Al encontrar allí al joven periodista, aquel hombre que en política se hacía amigo de todo el mundo para no quedar mal con nadie, comprendió que Luciano iba a obtener en sociedad tanto éxito como en literatura. Vio a un ambicioso en aquel poeta, y lo envolvió en protestas y testimonios de amistad e interés, como para hacer más viejo su conocimiento y engañar así a Luciano sobre el valor de sus promesas y de sus palabras. Des Lupeaulx tenía por principio conocer bien a aquellos de quienes quería deshacerse cuando encontraba en ellos unos rivales. De esta suerte, Luciano fue bien acogido en el gran mundo. Comprendió todo lo que le debía al duque de Rhétoré, al ministro, a la señora de Espard y a la señora de Montcornet, y fue a charlar con cada una de estas mujeres unos momentos antes de irse, desplegando para ellas toda la gracia de su inteligencia.
—¡Qué fatuidad! —dijo Des Lepeaulx a la señora de Espard, cuando Luciano la dejó.
—Se pudrirá antes de estar maduro —afirmó De Marsay, sonriendo a la marquesa—. Debéis tener motivos ocultos para volverle de ese modo la cabeza.
Luciano encontró a Coralia en el fondo de su coche, en el patio pues la joven había ido a esperarle. El poeta sintióse conmovido por esta atención, y le contó lo ocurrido en la velada. Con gran asombro por parte de Luciano, la actriz aprobó las nuevas ideas que bullían ya en su cabeza y le invitó con insistencia a enrolarse bajo la bandera ministerial.
—Con los liberales, sólo te cabe esperar golpes. Están conspirando, ya han dado muerte al duque de Berry. ¿Derribarán al gobierno? ¡Jamás! Con ellos no llegarás a ninguna parte. Mientras que, en el otro lado, llegarás a ser conde de Rubempré. Puedes prestar servicios, ser nombrado par de Francia y casarte con una mujer rica. Hazte extremista. Por otra parte, eso viste mucho —añadió, profiriendo la frase que para ella era la razón suprema—. La Val-Noble, a cuya casa he ido a comer, me ha dicho que Teodoro Gaillard fundaba decididamente su pequeño periódico monárquico llamado Le Réveil, para responder a las bromas del vuestro y de Le Miroir. Según ella, el señor de Villèle y su partido estarán en el ministerio antes de un año. Procura aprovecharte de ese cambio poniéndote al lado de ellos cuando todavía no son nada. Pero no se lo digas a Esteban ni a tus amigos, porque serían capaces de jugarte alguna mala pasada.
Ocho días más tarde, Luciano se presentó en casa de la señora de Montcornet, donde experimentó la más violenta agitación al volver a ver a la mujer a quien tanto había amado, y a la cual sus sátiras habían traspasado el corazón. También Luisa se había metamorfoseado. Habíase convertido en lo que habría sido de no haber vivido en provincias: una gran dama. En su luto había una gracia y un rebuscamiento que revelaban una viuda feliz. Luciano creyó que él tenía algo que ver en aquella coquetería, y no se equivocaba. Pero, como un ogro, había probado la carne fresca, y durante toda aquella velada estuvo indeciso entre la hermosa, enamorada y voluptuosa Coralia,y la seca, altiva y cruel Luisa. No supo tomar la decisión de sacrificar la actriz a la gran dama. Este sacrificio, la señora de Bargeton, que entonces volvía a sentir amor por Luciano al verle tan inteligente y tan hermoso, lo estuvo aguardando durante toda la velada. No escatimó sus palabras insidiosas, sus actitudes coquetas, y salió del salón con un irrevocable deseo de venganza.
—Bien, querido Luciano —dijo con bondad llena de gracia parisiense y de nobleza—, vos debíais constituir mi orgullo, y me habéis tomado por vuestra primera víctima. Os he perdonado, hijo mío, pensando que había un resto de amor en tal venganza.
La señora de Bargeton volvía a asumir su posición con esta frase acompañada de un aire mayestático. Luciano, que creía tener mil veces razón, resultaba estar equivocado. No se habló de la terrible carta de despedida con la cual había provocado él la ruptura, ni de los motivos de la ruptura. Las mujeres del gran mundo poseen un talento extraordinario para atenuar sus yerros bromeando acerca de ellos. Pueden saber borrarlo todo con una sonrisa, con una pregunta que finge sorpresa. No se acuerdan de nada, todo lo explican, se asombran, interrogan, comentan, amplifican, reprenden y terminan por suprimir sus errores igual que se quita una mancha con un poco de jabón. Sabíais que eran negras y, en un momento, se vuelven blancas e inocentes. En cuanto a vos, podéis consideraros afortunado de no encontraros culpable de algún crimen irremisible. En un instante, Luciano y Luisa habían reanudado sus ilusiones acerca de ellos mismos, hablaban el lenguaje de la amistad. Pero Luciano, ebrio de vanidad satisfecha, ebrio de Coralia, que, digámoslo también, le hacía fácil la vida no supo responder claramente a la frase que Luisa acompañó de un suspiro de vacilación:
—¿Sois feliz?
Un no melancólico habría labrado su fortuna. Creyó ser ingenioso explicando cómo era Coralia. Dijo que era amado por sí mismo, en fin, todas las tonterías del hombre enamorado. La señora de Bargeton se mordió los labios. Todo quedó dicho entonces. La señora de Espard fue al lado de su prima con la señora de Montcornet. Luciano se vio, por así decir, convertido en el héroe de la velada. Fue mimado, agasajado, festejado por aquellas tres mujeres que le enredaron en sus ardides con arte infinito. Su éxito en aquel hermoso y brillante mundo no fue, pues, menor que en el seno del periodismo. La bella señorita Des Touches, tan famosa bajo el nombre de Camilo Maupin, y a quien las señoras de Espard y de Bargeton presentaron a Luciano, le invitó para uno de sus miércoles a comer, y pareció emocionarse ante la belleza tan justamente famosa. Luciano trató de demostrar que aún era más inteligente que bello. La señorita Des Touches expresó su admiración con aquella ingenuidad y efusión de amistad superficial en la que se engañan quienes no conocen a fondo la vida parisiense, en la que la costumbre y la continuidad de los goces la vuelven tan ávida de novedad.
—Si yo le agradase tanto como ella me agrada —dijo Luciano a Rastignac y a De Marsay—, abreviaríamos la novela.
—Tanto el uno como el otro sabéis demasiado bien escribirlas, para querer hacerlas —respondió Rastignac—. ¿Puede existir el amor entre autores? Llega siempre el momento en que se dicen pequeñas frases mordaces.
—No sería un mal sueño para vos —le dijo riendo De Marsay—. Esa joven encantadora tiene treinta años, es cierto, pero posee cerca de ochenta mil libras de renta. Es adorablemente caprichosa y el carácter de su belleza debe mantenerse mucho tiempo. Coralia es una tontuela, amigo mío, apta para daros prestigio, porque un joven guapo no debe estar sin querida, pero si no hacéis alguna bella conquista en el mundo, la actriz acabará por aburriros. Vamos, querido, suplantad a Conti, que va a cantar con Camilo Maupin. En todo tiempo la poesía ha aventajado a la música.
Cuando Luciano oyó a la señorita Des Touches y a Conti, sus esperanzas se desvanecieron.
—Conti canta demasiado bien —dijo a Des Lupeaulx.
Luego volvió al lado de la señora de Bargeton, quien lo llevó al salón donde se encontraba la marquesa de Espard.
—Bien, ¿no queréis interesaros por él? —preguntó la señora de Bargeton a su prima.
—Es que el señor Chardon —respondió la marquesa con aire a la vez impertinente y cariñoso—, debe ponerse en condiciones de ser protegido sin perjuicio para sus protectores. Si quiere obtener la real orden que le permita cambiar el miserable apellido de su padre por el de su madre, ¿no debe ser, por lo menos, de los nuestros?
—Antes de dos meses lo habré arreglado todo —dijo Luciano.
—Bien —dijo la marquesa—, veré a mi padre y a mi tío, que prestan servicio cerca del rey, y ellos hablarán de vos al canciller.
El diplomático y aquellas dos mujeres habían adivinado el punto flaco de Luciano. Aquel poeta, fascinado por los esplendores aristocráticos, experimentaba indecibles mortificaciones al oírse llamar Chardon, cuando veía que en los salones no entraban más que hombres que llevaban apellidos sonoros engastados en títulos. Este dolor se repitió por doquiera que iba durante algunos días. Por otra parte, experimentaba una sensación igualmente desagradable al volver a descender a los asuntos de su oficio, después de haber estado el día antes en el gran mundo, donde se mostraba convenientemente con el coche y los criados de Coralia. Aprendió a montar a caballo para poder galopar junto a la portezuela de los coches de la señora de Espard, de la señorita Des Touches y de la condesa de Montcornet, privilegio que tanto había envidiado a su llegada a París. Finot estuvo encantado de procurar a su redactor esencial una entrada de favor en la Ópera, donde Luciano perdió muchas noches. Pero desde entonces perteneció al mundo especial de los elegantes de aquella época. Si el poeta devolvió a Rastignac y a sus amigos del mundo un espléndido almuerzo, cometió el error de darlo en casa de Coralia, era demasiado joven, demasiado poeta y demasiado confiado para conocer ciertos matices de conducta. Una actriz, excelente muchacha, pero sin educación, ¿podía enseñarle lo que es la vida? El provinciano demostró de la manera más evidente a aquellos jóvenes, llenos de malas disposiciones para con él, aquella inteligencia secreta de intereses entre la actriz y él, inteligencia que todos los jóvenes envidian en secreto y que todos censuran. El que aquella misma noche más cruelmente se burló de ello fue Rastignac, aunque él se mantuviera en el mundo por medios parecidos, pero guardando tan bien las apariencias, que podía tratar de calumnia la maledicencia. Luciano había aprendido rápidamente a jugar al whist y el juego llegó a convertirse en una pasión para él. Coralia, para evitar toda rivalidad, lejos de desaprobar a Luciano, favorecía las disipaciones de éste con la ceguera particular a los sentimientos íntegros que no ven nunca más que el presente y que todo lo sacrifican, incluso el porvenir, al goce del momento. El carácter del amor verdadero ofrece constantes semejanzas con la infancia. Posee de ésta la irreflexión, la imprudencia, la disipación, la risa y las lágrimas.
En esa época florecía una sociedad de jóvenes ricos o pobres, todos ellos desocupados, llamados vividores, y que vivían, en efecto, con una increíble despreocupación, intrépidos comedores, bebedores aún más intrépidos. Todos ellos derrochadores de dinero y mezclando las más rudas bromas a esta existencia, no loca, sino rabiosa, no retrocedían ante ninguna imposibilidad, se jactaban de sus malas acciones, mantenidas, sin embargo, dentro de ciertos límites. La inteligencia más original cubría sus escapadas, era imposible no perdonarles. Ningún hecho acusa de un modo tan elocuente el ilotismo a que la Restauración había condenado a la juventud. Los jóvenes, que no sabían en qué emplear sus fuerzas, no las arrojaban solamente en el periodismo, en las conspiraciones, en la literatura y en el arte, sino que las disipaban en los más extraños excesos, tanta era la savia y tan grandes eran los lujuriantes poderes que había en la joven Francia. Trabajadora, aquella hermosa juventud anhelaba el poder y el placer; artista, quería tesoros; ociosa, deseaba animar sus pasiones; de todos modos quería un lugar, y la política no se lo daba en ninguna parte. Los vividores eran jóvenes dotados casi todos de facultades eminentes, que algunos perdieron en aquella vida enervante, mientras las de otros resistieron a ella. El más célebre de estos vividores, el más inteligente, Rastignac, terminó por ingresar, conducido por De Marsay, en una carrera seria, donde se distinguió. Las bromas a las que se entregaron estos jóvenes se hicieron tan famosas, que han suministrado tema para varios vodeviles. Luciano, lanzado por Blondet en esta sociedad de disipadores, brilló en ella al lado de Bixiou, uno de los ingenios más deliciosos y el más infatigable burlón de la época. Durante todo el invierno, la vida de Luciano fue, pues, una larga embriaguez interrumpida por los fáciles trabajos del periodismo. Continuó la serie de sus pequeños artículos e hizo esfuerzos enormes para producir de vez en cuando algunas bellas páginas de crítica intensamente meditadas. Pero el estudio era una excepción, el poeta sólo se entregaba a él impelido por la necesidad: los almuerzos, las cenas, las fiestas y el juego, le robaban todo el tiempo, y Coralia devoraba el resto. Luciano se prohibía a sí mismo pensar en el día de mañana. Por otra parte, veía como sus pretendidos amigos se portaban como él, cobrando de prospectos de librería bien pagados, por primas dadas a ciertos artículos necesarios a las especulaciones atrevidas, viviendo al día y sin preocuparse mucho del futuro. Una vez admitido en el periodismo y en la literatura en un pie de igualdad, Luciano advirtió enormes dificultades que vencer en el caso de que quisiera ascender. Todos consentían en tenerle como igual, pero nadie quería tenerle como superior. Así, pues, poco a poco fue renunciando a la gloria literaria, creyendo que la fortuna política era más fácil de obtener.
—La intriga suscita menos pasiones contrarias que el talento, sus sordos manejos no llaman la atención de nadie —le dijo un día Châtelet, con el cual había hecho las paces—. Por otra parte, la intriga es superior al talento. De nada hace algo. Mientras que la mayoría de las veces los inmensos recursos del talento sólo sirven para labrar la desgracia de un hombre.
A través de esta vida en la que siempre el día siguiente pisaba los talones al día anterior en medio de la orgía, y no encontraba el trabajo prometido, Luciano perseguía, pues, su idea principal. Frecuentaba asiduamente el mundo, cortejaba a la señora de Bargeton, a la marquesa de Espard, a la condesa de Montcornet, y no faltaba a una sola de las veladas de la señorita Des Touches. Llegaba al mundo antes de una partida de placer, o después de algún almuerzo dado por los autores o libreros, y abandonaba los salones para una cena, fruto de alguna apuesta. La conversación y el juego absorbían las pocas ideas y fuerzas que le dejaban sus excesos. El poeta ya no tuvo entonces aquella lucidez mental, aquella frialdad de cabeza necesarias para observar a su alrededor y fue imposible reconocer los instantes en que la señora de Bargeton volvía a él, se alejaba ofendida, le perdonaba o le condenaba de nuevo. Châtelet advirtió las oportunidades que le quedaban a su rival, y se hizo amigo de Luciano para mantenerle en la disipación en que se perdían sus energías. Rastignac, celoso de su paisano y por otra parte, encontrando en el barón un aliado más seguro y más útil que Luciano, abrazó la causa de Châtelet. Así, unos días después de la entrevista del Petrarca y la Laura de Angulema, Rastignac había hecho que se reconciliasen el poeta y el viejo guapo del Imperio en medio de una magnífica cena en el Rocher de Cancale. Luciano, que regresaba siempre por la mañana y se levantaba en medio de la jornada, no sabía resistir a un amor a domicilio y siempre a punto. De este modo el resorte de la voluntad, debilitado sin cesar por una pereza que le volvía indiferente a las hermosas resoluciones adoptadas en los momentos en que vislumbraba claramente su situación, se anuló y pronto no respondió ya a las más fuertes presiones de la miseria. Después de haberse sentido muy dichosa viendo como Luciano se divertía, después de haberle animado, viendo en aquella disipación una garantía de la duración de su afecto y unos lazos en las necesidades que ella creaba, la dulce y tierna Coralia tuvo el valor de recomendar a su amante que no olvidara el trabajo, y varias veces se vio obligada a decirle que había ganado poco en un mes. El amante y su querida contrajeron deudas con espantosa rapidez. Los mil quinientos francos que quedaban del precio de las Margaritas y los primeros quinientos francos ganados por Luciano, habían sido prontamente devorados. En tres meses, sus artículos no produjeron al poeta más de mil francos, y creyó haber trabajado extraordinariamente. Pero Luciano había adoptado la jurisprudencia alegre de los vividores sobre las deudas. Las deudas son bonitas en los jóvenes de veinticinco años, más tarde, nadie se las perdona. Es de observar que algunas almas, realmente poéticas, pero en las cuales la voluntad se debilita, ocupadas en sentir, para dar sus sensaciones por medio de imágenes, carecen esencialmente del sentido moral que debe acompañar a toda observación. Los poetas prefieren recibir en sí mismos impresiones a penetrar en los demás y estudiar en ellos el mecanismo de los sentimientos. Por esta razón Luciano no preguntó a los vividores por cuántos desaparecían, ni vio el porvenir de aquellos pretendidos amigos, algunos de los cuales tenían heredades, otros esperanzas ciertas, éstos talento reconocido, aquéllos la fe más intrépida en su destino y el propósito premeditado de tergiversar las leyes. El poeta creyó en su porvenir confiando en aquellos profundos axiomas de Blondet: “Todo termina por arreglarse. —Nada se desarregla en las personas que no tienen nada. —Sólo podemos perder la fortuna que andamos buscando. —Siguiendo la corriente, a alguna parte se llega. —Un hombre inteligente que tiene influencia en el mundo, hace fortuna cuando quiere”
Aquel invierno, lleno de tantos placeres, fue necesario a Teodoro Gaillard y a Héctor Merlin para encontrar el capital que requería la fundación de Le Réveil, cuyo primer número no apareció hasta el mes de marzo de 1822. El asunto se trataba en casa de la señora de Val-Noble. Esta elegante e inteligente cortesana, que decía, mostrando sus magníficos apartamentos: “He ahí las cuentas de las mil y una noches”, ejercía cierta influencia en los banqueros, los grandes señores y los escritores del partido monárquico, todos ellos acostumbrados a reunirse en su salón para tratar de ciertos negocios que sólo en él podían ser tratados. Héctor Merlin, a quien había sido prometida la redacción en jefe de Le Réveil, había de tener como brazo derecho a Luciano, que se había convertido en su amigo íntimo, y al que le fue también prometido el folletín de uno de los periódicos ministeriales. El cambio de frente en la posición de Luciano se preparaba sordamente a través de los placeres de su existencia. Aquel muchacho se creía un gran político, disimulando aquel golpe teatral, y contaba mucho con las larguezas ministeriales para arreglar sus cuentas y disipar las secretas contrariedades de Coralia. La actriz, siempre risueña, ocultaba sus apuros, pero Berenice, más atrevida, instruía a Luciano. Como todos los poetas, aquel gran hombre en cierne, se asustaba un poco ante los desastres, prometía trabajar, olvidaba su promesa y ahogaba esta preocupación pasajera en medio de sus excesos. El día en que Coralia advertía nubes en la frente de su amante, regañaba a Berenice y decía a su poeta que todo se arreglaría. La señora de Espard y la señora de Bargeton aguardaban la conversión de Luciano para hacer que Châtelet le pidiera al ministro, decían, la orden tan deseada sobre el cambio de apellido. Luciano había prometido dedicar sus Margaritas a la marquesa de Espard, que parecía muy halagada por una distinción que los autores han hecho rara desde que se han convertido en un poder. Cuando Luciano iba por la noche a preguntarle a Dauriat cómo iba su libro, el librero le oponía excelentes razones para retrasar la impresión de la obra. Dauriat tenía entre manos tal o cual operación que le robaba su tiempo, iba a publicarse un nuevo volumen de Canalis contra quien no era posible tropezar, las Segundas Meditaciones del señor de Lamartine estaban en prensa, y dos importantes colecciones de poesías no podían encontrarse; por otra parte, el autor había confiado en la habilidad de su librero. Sin embargo, las necesidades de Luciano se hacían tan acuciantes, que recurrió a Finot, el cual le dio algunos anticipos sobre unos artículos. Cuando por la noche, cenando, el poeta-periodista explicaba su situación a sus amigos los vividores, éstos ahogaban sus escrúpulos en oleadas de vino de Champaña mezclado con bromas. ¡Las deudas! ¡No hay hombre fuerte sin deudas! Las deudas representan necesidades satisfechas, vicios exigentes. Un hombre sólo triunfa cuando está apremiado por la mano férrea de la necesidad.
