UN GRAN HOMBRE DE PROVINCIAS EN PARÍS
Ni Luciano, ni la señora de Bargeton, ni Gentil, ni Albertina, la doncella, hablaron jamás de los incidentes de aquel viaje; pero es de creer que la presencia continua de los criados lo convirtió en muy desagradable, sobre todo para un enamorado que contaba con los placeres de un rapto. Luciano, que iba en posta por primera vez en su vida, quedóse estupefacto al ver sembrar por la carretera de Angulema a París casi toda la suma que destinaba para su existencia de un año. Como los hombres que unen los encantos de la infancia a la fuerza del talento, cometió el error de expresar su ingenuo asombro ante las cosas que eran nuevas para él. Un hombre debe estudiar muy bien a una mujer antes de dejarle ver sus emociones y sus pensamientos a medida que se van produciendo. Una amante tan cariñosa como grande, sonríe ante las puerilidades y las comprende; pero por poca que sea su vanidad, no perdona a su amante el haberse mostrado niño, vano o pequeño. Muchas mujeres llevan una exageración tan grande en su culto, que quieren siempre encontrar un dios en su ídolo, mientras que aquellas que aman a un hombre por él mismo, adoran sus pequeñeces tanto como sus grandezas. Luciano no había adivinado aún que en la señora Bargeton el amor estaba injertado sobre el orgullo. Cometió el error de no explicarse ciertas sonrisas que se le escaparon a Luisa durante aquel viaje, cuando, en vez de contenerlas, él se entregaba a sus retozos de joven ratón salido del agujero.
Los viajeros llegaron al hotel del Gaillard-Bois, en la calle de l’Echelle, antes de que amaneciese. Los dos amantes estaban tan fatigados, que Luisa quiso antes que nada acostarse, y así lo hizo, no sin haber ordenado a Luciano que pidiese una habitación encima del apartamento que ella tomó. Luciano durmió hasta las cuatro de la tarde. La señora de Bargeton hizo que le despertaran para comer, y él se vistió precipitadamente al enterarse de la hora, encontrando a Luisa en una de aquellas innobles habitaciones que son la vergüenza de París, donde, a pesar de tantas pretensiones de elegancia, no existe aún un solo hotel en el que todo viajero rico pueda encontrarse como en su casa. Aunque tuviera en los ojos aquellas brumas que deja un brusco despertar, Luciano no reconoció a su Luisa en aquel aposento frío y sin sol, de cortinas ajadas, con suelo que parecía mísero, y cuyos muebles estaban muy usados y eran de mal gusto, viejos o de ocasión. Hay, en efecto, personas que ya no tienen ni el mismo aspecto ni el mismo valor, una vez separadas de las caras, de las cosas o de los lugares que les sirven de marco. Las fisonomías vivas tienen una especie de atmósfera que les es propia, como el claroscuro de los cuadros flamencos es necesario para la vida de las figuras que en ellas puso el genio de los pintores. La gente provinciana es casi toda así. Además, la señora de Bargeton pareció más digna, más pensativa de lo que debía estar en un momento en que iniciaba una felicidad sin obstáculos. Luciano no podía quejarse: Gentil y Albertina les servían. La comida no tenía ya aquel carácter de abundancia y de esencial bondad que distingue a la vida de provincias. Los platos cortados por la especulación, salían de un restaurante vecino y estaban escasamente servidos. París no es hermoso en estas pequeñas cosas a las que se ven condenadas las personas de fortuna mediocre. Luciano aguardó al fin de la comida para interrogar a Luisa, cuyo cambio le parecía inexplicable. No se equivocaba. Un grave acontecimiento, porque las reflexiones son los acontecimientos de la vida moral, había sobrevenido mientras él estaba durmiendo.
Hacia las dos de la tarde, Sixto du Châtelet se presentó en el hotel, hizo que Albertina se despertase, manifestó el deseo de hablar con su señora, y regresó después de haber dejado a la señora de Bargeton el tiempo necesario para arreglarse. Naís, cuya curiosidad fue excitada por esta singular aparición del señor Du Châtelet, ella que se creía tan bien escondida, le recibió alrededor de las tres.
—Os he seguido exponiéndome a una reprimenda en la administración —dijo saludándola—, porque preveía lo que os está sucediendo. Pero aunque tuviera que perder mi empleo, ¡por lo menos vos no os perderéis!
—¿Qué queréis decir? —exclamó la señora de Bargeton.
