Luciano sintióse contrariado por la completa inmovilidad de Lousteau mientras estaba escuchando este soneto; todavía no conocía la desconcertante impasibilidad que da la costumbre de la crítica, y que distingue a los periodistas cansados de prosa, de dramas y de versos. El poeta, acostumbrado a recibir aplausos, devoró su contrariedad, y leyó el soneto preferido de la señora de Bargeton y de algunos de sus amigos del cenáculo.

—Éste quizá le arrancará alguna palabra —pensó.

SEGUNDO SONETO

La Marguerite

Je suis la marguerite, et j’étais la plus belle Des fleurs dont s’étoilait le gazon velouté.

Heureuse, on me cherchait pour ma seule beauté,

Et mes jours se flattaient d’une aurore étemelle.

Hélas! malgré mes voeux, une vertu nouvelle A versé sur mon front sa fatale clarté;

Le sort m’a condamnée au don de vérité,

Et je souffre et je meurs: la science est mortelle.

Je n’ai plus de silence et n’ai plus de repos;

L’amour vient m’arracher l’avenir en deux mots,

Il déchire mon coeur pour y lire qu’on l’aime.

Je suis la seule fleur qu’on jette sans regret:

On dépouille mon front de son blanc diadème,

Et l’on me foule aux pieds dès qu’on a mon secret.

Yo soy la margarita, y era la más bella — de las flores con que estaba constelado el aterciopelado césped. — Feliz, me buscaban tan sólo por mi belleza — y mis días se prometían una perpetua aurora.

¡Ay! a pesar de mis deseos, una nueva virtud — ha derramado sobre mi frente su claridad fatal; — la suerte me ha condenado al don de la verdad, — y yo sufro y muero: la ciencia es mortal.

Ya no tengo silencio y ya no tengo reposo; — el amor viene a arrancarme el futuro en dos palabras, — desgarra mi corazón para leer en el que ama y es amado.

Yo soy la única flor a la que arrojan sin lamentarlo: — despojan mi frente de su blanca diadema, — y me pisotean tan pronto como tienen mi secreto.

Cuando hubo terminado, el poeta miró a su aristarco, Esteban Lousteau contemplaba los árboles del plantel.

—¿Y bien? —le dijo Luciano.

—¿Y bien? Amigo mío, ¿es que no os he escuchado? En París, escuchar sin decir una palabra, constituye un elogio.

—¿Tenéis suficiente? —preguntó Luciano.

—Continuad —respondió con alguna brusquedad el periodista.

Luciano leyó el soneto siguiente, pero lo leyó con la muerte en el corazón, porque la sangre fría impenetrable de Lousteau le heló la lectura. Si hubiera estado más adelantado en la vida literaria, habría sabido que, entre los autores, el silencio y la brusquedad en tales circunstancias, revelan los celos que ocasiona una hermosa obra, de la misma manera que su admiración anuncia el placer inspirado por una obra mediocre, que tranquiliza su amor propio.

TERCER SONETO

Le Camélia

Chaque fleur dit un mot du livre de nature:

La rose est à l’amour et fête la beauté,

La violette exhale una âme aimante et pure,

Et le lis resplendit de su simplicité.

Mais le camélia, monstre de la culture,

Rose sans ambroisie et lis sans majesté,

Semble s’épanouir, aux sainsons de froidure,

Por les ennuis coquets de la virginité.

Cependant, au rebord des loges de théâtre,

J’aime à voir, évasant leurs pétales d’albâtre,

Couronne de pudeur, de blancs camélias.

Parmi les cheveux noirs des belles jeunes femmes Qui savent inspirer un amour pur auv âmes,

Comme les marbres grecs du sculpteur Phidias.

Cada flor dice una palabra del libro de Natura: — la rosa es para el amor y celebra la belleza, la violeta exhala un alma amante y pura, — y el lirio resplandece con su sencillez.

Pero la camelia, monstruo del cultivo, — rosa sin ambrosía y lirio sin majestad, — parece abrirse, en los tiempos de frío, — para el hastío coquetón de la virginidad.

Sin embargo, en los palcos del teatro, — me gusta ver, con sus pétalos de alabastro, — corona de pudor, blancas camelias — entre los negros cabellos de jóvenes hermosas — que saben inspirar un amor puro a las almas, — como los mármoles griegos del escultor Fidias.

—¿Qué opináis de mis pobres sonetos? —preguntó Luciano.

—¿Queréis la verdad? —dijo Lousteau.

—Soy lo suficientemente joven para amarla, y quiero triunfar demasiado para no oírla sin enfadarme, aunque no sin desesperación —respondió Luciano.

—Pues bien, querido, los rebuscamientos del primero revelan una obra hecha en Angulema, y que sin duda os costó mucho, para renunciar a ella; el segundo y el tercero huelen ya a París, pero, leedme otro, ¿queréis? —añadió haciendo un gesto que pareció encantador al gran hombre de provincias.

Animado por esta petición, Luciano leyó con mayor confianza el soneto que preferían de Arther y Bridau, quizás a causa de su colorido.

QUINTO SONETO

La Tulipe

Moi, je suis la tulipe, une fleur de Hollande;

Et telle est ma beauté que l’avare

Flamand Paie un de mes oignons plur cher qu’un diamant,

Si mes fonds sont bien purs, si je suis droite et grande.

Mon air es féodal, et, comme une Yolande

Dans sa jupe à longs plis étoffée amplement,

Je porte des blasons peints sur mon vêtement;

Gueules fascé d’argent, or avec pourpre en bande;

Le jardinier divin a filé de ses doigts

Les rayons du soleil et la pourpre des rois

Pour me faire une robe à trame douce et fine.

Nulle fleur du jardin n’égale ma splendeur,

Mais la nature, hélas! n’a pas versé d’odeur

Dans mon calice fait comme un vase de Chine.

Yo soy el tulipán, una flor de Holanda, — y es tal mi belleza, que el avaro flamenco — paga mis bulbos más caros que el diamante, — si mis tierras son puras, si soy derecho y alto.

Mi aspecto es imponente, y como una Yolanda — con su falda de largos pliegues, muy holgada, — llevo blasones pintados en mi vestido; — gules fajado de argent, oro con púrpura en banda; — el jardinero divino hiló con sus dedos — los rayos del sol y la púrpura de los reyes — para hacerme un vestido de trama suave y fina.

Ninguna flor del jardín iguala mi esplendor, — pero la naturaleza, ¡ay! no ha derramado olor — en mi cáliz labrado como un jarrón de China.

—¿Qué os parece? —dijo Luciano después de un instante de silencio que le pareció una eternidad.

—Querido amigo —repuso gravemente Esteban Lousteau, al ver el extremo de las botas que Luciano había traído de Angulema y que acababa de gastar—, os recomiendo que tiñáis esas botas con vuestra tinta, con objeto de ahorrar la crema para el calzado, que hagáis mondadientes con vuestras plumas para daros el aspecto de haber comido cuando paseáis, al salir del restaurante de Flicoteaux, por la hermosa avenida de este jardín, y que busquéis una colocación cualquiera. Haceos pasante de escribanía si sois valiente, dependiente si tenéis plomo en los riñones, o soldado si os gusta la música militar. Tenéis la madera de tres poetas, pero antes de haber despuntado, tendréis tiempo de moriros seis veces de hambre, si confiáis en el producto de vuestra poesía para poder vivir. Ahora bien, según esos discursos en exceso juveniles, tenéis la intención de acuñar moneda con vuestro tintero. No juzgo esa poesía, es muy superior a todas las que llenan los almacenes de los libreros. Estos elegantes ruiseñores, vendidos algo más caros que los otros a causa de su papel vitela, vienen casi todos a caer a las orillas del Sena, donde podéis ir a estudiar sus cantos, si queréis algún día hacer un peregrinaje instructivo por los muelles de París, donde el puesto del tío Jerónimo, en el puente de Notre-Dame, hasta el Pont-Royal. Encontraréis allí todos los Ensayos poéticos, las Inspiraciones, las Elevaciones, los Himnos, los Cantos, las Baladas, las Odas, en fin, toda las incubaciones salidas desde hace siete años, musas de polvo, salpicadas por los fiacres y violadas por todos los transeúntes que quieren ver la viñeta del título. No conocéis a nadie, ni tenéis acceso a ningún periódico: vuestras Margaritas seguirán castamente plegadas como las tenéis, jamás se abrirán al sol de la publicidad en el prado de los grandes márgenes, esmaltado por los florones que prodiga el ilustre Dauriat, el librero de los famosos, el rey de las Galerías de Bois. ¡Pobre niño! Yo también vine como vos con el corazón lleno de ilusiones, impulsado por el amor al Arte, llevado por invencibles impulsos hacia la gloria: he encontrado las realidades del oficio, las dificultades de la librería y lo positivo de la miseria. Mi exaltación, ahora reprimida, y mi primera efervescencia, me ocultan el mecanismo del mundo; ha sido preciso verlo, tropezar con todos los engranajes, con todos los quicios, ensuciarme con los aceites, oír el chirriar de las cadenas y de los volantes, como yo, llegaréis a saber que, bajo todas esas hermosas cosas soñadas, se agitan hombres, pasiones y necesidades. Intervendréis forzosamente en horribles luchas, de obra a obra, de hombre a hombre y de partido a partido, en las cuales es preciso batirse sistemáticamente para no ser abandonado por los compañeros. Esos combates innobles decepcionan el alma, depravan el corazón y fatigan indeciblemente, porque vuestros esfuerzos sirven a menudo para hacer coronar a un hombre al que aborrecéis, a un talento secundario presentado a pesar vuestro como un genio. La vida literaria tiene sus bastidores. Los éxitos fortuitos o merecidos, he ahí lo que aplaude la galería; los medios, siempre asquerosos, los comparsas, la claque y los tramoyistas, lo ocultan los bastidores. Vos estáis aún ante el público. Todavía os halláis a tiempo; abdicad antes de poner un pie en el primer peldaño del trono que se disputan tantas ambiciones, y no os deshonréis como lo estoy haciendo yo para vivir.

Una lágrima humedeció los ojos de Esteban Lousteau.

—¿Sabéis cómo vivo? —añadió con acento de rabia—. Pronto consumí el poco dinero que podía darme mi familia. Me encontraba sin recursos, después de haber hecho aceptar una pieza en el Teatro Francés. En ese teatro, la protección de un príncipe o de un primer gentilhombre de la cámara del rey, no basta para obtener una representación de favor: los comediantes no ceden más que ante aquellos que amenazan su amor propio. Si tuvierais poder para hacer decir que el primer actor joven tiene asma, que la primera actriz tiene una fístula donde queráis, o que la actriz cómica mata las moscas al vuelo, mañana mismo seríais representado. No sé si, dentro de dos años, yo que os hablo, estaré en condiciones de obtener semejante poder: hacen falta demasiados amigos. Dónde, cómo y con qué medios puedo ganarme la vida, es una pregunta que me hice al sentir los efectos del hambre. Después de muchas tentativas, después de haber escrito una novela anónima pagada con doscientos francos por Doguereau, que no ganó gran cosa en ella, llegué a comprender que sólo el periodismo podía darme de comer. ¿Pero cómo entrar en esos lugares? No voy a contaros mis pasos y mis inútiles solicitudes, ni los seis meses que pasé trabajando como supernumerario y oyendo que me decían que espantaba a los abonados, cuando la realidad era lo contrario. Pasemos por alto estos detalles. Actualmente hago las reseñas de los teatros del bulevar, casi gratis, en el periódico de Finot, ese sujeto gordo que todavía desayuna dos o tres veces al mes en el café Voltaire (pero no vayáis vos allá). Finot es redactor jefe. Vivo de la venta de las localidades que me dan los directores de esos teatros para pagar mi benevolencia en el periódico, y de los libros que me envían los libreros, de los cuales debo hablar. En fin, trafico, una vez ha quedado satisfecho Finot, con los tributos en especie que traen las industrias para las cuales o contra las cuales él me permite lanzar artículos. El Agua carminativa, la Pasta de las Sultanas, el Óleo cefálico, la Mixtura brasileña pagan veinte o treinta francos por un artículo adulador. Me veo obligado a ladrar tras el librero que da pocos ejemplares al periódico: éste se queda dos, que vende Finot, y a mí me hacen falta otros dos para vender. Si publicase una obra maestra, el librero avaro de ejemplares es importunado constantemente. Esto es innoble, pero yo vivo de este oficio, como otros cien más. No creáis que el mundo político sea mucho más hermoso que este mundo literario: en esos dos mundos todo es corrupción, cada hombre es en ellos corruptor o corrompido. Cuando se trata de una empresa de librería algo considerable, el librero me paga por temor a ser atacado. Así, mis ingresos se hallan en relación con la propaganda. Si el dinero entra a raudales en mis bolsillos, obsequio a mis amigos, y cuando no hay negocios de librería, entonces voy a comer al restaurante Flicoteaux. Las actrices compran también los elogios, pero las más hábiles pagan a los críticos, y lo que ellas más temen es el silencio. De este modo, una crítica hecha para ser redargüida en otra parte, vale más y se paga más cara que un elogio a secas que es olvidado al día siguiente. La polémica, amigo mío, es el pedestal de las celebridades. Con este oficio de espadachín de las ideas y de las reputaciones industriales, literarias y dramáticas, gano cincuenta escudos al mes, puedo vender una novela por quinientos francos y empiezo a ser considerado como un hombre temible. Cuando, en lugar de vivir en casa de Florina a expensas de un boticario que se da aires de milord, tenga mi propio apartamento, y pase a trabajar en un gran periódico, donde tenga un folletín, aquel día, querido amigo, Florina se convertirá en una gran actriz; en cuanto a mí, no sé entonces lo que será, tal vez sea ministro u hombre honrado, todo es posible aún.

Levantó la cabeza humillada y lanzó hacia el follaje una mirada de desesperación, acusadora y terrible.

—¡Y pensar que tengo admitida una hermosa tragedia! —prosiguió—. ¡Y que tengo entre mis papeles un poema que morirá! ¡Yo era bueno! Tenía el corazón puro, y ahora soy el amante de una actriz del Panorama-Dramatique, ¡yo que soñaba con hermosos amores entre las mujeres más distinguidas del gran mundo! ¡En fin, por un ejemplar que el librero rehúse dar a mi periódico, yo hablo mal del de un libro que encuentro hermoso!

Luciano, conmovido hasta las lágrimas, estrechó la mano de Esteban.

—Al margen del mundo literario —dijo el periodista, levantándose y dirigiéndose hacia la gran avenida del Observatorio, donde los poetas se pasearon como para dar mayor cantidad de aire a los pulmones—, no existe una persona que conozca la horrible odisea por la que se llega a lo que hay que llamar, según el talento, la boga, la moda, la reputación, el renombre, la celebridad o el favor público, esos diferentes escalones que llevan a la gloria y que jamás la sustituyen. Este fenómeno moral, tan brillante, se compone de mil accidentes que varían con tanta rapidez, que no hay ejemplo de dos hombres que hayan llegado por una misma senda. Canalis y Nathan son dos excepciones que no se renovarán. De Arthez, que se mata trabajando, se hará célebre por otro azar. Esa reputación tan deseada es casi siempre una prostituta coronada. Sí, en las bajas obras de la literatura, representa a la pobre ramera que se está helando en las esquinas, en la literatura secundaria, es la mujer entretenida que sale de los malos lugares del periodismo y a la que yo ayudo a mantenerse, y en la literatura feliz, es la brillante cortesana insolente, que tiene muebles, paga contribuciones al Estado, recibe a grandes señores, los trata y los maltrata, tiene su librea, su coche, y puede hacer esperar a sus acreedores. ¡Ah!, aquéllos para quienes ella es, para mí en otro tiempo y para vos actualmente, un ángel de alas irisadas, vestida de blanca túnica, mostrando una palma verde en la mano, una flamígera espada en la otra, participando a la vez de la abstracción mitológica que vive en el fondo de un pozo, y de la pobre muchacha virtuosa que vive exilada en un arrabal, no enriqueciéndose más que en las claridades de la virtud por los esfuerzos de un noble valor, y volando a los cielos con un carácter inmaculado, cuando no perece profanada, violada u olvidada en el carro de los pobres; esos hombres de cerebro con aro de bronce, con corazón aún caliente bajo la nieve de la experiencia, son raros en la tierra que veis a nuestros pies —dijo mostrando la gran ciudad que humeaba al declinar el día.

Una visión del cenáculo pasó rápidamente ante los ojos de Luciano y le conmovió, pero viose arrastrado por Lousteau, el cual prosiguió con su espantosa lamentación.

—Son raros en esta cuba en fermentación, raros como los amantes verdaderos en el mundo amoroso, como las fortunas honradas en el mundo financiero, y como un hombre puro en el periodismo. La experiencia del primero que me dijo lo que yo os estoy diciendo, fue en vano, como en vano será sin duda para vos lo que yo os digo. Continuamente el mismo ardor precipita todos los años, de la provincia acá, un número igual, por no decir creciente, de ambiciones imberbes que se lanzan con la cabeza erguida y el corazón altivo, al asalto de la moda, esa especie de princesa Turandocta de los Mil y un Días para quien todos quieren ser el príncipe Calaf. Pero ninguno adivina el enigma. Todos caen en el foso de la desgracia, en el barro del periódico, en los pantanos de la librería. Esos mendigos andan espigando artículos biográficos, sucesos de los periódicos, o libros de papel ennegrecido, encargados por lógicos mercaderes que prefieren una tontería entregada en quince días a una obra maestra que requiere tiempo para venderse. Esas orugas, aplastadas antes de llegar a ser mariposas, viven de vergüenza e infamia, prestas a morder o a alabar a un talento naciente, por orden de un bajá del Constitutionnel, de La Quotidienne, o de los Débats, a una señal de los libreros, a ruego de un compañero celoso, y a menudo por una cena. Los que superan los obstáculos, olvidan las miserias de sus comienzos. Yo, que os hablo, he hecho durante seis meses artículos en los que puse la flor de mi inteligencia para un miserable que los hacía pasar por suyos, el cual, con estas muestras, llegó a ser redactor de un folletín; no me tomó como colaborador, ni siquiera me dio cien sueldos, y, sin embargo, me veo obligado a tenderle la mano y a estrechar la suya.

—¿Y por qué? —dijo con orgullo Luciano.

—Puedo tener necesidad de poner diez líneas en su folletín —respondió fríamente Lousteau—. En fin, querido, trabajar no es el secreto de la fortuna en literatura, se trata de explotar el trabajo de los demás. Los propietarios de los periódicos son compatriotas, nosotros somos los albañiles. Así, cuanto más mediocre es un hombre, más pronto triunfa y puede devorar sapos vivos, resignarse a todo, halagar las bajas pasiones de los sultanes literarios, como un recién llegado de Limoges, Héctor Merlin, que hace ya política en un periódico del centro derecha, y que trabaja en el nuestro: le he visto recoger del suelo el sombrero que se le había caído a un redactor jefe. Al no eclipsar a nadie, ese muchacho pasará por entre las ambiciones rivales mientras éstas estén peleando. Me dais lástima. Me veo en vos tal como yo era, y estoy seguro de que seréis, dentro de uno o dos años, como yo soy ahora. Creeréis que algunos celos secretos o algún interés personal me lleva a daros estos consejos amargos, pero están dictados por la desesperación del condenado que ya no puede abandonar el infierno. Nadie se atreve a decir lo que yo os grito con el dolor del hombre alcanzado en el corazón y como otro Job en el estercolero: ¡He aquí mis llagas!

—En este campo o en otra parte, debo luchar —dijo Luciano.

—¡Sabedlo, pues! —repuso Lousteau—, esa lucha será sin tregua si tenéis talento, porque vuestra suerte sería carecer de él. La austeridad de vuestra conciencia hoy pura, se doblegará ante aquellos en cuyas manos veréis vuestro éxito, los cuales, con una sola palabra, pueden daros la vida, pero no querrán pronunciarla, porque, creedme, el escritor de moda es más insolente y más duro para con los nuevos que el más brutal de los libreros. Allí donde el librero solamente ve que una pérdida, el autor teme un rival, y mientras el primero os despide, el otro os aplasta. Para hacer hermosas obras, mi pobre niño, extraeréis a plumadas llenas de tinta, de vuestro corazón, la ternura, la savia, la energía, y lo extenderéis en pasiones, sentimientos y frases. Sí, escribiréis en vez de actuar, cantaréis en lugar de combatir, amaréis, odiaréis y viviréis en vuestros libros; pero cuando hayáis reservado vuestras riquezas para vuestro estilo, vuestro oro y vuestra púrpura para vuestros personajes, cuando os paseéis en andrajos por las calles de París, feliz por haber lanzado, rivalizando con el estado civil, a un ser llamado Adolfo, Corina, Clarisa o Manón, cuando hayáis echado a perder la vida y el estómago para dar vida a esta creación, la veréis calumniada, traicionada, vendida, deportada a las lagunas del olvido por los periodistas, y sepultada por vuestros mejores amigos. ¿Podréis esperar el día en que vuestra criatura se levantará, despertada sin saber por quien, cómo ni cuándo? Hay un magnífico libro, el pianto de la incredulidad, Obermann, que se pasea solitario por el desierto de los almacenes, y al que desde entonces los libreros le llaman, irónicamente, ruiseñor: ¿cuándo llegará Pascua de Resurrección para él? Nadie lo sabe. Ante todo, tratad de encontrar un librero bastante osado para imprimir Las Margaritas. No se trata de hacer que os las paguen, sino de que las impriman. Entonces veréis escenas curiosas.

Esta ruda parrafada, pronunciada con los diversos acentos de las pasiones que expresaba, cayó como un alud de nieve sobre el corazón de Luciano e introdujo en él un frío glacial. Permaneció de pie y en silencio durante un momento. Finalmente, su corazón, como estimulado por la horrible poesía de las dificultades, estalló. Luciano estrechó la mano de Lousteau y le gritó:

—¡Triunfaré!

—¡Bien! —dijo el periodista—. Otro cristiano que baja a la arena para entregarse a las fieras. Amigo mío, esta noche, a las ocho, hay una primera representación en el Panorama-Dramatique. Son las seis, id a poneros vuestro mejor traje, en fin, presentaos convenientemente y venid a buscarme. Vivo en la calle de La Harpe, encima del café Servel, en el cuarto piso. Primero pasaremos por casa de Dauriat. Persistís, ¿no es cierto? Bien, esta noche os haré conocer a uno de los reyes de la librería y a algunos periodistas. Después del espectáculo, cenaremos en casa de mi amante con unos amigos, porque nuestra cena no puede ser considerada como una comida. Encontraréis allá a Finot, el redactor jefe y propietario de mi periódico.

—Jamás olvidaré este día —dijo Luciano.

—Traed vuestro manuscrito, y presentaos convenientemente, más que por Florina, por el propio librero.

La bondad del compañero, que sucedía al grito violento del poeta al describir la guerra literaria, conmovió a Luciano tan profundamente como poco antes se había sentido conmovido por la palabra grave y religiosa de De Arthez. Animado por la perspectiva de una lucha inmediata con los hombres, el joven inexperto no sospechó la realidad de las desdichas morales que le denunciaba el periodista. No se daba cuenta de que estaba situado entre dos sendas distintas, entre dos sistemas, representados por el cenáculo y por el periodismo, una de las cuales era larga, honorable y segura, mientras que la otra se hallaba sembrada de escollos y peligros, llena de riachuelos fangosos en los que había de encenagarse su conciencia, y a echar mano de los medios decisivos y rápidos. No vio en aquel momento ninguna diferencia entre la noble amistad de De Arthez y la fácil camaradería de Lousteau. Aquel espíritu voluble vio en el periódico un arma a su alcance, sentíase hábil para manejarla, y quiso apoderarse de ella. Deslumbrado por las ofertas de su nuevo amigo, cuya mano estrechó la suya con negligencia que le pareció encantadora, ignoraba que en el ejército de la prensa todos tienen necesidad de amigos, como los generales tienen necesidad de soldados. Lousteau, al ver resolución en él, lo estaba reclutando, con la esperanza de que le fuera adicto. El periodista encontraba a su primer amigo, como Luciano a su primer protector. El uno quería pasar a cabo, el otro quería ser soldado. El neófito volvió alegremente a su hotel, donde se arregló con tanto esmero como el día nefasto en que había querido aparecer en el palco de la marquesa de Espard en la Ópera, pero sus ropas le caían ya mejor, las había asimilado. Se puso un elegante pantalón ceñido, de color claro, unas bonitas botas que le habían costado cuarenta francos, y su levita de baile. Hízose rizar, perfumar y peinar en brillantes bucles sus abundantes y finos cabellos rubios. Su frente se adornó con una audacia extraída del sentimiento de su valor y de su porvenir. Sus manos de mujer fueron cuidadas, sus uñas en forma de almendra quedaron límpidas y rosadas. Sobre su cuello de raso negro, las blancas redondeces de su mentón resplandecían. Jamás un joven más lindo bajó la colina del barrio latino.

Hermoso como un dios griego, Luciano tomó un coche de punto, y a las siete menos cuarto estaba a la puerta del café Servel. La portera le invitó a subir cuatro pisos, dándole nociones topográficas bastante complicadas. Armado con tales instrucciones, encontró, no sin trabajo, una puerta abierta en el extremo de un largo corredor oscuro, y reconoció la habitación clásica del barrio latino. La miseria de los jóvenes le perseguía allí como en la calle de Cluny, en casa de De Arthez, en casa de Chrestien y en todas partes. Pero siempre se recomienda por el carácter que le confiere el paciente. Esta miseria era allí siniestra. Una cama de nogal, sin cortinas, y al pie de la cual hacía muecas una mala alfombra de ocasión; en las ventanas, unos visillos amarillentos a causa del humo del cigarro y de una chimenea que ahora estaba estropeada; encima de ésta, una lámpara Carcel, regalada por Florina y que aún había podido escapar al Monte de Piedad; además, una cómoda de caoba, una mesa cargada de papeles, dos o tres plumas despuntadas y los libros que habían sido traídos el día antes o durante el día. Tal era el mobiliario de aquella habitación desprovista de objetos de valor, pero que ofrecía un innoble conjunto de malas botas bostezando en un rincón, viejos calcetines al estado de encaje, en otro, cigarros aplastados, pañuelos sucios, camisas en dos volúmenes y corbatas en tres ediciones. Era, en fin, un campamento literario amueblado de cosas negativas y de la más extraña desnudez que cabe imaginar. En la repisa de la chimenea había una navaja de afeitar, un par de pistolas y una caja de puros. En la pared, Luciano vio unos floretes cruzados bajo una máscara. Tres sillas y dos sillones, apenas dignos del peor hotel amueblado de aquella calle, completaban el mobiliario. Aquella habitación, sucia y triste a la vez, revelaba una vida sin reposo ni dignidad: allí se dormía y se trabajaba apresuradamente, estaba habitada a la fuerza, y se experimentaba la necesidad de abandonarla. ¡Qué diferencia entre aquel desorden cínico y la miseria limpia y decente de De Arthez!… Este consejo envuelto en un recuerdo, Luciano no lo escuchó, porque Esteban le hizo un chiste para disimular la desnudez del vicio.

—Ésta es mi pocilga, mi gran representación se encuentra en la calle de Bondy, en el nuevo apartamento que nuestro droguero ha amueblado para Florina y que esta noche inauguraremos.

Esteban Lousteau llevaba un pantalón negro, botas bien lustradas, una levita abrochada hasta el cuello, y la camisa, que sin duda Florina debía cambiarle, estaba oculta por un cuello de terciopelo. En aquel momento cepillaba el sombrero para darle aspecto de nuevo.

—Vamos —dijo Luciano.

—Todavía no, estoy esperando a un librero para llevar dinero, quizá se jugará. No tengo un centavo; además necesito unos guantes.

En aquel momento, los dos nuevos amigos oyeron los pasos de un hombre en el pasillo.

—Es él —dijo Lousteau—. Vais a ver qué aspecto tiene la Providencia cuando se manifiesta a los poetas. Antes de contemplar en su gloria a Dauriat, el librero de moda, habréis visto al librero del muelle de los Agustinos, al avaro comerciante de chatarra literaria, al normando exvendedor de hortalizas. ¿Estáis ahí, viejo tártaro? —gritó Lousteau.

—Aquí estoy —dijo una voz cascada.

—¿Con dinero?

—¿Dinero? En librería ya no hay dinero —respondió un joven que entró, mirando a Luciano con curiosidad.

—Ante todo, me debéis cincuenta francos —repuso Lousteau—. Además, aquí tenéis dos ejemplares de un Viaje por Egipto, que dicen es una maravilla, está lleno de grabados, se venderá. Finot ha sido pagado por dos artículos que he de escribir. Item, dos de las últimas novelas de Víctor Ducange, un autor ilustre en el Marais. Item, dos ejemplares de la segunda obra de un principiante, Paul de Kock, que trabaja en el mismo género. Item, dos de Yseult de Dole, una linda obra de provincia. En total, cien francos al precio extra. Por lo tanto, me debéis cien francos, mi pequeño Barbet.

Barbet miró los libros examinando con cuidado los cantos y las tapas.

—¡Oh! Se hallan en perfecto estado de conservación —exclamó Lousteau—. El Viaje no está cortado, ni tampoco el Paul de Kock, ni el Ducange, ni aquel que está encima de la chimenea, Consideraciones sobre el simbolismo, os lo regalo, el mito es tan aburrido, que os lo doy para no ver salir de él polillas a millares.

—Bien, ¿cuándo haréis vuestros artículos? —dijo Luciano.

Barbet lanzó a Luciano una mirada de profundo asombro, y luego dirigió los ojos hacia Esteban, diciendo en tono de burla:

—Bien se ve que el caballero no tiene la desgracia de ser hombre de letras.

—No, Barbet, no. El caballero es un poeta, un gran poeta que hundirá a Canalis, a Béranger y a Delavigne. Irá lejos, a menos que se arroje al agua, y aún así iría hasta Saint-Cloud.

—Si hubiera de dar un consejo al caballero —dijo Barbet—, sería el de que dejase los versos y se dedicara a la prosa. En el muelle ya no quieren versos.

Barbet llevaba una mala levita abrochada por un solo botón, su cuello estaba mugriento, conservaba el sombrero encima de la cabeza, llevaba zapatos y el chaleco entreabierto dejaba ver una camisa gruesa, de tela fuerte. Su cara redonda, dotada de dos ojos ávidos, no carecía de bonachonería, pero en la mirada tenía la inquietud vaga de las personas acostumbradas a oír que les piden dinero y que lo tienen. Parecía redondo y fácil. Después de haber sido dependiente, había tomado desde hacía dos años una pequeña tienda miserable en el muelle, desde donde se lanzaba a la casa de los periodistas, a la de los autores y de los impresores, comprando a bajo precio los libros que a éstos les daban, y ganando de este modo diez o veinte francos diarios. Enriquecido con sus economías, olía las necesidades de cada uno, espiaba cualquier buen negocio, y negociaba al quince o veinte por ciento, a los autores en apuros, los efectos de los libreros a los cuales iba al día siguiente a comprar, regateando, algunos buenos libros solicitados; luego les devolvía sus propios efectos, en vez de dinero. Había hecho sus estudios y su instrucción le servía para evitar cuidadosamente la poesía y las novelas modernas. Le agradaban las pequeñas empresas, los libros de utilidad cuya entera propiedad costaba mil francos y que podía explotar a su antojo, tales como la Historia de Francia al alcance de los niños, la Teneduría de libros en veinte lecciones, la Botánica de las jóvenes. Había dejado ya escapar dos o tres buenos libros, después de haber hecho que los autores fueran veinte veces a su casa, sin decidirse a comprarles el manuscrito. Cuando se le reprochaba su cobardía, mostraba la relación de un famoso proceso cuyo manuscrito, tomado de los periódicos, no le costaba nada y le había reportado dos o tres mil francos. Barbet era el librero miedoso que vive de nueces y pan, que firma pocas letras, que sisa en las facturas, las reduce, y lleva él mismo sus libros no se sabe dónde, pero los vende y hace que se los paguen. Era el terror de los impresores, que no sabían cómo cogerle. Les pagaba bajo descuento y cercenaba sus facturas adivinando necesidades urgentes; después ya no volvía a servirse de aquellos a quienes había explotado, temiendo alguna trampa.

—Bueno, ¿continuamos nuestros negocios? —dijo Lousteau.

—Pequeño —dijo familiarmente Barbet—, en mi tienda tengo seis mil volúmenes para vender. El negocio de la librería va mal.

—Si fueseis a su tienda, querido Luciano —dijo Esteban—, encontraríais encima de un mostrador de madera de roble, que procede de la venta después de la quiebra de algún comerciante en vinos, una vela no despabilada, porque así se consume menos de prisa. Apenas iluminado por esta luz anónima, veríais unos estantes vacíos. Para guardar esa nada, un muchacho de blusa azul se sopla los dedos, golpea el suelo con los pies o bracea como un cochero de fiacre en su asiento. No veréis allí más libros que aquí. Nadie puede adivinar el comercio que en aquella tienda se hace.

—Aquí tenéis una letra de cien francos a tres meses —dijo Barbet, que no pudo por menos de sonreír al sacar del bolsillo un papel sellado—, y me llevaré vuestros libracos. Como veis, no puedo daros dinero en metálico, las ventas son demasiado difíciles. Pero he pensado que teníais necesidad de mí, y como estaba sin un céntimo, he firmado un efecto para pagaros, aunque no me gusta dar la firma.

—¿Así todavía queréis mi estima y mi agradecimiento? —dijo Lousteau.

—Aunque las letras no se pagan con sentimientos, aceptaré, sin embargo, vuestra estima —respondió Barbet.

—Pero necesito guantes, y los perfumistas tendrán la cobardía de rehusar vuestro papel —dijo Lousteau—. Mirad, ahí tengo un soberbio grabado, allí, en el primer cajón de la cómoda, vale ochenta francos, está antes de la letra y después del artículo, porque he hecho uno muy bueno. Había mucho que decir sobre Hipócrates rehusando los presentes de Artajerjes. ¡Ah!, esa plancha tan hermosa conviene a todos los médicos que rechazan los dones exagerados de los sátrapas parisienses. Encontraréis todavía bajo el grabado una treintena de romances. Vamos, cogedlo todo, y dadme cuarenta francos.

—¡Cuarenta francos! —dijo el librero lanzando un grito de gallina asustada—. Todo lo más, veinte. Y todavía puedo perderlos —añadió Barbet.

—¿Dónde están los veinte francos? —añadió Lousteau.

—A fe mía, que no sé si los llevo —dijo Barbet, registrando sus bolsillos—. Aquí están. Me despojáis, tenéis sobre mí tal ascendiente…

—Vámonos —dijo Lousteau cogiendo el manuscrito de Luciano, y haciendo en el cordel una marca con tinta.