—¡A los grandes hombres, el Monte de Piedad agradecido! —le gritaba Blondet.
—Quererlo todo, es deberlo todo —decía Bixiou.
—¡No deberlo todo es haberlo tenido todo! —respondía Des Lupeaulx.
Los vividores sabían demostrar a aquel niño que sus deudas serían el aguijón de oro con el cual picaría los caballos uncidos al carro de su fortuna. Luego, siempre César con sus cuarenta millones de deudas, y Federico II recibiendo de su padre un ducado al mes, y siempre los famosos, los corruptores ejemplos de los grandes hombres mostrados en sus vicios y no en la omnipotencia de su valor y de sus concepciones. Finalmente, el coche, los caballos y los muebles de Coralia fueron embargados por varios acreedores, por sumas cuyo total ascendía a cuatro mil francos. Cuando Luciano recurrió a Lousteau para pedirle el billete de mil francos que le había prestado, éste le mostró unos documentos que establecían en Florina una situación análoga a la de Coralia. Pero Lousteau, agradecido, le propuso dar los pasos necesarios para colocar El Arquero de Carlos IX.
—¿Cómo ha llegado Florina a eso? —preguntó Luciano.
—El Matifat se ha asustado —respondió Lousteau—, le hemos perdido. Pero si Florina quiere, pagará cara su traición. Ya te contaré el asunto.
Tres días después de la gestión infructuosa hecha por Luciano cerca de Lousteau, los dos amantes desayunaban tristemente junto a la chimenea de su hermoso dormitorio. Berenice les había hecho unos breves huevos al plato en la chimenea, porque la cocinera, el cochero y los criados se habían ido. Era imposible disponer del mobiliario embargado. En la casa ya no había ningún objeto de oro o de plata ni ningún valor intrínseco. Pero, por otra parte, todo estaba representado por papeletas del Monte de Piedad que formaban un pequeño volumen en octavo muy instructivo. Berenice había conservado dos cubiertos. El pequeño periódico prestaba servicios inapreciables a Luciano y Coralia al conservar al sastre, la sombrerera y la modista, todos los cuales temían contrariar a un periodista capaz de hundir sus establecimientos. Durante el desayuno llegó Lousteau gritando:
—¡Hurra! ¡Viva el Arquero de Carlos IX! He lavado por valor de cien francos en libros, hijos míos —dijo—. ¿Repartimos?
Entregó cincuenta francos a Coralia y mandó a Berenice a buscar un almuerzo sustancioso.
—Héctor Merlin y yo cenamos ayer con unos libreros y preparamos la venta de tu novela por medio de sabias insinuaciones. Les dijimos que andas en tratos con Dauriat, pero Dauriat es un roñoso, no quiere dar más de cuatro mil francos por dos mil ejemplares, y tú quieres seis mil francos. Te hemos hecho dos veces más grande que Walter Scott. ¡Oh, tienes en el vientre novelas incomparables! Tú no ofreces un libro, sino un negocio. No eres el autor de una novela más o menos ingeniosa, ¡serás una colección! Esta palabra colección ha hecho efecto. Por lo tanto, no te olvides de tu papel, tienes en cartera: La Gran Señorita o Francia en tiempos de Luis XIV. — Cotillón I o Los Primeros días de Luis XV. — La Reina y el Cardenal o Cuadro de París bajo la Fronda. — El Hijo de Concini o Una Intriga de Richelieu… Estas novelas se anunciarán en las tapas. A esta maniobra la llamamos mantener el éxito. Se hace saltar los libros sobre las tapas hasta que se hacen célebres, y entonces uno es más grande por las obras que no hace que por las que ha hecho. El en Prensa es la hipoteca literaria. Vamos, ¿reímos un poco? He aquí vino de Champaña. Comprenderás, Luciano, que nuestros nombres han abierto unos ojos como platillos… ¿Tienes todavía platillos?
—Están embargados —contestó Coralia.
—Comprendo —dijo Lousteau—. Como iba diciendo, los libreros creerán en todos los manuscritos si ven uno solo. En librería, se pide ver el manuscrito, se tiene la pretensión de leerlo. Dejemos a los libreros su fatuidad. Nunca leen libros, de lo contrario, no publicarían tanto. Héctor y yo hemos dejado presentir que por cinco mil francos tú concederías tres mil ejemplares en dos ediciones. Dame el manuscrito del Arquero, pasado mañana almorzaremos en casa de los libreros y se lo endilgaremos.
—¿De quienes se trata? —preguntó Luciano.
—Dos socios, dos buenos muchachos, llamados Fendant y Cavalier. El uno es un antiguo primer dependiente de la casa Vidal y Porchon, y el otro es el más hábil viajero del muelle de los Agustinos, ambos establecidos desde hace un año. Después de haber perdido algunos pequeños capitales publicando novelas traducidas del inglés, estos sujetos quieren ahora explotar las novelas indígenas. Corren rumores de que esos dos comerciantes de papel ennegrecido arriesgan únicamente los capitales de los otros, pero creo que a ti te es completamente indiferente saber a quien pertenece el dinero que te darán.
Dos días más tarde, los dos periodistas estaban invitados a almorzar en la calle Serpente, en el antiguo barrio de Luciano, donde Lousteau conservaba aún su habitación de la calle de la Harpe. El poeta, que fue allá a recoger a su amigo, encontró el aposento en el mismo estado en que lo había visto la noche de su introducción en el mundo literario; pero ya no se extrañó de ello, su educación le había iniciado en las vicisitudes de la vida de los periodistas, todo lo concebía. El gran hombre de provincias había cobrado, jugado y perdido el importe de más de un artículo, perdiendo también las ganas de hacerlo, había escrito más de una columna según los procedimientos ingeniosos descritos por Lousteau cuando bajaban de la calle de la Harpe hacia el Palacio Real. Caído bajo la dependencia de Barbet y de Braulard, traficaba con libros y entradas de teatro, no retrocedía, en fin, ante ningún elogio ni ante ningún ataque. Experimentaba incluso en aquellos momentos una especie de alegría sacando de Lousteau todo el partido posible antes de volverles la espalda a los liberales, que se proponía atacar tanto más cuanto mejor los había estudiado. Por su lado, Lousteau cobraba, en perjuicio de Luciano, una suma de quinientos francos en dinero de Fendant y Cavalier, bajo el nombre de comisión, por haber procurado aquel futuro Walter Scott a los dos libreros en busca de un Scott francés.
La casa Fendant y Cavalier era una de esas editoriales establecidas sin ninguna clase de capital, como era frecuente entonces, y como se establecerán siempre, en tanto que la papelería y la imprenta continúen concediendo crédito a la librería, durante el tiempo necesario para jugar siete u ocho partidas de cartas llamadas publicaciones. Entonces como hoy, las obras se compraban a los autores en letras suscritas a los cambios de seis, nueve y doce meses, pago fundado en la naturaleza de la venta que se liquida entre libreros por medio de valores aún más largos. Estos libreros pagaban con la misma moneda a los papeleros y a los impresores, que así tenían un año entre las manos, gratis, toda una librería compuesta de una docena o de una veintena de obras. Suponiendo dos o tres éxitos, el producto de los buenos negocios compensaba de los malos, y se sostenían ensamblando libro sobre libro. Si las operaciones eran todas dudosas, o si, por desgracia, encontraban buenos libros que no podían venderse más que después de haber sido saboreados y apreciados por el verdadero público, si los descuentos de sus valores eran onerosos, o si ellos mismos sufrían quiebras, depositaban tranquilamente su balance, sin preocuparse, preparados de antemano para este resultado. Así, todas las oportunidades estaban a su favor, pues jugaban sobre el gran tapete verde de la especulación los capitales ajenos, no los propios. Cavalier había aportado su experiencia. Fendant su industria. El capital social merecía eminentemente este título, porque consistía en algunos miles de francos, ahorros penosamente acumulados por sus amantes, sobre los cuales se habían asignado ellos considerables honorarios, muy escrupulosamente gastados en cenas ofrecidas a los periodistas y a los autores, en el espectáculo en que, decían, se hacían los negocios. Aquellos dos semibribones pasaban por ser hábiles, pero Fendant era más astuto que Cavalier. Digno de su nombre, Cavalier viajaba, mientras Fendant dirigía los negocios en París. Esta asociación fue siempre lo que en todo momento será entre dos libreros, un duelo. Los socios ocupaban la planta baja de uno de aquellos viejos hoteles de la calle Serpente, donde el gabinete de la casa se encontraba en el extremo de vastos salones convertidos en almacenes. Ya habían publicado muchas novelas, tales como La Torre del Norte, El Mercader de Benares, La Fuente del Sepulcro, Tekeli y las obras de Galt, autor inglés que en Francia no ha tenido aceptación. El éxito de Walter Scott despertaba tanto la atención de la librería sobre los productos de Inglaterra, que los libreros estaban preocupados, como verdaderos normandos, por la conquista de Inglaterra. Se buscaba un Walter Scott como más tarde había de buscarse asfaltos en los terrenos pedregosos, betún en los pantanos y realizar beneficios sobre los ferrocarriles en proyecto. Una de las grandes bobadas del comercio parisiense es querer encontrar el éxito en los análogos, cuando se encuentra en los contrarios. En París sobre todo, el éxito mata al éxito. Así, bajo el título de Los Strelitz o La Rusia de hace cien años, Fendant y Cavalier insertaban buenamente en grandes letras: Del género de Walter Scott. Fendant y Cavalier tenían sed de éxito: un buen libro podría servirles para dar salida a sus fardos, y habían sido engolosinados por la perspectiva de tener artículos en los periódicos, la gran condición de venta en aquel entonces, porque es sumamente raro que un libro sea comprado por su valor propio, y casi siempre se publica por razones ajenas a su mérito. Fendant y Cavalier veían en Luciano al periodista, y en su libro una fabricación cuya primera venta les facilitaría un fin de mes. Los periodistas encontraron a los socios en su gabinete, con el contrato preparado y las letras firmadas. Esta prontitud maravilló a Luciano. Fendant era un hombrecillo flaco, portador de una fisonomía siniestra: el aire de un calmuco, frente baja y estrecha, nariz chata, boca apretada, dos ojillos negros muy vivos, el contorno de la cara atormentado, color agrio, una voz que parecía una campana rajada, en una palabra, todo el aspecto de un bribón consumado. Pero compensaba estas desventajas con lo meloso de sus palabras y llegaba a lo que se proponía por medio de la conversación. Cavalier, sujeto rechoncho y al que se habría tomado más por un conductor de diligencia que por un librero, tenía los cabellos de un rubio grisáceo, el rostro encendido y la eterna verborrea del viajante.
—No discutiremos —dijo Fendant dirigiéndose a Luciano y a Lousteau—. He leído la obra, es muy literaria y nos conviene tanto que ya he entregado el manuscrito a la imprenta. El contrato está redactado conforme a las bases convenidas. Por otra parte, jamás nos salimos de las condiciones que en él hemos estipulado. Nuestros efectos son a seis, nueve y doce meses, los negociaréis fácilmente y nosotros os los reembolsaremos. Nos hemos reservado el derecho de dar otro título a la obra, no nos gusta El Arquero de Carlos IX, no pica bastante la curiosidad de los lectores, hay varios reyes que se llaman Carlos, ¡y en la Edad Media había tantos arqueros! ¡Ah, si dijeseis El Soldado de Napoleón! Pero El Arquero de Carlos IX… Cavalier se vería obligado a dar un curso de historia de Francia para colocar cada ejemplar en provincias.
—¡Si conocierais a la gente con quien hemos de tratar! —exclamó Cavalier.
—El Día de San Bartolomé estaría mejor —observó Fendant. —Catalina de Médicis o Francia en tiempos de Carlos IX— añadió Cavalier—, se parecería más a un título de Walter Scott.
—En fin, ya lo decidiremos cuando la obra esté impresa —dijo Fendant.
—Como queráis —repuso Luciano—, con tal de que el título me convenga.
Leído el contrato, firmado y cambiadas las copas, Luciano se embolsó las letras con satisfacción sin igual. Luego los cuatro subieron a la casa de Fendant, donde hicieron el más vulgar de los almuerzos: ostras, bistecs, riñones al vino de Champaña y queso de Brie. Pero estos manjares fueron acompañados por vinos exquisitos debidos a Cavalier, que conocía a un viajante de vinos. En el momento de sentarse a la mesa, apareció el artífice al que se había confiado la impresión de la novela, el cual fue a sorprender a Luciano trayéndole las dos primeras hojas de su libro en pruebas.
—Queremos ir de prisa —dijo Fendant a Luciano—, confiamos en vuestro libro, y tenemos urgente necesidad de éxito.
El almuerzo, comenzado hacia el mediodía, no terminó hasta las cinco.
—¿Dónde encontrar dinero? —preguntó Luciano a Lousteau.
—Vamos a ver a Barbet —respondió Esteban.
Los dos amigos descendieron, un poco calentados y embriagados, hacia el muelle de los Agustinos.
—Coralia está sumamente sorprendida de la pérdida que ha sufrido Florina. Ésta no se lo dijo hasta ayer, atribuyéndole su desgracia. Parecía tan enfadada, como si tuviera intención de dejarte —dijo Luciano a Lousteau.
—Es verdad —respondió Lousteau, que no conservó su prudencia y abrió su corazón a Luciano—. Amigo mío, porque tú, Luciano, eres mi amigo, me has prestado mil francos y todavía no me los has pedido más que una vez, desconfía del juego. Si yo no jugara, sería feliz. Debo a Dios y al diablo. En estos momentos tengo en pos de mí a los guardias del Comercio. En fin, cuando voy al Palacio Real, me veo obligado a doblar peligrosos cabos.
En la lengua de los vividores, doblar un cabo en París es dar un rodeo, sea para no pasar delante de un acreedor, o para evitar el lugar donde pueda ser encontrado. Luciano, que no iba de un modo indiferente por las calles, conocía la maniobra aunque ignorase su nombre.
—Entonces, ¿es mucho lo que debes?
—Una miseria —repuso Lousteau—. Mil escudos me salvarían. He querido portarme bien, no volver a jugar, y para arreglar mis asuntos he hecho un poco de chantage.
—¿Qué es el chantaje? —respondió Luciano, para quien ese nombre era desconocido.
—El chantaje es una invención de la prensa inglesa, importada recientemente a Francia. Los chanteurs son personas situadas de manera que dispongan de los periódicos. Nunca un director de periódico, ni un redactor jefe, se cree que pueda mezclarse en el chantaje. Para ello tienen a los Giroudeau y los Felipe Bridau. Estos bravos van al encuentro de un hombre que, por ciertas razones, no quiere que se ocupen de él. Infinidad de personas tienen en la conciencia pecadillos más o menos originales. Hay muchas fortunas sospechosas en París, obtenidas por vías más o menos legales, a menudo por maniobras criminales, y que procurarían deliciosas anécdotas, como la gendarmería de Fouché vigilando a los espías del prefecto de policía, los cuales, no estando en el secreto de la fabricación de los billetes falsos de la banca inglesa, iban a detener a los impresores clandestinos protegidos por el ministro. Luego, la historia de los diamantes del príncipe Galathione, el caso Maubreuil, la herencia Pombreton, etc. El chantajista se ha procurado alguna pieza o un documento importante, pide una cita al hombre enriquecido, y si éste no da cierta suma, le amenaza con la prensa dispuesta a revelar sus secretos. El hombre rico tiene miedo y paga. El juego está hecho. Si os entregáis a una operación peligrosa, puede sucumbir al cabo de algunos artículos. Os envían un chantajista que os propone volver a comprar los artículos. Hay ministros a quienes les envían chantajistas y que estipulan con ellos que el diario atacará sus actos políticos pero no sus personas, o que entregan su persona y piden clemencia para su amante. Des Lupeaulx, ese lindo relator del Consejo de Estado, está continuamente ocupado en esta clase de negociaciones con los periodistas. Ese sujeto se ha creado una magnífica posición en el centro del poder por medio de sus relaciones. Es a la vez el mandatario de la prensa y el embajador de los ministros. Chalanea con el amor propio de la gente, incluso extiende este comercio a los asuntos políticos, obtiene de los periódicos el silencio sobre tal empréstito, sobre tal concesión otorgada sin competencia ni publicidad en la cual se da una parte a los linces de la banca liberal. Tú hiciste un poco de chantaje con Dauriat. Él te dio mil escudos para impedir que desacreditases a Nathan. En el siglo XVIII, en que el periodismo se hallaba en mantillas, el chantaje se efectuaba por medio de panfletos, cuya destrucción era comprada por los favoritos y por los grandes señores. Su inventor fue el Aretino, un gran hombre de Italia que imponía sus reyes como actualmente tal o cual periódico impone los actores.
—¿Qué le has hecho a Matifat para tener tus mil escudos?
ño
—Hice que Florina fuese atacada en seis periódicos, y ésta se quejó a Matifat, quien rogó a Braulard que descubriera la razón de esos ataques. Braulard ha sido engañado por Finot. Éste, en cuyo provecho cantaba yo, dijo al droguero que tú desacreditabas a Florina en beneficio de Coralia. Giroudeau fue a decirle confidencialmente a Matifat que todo se arreglaría si accedía a vender su sexta parte de propiedad en la Revista de Finot por diez mil francos. Finot me daba mil escudos en caso de éxito. Matifat estaba a punto de concluir el negocio, contento de recuperar diez mil francos de sus treinta mil que le parecían aventurados, porque, desde hacía unos días, Florina le decía que la Revista de Finot no iba bien. En lugar de cobrar dividendos, se trataba de una nueva petición de fondos. Sin embargo, antes de hacer su balance, el director del Panorama-Dramatique tuvo necesidad de negociar algunos efectos, y para hacer que Matifat los colocase, le previno de la mala pasada que le jugaba Finot. Matifat, comerciante después de todo, ha abandonado a Florina, se ha quedado con su sexta parte, y ahora ya nos ve venir. Hemos tenido la desgracia de atacar a un hombre que no tiene afecto a su querida, un miserable sin alma ni corazón. Desgraciadamente, el comercio que practica Matifat no cae dentro de la jurisdicción de la prensa, es inatacable en sus intereses. No se critica a un droguero como se critican los sombreros, las cosas de moda, los teatros o los asuntos de arte. El cacao, la pimienta, los colores, los tintes, el opio, no pueden desprestigiarse. Florina está desesperada, el Panorama cierra mañana y no sabe qué va a ser de ella.