—Ya veo que amáis a Luciano —repuso él con aire tiernamente resignado—, porque hace falta amar mucho a un hombre para no pensar en nada, para olvidarse de todas las conveniencias, ¡vos que las conocéis tan bien! ¿Creéis, pues, querida Naís, Naís adorada, que seréis recibida en casa de la señora de Espard ni en ningún otro salón de París, tan pronto como se sepa que habéis salido de Angulema como si huyeseis, con un joven, y sobre todo después del duelo del señor de Bargeton y del señor de Chandour? La estancia de vuestro marido en el Escarbas tiene todo el aspecto de una separación, ya que, en semejantes casos, los hombres como es debido se baten por sus esposas y luego las dejan en libertad. Amad al señor de Rubempré, protegedle, haced de él todo lo que queráis, ¡pero no viváis juntos! Si alguien supiera aquí que habéis hecho el viaje en el mismo coche, seríais puesta en el Índice por la gente a la que vos queréis ver. Por otra parte, Naís, no hagáis todavía sacrificios por un joven que no habéis comparado aún con nadie, que no ha sido sometido a prueba alguna, y que puede olvidaros aquí por una parisiense a la que crea más necesaria a sus ambiciones. Yo no quiero perjudicar a aquel a quien amáis, pero permitidme que anteponga vuestros intereses a los suyos, y que os diga: ¡Estudiadle! Conoced toda la importancia del paso que vais a dar. Si encontráis cerradas las puertas, si las mujeres se niegan a recibiros, por lo menos no lamentéis tantos sacrificios, pensando que aquel por quien los hacéis será siempre digno de ellos y los sabrá apreciar. La señora de Espard es muy mojigata y severa, a pesar de que ella misma está separada de su marido, sin que la gente haya podido penetrar en la causa de su desunión; pero los Navarreins, los Blamont-Chauvry, los Lenoncourt, todos sus parientes la rodean, las mujeres más exigentes van a su casa y la acogen con respeto, de suerte que el marqués de Espard es el culpable. A la primera visita que le hagáis, reconoceréis cuán acertados son mis consejos. Ciertamente, puedo predecíroslo, yo que conozco París: al entrar en casa de la marquesa estaríais perdida si supiera que os encontráis en el hotel del Gaillard-Bois con el hijo de un boticario, por muy señor de Rubempré que quiera ser. Aquí tendréis unas rivales mucho más astutas que Amelia, no dejarán de saber quien sois, dónde estáis, de dónde venís y lo qué hacéis. Habéis contado con el incógnito, ya lo veo; pero sois de aquellas personas para quienes el incógnito no existe. ¿No encontraréis a Angulema por todas partes? Son los diputados del Charenta que vienen para la apertura de las Cámaras, el general que está en París de licencia; bastará con que un solo habitante de Angulema os vea para que vuestra vida sufra un cambio extraño: ya no seréis más que la amante de Luciano. Si tenéis necesidad de más para lo que sea, estoy en casa del recaudador general, en la calle del Faubourg Saint-Honoré, a dos pasos de la residencia de la señora de Espard. Conozco bastante a la mariscala de Carigliano, a la señora de Sérisy y al presidente del Consejo para presentaros a ellos, pero veréis a tantas personas en casa de la señora de Espard, que no tendréis necesidad de mí. Lejos de desear ir a tal o cual salón, vos seréis deseada en todas partes.
Du Châtelet pudo hablar sin que la señora de Bargeton le interrumpiese: estaba asombrada de la exactitud de sus observaciones. La reina de Angulema había contado, efectivamente, con el incógnito.
—Tenéis razón, querido amigo —dijo—, pero ¿qué voy a hacer?
—Dejadme —respondió Châtelet— que os busque un apartamento amueblado, conveniente; así llevaréis una vida menos cara que la de los hoteles, y estaréis en vuestra casa; y si queréis creerme, esta noche os acostaréis en el apartamento amueblado que yo os buscaré.
—¿Cómo habéis sabido mi dirección? —preguntó la señora de Bargeton.
—Vuestro coche era fácil de reconocer y, por otra parte, yo os seguía. En Sèvres, el postillón que os ha conducido dijo vuestra dirección al mío. ¿Me permitís que me convierta en vuestro aposentador? Pronto os escribiré para deciros adonde os he colocado.
—Bien, haced como queráis —dijo Luisa.