—¿Tenéis algo más? —preguntó Barbet.

—Nada, mi pequeño Shylock. Haré que hagas un excelente negocio (o perderás mil escudos, por enseñarte a robarme así) —dijo en voz baja dirigiéndose a Luciano.

—¿Y vuestros artículos? —preguntó éste mientras se encaminaban hacia el Palacio Real.

—¡Bah! No sabéis cómo se hacen estas cosas. En cuanto al Viaje por Egipto, he abierto el libro y he leído algunos pasajes aquí y allá, sin cortarlo, y he descubierto once faltas de francés. Haré una columna diciendo que si bien el autor ha aprendido el lenguaje de los patos grabados en las rocas egipcias llamadas obeliscos, en cambio no conoce su lengua, y se lo demostraré. Diré que en lugar de hablarnos de historia natural y de antigüedades, debería ocuparse solamente del porvenir de Egipto, del progreso de la civilización y de los medios para lograr una nueva alianza entre ese país y Francia, la cual, después de haberlo conquistado y perdido, puede ganárselo aún por el aseendiente moral. Encima de ello una tarta patriótica, todo aderezado con parrafadas sobre Marsella, el Oriente y nuestro comercio.

—Pero si realmente hubiera hecho todo eso, ¿qué diríais vos entonces?

—Bueno, diría que en lugar de aburrirnos con la política, debió ocuparse del arte y describirnos el país bajo su aspecto pintoresco y territorial. El crítico se lamenta entonces. La política, dice, nos desborda, nos aburre, se la encuentra por todas partes. Echaría de menos esos encantadores viajes en los que se nos explican las dificultades de la navegación, el encanto de la salida de los canales, las delicias del paso del ecuador, en fin, aquello que tienen necesidad de saber los que no viajarán jamás. Aún aprobándolos, se burla de los viajeros que celebran como grandes acontecimientos un ave que pasa, un pez volador, una pesca, los puntos geográficos elevados y los bajos fondos reconocidos. Se piden cosas científicas completamente ininteligibles, que fascinen como todo lo que es profundo, misterioso e incomprensible. El suscriptor ríe, es servido. En cuanto a las novelas, Florina es la mayor lectora de novelas que haya en el mundo; ella me hace el análisis y yo escribo mi artículo según su opinión. Cuando se aburre con lo que ella llama frases de autor, tomo el libro en consideración y hago pedir otro ejemplar al librero, que lo envía, encantado de tener un artículo favorable.

—¡Dios mío! ¡Pero la crítica, la santa crítica! —exclamó Luciano, imbuido de las doctrinas de su cenáculo.

—Querido —prosiguió Lousteau—, la crítica es un cepillo que no puede emplearse con las telas ligeras, porque se lo llevaría todo. Escuchad, dejemos ahí el oficio. ¿Veis esa marca? —le dijo mostrándole el manuscrito de las Margaritas—. He unido por medio de un poco de tinta el cordel al papel. Si Dauriat lee vuestro manuscrito, le será imposible volver a poner el cordel exactamente como está ahora. Así, vuestro manuscrito está como sellado. Esto no es inútil para la experiencia que queréis hacer. Además, observad que no llegaréis a esa tienda solo y sin padrino, como esos jovenzuelos que se presentan ante diez libreros antes de encontrar uno que les ofrezca una silla…

Luciano había comprobado ya la verdad sobre este detalle. Lousteau pagó el fiacre dándole tres francos, con gran asombro por parte de Luciano, atónito ante la prodigalidad que sucedía a tanta miseria. Luego los dos amigos entraron en las Galerías de Bois, donde reinaba entonces la librería llamada de Novedad.

En esa época, las Galerías de Bois constituían una de las curiosidades parisienses más ilustres. No es superfluo describir ese bazar innoble, pues durante treinta y seis años ha desempeñado un papel tan grande en la vida parisiense, que hay pocos hombres de cuarenta años de edad a quienes esta descripción, increíble para los jóvenes, no cause todavía placer. En el lugar que hoy ocupa la fría, alta y ancha galería de Orleáns, especie de invernadero sin flores, se encontraban entonces unas barracas, o, para ser más precisos, unas chozas de tablas, bastante mal cubiertas, pequeñas, y mal iluminadas sobre el patio y el jardín por luces de medianería llamadas ventanas, pero que más se parecían a las sucias aberturas de las tabernas del otro lado de la barrera. Una triple hilera de tiendas formaba dos galerías, de unos doce pies de altura. Las tiendas del centro, daban sobre las dos galerías, cuya atmósfera les proporcionaba un aire mefítico y cuya techumbre dejaba pasar poca luz a través de los vidrios siempre sucios. Aquellos huecos habían adquirido tal precio a consecuencia de la afluencia de gente, que a pesar de la angostura de algunos de ellos, apenas de seis pies de anchura y de ocho a diez de largo, su alquiler costaba mil escudos. Las tiendas iluminadas por la luz procedente del jardín y del patio, estaban protegidas por pequeños arriates verdes, quizá para impedir que la multitud, a su contacto, demoliese las paredes de malos yesones que formaban la parte trasera de los almacenes. Allí, pues, se encontraba un espacio de dos o tres pies, donde vegetaban los productos más extraños de una botánica desconocida para la ciencia, mezclados con los de diversas industrias no menos florecientes. Una maculatura servía de sombrero a un rosal, de suerte que las flores de retórica quedaban embalsamadas por las flores abortadas de aquel jardín mal cuidado, pero fétidamente regado. Cintas de todos los colores o prospectos florecían entre el follaje. Los restos de modas de sombreros asfixiaban la vegetación: encontraríais un lazo sobre una mata, y quedaríais engañados en cuanto a vuestras ideas sobre la flor que acababais de admirar, al advertir un pedazo de raso que figuraba una dalia. Por el lado del patio, lo mismo que por el del jardín, el aspecto de aquel palacio fantástico ofrecía todo lo más extraño que la suciedad parisiense ha producido: pinturas al temple lavadas, yesones restaurados, viejas pinturas, rótulos fantásticos. En fin, el público parisiense ensuciaba enormemente los verdes arriates, ya sea en el jardín o en el patio. De este modo, por ambos lados, una barrera infame y nauseabunda parecía prohibir el acceso de las personas delicadas a las Galerías; pero aquéllas no retrocedían ante estas cosas horribles, de la misma manera que los príncipes de los cuentos de hadas no retroceden ante los dragones y los obstáculos interpuestos por un genio maligno entre ellos y las princesas. Aquellas Galerías, lo mismo que hoy, estaban atravesadas en el centro por un pasaje, y todavía se penetraba en ellas por los dos peristilos actuales, comenzados antes de la Revolución y abandonados por falta de dinero. La hermosa galería que conduce al Teatro Francés formaba entonces un pasaje estrecho de una altura desmesurada, y tan mal cubierto, que llovía en él a menudo. Se la llamaba Galería de Cristal para distinguirla de las Galerías de Bois (madera). Las techumbres de aquellas zahurdas, por otra parte, estaban todas en tan mal estado, que la casa de Orleáns tuvo un proceso con un célebre comerciante de cachemiras y tejidos, que, durante una noche, encontró mercancías averiadas por valor de una suma considerable. El comerciante ganó el pleito. Una doble lona servía de cobertura en varios lugares. El suelo de la Galería de Cristal, donde Chevet inició su fortuna, y el de las Galerías de Bois, eran el suelo natural de París, aumentado con el artificial traído en las botas y zapatos de los transeúntes. En todo tiempo, los pies tropezaban con montañas y valles de barro endurecido, incesantemente barridos por los comerciantes, y que requerían de los recién llegados cierto hábito para caminar por ellos.

Aquel siniestro amasijo de mugre, y de vidrios sucios por la lluvia y el polvo, aquellas chozas planas y cubiertas por fuera de andrajos; la suciedad de las paredes comenzadas, y el conjunto de cosas que participaba de un campamento de gitanos, de los barracones de una feria, de las tapias provisionales con las que en París rodean los monumentos que no se construyen; aquella fisonomía llena de visajes, compaginaba admirablemente con los diversos comercios que croaban bajo aquel cobertizo impúdico, descarado, lleno de murmullos y de una alegría loca, donde, desde la Revolución de 1789 hasta la de 1830, se han hecho inmensos negocios. Durante veinte años, la Bolsa estuvo enfrente, en la planta baja del Palacio. De esta forma, la opinión pública y las reputaciones se hacían y deshacían allí, lo mismo que los negocios públicos y financieros. Se daban cita en aquellas galerías antes y después de la Bolsa. El París de los banqueros y de los comerciantes, llenaba a menudo el patio del Palacio Real, y afluía bajo aquellos abrigos en tiempo de lluvia. La naturaleza de aquella construcción, surgida en aquel punto no se sabe cómo, hacía que fuera de una extraña sonoridad. Abundaban las carcajadas. No tenía lugar en un extremo una disputa sin que se supiera en el otro de qué se trataba. Solamente se encontraba allí libreros, poesía, política y prosa, comerciantes de modas, y en fin, mujeres de vida alegre que únicamente acudían por la noche. Allí florecían las noticias y los libros, las jóvenes y las viejas glorias, las conspiraciones de la tribuna y las mentiras de la librería. En aquel lugar se vendían las novedades al público, que se obstinaba en no comprarlas más que allí, y así se daba el caso de venderse en una sola noche varios millares de tal o cual panfleto de Pablo Luis Courier, o de las Aventuras de la hija de un rey, primer disparo de la casa de Orleáns contra la carta de Luis XVIII. En la época en que Luciano hizo allá su aparición, algunas tiendas tenían escaparates bastante elegantes, pero eran las que pertenecían a la hilera que daba al jardín o al patio. Hasta el día en que pereció esta extraña colonia bajo el martillo del arquitecto Fontaine, las tiendas sitas entre las dos galerías estuvieron enteramente abiertas, sostenidas por pilares como las tiendas de ferias de provincias, y la mirada se sumergía en ambas galerías a través de las mercancías o de las puertas con vidriera. Como era imposible encender allí lumbre, los comerciantes no tenían más que estufillas y cuidaban ellos mismos de la vigilancia contra incendios, pues la menor imprudencia podía hacer arder en un cuarto de hora aquella república de tablas secadas por el sol y como inflamadas ya por la prostitución, llenas de gasa, de muselina, de papeles, y a veces ventiladas por corrientes de aire. Las tiendas de sombreros se hallaban llenas de modelos inconcebibles, que parecían estar allí menos para la venta que para la exhibición, todos colgados a centenares en garfios de hierro terminados en forma de seta, y empavesando las galerías con sus mil colores. Durante veinte años, todos los paseantes se habían preguntado sobre qué cabezas terminarían su carrera aquellos sombreros polvorientos. Obreras generalmente feas, pero vivas y alegres, atraían a las mujeres con palabras astutas, según la costumbre y con el lenguaje del mercado. Una dependienta, cuya lengua era tan suelta como vivos sus ojos, estaba sentada en un taburete y decía a los que pasaban:

—¿No os compráis un sombrero, señora? ¡Dejad que os venda algo, caballero!

Su vocabulario fecundo y pintoresco era variado por las inflexiones de voz, por miradas y críticas acerca de los transeúntes. Los libreros y las vendedoras de sombreros vivían en buena inteligencia. En el pasaje llamado tan pomposamente Galería de Cristal, se encontraban los comercios más singulares. Allí se situaban los ventrílocuos, los charlatanes de toda especie, los espectáculos en los que no se ve nada y aquellos en los que se os muestra el mundo entero. En aquel lugar se estableció por primera vez un hombre que ganó setecientos u ochocientos mil francos recorriendo las ferias. Tenía como muestra un sol que giraba dentro de un marco negro, alrededor del cual llamaban la atención estas palabras escritas en rojo: Aquí el hombre ve lo que Dios no podría ver. Precio: dos sueldos. El charlatán no os admitía nunca solo, ni tampoco más de dos. Una vez dentro, os encontrabais ante un gran espejo. De pronto, una voz que habría asustado a Hoffman el berlinés, partía como un mecanismo del que se pulsa un resorte: “Ahí veis, caballeros, lo que en toda la Eternidad Dios no podría ver, es decir, vuestro igual. ¡Dios no tiene igual!”. Os marchabais de allí avergonzado, sin atreveros a confesar vuestra estupidez. De todas partes salían voces parecidas que os alababan cosmoramas, vistas de Constantinopla, espectáculos de marionetas, autómatas que jugaban al ajedrez y perros que distinguían a la mujer más hermosa de la sociedad. El ventrílocuo Fitz-James floreció allí, en el café Borel, antes de ir a morir a Montmartre, mezclado con los alumnos de la Escuela politécnica. Había vendedoras de fruta y de flores, un famoso sastre cuyos bordados militares relucían por la noche como soles. Por la mañana, hasta las dos de la tarde, las Galerías de Bois estaban mudas, sombrías y desiertas. Los comerciantes conversaban como si estuvieran en su casa. La cita que allí se había dado la población parisiense no empezaba hasta las tres, a la hora de la Bolsa. Tan pronto como llegaba la muchedumbre, se efectuaban las lecturas gratuitas en los puestos de los libreros, por los jóvenes hambrientos de literatura y faltos de dinero. Los dependientes encargados de velar por los libros expuestos, dejaban caritativamente que los pobres jóvenes volvieran las páginas. Cuando se trataba de un en 12.º de doscientas páginas, como Smarra, Pierre Schlémilh, Jean Sbogar y Jocko, era devorado en dos sesiones. En aquel tiempo los gabinetes de lectura no existían y era preciso comprar un libro para poder leerlo; así, pues, las novelas se vendían entonces en cantidades que hoy parecerían fabulosas. Había, por consiguiente, un no sé qué de francés en aquella limosna hecha a la inteligencia joven, ávida y pobre. La poesía de aquel terrible bazar estallaba al caer el día. Por todas las calles adyacentes iban y venían un gran número de rameras que podían pasear por allí sin retribución. De todos los puntos de París, las jóvenes de vida alegre acudían a aquel lugar a hacer su Palacio. Las Galerías de Pedro pertenecían a casas privilegiadas que pagaban el derecho de exponer criaturas vestidas como princesas, entre determinadas arcadas y en el lugar correspondiente del jardín, mientras que las Galerías de Bois eran para la prostitución un terreno público, el Palacio por excelencia, palabra que a la sazón significaba el templo de la prostitución. Una mujer podía ir allá, salir acompañada de su presa y llevarla adonde le pareciera bien. Estas mujeres atraían, pues, por la noche, una multitud tan considerable, que había que caminar lentamente, como en una procesión o en un baile de máscaras. Esta lentitud, que no perjudicaba a nadie, servía para el examen. Aquellas mujeres iban arregladas de un modo que ya no existe: escotadas hasta la mitad de la espalda, y también muy bajo por delante; lucían extraños peinados inventados para llamar la atención: ésta como habitante del país de Caux y aquélla otra como española; la una rizada como un caniche y la otra con trenzas; las piernas apretadas por unas medias blancas y exhibidas no se sabe cómo, pero siempre bien, toda aquella poesía infame se ha perdido. La licencia de las preguntas y de las respuestas, aquel cinismo público en consonancia con el lugar, ya no se encuentra en el baile de máscaras ni en otros célebres que se dan actualmente. Era algo horrible y alegre. La carne resplandeciente de los hombros y del escote, relucía en medio de los trajes de hombres, casi siempre oscuros y producía los más magníficos contrastes. El barullo de las voces y el ruido del paseo formaba un murmullo que se oía desde la mitad de la mañana, como un bajo continuo bordado por las carcajadas de las prostitutas o los gritos de alguna rara disputa. Las personas decentes, los hombres más conspicuos, se codeaban allí con personas de aspecto patibulario. Aquellas monstruosas congregaciones tenían un no sé qué de picante y los hombres más insensibles se dejaban influir por esta impresión. Por esto, todo París acudió allí en el último momento, para pasear por el suelo de madera que el arquitecto mandó construir encima de los sótanos mientras los estaba construyendo. Un pesar inmenso y unánime acompañó la caída de aquellos innobles pedazos de madera.

El librero Ladvocat se había establecido desde hacía unos días en el ángulo del pasaje que dividía aquellas galerías por la mitad, delante de Dauriat, joven actualmente olvidado, pero audaz, que despejó la ruta en la que luego brilló su competidor. La tienda de Dauriat se encontraba en una de las hileras que daban al jardín, y la de Ladvocat se hallaba en el patio. Dividida en dos partes, la tienda de Dauriat ofrecía un vasto almacén destinado a librería, mientras que la otra porción le servía de gabinete. Luciano, que iba allí por primera vez, quedó aturdido al ver todo aquello, ante una escena a la que no resistían ni los provincianos ni los jóvenes. Pronto perdió a su introductor.

—Si fueras guapo como ese joven te daría dinero —dijo una joven a un viejo, mostrándole a Luciano.

Éste sintióse avergonzado como un ciego y siguió tras aquella multitud en un estado de estupefacción y excitación difíciles de describir. Acosado por las miradas de las mujeres, solicitado por blancas redondeces y senos audaces que le deslumbraban, se aferraba a su manuscrito, que estrechaba bajo el brazo para que nadie se lo robara. ¡Inocente!

—¿Y bien, caballero? —dijo sintiéndose cogido del brazo y creyendo que su poesía había atraído a algún autor.

Al volverse reconoció a su amigo Lousteau, que le dijo:

—Ya sabía yo que terminaríais pasando por aquí.

El poeta se hallaba junto a la puerta del almacén, donde le hizo entrar Lousteau, y el cual estaba lleno de gente que aguardaba el momento de hablar con el sultán de la librería, los impresores, los papeleros y los dibujantes agrupados alrededor de unos dependientes, le interrogaban acerca de los asuntos que se estaban preparando o proyectando.

—Mirad, ahí tienes a Finot, el director de mi periódico; está hablando con un joven de talento, Feliciano Vernou, un sujeto divertido y malo como una enfermedad secreta.

—Bien, tienes un estreno, amigo mío —dijo Finot acercándose a Lousteau acompañado de Vernou—. He dispuesto del palco.

—¿Lo has vendido a Braulard?

—¡Qué más da! Tú siempre encontrarás sitio. ¿Qué le vienes a pedir a Dauriat? ¡Ah!, es cosa convenida que sacaremos adelante a Paul de Kock, Dauriat se ha quedado con doscientos ejemplares, y Víctor Ducange le rehúsa una novela. Dauriat quiere, según dice, hacer un nuevo autor en el mismo género. Pondrás a Paul de Kock por encima de Ducange.

—Pero es que tengo una pieza con Ducange en la Gaieté —dijo Lousteau.

—Bien, le dirás que el artículo es mío, se considerará que yo lo he hecho muy mal, tú lo habrás dulcificado, y él te estará agradecido.

—¿No podrías hacer que me pagasen este pequeño bono de cien francos por el cajero de Dauriat? —dijo Esteban a Finot—. ¡Ya sabes!, cenamos juntos para inaugurar el nuevo apartamento de Florina.

—¡Ah, sí!, nos obsequias —dijo Finot fingiendo hacer un esfuerzo de memoria—. Bueno, Gabusson —añadió Finot tomando el billete de Barbet y presentándolo al cajero—, dad en mi nombre noventa francos a ese hombre. ¿Endosas el billete, amigo?

Lousteau cogió la pluma del cajero mientras éste contaba el dinero y firmó. Luciano, todo ojos y oídos, no perdió una sola sílaba de la conversación.

—Eso no es todo, querido amigo —repuso Esteban—, no te digo gracias, es entre nosotros un asunto de vida y muerte. Debo presentar este caballero a Dauriat, y quisiera que dispusieras su ánimo para que nos escuchara.

—¿De qué se trata? —preguntó Finot.

—De una colección de poesías —respondió Luciano.

—¡Ah! —dijo Finot haciendo un gesto de alarma.

—Por lo visto —dijo Vernou mirando a Luciano—, el caballero no se relaciona desde hace tiempo con asuntos de librería, de lo contrario, ya habría guardado su manuscrito en el rincón más oscuro de su domicilio.

En aquel momento entró un joven bien parecido, Emilio Blondet, que acababa de debutar en el periódico Les Débats con artículos del mayor alcance, dio la mano a Finot y a Lousteau, y saludó ligeramente a Vernou.

—Ven a las doce a cenar con nosotros en casa de Florina —le dijo Lousteau.

—Muy bien —dijo, el joven—, pero ¿quienes habrá?

—¡Ah! —dijo Lousteau—. Estarán Florina y Matifat el droguero; Du Bruel, el autor que ha dado un papel a Florina para su debut, el vejete, el tío Cardot y su yerno Camusot, también Fino…

—¿Hace bien las cosas tu droguero?

—No nos dará drogas —afirmó Luciano.

—El señor es muy ingenioso —dijo muy serio Blondet, mirando a Luciano—. ¿También está invitado a la cena, Lousteau?

—Sí.

—Entonces reiremos.

Luciano se había ruborizado hasta las orejas.

—¿Vas a tardar mucho, Dauriat? —preguntó Blondet, golpeando el cristal que daba encima del despacho de aquél.

—Amigo mío, estoy a tu disposición.

—Bien —dijo Lousteau a su protegido—. Ese joven, casi tan joven como vos, trabaja en Les Débats. Es uno de los príncipes de la crítica: es muy temido. Dauriat vendrá a hacerle zalemas, y entonces podremos hablarle de nuestro asunto al bajá de las viñetas y de la imprenta. De otro modo, a las once aún no nos habría llegado el turno. La audiencia aumentará cada vez más.

Luciano y Lousteau se acercaron entonces a Blondet, Finot y Vernou, formando un grupo en el extremo de la tienda.

—¿Qué hace? —preguntó Blondet a Gabusson, el primer dependiente que se levantó para ir a saludarle.

—Compra un semanario que quiere restaurar con objeto de oponerlo a la influencia de la Minerve, que sirve de un modo excesivamente exclusivo a Eymery, y al Conservateur, que es demasiado romántico.

—¿Pagará bien?

—Pues, como siempre… ¡demasiado! —repuso el cajero.

En aquel momento entró un joven que acababa de publicar una magnífica novela, vendida rápidamente y coronada por el mayor éxito, una novela cuya segunda edición se imprimía para Dauriat. Aquel joven, dotado de ese aire extraordinario y extraño que marca a las naturalezas artistas, llamó vivamente la atención de Luciano.

—Ése es Nathan —dijo Lousteau al oído del poeta de provincias.

Nathan, a pesar del salvaje orgullo de sus facciones, entonces en toda su juventud, abordó a los periodistas con el sombrero en la mano, y se mantuvo casi humilde ante Blondet, a quien todavía conocía sólo de vista. Blondet y Finot permanecieron cubiertos.

—Caballero, me congratulo por la ocasión que el azar me depara…

—Está tan turbado, que hace un pleonasmo —dijo Feliciano a Lousteau.

—… de expresaros mi gratitud por el hermoso artículo que habéis tenido a bien escribir para mí en el periódico Les Débats. La mitad del éxito de mi libro os corresponde a vos.

—No, amigo mío —dijo Blondet con un aire en el que la protección se escondía bajo la benevolencia—, vos tenéis talento, ¡qué demonio!, y estoy encantado de conoceros.

—Como vuestro artículo ya se ha publicado, no parecerá que quiero ser el adulador del poder: ahora somos libres uno respecto al otro. ¿Queréis hacerme el honor y el favor de cenar mañana conmigo? Finot también estará. Lousteau, amigo mío, ¿verdad que no rehusarás? —añadió Nathan, dando un apretón de manos a Esteban—. ¡Ah!, os encontráis en un buen camino, caballero —dijo a Blondet—. ¡Continuáis la obra de los Dussault, los Fiévée y los Geoffroi! Hoffmann ha hablado de vos a Claudio Vignon, su discípulo, uno de mis amigos, y le ha dicho que moriría tranquilo, que el periódico Les Débats viviría eternamente. Deben de pagaros muchísimo, ¿verdad?

—Cien francos la columna —respondió Blondet—. Este precio es poca cosa cuando viene uno obligado a leer centenares de libros, para encontrar uno del que valga la pena ocuparse, como el vuestro. Esa obra me ha causado placer, palabra de honor.

—Y le ha reportado mil quinientos francos —dijo Lousteau a Luciano.

—Pero ¿vos hacéis política? —dijo Nathan.

—Sí, un poco —respondió Blondet.

Luciano, que se encontraba allí como un embrión, había admirado el libro de Nathan, reverenciaba al autor como un dios, y quedóse estupefacto ante tanta cobardía delante de aquel crítico cuyo nombre e importancia le eran desconocidos.

“¿Me conduciré yo alguna vez de ese modo? ¿Es preciso abdicar de la propia dignidad? —se dijo—. Ponte, pues, el sombrero, Nathan, has escrito un buen libro, y el crítico no ha hecho más que un artículo”.

Estas ideas le agitaban la sangre en las venas. Continuamente veía a unos jóvenes tímidos, autores preocupados que pedían hablar con Dauriat, pero que, al ver llena la tienda, desesperaban de tener audiencia y decían al salir “Ya volveré”. Dos o tres políticos hablaban de la convocación de las Cámaras y de los asuntos públicos, en medio de un grupo integrado por celebridades políticas. El semanario del cual trataba Dauriat tenía el derecho de hablar de política. En aquellos tiempos, las tribunas de papel impreso se hacían raras. Un periódico era un privilegio tan solicitado como el de un teatro. Uno de los accionistas más influyentes del Constitutionnel se hallaba en medio del grupo político. Lousteau cumplía a maravilla con su oficio de cicerone. Así, de frase en frase, Dauriat iba creciendo en el ánimo de Luciano, quien veía como la política y la literatura convergían en aquella tienda. A la vista de un poeta eminente, que prostituía allí la musa a un periodista, humillando el arte, como la mujer era humillada y prostituida en aquellas galerías innobles, el gran hombre de provincias estaba recibiendo terribles enseñanzas. ¡El dinero era la solución de todo enigma! Luciano se sentía solo, desconocido, unido al éxito y a la fortuna por el hilo de una amistad dudosa. Acusaba a sus tiernos, a sus verdaderos amigos del cenáculo, por haberle pintado el mundo bajo tan falsos colores e impedirle que se arrojara a aquella refriega, pluma en mano.

—¡Yo sería ahora Blondet! —exclamó para sus adentros.

Lousteau, que acababa de clamar en las alturas del Luxemburgo como un águila herida, que tan grande le había parecido, no tuvo entonces para él más que proporciones mínimas. Allí, el librero de moda, el centro dé todas aquellas existencias, le pareció ser el hombre importante. El poeta experimentó, con el manuscrito en la mano, un temblor que se parecía al del miedo. En medio de aquella tienda, en unos pedestales de madera pintada como si fuera mármol, vio unos bustos, el de Byron, el de Goethe y el del señor de Canalis, de quien Dauriat esperaba obtener un volumen, y quien, el día en que fue a aquella tienda, había podido medir la altura a la cual le colocaba la librería. Involuntariamente, Luciano perdía parte de su propio valor, su ánimo se iba debilitando, vislumbraba cuál era la influencia que aquel Dauriat ejercía sobre su destino, y esperaba con impaciencia su aparición.

—Bien, hijos míos —dijo un hombre bajito y rechoncho, de rostro bastante parecido al de un procónsul romano, pero suavizado por un aire de bondad que engañaba a las personas superficiales—. Ya me tenéis aquí propietario del único semanario que podía ser comprado y que cuenta dos mil suscriptores.

—¡Farsante! El Timbre revela que hay siete mil, y ya está bien —dijo Blondet.

—Os doy mi palabra de honor más sagrada de que hay mil doscientos. He dicho dos mil —añadió en voz baja—, a causa de los papeleros e impresores que hay ahí. Creía que teníais más tacto, pequeño —dijo luego en voz alta.

—¿Aceptáis socios? —preguntó Finot.

—Depende —contestó Dauriat—. ¿Quieres un tercio por cuarenta mil francos?

—Bueno, si vos aceptáis como redactores a Emilio Blondet, aquí presente, a Claudio Vignon, a Scribe, a Teodoro Leclercq, a Feliciano Vernou, a Jay, a Jouy, a. Lousteau…

—¿Y por qué no a Luciano de Rubempré? —dijo audazmente el poeta de provincias interrumpiendo a Finot.

—¿Y Nathan? —terminó diciendo.

—¿Y por qué no a las personas que están paseando? —dijo el librero frunciendo el entrecejo y volviéndose hacia el autor de las Margaritas—. ¿Con quien tengo el honor de hablar? —añadió, mirando a Luciano con aire impertinente.

—Un momento, Dauriat —respondió Lousteau—. Soy yo quien he traído a este caballero. Mientras Finot reflexiona acerca de vuestra proposición, escuchadme.

Luciano sintió empapada su camisa en sudor al ver el aire frío y descontento de aquel temible bajá de la librería, que tuteaba a Finot, aun cuando éste no se tomase esa libertad, que llamaba al temible Blondet pequeño, y que había tendido majestuosamente su mano a Nathan haciéndole un gesto de familiaridad.

—Un nuevo asunto, pequeño —exclamó Dauriat—. ¡Tú sabes que tengo mil cien manuscritos! Sí, señores —gritó—, me han ofrecido mil cien manuscritos, preguntádselo a Gabusson. En fin, pronto tendré necesidad de una administración para regentar el depósito de los manuscritos, una oficina de lectura para examinarlos, habrá sesiones para votar sobre su mérito, y un secretario perpetuo para presentarme los informes. Será la sucursal de la Academia francesa, y los académicos serán mejor pagados en las Galerías de Bois que en el Instituto.

—Es una idea —dijo Blondet.

—Una mala idea —replicó Dauriat—. Mi negocio no es proceder al despojo de las elucubraciones de aquellos de entre vosotros que se meten a literatos, cuando no pueden ser ni capitalistas, ni zapateros, ni cabos, ni criados, ni administradores, ni escribanos. Aquí no se entra más que con una reputación ya hecha. Haceos célebre y encontraréis aquí montañas de oro. En dos años, tres grandes hombres hechos por mí se han convertido en tres ingratos. Nathan habla de seis mil francos por la segunda edición de su libro, que me ha costado tres mil francos de artículos y no me ha reportado mil francos. Los dos críticos de Blondet los he pagado a mil francos y una cena de quinientos francos…

—Pero, caballero, si todos los libreros dicen lo que vos decís, ¿cómo es posible publicar un primer libro? —preguntó Luciano, a cuyos ojos Blondet perdió una parte enorme de su valor, cuando se enteró de lo que Dauriat le pagaba por sus artículos en Les Débats.

—Eso a mí no me incumbe —respondió Dauriat, clavando una mirada asesina en el bello Luciano, quien le miró con aire simpático—. Yo no me divierto publicando un libro y arriesgando dos mil francos para ganar otros tantos; hago especulaciones en literatura: publico cuarenta volúmenes a diez mil ejemplares, como hacen Panckoucke y los Beaudoin. Mi poder y los artículos que obtengo, sacan adelante un negocio de cien mil escudos, en lugar de producir un volumen de dos mil francos. Es tan difícil lograr que sea aceptado un nombre nuevo, un autor y su libro, como hacer que tengan éxito los Teatros extranjeros, Victorias y conquistas, o las Memorias sobre la Revolución, que son una fortuna. Yo no estoy aquí para servir de estribo a las glorias venideras, sino para ganar dinero y dar parte de él a los hombres célebres. El manuscrito que compro por cien mil francos, es menos caro que aquel cuyo autor desconocido me pide seiscientos. Si no soy un Mecenas, al menos tengo derecho al agradecimiento de la literatura: he hecho ya que aumentara al doble el precio de los manuscritos. Os doy estas explicaciones porque sois amigo de Lousteau, pequeño —dijo Dauriat al poeta, al tiempo que le daba un golpecito en la espalda, con un gesto de indignante familiaridad—. Si conversara con todos los autores que desean tenerme por su editor, tendría que cerrar la tienda, porque me pasaría el tiempo en coloquios sumamente agradables, pero demasiado caros. Todavía no soy lo suficientemente rico para escuchar los monólogos del amor propio. Esto no se ve más que en el teatro, en las tragedias clásicas.

El lujo con que vestía aquel terrible Dauriat, subrayaba a los ojos del poeta provinciano, este discurso, terriblemente cruel.

—¿De qué se trata? —dijo a Lousteau.

—De un magnífico volumen de versos.

Al oír esta palabra, Dauriat se volvió hacia Gabusson con un movimiento digno de Taima:

—Gabusson, amigo mío, a partir de hoy, todo aquel que venga aquí para proponerme manuscritos… ¿Oís esto, todos vosotros? —dijo, dirigiéndose a tres dependientes que salieron de debajo de las pilas de libros al oír la voz colérica de su patrón, que se miraba las uñas y su hermosa mano—. A cualquiera que me traiga manuscritos, le preguntáis si se trata de versos o de prosa. En caso de versos, despedidle en seguida. Los versos acabarán con la librería.

—¡Bravo! ¡Muy bien dicho, Dauriat! —gritaron los periodistas.

—Es verdad —exclamó el librero paseándose a zancadas por la tienda, con el manuscrito de Luciano en la mano—, vosotros, caballeros, no conocéis el mal que ha producido los éxitos de lord Byron, de Lamartine y de Víctor Hugo, de Casimiro Delavigne, de Canalis y de Béranger. Su gloria nos vale una invasión de bárbaros. Estoy seguro de que en estos momentos hay en librería mil volúmenes de versos propuestos, que comienzan con historias interrumpidas, sin pies ni cabeza, a imitación del corsario y de Lara. Bajo el pretexto de la originalidad, los jóvenes se entregan a estrofas incomprensibles, a poemas descriptivos en los cuales la joven escuela se cree nueva inventando a Delille. Desde hace dos años, los poetas pululan como langostas. ¡El año pasado perdí veinte mil francos! Preguntádselo a Gabusson. Puede haber en el mundo poetas inmortales, conozco algunos sonrosados y lozanos que aún no se afeitan —dijo a Luciano—; pero en librería, joven no hay más que cuatro poetas: Béranger, Casimiro Delavigne, Lamartine y Víctor Hugo; porque Canalis… es un poeta hecho a fuerza de artículos.

Luciano no se vio con ánimos para erguirse y mostrarse orgulloso ante aquellos hombres influyentes que reían de buena gana. Comprendió que se cubriría de ridículo, pero experimentó un violento deseo de saltar al cuello del librero, deshacer la insultante armonía del nudo de su corbata, romper la cadena de oro que brillaba sobre su pecho, pisotear su reloj y hacerlo mil pedazos. El amor propio irritado abrió la puerta a la venganza, y juró un odio mortal a aquel librero al que sonreía.

—La poesía es como el sol, que hace nacer las selvas eternas y engendra las moscas, los mosquitos y los moscardones —dijo Blondet—. No hay ninguna virtud que no lleve consigo un vicio. La literatura engendra los libreros.