—Como consecuencia del cierre del teatro, Coralia debuta dentro de unos días en el Gimnasio —dijo Luciano—. Podrá ayudar a Florina.
—¡Jamás! —exclamó Lousteau—. Coralia no será inteligente, pero no es todavía lo bastante tonta como para entregarse a una rival. Nuestros negocios se han ido al agua. Pero Finot tiene tanta prisa por atrapar su sexta parte…
—¿Y por qué?
—El negocio es excelente, querido. Hay oportunidad de vender el periódico por trescientos mil francos. Finot tendría entonces una tercera parte, más una comisión dada por sus socios y que divide con Des Lupeaulx. Por ello voy a proponerle un chantaje.
—Entonces, ¿el chantaje es la bolsa o la vida?
—Algo mejor —repuso Lousteau—. Es la bolsa o el honor. Anteayer, un pequeño periódico a cuyo propietario se le había denegado un crédito, dijo que el reloj de repetición rodeado de diamantes perteneciente a una de las notabilidades de la capital, se encontraba de extraño modo en manos de un soldado de la guardia real y prometía el relato de esta aventura digna de las “Mil y una Noches”. La notabilidad se apresuró a invitar al redactor jefe a cenar y éste ganó ciertamente algo, pero la historia contemporánea ha perdido la anécdota del reloj. Cada vez que veas a la prensa encarnizada en pos de algunas personas poderosas, debes saber que debajo de ello hay dinero rehusado, favores que alguien no ha querido hacer. Este chantaje relativo a la vida privada es el que más temen los ingleses ricos, entra en gran parte en los ingresos secretos de la prensa británica, infinitamente más depravada que la nuestra. ¡Nosotros somos unos niños! En Inglaterra se compra una carta comprometedora por cinco o seis mil francos para volver a venderla.
—¿Qué medio has encontrado para atacar a Matifat?
—Querido —repuso Lousteau—, ese vil droguero ha escrito las cartas más curiosas a Florina: ortografía, estilo, ideas, todo es de un carácter cómico consumado. Matifat teme mucho a su mujer. Nosotros podemos, sin mencionarle, sin que pueda quejarse, alcanzarle en el seno de sus lares y de sus penates, donde se cree en seguridad. Considera su rabia cuando vea el primer artículo de una pequeña novela de costumbres titulada Los Amores de un Droguero, cuando haya sido lealmente prevenido del azar que pone en manos de los redactores de tal periódico unas cartas en las que habla del pequeño Cupido, donde escribe gamet en vez de jamais, donde dice de Florina que ella le ayuda a cruzar el desierto de la vida, lo cual puede hacer creer que la toma por un camello. En fin, que con esta correspondencia eminentemente chusca, hay para hacer desternillar de risa a los suscriptores durante quince días. Se le intimidará amenazándole con enviar a su mujer una carta anónima en la que que se le pondría al corriente de la broma. ¿Querrá asumir Florina la responsabilidad de parecer que es ella quien persigue a Matifat? Tiene todavía principios, es decir, esperanzas. Quizá guarda las cartas para ella y quiere una parte. Es astuta, es mi discípula. Pero cuando sepa que la guardia de Comercio no es una broma, cuando Finot le haya hecho un buen regalo, o dado la esperanza de un contrato, me dará las cartas, que yo entregaré a Finot a cambio de escudos. Éste, a su vez, confiará la correspondencia a su tío, y Giroudeau hará capitular al droguero.
Esta confidencia disipó la embriaguez de Luciano, el cual después de considerar que tenía amigos sumamente peligrosos, juzgó prudente no pelearse con ellos, porque podría tener necesidad de su terrible influencia en el caso de que la señora de Espard, la señora de Bargeton y Châtelet faltaran a su palabra. Esteban y Luciano habían llegado en aquel momento al muelle, ante la miserable tienda de Barbet.
—Barbet —dijo Esteban al librero—, tenemos cinco mil francos de Fendant y Cavalier a seis, nueve y doce meses, ¿queréis pagarnos sus letras?
—Las tomo por mil escudos —dijo Barbet con serenidad imperturbable.
—¡Mil escudos! —exclamó Luciano.
—No los encontraréis en ninguna parte —repuso el librero—. Esos caballeros se declararán en quiebra antes de tres meses. Pero yo conozco de ellos dos obras buenas cuya venta es dura, no pueden esperar, se las compraré al contado y les devolveré sus valores. De este modo tendré dos mil francos de rebaja sobre las mercancías.
—¿Quieres perder dos mil francos? —dijo Esteban a Luciano.
—¡No! —exclamó el poeta, asustado ante este primer negocio.
—Haces mal —añadió Esteban.
—No negociaréis su papel en ninguna parte —dijo Barbet—. El libro del caballero es la última jugada de cartas de Fendant y Cavalier, no pueden imprimirlo más que dejando los ejemplares depositados en la imprenta, un éxito no les salvará más que para seis meses, porque tarde o temprano saltarán. Esa gente bebe más copitas que libros venden. Para mí sus efectos representan un negocio, y vos podéis al mismo tiempo encontrar un valor superior al que darán los banqueros, quienes se preguntarán qué vale cada firma. El comercio del banquero que se dedica a descuentos consiste en saber si tres firmas darán un treinta por ciento cado una en caso de quiebra. Ante todo, no ofrecéis más que dos firmas, y cada una no vale un diez por ciento.
Los dos amigos se miraron sorprendidos al oír salir de la boca de aquel pedante un análisis en el que se encontraba en pocas palabras todo el espíritu del descuento.
—Basta de frases, Barbet —dijo Lousteau—. ¿A qué banquero podemos ir?
—El tío Chaboisseau, del muelle de San Miguel, ¿sabéis?, ha hecho el último fin de mes de Fendant. Si rehusáis mi proposición, id a su casa. Pero volveréis a mí y entonces no os daré más que dos mil quinientos francos.
Esteban y Luciano fueron al muelle de San Miguel, a una casita con zaguán, donde vivía aquel Chaboisseau, uno de los banqueros de la librería, y le encontraron en el segundo piso, en un apartamento amueblado del modo más original. A aquel banquero subalterno y, sin embargo, millonario, le agradaba el estilo griego. La cornisa de la habitación era una greca. Adornado con una tela teñida de púrpura y dispuesta a la griega a lo largo de la pared como el fondo de un cuadro de David, el lecho, de forma muy pura, databa de la época del Imperio, en el que todo se fabricaba en ese gusto. Las butacas, las mesas, las lámparas, los candelabros, los menores accesorios sin duda escogidos con paciencia en los comercios de muebles, respiraban la gracia delicada y frágil pero elegante de la Antigüedad. Este sistema mitológico y ligero formaba un extraño contraste con las costumbres del banquero. Es de notar que los hombres más caprichosos se encuentran entre las personas entregadas al comercio del dinero. Estas personas son, en cierto modo, los libertinos del pensamiento. Pudiendo poseerlo todo, y por lo tanto, hastiados de todo, se entregan a esfuerzos enormes para salir de su indiferencia. El que sabe estudiarlos encuentra siempre una manía, un recoveco del corazón por el cual son accesibles. Chaboisseau parecía haberse refugiado en la Antigüedad como en una fortaleza inexpugnable.
Chaboisseau, hombrecillo de cabellos empolvados, levita verdosa, chaleco de color de avellana, con un pantalón negro y terminado por medias chiné y zapatos que crujían bajo el pie, tomó las letras y las examinó. Luego las devolvió a Luciano con grave ademán.
—Los señores Fendat y Cavalier son excelentes muchachos, jóvenes llenos de inteligencia, pero yo me encuentro sin dinero —dijo con voz dulce.
—Mi amigo se avendrá a un descuento —respondió Esteban.
—No puedo tomar esos valores por ningún precio —dijo el hombrecillo, cuyas palabras resbalaron sobre la proposición de Lousteau como una cuchilla de la guillotina sobre la cabeza de un hombre.
Los dos amigos se retiraron. Al atravesar la antesala, hasta donde les acompañó prudentemente Chaboisseau, Luciano vio un montón de libracos que el banquero, exlibrero, había comprado, y entre los cuales brilló de pronto a los ojos del novelista la obra del arquitecto Ducerceau sobre las casas reales y los famosos castillos de Francia, cuyos planos están dibujados en ese libro con gran exactitud.
—¿Podríais cederme esa obra? —dijo Luciano.
—Sí —dijo Chaboisseau, que de banquero volvió a ser librero.
—¿Cuánto?
—Cincuenta francos.
—Es caro, pero lo necesito. Y para pagaros no tendría más que los valores que vos no queréis.
—Tenéis un efecto de quinientos francos a seis meses, os lo tomaré —dijo Chaboisseau, que sin duda debía a Fendat y a Cavalier un saldo de descuento por una suma equivalente.
Los dos amigos volvieron a entrar en la habitación griega, donde Chaboisseau hizo una pequeña factura al seis por ciento de interés y seis por ciento de comisión, lo cual produjo una deducción de treinta francos, añadió a la cuenta los cincuenta francos, precio del Ducerceau, y sacó de su caja, llena de hermosos escudos, cuatrocientos veinte francos.
—Vamos, señor Chaboisseau, los efectos son todos buenos o todos malos, ¿por qué no nos negociáis también los otros?
—Yo no negocio, me cobro una venta —respondió el viejo.
Esteban y Luciano se reían todavía de Chaboisseau, sin haberle comprendido, cuando llegaron a casa de Dauriat, donde Lousteau pidió a Gabusson que les indicase un banquero dedicado a descuentos. Los dos amigos tomaron un cabriolé de alquiler, y fueron al bulevar Poissonnière, provistos de una carta de recomendación que les había dado Gabusson, anunciándoles el más extraño particular, según su expresión.
—Si Samanon no se queda con vuestros valores —había dicho Gabusson—, nadie os los negociará.
Librero de ocasión en la planta baja, vendedor de prendas de vestir en el primer piso, traficante en grabados prohibidos en el segundo, Samanon era además prestamista. Ninguno de los personajes introducidos en las novelas de Hoffmann, ninguno de los siniestros avaros de Walter Scott puede compararse con lo que la naturaleza social y parisiense se había permitido crear en ese hombre, si es que Samanon es un hombre. Luciano no pudo reprimir un gesto de espanto a la vista de aquel vejete seco, cuyos huesos querían horadar el cuero perfectamente curtido, moteado de pequeñas clapas verdes o amarillas, como una pintura de Ticiano o de Pablo Veronés vista de cerca. Samanon tenía un ojo inmóvil y helado, el otro vivo y reluciente. El avaro, que parecía servirse de aquel ojo muerto al descontar y emplear el otro para vender sus grabados obscenos, llevaba una pequeña peluca cuyo negro tiraba a rojo, y debajo de la cual se erguían unos cabellos blancos. Su frente amarilla tenía una actitud amenazadora, sus mejillas quedaban hundidas por la salida de las mandíbulas y sus dientes, aún blancos, parecían los de un caballo cuando bosteza. El contraste de sus ojos y la mueca de aquella boca le daban un aire algo feroz. Los pelos de la barba, duros y puntiagudos, debían pinchar como alfileres. Una levita raída, que había llegado a la condición de la yesca, una corbata negra descolorida, gastada por la barba, y que dejaba ver un cuello arrugado como el de un pavo, revelaban escasos deseos de reparar con la toilette una fisonomía siniestra. Los dos periodistas encontraron a aquel hombre sentado en un mostrador horriblemente sucio, y ocupado en desencolar etiquetas del lomo de algunos viejos libros comprados de ocasión. Después de cambiar una mirada en la que se comunicaron mil preguntas que suscitaba la existencia de semejante personaje, Luciano y Lousteau le saludaron presentándole la carta de Gabusson y los valores de Fendat y Cavalier. Mientras Samanon leía, entró en aquella oscura tienda un hombre de gran inteligencia vestido con una pequeña levita que parecía haber sido tallada en una chapa de zinc, tan solidificada estaba por la aleación de mil sustancias extrañas.
—Necesito mi chaqueta, mi pantalón negro y mi chaleco de raso —dijo a Samanon presentándole una cartulina con un número.
Tan pronto como Samanon hubo tirado del cordón de una campanilla, bajó una mujer que parecía normanda a juzgar por la lozanía de sus carnes.
—Préstale al caballero su ropa —dijo tendiendo la mano hacia el autor—. Es un placer trabajar con vos, pero uno de vuestros amigos me ha traído un jovenzuelo que me ha engañado.
—¡Dice que le engañan! —dijo el artista a los dos periodistas, mostrándoles a Samanon con un gesto profundamente cómico.
Aquel gran hombre dio, como dan los lazzaroni para volver a ver un día sus vestidos de fiesta en el monte-di-pietá treinta sueldos que la mano amarilla y agrietada del banquero cogió y dejó caer en la caja del mostrador.
—¿Qué singular comercio es el que practicas? —dijo Lousteau a aquel gran artista entregado al opio, y que, retenido por la contemplación en palacios encantados no quería o no podía crear nada.
—Ese hombre presta mucho más que el Monte de Piedad sobre los objetos empeñables, y tiene además la espantosa caridad de dejar que volváis a tomarlos en las ocasiones en que a uno le hace falta ir vestido —respondió—. Esta noche voy a cenar a casa de los Keller con mi querida. Me es más fácil tener treinta sueldos que doscientos francos, y vengo a buscar mi guardarropa que, desde hace seis meses, ha reportado cien francos a ese caritativo usurero. Samanon ha devorado ya mi biblioteca libro tras libro.
—Y sueldo tras sueldo —añadió riendo Lousteau.
—Os daré mil quinientos francos —dijo Samanon a Luciano.
Luciano pegó un brinco como si el banquero le hubiera hundido en el corazón un asador de hierro puesto al rojo. Samanon miraba las letras con atención, examinando las fechas.
—Todavía —dijo el comerciante— tengo necesidad de ver a Fendat, que tendrá que hacerme un depósito de libros. Vos no valéis gran cosa —dijo a Luciano—, vivís con Coralia, y vuestros muebles están embargados.
Lousteau miró a Luciano, que volvió a coger las letras y saltó de la tienda al bulevar diciendo.
—¿Es el diablo?
El poeta contempló durante unos instantes aquella tienducha, delante de la cual los transeúntes debían de sonreír, tan mísero era su aspecto, tan mezquinos y sucios eran los estantes con los libros, preguntándose:
—¿Qué comercio se hace ahí?
Unos momentos después, el gran desconocido, que diez años más tarde había de apoyar la enorme empresa, aunque sin base, de los sansimonianos, salió muy bien vestido, sonrió a los dos periodistas, y se dirigió hacia el pasaje de los Panoramas con ellos, para contemplar su transformación haciéndose limpiar las botas.
—Cuando se ve entrar a Samanon en casa de un librero, de un comerciante en papel o de un impresor, están perdidos —dijo el artista a los dos escritores—. Samanon es en esos momentos como uno de la funeraria que viene a tomar las medidas de un ataúd.
—Ya no podrás negociar tus letras —dijo entonces Esteban a Luciano.
—Allí donde Samanon rehúsa —añadió el desconocido—, nadie acepta, porque él es la ultima ratio. Es uno de los cameros de Gigonnet, Palma, Werbrust, Gobseck y otros cocodrilos que nadan en París y con los cuales todo hombre cuya fortuna está por hacer o deshacer tiene que tropezarse tarde o temprano.
—Si no puedes negociar tus letras al cincuenta por ciento —observó Esteban—, hay que cambiarlas por escudos.
—¿Cómo?
—Dáselas a Coralia, ella las presentará en casa de Camusot. Veo que te sublevas —añadió Lousteau, a quien Luciano interrumpió dando un salto—. ¡Qué chiquillada! ¿Puedes comparar tu porvenir con semejante bobada?
—Voy a llevar este dinero a Coralia —dijo Luciano.
—¡Otra tontería! —exclamó Lousteau—. Nada puedes hacer con cuatrocientos francos allí donde se necesitan cuatro mil. Guardemos algo con que embriagarnos en caso de pérdida, ¡y juega!
—El consejo es bueno —dijo el gran desconocido.
A cuatro pasos de Frascati, estas palabras tuvieron una virtud magnética. Los dos amigos despidieron el cabriolé y subieron a la sala de juego. Primero ganaron tres mil francos, volvieron a bajar a quinientos, ganaron de nuevo tres mil setecientos francos, luego volvieron a caer a cien sueldos, encontráronse dos mil francos y los arriesgaron a Par, para doblarlos de un solo golpe. Par no había pasado desde hacía cinco veces, apostaron a él toda la suma. Y volvió a salir Impar. Luciano y Lousteau bajaron entonces rápidamente la escalera de aquel célebre pabellón, después de haber consumido dos horas en emociones devoradoras. Se habían guardado cien francos. En los peldaños del pequeño peristilo de dos columnas que sostenían exteriormente una marquesina de chapa, que más de unos ojos han contemplado con amor o desesperación, Lousteau dijo, al ver la mirada encendida de Luciano.
—Vamos a comer sólo cincuenta francos.
Los dos periodistas volvieron a subir. En una hora llegaron a los mil escudos, los pusieron en Rojo, que había pasado cinco veces, confiando en el azar al que debían su pérdida anterior y salió Negro. Eran las seis.
—No comamos más que veinticinco francos —dijo Luciano.
Esta nueva tentativa duró poco, los veinticinco francos fueron perdidos en diez jugadas. Luciano arrojó con rabia sus últimos veinticinco francos sobre la cifra de su edad, y ganó. Nada podría describir el temblor de su mano cuando cogió el dinero. Dio diez luises a Lousteau y le dijo:
—¡Corre al restaurante de Véry!
Lousteau comprendió a Luciano y fue a encargar la comida. Luciano, que se había quedado solo, apostó sus treinta luises y ganó. Animado por la voz secreta que a veces oyen los jugadores, dejó todo el dinero sobre el Rojo y volvió a ganar. Su vientre se convirtió entonces en un brasero. A pesar de la voz, puso los ciento veinte luises sobre el Negro y perdió. Sintió entonces la sensación deliciosa que, en los jugadores, sucede a sus horribles agitaciones, cuando, no teniendo ya nada que arriesgar, abandonan el palacio ardiente en el que pasan sus sueños fugaces. Fue a reunirse con Lousteau en Véry, donde comió y anegó sus preocupaciones en vino. A las nueve estaba completamente borracho, y por ello no comprendió por qué su portera de la calle de Vendôme le enviaba a la calle de la Luna.