Estas palabras no parecían nada y lo eran todo. El barón Du Châtelet había hablado la lengua del mundo a una mujer de mundo. Habíase mostrado en toda la elegancia del vestir parisiense; un lindo cabriolé con hermosos caballos le había traído. Por casualidad, la señora de Bargeton se asomó a la ventana para reflexionar acerca de su situación y vio partir al viejo dandy. Unos instantes después, Luciano, bruscamente despertado, vestido a toda prisa, apareció ante sus ojos con un pantalón de mahón del año anterior y una fea levita. Estaba hermoso, pero vestido de un modo ridículo. Disfrazad de aguador al Apolo de Belvedere o al Antinoo, ¿reconoceréis entonces la divina creación del cincel griego o romano? Los ojos comparan antes de que el corazón haya podido rectificar este rápido juicio maquinal. El contraste entre Luciano y Du Châtelet fue demasiado brusco para no llamar la atención de Luisa. Cuando, hacia las seis, hubieron terminado de comer, la señora de Bargeton hizo una seña a Luciano indicándole que fuera a su lado, a un mal canapé de calicó rojo con flores amarillas, en el que ella se había sentado.
—Luciano, ¿no crees que si hemos cometido una locura que nos mata a los dos por igual, hay motivos para que la reparemos? No debemos, niño mío, vivir juntos en París, ni dejar que se sospeche que has hecho el viaje conmigo. Tu porvenir depende mucho de mi posición, y no debo echarla a perder de ningún modo. Así, desde esta tarde, voy a alojarme a unos pasos de aquí; pero tú te quedarás en este hotel, y podremos vernos todos los días sin que nadie encuentre reparo en ello.
Luisa explicó las leyes del mundo a Luciano, que abrió unos ojos muy grandes. Sin saber que las mujeres que vuelven atrás de sus locuras también vuelven atrás de su amor, comprendió que ya no era el Luciano de Angulema. Luisa no le hablaba más que de ella, de sus intereses, de su reputación y del mundo; y para excusar su egoísmo, intentaba hacerle creer que se trataba de él mismo. Él no tenía ningún poder sobre Luisa, que tan rápidamente había vuelto a ser la señora de Bargeton; y, ¡más grave aún!, él no tenía poder alguno. Por ello no pudo contener unos gruesos lagrimones.
—Si yo soy vuestra gloria, vos sois todavía más para mí, sois mi única esperanza y todo mi porvenir. He comprendido que si os casabais con mis éxitos, debíais casaros también con mi infortunio, y he aquí que ya nos separamos.
—Vos juzgáis mi conducta —dijo la señora de Bargeton—, entonces es que no me amáis.
Luciano la miró con una expresión tan dolorosa, que ella no pudo por menos de decirle:
—Pequeño mío, seguiré contigo si quieres, nos perderemos y quedaremos sin ningún apoyo. Pero cuando seamos igualmente miserables, y rechazados los dos, cuando el fracaso, porque hay que preverlo todo, nos haya obligado a buscar refugio en el Escarbas, acuérdate, cariño, de que yo había previsto este final, y que te propuse primeramente triunfar conforme a las leyes del mundo, obedeciéndolas.
—Luisa —contestó el joven besándola—, me da miedo verte tan prudente. Piensa que soy un niño, que me he abandonado completamente a tu querida voluntad. Yo quería triunfar de los hombres y de las cosas a la fuerza; pero si puedo llegar más rápidamente con tu ayuda que solo, me consideraré dichoso al deberte todos mis éxitos y mi fortuna. ¡Perdóname!, he puesto en ti demasiado para que ahora no tema perderlo todo. Para mí una separación es la precursora del abandono, y el abandono es la muerte.
—Pero, hijito mío, el mundo te exige muy poco —respondió Luisa—. Se trata únicamente de que duermas aquí, y durante el día estarás a mi lado sin que la gente tenga nada que objetar.
Algunas caricias acabaron de calmar a Luciano. Una hora más tarde, Gentil trajo el recado de que Châtelet había encontrado para la señora de Bargeton un apartamento en la calle Neuve-du-Luxemburg. Hizo explicarse la situación de aquella calle, que no estaba lejos de la de l’Echelle, y dijo a Luciano:
—Somos vecinos.