—¡Y los periodistas! —exclamó Lousteau.

Dauriat soltó una carcajada.

—¿Qué es esto, en resumidas cuentas? —dijo mostrando el manuscrito.

—Una colección de sonetos como para avergonzar a Petrarca —dijo Lousteau.

—¿Cómo lo entiendes? —preguntó Dauriat.

—Como todo el mundo —dijo Lousteau, que vio en todos los labios una irónica sonrisa.

Luciano no podía enfadarse, pero sudaba a mares.

—Bien, lo leeré —dijo Dauriat, con un gesto mayestático, que revelaba toda la extensión de aquella concesión—. Pequeño, si tus sonetos están a la altura del siglo XIX, yo haré de ti un gran poeta.

—Si tiene tanta inteligencia como belleza, no correréis grandes riesgos —dijo uno de los más famosos oradores de la Cámara, que conversaba con uno de los redactores de Le Constitutionnel y con el director de la Minerve.

—General —dijo Dauriat—, la gloria es doce mil francos de artículos y mil escudos de cenas. Peguntádselo al autor del Solitario. Si el señor Benjamín de Constant quiere hacer un artículo sobre este joven poeta, no tardaré en concluir el negocio.

Ante la palabra general y al oír nombrar al ilustre Benjamín Constant, la tienda adquirió a los ojos del gran hombre de provincias las proporciones del Olimpo.

—Lousteau, tengo que hablarte —dijo Finot—, pero ya volveré a encontrarte en el teatro. Dauriat, hago el negocio, pero con condiciones. Entremos en vuestro gabinete.

—¿Vienes, pequeño? —dijo Dauriat cediendo el paso a Finot y haciendo un gesto de hombre ocupado a diez personas que aguardaban.

Iba a desaparecer, cuando Luciano, impaciente, le detuvo.

—Os quedáis con mi manuscrito, ¿cuándo será la respuesta?

—Bueno, mi pequeño poeta, vuelve por aquí dentro de tres o cuatro días, ya veremos.

Luciano fue arrastrado por Lousteau, que no le dejó tiempo para saludar a Vernou, a Blondet, a Raúl Nathan, al general Foy, ni a Benjamín Constant, cuya obra sobre los Cien Días acababa de aparecer. Luciano apenas entrevió aquella cabeza rubia y fina, aquel rostro ovalado, aquellos ojos inteligentes, aquella boca agradable, en fin, al hombre que durante veinte años había sido el Potemkin de Madame de Staël, y que hacía la guerra a los Borbones después de haberla hecho a Napoleón, pero que había de morir aterrado por su victoria.

—¡Qué tienda! —exclamó Luciano cuando estuvo sentado en un cabriolé al lado de Lousteau.

—Al Panorama-Dramatique, ¡y aprisa! —dijo Esteban al cochero—. Te pagaré treinta sueldos por la carrera. Dauriat es un sujeto que vende libros por valor de un millón quinientos o seiscientos mil francos al año, es como el ministro de la literatura —respondió Lousteau, cuyo amor propio se sentía halagado y que se las daba de maestro ante Luciano—. Su avidez, tan grande como la de Barbet, se ejercita sobre las masas. Dauriat tiene maneras, es generoso, pero le domina la vanidad, y en cuanto a su inteligencia, se compone de todo lo que oye decir a su alrededor. Su tienda es un lugar excelente para frecuentar. En ella se puede charlar con las personas superiores de la época. Allí, querido, un joven aprende más en una hora, que quemándose las cejas leyendo libros por espacio de diez años. Se discuten artículos, se comentan temas, y uno traba relación con personas célebres o influyentes que pueden resultar útiles. Actualmente, para triunfar, es preciso estar bien relacionado. Todo es azar, como veis. Lo más peligroso es ser inteligente y no moverse de un rincón.

—Pero ¡qué impertinencia! —objetó Luciano.

—¡Bah!, todos nosotros nos burlamos de Dauriat —respondió Esteban—. Vos tenéis necesidad de él, y por eso os veis obligado a arrastraros a sus pies. Si él tiene necesidad del Journal des Débats, Emilio Blondet le hace girar como una peonza. ¡Oh, si entráis en la literatura, veréis muchas cosas más! Bien, ¿qué os decía?

—Sí, tenéis razón —respondió Luciano—. En esa tienda he sufrido aún más de lo que esperaba conforme a vuestro programa.

—¿Y por qué entregaros al sufrimiento? Lo que nos cuesta nuestra vida, el tema que, durante las noches de estudio, ha hecho estragos en nuestro cerebro, todas esas incursiones por los campos del pensamiento, el monumento construido con nuestra sangre, se convierte para los editores en un negocio bueno o malo. Los libreros venderán o no vuestro manuscrito. Para ellos, ése es el único problema. Un libro, para esos comerciantes, representa un capital a arriesgar. Cuanto más bella es una obra, menos posibilidades tiene de venderse. Todo hombre superior se eleva por encima de las masas, y su éxito, por consiguiente, se halla en razón directa con el tiempo necesario para apreciar la obra; pero ningún librero quiere esperar y el libro de hoy desean venderlo mañana. Con este sistema, los libreros rehúsan las obras sustanciosas que requieren altas y lentas aprobaciones.

—¡De Arthez tiene razón! —exclamó Luciano.

—¿Conocéis a De Arthez? —dijo Lousteu—. No conozco nada más peligroso que esos espíritus solitarios, que piensan, como ese muchacho, poder atraer el mundo hacia ellos. Al fanatizar las jóvenes imaginaciones con una creencia que halaga la fuerza inmensa que al principio sentimos en nosotros mismos, esas personas de gloria póstuma les impiden moverse, a la edad en que el movimiento es posible y beneficioso. Yo soy partidario del sistema de Mahoma, el cual, después de haber mandado a la montaña que fuese hacia él, exclamó: “¡Si tú no vienes a mí, yo iré, pues, hacia ti!”.

Esta salida, en que la razón asumía forma incisiva, era capaz de hacer titubear a Luciano entre el sistema de pobreza sumisa que predicaba el cenáculo y la doctrina militante que Lousteau le exponía. Así, el poeta de Angulema guardó silencio hasta que llegaron al bulevar del Temple.

El Panorama-Dramatique, actualmente reemplazado por una casa, era una encantadora sala de espectáculos situada frente a la calle Chariot, en el bulevar del Temple, y en la que dos administraciones sucumbieron sin obtener un solo éxito, por más que Vignol, uno de los actores que se repartieron la herencia de Potier, hubiera debutado allí, así como Florina, que, cinco años más tarde, llegó a hacerse tan famosa. Los teatros, como las personas, se hallaban sujetos a fatalidades. El Panorama-Dramatique, que tenía que rivalizar con el Ambigu, la Caîté, la Porte-Saint-Martin y los teatros de vodevil, no pudo resistir las maniobras de éstos, las restricciones que le imponía su privilegio y la falta de buenas piezas. Los autores no quisieron pelearse con los teatros existentes por otro cuya vida parecía problemática. Sin embargo, la administración contaba con una pieza nueva, especie de melodrama cómico de un joven actor, colaborador de algunas celebridades, llamado Du Bruel, que decía haberla escrito él solo. Esta obra había sido compuesta para el debut de Florina, hasta entonces comparsa de la Caîté, en donde, desde hacía un año, representaba pequeños papeles en los cuales se había hecho notar, aunque sin poder obtener contrato, de suerte que el Panorama la había arrebatado a su vecino. Coralia, otra actriz, tenía que debutar también allí. Cuando llegaron los dos amigos, Luciano quedó estupefacto ante el ejercicio del poder de la Prensa.

—El caballero viene conmigo —dijo Esteban al portero, que se inclinó hasta el suelo.

—Os será difícil encontrar asiento —le advirtió el jefe del control—. Solamente hay disponible el palco del director.

Esteban y Luciano perdieron algún tiempo errando por los corredores y parlamentando con las acomodadoras.

—Vamos a la sala, hablaremos con el director, que nos hará entrar en su palco. Además, os presentaré a la heroína de la noche, a Florina.

A una seña de Lousteau, el portero de la orquesta cogió una pequeña llave y abrió una puerta perdida en una gruesa pared. Luciano siguió a su amigo, y pasó de súbito, desde el corredor iluminado, al negro agujero, que, en casi todos los teatros, sirve de comunicación entre la sala y los bastidores. Luego, subiendo algunos peldaños húmedos, el poeta provinciano abordó los bastidores, donde la aguardaba el más extraño espectáculo. La estrechez de los montantes, la altura del teatro, las escaleras alumbradas con quinqués, los decorados tan horribles vistos de cerca, los actores embadurnados, sus vestidos tan extraños y hechos de telas tan burdas, los mozos de chaquetas grasientas, las cuerdas que cuelgan, los comparsas sentados, los telones de fondo suspendidos, los bomberos, aquel conjunto de cosas chuscas, tristes, sucias, horribles y chillonas, se parecían tan poco a lo que Luciano había visto desde su localidad en el teatro, que su asombro no conoció límites. Estaban terminando un buen melodrama titulado Bertram, pieza imitada de una tragedia de Maturin, muy apreciada por Nodier, Lord Byron y Walter Scott, pero que en París no tuvo éxito alguno.

—No os soltéis de mi brazo, si no queréis caer en un escotillón, recibir un bosque en la cabeza, derribar un palacio o llevaros una cabaña —dijo Esteban a Luciano—. ¿Está Florina en su palco, monina? —dijo a una actriz que se estaba preparando para salir a escena y escuchaba a los actores.

—Sí, cariño. Te agradezco lo que has dicho de mí, y todavía más porque Florina está aquí también.

—Vamos, pequeña, procura hacer resaltar la escena, ánimo —le dijo Lousteau—. ¡Lánzate con la pierna en alto! Dime: ¡Detente, desdichado!, porque hay dos mil francos por cobrar.

Luciano, estupefacto, vio como la actriz se componía y exclamaba: ¡Detente, desdichado! de manera que le dejó helado de espanto. Ya no era la misma mujer.

—Eso es, pues, el teatro —dijo Lousteau.

—Es como la tienda de las Galerías de Bois y como un periódico para la literatura, una verdadera cocina —respondió su nuevo amigo.

Nathan apareció.

—¿Para quien venís aquí? —le preguntó Lousteau.

—Estoy haciendo los teatrillos para La Gazette, en espera de algo mejor —respondió Nathan.

—Cenad, pues, con nosotros esta noche, y a cambio tratad bien a Florina —le dijo Lousteau.

—A vuestra entera disposición —respondió Nathan.

—Ya sabéis que vive ahora en la calle Bondy.

—¿Quién es ese guapo joven que te acompaña, mi pequeño Lousteau? —dijo la actriz, volviendo de la escena a los bastidores.

—¡Ah! Querida, un gran poeta, un hombre que será célebre. Como habéis de cenar juntos, señor Nathan, os presento al señor Luciano de Rubempré.

—Tenéis un hermoso nombre, caballero, —dijo Raúl a Luciano.

—Luciano, el señor Raúl Nathan —añadió Esteban dirigiéndose a su nuevo amigo.

—Hace dos días leí vuestra obra, y a fe mía, caballero, que nunca hubiera concebido, cuando se ha escrito un libro como ese y una colección de poesías como las vuestras, que pudierais mostraros tan humilde ante un periodista.

—Estoy esperando que publiquéis vuestro primer libro —respondió Nathan, dejando escapar una irónica sonrisa.

—Vaya, vaya, los extremistas y los liberales se dan apretones de mano —exclamó Vernou al ver al trío.

—Por la mañana soy de las opiniones de mi periódico —dijo Nathan—, pero por la noche, pienso lo que quiero, por la noche todos los redactores son pardos.

—Esteban —dijo Feliciano dirigiéndose a Lousteau—, Finot ha venido conmigo, te anda buscando. Y… ya está aquí.

—Vaya, ¿no hay sitio? —preguntó Finot.

—Vos tenéis siempre un sitio en nuestros corazones, —le dijo la actriz, dedicándole la más simpática de las sonrisas.

—Vaya, mi pequeña Florville, ya estás curada de tu amor. Decían que te había raptado un príncipe ruso.

—¿Es que se rapta hoy a las mujeres? —dijo Florville, que era la actriz de Detente, desdichado—. Nos hemos quedado diez días en Saint-Mandé, que le han valido a mi príncipe pagar una indemnización a la empresa. El director —añadió Florville riendo—, va a pedir a Dios que vengan muchos príncipes rusos, porque sus indemnizaciones serían para él una ganancia.

—Y tú, pequeña —dijo Finot a una linda campesina que le escuchaba—, ¿dónde has robado esos pendientes de diamantes que llevas en las orejas? ¿Has hecho un príncipe indio?

—No, pero sí un comerciante de betún para las botas, un inglés que ya se ha ido. No todos pueden tener, como Florina y Coralina, negociantes millonarios aburridos de su familia. ¡Qué felices son!

—Vas a fallar en tu salida a escena, Florville —exclamó Lousteau—. El betún de tu amigo se te sube a la cabeza.

—Si quieres tener éxito —le dijo Nathan—, en lugar de gritar como una furia: ¡Se ha salvado!, entra con serenidad, llega hasta el borde del escenario, y di con voz de pecho: ¡Se ha salvado!, tal como dice Pasta en Tancredo: ¡Oh patria! ¡Anda, pues! —añadió empujándola.

—Ya no hay tiempo, está fallando en su efecto —repuso Vernou.

—¿Qué hace? La sala aplaude a reventar —dijo Lousteau.

—Les ha mostrado el pecho al ponerse de rodillas, es su gran recurso —contestó la actriz viuda del betún.

—El director nos cede su palco, me encontrarás allí —dijo Finot a Esteban.

Lousteau condujo entonces a Luciano detrás del teatro a través del dédalo de bastidores, pasillos y escaleras hasta el tercer piso, a una pequeña habitación en la que entraron seguidos de Nathan y Feliciano Vernou.

—Buenos días o buenas noches, caballeros —dijo Florina—. Señor —añadió volviéndose hacia un hombre grueso y bajo que estaba en un rincón—, estos caballeros son los árbitros de mi destino, mi futuro está en sus manos; pero estarán, así lo espero, debajo de nuestra mesa mañana por la mañana, si el señor Lousteau no ha olvidado nada…

—¡Cómo!, Tendréis a Blondet de los Débats —le dijo Esteban—, al verdadero Blondet, a Blondet mismo, en fin, a Blondet.

—¡Oh, mi pequeño Lousteau! Toma, tengo que darte un beso —dijo la joven saltándole al cuello.

Ante esta demostración, Matifat, el hombre grueso, adoptó un aire serio. A los dieciséis años, Florina era flaca. Su belleza, como un capullo lleno de promesas, sólo podía agradar a los artistas que prefieren los croquis a los cuadros. Aquella actriz encantadora poseía en los rasgos toda la delicadeza que la caracterizaba, y se parecía entonces a la Mignon de Goethe. Matifat, rico droguero de la calle de los Lombardos, había pensado que una pequeña actriz de los bulevares sería poco dispendiosa; pero en once meses, Florina le costó sesenta mil francos. A Luciano le pareció más extraordinario que aquel honrado negociante, puesto allí como un dios Terminus en un rincón de aquel reducto de diez pies cuadrados, cubierto con un bonito papel decorado con una psiquis, y en el que había un diván, dos sillas, una alfombra, una chimenea y varios armarios. Una doncella acababa de vestir a la actriz como española. La pieza era un enredo en el que Florina representaba el papel de condesa.

—Esta criatura será, dentro de cinco años, la actriz más bella de París —dijo Nathan a Feliciano.

—¡Oh! Amores míos —exclamó Florina volviéndose hacia los tres periodistas—, alabadme mañana: de momento, he mandado reservar coches esta noche, porque os voy a emborrachar de lo lindo. Matifat tiene unos vinos, ¡oh! unos vinos dignos de Luis XVIII, y ha tomado el cocinero del ministro de Prusia.

—Esperamos cosas formidables, al ver al caballero —dijo Nathan.

—Ya sabe que trata con los hombres más peligrosos de París —respondió Florina.

Matifat miraba a Luciano con aire inquieto, porque la extraordinaria belleza de aquel joven provocaba sus celos.

—Pero aquí hay uno a quien no conozco —añadió Florina al ver a Luciano—. ¿Quién de vosotros ha traído de Florencia el Apolo del Belvédère? El caballero es hermoso como una figura de Girodet.

—Señorita —dijo Lousteau—, el caballero es un poeta de provincias que había olvidado presentaros. Estáis tan hermosa esta noche, que es imposible pensar en la cortesía pueril y honrada…

—¿Es rico, puesto que hace poesía? —preguntó Florina.

—Pobre como Job —respondió Luciano.

—Es muy tentador para nosotras —dijo la actriz.

De Bruel, el autor de la pieza, un joven con una levita, pequeño, insignificante, que tenía a la vez algo de burócrata, de propietario y de agente de cambio, entró de pronto.

—Mi pequeña Florina, ya os sabéis vuestro papel, ¿verdad? No os equivoquéis. Cuidad la escena del segundo acto, ¡mucha incisión, mucha ironía! Decid: No os amo, tal como habíamos convenido.

—¿Por qué aceptáis papeles en los que hay tales frases? —dijo Matifat a Florina.

Una risa universal acogió la observación del droguero.

—¿Y eso qué os importa —le dijo la artista—, puesto que no es a vos a quien hablo, animal? ¡Oh!, hace mis delicias con sus bobadas —añadió mirando a los otros—. Palabra de muchacha honrada, le pagaría a tanto la tontería, si ello no hubiera de arruinarme.

—Sí, pero me miráis al decir eso, lo mismo que cuando ensayáis vuestro papel, y esto me da miedo —respondió el droguero.

—Bien, miraré a mi pequeño Lousteau —dijo la joven.

Una campanilla sonó en los pasillos.

—Marchaos todos —dijo Florina—, dejadme que vuelva a leer mi papel y trate de comprenderlo.

Luciano y Lousteau fueron los últimos en marcharse. Este último besó en el hombro a Florina y Luciano oyó que la actriz decía:

—Imposible esta noche. Ese viejo carcamal le ha dicho a su mujer que se iba al campo.

—¿La encontráis hermosa? —dijo Esteban a Luciano.

—Pero, querido, ese Matifat… —exclamó Luciano.

—¡Ah, hijo mío!, todavía no sabéis nada de la vida parisiense —respondió Lousteau—. Hay que soportar ciertas necesidades. Es como si amaseis a una mujer casada. Hay que conformarse.

Esteban y Luciano entraron en un palco proscenio, en la planta baja, donde encontraron al director del teatro y a Finot. Matifat se hallaba enfrente, en el palco opuesto, con uno de sus amigos llamado Camusot, un comerciante de sedas que protegía a Coralia, y acompañado de un honrado vejete, su suegro. Aquellos tres burgueses limpiaban los cristales de sus gemelos mirando hacia el patio de butacas, cuyas agitaciones les inquietaban. Los palcos ofrecían la sociedad abigarrada de los estrenos: periodistas con sus queridas, mujeres entretenidas y sus amantes, algunos viejos asiduos de los teatros, golosos de estrenos, y personas de la buena sociedad a quienes gustan tales emociones. En un primer palco se encontraba el director general y su familia, que había colocado a Du Bruel en una administración financiera, donde el escritor de vodeviles cobraba el sueldo de una sinecura. Luciano, desde su comida, iba de sorpresa en sorpresa. La vida literaria, desde hacía dos meses tan pobre, tan desnuda a sus ojos, tan horrible en la habitación de Lousteau, y tan humilde e insolente a la vez en las Galerías de Bois, se desarrollaba con extrañas magnificencias y bajo aspectos singulares. Esta mezcla de altos y bajos, de compromisos con la conciencia, de supremacías y cobardías, de traiciones y placeres, de grandezas y servilismos, le volvía estupefacto como un hombre atento a un espectáculo inaudito.

—¿Creéis que la pieza de Du Bruel os dará dinero? —preguntó Finot al director.

—La obra consiste en una intriga en la que Du Bruel ha querido dárselas de Beaumarchais. Al público de los bulevares no le gusta este género, quiere atiborrarse de emociones. Aquí se aprecia el ingenio. Esta noche, todo depende de Florina y Coralia, que están fascinantes de gracia y belleza. Esas dos criaturas llevan faldas muy cortas, danzan un baile español, y pueden arrebatar al público. Esta representación es como un juego de azar. Si los periódicos me publican algunos buenos artículos, en caso de éxito, puedo ganar cien mil escudos.

—Vamos, ya lo veo, no será más que un éxito de prestigio —repuso Finot.

—Hay tramada una conjura por los tres teatros vecinos, incluso van a silbar; pero me he puesto en situación de frustrar esas malas intenciones. He pagado a los de la claque enviados contra mí, y silbarán mal. He ahí a tres negociantes que para procurar un triunfo a Coralia y a Florina, han adquirido cada uno cien localidades y las han dado a conocidos capaces de hacer callar a los intrigantes. Los de la claque, pagados dos veces, se dejarán expulsar, y esta medida siempre predispone bien el público.

—¡Trescientas entradas! ¡Qué gente tan generosa! —exclamó Finot.

—¡Sí!, con otras dos lindas actrices tan ricamente mantenidas como Florina y Coralia, podría salir de apuros.

Desde hacía dos horas, según lo que oía Luciano, todo se resolvía por medio del dinero. Tanto en el teatro como en la librería, y en ésta como en el periódico, no se hablaba para nada del arte ni de la gloria. Aquellos golpes del gran volante de acuñar moneda, repetidos sobre su cabeza y su corazón, le aplastaban. Mientras la orquesta interpretaba la obertura, no pudo por menos de oponer a los aplausos y silbidos de los espectadores alborotados, las escenas de poesía tranquila y pura que él había saboreado en la imprenta de David, cuando los dos veían las maravillas del arte, los nobles triunfos del genio, la gloria de blancas alas. Al recordar las veladas del cenáculo, una lágrima brilló en los ojos del poeta.

—¿Qué os sucede? —preguntó Esteban Lousteau.

—Veo la poesía en un muladar —respondió éste.

—¡Ah, querido!, todavía tenéis ilusiones.

—¿Es preciso aguantar aquí a esos gordos Matifat y Camusot, como las actrices aguantan a los periodistas, y nosotros a los libreros…?

—Pequeño —le dijo al oído Esteban, mostrándole a Finot—, ¿veis a ese sujeto rechoncho, sin inteligencia ni talento, pero avaro, que quiere ser rico a toda costa, hábil en los negocios, y que en la tienda de Dauriat se me ha quedado el diez por ciento fingiendo hacerme un favor…? pues bien, tiene cartas en las que varios genios en cierne se hincan de rodillas ante él por cien francos.

Una contracción causada por el hastío oprimió el corazón de Luciano, que recordó: Finot, ¿y mis cien francos?, aquel dibujo dejado sobre el tapete verde de la redacción.

—Antes morir —dijo.

—Antes vivir —respondió Esteban.

En el momento en que se levantaba el telón, el director salió y fue a los bastidores para dar algunas órdenes.

—Querido —dijo entonces Finot a Esteban—, tengo la palabra de Dauriat, me quedaré con un tercio de la propiedad del semanario. Hemos convenido que le entregaría treinta mil francos contantes y sonantes, con la condición de que me haga redactor jefe y director. Es un negocio soberbio. Blondet me ha dicho que se están preparando leyes restrictivas contra la prensa, y sólo serán conservados los periódicos existentes. Dentro de seis meses, hará falta un millón para emprender un nuevo periódico. Así, pues, he concertado el negocio sin tener más de diez mil francos míos. Escúchame. Si consigues que Matifat me compre por treinta mil francos la mitad de mi parte, o sea, la sexta del total, te nombraré redactor jefe de mi pequeño periódico, con doscientos cincuenta francos mensuales. Serás mi editor responsable. Quiero poder dirigir siempre la redacción, conservar en ella mis intereses y, sin embargo, parecer que no intervengo para nada. Todos los artículos te serán pagados a razón de cien sueldos la columna, por lo tanto, puedes ganarte quince francos al día no pagándolos más que a tres francos y aprovechando la redacción gratuita. Son otros cuatrocientos cincuenta francos mensuales. Pero quiero seguir siendo dueño de utilizar el periódico para atacar o defender a los hombres y a los asuntos según me plazca, dejándote a ti que satisfagas los odios y las amistades que no perjudiquen a mi política. Quizá sea ministerial o extremista, todavía lo ignoro; pero quiero conservar, bajo mano, mis relaciones liberales. Te lo digo a ti, porque eres un buen chico. Tal vez te consiga las reseñas de las Cámaras en el periódico donde yo las hago, ya que seguramente no podré conservarlas. Así, pues, emplea a Florina en este chalaneo, y dile que pulse con energía el botón del droguista: no tengo más que cuarenta y ocho horas para desdecirme, si no puedo pagar. Dauriat ha vendido el otro tercio por treinta mil francos a su impresor y a su proveedor de papel. También él tiene gratis su tercera parte, y aún gana diez mil francos, porque el total no le cuesta más que cincuenta mil. Pero dentro de un año, todo valdrá doscientos mil francos al venderlo a la corte, si ésta, según se dice, tiene el buen sentido de amortizar los periódicos.

—Estás de suerte —exclamó Lousteau.

—Si hubieras pasado los días de miseria que yo he conocido, no dirías eso. Pero en estos tiempos, ¿sabes? todavía gozo de una desgracia sin remedio: soy hijo de un sombrerero que vende aún sombreros en la calle del Coq. No hay más que una revolución que pueda hacerme subir, y a falta de trastornos sociales, debo poseer millones. De estas dos cosas, no sé si la revolución es la más fácil. Si llevase el apellido de tu amigo, me encontraría en una buena situación. Silencio, que viene el director. Adiós —dijo Finot levantándose—. Voy a la Ópera, quizá mañana tenga un duelo: escribo y firmo con una F un artículo fulminante contra dos bailarinas cuyos amantes son generales. Ataco a la Ópera, nada menos.

—¡Ah! ¡Bah! —dijo el director.

—Sí, todos se muestran roñosos conmigo —respondió Finot—. Éste me cercena los palcos, aquél se niega a tomarme cincuenta suscripciones. He dado mi ultimátum a la Ópera: ahora quiero cien suscripciones y cuatro palcos al mes. Si aceptan, mi periódico tendrá ochocientos abonados servidos y mil que pagan. Conozco los medios de tener otras doscientas suscripciones: en enero habremos llegado a mil doscientas…

—Acabaréis por arruinarnos —dijo el director.

—Estáis muy enfermo, vos, con vuestras diez suscripciones. Os he hecho hacer dos buenos artículos en el Constitutionnel.

—¡Oh! Yo no me quejo de vos —exclamó el director.

—Hasta mañana por la noche, Lousteau —dijo Finot—. Me darás tu respuesta en los Franceses, donde hay un estreno, y como yo no podré hacer el artículo, tú te quedarás con mi palco en el periódico. Te doy la preferencia, tú me has ayudado, yo te estoy agradecido. Feliciano Vernou ofrece pagarme honorarios durante un año y me propone veinte mil francos por un tercio en la propiedad del periódico, pero yo quiero seguir siendo dueño absoluto. Adiós.

—Es un ladino, no en vano se llama Finot —dijo Luciano a Lousteau.

—¡Oh! Es un granuja que llegará muy lejos —respondió Esteban sin preocuparse de si le oía o no el hombre hábil que cerraba la puerta del palco.

—¿Ése?… —dijo el director—, será millonario, gozará de la consideración general, y quizá tendrá amigos…

—¡Dios mío! —exclamó Luciano—. ¡Qué antro! ¿Y vais a hacer que esa joven deliciosa emprenda semejante negociación? —añadió señalando a Florina, que les dirigía miradas.

—Florina triunfará. No conocéis la abnegación y la astucia de esas adorables criaturas —respondió Lousteau.

—Se hacen perdonar todos sus defectos, y borran todas sus faltas por medio de la extensión, de lo infinito de su amor cuando aman —dijo el director—. La pasión de una actriz es algo tanto más hermoso cuanto que produce un violento contraste con el ambiente que las rodea.

—Es como encontrar en el fango un diamante digno de adornar la corona más orgullosa —repuso Lousteau.

—Pero —prosiguió el director—, Coralia está distraída. Vuestro amigo está haciendo a Coralia sin darse cuenta de ello, y hará que falle en sus efectos, ya no sabe ni lo que hace, por dos veces no ha oído lo que le decía el apuntador. Caballero, por favor, poneos en ese rincón —dijo a Luciano—. Si Coralia se ha enamorado de vos, voy a decirle que os habéis marchado.

—¡Eh! De ningún modo —exclamó Lousteau—. Decidle que el caballero toma parte en la cena, que hará de él lo que quiera y podrá representar el papel de señorita Mars.

El director se fue.

—Amigo mío —dijo Luciano a Esteban—, ¿es posible que no tengáis escrúpulos en hacer que la señorita Florina pida treinta mil francos a ese droguero, para la mitad de una cosa que Finot acaba de comprar por ese mismo precio?

Lousteau no dio tiempo a Luciano para que terminara su razonamiento.

—Pero ¿de dónde habéis salido, muchacho? Ese droguero no es un hombre, es una caja de caudales dada por el amor.

—¿Y vuestra conciencia?

—La conciencia, amigo, es uno de esos bastones que cada cual coge para pegar a su vecino, y que nunca se utiliza contra sí mismo. ¡No comprendo cómo sois! En un día el azar hace para vos un milagro que yo he estado aguardando durante dos años, ¡y os entretenéis discutiendo los medios! ¡Cómo! ¿Vos que me parecéis ser inteligente, que llegaréis a la independencia de ideas que deben tener los aventureros intelectuales en el mundo en que vivimos, vos balbuceáis con escrúpulos de monja que se acusa de haber comido un huevo con concupiscencia?… Si Florina sale airosa de su cometido, yo seré redactor jefe y ganaré doscientos cincuenta francos fijos, tomaré los grandes teatros, dejaré a Vernou los de vodevil y vos pondréis el pie en el estribo sucediéndome en todos los de los bulevares. Entonces tendréis treinta francos por columna, y escribiréis una al día, treinta al mes, que os producirán noventa francos. Podréis vender por valor de sesenta francos a Barbet; además, pediréis mensualmente a vuestros teatros diez entradas, en total cuarenta entradas, para venderlas por cuarenta francos al Barbet de los teatros, un hombre con el cual yo os pondré en relación. De este modo, ya os veo cobrando doscientos francos mensuales. Podríais, haciéndoos útil a Finot, colocar un artículo de cien francos en su nuevo semanario, en el caso de que desplegaseis un talento trascendente, porque allí se firma, y no se puede soltar nada como en el pequeño diario. Entonces tendríais cien escudos al mes. Querido, hay personas de talento, como ese pobre De Arthez que come todos los días en casa de Flicoteaux, que tardan diez años en ganar cien escudos. Con vuestra pluma os haréis cuatro mil francos al año, sin contar los ingresos de la librería, si escribís para ella. Ahora bien, un subprefecto no tiene más que mil escudos de sueldo, y se aburre como una ostra en su distrito. No os hablo del placer de ir al teatro sin pagar, porque ese placer se convertirá pronto en una fatiga, pero tendréis entrada en los bastidores de cuatro teatros. Mostraos inflexible e ingenioso durante uno o dos meses, y os veréis abrumado a invitaciones y fiestas con las actrices; seréis cortejado por los amantes de ellas y no comeréis en el restaurante Flicoteaux más que cuando no tengáis treinta sueldos en el bolsillo, ni una invitación para comer fuera de casa. A las cinco, en el Luxemburgo, no sabíais dónde caeros muerto, y ahora os encontráis en vísperas de convertiros en una de las cien personas privilegiadas que imponen opiniones a Francia. Dentro de tres días, si las cosas nos salen bien, con treinta frases ingeniosas impresas a razón de tres al día, podréis hacer que un hombre maldiga la vida, estaréis en situación de crearos rentas de placer con todas las actrices de vuestros teatros, de hacer caer una buena obra teatral y conseguir que todo París corra a ver una pieza mala. Si Dauriat se niega a imprimir las Margaritas sin daros nada, podréis hacerle venir, humilde y sumiso, a vuestra casa, para que os las compre por dos mil francos. Tened talento y colocad en tres periódicos distintos otros tantos artículos que amenacen dar muerte, a algunas de las especulaciones de Dauriat, o un libro con el cual él cuente, y le veréis trepando a vuestra buhardilla y permaneciendo en ella como una clemátide. En fin, por lo que se refiere a vuestra novela, los libreros, que en estos momentos os pondrían todos ellos de patitas en la calle más o menos cortésmente, harán cola delante de vuestra casa, y el manuscrito, que el tío Doguereau os tasaría en cuatrocientos francos, alcanzará el precio de hasta mil francos. He ahí las ventajas del oficio de periodista. Por ello debemos impedir que todos los recién llegados tengan acceso a los periódicos, no sólo se requiere un talento inmenso, sino incluso mucha suerte para penetrar en ellos… ¿Veis? si no nos hubiésemos encontrado hoy en Flicoteaux, todavía podríais estar de plantón durante tres años o moriros de hambre, como De Arthez, en una buhardilla. Cuando éste llegue a ser tan instruido como Bayle y tan gran escritor como Rousseau, nosotros habremos hecho nuestra fortuna, y seremos dueños de la suya y de su gloria. Finot será diputado y propietario de un gran periódico, y nosotros seremos los que hayamos querido ser: pares de Francia o presos por deudas en Sainte-Pélagie.

—¡Y Finot venderá su gran periódico a los ministros que le den más dinero, como vende sus elogios a la señora Bastienne, denigrando a la señorita Virginia, y probando que los sombreros de la primera son superiores a los que el diario antes alababa! —exclamó Luciano, recordando la escena de la que había sido testigo.

—Sois un tonto, amigo mío —respondió Lousteau con tono seco—. Finot, hace tres años, casi iba descalzo, comía en Tabar por dieciocho sueldos, escribía un prospecto por diez francos, y la levita se le sostenía en el cuerpo por un misterio tan impenetrable como el de la Inmaculada Concepción: Hoy es propietario de un periódico valorado en cien mil francos, y con las suscripciones pagadas y no servidas, con las reales y las contribuciones indirectas cobradas por su tío, gana veinte mil francos al año; todos los días tiene los banquetes más suntuosos del mundo, y posee cabriolé desde hace un mes; en fin, mañana le tendréis al frente de un semanario, con una sexta parte de la propiedad obtenida por nada, y quinientos francos al mes como honorarios, a los cuales añadirá mil francos de redacción obtenida gratis y que hará pagar a sus socios. Si Finot consiente en pagaros a cincuenta francos la hoja, vos seréis el primero que os consideraréis sumamente afortunado de escribir para él tres artículos gratis. Cuando estéis en posición análoga, entonces podréis juzgar a Finot: no se puede ser juzgado más que por sus iguales. Tenéis un gran porvenir si obedecéis ciegamente los odios de posición, si atacáis cuando Finot os diga. “¡Ataca!”, y si alabáis cuando Finot os diga. “¡Alaba!”. Cuando tengáis una venganza que ejercer contra alguien, podéis aplastar a vuestro amigo o enemigo con una frase inserta todas las mañanas en nuestro diario, diciéndome: “Lousteau, ¡acabemos con ese hombre!”. Volveréis a asesinar a vuestra víctima con un gran artículo en el semanario. En fin, si el asunto es capital para vos, Finot, al cual os habéis hecho necesario, os dejará que asestéis un último hachazo utilizando un gran periódico que tendrá diez o doce mil suscriptores.