—La señorita Coralia ha abandonado su apartamento y se ha instalado en la casa cuya dirección está escrita en este papel.
Luciano, demasiado borracho para asombrarse de algo, volvió a montar en el fiacre que lo había traído, se hizo conducir a la calle de la Luna, y se dijo a sí mismo los juegos de palabras que se le ocurrieron sobre el nombre de la calle. Aquella mañana se había producido la quiebra del Panorama-Dramatique. La actriz, asustada, habíase apresurado a vender todo su mobiliario, con el consentimiento de sus acreedores, al tío Cardot, el cual, para no cambiar el destino del apartamento, instaló en él a Florentina. Coralia lo había pagado y liquidado todo, y había cumplido con el propietario. Mientras ella realizaba esta operación, a la que daba el nombre de colada, Berenice arreglaba, con los muebles indispensables comprados de ocasión, un pequeño apartamento de tres piezas, en el cuarto piso de una casa de la calle de la Luna, a dos pasos del Gimnasio. Coralia aguardaba allí a Luciano, habiendo salvado de aquel naufragio su amor sin mancilla y una bolsa con mil doscientos francos. El poeta, en su estado de embriaguez, contó sus desgracias a Coralia y a Berenice.
—Has hecho bien, ángel mío —le dijo la actriz estrechándole en sus brazos—. Berenice sabrá negociar tus letras con Braulard.
A la mañana siguiente, Luciano despertó con las seductoras alegrías que le prodigaba Coralia. La actriz redobló su amor y su ternura, como para compensar con los más preciosos tesoros del corazón la indigencia del nuevo hogar. Estaba arrebatadora de belleza, blanca y fresca, los ojos risueños, la palabra alegre como el rayo de sol naciente que entró por las ventanas para dorar aquella encantadora miseria. La habitación, todavía decente, estaba tapizada con un papel de color verdemar con borde rojo y adornada con dos espejos, uno en la chimenea y el otro encima de la cómoda. Una alfombra de ocasión, comprada por Berenice con su dinero, a pesar de las órdenes de Coralia, disimulaba el suelo desnudo y frío. La ropa de los dos amantes cabía en un armario de luna y en la cómoda. Los muebles de caoba estaban tapizados con tela de algodón azul. Berenice había salvado del desastre un reloj de pared y dos vasos de porcelana, cuatro cubiertos de plata y seis cucharillas. El comedor, que se encontraba delante del dormitorio, parecía el del hogar de un empleado de mil doscientos francos de sueldo. La cocina estaba frente al rellano de la escalera. Arriba, en una buhardilla, dormía Berenice. El alquiler no se elevaba a más de cien escudos. Aquella horrible casa tenía una falsa puerta cochera. El portero se alojaba en uno de los batientes condenado, con una mirilla por la cual vigilaba a diecisiete inquilinos. Aquella colmena se llama casa de producto en estilo de notario. Luciano vio un escritorio, una butaca, tinta, plumas y papel. La alegría de Berenice, que contaba con el debut de Coralia en el Gymnase, y la de la actriz, que estaba leyendo su papel en un cuaderno atado con una cinta azul, ahuyentaron las inquietudes y la tristeza del poeta, cuya embriaguez se había disipado.
—Con tal de que en el mundo no se sepa nada de esta mudanza rápida, lograremos salir de apuros —dijo Luciano—. Después de todo, tenemos delante de nosotros cuatro mil quinientos francos. Voy a explotar mi nueva posición en los periódicos monárquicos. Mañana inauguraremos Le Réveil, ahora ya sé lo que es el periodismo, ¡y haré periodismo!
Coralia, que sólo veía amor en estas palabras, besó los labios que las habían pronunciado. En aquel momento, Berenice había colocado la mesa cerca de la chimenea y acababa de servir un modesto almuerzo compuesto de huevos revueltos, dos chuletas y café con leche. Llamaron a la puerta. Tres amigos sinceros, De Arthez, León Giraud y Miguel Chrestien, aparecieron ante los ojos asombrados de Luciano, que vivamente conmovido les ofreció compartir su almuerzo.
—No —dijo De Arthez—. Venimos por asuntos más serios que simples consuelos, porque lo sabemos todo, llegamos de la calle de Vendôme. Ya conocéis nuestras opiniones, Luciano. En otra circunstancia cualquiera, yo me alegraría al veros adoptar mis convicciones políticas, pero en la situación en que os habéis colocado escribiendo en los periódicos liberales, no podríais pasaros al bando de los extremistas sin ofender para siempre vuestro carácter y manchar vuestra existencia. Venimos en nombre de nuestra amistad, por mucho que se haya debilitado, a conjuraros a que no os ensuciéis de tal modo. Habéis atacado a los románticos, a la derecha y al gobierno, ahora no podéis defender el gobierno, la derecha y los románticos.
—Las razones que me hacen obrar así proceden de un orden superior de ideas, el fin lo justificará todo —respondió Luciano.
—Tal vez no comprendéis la situación en que nos encontramos —le dijo León Giraud—. El gobierno, la Corte, los Borbones, el partido absolutista, o si queréis abarcarlo todo en una expresión general, el sistema opuesto al constitucional, y que se divide en varias fracciones todas ellas divergentes tan pronto como se trata de los medios a tomar para la Revolución, está por lo menos de acuerdo sobre la necesidad de suprimir la prensa. La fundación de Le Réveil, La Foudre y Le Drapeau Blanc, diarios destinados todos ellos a responder a las calumnias, las injurias y las burlas de la prensa liberal, a la que yo no apruebo en esto, porque precisamente esa falta de comprensión en cuanto a la grandeza de nuestro sacerdocio es lo que nos ha conducido a publicar un periódico digno y grave, cuya influencia será dentro de poco tiempo respetable y sentida, imponente y digna —dijo haciendo un paréntesis—. Pues bien, esta artillería monárquica y ministerial es un primer ensayo de represalias, emprendido para devolver a los liberales herida por herida. ¿Qué creéis que os sucederá, Luciano? Los suscriptores están en mayoría en el lado izquierdo. En la prensa, como en la guerra, la victoria estará del lado de los grandes batallones. Vos seréis de los infames, de los mentirosos, de los enemigos del pueblo. Los otros serán defensores de la patria, personas honorables, mártires, aunque quizá sean más hipócritas y más pérfidos que vos. Este medio aumentará la influencia de la prensa, legitimando y consagrando sus más odiosas empresas. La injuria y la personalidad se convertirán en uno de aquellos derechos públicos adoptados para el provecho de los abonados, como cosa juzgada por un uso recíproco. Cuando el mal se haya revelado en toda su extensión, volverán las leyes restrictivas y prohibitivas, la censura, establecida a propósito del asesinato del duque de Berry y suprimida después de la apertura de las Cámaras. ¿Sabéis lo que deducirá el pueblo francés de este debate? Admitirá las insinuaciones de la prensa liberal, creerá que los Borbones quieren atacar los resultados materiales y adquiridos de la Revolución, se levantará un buen día y los expulsará. No solamente estáis manchando vuestra vida, sino que un día os encontraréis en el partido vencido. Sois demasiado joven, demasiado advenedizo en la prensa, conocéis muy poco los resortes secretos de ella, sus rúbricas. Habéis excitado muchos celos para resistir al tolle general que se elevará contra vos en los periódicos liberales. Seréis arrastrado por el furor de los partidos, que todavía se encuentran en el paroxismo de la fiebre. Sólo que su fiebre ha pasado, de las acciones brutales de 1815 y 1816, a las ideas, a las luchas orales de la Cámara y a los debates de la prensa.
—Amigos míos —respondió Luciano—, yo no soy el joven aturdido, el poeta que vosotros queréis ver en mí. Suceda lo que suceda, habré conquistado una ventaja que jamás puede darme el triunfo del partido liberal. Cuando vosotros alcancéis la victoria, yo habré hecho mi negocio.
—Te cortaremos… los cabellos —dijo riendo Miguel Chrestien.
—Entonces tendré hijos —contestó Luciano—, y cortarme la cabeza no será cortar nada.
Los tres amigos no comprendieron a Luciano, en quien las relaciones con el gran mundo habían desarrollado en el más alto grado el orgullo nobiliario y la vanidad aristocrática. Por otra parte, el poeta veía, tal vez con razón, una inmensa fortuna en su belleza e inteligencia, apoyadas en el apellido y el título de conde de Rubempré. Las señoras de Espard, de Bargeton y de Montcornet le tenían sujeto por este hilo como un niño tiene sujeto un saltamontes. Luciano ya no volaba más que dentro de un círculo determinado. Estas palabras: “¡Piensa bien, es de los nuestros!”, dichas tres días antes en los salones de la señorita Des Touches, le habían embriagado, así como las felicitaciones que recibió de los duques de Lenoncourt, de Navarreins y de Grandlieu, de Rastignac, de Blondet, de la hermosa duquesa de Maufrigneuse, del conde de Esgrignon, de Des Lupeaulx y de las personas más influyentes del partido realista.
—¡Marchemos!, ya está dicho todo —repuso De Arthez—. Te será más difícil que a cualquier otro el conservarte puro y tener tu propia estima. Sufrirás mucho, te conozco, cuando te veas despreciado por aquellos mismos a quienes seas adicto.
Los tres amigos se despidieron de Luciano sin tenderle amistosamente la mano. Éste quedóse unos instantes triste y pensativo.
—Vamos, deja a esos bobos —dijo Coralia saltando a las rodillas de Luciano y echándole alrededor del cuello sus hermosos y frescos brazos—. Se toman la vida en serio, y la vida es una broma. Por otra parte, serás conde Luciano de Rubempré. Yo haré, si es preciso, mimos a la cancillería. Sé por dónde he de coger a ese libertino de Des Lupeaulx, que hará firmar tu orden. ¿No te dije que cuando te hiciera falta un peldaño más para alcanzar tu presa, tendrías el cadáver de Coralia?
Al día siguiente, Luciano dejó que su nombre figurase entre los de los colaboradores de Le Réveil. Este nombre fue anunciado como una conquista en el prospecto distribuido por los cuidados del ministerio en número de cien mil ejemplares. Luciano acudió triunfal al banquete, que duró nueve horas, en casa de Robert, a dos pasos de Frascati, y al que asistieron los corifeos de la prensa realista: Martainville, Auger, Destains y una turba de autores todavía vivos que, en aquel tiempo, hacían monarquía y religión, según una expresión consagrada.
—¡Buena vamos a darles a los liberales! —dijo Héctor Merlin.
—Caballeros —respondió Nathan, que se enroló bajo esta bandera, considerando que era mejor tener a favor que en contra la autoridad en la explotación del teatro donde tenía puestas sus miras—, si les hacemos la guerra, hagámosla en serio. ¡No nos tiremos balas de corcho! Ataquemos a los escritores clásicos y liberales sin distinción de edad ni de sexo, pasémosles al filo de la sátira y no les demos cuartel.
—Seamos honorables, no nos dejemos ganar por los ejemplares, los regalos y el dinero de los libreros. Hagamos la restauración del periodismo.
—¡Bien! —dijo Martainville—. ¡Justum et tenacem propositi virum! Seamos implacables y mordaces. Yo haré de Lafayette lo que es: ¡Gil Primero!
—¡Yo me encargo de los héroes de Le Constitutionnel, del sargento Mercier, de las Obras completas del señor Jouy y de los ilustres oradores de la izquierda! —añadió Luciano.
Una guerra a muerte fue decidida y votada por unanimidad a la una de la madrugada por los redactores, que anegaron todos sus matices y todas sus ideas en un ponche llameante.
—Nos hemos dado un famoso pantalón monárquico y religioso —dijo en el umbral de la puerta uno de los más célebres escritores de la literatura romántica.
Esta frase histórica, revelada por un librero que estuvo en el banquete, apareció al día siguiente en Le Miroir, pero la revelación fue atribuida a Luciano. Esta defección fue la señal de un espantoso barullo en los periódicos liberales. Luciano se convirtió en su víctima expiatoria y fue atacado del modo más cruel. Refirieron los infortunios de sus sonetos, se le dijo al público que Dauriat prefería perder mil escudos a imprimirlos, ¡se le llamó el poeta sin sonetos!
Una mañana, en aquel mismo periódico en el que Luciano había debutado de un modo tan brillante, leyó las siguientes líneas escritas únicamente para él, porque el público apenas podía comprender esta sátira.
* Si el librero Dauriat se empeña en no publicar los sonetos del futuro Petrarca francés, actuaremos como enemigos generosos, abriremos nuestras columnas a esos poemas, que deben ser picantes, a juzgar por el que nos comunica un amigo del autor.
Y bajo este terrible anuncio, el poeta leyó este soneto que le hizo derramar amargas lágrimas:
Une plante chétive et de louche apparence Surgit un beau matin dans un parterre en fleurs;
A l’en croire, pourtant, de splendides couleurs Témoigneraient un jour de sa noble semence:
On la toléra donc! Mais, par reconnaíssance,
Elle insulta bientôt ses plus brillantes soeurs,
Qui, s’indignant enfin de ses grands airs casseurs,
La mirent au défi de prouver sa naíssance.
Elle fleurit alors. Mais un vil baladin,
Ne fuit jamais sifflé comme tout le jardin Honnit, siffla, railla ce calice vulgaire.
Puis, le maître, en passant, la brisa sans pardon;
Et le soir, sur sa tombe un âne seul vint braire,
Car ce n’était vraiment qu’un ignoble CHARDON!
Una planta mezquina y de feo aspecto — surgió una hermosa mañana en un parterre lleno de flores; — por lo que ella decía, sin embargo, — hermosos colores darían fe un día de su alto linaje:
Por ello la toleraron, pues. Pero, la muy ingrata — pronto insultó a sus más brillantes hermanas, — las cuales, indignadas al fin por sus fanfarronadas, — la retaron a que probase lo noble de su cuna.
Entonces floreció. Pero un vil histrión no fue jamás silbado — como todo el jardín vilipendió, silbó y se burló de aquel cáliz vulgar.
Luego, el dueño, al pasar, la rompió sin contemplaciones, — y por la noche, en su tumba, sólo un asno fue a rebuznar, — porque realmente no era más que un innoble ¡CARDO! (CHARDON).
Vernou habló de la pasión de Luciano por el juego, y señaló de antemano El Arquero como una prueba antinacional, en la que el autor abrazaba la causa de los degolladores católicos contra las víctimas calvinistas. En ocho días esta querella se agrió. Luciano contaba con su amigo Lousteau, que le debía mil francos, y con el cual había tenido convenciones secretas, pero éste convirtióse en el enemigo jurado de Luciano. He aquí cómo fue. Desde hacía tres meses, Nathan amaba a Florina y no sabía cómo arrebatársela a Lousteau, para quien, por otra parte, la actriz era una providencia. En los apuros y en la desesperación en que se encontraba Florina al verse sin empleo, Nathan, colaborador de Luciano, fue a ver a Coralia y le rogó que ofreciese a Florina un papel en una pieza de él, prometiendo que procuraría un contrato condicional en el Gymnase a la actriz sin teatro. Florina, ebria de ambición, no titubeó. Había tenido tiempo de observar a Lousteau. Nathan era un ambicioso literario y político, un hombre que poseía tanta energía como necesidades, mientras que en Lousteau los vicios ahogaban la voluntad. La actriz, que quiso reaparecer envuelta en un nuevo esplendor, entregó las cartas del droguero a Nathan, y éste las dejó rescatar por Matifat a cambio de la sexta parte del periódico codiciado por Finot. Florina tuvo entonces un magnífico apartamento en la calle de Hauteville, y tomó a Nathan como protector a la faz de todo el periodismo y del mundo teatral. Lousteau se vio tan cruelmente afectado por este suceso, que se echó a llorar en un banquete que sus amigos le ofrecieron para consolarle. En esta orgía, los comensales comprendieron que Nathan había hecho de las suyas. Algunos escritores como Finot y Vernou sabían la pasión del dramaturgo por Florina, pero, al decir de todos, Luciano, al intervenir innoblemente en aquel asunto, había faltado a las más sagradas leyes de la amistad. El espíritu de partido, el deseo de servir a sus nuevos amigos, hacían inexcusable al nuevo monárquico.
—Nathan ha sido arrastrado por la lógica de las pasiones, en tanto que el gran hombre de provincia, como dice Blondet, cede al cálculo —exclamó Bixiou.
De esta forma, la ruina de Luciano, aquel intruso, aquel hombrecillo que quería devorar a todo el mundo, fue unánimemente decidida y profundamente meditada. Vernou, que odiaba a Luciano, se encargó de no soltarle. Para dispensarse de pagar mil escudos a Lousteau, Finot acusó a Luciano de haberle impedido que ganara cincuenta mil francos al revelar a Nathan el secreto de la operación contra Matifat. Nathan, aconsejado por Florina, habíase ganado el apoyo de Finot vendiéndole su pequeña sexta parte por quince mil francos. Lousteau, que perdía sus mil escudos, no perdonó a Luciano esta enorme lesión de sus intereses. Las heridas de amor propio se hacen incurables cuando penetra en ellas el óxido de plata del dinero. Ninguna expresión, ninguna pintura es capaz de representar la rabia que se apodera de los escritores cuando padece su amor propio, ni la energía que encuentran en el momento en que se sienten picados por las flechas envenenadas de la burla. Aquellos cuya energía y resistencia son estimuladas por el ataque, sucumben en seguida. Las personas tranquilas cuyo tema está hecho conforme al olvido profundo en que cae un artículo injurioso, son las que despliegan el verdadero valor literario. Así, los débiles, a simple vista, parecen ser los fuertes, pero su resistencia sólo tiene un plazo. Durante los primeros quince días, Luciano, furioso, hizo llover un pedrisco de artículos en los periódicos realistas donde compartió el peso de la crítica con Héctor Merlin. Todos los días, en la brecha del Réveil, disparó con todas sus fuerzas, apoyado, por otra parte, por Martainville, el único que le sirvió sin segundas intenciones, y al que no iniciaron en el secreto de las convenciones firmadas por las chanzas entre copa y copa, o en las Galerías de Bois en casa de Dauriat, y en los bastidores de teatro, entre los periodistas de los dos partidos a quienes la camaradería unía secretamente. Cuando Luciano iba al vestíbulo del Vodevil, ya no era tratado en calidad de amigo, la gente de su partido eran las únicas que le daban la mano, mientras que Nathan, Héctor Merlin y Teodoro Gaillard confraternizaban sin rebozo con Finot, Lousteau, Vernou y algunos de aquellos periodistas condecorados con el sobrenombre de buenos chicos. En aquella época, el vestíbulo del Vodevil era el foco de las maledicencias literarias, una especie de gabinete de señora al que acudían personas de todos los partidos, hombres políticos y magistrados. Después de una reprimenda hecha en cierta Cámara del Consejo, el presidente, que había reprochado a uno de sus colegas el barrer los bastidores con su toga de ceremonia, encontróse toga a toga con el censurado en el vestíbulo del Vodevil. Lousteau terminó por darle la mano a Nathan. Finot iba allá casi todas las noches. Cuando Luciano tenía tiempo, estudiaba allí las disposiciones de sus enemigos, y aquella desdichada criatura veía siempre en ellos una frialdad implacable.