Dos horas después, Luisa subió a un coche que le enviaba Du Châtelet para que se dirigiera a su nuevo domicilio. El apartamento, uno de aquellos en que los tapiceros ponen muebles y alquilan a diputados ricos o a grandes personajes venidos por poco tiempo a París, era suntuoso, pero incómodo. Luciano regresó hacia las once a su pequeño hotel del Gaillard-Bois, sin haber visto de París más que la parte de la calle de Saint-Honoré que se encuentra entre la Neuve-du-Luxemburg y la de l’Echelle. Se acostó en su mísero cuartucho, que no pudo por menos de comparar con el magnífico apartamento de Luisa. En el momento en que salía de la casa de la señora de Bargeton, llegaba a ella el barón Du Châtelet, que volvía, con el esplendor de un traje de baile, del palacio del ministro de Asuntos Exteriores. Venía a dar cuenta de todos los arreglos que había efectuado para la señora de Bargeton. Luisa estaba inquieta, aquel lujo le asustaba. Las costumbres de provincias habían terminado por influir en ella, habíase vuelto meticulosa en sus cuentas; tenía tanto orden, que en París iba a pasar por avara. Se había traído cerca de veinte mil francos en un bono del recaudador general, destinando esta suma a cubrir el excedente de sus gastos durante cuatro años, pero ya estaba temiendo que no tendría suficiente y que contraería deudas. Châtelet le dijo que su apartamento sólo costaba seiscientos francos mensuales.
—Una miseria —añadió al ver el gesto que hizo Naís—. Tenéis a vuestras órdenes un coche por quinientos francos mensuales, lo cual hace en total cincuenta luises. Sólo os restará pensar en vuestra toilette. Una mujer que frecuenta el gran mundo no podría arreglarse de otro modo. Si queréis hacer del señor de Bargeton un recaudador general o bien obtener para él un puesto en el palacio real, no debe parecer que lleváis una vida miserable. Aquí no dan nada más que a los ricos. Es estupendo que tengáis a Gentil para acompañaros y a Albertina para vestiros, porque los criados son una ruina en París. Comeréis pocas veces en vuestra casa, con la vida de sociedad que vais a llevar.
La señora de Bargeton y el barón hablaron de Paris. Du Châtelet refirió las noticias del día, las mil naderías que uno debe saber so pena de parecer como si no estuviera en París. Pronto le dio a Naís consejos acerca de los almacenes en los cuales debía proveerse: le indicó a Herbault para los gorros, a Juliette para los sombreros y le facilitó la dirección de la modista que podía sustituir a Victorina; en fin, le hizo sentir la necesidad de desangulemizarse. Luego se fue, después del último rasgo de ingenio que tuvo la suerte de encontrar.
—Mañana —dijo como de pasada—, tendré sin duda un palco en algún espectáculo, vendré a recogeros a vos y al señor de Rubempré, porque me permitiréis que os haga a los dos los honores de París.
“Tiene en el carácter más generosidad de lo que yo creía”, pensó la señora de Bargeton al ver que invitaba a Luciano.
En el mes de junio, los ministros no saben qué hacer con sus palcos de los teatros; los diputados ministeriales y sus colaboradores se hallan en la vendimia o vigilan sus cosechas, y sus conocidos más exigentes se encuentran en el campo o de viaje; por esta razón, hacia esa época, los más hermosos palcos de los teatros de París reciben unos huéspedes heteróclitos a quienes los asiduos espectadores no vuelven a ver, y que le dan al público un aspecto de tapicería raída. Du Châtelet había pensado que, gracias a esta circunstancia, podría, sin gastar mucho dinero, procurar a Naís, las diversiones que engolosinan más a los provincianos. Al día siguiente, Luciano no encontró a Luisa en casa. La señora de Bargeton había salido para efectuar unas compras indispensables, y aconsejarse con las graves e ilustres autoridades en materia de toilette femenina que Châtelet le había citado, porque había escrito comunicando su llegada a la marquesa de Espard. Aunque la señora de Bargeton tuviera en sí misma aquella confianza que confiere un prolongado dominio, tenía mucho miedo de parecer provinciana. Poseía el tacto suficiente para saber hasta qué grado las relaciones entre mujeres dependen de las primeras impresiones, y aunque se sintiera capaz de ponerse rápidamente al nivel de las mujeres superiores como la señora de Espard, comprendía que tenía necesidad de benevolencia en sus comienzos, y quería sobre todo que no le faltase ningún elemento de éxito. Quedó muy agradecida a Châtelet por haberle indicado los medios de ponerse en consonancia con la buena sociedad parisiense. Por un azar singular, la marquesa se encontraba en una situación en que le encantaba hacer algún favor a cualquier persona de la familia de su marido. Sin causa aparente, el marqués de Espard se había retirado del mundo; no se ocupaba de sus negocios, ni de sus asuntos políticos, así como tampoco de su familia, ni de su mujer. Convertida de este modo en dueña de sí misma, la marquesa sentía la necesidad de ser aprobada por el mundo; estaba, pues, contenta de sustituir al marqués en esta circunstancia, erigiéndose en la protectora de su familia. Iba a introducir cierta ostentación en su patronazgo, con objeto de que los errores de su marido resultasen más evidentes. Aquel mismo día, escribió a la Señora de Bargeton, nacida Nègrepelisse, una de aquellas encantadoras esquelas en las que la forma es tan hermosa, que se necesita bastante rato para darse cuenta de su falta de fondo.