—¿De modo que creéis que Florina podría decidir a su droguero a que haga el negocio? —preguntó Luciano deslumbrado.

—Creo que sí. Ya estamos en el entreacto, voy a decirle algo, pues esto se concluirá esta noche. Una vez aprendida su lección, Florina tendrá mi inteligencia y la suya.

—¡Y ese honrado negociante, que está ahí, boquiabierto, admirando a Florina, sin sospechar que van a sacarle treinta mil francos!…

—¡Otra tontería! ¡No iréis a decir que se le roba! —exclamó Lousteau—. Pero, querido, si el ministro compra el periódico, dentro de seis meses el droguero tendrá quizá cincuenta mil francos por sus treinta mil. Además, Matifat no verá el periódico, sino los intereses de Florina. Cuando se sepa que Matifat y Camusot, porque se repartirán el negocio, son propietarios de una revista, en todos los periódicos habrá artículos benévolos para Florina y Coralia. Florina llegará a ser célebre, tal vez consiga un contrato de doce mil francos en otro teatro. Por último Matifat se ahorrará los mil francos mensuales que le costarían los regalos y las comidas ofrecidas a los periodistas. No conocéis a los hombres de negocios.

—¡Pobre hombre! —murmuró Luciano—. ¡Y piensa pasar una noche agradable!

—Además —prosiguió Lousteau—, será abrumado por mil razonamientos, hasta que haya mostrado a Florina la adquisición de la sexta parte comprada a Finot. Al día siguiente yo seré redactor jefe y ganaré mil francos mensuales. ¡He aquí, pues, el fin de mis miserias! —exclamó el amante de Florina.

Lousteau salió dejando a Luciano confuso, perdido en un abismo de ideas, volando por encima del mundo tal como es. Después de haber visto en las Galerías de Bois los hilos que movían la librería y la cocina de la gloria, y después de haber paseado por entre los bastidores del teatro, el poeta veía el reverso de las conciencias, el engranaje de la vida parisiense, el mecanismo de todas las cosas. Había envidiado la felicidad de Lousteau admirando a Florina en escena. Por unos instantes habíase olvidado de Matifat. Permaneció allí durante un tiempo inapreciable, quizá cinco minutos. Fue una eternidad. Pensamientos ardientes inflamaban su alma; sus sentidos estaban en llamas por el espectáculo de aquellas actrices de labios lascivos realzados por el carmín de la cara y los labios, de escotes resplandecientes, vestidas con basquiñas voluptuosas de pliegues licenciosos y faldas cortas, enseñando las piernas cubiertas por medias rojas, y calzadas de modo para poner en vilo a los espectadores. Dos corrupciones avanzaban en líneas paralelas, como dos porciones de agua que, en una inundación, quieren volver a unirse, y devoraban al poeta apoyado de codos en el terciopelo rojo de la barandilla del palco, con la mano colgando, y tanto más accesible a la fascinación de aquella vida mezclada de relámpagos y de nubes, cuanto que ésta brillaba como un fuego de artificio después de la noche profunda de su vida laboriosa, oscura y monótona. De pronto, la luz amorosa de una mirada brilló en los ojos distraídos de Luciano, horadando el telón del teatro. El poeta despertado de su sopor, reconoció la mirada de Coralia que le quemaba, bajó la cabeza y dirigió la vista hacia Camusot, que volvía a entrar entonces en el palco de enfrente. Aquel amante era un hombre gordo comerciante de la calle de Bourdonnais, juez del Tribunal de comercio, padre de cuatro hijos, casado por segunda vez y con ochenta mil libras de renta, pero con cincuenta y seis años de edad, teniendo en la cabeza como un gorro de cabellos grises y el aire santurrón de un hombre que goza de lo que le queda de vida y no quiere abandonarla sin su ración de buena alegría después de haber conocido los mil y un sinsabores del comercio. Aquella frente del color de la mantequilla fresca, aquellas mejillas monásticas y floridas, parecían no ser lo suficientemente anchas para contener la satisfacción de una jubilación superlativa: Camusot estaba sin su mujer, y oía como aplaudían rabiosamente a Coralia. Ésta constituía todas las vanidades reunidas de aquel burgués rico, el cual se las daba con ella de gran señor de tiempos pasados. En aquel momento, creía que le era debido la mitad del éxito de la actriz, y lo creía tanto mejor cuanto que lo había pagado. Aquella conducta estaba sancionada por la presencia del suegro de Camusot, un vejete de cabellos empolvados, ojos vivos y alegres, y, sin embargo, muy digno. Las repugnancias de Luciano se despertaron de nuevo, acordóse del amor puro y exaltado que había sentido durante un año por la señora de Bargeton. En seguida el amor de los poetas desplegó sus blancas alas, y mil recuerdos envolvieron con sus horizontes azulados a aquel grande hombre de Angulema que volvió a caer en los sueños de su fantasía. Se levantó el telón. Coralia y Florina se hallaban en escena.

—Querida, está pensando en ti como en el gran Turco —dijo Florina en voz baja, mientras Coralia recitaba una respuesta.

Luciano no pudo por menos de reírse y miró a Coralia. Aquella mujer, una de las actrices más encantadoras y deliciosas de París, la rival de la señora Perrin y de la señorita Fleuriet, a quienes se parecía y cuya suerte había de ser la misma, era el tipo de las que ejercen a voluntad la fascinación sobre los hombres. Tenía el aspecto sublime de la cara judía, aquel rostro ovalado de un tono de marfil rubio, boca roja como la grana, y barbilla fina como el borde de una copa. Bajo unos párpados quemados por una pupila de azabache, bajo unas curvas pestañas, adivinábase una mirada lánguida o reluciente adecuada a los ardores del desierto. Aquellos ojos sombreados por un cerco aceitunado, estaban coronados por unas cejas arqueadas y bien pobladas. En una frente morena, adornada con dos trenzas de ébano, en las que entonces brillaban las luces como en el charol, resplandecía una magnificencia de pensamiento que habría podido confundirse con el del genio. Pero, semejante a muchas actrices, Coralia, sin talento, a pesar de su ironía entre bastidores, sin instrucción a pesar de su experiencia de camarín, no tenía más que la inteligencia de los sentidos y la bondad de las mujeres enamoradas. Por otra parte, ¿era posible ocuparse de lo moral, cuando deslumbraba la mirada con sus brazos moldeados y finos, sus dedos afilados como husos, sus hombros dorados, con el seno cantado por el Cantar de los Cantares, con un cuello flexible y curvo, con unas piernas de elegancia adorable y calzadas en seda roja? Aquellas bellezas de una poesía verdaderamente oriental, eran aún puestas de relieve por la indumentaria española convenida en nuestros teatros. Coralia hacía las delicias de la sala, en la que todos los ojos se fijaban en su talle bien ceñido por la basquiña, y halagaban sus caderas andaluzas, que imprimían torsiones lascivas a su falda. Hubo un instante en que Luciano, al ver que aquella criatura trabajaba para él solo, preocupándose por Camusot tanto como el pillete de la galería se preocupa por una piel de manzana, puso el amor sensual por encima del amor puro, el goce por encima del deseo, y el demonio de la lujuria le insufló entonces pensamientos.

—Ignoro todo lo referente al amor que se desarrolla en la buena comida, en el vino y en los placeres de la materia —se dijo—. He vivido más con el pensamiento que con la acción. Un hombre que quiere describirlo todo, debe conocerlo todo. He aquí mi primera cena fastuosa, mi primera orgía con un mundo extraño, ¿por qué no habría de saborear una vez esas delicias tan célebres, a las que se entregaban los grandes señores del siglo pasado viviendo con mujeres impuras? Aunque no fuese más que para transportarlas a las bellas regiones del amor verdadero, ¿no hay que aprender las alegrías, las perfecciones, los transportes, los recursos, y las delicadezas del amor de las cortesanas y de las actrices? ¿No se trata, acaso, de la poesía de los sentidos? Hace dos meses, esas mujeres me parecían divinidades custodiadas por dragones inabordables, y he ahí a una cuya belleza sobrepasa la de Florina, a quien yo envidiaba a Lousteau. ¿Por qué no aprovecharme de su capricho, cuando los grandes señores compran con sus más ricos tesoros una noche a esas mujeres? Los embajadores, al poner el pie en estos antros, no se preocupan de la víspera ni del día siguiente. ¡Sería un tonto si tuviera más escrúpulos que los príncipes, sobre todo cuando todavía no amo a nadie!

Luciano ya no pensaba en Camusot. Después de haber expresado a Lousteau el más profundo disgusto por tan odiosa participación, caía a esa fosa, nadaba en un deseo, arrastrado por el jesuitismo de la pasión.

—Coralia está loca por vos —le dijo Lousteau al entrar—. Vuestra belleza digna de los más ilustres mármoles de Grecia, causa inauditos estragos entre bastidores. Estáis de suerte, querido. A los dieciocho años, Coralia podrá dentro de unos días tener sesenta mil francos al año por su belleza. Todavía es muy juiciosa. Vendida por su madre, hace tres años, por sesenta mil francos, aún no ha cosechado más que amarguras, y busca la felicidad. Entró en el teatro por desesperación, sentía horror por De Marsay, su primer comprador, y al salir de la galera, porque pronto fue dejada en libertad por el rey de nuestros dandis, encontró a ese bueno de Camusot a quien no ama, pero es como un padre para ella, le tolera y se deja amar por él. Ha rechazado ya tres ricas proposiciones, y se aferra a Camusot, el cual no la atormenta. Vos sois, por consiguiente, su primer amor. ¡Oh! Al veros, ha recibido como un pistoletazo en el corazón, y Florina ha ido a su camerino a procurar hacerla entrar en razón, porque está llorando a causa de vuestra frialdad. La obra va a ser un fracaso, Coralia ya no se sabe el papel, ¡y adiós el contrato en el Gimnasio que Camusot le preparaba!…

—¡Bah!… ¡Pobre muchacha! —dijo Luciano, cuyas vanidades fueron todas ellas halagadas por aquellas palabras, sintiendo su corazón henchido de amor propio—. En una sola noche, amigo mío, me ocurren más acontecimientos que en los dieciocho primeros años de mi vida.

Luciano le refirió entonces sus amores con la señora de Bargeton y su odio hacia el barón de Châtelet.

—Mira, al diario le falta una bestia negra, vamos a ocuparnos de él. Ese barón es un guapo del imperio, ministerial, nos va bien, le he visto una vez en la Ópera. Desde aquí veo a esa gran dama, se encuentra a menudo en el palco de la señora Espard. El barón hace la corte a vuestra exquerida, que es un hueso de sepia. ¡Aguardad! Finot acaba de mandarme un recado diciéndome que el periódico está sin copia, jugarreta que le hace uno de nuestros redactores, Héctor Merlin, a quien le han descontado los espacios blancos de las columnas. Bien, querido, haced el artículo sobre esta obra, escuchadla y pensad en ella. Yo voy al despacho del director a meditar tres columnas sobre vuestro hombre y esa bella desdeñosa, que mañana no irán a la boda…

—¡He ahí, pues, dónde y cómo se hace el diario! —exclamó Luciano.

—Siempre así —respondió Lousteau—. Desde hace diez meses, el tiempo que formo parte de la redacción, el diario queda siempre sin copia a las ocho de la noche.

Se llama copia, en argot tipográfico, al manuscrito a componer, sin duda porque se supone que los autores no mandan más que la copia de su obra. Quizá sea también una irónica traducción de la palabra latina copia (abundancia), ¡porque la copia falta siempre!…

—El gran proyecto que nunca se realizará es tener algunos números por anticipado —repuso Lousteau—. Ya son las diez, y todavía no tenemos una línea. Voy a decirle a Vernou y a Nathan, para terminar brillantemente el número, que nos presten una veintena de sátiras sobre los diputados, el canciller Cruzoé, los ministros y nuestros amigos en caso necesario. En tales casos, uno asesinaría a su padre, es como un corsario que carga sus cañones con los escudos de su presa para no perecer. Sed ingenioso en vuestro artículo y habréis dado un gran paso en el ánimo de Finot, el cual es agradecido por cálculo. Este es el mejor y más sólido de los agradecimientos, después, sin embargo, de los del Monte de Piedad.

—¡Qué clase de hombres son esos periodistas! —exclamó Luciano—. Hay que sentarse ante una mesa y tener la inteligencia necesaria para…

—Exactamente como cuando se enciende un quinqué…, hasta que falta el aceite.

En el momento en que Lousteau abría la puerta del palco, entraron el director y Du Bruel.

—Caballero —dijo el autor de la pieza a Luciano—, permitidme que le diga a Coralia, de vuestra parte, que iréis con ella después de cenar, o de lo contrario, mi obra va a ser un fracaso. La pobre muchacha ya no sabe lo que dice ni lo que hace, llorará cuando tenga que reír, y reirá cuando será preciso llorar. Ya han silbado. Todavía podéis salvar la pieza. Por otra parte, no es una desgracia el placer que os espera.

—Caballero —respondió Luciano—, yo no acostumbro a tener rivales.

—No le repitáis esas palabras —exclamó el director mirando al autor—. Coralia es muy capaz de arruinarse echando a Camusot por la ventana. Ese digno propietario del Capullo de Oro da a Coralia dos mil francos mensuales, paga todos sus vestidos y a su claque.

—Como esa promesa no me compromete a nada, salvad vuestra pieza —dijo Luciano con aire sultanesco.

—Pero, por favor, no vayáis a rechazar a esa muchacha encantadora —añadió Du Bruel, suplicante.

—Vamos, es preciso que escriba el artículo sobre vuestra pieza, y que sonría a vuestra joven protagonista, ¡sea! —exclamó el poeta.

El autor desapareció después de haber hecho una seña a Coralia, la cual, a partir de aquel instante, representó su papel a las mil maravillas. Bouffé, que hacía el papel de viejo alcalde, en el que reveló por primera vez su talento para esta clase de papeles, dijo, en medio de una tempestad de aplausos:

Señoras y caballeros, la pieza que hemos tenido el honor de representar, es de los señores Raúl y de Cursy.

—¡Toma! Nathan es uno de los autores —dijo Lousteau—. Ya no me extraña su presencia.

—¡Coralia! ¡Coralia! —gritó el público entusiasmado.

Desde el palco en que estaban los dos negociantes partió una voz de trueno que clamó:

—¡Y Florina!

—¡Florina y Coralia! —repitieron entonces algunas voces.

Volvió a levantarse el telón y Bouffé reapareció con las dos actrices, a las que Matifat y Camusot arrojaron cada cual una corona. Coralia recogió la suya y la tendió a Luciano. Para éste, aquellas dos horas pasadas en el teatro fueron como un sueño. Los bastidores, a pesar de sus horrores, habían iniciado la obra de aquella fascinación. El poeta, aún inocente, había respirado allí el viento del desorden y el aire de la voluptuosidad. En aquellos sucios pasillos llenos de máquinas y en donde humean unos quinqués aceitosos, reina como una peste que devora el alma. La vida ya no es allí santa ni real. Allí se ríe la gente de todas las cosas serias, y las imposibles parecen verdaderas. Fue como un narcótico para Luciano, y Coralia acabó de sumirle en una alegre embriaguez. Se apagó la araña. Entonces ya no había en la sala más que las acomodadoras que hacían un ruido singular al recoger los pequeños bancos y cerrar los palcos. Las candilejas, apagadas como se apaga soplando una sola vela, difundía un olor infecto. Se levantó el telón. Una linterna bajó de la bóveda. Los bomberos comenzaban su ronda, con los mozos de servicio. A lo fantástico de la escena, al espectáculo de los palcos llenos de mujeres hermosas, a las deslumbrantes luces, y a la magia espléndida de los decorados y de los vestidos nuevos sucedían el frío, el horror, la oscuridad y el vacío. Fue algo asqueroso.

Luciano se hallaba en medio de una sorpresa indecible.

—Qué, ¿nos vamos, pequeño? —dijo Lousteau desde el escenario. Salta acá desde el palco.

De un brinco Luciano se encontró en la escena. Apenas reconoció a Florina y a Coralia sin los vestidos de artista, arrebujadas en sus abrigos y en sus batas de seda acolchada corrientes, la cabeza cubierta con sombreros de velo negro, parecidas, en fin, a mariposas que hubieran entrado de nuevo dentro de sus crisálidas.

—¿Me concederéis el honor de ofrecerme vuestro brazo? —le dijo Coralia temblando.

—Con mucho gusto —contestó Luciano, que sintió como el corazón de la actriz palpitaba encima del suyo como el de un pájaro que hubiera capturado.

La actriz, al arrimarse al poeta, tuvo la voluptuosidad de una gata que se restriega contra la pierna de su amo con suave ardor.

—Vamos a cenar juntos —le dijo la joven.

Los cuatro salieron y vieron dos fiacres a la puerta de los actores que daba a la calle de Fossés-du-Temple. Coralia hizo subir a Luciano al coche en el que ya se encontraba Camusot y su suegro, el señor Cardot. El cuarto asiento fue ocupado por Du Bruel. El director partió con Florina, Matifat y Lousteau.

—¡Estos fiacres son infames! —exclamó Coralia.

—¿Por qué no tenéis un coche particular? —le dijo Du Bruel.

—¿Porqué? —repitió Coralia—. No quiero decirlo delante del señor Cardot, quien sin duda ha formado a su yerno a imagen suya. ¿Creerías que, con lo bajito y viejo que es, el señor Cardot no le da a Florentina más que quinientos francos mensuales, lo justo para pagar el alquiler, la pitanza y los zuecos? El viejo marqués de Rochegude, que tiene seiscientas mil libras de renta, me ofrece un cupé desde hace dos meses. Pero yo soy una artista y no una ramera.

—Pasado mañana tendréis un coche, señorita —dijo gravemente Camusot—; pero conste que nunca me lo habíais pedido.

—¿Acaso se pide eso? ¿Es que cuando uno ama a una mujer la deja caminar por el barro, a riesgo de romperse las piernas? Sólo a los caballeros del Aune les gusta ver barro en los bajos de un vestido.

Al decir estas palabras con acritud que rompió el corazón de Camusot, Coralia encontraba la pierna de Luciano y la apretaba entre las suyas, al tiempo que le cogía una mano y se la estrechaba. Entonces guardó silencio y pareció concentrada en uno de esos goces infinitos, que recompensan a esas pobres criaturas de todas sus penas pasadas y sus desgracias, y que desarrollan en su alma una poesía desconocida para las otras mujeres, a las cuales faltan, afortunadamente estos violentos contrastes.

—Habéis terminado trabajando tan bien como la señorita Mars —dijo Du Bruel a Coralia.

—Sí —añadió Camusot—, la señorita tuvo al principio algo que la perturbaba, pero desde mediado el segundo acto, ha estado magnífica. La mitad de vuestro éxito le corresponde a ella.

—Y a mí la mitad del suyo —repuso Du Bruel.

—No discutáis por tan poca cosa —dijo la actriz con voz alterada.

Coralia aprovechó un momento de oscuridad para llevar a sus labios la mano de Luciano y la besó, mojándola con sus lágrimas, Luciano sintióse entonces conmovido hasta el tuétano de los huesos. La humildad de la cortesana enamorada lleva consigo magnificencias como para avergonzar a los propios ángeles.

—El caballero va a hacer el artículo —dijo Du Bruel dirigiéndose a Luciano—. Puede escribir un párrafo encantador refiriéndose a nuestra querida Coralia.

—¡Oh!, hacednos ese pequeño favor —dijo Camusot, dirigiéndose a Luciano con voz suplicante—. Encontraréis en mí a un servidor bien dispuesto para vos en todo momento.

—Dejad al caballero su independencia —exclamó colérica la actriz—. Escribirá lo que le parezca. Papá Camusot, compradme coches y no elogios.

—Los tendréis baratos —respondió cortésmente Luciano—. Nunca he escrito nada en los periódicos, y no estoy al corriente de su costumbres. Tendréis la virginidad de mi pluma…

—Será divertido —observó Du Bruel.

—Ya estamos en la calle de Bondy —dijo el padre Cardot, a quien la respuesta de Coralia había dejado aterrado.

—Si yo tengo las primicias de tu pluma, tú tendrás las de mi corazón —susurró Coralia durante el breve instante en que quedó a solas con Luciano en el coche.

Coralia fue a reunirse con Florina en su dormitorio, para coger el vestido que allá había mandado. Luciano no conocía el lujo que despliegan en casa de las actrices o en la de sus queridas los negociantes enriquecidos que quieren disfrutar de la vida. Aun cuando Matifat, que no tenía una fortuna tan considerable como la de su amigo Camusot, hubiera hecho las cosas de un modo bastante mezquino, Luciano quedóse sorprendido al ver un comedor artísticamente decorado, tapizado de paño verde guarnecido de clavos de cabeza dorada, iluminado por hermosas lámparas, con muchas flores, y un salón tapizado de seda amarilla con adornos de color marrón, donde resplandecían los muebles entonces de moda, una araña de Thomire y una alfombra con dibujos persas. El reloj de pared, los candelabros y la chimenea, todo era de buen gusto. Matifat había dejado que todo lo ordenara Grindot, joven arquitecto que le construía una casa, y que, sabiendo el destino de aquel apartamento, puso en su obra un esmero especial. Por eso Matifat, siempre negociante, tomaba precauciones para tocar cualquier objeto, parecía como si tuviera constantemente ante sí las cifras de las facturas, y miraba aquellas magnificencias como joyas sacadas de su estuche en un momento de imprudencia.

—He ahí, pues, lo que me veré obligado a hacer por Florentina —era un pensamiento que se leía en los ojos del padre Cardot.

Luciano comprendió en seguida que el estado de la habitación en que vivía Lousteau no preocupara ni poco ni mucho al periodista amado. Rey secreto de esas fiestas, Esteban disfrutaba de todas aquellas cosas hermosas. Así, se plantaba como dueño de la casa delante de la chimenea, conversando con el director, que felicitaba a Du Bruel.

—¡La copia, la copia! —gritó Finot entrando—. No hay nada en la caja del periódico. Los cajistas tienen mi artículo y pronto lo habrán terminado.

—Acabamos de llegar —dijo Esteban—. Encontraremos una mesa y lumbre en el gabinete de Florina. Si el señor Matifat quiere procurarnos papel y tinta, redactaremos el diario mientras Florina y Coralia se visten.

Cardot, Camusot y Matifat desaparecieron presurosos para buscar plumas, tintero y todo lo que los escritores necesitaban. En aquel momento, una de las más lindas bailarinas de la época, Tulia, se precipitó en el salón.

—Querido, te conceden tus cien suscripciones —dijo a Finot—. No costarán nada a la dirección, ya están colocadas, y han sido impuestas al coro, a la orquesta y al cuerpo de baile. Tu periódico es tan inteligente, que nadie se quejará. Tendrás los palcos que querías. En fin, ahí tienes el precio del primer trimestre —dijo presentándole dos billetes de banco—. Por lo tanto, ¡no me despellejes!

—Estoy perdido —exclamó Finot—. Ya no tengo artículo de fondo para mi número, porque hay que suprimir mi infame diatriba…

—¡Qué hermoso movimiento, mi divina Lais! —exclamó Blondet, que seguía a la bailarina con Nathan, Vernou y Claudio Vignon, traído por él—. Te quedarás a cenar con nosotros, amor mío, o te hago aplastar como una mariposa que eres. En tu calidad de bailarina, aquí no suscitarás ninguna rivalidad de talento. En cuanto a la belleza, todas sois demasiado inteligentes para mostraros celosas en público.

—¡Dios mío! Amigos míos, Du Bruel, Nathan, Blondet, salvadme —gritó Finot—. Necesito cinco columnas.

—Yo haré dos con la obra —dijo Luciano.

—Mi tema suministra una —añadió Lousteau.

—Bien, Nathan, Vernou, Du Bruel, hacedme los chistes del final. Ese bueno de Blondet podrá concederme las dos columnas de la primera página. Corro a la imprenta. Afortunadamente, Tulia, has venido en tu coche.

—Sí, pero el duque está en él con un ministro alemán —dijo la bailarina.

—Invitemos al duque y al ministro —propuso Nathan.

—Un alemán, ésos beben mucho y escuchan; le diremos tantas cosas atrevidas que escribirá acerca de ello a su corte —exclamó Blondet.

—¿Quién es, de todos nosotros, el personaje lo bastante serio para bajar a hablarle? —dijo Finot—. Vamos, Du Bruel, tú eres un burócrata, trae al duque de Rhétoré, el ministro, y da el brazo a Tulia.

—Vamos a ser trece esta noche —observó Matifat, palideciendo.

—No, catorce —exclamó Florentina, que llegaba en aquel momento—. Yo quiero vigilar (may lort querdot) a milord Cardot.

—Por otra parte —dijo Lousteau—, Blondet va acompañado de Claudio Vignon.

—Lo he traído para beber —respondió Blondet cogiendo un tintero—. ¡Eh!, vosotros, tened suficiente ingenio para las cincuenta y seis botellas de vino que beberemos —dijo a Nathan y a Vernou—. Sobre todo, estimulad a Du Bruel, que es un vodevilista y muy capaz de tener algunas malas salidas, impulsadle hasta encontrar la frase feliz.

Luciano, animado por el deseo de realizar sus pruebas delante de aquellos personajes tan notables, escribió su primer artículo en la mesa redonda del gabinete de Florina, a la luz de unas bujías color de rosa encendidas por Matifat.

PANORAMA-DRAMATIQUE

Estreno de El Alcalde en apuros, sainete en tres actos. — Debut de la señorita Florina. — Señorita Coralia. — Bouffé.

“Se entra, se sale, se habla, se pasea, se busca algo y no se encuentra nada, todo es alarma. El alcalde ha perdido a su hija y vuelve a encontrar su gorro. Pero el gorro no le va bien, debe ser el de un ladrón. ¿Dónde está el ladrón? Se entra, se sale, se habla, se pasea, se busca de nuevo. El alcalde acaba encontrando a un hombre sin su hija, y a su hija sin un hombre, lo cual es satisfactorio para el magistrado, mas no para el público. Renace la calma, el alcalde quiere interrogar al hombre. Este viejo alcalde se sienta en un gran sillón de alcalde, arreglándose las mangas de alcalde. España es el único país donde hay alcaldes pegados a grandes mangas, donde se ven alrededor del cuello de los alcaldes esas gorgueras que en los teatros de París constituyen la mitad de sus funciones. Este alcalde que tanto ha trotado con pasos rápidos de vejete asmático, es Bouffé, el sucesor de Potier, un joven actor que representa tan bien los papeles de viejo que hace reír a los más viejos ancianos. Hay un porvenir de cien ancianos en esa frente calva, en esa voz temblorosa y en ese cuerpo de Geronte. Es tan viejo ese joven actor, que asusta, y uno tiene miedo de que su vejez se comunique como una enfermedad contagiosa. ¡Y qué admirable alcalde! ¡Qué encantadora sonrisa inquieta, y qué estupidez importante! ¡Qué bien sabe ese hombre que todo puede volverse alternativamente falso y verdadero! ¡Cuán digno es de ser ministro de un rey constitucional! A cada una de las preguntas del alcalde, el desconocido le interroga, y Bouffé responde, de suerte que interrogado por la respuesta, el alcalde lo aclara todo con sus preguntas. Esta escena eminentemente cómica, en la que se aspira un perfume de Molière, ha llenado de alegría la sala. Todo el mundo en escena pareció estar de acuerdo, pero yo soy incapaz de deciros lo que es claro y lo que es oscuro: la hija del alcalde estaba allí, representada por una verdadera andaluza, una española con ojos españoles, de tez española y talle español, con garbo español y española de pies a cabeza, con su puñal en la liga, su amor en el corazón y su cruz en el extremo de una cinta sobre el pecho. Al finalizar el acto, alguien me ha preguntado qué tal la pieza, y yo le he contestado: «¡Lleva medias rojas, tiene un pie así de pequeño, dentro de unos zapatos de charol, y la más linda pierna de Andalucía! ¡Ah!, esa hija de alcalde hace venir el amor a la boca, os da deseos terribles, uno tiene ganas de saltar al escenario y ofrecerle la choza y el corazón, y treinta mil libras de renta y la pluma. Esta andaluza es la más bella actriz de París. Coralia, pues forzoso es llamarla por su nombre, es capaz de ser condesa o griseta. No se sabe bajo qué forma gustaría más. Será lo que quiera ser, pues ha nacido para hacerlo todo, ¿no es eso lo mejor que puede decirse de una actriz de bulevar?

”En el segundo acto llegó una española de París, con su cara de camafeo y sus ojos asesinos. Pregunté a mi vez de dónde venía, y me contestaron que salía de entre bastidores y se llamaba señorita Florina; pero, a fe mía, que no lo he podido creer, tanto fuego tenía en los movimientos y tanta furia había en su amor. Esta rival de la hija del alcalde, es la mujer de un señor cortado del manto de Almaviva, donde hay tela para cien grandes señores de bulevar. Si Florina no tenía medias rojas ni zapatos de charol, llevaba, en cambio, una mantilla y un velo del que se servía admirablemente; ¡porque es una gran señora! Ha demostrado a maravilla que la tigresa puede volverse gata. He comprendido que había allí algún drama de celos, por las palabras mordaces que esas dos españolas se han dicho. Luego, cuando todo iba a arreglarse, la estupidez del alcalde ha vuelto a embrollarlo todo. Aquel mundo de luces, de ricos, de criados, de muchachas y de mujeres, se ha puesto de nuevo a buscar, a ir, a venir, a girar. Se ha renovado entonces la intriga, y yo he dejado que se renovase, porque esas dos mujeres, Florina la celosa y Coralia la dichosa, me han enredado de nuevo en los pliegues de su basquiña y de su mantilla, y me han metido sus diminutos pies en los ojos.

”He podido llegar al tercer acto sin ocasionar ningún mal, sin haber requerido la intervención del comisario de policía, ni haber escandalizado la sala, y desde entonces creo en el poder de la moral pública y religiosa de que tanto se ocupan en la Cámara de los diputados, hasta el punto de que uno diría que ya no hay moral en Francia. He podido comprender que se trata de un hombre que ama a dos mujeres sin ser amado por ellas, o que es amado por ellas sin amarlas, que no se ama a los alcaldes o que los alcaldes no aman; pero que, a buen seguro, se trata de un buen señor que ama a alguien, a sí mismo o a Dios, en el peor de los casos, porque se hace monje. Si queréis saber más, corred al Panorama-Dramatique. Ya estáis suficientemente prevenidos de que es preciso ir allí una vez para deleitarse con esas triunfantes medias rojas, con ese piececito lleno de promesas, con esos ojos por los que se filtra un rayo de sol, con esa gracia de mujer parisiense disfrazada de andaluza y de andaluza disfrazada de parisiense; luego, una segunda vez para gozar de la pieza que hace morir de risa bajo la forma de viejo, y llorar bajo la forma de señor enamorado. La pieza ha triunfado en sus dos aspectos. El autor, que, según dicen, tiene por colaborador a uno de nuestros grandes poetas, ha apuntado hacia el éxito con una joven enamorada en cada mano; así, ha estado a punto de matar de gusto al respetable público. Las piernas de esas dos señoritas parecían tener más ingenio que el autor. Sin embargo, cuando las dos rivales se iban, se encontraba ingenioso el diálogo, lo cual prueba de un modo bastante victorioso la excelencia de la obra. El autor ha sido llamado con unos aplausos que han suscitado serias inquietudes al arquitecto de la sala; pero él, acostumbrado a los movimientos del Vesubio ebrio que bulle bajo la araña, no temblaba: es el señor de Cursy. En cuanto a las dos actrices, bailaron el famoso bolero de Sevilla que encontró indulgencia en los padres del concilio en otros tiempos, y que la censura ha permitido, a pesar de la peligrosa lascivia de las actitudes. Este bolero basta para atraer a todos los ancianos que no saben qué hacer del resto de su amor, y yo tengo la caridad de advertirles que tengan bien limpio el cristal de sus gemelos”.

Mientras Luciano escribía esta página, que hizo revolución en el periodismo por la revelación de una manera nueva y original, Lousteau preparaba un artículo, llamado de costumbres, y titulado el exguapo, que comenzaba así:

”El guapo del Imperio es siempre un hombre largo y flaco, bien conservado, que lleva corsé y ostenta la cruz de la Legión de Honor. Se llama algo así como Potelet, y para situarse bien en la corte actual, se ha gratificado con un du: es Du Potelet, presto a volver a convertirse en Potelet a secas en caso de revolución. Por otra parte, hombre de dos fines, como su nombre, hace la corte en el Faubourg Saint-Germain, después de haber sido el glorioso, el útil, el agradable portacola de una hermana de aquel hombre cuyo pudor me impide nombrar. Si Du Potelet reniega de su servicio cerca de la Alteza Imperial, canta todavía las romanzas de su benefactora íntima…”.

El artículo era un tejido de semblanzas, como las que se hacían en aquella época, bastante tontas, porque este género fue extrañamente perfeccionado después, sobre todo por Le Figaro. Se encontraba entre la señora de Bargenton, a quien el barón Du Châtelet hacía la corte y un hueso de sepia, un chusco paralelo que hacía gracia, sin que hubiera necesidad de conocer a las dos personas de quienes se estaba haciendo burla. A Du Châtelet se le comparaba con una garza real. Los amores de esta garza, al no poder tragar la sepia, que se rompía en tres trozos cuando la dejaba caer, provocaba irresistiblemente la risa. Esta broma, que se dividió en varios artículos, tuvo, como es sabido, una enorme repercusión en el Faubourg Saint-Germain, y fue una de las mil y una causas de los rigores introducidos en la legislación de Prensa. Una hora más tarde, Blondet, Lousteau y Luciano volvieron al salón donde se hallaban conversando los invitados, el duque, el ministro y las cuatro mujeres, así como los tres negociantes, el director del teatro, Finot y los tres autores. Un aprendiz, con su gorro de papel, había venido ya a buscar la copia para el periódico.

—Los obreros van a marcharse si no les llevo nada —dijo.

—Toma, ahí tienes diez francos y que esperen —respondió Finot.