En aquella época, el espíritu de partido engendraba odios más graves que en la actualidad. Hoy día, a la larga, todo se ha atenuado debido a una excesiva tensión de los resortes. Hoy, la crítica, después de haber inmolado el libro de un hombre, le tiende la mano. La víctima debe besar al sacrificador, so pena de tener que pasar por las baquetas de la sátira. En caso de rehusar, un escritor pasa por un ser insociable, de mal carácter, lleno de amor propio, inabordable, rencoroso. Hoy, cuando un autor ha recibido en la espalda las puñaladas de la traición, cuando ha evitado las trampas que se le han tendido con infame hipocresía y sufrido los peores procedimientos, oye como sus asesinos le dan los buenos días, y manifiestan pretensiones a su aprecio, incluso a su amistad. Todo se excusa y se justifica en una época en la que se ha transformado la virtud en vicio, de la misma manera que ciertos vicios han sido erigidos como virtudes. La camaradería se ha convertido en la más santa de las libertades. Los jefes de las opiniones más contrarias se hablan con palabras embotadas, con puntas corteses. En aquella época, es de recordar que se necesitaba valor por parte de ciertos escritores realistas y de algunos escritores liberales, para encontrarse en el mismo teatro. Allí se oían las provocaciones más llenas de odio. Las miradas estaban cargadas como pistolas y la menor chispa podía hacer partir el disparo de una querella. ¿Quién no ha sorprendido imprecaciones en su vecino, a la entrada de algunos hombres más especialmente objeto de los ataques respectivos de los dos partidos? Entonces no había más que dos partidos, los monárquicos y los liberales, los románticos y los clásicos, el mismo odio bajo dos formas, un odio que hacía comprender los cadalsos de la Convención. Luciano, que se había vuelto a la fuerza monárquico y romántico, de liberal y volteriano rabioso que había sido desde el principio, se encontró, pues, bajo el peso de las enemistades que se cernían sobre la cabeza del hombre más aborrecido por los liberales en aquella época, de Martainville, el único que le defendía y le apreciaba. Esta solidaridad perjudicó a Luciano. Los partidos son ingratos con sus personajes conspicuos, abandonan de buena gana a sus hijos pródigos. Sobre todo, en política, aquellos que quieren triunfar, tienen que ir con el grueso del ejército. La principal malicia de los pequeños periódicos fue acoplar a Luciano y Martainville. El liberalismo los arrojó a uno en brazos del otro. Esta amistad, falsa o verdadera, les valió a los dos artículos escritos con hiel por Feliciano, con desesperación de los éxitos de Luciano en el gran mundo, y el cual creía, como todos los antiguos camaradas del poeta, en su próxima elevación. La pretendida traición del poeta fue entonces envenenada y embellecida con las circunstancias más agravantes. Luciano fue llamado el pequeño Judas, y Martainville el gran Judas, porque éste último era, con razón o sin ella, acusado de haber entregado el puente de Pecq a los ejércitos extranjeros. Luciano respondió riendo a Des Lupeaulx que, en cuanto a él, seguramente había entregado el puente a los asnos. El lujo de Luciano, aunque vacío y basado en esperanzas, sublevaba a sus amigos, que no le perdonaban su coche, ya que para ellos seguía circulando, ni sus esplendores de la calle de Vendôme. Todos comprendían que un hombre joven y bien parecido, inteligente y corrompido por ellos, iba a triunfar solo. Así, para hacerle caer, recurrieron a todos los medios.
Unos días antes del debut de Coralia en el Gymnase, Luciano llegó al vestíbulo del Vodevil del brazo de Héctor Merlin. Éste reprendía a su amigo el que hubiera servido a Nathan en el asunto de Florina.
—Habéis hecho de Lousteau y de Nathan dos enemigos mortales. Yo os había dado buenos consejos y vos no los aprovechasteis. Habéis distribuido el elogio y difundido el bien, y seréis cruelmente castigado por vuestras buenas acciones. Florina y Coralia no vivirán nunca en buena inteligencia encontrándose en el mismo escenario. La una querrá eclipsar a la otra. Vos no tenéis más que nuestros periódicos para defender a Coralia. Nathan, además de la ventaja que le da su oficio de autor teatral, dispone de la prensa liberal en la cuestión de los teatros, milita en el periodismo desde mucho antes que vos.
Esta frase respondía a secretos temores de Luciano, que no encontraba en Nathan ni en Gaillard la franqueza a la cual tenía derecho. Pero no podía quejarse, ¡hacía tan poco tiempo que se había convertido! Gaillard abrumaba a Luciano diciéndole que los recién llegados debían dar garantías durante mucho tiempo, antes de que su partido pudiera fiarse de ellos. El poeta encontraba en el interior de los periódicos monárquicos y ministeriales unos celos en los que no había pensado, los celos que se declaran entre todos los hombres en presencia de un pastel cualquiera a repartir, y que les hace comparables a los perros que se disputan una presa. Ofrecen los mismos gruñidos, las mismas actitudes e idénticos caracteres. Estos escritores se jugaban mil malas pasadas secretas para perjudicarse unos a otros cerca del poder, se acusaban de tibieza, y para librarse de un competidor, inventaban las maquinaciones más pérfidas. Los liberales no tenían ningún objeto de luchas intestinas al encontrarse lejos del poder y de sus mercedes. Al vislumbrar aquella inextricable red de ambiciones, Luciano no tuvo suficiente valor para sacar la espada y cortar los nudos, y no sintió en sí mismo la paciencia necesaria para deshacerlos. No podía ser el Aretino, el Beaumarchais, ni el Fréron de su época, y se atuvo a su único deseo: tener su real orden, comprendiendo que esta restauración le valdría una hermosa boda. Su fortuna ya no dependería entonces más que de un azar, al cual contribuiría su belleza. Lousteau, que le había dado tantas muestras de confianza, poseía su secreto y el periodista sabía dónde asestar la herida mortal al poeta de Angulema; así, el día en que Merlin lo conducía al Vodevil, Esteban había preparado para Luciano una trampa horrible a la que aquella criatura había de caer y sucumbir.
—Ya está ahí nuestro bello Luciano —dijo Finot arrastrando a Des Lupeaulx, con quien estaba conversando, delante de Luciano, cuya mano cogió con las engañosas zalemas de la amistad—. No conozco ejemplos de una fortuna tan rápida como la suya —añadió Finot mirando alternativamente a Luciano y al relator del Consejo de Estado—. En París, la fortuna es de dos especies: hay la fortuna material, el dinero que todo el mundo puede acumular, y la fortuna moral, las relaciones, la posición y el acceso a cierto mundo inabordable para algunas personas, sea cual fuere su fortuna material, y mi amigo…
—Nuestro amigo —rectificó Des Lupeaulx, lanzando a Luciano una mirada acariciadora.
—Nuestro amigo —prosiguió Finot, estrechando la mano del poeta entre las suyas—, ha hecho a este respecto una brillante fortuna. A decir verdad, Luciano tiene más medios, más talento y más ingenio que todos los que le envidian, porque es de una belleza fascinadora. Sus antiguos amigos no le perdonan sus éxitos, dicen que ha tenido suerte.
—Esa clase de suerte —repuso Des Lupeaulx—, no les llega jamás a los tontos ni a los ineptos. ¡Vamos! ¿Puede llamarse suerte al éxito de Bonaparte? Hubo antes que él veinte generales en jefe que podían mandar los ejércitos de Italia, tal como hay cien jóvenes en estos momentos que quisieran penetrar en casa de la señorita Des Touches, a la que ya en el mundo os dan como esposa, querido —dijo Des Lupeaulx dando golpecitos en la espalda de Luciano—. ¡Ah!, gozáis de mucho favor. Las señoras de Espard, de Bargeton y de Montcornet están locas por vos. ¿No vais esta noche a la fiesta de la señora Firmiani y mañana al sarao de la duquesa de Grandlieu?
—Sí —respondió Luciano.
—Permitidme que os presente a un joven banquero, el señor Du Tillet, un hombre digno de vos, ha sabido hacer una hermosa fortuna y en poco tiempo.
Luciano y Du Tillet se saludaron, trabaron conversación y el banquero invitó a Luciano a cenar. Finot y Des Lupeaulx, dos hombres de igual profundidad y que se conocían lo suficiente para seguir siendo siempre amigos, fingieron reanudar una conversación iniciada anteriormente, dejaron a Luciano, a Merlin, a Du Tillet y a Nathan charlando juntos, y se dirigieron hacia uno de los divanes que amueblaban el vestíbulo del Vodevil.
—¡Ah!, mi querido amigo —dijo Finot a Des Lupeaulx—, decidme la verdad. Luciano está realmente bien protegido, porque se ha convertido en la pesadilla de todos los redactores, y antes de favorecer su conspiración, he querido consultaros para saber si no es mejor burlarla y ayudarle a él.
En esto el relator del Consejo de Estado y Finot se miraron durante una ligera pausa con atención profunda.
—Querido amigo —dijo Des Lupeaulx—, ¿cómo podéis imaginar que la marquesa de Espard, Châtelet y la señora de Bargeton, que ha hecho que el barón fuera nombrado prefecto del Charenta y conde con objeto de regresar triunfalmente a Angulema, perdonen a Luciano sus ataques? Ellas lo han arrojado al partido realista con el fin de anularle. En estos momentos, todos buscan motivos para rehusar lo que se le había prometido a esa criatura, ¿sabéis? Habréis prestado el mayor servicio a esas dos mujeres: un día u otro se acordarán de vos. Yo poseo el secreto de esas dos señoras, odian a ese hombrecillo hasta un extremo que me han dejado asombrado. Ese Luciano podía desembarazarse de su más cruel enemiga, la señora de Bargeton, no cesando en sus ataques más que bajo condiciones a las cuales todas las mujeres se avienen, ¿comprendéis? Es guapo, joven, habría podido ahogar ese odio en torrente de amor, entonces se convertiría en conde de Rubempré, y la sepia le habría obtenido algún cargo en la casa del rey, alguna sinecura. Luciano haría un lector muy lindo para Luis XVIII, habría sido bibliotecario yo no sé dónde, relator del Consejo de Estado de mentirijillas, director de cualquier cosa en los Placeres Menudos. Su tontuelo ha errado el golpe. Quizá sea esto lo que no le han perdonado. En lugar de imponer condiciones, las ha recibido. El día en que Luciano se dejó coger en la promesa de la real orden, el barón Châtelet dio un gran paso. Coralia ha perdido a ese niño. Si no hubiera tenido a la actriz por amante, habría deseado de nuevo a la sepia, y la hubiese conseguido.
—Entonces podemos acabar con él —repuso Finot.
—¿Por qué medios? —preguntó negligentemente Des Lupeaulx, que quería prevalerse de este servicio ante la marquesa de Espard.
—Tiene un contrato que le obliga a trabajar en el pequeño diario de Lousteau, y le haremos hacer artículos tanto más cuanto que está sin un centavo. Si el Guardasellos se siente molesto por un artículo satírico y se le demuestra que Luciano es su autor, le considerará como un hombre indigno de las bondades del rey. Para hacer perder un poco la cabeza a ese gran hombre de provincias, hemos preparado la caída de Coralia. Verá a su mujer silbada y sin empleo. Una vez sea aplazada indefinidamente la real orden, bromearemos entonces acerca de nuestra víctima con respecto a sus pretensiones aristocráticas, hablaremos de su madre comadrona y de su padre boticario. Luciano sólo tiene un valor superficial, sucumbirá, y lo volveremos a mandar al lugar de donde ha venido. Nathan ha hecho venderme, utilizando a Florina, la sexta parte de la Revista que poseía Matifat y yo he podido comprar la parte del papelero; así, pues, estoy solo con Dauriat, podemos entendernos, vos y yo, para absorber este periódico en provecho de la corte. No he protegido a Florina y a Nathan más que con la condición de que me fuera restituido mi sexto, me lo vendieron, y ahora debo servirles. Pero antes quisiera conocer las oportunidades de Luciano…
—Sois digno de vuestro apellido —dijo riendo Des Lupeaulx—. ¡Vaya!, me gustan las personas como vos…
—Bien, ¿vos podéis hacer que Florina tenga un contrato definitivo? —preguntó Finot al relator del Consejo de Estado.
—Sí, pero desembarazadnos de Luciano, porque Rastignac y De Marsay no quieren oír hablar de él.
—Dormid en paz —dijo Finot—. Nathan y Merlin tendrán siempre artículos que Gaillard habrá prometido publicar, Luciano no podrá dar una línea, y de este modo nosotros le cortaremos los víveres. No tendrá más que el periódico de Martainville para defenderse y para defender a Coralia. Un periódico contra todos, es imposible que resista.
—Yo os diré los puntos flacos del ministro, pero entregadme el manuscrito del artículo que habréis mandado hacer a Luciano —respondió Des Lupeaulx, que se guardó muy bien de decirle a Finot que la real orden prometida a Luciano era una broma.
Des Lupeaulx abandonó el vestíbulo. Finot fue a reunirse con Luciano. Y con ese tono de bondad que a tantas personas engaña, explicó cómo podía renunciar a la redacción. Finot retrocedía ante la idea de un proceso que arruinaría las esperanzas que su amigo veía en el partido monárquico. A Finot le agradaban los hombres lo suficientemente fuertes para cambiar valientemente de opinión. ¿Acaso Luciano y él no habrían de encontrarse en la vida y no tendrían ocasión de prestarse el uno al otro mil pequeños servicios? Luciano tenía necesidad de un hombre seguro en el partido liberal para hacer atacar a los ministeriales o a los extremistas que se negaran a servirle.
—Si se burlan de vos, ¿qué haréis? —dijo Finot al terminar—. Si algún ministro, creyendo que os tiene atado por la cuerda de vuestra apostasía, ya no os teme y os manda a paseo, ¿no tendréis necesidad de azuzarle unos perros para que le muerdan en las pantorrillas? Bien, estáis enemistado a muerte con Lousteau, que pide vuestra cabeza. Con Feliciano ya no os habláis. Solamente os quedo yo. Una de las leyes de mi oficio es vivir en buena inteligencia con los hombres realmente fuertes. En el mundo hacia el cual vais, podréis pagarme los favores que yo os voy a hacer en la prensa. Pero los negocios ante todo. Enviadme artículos puramente literarios, no os comprometerán, y vos habréis cumplido lo estipulado.
Luciano sólo vio amistad mezclada con prudentes cálculos en las proposiciones de Finot, cuyos halagos y los de Des Lupeaulx le habían puesto de buen humor. Dio las gracias a Finot.
En la vida de los ambiciosos y de todos aquellos que sólo pueden triunfar con la ayuda de los hombres y de las cosas, por un plan de conducta más o menos bien combinado, seguido, mantenido, se encuentra un momento cruel en el que yo no sé qué poder les somete a rudas pruebas: todo falta a la vez, por todas partes los hilos se rompen o se embrollan, la desgracia aparece en todos los puntos. Cuando un hombre pierde la cabeza en medio de este desorden moral, está perdido. Las personas que saben resistir a esta primera revuelta de las circunstancias, que se ponen rígidos y dejan pasar la tormenta, que se salvan subiendo con un espantoso esfuerzo a la esfera superior, son los hombres verdaderamente fuertes. Todo hombre, a menos de que haya nacido rico, tiene, pues, aquello que puede llamarse su semana fatal. Para Napoleón, esa semana fue la retirada de Moscú. Este cruel momento había llegado para Luciano. Todo se había sucedido demasiado felizmente para él en el mundo y en la literatura. Había sido demasiado dichoso, tenía que ver a los hombres y a las cosas volverse contra él. El primer dolor fue el más intenso y el más cruel de todos, le alcanzó allí donde creía ser invulnerable, en su corazón y en su amor. Coralia podía no ser inteligente, pero dotada de un alma hermosa, tenía la facultad de manifestarla por uno de aquellos movimientos súbitos que hacen las grandes actrices. Este fenómeno extraño, en tanto que no se ha convertido en un hábito, está sometido a los caprichos del carácter, y a menudo a un admirable pudor que domina a las actrices todavía jóvenes. Interiormente ingenua y tímida, en apariencia atrevida y ligera como debe serlo una cómica, Coralia, todavía amante, experimentaba una reacción de su corazón de mujer sobre su máscara de artista. El arte de expresar los sentimientos, esa sublime falsedad, aún no había triunfado en ella sobre la naturaleza. Sentía vergüenza de dar al público lo que no pertenecía más que al amor. Además, sentía la debilidad propia de las mujeres verdaderas. Aún sabiéndose llamada a reinar como soberana en la escena, tenía necesidad de éxito. Incapaz de afrontar una sala con la cual no simpatizaba, temblaba al presentarse en escena, y entonces la frialdad del público podía dejarla helada. Esta terrible emoción hacía que en cada nuevo papel encontrara un nuevo debut. Los aplausos le producían una especie de embriaguez, superfluo para su amor propio, pero indispensable a su valor. Un murmullo de desaprobación o el silencio de un público distraído le quitaban los medios, mientras que una sala llena, atenta, y las miradas de personas admiradoras y benévolas, la electrizaban, y entonces se ponía en comunicación con las cualidades nobles de todas aquellas almas y sentía el poder de elevarlas, de emocionarlas. Este doble efecto revelaba tanto la naturaleza nerviosa como la constitución del genio, y también la delicadeza y ternura de aquella pobre criatura. Luciano había terminado por apreciar los tesoros que encerraba aquel corazón, había reconocido cuán ingenua era su amante. Inhábil para las falsedades de la actriz, Coralia era incapaz de defenderse contra las rivalidades y las maniobras de bastidores a que se entregaba Florina, mujer tan peligrosa, tan depravada ya como sencilla y generosa era su amiga. Los papeles debían ir al encuentro de Coralia. Ella era demasiado orgullosa para ir a implorar a los autores y sufrir sus deshonrosas condiciones, y para entregarse al primer periodista que la amenazase con su amor y con su pluma. El talento, tan raro ya en el arte extraordinario del comediante, no es más que una condición del éxito e incluso durante mucho tiempo es perjudicial si no va acompañado de cierta habilidad para la intriga, habilidad de la que Coralia carecía totalmente. Previendo los sufrimientos que aguardaban a su amiga en su debut en él Gymnase, Luciano quiso a toda costa proporcionarle un triunfo. El dinero que quedaba de la venta del mobiliario y el que ganaba Luciano, todo había pasado a los vestidos, al arreglo del camerino y a cubrir los gastos del debut. Unos días antes, Luciano hizo una gestión humillante a la cual se decidió por amor: cogió las letras de Fendat y Cavalier y dirigióse a la calle de Bourdonnais, al Capullo de Oro, para proponer su negociación a Camusot. El poeta no estaba aún tan corrompido que pudiera ir fríamente a este asalto. Dejó muchos dolores por el camino, lo pavimentó con los más terribles pensamientos al decirse alternativamente: ¡sí!, ¡no! Sin embargo, llegó al pequeño gabinete frío, negro, iluminado por un patio interior, donde se hallaba sentado gravemente no ya el enamorado de Coralia, el bonachón, el holgazán, el libertino, el incrédulo Camusot que él conocía, sino el serio padre de familia, el negociante salpicado de astucias y virtudes, con la máscara de la mojigatería judiciaria de un magistrado del Tribunal de comercio y defendido por la frialdad patronal de un cabeza de familia, rodeado de dependientes, cajeros, cajas verdes, facturas y muestras, custodiado por su mujer y acompañado de una hija vestida con sencillez. Luciano se estremeció de pies a cabeza al abordarle, porque el digno negociante le lanzó la mirada insolentemente indiferente que él había visto ya en los ojos de los banqueros dedicados a descuentos.