Decía que se sentía dichosa ante una circunstancia que acercaba a su familia a una persona de la cual había oído hablar, y que deseaba conocer, porque las amistades de París no eran tan sólidas como para que no deseara tener a alguien más a quien amar en el mundo; y si ello no había de tener efecto, no sería más que una ilusión que tendría que sepultar junto a las otras. Se ponía por entero a disposición de su prima, a quien habría ido a visitar, de no haber sido por una indisposición que la retenía en su casa; pero se consideraba ya como obligada por el hecho de que se hubiera acordado de ella.
Durante el primer paseo vagabundo a través de los bulevares y de la calle de la Paix, Luciano, como todos los recién llegados, se ocupó mucho más de las cosas que de las personas. En París, las masas se apoderan ante todo de la atención: el lujo de las tiendas, la altura de los edificios, la afluencia de los coches y las constantes oposiciones que presentan un lujo excesivo y una miseria extremada, son lo que más excitan la curiosidad. Sorprendido ante aquella multitud para la que era un extraño, aquel hombre de imaginación experimentó como una inmensa disminución de sí mismo. Las personas que en provincias gozan de una consideración cualquiera, y encuentran a cada paso una prueba de su importancia, no se acostumbran a esa pérdida total y súbita de su valor. Ser algo en su región y no ser nada en París, son dos estados que requieren transiciones; y aquellos que pasan del uno al otro demasiado bruscamente, caen en una especie de aniquilamiento. Para un joven poeta que encontraba un eco a todos sus sentimientos, un confidente para todas sus ideas y un alma para compartir las más pequeñas sensaciones, París iba a ser un espantoso desierto. Luciano no había ido a buscar su hermoso traje azul, de suerte que sufría la desventaja de una indumentaria poco elegante, por no decir ridícula, al dirigirse a casa de la señora de Bargeton a la hora en que ésta debía regresar. Encontró allí al barón Du Châtelet, el cual los llevó a los dos a comer al Rocher de Cancale. Luciano, aturdido por la rapidez del torbellino parisiense, no podía decir nada a Luisa, iban los tres en el coche; pero le apretaba la mano, y ella respondía amicalmente a todos los pensamientos que él le expresaba de éste modo. Después de comer. Châtelet llevó a los dos invitados al Vaudeville. Luciano experimentaba un secreto disgusto a la vista de Du Châtelet, maldecía el azar que lo había llevado a París. El director de las contribuciones puso el tema de su viaje en la cuenta de su ambición: esperaba ser nombrado secretario general de una administración, y entrar en el Consejo de Estado como relator; venía a pedir razón de las promesas que le habían sido hechas, porque un hombre como él no podía continuar para siempre como director de las contribuciones; prefería no ser nada, ser nombrado diputado o volver a la diplomacia. No hacía sino vanagloriarse. Luciano reconocía vagamente en aquel viejo bien parecido la superioridad del hombre de mundo, en lo que atañe a la vida parisiense; se hallaba sobre todo avergonzado de tener que deberle los goces de que estaba disfrutando. Allí donde el poeta se sentía inquieto y cohibido, el exsecretario de una princesa imperial se encontraba como el pez en el agua. Du Châtelet sonreía al ver las vacilaciones, los asombros, las preguntas y las pequeñas equivocaciones que la falta de la costumbre arrancaba a su rival, como los viejos lobos de mar se burlan de los novatos. El placer que experimentaba Luciano al ver por primera vez el espectáculo teatral en París, le compensó de todas sus confusiones. Aquella velada fue notable por la repudiación secreta de una gran cantidad de sus ideas sobre la vida de provincias. El círculo iba ensanchándose, la sociedad adquiría otras proporciones. La proximidad de varias lindas parisienses, tan elegantemente vestidas, le hizo reparar en lo atrasado de la toilette de la señora de Bargeton, aunque fuera pasablemente ambiciosa: ni las telas, ni el corte, ni los colores estaban