—Si se lo doy, señor, harán una orgía, y adiós periódico.

—El sentido común de ese niño me asusta —repuso Finot.

Fue en el momento en que el ministro predecía un brillante porvenir a este galopín, cuando entraron los tres autores. Blondet leyó un artículo extraordinariamente ingenioso contra los románticos. El de Lousteau hizo mucha gracia. El duque de Rhétoré recomendó, para no indisponer demasiado al Faubourg Saint-Germain, deslizar en él un elogio indirecto para la señora Espard.

—Y vos, leednos lo que habéis hecho —dijo Finot a Luciano.

Cuando Luciano, que temblaba de miedo, hubo terminado, el salón resonaba de aplausos, las actrices besaban al neófito, los tres negociantes le abrazaban hasta asfixiarle, y Du Bruel le cogía la mano con lágrimas en los ojos; el director, en fin, le invitaba a comer.

—Ya no hay más niños —dijo Blondet—. Como el señor de Chateaubriand ha hecho ya la expresión de niño sublime para Víctor Hugo, me veo obligado a deciros simplemente que sois un hombre de ingenio, de corazón y de estilo.

—El caballero es del periódico —observó Finot dando las gracias a Esteban y lanzándole una irónica mirada de explotador.

—¿Qué chistes habéis hecho? —preguntó Lousteau a Blondet y a Du Bruel.

—He aquí dos de Du Bruel —respondió Nathan.

Al ver hasta qué punto el público se ocupa del señor vizconde de A…, el señor vizconde Démosthène dijo ayer: “Quizá van a dejarme tranquilo”.

Una señora le dijo a un extremista que censuraba el discurso del señor Pasquier como continuador del sistema de Decazes: “Sí, pero hay pantorrillas muy monárquicas”.

—Si la cosa empieza así, no os pido más; todo va bien —dijo Finot—. Corre a llevar esto —ordenó al aprendiz—. El periódico es un poco chapado, pero es nuestro número —dijo volviéndose hacia el grupo de los escritores que ya miraban a Luciano con una especie de socarronería.

—Tiene ingenio ese muchacho —dijo Blondet.

—Su artículo está muy bien —añadió Claudio Vignon.

—¡A la mesa! —gritó Matifat.

El duque dio el brazo a Florina, Coralia cogió el de Luciano, y la bailarina tuvo a un lado a Blondet y al otro al ministro alemán.

—No comprendo por qué atacáis a la señora de Bargeton y al barón Du Châtelet, que ha sido, según dicen, nombrado prefecto del Charenta y relator del Consejo de Estado.

—La señora de Bargeton puso a Luciano de patitas en la calle —dijo Lousteau.

—¡A un joven tan guapo! —exclamó el ministro.

La cena, servida en vajilla de plata nueva, porcelana de Sèvres y mantelería adamascada, respiraba una opulenta magnificencia. Chevet se había encargado de ella, y los vinos habían sido escogidos por el más famoso negociante del muelle de San Bernardo, amigo de Camusot, de Matifat y de Cardot. Luciano, gozaba por primera vez del lujo parisiense, iba así de sorpresa en sorpresa, y ocultaba su asombro como hombre de ingenio, de corazón y de estilo que era, según la frase de Blondet.

Al cruzar el salón, Coralia le había dicho a Florina al oído:

—Emborráchame bien a Camusot, hasta el punto de que se vea obligado a quedarse dormido en tu casa.

—Entonces, ¿has hecho a tu periodista? —respondió Florina empleando una expresión del lenguaje particular de esa clase de mujeres.

—¡No, querida, le amo! —replicó Coralia, haciendo un ligero pero admirable movimiento con los hombros.

Estas palabras habían resonado en el oído de Luciano, llevadas a él por el quinto pecado capital. Coralia iba admirablemente vestida, y su toilette ponía sabiamente de relieve sus encantos especiales, pues toda mujer tiene perfecciones que le son propias. Su vestido, como el de Florina, tenía el mérito de ser de una preciosa tela inédita llamada muselina de seda, cuyas primicias pertenecieron por algunos días a Camusot, una de las providencias parisienses de las fábricas de Lyon, en su calidad de jefe del Capullo de Oro. De esta forma, el amor y la toilette, ese afeite y ese perfume de la mujer, realzaban las seducciones de la feliz Coralia. Un placer esperado y que no ha de escapársenos ejerce seducciones extraordinarias en los jóvenes. ¿Es tal vez la certidumbre, a sus ojos, todo el aliciente de los malos lugares, o quizás el secreto de las largas fidelidades? El amor puro y sincero, el primer amor, en fin, unido a uno de esos caprichos que impulsan a esas pobres criaturas, así como también la admiración causada por la gran belleza de Luciano, dieron a Coralia la inteligencia del corazón.

—¡Yo te amaría feo y enfermo! —Díjole a Luciano, al sentarse a la mesa.

¡Qué frase para un poeta! Camusot desapareció, y Luciano ya no le vio más al mirar a Coralia. ¿Acaso podía retirarse de aquel brillante festín un hombre todo goce y sensación, aburrido de la monotonía provinciana y atraído por los abismos de París, agobiado por la miseria, hostigado por su continencia forzosa, y fatigado de su vida monacal de la calle Cluny y de sus trabajos infructuosos? Luciano tenía un pie en la cama de Coralia y el otro en la redacción del periódico, a cuyo encuentro tanto había corrido sin alcanzar resultado positivo. Después de tantos vanos esfuerzos en la calle del Sentier, encontraba al periódico sentado a la mesa, bebiendo, alegre, buen muchacho. Acababa de ser vengado de todos sus dolores por un artículo que al día siguiente había de atravesar dos corazones en los que él había querido, pero en vano, derramar la rabia y el dolor que llenaban su pecho. Al mirar a Lousteau, se decía:

”¡Ése es un buen amigo!”.

No pensaba, sin embargo, que Lousteau le temía ya como a un peligroso rival. Luciano había cometido el error de revelar todo su ingenio: un artículo descolorido le habría servido admirablemente. Blondet hizo contrapeso a la envidia que devoraba a Lousteau al decir a Finot que era preciso capitular ante el talento cuando era de tal fuerza. Esta declaración dictó la conducta de Lousteau, que decidió seguir siendo amigo de Luciano y entenderse con Finot para explotar a un recién llegado tan peligroso, procurando que no saliera de la necesidad. Fue una decisión tomada rápidamente y comprendida en toda su extensión entre aquellos dos hombres por unas palabras dichas al oído:

—Tiene talento.

—Será exigente.

—¡Oh!

—¡Bueno!

—Yo nunca ceno sin temor con los periodistas franceses —dijo el diplomático alemán con una campechanía tranquila y digna, mirando a Blondet, a quien había visto en casa de la condesa de Montcornet—. Hay una frase de Blucher qué vosotros estáis encargados de realizar.

—¿Qué frase? —preguntó Nathan.

—Cuando Blucher llegó a las alturas de Montmartre con Saacken, en 1814, perdonadme, caballeros, de que os traslade a aquel día fatal para vosotros, Saacken, que era un bruto, dijo: “¡Vamos, pues, a incendiar París! —Guardaos bien de hacer tal cosa, Francia no morirá más que de ¡eso!” —respondió Blucher, mostrando aquella gran úlcera corrosiva que veían a sus pies, ardiente y humeante, en el valle del Sena—. Bendigo a Dios de que no haya periódicos en mi país —añadió el ministro después de una pausa—. Todavía no me he recobrado del espanto que me ha producido ese hombrecito con el gorro de papel, que, a la edad de diez años, posee el juicio de un viejo diplomático. Por ello, esta noche, me parece como si estuviera cenando con leones y panteras que me hacen el honor de ocultar sus garras con terciopelo.

—Es evidente —repuso Blondet—, que podemos decir y demostrar a Europa que Vuestra Excelencia ha vomitado una serpiente esta noche, que ha estado a punto de morder a la señorita Tulia, la más linda de nuestras bailarinas, y además hacer comentarios sobre Eva, la Biblia, el primero y el último pecado. Pero tranquilizaos, sois nuestro huésped.

—Sería divertido —dijo Finot.

—Haríamos imprimir disertaciones científicas sobre todas las serpientes encontradas en el corazón y en el cuerpo humano, para llegar al cuerpo diplomático —añadió Lousteau.

—Podríamos mostrar una serpiente cualquiera en ese tarro de cerezas al licor —dijo Vernou.

—Acabaríais por creerlo vos mismo —aseguró Vignon al diplomático.

—Caballeros, no despertéis vuestras dormidas garras —exclamó el duque de Rhétoré.

—La influencia y el poder del periódico sólo se encuentra en sus albores —afirmó Finot—. El periodismo se encuentra en su infancia, crecerá. Dentro de diez años, todo estará sometido a la publicidad. El pensamiento lo iluminará todo, el…

—Todo lo marchitará —aseguró Blondet, interrumpiendo a Finot.

—Es una frase —dijo Claudio Vignon.

—Hará reyes —comentó Lousteau.

—Y deshará las monarquías —sentenció el diplomático.

—Así —dijo Blondet—, si la prensa no existiera, sería preciso inventarla; pero ya está aquí, nosotros vivimos de ella.

—Moriréis de ella —observó el diplomático—. ¿No veis que la superioridad de las masas, suponiendo que las ilustréis, hará difícil la grandeza del individuo? Al sembrar el razonamiento en el corazón de las clases bajas, cosecharéis la revuelta, y vosotros seréis las primeras víctimas. ¿Qué es lo primero que rompen en París cuando se produce un levantamiento?

—Los faroles —respondió Nathan—; pero nosotros somos demasiado modestos para tener miedo, sólo seremos rajados.

—Sois un pueblo demasiado ingenioso para permitir que se desarrolle un gobierno, cualquiera que sea éste —dijo el ministro—. De no ser por eso, reanudaríais con vuestras plumas la conquista de Europa, que vuestra espada no ha podido conservar.

—Los diarios son un mal —dijo Claudio Vignon—. Podría utilizarse este mal, pero el gobierno prefiere combatirlo. Se entablará una lucha. ¿Quién sucumbirá? He ahí la cuestión.

—El gobierno —añadió Blondet—, no me cansaré de repetirlo. En Francia, el ingenio es más fuerte que todo, y los periódicos tienen, además del ingenio de los hombres de talento, la hipocresía de Tartufo.

—¡Blondet! ¡Blondet! —advirtió Finot—, vas demasiado lejos: mira que aquí hay suscriptores.

—Tú que eres propietario de uno de esos almacenes de veneno, eres quien debe tener miedo; pero yo me burlo de todas vuestras tiendas, ¡aunque viva de ellas!

—Blondet tiene razón —observó Claudio Vignon—. El periódico en lugar de ser un sacerdocio, es un medio para los partidos; de medio se ha convertido en un comercio, y como todos los comercios, carece de fe y de ley. Todo periódico es, como dice Blondet una tienda en la que se vende al público palabras del color que se quiere. Si existiera un periódico de los jorobados, demostraría día y noche la belleza, la bondad e incluso la necesidad de los jorobados. Un periódico ya no es para ilustrar, sino para halagar las opiniones. De este modo, en un momento determinado, todos los periódicos serán cobardes, hipócritas, infames, mentirosos y asesinos; matarán las ideas, los sistemas y los hombres, y florecerán por ello mismo. Tendrán el beneficio de todos los hombres juiciosos: el mal se hará sin que nadie sea culpable de ello. Yo, Vignon, y vosotros, Lousteau, Blondet y Finot, todos seremos Arístides, Platones y Catones, hombres de Plutarco; seremos inocentes y podremos lavarnos las manos de toda infamia. Napoleón ha dado la razón de este fenómeno moral o inmoral, como gustéis, en una frase sublime que le dictaron sus estudios sobre la Convención: Los crímenes colectivos no comprometen a nadie. El periódico puede permitirse la conducta más atroz, sin que se considere manchado personalmente.

—Pero el poder hará leyes represivas —repuso Du Bruel—; ya las está preparando.

—¡Bah! ¿Qué puede la ley contra el ingenio francés, el más sutil de todos los disolventes? —dijo Nathan.

—Las ideas sólo pueden ser neutralizadas con otras ideas —repuso Vignon—. El terror y el despotismo no pueden por sí solos sofocar el ingenio francés, cuya lengua se presta admirablemente a la alusión y a los dobles sentidos. Cuanto más represiva sea la ley, más estallará el ingenio, como el vapor dentro de una maquina de válvula. De este modo, el rey hace bien, si el periódico está contra él, será el ministro quien lo haya hecho todo, y viceversa. Si el periódico inventa una infame calumnia, es que se la han dicho. Al individuo que se queja, le pedirá perdón por la libertad. Si es llevado ante los tribunales, se lamentará de que no hayan ido a pedirle una rectificación; pero pedídsela, veréis como la rehúsa riendo y trata de bagatela su crimen. En fin, se burla de su víctima cuando ésta triunfa. Si es castigado, si tiene que pagar una multa demasiado elevada, os presentará al demandante como un enemigo de las libertades, del país y de las luces. Dirá que el señor Fulano de Tal es un ladrón, explicando que es el hombre más honrado del reino. De esta forma, partiendo de la base de que sus crímenes son bagatelas y sus agresores unos monstruos, en un momento dado puede hacer creer lo que quiera a unas personas que le leen todos los días. Además, nada de lo que le desagrada será patriótico, y nunca estará equivocado. Se servirá de la religión contra la religión, y de la carta contra el rey; se burlará de la magistratura cuando ésta vaya contra sus intereses, y la alabará cuando haya servido a las pasiones populares. Para ganar suscriptores, inventará las fábulas más conmovedoras. El periódico sería capaz de servir a su propio padre para ser comido crudo, sazonado con la sal de sus chistes, antes de dejar de interesar o divertir a su público. Será el actor poniendo las cenizas de su hijo en la urna para llorar realmente, y la amante sacrificándolo todo a su amigo.

—Es, en fin, el pueblo in-folio —exclamó Blondet interrumpiendo a Vignon.

—El pueblo hipócrita y sin generosidad —prosiguió Vignon—, desterrará de su seno el talento, como Atenas desterró a Arístides. Veremos los periódicos, dirigidos al principio por hombres de honor, caer más tarde bajo el dominio de los más mediocres, que tendrán la paciencia y la cobardía elástica de la que carecen los grandes genios, o bajo el poder de drogueros que tengan el dinero suficiente para comprar plumas. Ya estamos viendo tales cosas. Pero dentro de diez años, el primer galopín salido del colegio se creerá un gran hombre, se subirá a la columna de un periódico para abofetear a los que van delante de él, y les arrastrará por los pies, para ocupar su puesto. Ya tenía razón Napoleón al ponerle bozal a la prensa. Apostaría a que, bajo un gobierno levantado por ellos, los periódicos de la oposición, con las mismas razones e idénticos artículos que se escriben actualmente contra el rey, lucharían contra ese mismo gobierno en el momento en que éste les negara cualquier cosa. Cuantas más concesiones se haga a los periodistas, más exigentes serán los periódicos. Los periodistas que han triunfado, serán sustituidos por otros hambrientos y pobres. La llaga es incurable, cada vez será más maligna e insolente; y cuanto mayor sea el mal, más será tolerado, hasta el día en que la confusión se introduzca en los periódicos por su abundancia, como en Babel. Sabemos, todos nosotros sabemos, que los periódicos irán más lejos que los reyes en cuanto a gratitud, más lejos que el más sucio comercio en lo que se refiere a especulaciones y cálculos, y que devorarán nuestras inteligencias al vender todas las mañanas su energía cerebral; pero todos nosotros escribiremos en ellos, como esas personas que explotan una mina de mercurio sabiendo que morirán a consecuencia de ello. Ved ahí, al lado de Coralia, a un joven… ¿cómo se llama? ¡Luciano! Es guapo, poeta y, lo que aún vale más para él, hombre de ingenio; pues bien, entrará en uno de esos lupanares del pensamiento llamados periódicos, arrojará en ellos sus más bellas ideas, desecará su cerebro, corromperá su alma, y acabará cometiendo esas cobardías anónimas que, en la guerra de las ideas, sustituyen a las estratagemas, a los pillajes, a los incendios y a las viradas en la guerra de los condottieri. Cuando haya, como mil otros, gastado algo de talento en provecho de los accionistas, esos mercaderes de veneno le dejarán morir de hambre si tiene sed, y de sed si tiene hambre.

—Gracias —dijo Finot.

—Pero ¡Dios mío! —añadió Claudio Vignon—, yo ya sabía esto, me encuentro en presidio, y la llegada de un nuevo penado me causa alegría. Blondet y yo somos más fuertes que los señores tales y cuales que especulan con nuestro talento y, sin embargo, seguiremos siendo explotados por ellos. Tenemos corazón debajo de nuestra inteligencia, pero nos faltan las feroces cualidades del explotador. Somos perezosos, contemplativos, meditabundos, juzgadores: ¡beberán nuestro cerebro y nos acusarán de conducta irregular!

—Yo creí que estaríais más divertidos —exclamó Florina.

—Florina tiene razón —exclamó Blondet—, dejemos la cura de las enfermedades públicas a esos charlatanes hombres de Estado. Como dice Charlet: ¿Escupir sobre la vendimia? ¡Jamás!

—¿Sabéis que efecto me hace Vignon? —dijo Lousteau señalando a Luciano—. El de una de esas gruesas mujeres de la calle del Pelicano diciendo a un colegial: Pequeño, eres demasiado joven para venir por aquí…

Esta ocurrencia hizo reír, pero agradó a Coralia. Los negociantes bebían y comían mientras escuchaban.

—¡Qué nación aquella en la que se encuentra tanto bien y tanto mal! —dijo el ministro al duque de Rhétoré—. Caballeros, sois unos pródigos que no podéis arruinaros.

Así, por obra y gracia del azar, ninguna enseñanza le faltaba a Luciano sobre la pendiente del precipicio en que había de caer. De Arthez había puesto al poeta en la noble senda del trabajo, despertando el sentimiento bajo el cual desaparecen los obstáculos. El propio Lousteau había tratado de alejarle con una idea egoísta, describiéndole el periodismo y la literatura bajo su verdadero aspecto. Luciano no había querido creer en tantas corrupciones ocultas, pero finalmente oía a unos periodistas clamando a causa de su mal, les veía manos a la obra, destripando a su nodriza para predecir el futuro. Aquella noche había visto las cosas tal como son. En lugar de sentirse horrorizado a la vista del corazón mismo de aquella corrupción parisiense tan bien calificada por Blucher, disfrutaba con embriaguez de aquella sociedad ingeniosa. Estos hombres extraordinarios, bajo la armadura adamasquinada de sus vicios y el casco brillante de su frío análisis, los encontraba superiores a los graves y serios del cenáculo. Además, saboreaba las primeras delicias de la riqueza, se hallaba bajo la fascinación del lujo y del imperio de la buena mesa; sus instintos caprichosos se despertaban, bebía por primera vez vinos escogidos, y llegaba a conocer los manjares exquisitos de la alta cocina; veía a un ministro, a un duque y a su bailarina, mezclados con los periodistas, admirando su poder atroz. Sintió un prurito enorme de dominar aquel mundo de reyes, al encontrarse con fuerzas para vencerlos. Por último, aquella Coralia, a quien acababa de hacer feliz con algunas frases, la había examinado a la luz de las bujías del festín, a través del vaho de los platos humeantes y de la niebla de la embriaguez, y le parecía sublime, ¡el amor la hacía tan hermosa! Aquella joven era, por otra parte, la actriz más linda y más bella de París. El cenáculo, aquel cielo de la inteligencia noble, debió sucumbir ante una tentación tan completa. La vanidad peculiar de los autores acababa de ser lisonjeada en Luciano por unos expertos, había sido alabado por sus futuros rivales. El éxito de su artículo y la conquista de Coralia, eran dos triunfos capaces de ofuscar una cabeza menos joven que la suya. Durante esta discusión, todo el mundo había comido bien y bebido abundantemente. Lousteau, el vecino de Camusot, dos o tres veces le vertió kirch en su copa de vino, sin que nadie se fijara en ello, y estimuló su amor propio para que bebiera. Esta maniobra estuvo tan bien realizada, que el negociante no se dio cuenta de ella, aunque se creía en su género tan malicioso como los periodistas. Las chanzas de tono subido comenzaron en el momento en que circularon las golosinas de los postres y de los vinos. El diplomático, como hombre muy inteligente, hizo una seña al duque y a la bailarina, tan pronto como oyó las estupideces que anunciaban en los hombres de ingenio las escenas grotescas en que vienen a parar las orgías, y los tres desaparecieron. No bien hubo perdido Camusot la cabeza, cuando Coralia y Luciano, que durante la cena se comportaron como enamorados de quince años, huyeron escaleras abajo y se arrojaron al interior de un coche de punto. Como Camusot se encontraba debajo de la mesa, Matifat creyó que había desaparecido en compañía de la actriz, dejó a sus huéspedes fumando, bebiendo, riendo y disputando, y siguió a Florina cuando ésta fue a acostarse. El día sorprendió a los combatientes, o más bien a Blondet, bebedor intrépido, el único capaz de hablar, y que proponía a los dormilones un brindis a la Aurora de rosados dedos.

Luciano no estaba acostumbrado a las juergas parisienses; todavía gozaba de razón cuando bajó las escaleras, pero el aire libre determinó su embriaguez, que fue feísima. Coralia y su doncella viéronse obligadas a subir al poeta al primer piso de la hermosa casa en que se alojaba la actriz, en la calle Vendôme. En la escalera, Luciano empezó a encontrarse mal, y se mareó de un modo innoble.

—Pronto, Berenice —exclamó Coralia—, ¡té! ¡Haz té!

—No es nada, ha sido el aire —decía Luciano—. Además, nunca había bebido tanto.

—¡Pobre niño! Es inocente como un corderillo —murmuró Berenice, gruesa normanda, tan fea como Coralia era bella.

Finalmente, sin que Luciano se diera cuenta, fue puesto en la cama de Coralia. Ayudada por Berenice, la actriz había desnudado con cuidado y el amor de una madre por su hijito a su querido poeta, que seguía diciendo:

—¡No es nada! Es el aire. Gracias, mamá.

—¡Qué bien dice mamá! —exclamó Coralia besándole en los cabellos.

—Qué placer amar a semejante ángel, señorita, ¿dónde lo habéis pescado? Yo no creía que pudiera existir un hombre que fuera tan guapo como vos sois hermosa —dijo Berenice.

Luciano quería dormir, no sabía dónde estaba, y no veía nada. Coralia le hizo beber varias tazas de té, luego le dejó que durmiera.

—Ni la portera ni nadie nos ha visto —dijo Coralia.

—No, yo os aguardaba.

—Victoria no sabe nada.

—Casi nunca —dijo Berenice.

Diez horas más tarde, hacia mediodía, Luciano se despertó bajo los ojos de Coralia, que le había contemplado mientras dormía. El poeta se dio cuenta de ello. La actriz llevaba todavía su hermoso vestido abominablemente manchado, y del cual iba a hacer una reliquia. Luciano reconoció la abnegación y las delicadezas del amor verdadero que querían su recompensa: miró a Coralia. Ésta se desnudó en un instante y se deslizó como una culebra al lado de Luciano. A las cinco, el poeta dormía mecido por placeres divinos, había vislumbrado la habitación de la actriz, una fascinante creación de lujo, blanca y rosa, un mundo de maravillas y de coquetones detalles rebuscados que sobrepasaba lo que había admirado ya en casa de Florina. Coralia estaba de pie. Para representar su papel de andaluza, tenía que estar en el teatro a las siete. Había contemplado una vez más a su poeta dormido en el placer, habíase embriagado sin poder saciarse de aquel noble amor, que unía los sentidos con el corazón, y el corazón con los sentidos para exaltarlos todos juntos. Esta divinización que permite ser dos aquí abajo para sentir, y uno solo en el cielo para amar, era su absolución. ¿A quien, por otra parte, la belleza sobrehumana de Luciano no habría servido de excusa? Arrodillada junto a aquella cama, feliz por el amor en sí mismo, la actriz sentíase santificada. Estas delicias fueron turbadas por Berenice.

—Ahí está Camusot, sabe que estáis aquí —gritó la doncella.

Luciano se incorporó, pensando con generosidad innata en no perjudicar a Coralia. Berenice descorrió una cortina y aquél entró en un delicioso gabinete-tocador, al que Berenice y su dueña llevaron con presteza inaudita las prendas de vestir de Luciano. Cuando el negociante apareció, las botas del poeta hirieron la vista de Coralia. Berenice las había puesto delante del fuego para calentarlas, después de haberlas lustrado en secreto. La sirvienta y la dueña habían olvidado aquellas botas acusadoras. Berenice se fue, después de haber cambiado con su señora una mirada de inquietud. Coralia se hundió en su diván, y dijo a Camusot que se sentara en un sillón frente a ella. El buen hombre, que adoraba a Coralia, miraba las botas y no se atrevía a levantar los ojos hacia su amante.

“¿Debo amoscarme por ese par de botas y abandonar a Coralia? —se decía—. Sería enfadarse por poca cosa. Por todas partes hay botas. Éstas estarían mejor en el escaparate de una zapatería, o paseando por los bulevares en las piernas de un joven. Sin embargo, aquí, sin piernas, dicen muchas cosas contrarias a la fidelidad. Tengo cincuenta años, es verdad: debo ser ciego como el amor."

Este cobarde monólogo no tenía excusa. Aquellas no eran esas medias botas que se usan actualmente, y que hasta cierto punto un hombre distraído podría no ver; era, como la moda ordenaba entonces que se llevaran, un par de botas enteras, muy elegantes y con borlas, que relucían sobre pantalones estrechos, casi siempre de color claro, y en las que se reflejaban los objetos como en un espejo. Por este motivo, las botas traspasaban los ojos del honrado comerciante de sedas y, digámoslo también, le traspasaban el corazón.

—¿Qué os ocurre? —le preguntó Coralia.

—Nada —repuso Camusot.

—Llamad —dijo Coralia, sonriendo ante la cobardía de Camusot—. Berenice —añadió dirigiéndose a la normanda, tan pronto como ésta hizo su aparición—, todavía tendré que ponerme esas condenadas botas. No os olvidéis de llevármelas esta noche a mi camerino.

—¿Cómo?…, ¿vuestras botas?… —dijo Camusot, que respiró con mayor alivio.

—Pues, ¿qué os creíais? —inquirió la joven con aire altivo—. ¡Animal!, no iríais a creer… ¡Oh, sí que sería capaz de creerlo! —dijo a Berenice—. Tengo un papel de hombre en la pieza de Chose, y nunca me había vestido así. El zapatero del teatro me ha traído esas botas para que vaya acostumbrándome a caminar, en espera del par del que me han tomado la medida; me las he puesto, pero es tanto el daño que me hacen, que me las he quitado, y sin embargo, tengo que volver a ponérmelas.

—No os las volváis a poner si os hacen daño —dijo Camusot, a quien aquellas botas habían tenido tan preocupado.

—Señorita —dijo Berenice—, más le valdría, en lugar de martirizarse, como hace un instante. ¡Sufría tanto, que hasta lloraba, señor! ¡Si yo fuese hombre, jamás consentiría que llorase la mujer a quien amara! Haría bien en llevarlas de tafilete muy fino. ¡Pero la administración es tan tacaña! Señor, vos deberíais ir a encargarle unas…

—Sí, sí —afirmó el negociante—. Vos acabáis de levantaros, ¿no? —dijo a Coralia.

—Ahora mismo, no regresé a casa hasta las seis, después de haberos andado buscando por todas partes, me habéis hecho tener mi coche de punto hasta las siete. ¡Ésos son vuestros cuidados! ¡Olvidarme por unas botellas! Tengo que cuidarme yo misma, porque ahora voy a trabajar todas las noches, mientras El Alcalde dé dinero. No quiero dar un mentís al artículo de ese joven.

—Es guapo ese muchacho —observó Camusot.

—¿Vos creéis? A mí no me gustan esos hombres, se parecen demasiado a una mujer; y además no saben amar como vosotros, viejas bestias del comercio. ¡Lleváis una vida tan aburrida!

—¿El señor cenará con la señora? —preguntó Berenice.

—No, tengo la boca pastosa.

—Ayer la cogisteis buena, papá Camusot. Ante todo, debo advertiros que no me gustan los hombres que beben…

—Puedes hacerle un regalo a ese joven —dijo el negociante.

—¡Ah!, sí, prefiero pagarles de ese modo, antes que hacer lo que Florina. Vamos, mala raza que una quiere, marchaos, o regaladme un coche para que no pierda más tiempo.

—Mañana lo tendréis, para cenar con vuestro director en el Rocher de Cancale. El domingo no se representará la obra nueva.

—Venid, voy a cenar —dijo Coralia, llevándose a Camusot.

Una hora más tarde, Luciano fue liberado por Berenice, compañera de infancia de Coralia, criatura tan lista e inteligente como corpulenta.

—Quedaos aquí, Coralia volverá sola, incluso está dispuesta a despedir a Camusot si éste os fastidia —dijo Berenice a Luciano—; pero, hijo querido de su corazón, sois demasiado ángel para arruinarla. Ella me lo ha dicho, está decidida a tirarlo todo por la borda, a salir de este paraíso para ir a vivir a vuestra buhardilla. ¡Oh!, los celosos y envidiosos, ¿no le han explicado que no teníais un centavo y que vivíais en el barrio latino? Yo os seguiría, ¿sabéis?, y os haría las cosas de la casa. Pero acabo de consolar a la pobre chica. ¿Verdad, señor, que sois demasiado inteligente para cometer tales tonterías? ¡Ah!, ya veréis que el gordo no tiene más que el cadáver, y que vos sois el amado, la divinidad a la cual se entrega el alma. ¡Si supierais qué simpática está mi Coralia cuando le hago ensayar sus papeles! ¡Esa muchacha es un sol! Bien merecía que Dios le enviase uno de sus ángeles, estaba hastiada de la vida. Era tan desgraciada con su madre, que la pegaba, ¡y la ha vendido! ¡Sí, señor, una madre a su propia hija! Si yo tuviera una, la serviría como a mi pequeña Coralia, de quien he hecho una hija para mí. Es el primer momento feliz que le he visto, la primera vez que ha sido muy aplaudida. Parece ser que, por lo que vos habéis escrito, se le ha montado una buena claque para la segunda representación. Mientras vos dormíais, Braulard ha venido a trabajar con ella.

—¡Quién! ¿Braulard? —preguntó Luciano, que creyó haber oído ya este nombre.

—El jefe de la claque, el cual, de acuerdo con ella, ha decidido los puntos de su papel en los que habría de prestar mayor atención. Aunque se diga su amiga, Florina podría jugarle una mala pasada y quedárselo todo para ella. Todo el bulevar no hace más que hablar de vuestro artículo. ¡Qué cama arreglada para los amores de un príncipe!… —añadió, poniendo en la cama una colcha de encaje.

Encendió las bujías. Al ver la luz, Luciano, aturdido, creyóse en efecto en un palacio de hadas. Las más ricas telas del Capullo de Oro habían sido escogidas por Camusot para los tapizados y cortinajes de las ventanas. El poeta caminaba sobre una alfombra regia. La jacaranda de los muebles reflejaba en las tallas de sus esculpidos unos estremecimientos de luz que en ellas revoloteaban. La chimenea de mármol blanco resplandecía con sus más costosas bagatelas. El descenso de la cama representaba un cisne, y los bordes eran de marta. Unas zapatillas de terciopelo negro, forradas de seda púrpura, hablaban de los placeres que aguardaban al poeta de las Margaritas. Una deliciosa lámpara colgaba del techo tapizado de seda. Por todas partes había flores escogidas, lindas flores blancas y camelias sin perfume. Por doquier vivían las imágenes de la inocencia. ¿Cómo imaginar allí a una actriz y las costumbres del teatro? Berenice advirtió el asombro de Luciano.

—¿Verdad que es bonito? —le dijo con voz zalamera—. ¿No estaréis mejor aquí, para amar, que en vuestra buhardilla? Impedid que haga una trastada —añadió, llevando ante Luciano un magnífico velador cargado con manjares sustraídos a la cena de su señora, para que la cocinera no pudiera sospechar la presencia de un amante.

Luciano cenó muy bien, servido por Berenice en vajilla de plata cincelada, en platos pintados, de un luis la pieza. Este lujo actuaba sobre su ánimo como una ramera callejera actúa con sus carnes desnudas y sus medias blancas bien estiradas sobre un estudiante de bachillerato.

—¡Qué suerte tiene ese Camusot! —exclamó.

—¿Suerte? —replicó Berenice—. ¡Ah!, de buena gana daría su fortuna por encontrarse en vuestro sitio, y para cambiar sus viejos cabellos grises por vuestra joven cabellera rubia.

Invitó a Luciano, a quien dio el vino más delicioso que Burdeos haya criado para el más rico inglés, a echarse en la cama, en espera de Coralia, para que durmiera un sueñecito provisional. Luciano tenía, en efecto, ganas de acostarse en aquella cama que tanto admiraba, y Berenice, que había leído este deseo en los ojos del poeta, estaba contenta por su dueña. A las diez y media, Luciano se despertó bajo una mirada henchida de amor. Coralia estaba allí en el más voluptuoso vestido de noche. Luciano había dormido, ya sólo estaba ebrio de amor. Berenice se retiró, preguntando:

—¿A qué hora mañana?

—A las once, nos traerás el desayuno a la cama. Antes de las dos, no estaré para nadie.

A las dos del día siguiente, la actriz y su amante se hallaban vestidos y uno frente a otro, como si el poeta hubiera ido a hacer una visita a su protegida. Coralia había bañado, peinado y vestido a Luciano; le había mandado traer doce hermosas camisas, doce corbatas y doce pañuelos de casa Colliau, y una docena de guantes en una caja de cedro. Cuando oyó el ruido de un coche ante su puerta, precipitose hacia la ventana con Luciano. Los dos vieron a Camusot, que se apeaba de un magnífico cupé.

—No creía —dijo— que fuera posible odiar tanto a un hombre y el lujo…

—Soy demasiado pobre para consentir que os arruinéis —repuso Luciano, pasando así bajo las Horcas Caudinas.

—¡Pobre gatito mío! —dijo estrechando a Luciano contra su corazón—. Entonces, ¿me quieres de verdad? He invitado al caballero —añadió indicando a Luciano cuando entró Camusot— para que viniera a verme esta mañana, pensando que iríamos a pasear a los Campos Elíseos para probar el coche.

—Id solos —dijo tristemente Camusot—, no comeré con vosotros, hoy es el santo de mi mujer, lo había olvidado.

—¡Pobre Camusot! ¡Cómo te aburrirás! —exclamó la actriz, saltando al cuello del comerciante.

Estaba ebria de felicidad pensando que estrenaría con Luciano aquel hermoso cupé, que iría sola con él al Bosque de Bolonia; y, en su acceso de alegría, pareció amar a Camusot, al cual hizo mil caricias.