—Aquí traigo unos valores que os agradecería muchísimo quisierais aceptarlos —dijo permaneciendo en pie, al lado del negociante que seguí sentado.
—Vos os quedasteis con algo mío, caballero —respondió Camusot—, ya me acuerdo.
Luciano explicó la situación de Coralia, en voz baja y hablando al oído del comerciante en sedas, que pudo oír las palpitaciones del poeta humillado. No entraba en las intenciones de Camusot el que Coralia tuviera un fracaso. Al escuchar, el negociante miraba las firmas y se sonrió. Era juez del Tribunal de comercio y conocía la situación de los libreros. Dio cuatro mil quinientos francos a Luciano con la condición de poner en su endoso valor recibido en sederías. Luciano fue inmediatamente a ver a Braulard y arregló muy bien las cosas para asegurar a Coralia un buen éxito. Braulard prometió ir, y acudió, en efecto, al ensayo general con objeto de quedar de acuerdo acerca de las escenas donde sus alabarderos aplaudirían y conseguirían el éxito. Luciano entregó el resto de su dinero a Coralia, ocultándole la gestión que había hecho cerca de Camusot. Calmó las inquietudes de la actriz y de Berenice, que ya no sabían cómo sacar adelante la casa. Martainville, uno de los hombres de aquella época que mejor conocían el teatro, había ido varias veces a hacer ensayar el papel a Coralia. Luciano había obtenido de varios redactores realistas la promesa de artículos favorables. No sospechaba, pues, la desgracia. La víspera del debut de Coralia le sucedió algo funesto a Luciano. Había aparecido el libro de De Arthez. El redactor jefe del periódico de Héctor Merlin dio la obra a Luciano, considerándole el hombre más apto para efectuar su crítica. Debía su fatal reputación en este género a los artículos que escribió sobre Nathan. Había gente en la oficina, todos los redactores se encontraban en ella y Martainville había acudido también para hablar sobre un punto de la polémica general adoptada por los periódicos realistas contra los liberales. Nathan, Merlin y todos los colaboradores de Le Réveil, conversaban acerca de la influencia del periódico semisemanario de León Giraud, influencia tanto más perniciosa cuanto que el lenguaje era prudente, sensato y moderado. Se empezaba a hablar del cenáculo de la calle de los Quatre-Vents, dándosele el nombre de convención. Había sido decidido que los periódicos monárquicos harían una guerra a muerte y sistemática a aquellos peligrosos adversarios que, en efecto, fueron los que pusieron por obra la Doctrina, aquella secta fatal que derribó a los Borbones, desde el día en que la más mezquina de las venganzas indujo al más brillante escritor realista a aliarse con ella. De Arthez, cuyas opiniones absolutistas eran desconocidas, envuelto en el anatema pronunciado contra el cenáculo, iba a ser la primera víctima. Era preciso matar su libro, según la expresión clásica. Luciano se negó a hacer el artículo. Esta denegación suscitó el más violento escándalo entre los hombres conspicuos del partido monárquico que habían acudido a aquella cita. Declararon lisa y llanamente a Luciano que un recién convertido no tenía voluntad. Si no le convenía pertenecer a la monarquía y a la religión, podía volver a su primer bando. Merlin y Martainville le llevaron aparte y le hicieron amistosamente observar que entregaba a Coralia al odio que los periódicos liberales le habían jurado, y que ella ya no tendría los periódicos monárquicos y ministeriales para defenderse. La actriz iba a dar lugar, sin duda, a una polémica ardiente que le valdría aquella fama por la que tanto suspiran las mujeres de teatro.
—No sabéis nada de ello —le dijo Martainville—. Coralia representará durante tres meses en medio del fuego cruzado de nuestros artículos y encontrará treinta mil francos en provincias en sus tres meses de vacaciones. Por uno de esos escrúpulos que os impedirán ser un hombre político, y que hay que rechazar, vais a matar a Coralia y a vuestro porvenir, estáis arrojando vuestro pan.
Luciano se vio obligado a elegir entre De Arthez y Coralia. Su amante estaba perdida si no degollaba a De Arthez en el gran periódico y en Le Réveil. El pobre poeta volvió a su casa con la muerte en el alma. Sentóse junto a la chimenea de su habitación y leyó aquel libro, uno de los más bellos de la literatura moderna. Fue dejando lágrimas de página en página, titubeó un buen rato, pero al fin cogió aquel libro como los niños cogen un hermoso pájaro para desplumarlo y martirizarlo, y escribió un artículo burlón, como tan bien sabía hacerlos. Su terrible sátira era apta para perjudicar al libro. Al volver a leer aquella hermosa obra, todos los buenos sentimientos de Luciano se despertaron: atravesó París a medianoche, llegó a casa de De Arthez y, a través de los cristales, vio la casta y tímida luz que a menudo había contemplado con los sentimientos de admiración que merecía la noble constancia de aquel hombre verdaderamente grande. No se sintió con fuerzas para subir, y permaneció unos instantes sentado en un guardacantón. Finalmente, impulsado por su ángel bueno, llamó. Encontró a De Arthez leyendo y sin lumbre.
—¿Qué os ocurre? —dijo el joven escritor al ver a Luciano y adivinando que sólo a una horrible desgracia podía deberse su visita.
—Tu libro es sublime —exclamó Luciano, con los ojos llenos de lágrimas—, y ellos me han mandado que lo atacase.
—Pobre muchacho, comes un pan realmente bien duro —le dijo De Arthez.
—No os pido más que una gracia, guardadme el secreto de mi visita y dejadme en mi infierno con mis ocupaciones de condenado. Quizá nadie triunfa sin antes haberse producido callos en los lugares más sensibles del corazón.
—¡Siempre el mismo! —observó De Arthez.
—¿Me creéis un cobarde? No, De Arthez, no, soy una criatura ebria de amor.
Y le explicó la situación en que se encontraba.
—Veamos el artículo —dijo De Arthez, conmovido por todo lo que Luciano acababa de decirle sobre Coralia.
Luciano le tendió el manuscrito. De Arthez lo leyó y no pudo por menos de sonreír.
—¡Qué fatal empleo de la inteligencia! —exclamó.
Pero se calló, al ver a Luciano en una butaca, abrumado por un dolor verdadero.
—¿Queréis dejarme que lo corrija? —añadió después—. Mañana os lo devolveré. La chanza deshonra una obra, mientras que una crítica grave y seria es a veces un elogio. Yo podré hacer vuestro artículo más honorable tanto para vos como para mí. Por otra parte, solamente yo conozco bien mis faltas.
—Al subir una costa árida, a veces se encuentra un fruto para apagar los ardores de una sed horrible. He aquí ese fruto —dijo Luciano, arrojándose en los brazos de De Arthez, para llorar y besarle en la frente diciéndole—: Me parece que os confío la conciencia para que me la devolváis un día.
—Yo considero el arrepentimiento periódico como una gran hipocresía —dijo solemnemente De Arthez—, pues entonces es una prima pagada a las malas acciones. El arrepentimiento es una virginidad que nuestra alma debe a Dios: un hombre que se arrepiente dos veces es, pues, un horrible sicofante. Temo que en tus arrepentimientos no veas más que absoluciones.
Estas palabras fulminaron a Luciano, que regresó con paso lento a la calle de la Luna. Al día siguiente, el poeta llevó al periódico su artículo, arreglado por De Arthez, pero desde entonces se sintió devorado por una melancolía que no siempre fue capaz de disimular. Cuando, por la noche, vio abarrotada la sala del Gymnase, experimentó las terribles emociones que da un debut en el teatro, y que en él se acrecentaron con toda la pujanza de su amor. Todas sus vanidades estaban en juego, su mirada abarcaba todos los semblantes como la de un acusado abarca los rostros de los jurados y jueces. El más ligero murmullo iba a hacerle estremecer. Un pequeño incidente en el escenario, las entradas y salidas de Coralia, las menores inflexiones de voz habían de agitarle desmesuradamente. La pieza en la que debutaba Coralia era de las que caen pero rebotan, y la pieza cayó. Al salir a escena, no sólo no aplaudieron a Coralia, sino que fue acogida con frialdad por el patio de butacas. En los palcos no obtuvo más aplausos que los de Camusot. Algunas personas colocadas en la galería hicieron callar al negociante con repetidos siseos. Las galerías impusieron silencio a los de la claque, cuando éstos se entregaron a ovaciones evidentemente exageradas. Martainville aplaudía con todas sus fuerzas, y la hipócrita Florina, Nathan y Merlin le imitaban. Una vez hubo caído la pieza, el camerino de Coralia se llenó de visitas, pero no hicieron sino agravar el mal por los consuelos que le dieron. La actriz estaba desesperada, más que por ella, por Luciano.
—Hemos sido traicionados por Braulard —dijo éste.
Coralia tuvo un terrible acceso de fiebre; había sido alcanzada en el corazón, y al día siguiente le fue imposible actuar. Viose detenida en su carrera, Luciano le ocultó los periódicos, los abrió en el comedor. Todos los folletinistas atribuían el fracaso de la obra a Coralia. Había presumido demasiado de sus fuerzas. Ella, que hacía las delicias de los bulevares, estaba desplazada en el Gymnase. Había sido empujada hacia él por una loable ambición, pero no había consultado sus medios, había equivocado su papel. Luciano leyó entonces sobre Coralia los pasteles compuestos en el sistema hipócrita de sus propios artículos sobre Nathan. Una rabia digna de Milón de Crotona cuando se sintió cogidas las manos en la encina que él mismo había abierto, estalló en Luciano y le hizo ponerse pálido de ira. Sus amigos daban a Coralia, con una fraseología admirable de bondad, complacencia e interés, los consejos más pérfidos. Debía representar, decían, papeles que los pérfidos autores de aquellos folletines infames sabían que eran completamente contrarios a su talento. Esto decían los periódicos realistas, en los que sin duda había intervenido activamente la mano de Nathan. En cuanto a los periódicos liberales y los pequeños periódicos, desplegaban las perfidias y las burlas que Luciano había practicado. Coralia oyó uno o dos sollozos, saltó de la cama hacia Luciano, vio los periódicos y quiso leerlos. Después de su lectura, volvió a acostarse y guardó silencio. Florina formaba parte de la conspiración y había previsto el resultado, sabía el papel de Coralia, que Nathan le había hecho ensayar. La empresa, que tenía interés en la obra, quiso dar el papel de Coralia a Florina. El director fue a ver a la pobre actriz, la cual estaba llorosa y abatida. Pero cuando le dijo delante de Luciano que Florina se sabía el papel y que era imposible no representar la pieza aquella noche, la joven se irguió y saltó de la cama gritando:
—Yo actuaré.
Cayó desvanecida. Florina tuvo, pues, el papel y se labró con ello una reputación, porque volvió a levantar la pieza. Tuvo en todos los periódicos una ovación a partir de la cual Florina fue aquella grande actriz que conocéis. El triunfo de ésta exasperó a Luciano en el más alto grado.
—¡Una miserable a quien pusiste el pan en la mano! Si el Gymnase quiere, puede volver a comprar tu contrato. Yo seré conde de Rubempré, haré fortuna y me casaré contigo.
—¡Qué tontería! —dijo Coralia lanzándole una pálida mirada.
—¡Una tontería! —exclamó Luciano—. Bien, dentro de unos días vivirás en una bella casa, tendrás coche y yo te conseguiré un papel.
Cogió dos mil francos y corrió a Frascati. El desgraciado permaneció allí siete horas, devorado por las furias, con el rostro sereno y frío en apariencia. Durante aquel día y parte de la noche, tuvo la suerte más diversa. Llegó a poseer hasta treinta mil francos, y salió sin un centavo. Cuando volvió, encontró a Finot que le aguardaba para recoger sus pequeños artículos. Luciano cometió el error de quejarse.
—¡Ah!, no todo son rosas —respondió Finot—. Disteis tan bruscamente media vuelta hacia la izquierda, que debíais perder el apoyo de la prensa liberal, mucho más fuerte que la prensa ministerial y monárquica. No se puede pasar nunca de un bando a otro sin haberse preparado una buena cama en la que uno se consuela de las pérdidas con las cuales debe contar; pero, en todo caso, un hombre prudente va a ver a sus amigos, les expone sus razones, se hace aconsejar por ellos su abjuración, se convierte así en sus cómplices, os compadecen, y entonces se conviene, como Nathan y Merlin con sus camaradas, en prestarse servicios mutuos. Los lobos no se devoran los unos a los otros. Vos, en este asunto, habéis tenido la inocencia de un cordero. Os veréis obligado a enseñar los dientes a vuestro nuevo partido para sacar de él un muslo o un ala. Así, os han sacrificado necesariamente a Nathan. No os ocultaré el ruido, el escándalo y los gritos que suscita vuestro artículo contra De Arthez. Marat es un santo comparado con vos. Se preparan para atacaros y vuestro libro sucumbirá. ¿Qué hay de vuestra novela?
—Aquí están las últimas hojas —contestó Luciano mostrando un paquete de pruebas.
—Os atribuyen los artículos no firmados de los periódicos ministeriales y extremistas contra ese pequeño De Arthez. Ahora todos los días, los alfilerazos de Le Réveil van dirigidos contra las personas de la calle de los Quatre-Vents, y las bromas son tanto más sangrientas cuanto que son divertidas. Hay toda una camarilla política, grave y seria, detrás del periódico de León Giraud, una camarilla a la cual pertenecerá el poder, tarde o temprano.
—Yo no he puesto los pies en Le Réveil desde hace ocho días.
—Bien, pensad en mis pequeños artículos. Haced cincuenta inmediatamente. Os los pagaré todos a la vez. Pero hacedlos según el color del periódico.
Y Finot dio negligentemente a Luciano el tema de un artículo jocoso contra el Guardasellos, contándole una pretendida anécdota que, según le dijo, recorría los salones.
Para reparar sus pérdidas en el juego, Luciano, a pesar de su abatimiento, encontró inspiración y claridad de ideas para redactar treinta artículos de dos columnas cada uno. Una vez terminados, fue a casa de Dauriat, seguro de que allí encontraría a Finot, a quien quería entregárselos secretamente. Por otra parte, sentía la necesidad de que el librero le diera una explicación acerca de la no publicación de las Margaritas. Encontró la tienda llena de sus enemigos. Al entrar él, hubo un silencio completo, las conversaciones cesaron. Al verse de tal modo excomulgado, Luciano sintió redoblar su valor, y se dijo a sí mismo, como en la alameda del Luxemburgo:
“¡Triunfaré!”
Dauriat no se mostró ni protector ni amable, estuvo muy mordaz y se atrincheró en su derecho: haría aparecer las Margaritas cuando lo considerase oportuno, aguardaría a que la situación de Luciano asegurase su éxito, pues había comprado la entera propiedad de la obra. Cuando Luciano objetó que Dauriat estaba obligado a publicar sus Margaritas por la naturaleza misma del contrato y de la calidad de los contratantes, el librero sostuvo lo contrario, diciendo que judicialmente no se le podía obligar a una operación que consideraba mala y que él era el único juez de su oportunidad. Por otra parte, había una solución que todos los tribunales admitirían: Luciano era dueño de devolver los mil escudos, a quedarse de nuevo con su obra y hacer que se la publicase un librero monárquico.
El poeta se retiró más lastimado por el tono moderado que Dauriat había asumido, que cuando desplegó su pompa autocrática en su primera entrevista. Por consiguiente, las Margaritas no se publicarían sin duda hasta el momento en que Luciano contara con las fuerzas auxiliares de una camaradería poderosa, o él mismo llegara a ser formidable. Volvió a su casa lentamente, presa de un desaliento que le hubiera llevado al suicidio si la acción hubiera seguido al pensamiento. Vio a Coralia en la cama, pálida y sufriendo.
—Si no puede representar un papel, se morirá —le dijo Berenice, mientras Luciano se vestía para ir a la calle Mont-Blanc, a casa de la señorita Des Touches, que daba una gran fiesta en la que debía encontrar a Des Lupeaulx, Vignon, Blondet, la señora de Espard y la señora de Bargeton.
La fiesta se daba en honor de Conti, el gran compositor que poseía una de las voces más célebres fuera de la escena, y también en honor de la Cinti, la Pasta, García, Levasseur y dos o tres voces ilustres del mundo del arte. Luciano se deslizó hasta el lugar donde estaban sentadas la marquesas, su prima y la señora de Montcornet. El desdichado joven adoptó un aire ligero, contento y feliz; bromeó, se mostró tal cual era en sus días de esplendor, no quería parecer tener necesidad de apoyo alguno. Habló de los servicios que prestaba al partido monárquico y dio como prueba los gritos de odio que proferían los liberales.
—Seréis bien recompensado por ello, amigo mío —le dijo la señora de Bargeton dedicándole una graciosa sonrisa—. Id pasado mañana a la cancillería con la Garza y Des Lupeaulx y encontraréis vuestra real orden firmada. El Guardasellos la lleva mañana a Palacio. Pero, si hay consejo, volverá tarde. Sin embargo, si yo supiera el resultado, durante la velada, os enviaré recado. ¿Dónde vivís?
—Ya volveré —respondió Luciano, avergonzado de tener que decir que vivía en la calle de la Luna.