de moda. El peinado que tanto le seducía en Angulema, le pareció de un gusto horrible comparado con las delicadas invenciones por las cuales se recomendaba cada mujer. “¿Va a continuar así?”, se dijo, sin saber que había dedicado el día a preparar una transformación. En provincias no hay elección ni comparación que hacer: la costumbre de ver las fisonomías les confiere una belleza convencional. Trasladada a París, una mujer que pasa por linda en provincias, no obtiene la menor atención, porque no es bella más que por la aplicación del proverbio. En el país de los ciegos, el tuerto es rey. Los ojos de Luciano hacían la comparación que la señora de Bargeton había hecho el día anterior entre él y Châtelet. Por su parte, la señora de Bargeton se permitía extrañas reflexiones acerca de su amante. A pesar de su peregrina belleza, el pobre poeta carecía de soltura. Su levita, cuyas mangas eran demasiado cortas, sus malos guantes de provincia y su chaleco, demasiado estrecho, le hacían aparecer sumamente ridículo al lado de los otros jóvenes del teatro. La señora de Bargeton le encontraba una facha deplorable. Châtelet, que se ocupaba de Luisa sin pretensión, velando por ella con una solicitud que traicionaba una pasión profunda; Châtelet, elegante y desenvuelto como un actor que vuelve a encontrar las tablas de su teatro, recuperaba en dos días todo el terreno que había perdido en seis meses. Aunque el vulgo no admita que los sentimientos cambien bruscamente, es cierto que dos amantes se separan a menudo más de prisa de lo que se habían unido. Entre la señora de Bargeton y Luciano se estaba fraguando una decepción de ellos mismos cuya causa era París. La vida aumentaba allí a los ojos del poeta, de la misma manera que la sociedad adoptaba un nuevo aspecto a los ojos de Luisa. Tanto al uno como al otro, sólo les faltaba un incidente que cortase los vínculos que les unían. Aquel hachazo, terrible para Luciano, no se hizo esperar mucho tiempo. La señora de Bargeton dejó al poeta en el hotel, y regresó a su apartamento acompañada de Du Châtelet, lo cual desagradó horriblemente al pobre enamorado.
—¿Qué van a decir de mí? —pensó mientras subía a su triste habitación.
—Ese pobre muchacho es singularmente fastidioso —dijo sonriendo Du Châtelet, cuando estuvo cerrada la portezuela del coche.
—Es lo que les ocurre a todos aquellos que tienen un mundo de ideas en el corazón y en el cerebro. Los hombres que tienen tantas cosas por expresar en bellas obras largo tiempo soñadas, profesan cierto menosprecio por la conversación, comercio en el que la inteligencia se disminuye al acuñar las ideas en forma de palabras —dijo la orgullosa Nègrepelisse, que tuvo aún el valor de defender a Luciano, menos por éste que por ella misma.
—De buena gana os doy la razón en eso —repuso el barón—, pero vivimos con las personas y no con los libros. Bueno, querida Naís, veo que no hay todavía nada entre vos y él, y estoy encantado por ello. Si os decidís a introducir en vuestra vida un interés que os ha faltado hasta el presente, os suplico que no sea para ese supuesto hombre de talento. ¡Si os hubierais equivocado! ¿Y si dentro de unos días, al compararlo con los verdaderos talentos, con los hombres realmente notables que vais a encontrar, reconocieseis, hermosa sirena, que habíais llevado sobre vuestra resplandeciente espalda, y conducido a puerto, en lugar de un hombre armado de la lira, a un pequeño mico, sin maneras, sin importancia, tonto y presumido, que puede tener ingenio en el Houmeau, pero que en París se convierte en un muchacho sumamente vulgar? Después de todo, aquí se publican cada semana volúmenes de versos de los cuales, el menor, vale más que toda la poesía del señor Chardon. ¡Por favor, aguardad y comparad! Mañana, viernes, hay ópera —dijo al ver que el coche entraba en la calle Neuve-du-Luxembourg—, la señora de Espard dispone del palco de los primeros aristócratas de la Cámara, y sin duda os llevará al teatro. Para veros en vuestra gloria, iré al palco de la señora de Sérisy. Representan Las Danaidas.