—Quisiera poder regalaros un coche todos los días —murmuró el pobre hombre.

—Vamos, señor, son las dos —dijo la actriz a Luciano, al cual vio avergonzado y a quien consoló con un gesto adorable.

Coralia bajó rápida las escaleras arrastrando a Luciano, que oyó al negociante bajar pesado como una foca, sin poder alcanzarles. El poeta experimentó el más embriagador de los goces: Coralia, a quien la felicidad volvía sublime, ofrecía a todos los ojos hechizados un vestido lleno de gusto y elegancia. El París de los Campos Elíseos admiró a aquellos dos amantes. En una avenida del Bosque de Bolonia, su cupé se encontró con la calesa de las señoras de Espard y de Bargeton, que miraron a Luciano con aire de asombro, pero a quienes él lanzó la mirada despectiva del poeta que presiente su gloria y va a hacer uso de su poder. El momento en que pudo cambiar con una mirada dirigida a aquellas dos mujeres algunos de los pensamientos de venganza que ellas habían infundido en su corazón para atormentarle, fue uno de los más dulces de su vida y acaso decidió su destino. Luciano fue apresado de nuevo por las furias del orgullo: quiso reaparecer en el mundo, tomar resonante desquite, y todas las pequeñeces sociales, poco antes pisoteadas por el trabajador, por el amigo del cenáculo, volvieron a entrar en su alma. Comprendió entonces todo el alcance del ataque hecho para él por Lousteau: éste acababa de servirse de sus pasiones, mientras que el cenáculo, aquel mentor colectivo, tenía el aspecto de mortificarlas en provecho de las virtudes aburridas y de trabajos que a Luciano comenzaban a parecerle inútiles. ¡Trabajar! ¿No es acaso la muerte para las almas ávidas de goces? Así, ¡con qué facilidad se deslizan los escritores en el farniente, en la buena mesa y en las delicias de la vida lujosa de las actrices y las mujeres fáciles! Luciano sintió el irresistible deseo de continuar la vida de aquellos dos días locos. La comida en el Rocher de Cancale fue exquisita. Encontró a los invitados de Florina, menos al ministro, al duque, la bailarina y Camusot, sustituidos por dos actores célebres y por Héctor Merlin, acompañado de su querida, una mujer deliciosa que se hacía llamar señora Du Val-Noble, la mujer más bella y más elegante de las que a la sazón componían en París el mundo excepcional y a las que se ha dado decentemente el nombre de loretas. Luciano, que desde hacía cuarenta horas vivía en un paraíso, se enteró del éxito de su artículo. Al verse objeto de agasajos y envidiado, el poeta recobró su aplomo: su ingenio se mostró chispeante, fue el Luciano de Rubempré que durante varios meses brilló en la literatura y en el mundo artístico. Finot, aquel hombre de innegable habilidad para adivinar el talento, que le olía como un ogro huele la carne fresca, conquistó con zalamerías a Luciano, tratando de hacerle ingresar en el grupo de periodistas que se hallaban a sus órdenes, y él mordió el anzuelo de aquellas lisonjas. Coralia observó la maniobra de aquel consumidor de ingenio, y quiso poner a Luciano en guardia contra él.

—No te comprometas, pequeño mío —dijo a su poeta—. Aguarda, quieren explotarte, ya hablaremos de eso esta noche.

—¡Bah! —respondióle Luciano—. Me siento lo bastante fuerte para ser tan malo y tan astuto como puedan serlo ellos.

Finot, que sin duda no se había peleado con Héctor Merlin, a causa de los blancos que le había descontado de sus columnas, hizo las presentaciones de rigor. Coralia y la señora de Val-Noble fraternizaron, se llenaron de caricias y agasajos. Esta última invitó a Luciano y a Coralia a comer.

Héctor Merlin, el más peligroso de todos los periodistas que se hallaban presentes en aquella comida, era un hombre bajito y flaco, de labios delgados, que incubaba una ambición desmesurada, de unos celos sin límite, feliz por todo el mal que se hacía a su alrededor, aprovechándose de las divisiones que él fomentaba, con mucho ingenio y poca buena voluntad, pero que sustituía esta última por el instinto que lleva a los advenedizos hacia los lugares iluminados por el oro y el poder. Luciano y él se desagradaron mutuamente, y no resulta difícil explicar por qué. Merlin tuvo la desgracia de decir a Luciano en voz alta lo que éste pensaba por lo bajo. En el momento de los postres, los lazos de la más conmovedora amistad parecían unir a aquellos hombres que se creían cada cual superior al otro. Luciano, un recién llegado, era el objeto de todas las coqueterías. Se hablaba con el corazón en la mano. El único que no se reía era Héctor Merlin, y aquél le preguntó la causa de su seriedad.

—Es que os veo entrar en el mundo literario y periodístico con ilusiones. Creéis en los amigos. Nosotros somos todos amigos o enemigos según las circunstancias. Somos los primeros en atacarnos con las armas que sólo deberían servirnos para atacar a los otros. Pronto os daréis cuenta de que no obtendréis nada con los buenos sentimientos. Si sois bueno, volveos malo. Mostraos áspero por cálculo. Si nadie os ha dicho esta ley suprema, yo os la confío y no os habré hecho una confidencia mediocre. Para ser amado, no dejéis nunca a vuestra amante sin haberla hecho llorar un poco; para hacer fortuna en literatura, herid siempre a todo el mundo, incluso a vuestros amigos, haced llorar los amores propios: todo el mundo os acariciará.

Héctor Merlin sintióse feliz al ver por el aspecto de Luciano que sus palabras entraban en el neófito como la hoja de un puñal en un corazón. Jugaron, y el joven poeta perdió todo su dinero. Coralia se lo llevó de allí, y las delicias del amor hiciéronle olvidar las terribles emociones del juego, que, más tarde, había de encontrar en él a una de sus víctimas. Al día siguiente, al salir de la casa de su amante y regresar al barrio latino, encontró en su bolsa el dinero que había perdido. Esta atención le entristeció al principio, quería retroceder, volver a casa de la actriz y devolverle un regalo que le humillaba, pero estaba ya en la calle de La Harpe y continuó su camino hacia el hotel Cluny. Mientras caminaba, se ocupó de esta atención de Coralia, y vio en ello una prueba de aquel amor maternal que esa clase de mujeres mezclan en sus pasiones. En ellas, la pasión comporta todos los sentimientos. De pensamiento en pensamiento, Luciano terminó por hallar una razón para aceptar, diciéndose a sí mismo:

”¡La amo, viviremos juntos como marido y mujer, y jamás la abandonaré!”.

A menos de que fuera Diógenes, ¿quien no comprendería entonces las sensaciones de Luciano al subir la sucia y maloliente escalera de su hotel, haciendo rechinar la cerradura de su puerta, volviendo a ver el suelo sucio y la deplorable chimenea de su habitación horrible de miseria y desnudez? Encontró encima de la mesa el manuscrito de su novela y esta nota de Daniel de Arthez:

“Nuestros amigos están casi contentos de vuestra obra, querido poeta. Podréis presentarla con mayor confianza, dicen, a vuestros amigos y enemigos. Hemos leído vuestro encantador artículo sobre el Panorama-Dramatique, y debéis suscitar tanta envidia en la literatura como pena en nosotros”.

“Daniel”.

—¡Pena! ¿Qué quiere decir? —exclamó Luciano, sorprendido por el tono de cortesía que campeaba en aquella misiva.

¿Es que era un extraño para el cenáculo? Después de haber devorado los frutos deliciosos que le había ofrecido la Eva de los bastidores, todavía deseaba más la estima y amistad de sus amigos de la calle de los Quatre-Vents. Permaneció algunos instantes sumido en una meditación que abarcaba todo su presente en aquella habitación y su porvenir en la de Coralia. Presa de vacilaciones alternativamente honorables y denigrantes, sentóse y se puso a examinar el estado en que sus amigos le devolvían su obra. ¡Cuál no sería su asombro! De capítulo en capítulo, la pluma hábil y desinteresada de aquellos grandes hombres aún desconocidos había cambiado sus pobrezas en riquezas. Un diálogo lleno, apretado, conciso, nervioso, sustituía sus conversaciones que entonces comprendió no eran más que palabrería sin sentido al compararlas con unos discursos en los que se respiraba el ingenio de la época. Sus retratos, algo flojos de dibujo, habían sido vigorosamente perfilados y coloreados; todos se relacionaban con los fenómenos curiosos de la vida humana por medio de observaciones fisiológicas debidas sin duda a Bianchon, expresadas con delicadeza, y que les infundían vida. Sus descripciones verbosas habíanse vuelto sustanciosas y animadas. Había entregado una niña mal hecha, mal vestida, y encontrábase con una deliciosa joven de vestido blanco, con ceñidor, echarpe color de rosa, una creación encantadora. La noche le sorprendió, con los ojos llenos de lágrimas, aterrado ante aquella grandeza, sintiendo el precio de tal lección y admirando aquellas correcciones que le enseñaban más sobre la literatura y sobre el arte que sus cuatro años de lecturas, de comparaciones y de estudios. La corrección de un bosquejo mal trazado, un rasgo magistral a lo vivo, dicen siempre más que las teorías y las observaciones.

—¡Qué amigos! ¡Qué corazones! ¡Qué feliz soy! —exclamó abrazando el manuscrito.

Arrastrado por el entusiasmo natural en las naturalezas poéticas y volubles, corrió a casa de Daniel. Sin embargo, al subir la escalera, se creyó menos digno de aquellos corazones a los que nada podía desviar de la senda del honor. Una voz le decía que si Daniel hubiese amado a Coralia, no la habría aceptado con Camusot. Conocía también el profundo horror que sentía el cenáculo por los periodistas, y se sabía ya un poco periodista. Encontró a sus amigos, menos a Meyraux, que acababa de salir, presa de una desesperación que se pintaba en todos sus semblantes.

—¿Qué os ocurre, amigos? —preguntó Luciano.

—Acabamos de enterarnos de una horrible desgracia: la más grande inteligencia de nuestra época, nuestro amigo más querido, el que durante dos años ha sido nuestra lumbrera…

—¿Luis Lambert? —inquirió Luciano.

—Se encuentra en un estado de catalepsia que no permite abrigar ninguna esperanza —dijo Bianchon.

—Morirá con el corazón insensible y con la cabeza en los cielos —añadió solemnemente Miguel Chrestien.

—Morirá como ha vivido —observó De Arthez.

—El amor, arrojado como un fuego en el vasto imperio de su cerebro, le ha incendiado —dijo León Giraud.

—O acaso —murmuró José Bridau—, lo haya levantado a un punto en el cual le perdemos de vista.

—Somos nosotros quienes comenzamos a lamentarnos —afirmó Fulgencio Ridal.

—Tal vez se cure —exclamó Luciano.

—A juzgar por lo que nos ha dicho Meyraux, la cura es imposible —respondió Bianchon—. En su cabeza tienen lugar fenómenos sobre los cuales la medicina no ejerce poder alguno.

—Sin embargo, hay remedios… —dijo De Arthez.

—Sí —interrumpió Bianchon—; no está más que cataléptico, podemos hacer que se vuelva imbécil.

—¡No poder ofrecer al genio del mal una cabeza en sustitución de la suya! —exclamó Miguel Chrestien—. ¡Yo daría la mía!

—¿Y qué sería de la federación europea? —murmuró De Arthez.

—¡Ah!, es verdad —repuso Miguel Chrestien—, antes de pertenecer a un hombre, pertenece uno a la Humanidad.

—Yo venía para daros las gracias a todos —dijo Luciano—. Habéis trocado mi calderilla por un puñado de luises de oro.

—¡A darnos las gracias! ¿Por quien nos has tomado? —le contestó Bianchon.

—La satisfacción ha sido nuestra —repuso Fulgencio.

—Bueno, ¿conque ya sois periodista? —le dijo León Giraud—. El ruido de vuestro debut ha llegado hasta el barrio latino.

—Todavía no —respondió Luciano.

—¡Ah, tanto mejor! —repuso Miguel Chrestien.

—Ya os lo decía —aseguró De Arthez—. Luciano es uno de esos corazones que conocen el valor de una conciencia pura. ¿Acaso no constituye un viático fortalecedor apoyar cada noche la cabeza en la almohada, pudiendo decirse uno mismo: “Yo no he juzgado las obras de los demás. No he causado aflicción a nadie; mi inteligencia, como un puñal, no ha penetrado en el alma de ningún inocente; mis chanzas no han sacrificado ninguna felicidad, ni siquiera han turbado la estupidez feliz, no han fatigado injustamente el genio; he desdeñado los fáciles triunfos de la sátira; en fin, jamás he mentido a mis convicciones”?

—Pero —dijo Luciano— yo creo que se puede ser de ese modo trabajando en un periódico. Si no tuviera absolutamente más que este medio para subsistir, sería preciso que recurriera a él.

—¡Oh!, ¡oh!, ¡oh! —dijo Fulgencio, subiendo de tono a cada exclamación—. Capitulamos.

—Será periodista —añadió gravemente León Giraud—. ¡Ah!, Luciano, si quisieras estar con nosotros, que vamos a publicar un periódico en el cual la verdad y la justicia no serán jamás ultrajadas, en el que difundiremos las doctrinas útiles a la humanidad, tal vez…

—No tendréis un solo suscriptor —replicó maquiavélicamente Luciano, interrumpiendo a León.

—Tendrán quinientos que equivaldrán a quinientos mil —respondió Miguel Chrestien.

—Necesitaréis capital —repuso Luciano.

—No —dijo De Arthez—, sino abnegación.

—Diríase que es un perfumería —exclamó Miguel Chrestien, oliendo con gesto cómico la cabeza de Luciano—. Se te ha visto en un coche espléndido, tirado por caballos de dandy, con una amante de príncipe, Coralia.

—¡Bien! —dijo Luciano—. ¿Hay algo de malo en ello?

—Lo dices como si lo hubiera —repuso Bianchon.

—Yo habría querido para Luciano una Beatriz —dijo De Arthez—, una noble mujer que le hubiera sostenido en la vida…

—Pero, Daniel, ¿es que el amor no es en todas partes igual? —le interrumpió el poeta.

—¡Ah! —exclamó el republicano—. En este punto soy aristócrata. No podría amar a una mujer a la que un actor besa en la mejilla delante del público, a una mujer tuteada entre bastidores, que se rebaja ante los espectadores y les sonríe, que baila levantando la falda y que se viste de hombre para mostrar lo que a mí me gustaría ser el único en ver. O bien, si amase a tal mujer, ella dejaría el teatro, y yo la purificaría con mi amor.

—¿Y si no pudiera dejar el teatro?

—Me moriría de pena, de celos, de mil males. No es posible arrancar el amor del corazón como se arranca un diente.

Luciano volvióse sombrío y pensativo.

”Cuando se enteren de que soporto a Camusot, me despreciarán”, se decía.

—Mira —le dijo el feroz republicano con una horrible franqueza—, podrías ser un gran escritor, pero nunca serás más que un pequeño farsante.

Cogió el sombrero y se fue.

—Es duro, ese Miguel Chrestien —comentó el poeta.

—Duro y saludable, como un gatillo de dentista —añadió Bianchon—. Miguel ve tu porvenir, y quizás en estos momentos está llorando por ti en la calle.

De Arthez se mostró dulce y consolador, trató de animar a Luciano. Una hora más tarde, el poeta abandonó el cenáculo maltratado por su conciencia, que le gritaba: “¡Serás periodista!”, como la hechicera le grita a Macbeth: “Serás rey”.

Cuando estuvo en la calle, miró las ventanas del paciente De Arthez, iluminadas por una débil luz, y regresó a su casa con el corazón contristado y el alma inquieta. Una especie de presentimiento le decía que había sido estrechado contra el corazón de sus verdaderos amigos por última vez. Al entrar en la calle de Cluny por la plaza de la Sorbona, reconoció el coche particular de Coralia. Para ir a ver a su poeta un instante y decirle simplemente buenas noches, la actriz había franqueado el espacio que media entre el bulevar del Temple y la Sorbona. Luciano encontró a su amante deshecha en lágrimas al ver la buhardilla en que él habitaba, quería ser tan miserable como su amante, y lloraba al colocar las camisas, los guantes, las corbatas y los pañuelos en la horrible cómoda del hotel. Aquel desespero era tan verdadero, tan grande y expresaba tanto amor, que Luciano, a quien se le había reprochado tener por amante una actriz, vio en Coralia una santa dispuesta a abrazar el cilicio de la miseria. Para su desplazamiento, aquella adorable criatura había dado el pretexto de avisar a su amigo de que la sociedad Camusot, Coralia y Luciano devolverían a la sociedad Matifat, Florina y Lousteau la cena que ellos les habían ofrecido, y preguntar al poeta si tenía que hacer alguna invitación que le fuera útil. Luciano respondió diciendo que hablaría de ello con Lousteau. La actriz, después de unos instantes, se marchó ocultando a su amante que Camusot la esperaba en la calle. Al día siguiente, a las ocho, Luciano fue a casa de Esteban, y al no encontrarle, corrió a la de Florina. El periodista y la actriz recibieron a su amigo en el lindo dormitorio en que se hallaban maritalmente instalados, y los tres desayunaron espléndidamente.

—Mira, pequeño —le dijo Lousteau cuando estuvieron a la mesa y Luciano le hubo hablado de la cena que daría Coralia—, te aconsejo que vengas conmigo a ver a Feliciano Vernou, le invites y te hagas tan amigo de él como se puede ser de un sujeto de esa calaña. Feliciano tal vez te dé acceso en el periódico político en que él guisa el folletín, y donde podrás florecer a tus anchas con grandes artículos en primera plana. Ese periódico, como el nuestro, pertenece al partido liberal, tú serás liberal, es el partido popular; por otra parte, si quisieras pasar al lado ministerial, entrarías con tantas más ventajas cuanto que te habrías hecho temer. Héctor Merlin y su señora Val-Noble, a cuya casa van algunos grandes señores, los jóvenes lechuguinos y los millonarios, ¿no te han rogado, a ti y a Coralia, que fuerais a cenar?

—Sí —respondió Luciano—, y tú también estás invitado con Florina.

Luciano y Lousteau, en su borrachera del viernes y durante su cena del domingo, habían acabado por tutearse.

—Bien, encontraremos a Merlin en el periódico, es un muchacho que seguirá de cerca a Finot; harás bien en darle coba, de invitarle a tu cena con su amante; quizá te sea útil dentro de poco, porque las personas rencorosas tienen necesidad de todo el mundo, y te hará favores para disponer de tu pluma en caso necesario.

—Vuestro debut ha causado bastante sensación para que no encontréis obstáculo alguno —dijo Florina a Luciano—; daos prisa en aprovecharos de él, de lo contrario, pronto seríais olvidado.

—¡El negocio —repuso Lousteau—, el gran negocio, ya ha sido concluido! Ese Finot, hombre sin ninguna clase de talento, es director y redactor jefe del semanario de Dauriat, propietario de una sexta parte que no le cuesta nada, y tiene seiscientos francos de honorarios al mes. Yo soy, desde esta mañana, amigo mío, redactor jefe de nuestro pequeño diario. Todo ha sucedido como suponía la otra noche: Florina ha estado soberbia, podría darle lecciones al príncipe de Talleyrand.

—Nosotras dominamos a los hombres por su placer —aseguró Florina—, los diplomáticos sólo los conquistan por medio del amor propio; aquellos señores quieren verles hacer cumplidos, y nosotras les vemos hacer tonterías; somos, pues, más fuertes.

—Al concluir —dijo Lousteau—, Matifat ha pronunciado la única frase ingeniosa de su vida de droguero: ¡El negocio, ha dicho, no sale fuera de mi comercio!

—Sospecho que Florina se lo ha sugerido en voz baja —exclamó Luciano.

—De modo, querido —repuso Lousteau—, que tienes el pie en el estribo.

—Estáis de suerte —dijo Florina—, ¡Cuántos jovenzuelos no estamos viendo que se pasan años en París sin llegar a poder insertar un artículo en un periódico! A vos os ocurrirá como a Emilio Blondet. Dentro de seis meses, veo que estaréis haciendo vuestra cabeza —añadió, sirviéndose de una expresión de su argot y dedicándole una sonrisa burlona.

—Yo hace tres años que estoy en París —dijo Lousteau— y solamente desde ayer me da Finot trescientos francos fijos al mes para la redacción en jefe, me paga a cien sueldos la columna y a cien francos la hoja de su semanario.

—¡Qué! ¿No decís nada?… —exclamó Florina mirando a Luciano.

—Ya veremos —dijo el poeta.

—Querido —repuso Lousteau con aire picado—, lo he arreglado todo para ti como si fueras mi hermano; pero no te respondo de Finot. Éste será solicitado por sesenta sujetos que, dentro de un par de días, van a ir a hacerle propuestas de bajo precio. Yo le he prometido que aceptarías, tú le dirás que no, si quieres. No sospechas la suerte que tienes —añadió el periodista tras una pausa—. Formarás parte de un grupo en el que los camaradas atacan a sus enemigos en varios periódicos y se sirven unos a otros.

—Vamos primero a ver a Feliciano Vernou —dijo Luciano, que tenía prisa por relacionarse con aquellas aves de rapiña.

Lousteau mandó buscar un cabriolé, y los dos amigos se trasladaron a la calle Mandar, donde vivía Vernou, en una casa con zaguán, en la que ocupaba un apartamento del segundo piso. Luciano quedóse muy sorprendido al encontrar a aquel crítico acerbo y desdeñoso, en un comedor de la mayor vulgaridad, cuyas paredes se hallaban cubiertas con un mal papel lleno de manchas que imitaba el ladrillo, adornado con grabados a la acuatinta en marcos dorados, sentado a la mesa con una mujer demasiado fea para no ser legítima, y dos criaturas de corta edad encaramadas en aquellas sillas de patas muy altas y con barrote, destinadas a sostener a esos pequeños sujetos. Al ver que le sorprendían con una bata confeccionada con los restos de un vestido de indiana de su mujer, Feliciano pareció muy descontento.

—¿Has desayunado, Lousteau? —dijo ofreciendo una silla a Luciano.

—Salimos de casa de Florina —respondió Esteban—, y hemos desayunado allí.

Luciano no cesaba de examinar a la señora Vernou, que parecía una buena y gorda cocinera, bastante blanca, pero superlativamente vulgar. Llevaba un pañuelo sobre un gorro de noche, con cintas que sus apretadas mejillas desbordaban. Su bata, sin cinturón, abrochada al cuello por un solo botón, descendía a grandes pliegues y la envolvía tan mal, que era imposible no compararla con un guardacantón. De una salud desesperante, tenía las mejillas casi violeta, y unas manos con dedos en forma de morcilla. Aquella mujer explicó repentinamente a Luciano la actitud incómoda de Vernou en el mundo. Enfermo de su matrimonio, sin fuerzas para abandonar mujer e hijos, pero bastante poeta para seguir sufriendo a causa de ello, este autor no perdonaría a nadie un éxito, debía estar descontento de todo, igual que lo estaba siempre de sí mismo. Luciano comprendió el aire acre que helaba aquella cara envidiosa, lo acerbo de las contestaciones que aquel periodista sembraba en la conversación y la acritud de sus frases, siempre puntiagudas y afiladas como un estilete.

—Pasemos a mi gabinete —dijo Feliciano levantándose—, sin duda se trata de asuntos literarios.

—Sí y no —respondióle Lousteau—. Amigo, se trata de una cena.

—Venía —añadió Luciano— a rogaros de parte de Coralia…

Al oír este nombre, la señora Vernou levantó la cabeza.

—… que vinierais a cenar dentro de ocho días —continuó diciendo Luciano—. Encontraréis en su casa la sociedad que visteis en la de Florina, aumentada por la presencia de la señora de Val-Noble, de Merlin y algunos más. Jugaremos.

—Pero, querido, ese día hemos de ir a casa de la señora Mahoudeau —dijo la mujer.

—¿Y eso qué importa? —replicó Vernou.

—Si no fuésemos, se molestaría, y sabes que te interesa encontrarla para descontar tus efectos de librería.

—Amigo, he ahí una mujer que no comprende que una cena que empieza a medianoche no impide ir a una velada que termina a las once. Trabajo junto a su casa —añadió.

—¡Tenéis tanta imaginación! —respondió Luciano, que hizo de Vernou un enemigo mortal por esta sola frase.

—Bien —dijo Lousteau—, vendrás; pero eso no es todo. El señor de Rubempré se convierte en uno de los nuestros, por lo tanto, mételo en tu periódico. Preséntalo como un sujeto capaz de hacer la alta literatura, con objeto de que por lo menos pueda colocar dos artículos al mes.

—Sí, si quiere ser de los nuestros, atacar a nuestros enemigos como nosotros atacaremos a los suyos, y defender a nuestros amigos, esta noche hablaré de él en la Ópera —respondió Vernou.

—Bueno, hasta mañana, pequeño —dijo Lousteau estrechando la mano de Vernou con muestras de la más viva amistad—. ¿Cuándo sale tu libro?

—Eso depende de Dauriat, yo ya he terminado —contestó el padre de familia.

—¿Estás contento?…

—Pues, sí y no…

—Calentaremos el éxito —afirmó Lousteau poniéndose en pie y saludando a la mujer de su compañero.

Esta brusca salida fue forzada por el barullo que armaban las dos criaturas, que peleaban y se daban golpes de cuchara, lanzándose la sopa por la cara.

—Acabas de ver, muchacho —dijo Esteban a Luciano—, a una mujer que, sin saberlo, hará estragos en literatura. Ese pobre Vernou no nos perdona su esposa. Habría que desembarazarle de ella, en interés público, por supuesto. Evitaríamos un diluvio de artículos atroces, y de sátiras contra todos los éxitos y todas las fortunas. ¿Qué puede uno llegar a ser con una mujer así, acompañada de esos dos horribles rapazuelos? Habéis visto el Rigaudin de la Maison en loterie, la obra de Picard…, pues bien, como Rigaudin, Vernou no se batirá, pero hará que se batan los otros; es capaz de saltarse un ojo para hacer saltar los dos a su mejor amigo; le veréis poniendo el pie encima de todos los cadáveres, sonriendo a todas las desgracias, atacando a los príncipes, duques, marqueses y nobles, porqué él es villano; atacando a los solteros a causa de su mujer, y hablando siempre de moral, abogando por las alegrías domésticas y los deberes de ciudadano. En fin, ese crítico tan moral no será dulce para nadie, ni siquiera para los niños. Vive en la calle Mandar, entre una mujer que podría hacer el papel del mamamouchi del Bourgeois gentilhomme, y dos pequeños Vernou feos como la tiña; quiere burlarse del Faubourg Saint-Germain, donde jamás pondrá los pies, y hará hablar a las duquesas como habla su mujer. He ahí el hombre que va a despotricar contra los jesuitas, a insultar a la corte, a atribuirle la intención de restablecer los derechos feudales, el derecho de la primogenitura, y que predicará alguna cruzada en favor de la igualdad, él, que no se considera igual a nadie. Si fuera soltero y frecuentara el mundo, si tuviera los andares de los poetas monárquicos pensionados, adornados con la cruz de la Legión de Honor, sería un optimista. El periodismo tiene mil puntos de partida parecidos. Es una gran catapulta puesta en movimiento por pequeños odios. ¿Tienes ahora deseos de casarte? Vernou ya no tiene corazón, la hiel lo ha invadido todo. Por lo tanto, es el periodista por excelencia, un tigre de dos manos que todo lo desgarra como si sus plumas estuvieran rabiosas.

—Es un misógino —dijo Luciano—. ¿Tiene talento?

—Tiene ingenio, es un articulista. Vernou lleva artículos, hará siempre artículos, y nada más que artículos. El trabajo más obstinado no podrá nunca injertar un libro en su prosa. Feliciano es incapaz de concebir una obra, disponer sus masas y reunir armoniosamente los personajes en un plan que comienza, se complica y marcha hacia un hecho principal; tiene ideas, pero no conoce los hechos; sus protagonistas serán utopías filosóficas o liberales; por último, su estilo es de una originalidad rebuscada, su frase ampulosa reventaría si la crítica le diera un alfilerazo. Por ello teme enormemente a los periódicos, como todos aquellos que tienen necesidad de calabazas para sostenerse encima del agua.

—¡Qué artículo estás haciendo! —exclamó Luciano.

—Esos, muchacho, hay que decirlos y nunca escribirlos.

—Te conviertes en redactor jefe —añadió Luciano.

—¿Dónde quieres que te arroje? —preguntóle Lousteau.

—En casa de Coralia.

—¡Ah, estamos enamorados! —exclamó Lousteau—. ¡Qué equivocación! Haz de Coralia lo que yo hago de Florina, una ama de casa, ¡pero la libertad ante todo!

—¡Harías condenar a los santos! —Díjole Luciano riendo.

—No se condena a los demonios —respondió Lousteau.

El tono ligero y brillante de su nuevo amigo, el modo de considerar la vida, sus paradojas mezcladas a las máximas verdaderas del maquiavelismo parisiense, actuaban sobre Luciano sin que éste se diera cuenta de ello. En teoría, el poeta reconocía el peligro de estas ideas, y las encontraba útiles para la aplicación. Al llegar al bulevar del Temple, los dos amigos convinieron que se encontrarían, de cuatro a cinco, en el despacho del periódico, adonde acudiría sin duda Héctor Merlin.

Luciano era presa, en efecto, de los placeres del amor verdadero de las cortesanas, que ponen sus garfios en los lugares más tiernos del alma, adaptándose con increíble flexibilidad a todos los deseos, y favoreciendo las muelles costumbres de las que extraen su fuerza. Ya tenía sed de los placeres parisienses, amaba la vida fácil, abundante y magnífica que le proporcionaba la actriz en su casa. Encontró a Coralia y a Camusot ebrios de alegría. El Gimnasio proponía para la próxima Pascua un contrato, cuyas condiciones, claramente formuladas, sobrepasaban las esperanzas de aquélla.

—Os debemos este triunfo —le dijo Camusot.

—¡Oh!, por supuesto. Sin él, El Alcalde era un fracaso —exclamó Coralia—; si no hubiera habido artículo, yo seguiría todavía en el bulevar durante seis años.

Le saltó al cuello delante de Camusot. La efusión de la actriz tenía un no sé qué de jugoso en su rapidez, de suave en su transporte: ¡le amaba! Como todos los hombres en sus grandes dolores, Camusot bajó los ojos al suelo y reconoció, a lo largo de la costura de las botas de Luciano, el hilo de color empleado por los zapateros célebres, que se dibujaba en amarillo oscuro sobre el negro reluciente de la caña. El color original de aquel hilo le había preocupado durante su monólogo sobre la presencia inexplicable de un par de botas delante de la chimenea de Coralia. Había leído en letras negras impresas sobre el cuero blanco y suave del forro, la dirección de un zapatero famoso en aquella época: Gay, calle de La Michodière.

—Caballero —dijo a Luciano—, tenéis unas botas muy lindas.

—Todo lo tiene lindo —respondió Coralia.

—Quisiera proveerme en esa zapatería.

—¡Oh! —exclamó Coralia— ¡se ve que es propio de la calle Bourdonnaís pedir direcciones de proveedores! ¿Es que vais a llevar botas de hombre joven? ¡Estaríais guapo! Conservad las que lleváis, que convienen a un hombre establecido, que tiene mujer, hijos y querida.

—En fin, si el caballero quisiera sacarse una de sus botas, me haría un gran favor —dijo el obstinado Camusot.

—No podría volver a ponérmela sin calzador —repuso Luciano sonrojándose.

—Berenice irá a buscar uno, no estará de más —dijo el comerciante con aire horriblemente chabacano.

—Papá Camusot —dijo Coralia arrojándole una mirada marcada por un atroz desprecio—, ¡tened el valor de vuestra cobardía! Vamos, decid todo lo que pensáis. ¿Encontráis que las botas del caballero se parecen a las mías? Os prohíbo que os la saquéis —dijo a Luciano—. Sí, señor Camusot, sí, esas botas son precisamente las mismas que se cruzaban de brazos delante de mi chimenea el otro día, y el señor, escondido en mi tocador las esperaba, había pasado la noche allí. Es lo que pensáis, ¿no? Pensadlo, lo quiero. Es la pura verdad. Os engaño. ¿Y qué? ¡Me gusta!

Se sentó, sin cólera, y con el aire más despreocupado del mundo, mirando a Camusot y a Luciano, que no se atrevían a mirarse.

—No creeré más que lo que queráis que crea —murmuró Camusot—. No os chanceéis, me he equivocado.

—O yo soy una infame desvergonzada que en un momento se ha enamoriscado del caballero, o una pobre miserable criatura que ha sentido por primera vez el amor en pos del cual corren todas las mujeres. En ambos casos, es preciso dejarme o tomarme como soy —dijo con un gesto de soberana que desarmó completamente al negociante.

—¿Es verdad? —preguntó Camusot, mendigando una mentira, al ver por la actitud de Luciano que Coralia no hablaba en son de broma.

—Amo a la señorita —afirmó Luciano.

Al oír estas palabras, pronunciadas con voz emocionada. Coralia saltó al cuello de su poeta, lo estrechó en sus brazos y volvió la cabeza al comerciante de sedas mostrándole el admirable grupo de amor que formaba con Luciano.

—Pobre Musot, vuelve a tomar todo lo que me has dado; no quiero nada tuyo. Amo como una loca a este niño, no por su inteligencia, sino por su belleza. Prefiero la miseria con él a millones contigo.

Camusot se dejó caer en un sillón, ocultó la cabeza entre las manos y permaneció silencioso.

—¿Queréis que nos vayamos? —le dijo la actriz con increíble ferocidad.

—Quédate aquí, quédate con todo, Coralia —respondió el comerciante, con voz débil y dolorida que partía el alma—, no quiero volver a tomar nada. Sin embargo, hay aquí sesenta mil francos en mobiliario, pero no podría hacerme a la idea de mi Coralia en la miseria. A pesar de ello, dentro de poco te encontrarás en la miseria. Por muy grande que sea el talento del caballero, no puede mantenerte. ¡He aquí lo que nos espera a todos los viejos! Déjame, Coralia, el derecho de venir a verte alguna vez: puedo serte útil. Por otra parte, lo confieso, me sería imposible vivir sin ti.

La dulzura de aquel pobre hombre, desposeído de toda su felicidad en el momento en que se creía más dichoso, conmovió profundamente a Luciano, pero no a Coralia.

—Ven, mi pobre Musot, ven tantas veces como quieras —dijo la actriz—, te amaré mejor no engañándote.