—Los duques de Lenoncourt y de Navarreins han hablado de vos al rey —repuso la marquesa—. Han alabado vuestra abnegación absoluta y sincera pidiendo una recompensa ruidosa a fin de vengaros de las persecuciones del partido liberal. Por otra parte, el apellido y el título de los Rubempré, a los cuales tenéis derecho por vuestra madre, van a ser ilustres en vos. El rey ha dicho a Su Excelencia, por la noche, que le llevara una orden para autorizar al señor Luciano Chardon a llevar el nombre y los títulos de los condes de Rubempré, en su calidad de nieto del último conde, por parte de su madre. “Favorezcamos a los jilgueros del Pindo”, dijo después de haber leído vuestro soneto sobre el libro, del cual afortunadamente se acordó mi prima y se lo había dado al duque. “Sobre todo cuando el rey puede hacer el milagro de convertirlos en águilas”, le respondió el señor de Navarreins.
Luciano tuvo una efusión de corazón que habría podido conmover a una mujer menos profundamente herida que Luisa de Espard de Nègrepelisse. Cuanto más bello era Luciano, mayor era la sed de venganza que ella sentía. Des Lupeaulx tenía razón, Luciano carecía de perspicacia. No supo adivinar que la real orden de que se le hablaba no era más que una broma como las que sabía gastar la señora de Espard. Animado por este éxito y por la lisonjera distinción que le testimoniaba la señorita Des Touches, quedóse en casa de ésta hasta las dos de la madrugada, para poderle hablar en particular. Luciano se había enterado en las oficinas de los periódicos monárquicos de que la señorita Des Touches era la colaboradora secreta de una obra en la que había de actuar la gran maravilla del momento, la pequeña Fay. Cuando los salones quedaron desiertos, llevó a la señorita Des Touches a un sofá, en el gabinete, y le contó de forma tan conmovedora la desgracia de Coralia y la suya propia, que aquella ilustre hermafrodita le prometió que haría dar el papel principal a Coralia.
Al día siguiente, en el momento en que Coralia, feliz por la promesa que la señorita Des Touches le había dado a Luciano, volvía a la vida y almorzaba con su poeta, éste leía el periódico de Lousteau, en el cual se encontraba el relato epigramático de la anécdota inventada sobre el Guardasellos y su mujer. La más negra maldad se escondía bajo el ingenio más incisivo. El rey Luis XVIII estaba puesto en escena de un modo admirable, sin que el ministerio fiscal pudiera intervenir. He aquí el hecho al cual el partido liberal trataba de dar apariencia de verdad, pero que no ha hecho más que aumentar el número de sus ingeniosas calumnias.
La pasión de Luis XVIII por una correspondencia galante y picaresca, llena de gracia y madrigales, era interpretada como la última expresión de su amor que se volvía doctrinario: pasaba, según decían, del hecho a la idea. La ilustre amante, tan cruelmente atacada por Béranger bajo el nombre de Octavia, había concebido los más graves temores. La correspondencia languidecía. Cuanto mayor era el ingenio que desplegaba Octavia, tanto más frío se mostraba su amante. Octavia había terminado por descubrir la causa de su disfavor, su poder estaba amenazado por las primicias y las especias de una nueva correspondencia del real escritor con la mujer del Guardasellos. Esta excelente mujer se suponía que era incapaz de escribir un billete, debía ser pura y simplemente el editor responsable de una ambición. ¿Quién podía esconderse bajo aquellas faldas? Después de algunas observaciones, Octavia descubrió que el rey mantenía correspondencia con su ministro. En seguida traza su plan. Ayudada por un amigo fiel, un día retiene al ministro en la Cámara por medio de una discusión borrascosa, y se arregla una entrevista con el rey, al cual excita en su amor propio con la revelación de aquel engaño. Luis XVIII entra en un acceso de cólera borbónica y real, estalla contra Octavia, duda. Octavia ofrece una prueba inmediata rogándole que escriba una frase que exija una respuesta inmediata. La desgraciada mujer, sorprendida, manda buscar a su amigo en la Cámara. Pero todo estaba previsto, ya que en aquel momento ocupaba la tribuna. La mujer suda sangre y agua, busca todo su ingenio y responde con el ingenio que encuentra:
—Vuestro canciller os dirá el resto —exclamó Octavia riéndose de la contrariedad del rey.
Aunque falaz, el artículo hería en lo más vivo al guardasellos, a su mujer y al rey. Des Lupeaulx, a quien Finot guardó siempre el secreto, había inventado, según dicen, la anécdota. Este artículo mordaz e ingenioso hizo las delicias del partido de los liberales y del de Monsieur, y hasta Luciano se divirtió sin ver en él otra cosa que un canard muy agradable. Al día siguiente fue a buscar a Des Lupeaulx y al barón Du Châtelet. Este último iba a dar las gracias a Su Excelencia. El señor Châtelet, nombrado consejero de Estado en servicio extraordinario, había sido hecho conde con la promesa de la prefectura del Charenta, tan pronto como el prefecto actual hubiera terminado los meses necesarios para completar el tiempo requerido para que obtuviera el máximo del retiro. El conde Du Châtelet, porque el Du fue insertado en la real orden, tomó a Luciano en su coche y le trató como a un igual. Sin los artículos de Luciano, quizá no habría triunfado tan pronto, pues la persecución de los liberales había sido como un pedestal para él. Des Lupeaulx se encontraba en el ministerio, en el gabinete del secretario general. Al ver a Luciano, aquel funcionario dio un brinco de asombro y miró a Des Lupeaulx.
—¡Cómo! ¿Os atrevéis a venir aquí, caballero? —dijo el secretario general a Luciano, que se quedó estupefacto—. Su Excelencia ha rasgado vuestra orden cuando ya estaba preparada para la firma. ¡Ahí la tenéis!
Y mostró rasgado el primer papel que había encontrado a mano.
—El ministro ha querido conocer al autor del espantoso artículo de ayer, y he aquí la copia del número —añadió el secretario general tendiendo a Luciano las hojas de su artículo—. Vos os llamáis monárquico, caballero, y sois colaborador de ese infame periódico que hace encanecer los cabellos a los ministros, que entristece los Centros y nos arrastra a un abismo. Vos desayunáis de Le Corsaire, Le Miroir, Le Constitutionnel y Le Courrier; coméis de La Quotidienne y Le Réveil y cenáis con Martinville, el más terrible adversario del ministerio, que empuja al rey hacia el absolutismo, lo cual le llevaría a una revolución con la misma rapidez que si se entregase a la extrema izquierda. Vos sois un periodista muy ingenioso, pero jamás seréis un político. El ministro os ha denunciado al rey como autor del artículo, y el rey, en su cólera, ha reprendido al señor duque de Navarreins, su primer gentilhombre de servicio. Os habéis creado enemigos tanto más poderosos cuanto que os eran muy favorables. Lo que en un enemigo parece natural, es espantoso en un amigo.
—¡Es que sois un niño, querido! —dijo Des Lupeaulx—. Me habéis comprometido. Las señoras de Espard, de Bargeton y de Montcornet, que habían respondido por vos, deben estar furiosas. El duque ha debido hacer recaer su cólera sobre la marquesa, y ésta ha debido regañar a su prima. ¡No vayáis! Aguardad.
—Aquí llega Su Excelencia, ¡salid! —exclamó el secretario general.
Luciano se encontró en la plaza de Vendôme, con aire estúpido, como si acabaran de darle en la cabeza con un martillo. Regresó a pie por los bulevares tratando de juzgarse a sí mismo. Viose convertido en el juguete de hombres envidiosos, ávidos y llenos de perfidia. ¿Quién era él en aquel mundo de ambiciones? Un niño que corría en pos de los placeres y de los goces de la vanidad, sacrificándolo todo. Un poeta sin reflexión profunda, que iba de luz en luz como una mariposa, sin plan fijo, esclavo de las circunstancias, pensando bien y obrando mal. Su conciencia fue un verdugo implacable. En fin, ya no tenía dinero, y sentíase abrumado por el trabajo y el dolor. Sus artículos no eran admitidos sino después de los de Merlin y de Nathan. Iba a la ventura, perdido en sus reflexiones. Mientras caminaba, vio en algunos gabinetes literarios, que comenzaban a dar libros de lectura junto con los periódicos, un anuncio en el que, bajo un título extraño, completamente desconocido para él, brillaba su nombre: Por el señor Luciano Chardon de Rubempré. Su obra aparecía y él no había sabido nada, los periódicos guardaban silencio. Permaneció con los brazos colgantes, inmóvil, sin advertir a un grupo de jóvenes muy elegantes, entre los cuales se hallaban Rastignac, de Marsay y algunos otros que él conocía. No prestó atención a Miguel Chrestien y a León Giraud, que se acercaban a él.
—¿Sois vos el señor Chardon? —le dijo Miguel en un tono que hizo que las entrañas de Luciano resonasen como cuerdas.
—¿No me conocéis? —respondió palideciendo.
Miguel le escupió en la cara.
—Ahí tenéis los honorarios de vuestros artículos contra De Arthez. Si todos en su casa o en la de sus amigos imitasen mi conducta, la prensa sería lo que debe ser: ¡un sacerdocio respetable y respetado!
Luciano se había tambaleado. Se apoyó en Rastignac, diciéndole, así como a De Marsay:
—Caballeros, no podríais negaros a ser mis testigos. Pero antes quiero pagar con la misma moneda, para que el arreglo no sea posible.
Luciano dio con energía una bofetada a Miguel, que no lo esperaba. Los dandis y los amigos de Miguel se arrojaron entre el republicano y el monárquico, para que esta lucha no adquiriese un carácter populachero. Rastignac cogió a Luciano y se lo llevó a su casa, a la calle de Taitbout, a dos pasos de esta escena, que tenía lugar en el bulevar de Gante, a la hora de comer. Esta circunstancia evitó las aglomeraciones que en tales casos suelen formarse. De Marsay fue en busca de Luciano, a quien los dos dandis obligaron a comer alegremente con ellos en el café Inglés, donde se emborracharon.
—¿Sois hábil con la espada? —le preguntó De Marsay.
—Nunca he manejado ninguna.
—¿Con la pistola? —dijo Rastignac.
—En mi vida he hecho un solo disparo.
—Tenéis en vuestro favor el azar, sois un terrible adversario, podéis matar a vuestro hombre —añadió De Marsay.
Afortunadamente, Luciano encontró a Coralia en cama, durmiendo. La actriz había actuado en una pequeña pieza y de improviso, había encontrado su desquite, obteniendo aplausos legítimos y no estipendiados. Aquella velada, que sus enemigos no esperaban, determinó al director a darle el principal papel en la obra de Camilo Maupin, porque había terminado por descubrir la causa de la falta de éxito de Coralia en su debut. Irritado por las intrigas de Florina y Nathan para hacer caer una actriz por la que él sentía interés, el director había prometido a Coralia la protección de la empresa.
A las cinco de la mañana, Rastignac fue a buscar a Luciano.
—Amigo mío, estáis alojado en el sistema de vuestra calle —le dijo por todo cumplido—. Seamos los primeros a la cita, en el camino de Clignancourt, es de buen gusto, y hemos de dar ejemplo.
—He aquí el programa —le dijo De Marsay, tan pronto como el fiacre echó a rodar por el barrio de San Dionisio—. Os batís a pistola, a veinticinco pasos, caminando a voluntad el uno hacia el otro hasta una distancia de quince pasos. Cada cual podéis dar cinco pasos y disparar tres veces, más no. Ocurra lo que ocurra, os comprometéis a dejar las cosas así, tanto el uno como el otro. Nosotros cargamos las pistolas de vuestro adversario, y sus testigos cargan las vuestras. Las armas han sido escogidas por los cuatro testigos reunidos en casa de un armero. Os aseguro que hemos ayudado al azar: tenéis pistolas de caballería.
Para Luciano, la vida se había convertido en una pesadilla. Le era indiferente vivir o morir. Así, pues, el valor propio del suicida le sirvió para aparecer como un gran valiente ante los ojos de los espectadores de su duelo. Permaneció, sin caminar, en su sitio. Esta despreocupación fue considerada como un frío cálculo, y encontraron muy fuerte a aquel poeta. Miguel Chrestien llegó hasta su límite. Los dos adversarios hicieron fuego al mismo tiempo, porque los insultos habían sido considerados iguales. Al primer disparo, la bala de Chrestien rozó la barbilla de Luciano, cuya bala pasó a diez pies por encima de la cabeza de su adversario. Al segundo, la bala de Miguel se alojó en el cuello de la levita del poeta, que afortunadamente estaba guarnecida de bucarán. Al tercer disparo, Luciano recibió la bala en el pecho y cayó.
—¿Está muerto? —preguntó Miguel.
—No —respondió el cirujano—, saldrá con vida.
—Tanto peor —añadió Miguel.
—¡Oh!, sí, tanto peor —repitió Luciano, vertiendo lágrimas.
A mediodía, aquella desgraciada criatura se encontraba en su habitación y sobre su cama. Habían hecho falta cinco horas y grandes precauciones para transportarle hasta allí. Aunque su estado no ofreciese peligro, requería muchos cuidados: la fiebre podía acarrear molestas complicaciones. Coralia ahogó su desesperación y sus penas. Todo el tiempo en que su amigo estuvo en peligro, pasó las noches con Berenice aprendiendo sus papeles. El peligro de Luciano duró dos meses. Aquella pobre criatura representaba a veces un papel que requería alegría, mientras que interiormente se decía:
“Mi querido Luciano quizás en estos momentos se está muriendo”.
Durante ese tiempo, Luciano fue atendido por Bianchon. Debió la vida a la abnegación de aquel amigo tan profundamente herido, pero al que De Arthez había confiado el secreto de la gestión de Luciano, justificando al desdichado poeta. En un instante de lucidez, porque Luciano tuvo una fiebre de mucha gravedad, Bianchon, que sospechaba en De Arthez algún rasgo de generosidad, interrogó a su paciente. Luciano le dijo que no había escrito sobre el libro de De Arthez ningún otro artículo más que el serio y grave inserto en el periódico de Héctor Merlin.
A fines del primer mes, la casa Fendant y Cavalier se declaró en quiebra. Bianchon dijo a la actriz que ocultase este horrible golpe a Luciano. La famosa novela de El Arquero de Carlos IX, publicada bajo un extraño título, no había tenido el menor éxito. Para disponer de algún dinero antes de declararse en quiebra, Fendant, sin que Cavalier lo supiera, había vendido esta obra en bloque a unos especieros que la revendían a bajo precio por medio de la venta a domicilio. En aquel momento, el libro de Luciano guarnecía los parapetos de los puentes y de los muelles de París. La librería del muelle de los Agustinos, que se había quedado con cierta cantidad de ejemplares de aquella novela, resultaba que perdía una suma considerable como consecuencia de la baja sufrida en el precio: los cuatro volúmenes en 12.º que había comprado por cuatro francos con cincuenta céntimos, se vendían a cincuenta sueldos. El comercio profería grandes gritos, y los periódicos continuaban guardando el más profundo silencio. Barbet no había previsto aquel lavaje, creía en el talento de Luciano. Contrariamente a sus costumbres, había adquirido doscientos ejemplares, y la perspectiva de una pérdida le volvía loco, decía pestes de Luciano. Barbet tomó una decisión heroica. Puso sus ejemplares en un rincón de su almacén con una obstinación propia de los avaros y dejó que sus colegas se desembarazasen de los suyos a precio vil. Más tarde, en 1824, cuando el bello prefacio de De Arthez, el mérito del libro y dos artículos escritos por León Giraud hubieran devuelto a esa obra su valor, Barbet vendió sus ejemplares uno tras otro al precio de diez francos. A pesar de las precauciones de Berenice y Coralia, fue imposible impedir a Héctor Merlin que fuera a ver a su amigo moribundo. Le hizo beber gota a gota el cáliz amargo de aquel caldo, palabra usada en la librería para designar la operación funesta a la que se habían entregado Fendant y Cavalier al publicar el libro de un principiante. Martainville, el único amigo fiel de Luciano, hizo un magnífico artículo en favor de la obra, pero la exasperación era tal, no sólo en los liberales, sino también en los ministeriales, contra el redactor jefe de L’Aristarque, L’Oriflamme y Le Drapeau blanc, que los esfuerzos de aquel valeroso atleta, que devolvió siempre diez insultos por cada uno a los liberales, perjudicaron a Luciano. Ningún periódico recogió el guante de la polémica, por muy vivos que fuesen los ataques del audaz monárquico. Coralia, Berenice y Bianchon cerraron la puerta a todos los que se decían amigos de Luciano, los cuales profirieron grandes gritos, pero fue imposible cerrarla a los alguaciles. La quiebra de Fendant y Cavalier hacía sus letras exigibles en virtud de una de las disposiciones del Código de comercio, la que más atentaba contra los derechos de tercero, que de este modo se ve privado de los beneficios del plazo. Luciano se vio perseguido implacablemente por Camusot. Al ver este nombre, la actriz comprendió la terrible y humillante gestión que había debido hacer su poeta, para ella tan angelical; por ello le amó diez veces más, y no quiso implorar a Camusot. Al ir a buscar a su prisionero, los guardias del Comercio le encontraron en la cama y retrocedieron ante la idea de llevárselo. Fueron a ver a Camusot, antes de rogar al presidente del Tribunal les indicase en qué hospital depositarían al deudor. Camusot acudió en seguida a la calle de la Luna. Coralia descendió y volvió a subir llevando las piezas del procedimiento que según el endoso habían declarado a Luciano comerciante. ¿Cómo había obtenido de Camusot aquellos documentos? ¿Qué promesa le había hecho? Guardó el más tétrico silencio, pero había vuelto a subir casi muerta. Coralia actuó en la obra de Camilo Maupin y contribuyó mucho al éxito del ilustre hermafrodita literario. La creación de este papel fue el último destello de aquella hermosa lámpara. A la vigésima representación, cuando Luciano, restablecido, comenzaba a pasearse, a comer, y hablaba de reanudar sus trabajos, Coralia cayó enferma. Una pena secreta la consumía. Berenice creyó siempre que para salvar a Luciano había prometido volver a Camusot. La actriz tuvo la mortificación de ver como daban el papel a Florina, pues Nathan declaraba la guerra al Gymnase en el caso de que Florina no sucediese a Coralia. Al representar el papel hasta el último instante para no dejar que lo cogiera su rival, Coralia rebasó sus fuerzas. El Gymnase le había dado algunos anticipos durante la enfermedad de Luciano, y ya no podía pedir nada a la caja del teatro. A pesar de su buena voluntad, Luciano era aún incapaz de trabajar; por otra parte, cuidaba a Coralia, para aliviar a Berenice. Aquel pobre hogar llegó, pues, a una miseria absoluta; sin embargo, tuvo la suerte de encontrar en Bianchon un médico hábil y abnegado, que le dio crédito en una farmacia. La situación de Coralia y de Luciano fue pronto conocida por los proveedores y el propietario. Los muebles fueron embargados. La costurera y el sastre, al no tener ya miedo del periodista, persiguieron a ultranza a aquellos dos bohemios. Finalmente ya no hubo más que el farmacéutico y el tocinero que fiaran a aquellas desgraciadas criaturas. Luciano, Berenice y la enferma viéronse en la necesidad, por espacio aproximadamente de una semana, de no comer más que tocino bajo todas las formas ingeniosas y variadas que le dan los tocineros. Los productos de charcutería, bastante inflamatorios por su propia naturaleza, agravaron la enfermedad de la actriz. Luciano se vio obligado por la miseria a ir al encuentro de Lousteau para reclamar los mil francos que le debía aquel examigo, aquel traidor. Fue, en medio de sus desgracias, la gestión que más dura se le hizo. Lousteau ya no podía volver a su casa de la calle de la Harpe, dormía en la de sus amigos, era perseguido, acosado como una fiebre. Luciano no pudo encontrar a su fatal introductor en el mundo literario más que en el restaurante de Flicoteaux, donde comía en la misma mesa en la que aquél le había encontrado, para desgracia suya, el día en que se alejó de De Arthez. Lousteau le invitó a comer, y Luciano aceptó. Cuando al salir de Flicoteaux, Claudio Vignon, que comía allí aquel día, Lousteau, Luciano y el gran desconocido que tenía su guardarropa en el establecimiento de Samanon, quisieron ir al café Voltaire a tomar café, no pudieron juntar treinta sueldos al reunir la calderilla que resonaba en sus bolsillos. Fueron a deambular por el Luxemburgo, esperando encontrar allí un librero, y vieron en efecto a uno de los más famosos impresores de aquel tiempo, a quien Lousteau pidió cuarenta francos, que aquél le dio. Lousteau dividió la suma en cuatro partes iguales y cada uno de los escritores tomó una. La miseria había ahogado todo orgullo y sentimiento en Luciano. Lloró delante de aquellos tres artistas al referirles su situación. Pero cada uno de sus camaradas tenía un drama igualmente cruel para contarle. Cuando cada cual hubo parafraseado el suyo, el poeta se encontró el menos desgraciado de los cuatro. Así, todos tenían necesidad de olvidar, tanto su desgracia, como su pensamiento, que redoblaba la desgracia. Lousteau corrió al Palacio Real, a jugar allí los nueve francos que le quedaban de los diez que le habían correspondido. El gran desconocido, aunque tenía una hermosa amante, fue a una vil casa sospechosa a hundirse en el cenegal de los placeres peligrosos. Vignon se dirigió al Petit Rocher de Cancale con la intención de beber dos botellas de vino de Burdeos para abdicar de su razón y de su memoria. Luciano dejó a Claudio Vignon en el umbral del restaurante, rehusando su parte en aquella cena. El apretón de manos que el grande hombre de provincias dio al único periodista que no le había sido hostil, fue acompañado de una horrible opresión del pecho.