—Adiós —dijo Luisa.
Al día siguiente, la señora de Bargeton trató de arreglarse en forma adecuada para ir a efectuar una visita matutina a su prima, la señora de Espard. Hacía algo de frío y no encontró en sus viejas prendas de Angulema más que cierto vestido de terciopelo verde, con adornos algo extravagantes. Por su parte, Luciano sentía la necesidad de ir a buscar su famoso traje azul, porque había cobrado horror a su fea levita, y quería seguir mostrándose bien vestido al pensar que pudiera encontrar a la marquesa de Espard o ir a su casa de improviso. Subió a un fiacre con objeto de tener en sus manos cuanto antes el paquete. En el espacio de dos horas gastó tres o cuatro francos, lo que le dio mucho que pensar acerca de las proporciones financieras de la vida parisiense. Después de haber alcanzado el grado superlativo en su arreglo personal, encaminóse a la calle Neuve-du-Luxemburg, donde, junto a la puerta, encontró a Gentil en compañía de un joven lacayo magníficamente uniformado.
—Iba a vuestra casa, señor: la señora me envía este recado para vos —dijo Gentil, que no conocía las fórmulas del respeto parisienses, habituado como estaba a la campechanía de las costumbres provincianas.
El lacayo tomó al poeta por un criado. Luciano abrió el sobre de la esquela y se enteró de que la señora de Bargeton pasaría el día en casa de la señora marquesa de Espard e iría a la Ópera por la noche; pero le decía que fuera también él, porque su prima le permitía ofrecer un asiento en su palco al joven poeta, a quien la marquesa estaba encantada de procurar este placer.
“¡Entonces, me quiere! Mis temores son infundados —díjose Luciano—. Esta misma noche me presentará a su prima”.
Saltó de contento y quiso pasar alegremente el tiempo que le separaba de aquella venturosa velada. Lanzóse hacia las Tullerías, soñando con pasear por allí hasta la hora en que fuera a comer en el restaurante de Véry. Ya tenemos a Luciano caminando con paso ligero, lleno de felicidad, hacia la terraza de los Feuillants, y recorriéndola mientras examina a los transeúntes, a las lindas mujeres con sus adoradores, y a los elegantes, por parejas, cogidos del brazo y saludándose unos a otros con una ojeada al pasar. ¡Qué diferencia entre esta terraza y Beaulieu! ¡Los pájaros de aquel lugar eran mucho más bellos que los de Angulema! Era todo el lujo de colores que brilla en las familias ornitológicas de las Indias o de América, comparado con los tonos grises de las aves de Europa. Luciano pasó dos horas crueles en las Tullerías: hizo allí un violento retorno sobre sí mismo y se juzgó. Ante todo, no vio ni uno solo de aquellos jóvenes elegantes que vistiera levita. Si veía a un hombre con levita, era un anciano fuera de la ley, algún pobre diablo, un rentista venido del Marais o algún oficinista. Después de darse cuenta de que había un traje de mañana y otro de tarde, aquel poeta de intensas emociones y de mirada penetrante, reconoció lo feo de su indumentaria, los defectos que marcaban con el sello del ridículo su traje, cuyo corte estaba pasado de moda, el colorido era falso, el cuello carecía de gracia, y los faldones delanteros, a causa del uso, se inclinaban uno hacia el otro; los botones habían enrojecido y los pliegues dibujaban fatales líneas blancas. Además, su chaleco era demasiado corto y la hechura tan grotescamente provinciana que, para ocultarla, se abrochó rápidamente la levita. En fin, no veía con pantalón de mahón más que a las personas corrientes. Los elegantes lucían trajes confeccionados con deliciosas telas de fantasía o el blanco siempre irreprochable. Por otra parte, todos los pantalones llevaban trabilla, y el suyo compaginaba muy mal con los tacones de sus botas, para los cuales los bordes de la tela encogida manifestaban una violenta antipatía. Llevaba una corbata blanca con los extremos bordados por su hermana, quien, después de haberlas visto parecidas al señor Du Hautoy y al señor de Chandour, habíase apresurado a hacer unas iguales a su hermano. No solamente no había nadie, salvo las personas graves, algunos viejos financieros o severos administradores, que llevase corbata blanca por la mañana, sino que incluso vio el pobre Luciano pasar al otro