Camusot pareció contento de no ser expulsado de su paraíso terrenal, donde sin duda había de sufrir, pero donde esperó volver a entrar más tarde con todos sus derechos, confiando en los azares de la vida parisiense y en las seducciones que iban a rodear a Luciano. El viejo y astuto comerciante pensó que tarde o temprano aquel guapo joven se permitiría infidelidades, y para espiarle, para perderle en el ánimo de Coralia, quería seguir siendo amigo suyo. Esta cobardía de la pasión verdadera asustó a Luciano. Camusot ofreció llevarles a comer al Palacio Real, al restaurante Véry, lo cual fue aceptado.

—¡Qué felicidad! —gritó Coralia cuando Camusot se hubo marchado—. Ya no habrá más buhardilla de barrio latino, te quedarás aquí y no nos separaremos; tú, para guardar las apariencias, alquilarás un pequeño apartamento en la calle Chariot, ¡y todo irá viento en popa!

Se puso a bailar su paso español con un entusiasmo que revelaba una indomable pasión.

—Trabajando mucho, puedo ganar quinientos francos al mes —dijo Luciano.

—Yo cobraré otro tanto en el teatro, sin contar con las gratificaciones. Camusot me seguirá vistiendo. ¡Me ama! Con mil quinientos francos al mes, viviremos como reyes.

—¿Y los caballos, el cochero y el criado? —preguntó Berenice.

—Contraeré deudas —exclamó Coralia.

Se puso a bailar una giga con Luciano.

—Entonces, hay que aceptar las proposiciones de Finot —exclamó el poeta.

—Vamos —dijo Coralia—, voy a vestirme y te llevaré a tu periódico, te aguardaré dentro del coche, en el bulevar.

Luciano se sentó en un sofá, miró a la actriz mientras éste se arreglaba, y se entregó a las más graves reflexiones. Habría preferido dejar libre a Coralia antes que verse sumido en las obligaciones de semejante consorcio; pero la vio tan hermosa, tan bien proporcionada y tan atractiva, que se dejó cautivar por los pintorescos aspectos de aquella vida bohemia, y arrojó el guante al rostro de la fortuna. Berenice recibió la orden de velar por la mudanza e instalación de Luciano en su nuevo domicilio. Luego, la triunfante, la bella, la feliz Coralia, arrastró a su amado, a su poeta, y atravesó todo París para ir a la calle de San Fiacre. Luciano subió ligero la escalera, y se condujo como el amo en las oficinas del periódico. Calabaza, siempre con el papel sellado en la cabeza, y el viejo Giroudeau, le dijeron otra vez con bastante hipocresía que no había llegado nadie.

—Los redactores tienen que verse en alguna parte para ponerse de acuerdo sobre el periódico —dijo.

—Probablemente, pero la redacción no me incumbe —replicó el capitán de la Guardia imperial, que se puso de nuevo a comprobar sus cuentas.

En aquel momento, por un azar, ¿diríamos feliz o desdichado?, Finot llegó para anunciar a Giroudeau su falsa abdicación, y recomendarle que velara por sus intereses.

—Nada de diplomacia con el caballero, es de la casa —dijo Finot a su tío, cogiendo la mano a Luciano y estrechándosela.

—¡Ah, el señor es de la casa! —exclamó Giroudeau, sorprendido ante el gesto de su sobrino—. Bien, señor, no os ha costado trabajo entrar en ella.

—Voy a haceros en ella vuestra cama, para que no tengáis celos de Esteban —añadió Finot, mirando a Luciano con aire irónico—. El caballero cobrará tres francos por columna para toda su redacción, incluidas las reseñas de teatro.

—Nunca has hecho estas condiciones a nadie —dijo Giroudeau, que contemplaba a Luciano con asombro.

—Tendrá los cuatro teatros del bulevar, procurarás que sus palcos no le sean escamoteados y que le entreguen sus localidades. Sin embargo, os aconsejo que las hagáis dirigir a vuestro domicilio —añadió volviéndose hacia Luciano—. El señor se compromete a hacer, además de su crítica, diez artículos de Variedades de unas dos columnas, por cincuenta francos al mes durante un año. ¿Os conviene?

—Sí —respondió Luciano, que se veía obligado a aceptar por las circunstancias.

—Tío —dijo Finot al cajero—, encárgate de redactar el contrato, para firmarlo al bajar.

—¿Cómo se llama el caballero? —preguntó Girodeau, levantándose al tiempo que se quitaba el gorro de seda negra.

—Señor Luciano de Rubempré, el autor del artículo sobre El Alcalde —contestó Finot.

—Joven —exclamó el viejo militar dando un golpecito en la frente de Luciano—, ahí tenéis una mina de oro. Yo no soy literato, pero he leído vuestro artículo y me ha gustado. ¡Habladme de eso! Eso es alegría. Por ello me dije: “¡Esto nos traerá suscriptores!”. Y he acertado. Hemos vendido cincuenta números.

—¿Está hecho por duplicado y dispuesto para la firma mi contrato con Esteban Lousteau? —preguntó Finot a su tío.

—Sí —respondió Giroudeau.

—Pon al que firma con el caballero fecha de ayer, para que Lousteau esté bajo el imperio de estas condiciones.

Luego cogió del brazo a su nuevo redactor con un aire de camaradería que sedujo al poeta, y se lo llevó hacia la escalera, diciéndole:

—Así ya tenéis una posición. Yo mismo os presentaré a mis redactores. Después, esta noche, Lousteau hará que os reconozcan en los teatros. Podéis ganar ciento cincuenta francos al mes en nuestro pequeño periódico, que va a dirigir Lousteau; por lo tanto, procurad estar bien con él. Ese sujeto ya se habrá enfadado conmigo por haberlo atado de manos en lo que a vos se refiere, pero poseéis talento y yo no quiero que tengáis que depender de los caprichos de un redactor jefe. Dicho sea entre nosotros, podéis traerme hasta dos hojas al mes para mi Revista semanal, os las pagaré a doscientos francos. No habléis de esto a nadie, pues seríais víctima de la venganza de todos esos amores propios heridos a causa de la fortuna de un recién llegado. Haced cuatro artículos con vuestras dos hojas, firmad dos con el nombre y las otras con un seudónimo, a fin de que no parezca que coméis el pan de los otros. Debéis vuestra situación a Blondet y a Vignon, quienes opinan que tenéis porvenir. No os vanagloriéis y, sobre todo, desconfiad de vuestros amigos. En cuanto a nosotros dos, hemos de procurar entendemos siempre. Servidme, y yo os serviré. Tenéis palcos y entradas para vender por valor de cuarenta francos, y sesenta francos en libros a lavar. Esto y vuestra redacción os darán cuatrocientos cincuenta francos al mes. Con inteligencia sabréis encontrar por lo menos doscientos francos más en libreros, que os pagarán artículos y prospectos. Pero me pertenecéis, ¿verdad? Creo que puedo contar con vos.

Luciano estrechó la mano de Finot con un transporte de alegría inaudito.

—No debemos dar la impresión de que nos entendemos —le dijo Finot al oído, abriendo la puerta de una buhardilla situada al fondo de un largo pasillo en el quinto piso de la casa.

Luciano vio entonces a Lousteau, Feliciano Vernou, Héctor Merlin y otros dos redactores a quienes no conocía, reunidos todos ante una mesa cubierta con un tapete verde, delante de una buena lumbre, en sillas o sillones, fumando o riendo. La mesa estaba cargada de papeles y había un verdadero tintero lleno de tinta, así como plumas bastante malas, pero que servían a los redactores. Le fue demostrado al nuevo periodista que allí se elaboraba la gran obra.

—Caballeros —dijo Finot—, el objeto de la reunión es la instalación en mi nombre y lugar, de nuestro querido Lousteau, como redactor jefe del periódico que me veo obligado a abandonar. Pero, aunque mis opiniones sufran una transformación, necesaria para que pueda pasar a ser redactor jefe de la Revista cuyos destinos os son conocidos, mis convicciones son las mismas, y continuaremos siendo amigos. Soy todo vuestro, como vosotros seréis míos. Las circunstancias son variables, los principios son fijos. Estos últimos constituyen el eje alrededor del cual giran las agujas del barómetro público.

Todos los redactores prorrumpieron en carcajadas.

—¿Quién te ha dado esas frases? —preguntó Lousteau.

—Blondet —respondió Finot.

—Viento, lluvias, tempestad, buen tiempo —dijo Merlin—, todo lo recorreremos juntos.

—En fin, no nos metamos en metáforas —repuso Finot—, todos aquellos que tengan artículos que traerme, encontrarán a Finot. Este caballero —dijo presentando a Luciano— es de los vuestros. He tratado con él, Lousteau.

Todos felicitaron a Finot por su ascenso y por sus nuevos destinos.

—He ahí que estás a caballo sobre nosotros y los demás —le dijo uno de los redactores desconocidos de Luciano—. Te conviertes en Jano…

—Con tal de que no te conviertas en Janot —observó Vernou.

—¿Nos dejas atacar a nuestras bestias negras?

—¡Todo lo que queráis! —exclamó Finot.

—¡Ah!, pero el periódico no puede volverse atrás —dijo Lousteau—. El señor Du Châtelet se ha enfadado, no vamos a soltarle durante una semana.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Luciano.

—Ha venido a que se le dieran explicaciones —dijo Vernou—. El exguapo del Imperio ha encontrado al tío Giroudeau, quien, con la mayor sangre fría del mundo, le ha indicado a Felipe Bridau como autor del artículo, y éste ha pedido al barón hora y armas. El asunto ha quedado en eso. Nos ocupamos en presentar excusas al barón en el número de mañana. Cada frase es una puñalada.

—Mordedle de lo lindo, porque vendrá a mi encuentro —aseguró Finot—. Yo fingiré hacerle un favor apaciguándoos. Tiene influencia en el ministerio, y nosotros podemos pescar algo en todo ello, un cargo de profesor interino o algún estanco. Nos alegramos de que se haya picado en el juego. ¿Quién de vosotros quiere hacer en mi nuevo periódico un artículo de fondo sobre Nathan?

—Dádselo a Luciano —contestó Lousteau—. Héctor y Vernou harán artículos en sus periódicos respectivos…

—Adiós caballeros, volveremos a vernos en casa de Barbin —dijo Finot.

Luciano recibió algunos cumplidos sobre su administración en el temible cuerpo de los periodistas, y Lousteau le presentó como un hombre en quien era imposible confiar.

—Luciano nos invita en masa, caballeros, a cenar en casa de su querida, la bella Coralia.

—Coralia va al Gymnase —dijo Luciano a Esteban.

—Bien, señores, queda entendido que haremos subir a Coralia, ¿no? En todos vuestros periódicos poned algunas líneas sobre su simpatía y hablad de su talento. Vosotros atribuiréis tacto y habilidad a la administración del Gymnase, ¿podemos darle nosotros inteligencia?

—Nosotros le atribuiremos inteligencia —respondió Merlin—, Federico tiene una pieza con Scribe.

—¡Oh!, el director del Gymnase es entonces el más previsor y perspicaz de los especuladores —observó Vernou.

—¡Ah!, no hagáis vuestros artículos sobre el libro de Nathan hasta que nos hayamos puesto de acuerdo, ya sabréis luego por qué —dijo Lousteau—. Debemos ser útiles a nuestro nuevo compañero. Luciano tiene dos libros por colocar: una colección de sonetos y una novela. Debemos procurar por todos los medios, que sea un gran poeta. Nos valdremos de sus Margaritas para rebajar las Odas, las Bajadas, las Meditaciones, toda la poesía romántica.

—Sería divertido que los sonetos no valieran nada —dijo Vernou—. ¿Qué opináis de vuestros sonetos, Luciano?

—Y a vos, ¿qué os parecen? —añadió uno de los redactores desconocidos.

—Caballeros, son buenos —dijo Lousteau—, palabra de honor.

—Está bien —repuso Vernou—, yo los arrojaré a las piernas de esos poetas de sacristía que tanto me fastidian.

—Si esta noche Dauriat no toma las Margaritas, le dispararemos artículo sobre artículo contra Nathan.

—¿Y qué dirá Nathan? —exclamó Luciano.

Los cinco redactores se echaron a reír.

—Estará encantado —respondió Vernou—. Ya veréis cómo arreglaremos las cosas.

—¿Así que el señor es de los nuestros? —dijo uno de los dos redactores que Luciano no conocía.

—Sí, sí, Federico, basta de bromas. Ya ves, Luciano —dijo Esteban al neófito—, cómo nos portamos contigo, tú no retrocederás cuando llegue la ocasión. Ahora vamos a repartirnos el imperio de Alejandro. Federico, ¿quieres los Franceses y el Odeón?

—Si esos caballeros lo consienten —repuso Federico.

Todos inclinaron la cabeza, pero Luciano vio brillar miradas de envidia.

—Yo me quedo con la Ópera, los Italianos y la Ópera Cómica —dijo Vernou.

—Bien, Héctor se quedará con los teatros de Vodevil —añadió Lousteau.

—Y yo, ¿no tengo entonces teatros? —exclamó el otro redactor desconocido de Luciano.

—Bueno, Héctor te cederá las Variedades y Luciano la Puerta de San Martín —repuso Esteban—. Déjale la Puerta de San Martín, está loco por Fanny Beaupré —dijo a Luciano—, tú te quedarás con el Circo Olímpico a cambio. Yo me reservaré Bobino, los Funánbulos y Madaque Saqui. ¿Qué tenemos para el diario de mañana?

—Nada.

—Nada.

—¡Nada!

—Caballeros, mostraos brillantes para mi primer número. El barón de Châtelet y su hueso de sepia no durarán ocho días. El autor del Solitario está muy gastado.

—Sóstenes-Demóstenes ya no es divertido —dijo Vernou—, todo el mundo nos lo ha copiado.

—¡Oh! Necesitamos nuevos muertos —afirmó Federico.

—Caballeros, ¿y si cubriésemos de ridículo a los hombres virtuosos de la derecha? ¿Si dijésemos que al señor de Bonald le huelen los pies? —exclamó Lousteau.

—Empecemos una serie de retratos de los oradores ministeriales —sugirió Héctor Merlin.

—Haz eso, pequeño —dijo Lousteau—. Ya los conoces; son de tu partido, y podrás satisfacer algunos odios intestinos. Apuñala a Beugnot, Syrieys de Mayrinhac y otros. Los artículos pueden estar escritos por adelantado. Así no nos veremos en apuros en cuanto al diario.

—¿Y si inventásemos algunas negativas de sepultura, con circunstancias más o menos agravantes? —sugirió Héctor.

—No pretendamos lo mismo que los grandes periódicos constitucionales, que tienen sus cajas de curas llenas de canards —respondió Vernou.

¿Canards? —dijo Luciano.

—Llamamos canard —respondióle Héctor— a un hecho que tiene la apariencia de ser verdadero, pero que se inventa para hacer resaltar los ecos de París, cuando éstos son pálidos y desdibujados. El canard o paparrucha es un descubrimiento de Franklin, que inventó el pararrayos, el canard y la república. Este periodista engañó tan bien a los enciclopedistas con sus canards de ultramar que, en la Historia filosófica de las Indias, Raynal ha hecho pasar dos de estos canards por sucesos auténticos.

—Yo no sabía todo eso —dijo Vernou—. ¿Cuáles son esos dos canards?

—La historia referente al inglés que vende a su libertadora, una negra, después de haberla hecho madre, con objeto de sacarle más dinero. Luego, la defensa sublime de la joven embarazada, ganando su causa. Cuando Franklin vino a París, confesó sus canards en casa de Necker, con gran confusión de los filósofos franceses. Y he ahí como el Nuevo Mundo ha corrompido dos veces al viejo.

—El periódico tiene por verdadero todo lo que es probable —afirmó Lousteau—. Tal es nuestro punto de partida.

—La justicia criminal no procede de otro modo —añadió Vernou.

—Bien, hasta la noche, a las nueve, aquí mismo —dijo Merlin.

Todos se levantaron, estrecháronse la mano y la sesión terminó en medio de testimonios de la más conmovedora familiaridad.

—¿Qué le has hecho, pues, a Finot —preguntó Esteban a Luciano, bajando— para que haya cerrado un trato contigo? Tú eres el único con el cual lo ha hecho.

—Yo, nada, él me lo propuso —respondió Luciano.

—En fin, aunque tuvieras arreglos con él, yo estaría encantado. Con ello seríamos más fuertes los dos.

En la planta baja, Esteban y Luciano encontraron a Finot, que se llevó aparte a Lousteau al despacho de la redacción.

—Firmad vuestro contrato para que el nuevo director crea que la cosa se hizo ayer —dijo Giroudeau, presentando a Luciano dos papeles sellados.

Mientras leía aquel contrato, Luciano oyó entre Esteban y Finot una discusión bastante viva que versaba sobre los productos en especie del periódico. Esteban quería su parte de aquellos impuestos percibidos por Giroudeau. Hubo sin duda una transacción entre Finot y Lousteau, porque los dos amigos salieron habiéndose puesto completamente de acuerdo.

—A las ocho, en las Galerías de Bois, en casa de Dauriat. —Dijo Esteban a Luciano.

En aquel momento se presentó un joven para ofrecerse como redactor, con el aire tímido e inquieto que tenía Luciano poco tiempo atrás. Éste vio con secreto placer como Giroudeau ejercía sobre el neófito las bromas con las que el viejo militar se había burlado de él. Su interés le hizo comprender perfectamente la necesidad de aquella maniobra, que ponía barreras casi infranqueables entre los principiantes y la buhardilla donde penetraban los elegidos.

—No hay dinero para tantos redactores —le dijo a Giroudeau.

—Si fuerais en mayor número, a cada uno de vosotros le correspondería menos —añadió el capitán—. ¡Así es!

El antiguo militar hizo girar su bastón, salió tosiendo y pareció asombrado de ver a Luciano subir al hermoso carruaje que se hallaba estacionado en el bulevar.

—Vosotros sois ahora los militares y nosotros los paisanos —le dijo el soldado.

—Palabra de honor que esos jóvenes me parecen los mejores sujetos del mundo —dijo Luciano a Coralia—. Ya soy periodista, con la certeza de poder ganar seiscientos francos mensuales, trabajando como un negro. Pero colocaré mis dos obras y escribiré otras, porque mis amigos van a organizarme un éxito. Así, yo digo como tú, Coralia, ¡adelante con la galera!

—Triunfarás, pequeño mío, pero no seas tan bueno como hermoso, porque te perderías. Tienes que ser malo con los hombres.

Coralia y Luciano fueron a pasear al Bosque de Bolonia, encontraron de nuevo a la marquesa de Espard, a la señora de Bargeton y al barón Châtelet. La señora de Bargeton miró a Luciano con un aire seductor que podía pasar por un saludo. Camusot había encargado una comida excelente. Coralia, al saberse desembarazada de él, estuvo tan encantadora con el pobre comerciante de sedas, que no recordó, durante los catorce meses de sus relaciones, haberla visto nunca tan graciosa y atractiva.

“¡Ea! —se dijo—, quedémonos con ella, a pesar de todo”.

Camusot propuso secretamente a Coralia una inscripción de seis mil libras de renta en el Libro de la Deuda Pública, que su mujer ignoraba, si quería seguir siendo su querida, y él consentiría en cerrar los ojos ante sus amores con Luciano.

—¿Traicionar a semejante ángel?… ¡Mírale y mírate a ti mismo! —contestó, indicándole el poeta, al que Camusot había aturdido ligeramente haciendo que bebiera.

Camusot decidió aguardar a que la necesidad le devolviera aquella mujer que la miseria le había entregado antes.

—No seré, pues, más tu amigo —dijo besándola en la frente.

Luciano dejó a Coralia y a Camusot para ir a las Galerías de Bois. ¡Qué cambio había operado en su mente su iniciación en los misterios del periódico! Mezclose sin miedo con la multitud que llenaba las Galerías, mostró cierto aire impertinente porque tenía una amante, y entró en casa de Dauriat con aire displicente porque era periodista. Encontró allí una gran concurrencia, dio la mano a Blondet, a Nathan, a Finot, a toda la literatura con la cual había fraternizado desde hacía una semana. Creyose un personaje, y se preció de valer más que sus camaradas. La pequeña dosis excesiva de vino que le animaba sirvióle a las mil maravillas, mostróse ocurrente y demostró que sabía aullar con los lobos. Sin embargo, Luciano no cosechó las aprobaciones tácitas, mudas o habladas, con que él contaba; advirtió un primer movimiento de celos entre aquella gente, menos inquieta que curiosa quizá por saber qué lugar ocuparía esta nueva superioridad, y lo que devoraría en el reparto general de los productos de la prensa. Finot, que encontraba en Luciano una mina a explotar, y Lousteau, que creía tener derechos sobre él, fueron los únicos a quienes vio el poeta sonrientes. Lousteau, que había asumido ya el aire de un redactor jefe, golpeó vivamente en los cristales del gabinete de Dauriat.

—Un momento, amigo —le respondió el librero levantando la cabeza por encima de las verdes cortinas y reconociéndole.

El momento duró una hora, tras la cual Luciano y su amigo penetraron en el santuario.

—Bien, ¿habéis pensado en el asunto de nuestro amigo? —preguntó el nuevo redactor jefe.

—Ciertamente —contestó Dauriat repantigándose sultanescamente en su butaca—. He leído por encima la colección, la he dado a leer a un hombre de gusto, a un buen juez, porque no tengo la pretensión de ser un experto en ello. Yo, amigo mío, compro la gloria ya hecha, como aquel inglés que compraba el amor. Vos sois tan gran poeta como guapo mozo, pequeño mío —añadió Dauriat—. Palabra de hombre honrado, fijaos que no digo de librero, vuestros sonetos son magníficos, no se advierte en ellos el trabajo, lo cual es raro cuando se tiene inspiración. En fin, vos sabéis rimar, una de las cualidades de la nueva escuela. Vuestras Margaritas son un libro hermoso, pero no es un negocio, y yo no puedo ocuparme más que de grandes empresas. En conciencia, no puedo quedarme con vuestros sonetos, me sería imposible hacer que tuvieran éxito, no hay lo suficiente a ganar para justificar los gastos de un éxito. Por otra parte, vos no continuaréis la poesía, vuestro libro es un libro aislado. Sois joven. Me traéis la eterna colección de los primeros versos que hacen al salir del instituto todos los hombres de letras, por los que de momento sienten gran efecto, pero de los cuales se burlan más adelante. Lousteau, vuestro amigo, debe tener un poema escondido entre sus viejos calcetines. ¿No tienes un poema en el cual has creído? —dijo Dauriat lanzando a Esteban una irónica mirada.

—¡Ah! ¿Cómo podría yo escribir en prosa? —repuso Lousteau.

—¿Lo veis? Sin embargo, nunca me había hablado de ello. Pero es que nuestro amigo conoce la librería y los negocios —añadió Dauriat—. Para mí —dijo tratando de halagar a Luciano— no se trata de saber si sois un gran poeta. Tenéis mucho mérito, mucho mérito, sí señor. Si yo estuviera empezando ahora la librería, cometería el error de editaros. Pero, hoy, mis socios en comandita me cortarían los suministros. Es suficiente con que haya perdido veinte mil francos el año pasado para que no quieran oír hablar de poesía, y ellos son mis dueños. Sin embargo, la cuestión no estriba en eso. Admito que seáis un gran poeta; pero ¿seréis fecundo? ¿Seréis capaz de componer regularmente sonetos? ¿Llegaréis a ser un poeta en diez volúmenes? ¿Resultaréis un negocio? No, no lo creo; en cambio seréis un delicioso prosista. Sois demasiado inteligente para echar a perder vuestro talento con insignificancias, podéis ganar treinta mil francos anuales en los periódicos, y no los cambiaréis por los tres mil francos que difícilmente os darán vuestros hemistiquios, vuestras estrofas y otras bagatelas.

—Ya sabéis, Dauriat, que el caballero es del periódico —observó Lousteau.

—Sí —respondió Dauriat—, he leído su artículo, y en interés suyo es por lo que rehúso editar Las Margaritas. Sí, señor, os habré dado más dinero dentro de seis meses por los artículos que iré a pediros, que por vuestra poesía, que es invendible.

—¿Y la gloria? —exclamó Luciano.

Dauriat y Lousteau se echaron a reír.

—¡Caramba! —dijo Lousteau—; ésa conserva las ilusiones.

—La gloria —respondió Dauriat— son diez años de perseverancia y una alternativa de cien mil francos de pérdida o ganancia para el librero. Si encontráis locos que impriman vuestras poesías, dentro de un año tendréis mi estima al saber el resultado de su operación.

—¿Tenéis aquí el manuscrito? —preguntó fríamente Luciano.

—Aquí está, amigo mío —respondió Dauriat, cuyas maneras para con Luciano se habían endulzado singularmente.

El poeta cogió el rollo sin mirar el estado en que se encontraba el cordel, porque Dauriat parecía haber leído efectivamente Las Margaritas. Salió con Lousteau sin parecer consternado ni descontento. Dauriat acompañó a los dos amigos a la tienda hablando de su periódico y del de Lousteau, mientras Luciano jugaba negligentemente con el manuscrito de Las Margaritas.

—¿Crees que Dauriat ha leído o dado a leer tus sonetos? —Díjole Esteban al oído.

—Sí —respondió Luciano.

—Mira la señal.

Luciano vio la tinta y el cordel en un estado de conjunción perfecta.

—¿Cuál es el soneto que más os ha llamado la atención? —preguntó Luciano al librero, que palideció de cólera y de rabia.

—Todos son notables, amigo mío —respondió Dauriat—, pero el de la margarita es delicioso, termina con un pensamiento irónico y muy delicado. En ello he adivinado el éxito que puede tener vuestra prosa, y por eso os he recomendado en seguida a Finot. Hacedme artículos, los pagaremos bien. Ya veis que pensar en la gloria es algo muy hermoso, pero no olvidéis lo sólido, y tomad todo lo que se presente. Cuando seáis rico, podréis hacer versos.

El poeta salió bruscamente a las Galerías para no reventar. Estaba furioso.

—Bien, muchacho —dijo Lousteau, que le siguió—, tranquilízate y acepta a los hombres como lo que son: unos medios que conducen al fin.

—A toda costa —replicó el poeta.

—He aquí un ejemplar del libro de Nathan que Dauriat acaba de entregarme, la segunda edición aparece mañana; vuelve a leer esa obra y redacta una crítica que la tire por los suelos. Feliciano Vernou detesta a Nathan, cuyo éxito perjudica, según cree, al futuro éxito de su propia obra. Una de las manías de esos hombres pequeños es creer que bajo el sol no hay sitio para dos éxitos. Por eso hará que tu artículo se publique en el gran diario en que él trabaja.

—Pero ¿qué puede decirse contra este libro? Es un libro bueno —exclamó Luciano.

—¡Ah! Querido, debes aprender tu oficio —dijo riendo Lousteau—. El libro, aun cuando fuese una obra maestra, bajo tu pluma debe convertirse en una estúpida bobada, una obra peligrosa y malsana.

—Pero ¿cómo?

—Cambiando las bellezas en defectos.

—Soy incapaz de semejante habilidad.

—Querido, un periodista es un acróbata, tienes que acostumbrarse a los inconvenientes de la profesión. Mira, yo soy un buen muchacho, fíjate en el modo de proceder en ocasión semejante. ¡Atención, pequeño! Empezarás por encontrar bella la obra, y quizá te entretendrás en escribir entonces lo que piensas de ella. El público se dirá: “Este crítico no es celoso, sin duda será imparcial”. Desde ese momento, considerará tu crítica como un trabajo hecho a conciencia. Después de haber conquistado el aprecio del lector, lamentarás tener que censurar el aprecio del lector, lamentarás tener que censurar el sistema en que tales libros van a hacer entrar a la literatura francesa. ¿Es que Francia, dirás, no gobierna la inteligencia del mundo entero? Hasta hoy, de siglo en siglo, los escritores franceses mantenían a Europa en la senda del análisis y del examen filosófico, por el poder del estilo y la forma original que daban a las ideas. Aquí colocarás, para el burgués, un elogio de Voltaire, Rousseau, Diderot, Montesquieu y Buffon. Explicarás como en Francia el idioma es implacable y demostrarás que es un barniz extendido encima del pensamiento. Dejarás escapar axiomas así: Un gran escritor en Francia es siempre un grande hombre, la lengua le obliga en todo momento a pensar, lo que no ocurre en los demás países, etc. Demostrarás tu proposición comparando a Rabener, un moralista satírico alemán, con La Bruyère. No hay nada que favorezca tanto a un crítico como hablar de un autor extranjero desconocido. Kant es el pedestal de Cousin. Una vez en este terreno, lanzas una frase que resuma y explique a los bobos el sistema de nuestros hombres de talento del siglo pasado, dando a su literatura el nombre de literatura de idea. Con esta expresión, arrojas todos los muertos ilustres a la cabeza de los autores vivos. Explicas entonces que actualmente se produce una nueva literatura en la que se abusa del diálogo (la más fácil de las formas literarias) y de las descripciones que dispensan de pensar. Opondrás las novelas de Voltaire, Diderot, Sterne y Lesage, tan sustanciales e incisivas, a la novela moderna, en la que todo se traduce por medio de imágenes, y que Walter Scott ha dramatizado excesivamente. En semejante género ya no hay lugar para el inventor. La novela a lo Walter Scott es un género dirás tú, y no un sistema. Despotricarás contra ese género funesto en el que se diluyen las ideas, género accesible a todas las inteligencias, en el cual todo el mundo puede llegar a ser autor a bajo precio, y que llamarás finalmente literatura de imagen. Harás caer esta argumentación sobre Nathan, demostrando que es un imitador y que del talento sólo tiene la apariencia. El gran estilo conciso del siglo XVII brilla en su libro por su ausencia, demostrarás que el autor ha sustituido los acontecimientos por los sentimientos. ¡El movimiento no es la vida, el cuadro no es la idea! Largas sentencias de este género, que el público las repetirá. A pesar del mérito de esa obra, te parece entonces fatal y peligrosa, porque abre las puertas del Templo de la Gloria a la multitud, y harás ver en lontananza un ejército de escritorzuelos que se apresuran a imitar esa forma tan fácil. Aquí podrás entregarte en adelante a tonantes lamentaciones sobre la decadencia del gusto, y deslizarás el elogio de los señores Esteban Jouy, Tissot, Gosse, Duval, Jay, Benjamín Constant, Aignan, Baour-Lormian, Villemain, corifeos del partido liberal napoleónico, bajo cuya protección se encuentra el periódico de Vernou. Mostrarás a esa gloriosa falange resistiendo a la invasión de los románticos, partidarios de la idea y el estilo contra la imagen y la charla vana, continuando la escuela volteriana y oponiéndose a la escuela inglesa y alemana, de la misma manera que los diecisiete oradores de la izquierda luchan por la nación contra los extremistas de la derecha. Protegido por estos nombres venerados por la inmensa mayoría de los franceses, que estarán siempre al lado de la Oposición de la izquierda, puedes aplastar a Nathan, cuya obra, aun cuando encierra bellezas superiores, da en Francia derecho de ciudadanía a una literatura sin ideas. A partir de este momento, ya no se trata de Nathan ni de su obra, ¿comprendes? sino de la gloria de Francia. El deber de las plumas honradas y valerosas es oponerse enérgicamente a estas importaciones extranjeras. En ello halagas al suscriptor. Según tú, Francia es una astuta comadre, que no es fácil engañar. Si el librero, por razones en las cuales tú no quieres entrar, ha escamoteado un éxito, el verdadero público ha hecho pronto justicia a los errores ocasionados por los quinientos bobos que constituyen su vanguardia. Dirás que, después de haber tenido la suerte de vender una edición de ese libro, el librero es muy audaz al hacer la segunda, y deplorarás que un editor tan hábil conozca tan poco los instintos del país. He ahí tus masas. Espolvorea con la sal del ingenio estos razonamientos, hazlos resaltar con un poquitín de vinagre, y Dauriat está frito en la sartén de los artículos. Pero no olvides terminar como si pareciera que lamentas en Nathan el error de un hombre que, si abandona esta senda, privará a la literatura contemporánea de hermosas obras.

Luciano quedóse estupefacto al oír hablar a Lousteau: ante las palabras del periodista, que hacían caer el velo de sus ojos, descubrió verdades literarias de las cuales no había tenido siquiera la menor sospecha.

—Pero es que lo que tú me dices —exclamó—, está lleno de razón y de exactitud.

—¿Es que sin ello podrías echar por tierra la obra de Nathan? —respondió Lousteau—. Ahí tienes, pequeño, una primera forma de artículo que se emplea para demoler un libro. Es la piqueta del crítico. Pero hay muchas otras fórmulas. Tu educación irá formándose. Cuando te veas obligado a hablar de un hombre que no te sea simpático, y a veces los propietarios o los redactores jefes de un periódico tienen necesidad de ello, desplegarás las negaciones de lo que llamamos el artículo de fondo. Se pone al principio del artículo el título del libro del que quieren que os ocupéis. Se empieza con consideraciones generales en las cuales puede hablarse de los griegos y de los romanos, y luego se dice al final: estas consideraciones nos llevan al libro del señor tal, que será objeto de un segundo artículo. Y el segundo artículo no aparecerá nunca. De este modo se ahoga el libro entre dos promesas. Aquí no haces un artículo contra Nathan, sino contra Dauriat. Es preciso un golpe de piqueta. A una buena obra, la piqueta no le hace daño, y en cambio penetra hasta el corazón si se trata de un mal libro. En el primer caso, solamente hiere al librero, y en el segundo presta un servicio al público. Estas formas de crítica literaria se emplean igualmente en la crítica política.

La cruel lección de Esteban abría casillas en la imaginación de Luciano, que comprendió admirablemente el oficio.

—Vamos al periódico —dijo Lousteau—, allí encontraremos a nuestros amigos, y nos pondremos de acuerdo para una carga a fondo contra Nathan. Esto les hará reír, ya lo verás.

Cuando estuvieron en la calle de San Fiacre, subieron juntos a la buhardilla en la que se hacía el periódico, y Luciano se quedó tan sorprendido como fascinado por la especie de alegría con que sus camaradas convinieron en demoler el libro de Nathan. Héctor Merlin tomó una hoja de papel y escribió las siguientes líneas, que fue a llevar a su periódico:

Se anuncia una segunda edición del libro del señor Nathan. Pensábamos guardar silencio respecto al mismo, pero esta apariencia de éxito nos obliga a publicar un artículo, más que sobre la obra misma, acerca de la tendencia de la actual literatura.

Encabezando unos chistes para el número del día siguiente, Lousteau puso esta frase:

¿Publica el librero Dauriat una segunda edición del libro del señor Nathan? Entonces es que no conoce el proverbio de Palacio: NON BIS IN IDEM. ¡Honor al valor desdichado!