—¿Qué hacer? —le preguntó.
—En la guerra, como en la guerra —le dijo el gran crítico—. Vuestro libro es hermoso, pero os ha creado envidias, vuestra lucha será larga y difícil. El talento es una horrible enfermedad. Todo escritor lleva en su corazón un monstruo, que, semejante a la tenia en el estómago, devora los sentimientos a medida que van manifestándose. ¿Quién triunfará? ¿La enfermedad del hombre, o el hombre de la enfermedad? Ciertamente, es necesario ser un gran hombre para mantener el equilibrio entre su talento y su carácter. El talento aumenta, el corazón se seca. A menos de ser un coloso o de tener unas espaldas de Hércules, uno se queda sin corazón o sin talento. Vois sois delgado y débil, sucumbiréis —añadió entrando en el restaurante.
Luciano volvió a su casa meditando esta horrible sentencia, cuya profunda verdad le iluminaba la vida literaria.
—¡Dinero! —le gritaba una voz.
Él mismo hizo, a su orden, tres letras de mil francos cada una, a uno, dos y tres meses de vencimiento, imitando con admirable perfección la firma de David Séchard y las endosó; luego, al día siguiente, las llevó a Métivier, el comerciante de papel de la calle Serpente, el cual se las negoció sin dificultad. Luciano escribió unas líneas a su cuñado avisándole de este ataque a su caja, prometiéndole, según costumbre, entregar el dinero al vencimiento. Una vez pagadas las deudas de Coralia y las suyas, quedaron trescientos francos que el poeta entregó a Berenice, diciéndole que no le diera nada aun cuando él mismo le pidiera dinero: temía que le sobreviniese el deseo de ir a jugar. Luciano, animado por una rabia sombría, fría y taciturna, se puso a escribir sus más ingeniosos artículos a la luz de una lámpara, mientras velaba el sueño de Coralia. Cuando buscaba sus ideas, veía a aquella criatura adorada, blanca como la porcelana, bella con la belleza de las jóvenes moribundas, sonriéndole con unos labios pálidos y mostrándole unos ojos brillantes como los de todas las mujeres que sucumben tanto a la enfermedad como a la pena. Luciano enviaba sus artículos a los periódicos, pero como no podía ir a las oficinas a atormentar a los redactores jefes, los artículos no aparecían. Cuando se decidía a ir al periódico, Teodoro Gaillard, que le había dado anticipos, y que más tarde se aprovechó de aquellos diamantes literarios, le recibía fríamente.
—¡Tened cuidado, querido! Vos ya no tenéis ingenio, no os dejéis abatir, buscad la inspiración —le decía.
—Ese pequeño Luciano no tenía en el vientre más que su novela y sus primeros artículos —exclamaban Feliciano Vernou, Merlin y todos los que le odiaban, cuando se hablaba de él en casa de Dauriat o en el Vodevil—. Nos envía cosas lamentables.
No tener nada en el vientre, frase consagrada en el argot del periodismo, constituye una sentencia soberana a la que es difícil apelar una vez ha sido pronunciada. Esta frase, que se hizo circular, mataba a Luciano, sin él saberlo. En medio de sus trabajos abrumadores, fue perseguido por las letras de David Séchard y recurrió a la experiencia de Camusot. El examigo de Coralia tuvo la generosidad de protegerle. Esta horrible situación duró dos meses, esmaltados por mucho papel sellado, que, según la recomendación de Camusot, Luciano enviaba a Desroches, un amigo de Bixiou, de Blondet y de Des Lupeaulx.
A principios del mes de agosto, Bianchon dijo al poeta que Coralia estaba perdida, y que solamente le quedaban unos días de vida. Berenice y Luciano pasaron aquellos días fatales llorando, sin poder ocultar sus lágrimas a aquella joven, que estaba desesperada, a causa de Luciano, al tener que morir. Por un cambio extraño, Coralia exigió que le trajeran un sacerdote. La actriz quiso reconciliarse con la Iglesia y morir en paz. Tuvo un fin cristiano, su arrepentimiento fue sincero. Aquella agonía y aquella muerte acabaron de arrebatar a Luciano su fuerza y su valor. El poeta permaneció en completo abatimiento, sentado en una butaca, al pie de la cama de Coralia, sin cesar de mirarla, hasta el momento en que vio los ojos de la actriz entornados por la mano de la muerte. Eran entonces las cinco de la mañana. Un pájaro fue a posarse sobre las macetas de flores que había en el alféizar de la ventana, y cantó. Berenice, arrodillada, besaba la mano de Coralia, que iba enfriándose bajo sus lágrimas. El reloj de la chimenea marcaba entonces las once. Luciano salió impulsado por una desesperación que le aconsejaba pedir limosna para enterrar a su amante o ir a arrojarse a los pies de la marquesa de Espard, del conde Du Châtelet, de la señora de Bargeton, de la señorita Des Touches, o del terrible dandy De Marsay. Ya no se sentía con orgullo ni con fuerzas. Para tener algún dinero, se habría alistado como soldado. Caminó con aquellos andares abatidos y descompuestos que conocen los desgraciados, y llegó hasta el hotel de la escritora, entró sin reparar en el desorden de sus vestidos y rogó que le recibiese.
—La señorita se acostó a las tres de la madrugada y nadie se atrevería a entrar en su habitación antes de que ella llamase —respondió el ayuda de cámara.
—¿Cuándo os llama?
—Nunca antes de las diez.
Luciano escribió entonces una de aquellas cartas espantosas en las que los pordioseros elegantes ya no reparan en nada. Una noche había puesto en duda la posibilidad de tales bajezas, cuando Lousteau le hablaba de las peticiones hechas por jóvenes talentos a Finot, y su pluma lo llevaba quizá más allá de los límites en que el infortunio había arrojado a sus predecesores. Al regresar, estúpido y febril por los bulevares, sin sospechar la horrible obra maestra que le había dictado la desesperación, encontró a Barbet.
—Barbet, ¿quinientos francos? —le dijo tendiéndole la mano.
—No, doscientos —respondió el librero.
—¡Vaya!, tenéis corazón.
—Sí, pero también tengo negocios. Me hacéis perder mucho dinero —añadió después de haberle contado la quiebra de Fendant y Cavalier—. ¿Por qué no hacéis que lo gane también?
Luciano se estremeció.
—Sois poeta, debéis saber hacer toda clase de versos —continuó diciendo el librero—. En estos momentos, tengo necesidad de canciones picarescas para mezclarlas con otras tomadas de diferentes autores, a fin de no ser perseguido como falsificador y poder vender por las calles una linda colección de canciones por diez sueldos. Si queréis enviarme mañana diez buenas canciones para beber o sicalípticas… ¡Vamos, ya sabéis!, os daré doscientos francos.
Luciano volvió a su casa. Encontró a Coralia tendida, yerta y fría en un catre, envuelta en una mala sábana que cosía Berenice llorando. La gruesa normanda había encendido cuatro velas en los cuatro ángulos de la cama. En el rostro de Coralia brillaba aquel fulgor de belleza que habla tan alto a los vivos expresándoles una serenidad absoluta, semejaba aquellas jóvenes que tienen la enfermedad de los pálidos colores. Parecía por momentos como si aquellos labios cárdenos hubieran de abrirse y murmurar el nombre de Luciano, aquella palabra que, mezclada con el nombre de Dios, había precedido a su último suspiro. Luciano dijo a Berenice que fuera a encargar a las pompas fúnebres un entierro que no costase más de doscientos francos, incluido el servicio en la mísera iglesia de la Buena Nueva. Tan pronto como Berenice hubo salido, el poeta se sentó a la mesa, junto al cadáver de su pobre amiga, y compuso las diez canciones que querían ideas alegres y aires populares. Experimentó dolores inauditos antes de poder trabajar, pero terminó por encontrar su inteligencia al servicio de la necesidad, como si no hubiera sufrido. Estaba ejecutando ya la terrible sentencia de Claudio Vignon sobre la separación que se realiza entre el corazón y el cerebro. ¡Qué noche aquella en la que el pobre joven se entregaba a la búsqueda de poesías alegres, escribiendo a la luz de las velas, al lado del sacerdote que rezaba por Coralia!… A la mañana siguiente, Luciano, que había terminado su última canción, trataba de adaptarla a un aire de moda. Al oírle cantar, Berenice y el cura temieron que se hubiera vuelto loco:
Amis, la morale en chanson
Me fatigue et m’ennuie;
Doit on invoquer la raison
Quan on sert la Folie?
D’ailleurs tous les refrains sont, bons
Lorsqu’on trinque avec des lurons:
Epicure l’atteste.
N’allons pas chercher Apollon
Quand Bacchus est notre échanson.
Rions!, buvons!
Et moquons-nous du reste.
Hippocrate à tout bon buveur
Promettait la centaine.
Qu’importe, après tout, par malheur
Si la jambe incertaine
Ne peut plus poursuivre un tendron
Pourvu qu’à vider un flacon
La main soit toujours leste?
Si toujours, en vrais biberons,
Jusqu’à soixante ans nous trinquons,
Rions!, buvons!
Et moquons-nous du reste.
Veut-on savoir d’où nous venons
La chose est trè facile;
Mais, pour savoir où nous irons
Il faudrait être habile.
Sans nous inquiéter, enfin,
Usons, ma foi, jusqu’à la fin
De la bonté céleste!
Il est certain que nous mourrons;
Mais il est sûr que nous vivons:
Rions!, buvons!
El moquons-nous du reste.
Amigos, la moral en forma de canción — me fatiga y me aburre. — ¿Hay que invocar a la razón — cuando ésta sirve a la Locura? — Por otra parte, todos los estribillos son buenos — cuando se bebe con gente alegre y despreocupada: — Epicuro da fe de ello. — No vayamos a buscar a Apolo — cuando Baco es nuestro escanciador, — ¡Riamos!, ¡bebamos! — y burlémonos de todo lo demás.
Hipócrates, a todo buen bebedor — le prometía la chaveta. — ¿Qué importa, después de todo, por desgracia — si la pierna incierta — ya no puede perseguir a un guayabo — con tal de que para vaciar una botella — esté siempre pronta la mano? — Si siempre, como verdaderos niños de biberón — bebamos hasta los sesenta años, — ¡Riamos!, ¡bebamos! — y burlémonos de todo lo demás.
¿Quiere saberse de dónde venimos? — La cosa es muy fácil. — Pero para saber adonde iremos — haría falta ser muy hábil. — Sin preocuparnos, en fin, — usemos, a fe mía, hasta el fin —de la bondad celestial. — Es cierto que morimos, — pero es seguro que vivimos. — ¡Riamos!, ¡bebamos! — y burlémonos de todo lo demás.
En el momento en que el poeta cantaba este espantoso último verso, llegaron Bianchon y De Arthez y le encontraron en el paroxismo del abatimiento, derramando un torrente de lágrimas, y sin fuerzas ya para poner en limpio sus canciones. Cuando, a través de sus sollozos, hubo explicado su situación, vio lágrimas en los ojos de los que le escuchaban.
—¡Eso —dijo De Arthez—, borra muchas faltas!
—Felices aquellos que encuentran el Infierno aquí abajo —dijo gravemente el sacerdote.
El espectáculo de aquella hermosa muerta sonriendo a la eternidad, la vista de su amante comprándole una tumba con sus versos obscenos, Barbet pagando un ataúd, aquellas cuatro velas alrededor de aquella actriz cuya basquiña y las medias rojas hacían poco tiempo atrás palpitar a toda una sala, luego, a la puerta, el sacerdote que la había reconciliado con Dios, volviendo a la iglesia para decir una misa en favor de aquella que tanto había amado, aquellas grandezas y aquellas infamias, aquellos dolores aplastados bajo la necesidad, dejaron helados al gran escritor y al gran médico que se sentaron sin poder proferir una palabra. Apareció un criado y anunció a la señorita Des Touches. Aquella joven hermosa y sublime lo comprendió todo, dirigióse rápidamente al encuentro de Luciano, le estrechó la mano, y le dio disimuladamente dos billetes de mil francos.
—Ya es demasiado tarde —dijo el poeta, con una mirada de moribundo.
De Arthez, Bianchon y la señorita Des Touches no dejaron a Luciano hasta después de haber acunado su desesperación con las más dulces palabras, pero todos los resortes se habían roto en él. A mediodía, todo el cenáculo, con excepción de Miguel Chrestien, que entretanto había sido informado acerca del grado de culpabilidad de Luciano, se encontró en la pequeña iglesia de la Buena Nueva, así como Berenice y la señorita Des Touches, dos comparsas del Gymnase, la mujer que vestía a Coralia y el desventurado Camusot. Todos los hombres acompañaron a la actriz hasta el cementerio del Père-Lachaise. Camusot, que lloraba amargamente, juró solemnemente a Luciano comprar un terreno a perpetuidad y mandar construir en él una pequeña columna sobre la cual se grabaría la siguiente inscripción: CORALIA, y debajo: Fallecida a los diecinueve años de edad (agosto de 1822).
Luciano permaneció solo, hasta la puesta del sol, en aquella colina desde donde su vista abarcaba todo París.
“¿Quién me amará? —se preguntó—. Mis verdaderos amigos me desprecian. Cualquier cosa que hubiera hecho, todo le parecía noble y bien a la que ahí yace muerta. Ya no tengo más que a mi hermana, a David y a mi madre. ¿Qué pensarán de mí allá abajo?”.
El pobre gran hombre de provincias regresó a la calle de la Luna, donde sus impresiones fueron tan intensas, al volver a ver el apartamento vacío, que fue a alojarse en un hotelucho de la misma calle. Los dos mil francos de la señorita Des Touches pagaron todas las deudas, pero añadiendo a ellos el producto del mobiliario. Berenice y Luciano se quedaron con cien francos cada uno, que les permitieron vivir durante dos meses, que Luciano pasó en un estado abrumador y enfermizo. No podía escribir ni pensar y se dejaba arrastrar de tal modo por el dolor, que Berenice tuvo lástima de él.
—Si volvéis a vuestra ciudad, ¿cómo iréis? —respondió Berenice a una exclamación de Luciano, que pensaba en su hermana, en su madre y en David Séchard.
—A pie —dijo.
—Pero aun así es preciso poder vivir y dormir durante el viaje. Si hacéis doce leguas diarias, necesitáis por lo menos veinte francos.
—Los tendré —afirmó el poeta.
Cogió sus prendas de vestir y su buena ropa blanca, no conservó más que lo estrictamente necesario y fue a casa de Samanon, que le ofreció cincuenta francos por todo ello. Suplicó al usurero que le diera lo suficiente para tomar la diligencia, pero no pudo convencerle. Furioso, Luciano subió a Frascati, probó fortuna en el juego y volvió sin un céntimo. Cuando se encontró en su miserable aposento, en la calle de la Luna, pidió a Berenice el chal de Coralia. Por unas miradas, la buena mujer comprendió, después de haberle confesado Luciano que había perdido en el juego, cuál era la intención de aquel pobre poeta desesperado: quería ahorcarse.
—¿Estáis loco, señor? —exclamó—. Id a dar un paseo y volved a medianoche, yo habré ganado el dinero que os hace falta. Pero quedaos en los bulevares, no vayáis hacia los muelles.
Luciano se paseó por los bulevares, aturdido por el dolor, mirando los coches, los transeúntes, encontrándose disminuido, solo, en medio de aquella multitud que se movía agitadamente, hostigada por los mil intereses parisienses. Al volver a ver con la imaginación las orillas del Charenta, tuvo sed de los goces de la familia, tuvo entonces uno de aquellos destellos de fuerza que engañan a todas esas naturalezas medio femeninas, no quiso abandonar la partida antes de haber descargado su corazón en el corazón de David Séchard, y tomado consejo de los tres ángeles que le quedaban. Al pasear, vio a Berenice endomingada, charlando con un hombre, en el fangoso bulevar de la Buena Nueva, en la esquina de la calle de la Luna.
—¿Qué haces? —preguntó Luciano, asustado por las sospechas que concibió al ver a la normanda.
—He aquí veinte francos que pueden costar caro, pero partiréis —respondió dando al poeta cuatro monedas de cien sueldos.
Berenice huyó sin que Luciano pudiera saber por dónde había pasado. Porque hay que decir en honor a la verdad que aquel dinero le quemaba la mano y quería devolverlo. Pero viose obligado a quedárselo como un último estigma de la vida parisiense.