Las palabras de Esteban habían sido como una antorcha para Luciano, en quien el deseo de vengarse de Dauriat hizo las veces de conciencia e inspiración. Tres días más tarde, durante los cuales no salió de la habitación de Coralia, donde trabajaba junto al rincón de la chimenea, servido por Berenice, y acariciado en sus momentos de lasitud por la solícita y silenciosa Coralia, Luciano escribió un artículo de crítica, de unas tres columnas, en el que se había elevado a sorprendente altura. Eran las nueve de la noche cuando corrió al periódico, encontró allí a los redactores y les leyó su trabajo. Le escucharon con mucha atención. Feliciano no dijo una palabra, cogió el manuscrito y bajó rápidamente la escalera.

—¿Qué le pasa? —preguntó Luciano.

—Lleva tu artículo a la imprenta —dijo Héctor Merlin—. Es una obra maestra a la que no hay que quitar una palabra ni añadir una línea.

—No hace falta más que indicarle el camino —observó Lousteau.

—Quisiera ver la cara que pondrá Nathan mañana al leer eso —dijo otro redactor, en cuyo semblante brillaba una dulce satisfacción.

—Es preciso ser amigo vuestro —añadió Héctor Merlin.

—Entonces, ¿está bien? —preguntó vivamente Luciano.

—Blondet y Vignon se encontrarán mal a causa de ello —dijo Lousteau.

—He aquí —dijo Luciano—, un pequeño artículo que he redactado para vosotros y que puede, en caso de éxito, suministrar una serie de composiciones parecidas.

—Leédnoslo —pidió Lousteau.

Luciano les leyó entonces uno de los artículos que labraron la fortuna de aquel pequeño periódico, y en el que en dos columnas describía pequeños detalles de la vida parisiense, una figura, un tipo, un acontecimiento normal, o algunas singularidades. Aquella muestra, titulada Los transeúntes de París, estaba escrita con un estilo nuevo y original en el que el pensamiento resultaba del choque de las palabras, y en la cual el rumor de los adverbios y de los adjetivos despertaba la atención. Aquel artículo era tan diferente del artículo grave y profundo sobre Nathan, como las Cartas persas lo son del Espíritu de las Leyes.

—Tú naciste periodista —le dijo Lousteau—. Esto se publicará mañana, haz tantos como quieras.

—¡Ah! —exclamó Merlin—. Dauriat está furioso por los dos obuses que hemos lanzado contra su tienda. Vengo de su casa. Lanzaba imprecaciones como rayos y despotricaba contra Finot, quien le decía que te había vendido su periódico. Yo le cogí aparte y le deslicé estas palabras en su oído: ¡las Margaritas os costarán caras! Os llega un hombre de talento y lo mandáis a paseo, cuando nosotros lo acogemos con los brazos abiertos.

—Dauriat quedará fulminado por el artículo que acabamos de oír —dijo Lousteau a Luciano—. ¿Ves, muchacho, lo que es el periódico? ¡Pero tu venganza sigue adelante! El barón Du Châtelet ha venido a preguntar tus señas. Esta mañana se publicó un segundo artículo sangriento contra él, y el exguapo tiene la cabeza floja, está desesperado. ¿No has leído el periódico? El artículo es muy divertido, ¿ves?: Entierro de la Garza llorada por la Sepia. A la señora de Bargeton, decididamente, no se la llama en sociedad más que el hueso de Sepia, y Du Châtelet es el barón Garza.

Luciano cogió el periódico y no pudo por menos de reírse al leer aquella pequeña obra maestra del humor debida a la pluma de Vernou.

—Van a capitular —aseguró Héctor Merlin.

Luciano participó alegremente en algunas de las ocurrencias y rasgos con que se ponía fin al periódico, conversando y fumando, contando las aventuras del día, los ridículos de los camaradas o algunos nuevos detalles sobre su carácter. Aquella conversación eminentemente burlona, irónica y maliciosa, puso a Luciano al corriente de las costumbres y del personal de la literatura.

—Mientras componen el periódico —dijo Lousteau—, voy a dar una vuelta contigo para presentarte a todos los controles y bastidores de teatros en los que tienes acceso. Luego iremos al encuentro de Florina y Coralia al Panorama Dramático y nos divertiremos con ellas en sus camerinos.

Los dos, pues, cogidos del brazo, fueron de teatro en teatro, donde Luciano fue entronizado como redactor, cumplimentado por los directores, y mirado con curiosidad por las actrices, todas las cuales habían sabido la importancia que un solo artículo suyo acababa de dar a Coralia y a Florina, contratadas, una en el Gimnasio, con doce mil francos anuales, y la otra, con doce mil, en el Panorama. Fueron otras tantas pequeñas ovaciones, que engrandecieron a Luciano ante sus propios ojos y le dieron la medida de su poder. A las once, los dos amigos llegaron al Panorama Dramático, donde Luciano tuvo un aire displicente que fingió a las mil maravillas. Nathan estaba allí, tendió la mano a y éste se la estrechó.

—¡Ah!, maestros míos —dijo mirando a Luciano y a Lousteau—, ¿es que queréis enterrarme?

—Espera, pues a mañana, querido, ¡ya verás cómo te trata Luciano! Palabra de honor que quedarás contento. Cuando la crítica es tan seria como la suya, un libro sale ganando con ello.

Luciano estaba rojo de vergüenza.

—¿Es duro? —preguntó Nathan.

—Es grave —respondió Lousteau.

—Entonces, ¿no me hará mal? —dijo Nathan—. Héctor Merlin decía en el vestíbulo del Vodevil que yo era despellejado.

—Dejadle que diga, y aguardad —exclamó Luciano, que corrió al camerino de Coralia, siguiendo a la actriz en el momento en que ésta abandonaba la escena con su hermoso atuendo.

Al día siguiente, en el momento en que Luciano desayunaba con Coralia, oyó un cabriolé cuyo ruido claro, en aquella calle bastante solitaria, revelaba que se trataba de un elegante carruaje, y cuyo caballo tenía aquellos andares sueltos y aquel modo de pararse que denotan la pura raza. Desde su ventana vio Luciano que, en efecto, se trataba del magnífico caballo inglés de Dauriat, y a éste, que tendía las riendas a su botones antes de apearse.

—Es el librero —dijo Luciano a su querida.

—Hacedle aguardar —ordenó en seguida Coralia a Berenice.

Luciano sonrió ante el aplomo de aquella joven que tan admirablemente se identificaba con sus intereses, y volvió a su lado con sincera efusión: aquella muchacha era inteligente. La prontitud del impertinente librero, la humillación de aquel príncipe de los charlatanes, dependía de circunstancias casi por completo olvidadas, tan violentamente se ha transformado el comercio de la librería desde hace quince años. De 1816 a 1827, época en que los gabinetes literarios, establecidos para la lectura de periódicos, emprendieron la misión de dar a leer los nuevos libros mediante el pago de una retribución, y en los que la agravación de las leyes fiscales sobre la prensa periódica hizo crear el anuncio, de la librería no tenía más medios de publicación que los artículos insertados en los folletines o en el cuerpo de los diarios. Hasta 1822, los diarios franceses aparecían en hojas de extensión tan mediocre, que los grandes apenas sobrepasan las dimensiones de los periódicos pequeños actuales. Para resistir a la tiranía de los periodistas, Dauriat y Ladvocat fueron los primeros en inventar aquellos carteles con los que llamaron la atención de París, desplegando en ellos rasgos de fantasía, extraños coloridos, viñetas y más tarde litografías que hicieron del cartel un poema para los ojos y a menudo un engaño para la bolsa de los aficionados. Los carteles se hicieron tan originales, que uno de aquellos maniáticos llamados coleccionistas, posee un surtido completo de los carteles parisienses. Este medio de anuncio, primero limitado a los escaparates de las tiendas y las esquinas de los bulevares, pero más tarde extendido a Francia entera, fue abandonado por el anuncio. Sin embargo, el cartel, que llama aún la atención cuando el anuncio y a menudo la obra han sido olvidados, subsistirá siempre, sobre todo desde que se ha encontrado el medio de pintarlo en las paredes. El anuncio, accesible a todos mediante pago, y que ha convertido la cuarta plana de los diarios en un campo tan fértil para el fisco como para los especuladores, nació bajo los rigores del impuesto del timbre, del correo y de las finanzas. Estas restricciones, inventadas en tiempos del señor de Villèle, que habría podido matar entonces los diarios vulgarizándolos, crearon por el contrario una especie de privilegios al hacer casi imposible la fundación de un periódico. En 1821, los diarios tenían, por consiguiente, derecho de vida y muerte sobre el pensamiento y sobre las empresas de la librería. Un anuncio de algunas líneas inserto en los Faits-Paris se pagaba terriblemente caro. Las intrigas se multiplicaban tanto en el seno de las oficinas de redacción, durante la noche, en el campo de batalla de las imprentas, a la hora en que la puesta en página decidía sobre la admisión o el rechazo de tal o cual artículo, que las casas importantes de librería tenían a sueldo un hombre de letras para redactar esos pequeños artículos, en los que era preciso hacer entrar muchas ideas en pocas palabras. Aquellos periodistas oscuros, pagados solamente después de la inserción, se quedaban a menudo durante la noche en las imprentas para ver cómo se imprimía, ya sea los grandes artículos obtenidos Dios sabe cómo, o bien aquellas líneas que luego recibieron el nombre de reclamos. Actualmente han cambiado tanto las costumbres de la literatura y de la librería, que muchas personas tratarían de fábulas los enormes esfuerzos, las seducciones, cobardías e intrigas que la necesidad de obtener aquellos reclamos inspiraba a las librerías, a los autores, a los mártires de la gloria, a todos los penados condenados al éxito a perpetuidad. Cenas, mimos, regalos, todo era puesto en juego para seducir a los periodistas. La siguiente anécdota explicará mejor que todas las declaraciones la estrecha alianza entre la crítica y la librería.

Un gran estilista y que tenía como objetivo llegar a ser hombre de Estado, a la sazón joven, galante y redactor de un importante periódico, convirtióse en el bienamado de una famosa editorial. Un día, un domingo, en el campo, donde el opulento librero festejaba a los principales redactores de los periódicos, la dueña de la casa, entonces joven y bella, llevóse a su parque al ilustre escritor. El primer dependiente, alemán frío, grave y metódico, que no pensaba más que en los negocios, se paseaba con un folletinista, hablando de una empresa sobre la cual le estaba consultando; la conversación les llevó fuera del parque y llegaron al bosque. Entre unas matas, el alemán ve algo que se parece a su patrona, coge el binóculo, hace seña al joven redactor indicándole que guarde silencio y que se vaya, y él mismo vuelve con precaución sobre sus pasos.

—¿Qué habéis visto? —le preguntó el escritor—. Casi nada —respondió—. Nuestro gran artículo marcha bien. Mañana tendremos en los Débats por lo menos tres columnas.

Otro hecho explicará este poder de los artículos. Un libro del señor de Chateaubriand sobre el último de los Estuardos se hallaba en un almacén en el estado de ruiseñor. Un solo artículo, escrito por un joven en el Journal des Débats, hizo que el libro se vendiera en una semana. En una época en que, para leer un libro era preciso comprarlo y no alquilarlo, se publicaban diez mil ejemplares de ciertas obras liberales, alabadas por todas las hojas de la oposición, pero tampoco existía entonces la imitación fraudulenta belga.

Los ataques preparatorios de los amigos de Luciano y su artículo, tenían la virtud de parar la venta del libro de Nathan. Éste no padecía más que en su amor propio, y no tenía nada que perder, pues estaba pagado; pero Dauriat podía perder treinta mil francos. En efecto, el comercio de la librería llamada de novedades se resume en este teorema comercial: una resma de papel blanco vale quince francos, e impresa vale, según el éxito, cien sueldos o cien escudos. Un artículo en pro o en contra, en aquellos tiempos, decidía a menudo sobre la cuestión financiera. Dauriat, que tenía quinientas resmas por vender, acudía, pues, para capitular ante Luciano. De sultán se convertía en esclavo. Después de haber aguardado durante algún rato, murmurando, haciendo el mayor ruido posible y parlamentando con Berenice, consiguió hablar con Luciano. Aquel orgulloso librero asumió el aire risueño de los cortesanos cuando entran en la corte, pero mezclado con suficiencia y campechanía.

—No os molestéis, amigos —dijo—. ¡Qué pareja de pichones tan encantadora! ¿Quién diría, señorita, que este hombre, que tiene el aspecto de una dulce doncella, es un tigre de garras de acero, que le desgarra a uno la reputación de la misma manera que debe desgarrar vuestros peinadores cuando tardáis en quitároslos?

Se echó a reír sin terminar su broma.

—Pequeño mío… —continuó, sentándose al lado de Luciano—. Señorita, soy Dauriat —dijo interrumpiéndose.

El librero juzgó necesario disparar su nombre, al ver que Coralia no le recibía lo bien que él habría deseado.

—Caballero, ¿habéis desayunado? ¿Queréis acompañarnos? —preguntó la actriz.

—Pues, sí, conversaremos mejor sentados a la mesa —respondió Dauriat—. Por otra parte, al aceptar vuestro desayuno, tendré derecho a invitaros a comer con mi amigo Luciano, porque ahora debemos ser amigos como el guante y la mano.

—¡Berenice!, trae ostras, limón, mantequilla fresca y vino de Champaña —ordenó Coralia.

—Sois hombre demasiado inteligente para no saber qué es lo que me ha traído —dijo Dauriat a Luciano.

—¿Venís a comprar mi colección de sonetos?

—Precisamente —respondió Dauriat—. Ante todo, depongamos las armas de uno y otro lado.

Sacó de su bolsillo una elegante cartera, cogió tres billetes de mil francos, los puso en un plato y los ofreció a Luciano con aire cortesano, diciéndole:

—¿El señor está satisfecho?

—¡Oh! —exclamó el poeta, que se sintió inundado por una beatitud desconocida a la vista de aquella suma inesperada.

Luciano se contuvo, pero sentía deseos de cantar y saltar.

Creía en la lámpara maravillosa, en los magos; creía, en fin, en su genio.

—Así, pues, ¿son mías las Margaritas? —dijo el librero—. Entonces, no atacaréis jamás ninguna de mis publicaciones.

—Las Margaritas son vuestras, pero yo no puedo comprometer mi pluma, es de mis amigos, como la de ellos es mía.

—Sin embargo, vos os convertís en uno de mis autores, y todos ellos son amigos míos. Por lo tanto, espero que no perjudicaréis mis negocios sin ser advertido de los ataques, a fin de que pueda prevenirlos.

—De acuerdo.

—¡A vuestra gloria! —exclamó Dauriat levantando su copa.

—Ya veo que habéis leído las Margaritas —observó Luciano.

Dauriat no se desconcertó.

—Pequeño mío, comprar las Margaritas sin conocerlas, es el más bello halago que pueda permitirse un librero. Dentro de seis meses, vos seréis un gran poeta y tendréis artículos, porque se os teme, y yo no tendré que hacer nada para vender vuestro libro. Hoy soy el mismo negociante de hace cuatro días. No soy yo quien he cambiado, sino vos: la semana pasada, vuestros sonetos eran para mí como hojas de col, actualmente vuestra posición las ha convertido en Mesenias.

—Bien —dijo Luciano, a quien el placer sultanesco de tener una hermosa amante y la seguridad de su éxito volvían burlón y adorablemente impertinente—, si no habéis leído mis sonetos, por lo menos habéis leído mi artículo.

—Sí, amigo mío. De no haber sido por eso, ¿habría venido tan de prisa? Ese terrible artículo es desgraciadamente muy bello. ¡Ah!, tenéis un talento extraordinario, amigo mío. Creedme, aprovechaos de la buena racha —añadió con un acento de bondad que ocultaba la profunda impertinencia de la frase—, Pero ¿habéis recibido el periódico? ¿Lo habéis leído?

—Todavía no —respondió Luciano—, y sin embargo, ésta es la primera vez que publico un gran fragmento de prosa.

Pero Héctor habrá hecho que me lo manden a casa, en la calle Chariot.

—Toma, lee —dijo Dauriat, imitando a Taima en Manlio.

Luciano cogió la hoja que Coralia le arrancó de las manos.

—Para mí las primicias de vuestra palma, ya lo sabéis —dijo riendo la actriz.

Dauriat mostróse extrañamente adulador y cortesano, temía a Luciano, y le invitó, pues, a él y a Coralia a una gran cena que daba a los periodistas hacia final de la semana. Llevóse el manuscrito de las Margaritas diciendo a su poeta que pasase cuando gustase por las Galerías de Bois para firmar el contrato que tendría preparado. Siempre fiel a las maneras majestuosas con las que trataba de impresionar a las personas superficiales y pasar más por un Mecenas que por un librero, dejó los tres mil francos sin tomar recibo, pues rehusó el que le hizo Luciano haciendo con gesto de indolencia, y partió besando la mano a Coralia.

—Bien, amor mío, ¿habrías visto muchos de esos papelotes, si te hubieras quedado en tu agujero de la calle de Cluny, absorto en tus libracos de la biblioteca de Santa Genoveva? —dijo Coralia a Luciano, que le había contado toda su vida—. Mira, tus amiguitos de la calle de los Quatre-Vents me han hecho el efecto de ser unos grandes papanatas.

¡Sus hermanos del cenáculo eran unos papanatas! y Luciano oyó esta sentencia riendo. Había leído su artículo impreso, acababa de saborear aquel goce inefable de los autores, aquel primer placer de amor propio que el espíritu sólo acaricia una vez. Al leer y volver a leer su artículo, comprendía mejor el alcance de la extensión del mismo. La impresión es para los manuscritos lo que el teatro para las mujeres: hace resaltar los encantos y los defectos. Mata también, de la misma manera que hace vivir. Una falta salta entonces a la vista con la misma intensidad que las bellas ideas. Luciano, ebrio, ya no pensaba en Nathan, éste no era más que su estribo. Nadaba en la alegría, se veía ya rico. Para un muchacho que hace poco descendía modestamente la cuesta de Beaulieu a Angulema, y regresaba al Houmeau, a la buhardilla de Postel, donde toda la familia vivía con mil doscientos francos al año, la suma traída por Dauriat era el Potosí. Un recuerdo, muy intenso todavía, pero que los continuos goces de la vida parisiense había de extinguir, le llevó a la plaza del Mürier. Acordóse de su hermosa y noble hermana Eva, de David y de su pobre madre. En seguida mandó a Berenice a que cambiara un billete, y entre tanto escribió una pequeña carta a su familia. Luego envió a Berenice a las Mensajerías temiendo que, si tardaba, no pudiera dar los quinientos francos que enviaba a su madre. Para él, para Coralia, esta restitución parecía una buena acción. La actriz besó a Luciano, le pareció un modelo de hijos y de hermanos, y le colmó de caricias, porque esta clase de rasgos encantan a esa clase de mujeres, que tienen todas ellas el corazón en la mano.

—Ahora —le dijo—, vamos a celebrarlo con una buena cena cada día durante una semana, haremos un pequeño carnaval. Has trabajado mucho.

Coralia, como mujer que quería disfrutar de la belleza de un hombre que todas las mujeres habían de envidiarle, le llevó a casa de Staub, pues no le parecía que Luciano estuviera bastante bien vestido. De allí, los dos amantes fueron al bosque de Bolonia, y regresaron a cenar a casa de la señora de Val-Noble, donde Luciano encontró a Rastignac, Bixiou, Des Lupeaulx, Finot, Blondet, Vignon, el barón de Nucingen, Beaudernord, Felipe Bridau, Conti el gran músico, y todo el mundo de artistas, especuladores y personas que quieren oponer grandes emociones a grandes trabajos, los cuales dispensaron a Luciano una magnífica acogida. El poeta, seguro de sí mismo, desplegó su ingenio como si no hiciera comercio con él, y fue proclamado hombre fuerte, elogio que entonces estaba de moda entre aquellos semicamaradas.

—¡Oh!, habrá que ver lo que tiene en el vientre —dijo Teodoro Gaillard a uno de los poetas protegidos por la corte, que pensaba fundar un pequeño periódico monárquico llamado más tarde el Réveil.

Después de cenar, los dos periodistas acompañaron a sus amantes a la Ópera, donde Merlin tenía un palco, y adonde se dirigieron todos. De este modo, Luciano reapareció triunfante allí donde unos meses antes había caído pesadamente.

Se paseó por el vestíbulo dando el brazo a Merlin y a Blondet, y mirando a la cara a los lechuguinos que poco antes se burlaran de él. ¡Tenía a Châtelet bajo sus pies! De Marsay, Vandenesse y Manerville, los leones de aquella época, cambiaron miradas insolentes con él. Ciertamente, se había hablado del bello y elegante Luciano en el palco de la señora de Espard, donde Rastignac hizo una larga visita, porque la marquesa y la señora de Bargeton miraron fijamente a Coralia. ¿Acaso despertaba Luciano nostalgias en el corazón de la señora de Bargeton? Este pensamiento preocupó al poeta: al ver a la Corina de Angulema, un deseo de venganza agitaba su corazón, como el día en que fue objeto del desprecio de aquella mujer y de su prima en los Campos Elíseos.

—¿Habéis llegado de vuestra provincia con un amuleto? —preguntó Blondet a Luciano unos días más tarde, yendo a casa del poeta hacia las once de la mañana, hora en que éste aún no estaba levantado—. Su belleza —añadió, mostrando Luciano a Coralia, a quien besó en la frente— está haciendo estragos desde los sótanos hasta las buhardillas, de arriba abajo. Vengo a deteneros, querido —dijo estrechando la mano al poeta—. Ayer, en los Italianos, la señora condesa de Montcornet ha querido que os presentara en su casa. ¿No desdeñaréis a una mujer encantadora y joven, en cuyo palacio encontraréis a lo más distinguido de la buena sociedad?

—Si Luciano es como debe ser —dijo Coralia—, no irá a casa de vuestra condesa. ¿Qué necesidad tiene de ir? Se aburriría.

—¿Es que queréis tenerlo para vos en exclusiva? —repuso Blondet—. ¿Tenéis celos de las mujeres distinguidas?

—Sí —exclamó Coralia—, son peores que nosotras.

—¿Cómo lo sabes, gatita? —añadió Blondet.

—Por sus maridos —respondió la actriz—. ¿Olvidáis que he tenido a De Marsay durante seis meses?

—¿Creéis, hija mía —dijo Blondet—, que tengo mucho interés en presentar en casa de la señora de Montcornet a un hombre tan guapo como el vuestro? Si vos os oponéis a ello, consideremos como si no hubiese dicho nada. Pero más que de mujeres, creo yo, se trata de obtener paz y misericordia por parte de Luciano, con respecto a un pobre diablo víctima de su periódico. El barón Châtelet tiene la desgracia de tomarse en serio ciertos artículos. La marquesa de Espard, la señora de Bargeton y el salón de la condesa de Montcornet se interesan por la Garza, y he prometido reconciliar a Laura y Petrarca, la señora de Bargeton y Luciano.

—¡Ah! —exclamó Luciano, cuyas venas recibieron una sangre más fresca y que sintió el goce embriagador de la venganza satisfecha—. ¡Entonces tengo el pie sobre el vientre de ellos! Vos me hacéis adorar mi pluma, a mis amigos y al fatal poder de la prensa. Todavía no he escrito artículos sobre la Sepia y la Garza. Iré, amigo mío —dijo cogiendo a Blondet por la cintura—, sí, iré, pero cuando esa pareja haya sentido el peso de esta cosa tan ligera.

Cogió la pluma con la cual había escrito el artículo sobre Nathan y la blandió en el aire.

—Mañana les arrojaré a la cabeza dos pequeñas columnas. Después, ya veremos. No te preocupes, Coralia, no se trata de amor, sino de venganza, y la quiero completa.

—¡Eso es un hombre! —exclamó Blondet—. Si supieras, Luciano, cuán raro es encontrar una explosión parecida en el mundo hastiado de París, podría apreciar lo que vales. Te encuentras en la senda que conduce al poder.

—Llegará —aseguró Coralia.

—Ya ha recorrido mucho camino en seis semanas.

—Y cuando sólo se halle separado de algún cetro por el espesor de un cadáver, podrá utilizar como estribo el cuerpo de Coralia.

—Os amáis como en tiempos de la edad de oro —observó Blondet—. Te felicito por tu gran artículo —añadió mirando a Luciano—. Está lleno de cosas nuevas. Ya eres un maestro.

Lousteau fue con Héctor Merlin y Vernou a ver a Luciano, que se sintió enormemente halagado al ser objeto de sus atenciones. Feliciano le traía cien francos como precio de su artículo. El diario había sentido la necesidad de retribuir un trabajo tan bien hecho, con objeto de ganarse a su autor. Coralia, al ver aquel cabildo de periodistas, había mandado encargar un almuerzo al Cadran-Bleu, el restaurante más próximo, invitando a todos a pasar a su hermoso comedor, tan pronto como Berenice vino a decirle que ya estaba a punto. En medio de la comida, cuando el vino de Champaña hubo subido a todas las cabezas, la razón de la visita que hacían a Luciano sus camaradas se puso en claro.

—No querrás —le dijo Lousteau— hacer de Nathan un enemigo, ¿verdad? Es periodista, tiene amigos y te jugaría una mala pasada a tu primera publicación. ¿No tienes El Arquero de Carlos XI para vender? Hemos visto a Nathan esta mañana y está desesperado. Vas a hacer un artículo colmándole de elogios.

—¡Cómo! ¿Después de mi artículo contra su libro, queréis que…? —dijo Luciano.

Emilio Blondet, Héctor Merlin, Esteban Lousteau y Felipe Vernou, todos interrumpieron a Luciano con una carcajada.

—¿Le has invitado a cenar aquí pasado mañana? —preguntó Blondet.

—Tu artículo —le dijo Lousteau— no está firmado. Feliciano, que no es tan novato como tú, no ha dejado de poner abajo una C, con la que en lo sucesivo podrás firmar tus artículos en su periódico, que es izquierda pura. Todos nosotros somos de la oposición. Feliciano ha tenido la delicadeza de no comprometer tus futuras opiniones. En la tienda de Héctor, cuyo periódico es centro derecha, podrás firmar con una L. Se es anónimo para el ataque, pero se firma bien el elogio.

—Las firmas no me preocupan —repuso Luciano—; pero es que no veo nada que decir en favor del libro.

—Entonces, ¿pensabas lo que has escrito? —preguntó Héctor a Luciano.

—Sí.

—¡Ah, pequeño, te creía más fuerte! —dijo Lousteau—. No, palabra de honor, al mirar tu frente, te dotaba de una omnipotencia semejante a la de los grandes talentos, constituidos poderosamente para poder considerar todas las cosas en su doble forma. Hijo mío, en literatura, cada idea tiene su anverso y su reverso. Nadie puede asumir la responsabilidad de lo que es el anverso. Todo es bilateral en el dominio del pensamiento. Las ideas son binarias. Jano es el mito de la crítica y el símbolo del genio. ¡No hay más que Dios que sea triangular! Lo que pone a Molière y a Corneille fuera de lo corriente no es la facultad de hacer decir a Alceste y no a Filinto, a Octavio y a Cinna. Rousseau, en La Nueva Eloísa, escribió una carta en favor y otra en contra del duelo, ¿te atreverías tú a determinar su verdadera opinión? ¿Quién de nosotros podría pronunciarse entre Clarisa y Lovelace, entre Héctor y Aquiles? ¿Cuál es el héroe de Homero? ¿Cuál fue la intención de Richardson? La crítica debe contemplar las obras bajo todos sus aspectos. En fin, somos grandes reporteros.

—¿De modo que pensáis lo que escribís? —le dijo Vernou con aire burlón—. Debéis tener en cuenta que nosotros somos comerciantes de frases y vivimos de lo que vendemos. Cuando querráis hacer una grande y hermosa obra, un libro, en fin, podréis verter en él vuestros pensamientos, vuestra alma, encariñaros con él, defenderlo. Pero, unos artículos leídos hoy y olvidados mañana, todo eso, a mi modo de ver, sólo vale lo que se paga por ello. Si dais importancia a semejantes estupideces, ¡entonces haréis la señal de la cruz e invocaréis el Espíritu Santo para escribir un prospecto!

Todos parecieron asombrados de hallar escrúpulos en Luciano y terminaron por hacer trizas su túnica pretexta para ponerle la túnica viril de los periodistas.

—¿Sabes con qué frase se ha consolado Nathan después de haber leído tu artículo? —dijo Lousteau.

—¿Cómo voy a saberlo?

—Nathan exclamó: “¡Los pequeños artículos pasan, las grandes obras permanecen!”. Ese señor vendrá a cenar aquí dentro de dos días, debe prosternarse a tus pies, besar tu espolón y decirte que eres un gran hombre.

—Sería divertido —dijo Luciano.

—¡Divertido! —repuso Blondet—. Es necesario.

—Amigos míos, estoy dispuesto a ello —dijo Luciano, un poquitín embriagado—; pero ¿cómo hacerlo?

—Bien —contestó Lousteau—, escribe para el diario de Merlin tres hermosas columnas en las que te refutarás a ti mismo. Después de haber gozado con el furor de Nathan, acabamos de decirle que más bien nos tendría que dar las gracias por la polémica encarnizada, con ayuda de la cual va a agotarse la edición de su libro en ocho días. En estos momentos, tú eres para él un espía, un canalla, un mal sujeto. Pasado mañana serás un gran hombre, un espíritu fuerte, ¡un hombre de Plutarco! Nathan te abrazará como a su mejor amigo. Dauriat ha venido, tú tienes tres billetes de mil francos. La jugada ya se ha hecho. Ahora necesitas la estima y la amistad de Nathan. El único que debe quedar atrapado es el librero. Sólo debemos inmolar y perseguir a nuestros enemigos. Si se tratara de una persona que hubiese conquistado un nombre sin nosotros, de un talento incómodo y que hubiera sido preciso anular, no haríamos semejante réplica. Pero Nathan es uno de nuestros amigos, Blondet le había hecho atacar en el Mercure para darse el gusto de responder en los Débats. ¡Por este procedimiento, la primera edición del libro se ha agotado!

—Amigos míos, palabra de honor que soy incapaz de escribir dos frases de elogio sobre ese libro…

—Cobrarás todavía cien francos —dijo Merlin—. Nathan te habrá reportado ya diez luises, sin contar un artículo que puedes hacer para la revista de Finot, y por el cual te pagará cien francos Dauriat y otros cien la revista: en total, ¡veinte luises!

—Pero ¿qué he de decir? —preguntó Luciano.

—He aquí cómo puedes salir de apuros, hijo mío —respondió Blondet concentrándose—. La envidia, dirás, que se aferra a todas las obras hermosas, como el gusano a los buenos frutos, ha tratado de hincar el diente en ese libro. Para encontrar defectos en él, la crítica se ha visto obligada a inventar teorías a propósito de ese libro, y hacer una distinción entre dos literaturas: la que se entrega a las ideas y la que se da a las imágenes. Aquí, hijo mío, dirás que el último grado del arte literario es el de imprimir la idea en la imagen. Al tratar de demostrar que la imagen es toda la poesía, te lamentarás de la poca poesía que comporta nuestro idioma, hablarás de los reproches que nos hacen los extranjeros sobre el positivismo de nuestro estilo, y alabarás al señor de Canalis y a Nathan por los servicios que prestan a Francia al desprosaizar su lenguaje. Haz que resulte abrumadora tu argumentación haciendo ver que hemos progresado con relación al siglo XVII. Inventa el Progreso (¡adorable mistificación que debe hacerse a los burgueses!). Nuestra joven literatura procede por cuadros en los que se concentran todos los géneros, la comedia y el drama, las descripciones, los caracteres y el diálogo, todo ello enlazado por los nudos brillantes de una intriga interesante. La novela, que requiere el sentimiento, el estilo y la imagen, es la creación moderna más extraordinaria. Sucede a la comedia, que, dentro de las costumbres modernas, ya no es posible con sus viejas leyes. Abarca el hecho y la idea en sus invenciones, que requieren el ingenio de La Bruyère y su moral incisiva, los caracteres tratados como sabía hacerlo Molière, las grandes intrigas de Shakespeare y la pintura de los matices más delicados de la pasión, único tesoro que nos han legado los que nos precedieron. Así, la novela es muy superior a la discusión fría y matemática, al seco análisis del siglo XVIII. La novela, dirás, es una epopeya divertida. Cita a Corina, apóyate en madame de Staël. El siglo XVIII todo lo puso en cuestión, y el siglo XIX está encargado de llegar a conclusiones; por lo tanto, concluye por medio de realidades, pero realidades que viven y caminan. En fin, pon en juego la pasión, elemento desconocido de Voltaire. Aquí, una andanada contra Voltaire. En cuanto a Rousseau, no ha hecho más que vestir razonamientos y sistemas. Julia y Clara son entelequias, no tienen ni carne ni hueso. Puedes despacharte de lo lindo sobre este tema y decir que debemos a la paz, a los Borbones, una literatura joven y original, porque tú escribes en un diario de centro derecha. Búrlate de los hacedores de sistemas. En fin, puedes exclamar, con un hermoso gesto: ¡Cuántos errores, cuántos embustes en nuestro colega!, y todo ello, ¿por qué? Para rebajar una bella obra, para engañar al público y llegar a esta conclusión: un libro que se vende, no se vende. ¡Proh pudor! Suelta ¡proh pudor! Este honesto juramento animará al lector. Para terminar, anunciarás la decadencia de la crítica. Conclusión: no hay más que una sola literatura, la de los libros divertidos. Nathan ha entrado en una senda nueva, ha comprendido su época y responde a sus necesidades. La necesidad de la época es el drama. El drama es el deseo de un siglo en el que la política es un perpetuo melodrama. ¿Acaso no hemos visto en veinte años, dirás, los cuatro dramas de la Revolución, del Directorio, del Imperio y de la Restauración? De ahí rodarás hacia el ditirambo del elogio, y la segunda edición se agotará. He ahí cómo: el próximo sábado harás una hoja para nuestra revista, y la firmarás De Rubempré, con todas las letras. En este último artículo dirás: lo propio de las obras bellas es suscitar grandes discusiones. Esta semana, tal periódico ha dicho tal cosa del libro de Nathan, tal otro le ha respondido vigorosamente. Criticarás entonces a los dos críticos C. y L., y de paso me dedicarás una frase amable a propósito del primer artículo que yo he hecho en los Débats, y tú terminarás por afirmar que la obra de Nathan es la obra más bella de la época. Es como si no dijeras nada, porque esto se dice de todos los libros, y habrás ganado cuatrocientos francos en tu semana, además del placer de escribir la verdad en alguna parte. Las personas sensatas darán la razón a. C., a L., o a Rubempré, ¡quizás a los tres! La Mitología, que ciertamente es una de las más grandes invenciones humanas, ha puesto la verdad en el fondo de un pozo, ¿y no se necesitan cubos para sacarla? Tú habrás dado tres cubos al público. ¡Adelante, muchacho!