lado de la verja, por la acera de la calle de Rivoli, a un mozo droguero que llevaba un canasto encima de la cabeza, y en el cual el hombre de Angulema descubrió dos cabos de corbata bordados por la mano de alguna griseta adorada. Al ver aquello, Luciano recibió un golpe en el pecho, en aquel órgano aún mal definido en el que se refugia nuestra sensibilidad, al que, desde que existen sentimientos, los hombres se llevan la mano, tanto en las alegrías como en los dolores extremos. ¿No tildaréis de puerilidad este relato? Ciertamente, para los ricos que jamás han conocido esta clase de sufrimientos, se encuentra aquí algo de mezquino e increíble; pero las angustias de los desgraciados no merecen menos atención que las crisis que revolucionan la vida de los poderosos y de los privilegiados de la tierra. Además, ¿no se encuentra tanto dolor en los unos como en los otros? El sufrimiento todo lo engrandece. En fin, cambiad los términos: en lugar de un traje más o menos bello, poned una cinta, una distinción, un título. Estas cosas, pequeñas en apariencia, ¿no han atormentado a brillantes existencias? La cuestión de la indumentaria es, por otra parte, de enorme importancia en aquellos que quieren parecer que tienen lo que no tienen, porque a menudo es éste el mejor medio de poseerlo más tarde. Luciano sintió un sudor frío al pensar que por la noche iba a comparecer así vestido en presencia de la marquesa de Espard, pariente de un primer gentilhombre de la cámara del rey, delante de una mujer a cuya casa iban los personajes más ilustres y distinguidos de la alta sociedad.
“¡Tengo el aire del hijo de un boticario, de un verdadero dependiente de farmacia!”, díjose a sí mismo, al ver pasar a los distinguidos, coquetones y elegantes jóvenes de las familias del Faubourg Saint-Germain, todos los cuales tenían unas maneras peculiares que les hacían a todos semejantes por la finura de los contornos, la nobleza del porte y el aspecto del semblante; y todos diferentes por el marco que cada cual había escogido para hacer resaltar su personalidad. Todos hacían que se destacasen sus ventajas con una especie de puesta en escena, en la que en París son tan duchos los jóvenes como las mujeres. Luciano había heredado de su madre las preciosas distinciones físicas, cuyos privilegios aparecían radiantes a sus ojos, pero aquel oro se hallaba en su ganga, y no estaba pulido. Tenía los cabellos mal cortados, y en lugar de mantener su alta frente erguida por medio de una flexible ballena, sentíase sepultado en un feo cuello de camisa, y la corbata, al no ofrecer resistencia, le hacía tener inclinada su contristada cabeza. ¿Qué mujer habría adivinado sus lindos pies en las botas innobles que había traído de Angulema? ¿Qué hombre joven habría envidiado su lindo talle disimulado por el saco azul que él había creído hasta entonces que era una levita? Veía magníficos botones en camisas resplandecientes de blancura, la suya estaba amarillenta. Todos aquellos elegantes aristócratas iban maravillosamente enguantados, y él llevaba guantes de gendarme. Éste jugueteaba con un bastón deliciosamente incrustado, aquél llevaba una camisa con los puños sujetos por lindos gemelos de oro. Al hablar a una mujer, el uno doblaba un lindo látigo, y los pliegues abundantes de su pantalón moteado por algunas pequeñas salpicaduras, sus espuelas resonantes y su pequeña levita ceñida, indicaban que se disponían a montar en uno de los dos caballos que un criado, pequeño como el puño, tenía de las riendas. Otro sacaba del bolsillo del chaleco un reloj plano como una moneda de cien sueldos, y miraba la hora como hombre que se hubiera adelantado o pasado de la hora de una cita. Al mirar aquellas lindas fruslerías, que Luciano no sospechaba que lo fuesen, se le apareció el mundo de las superfluidades necesarias, y se estremeció al pensar que necesitaba un capital para ejercer el estado de joven de moda. Cuanto más admiraba a aquellos jóvenes de aire feliz y desenvuelto, más conciencia tenía de su aire extraño, el aire de un hombre que ignora adónde lleva el camino que sigue, que no sabe dónde se encuentra el Palacio Real cuando está cerca de él, y que pregunta dónde está el Louvre a un transeúnte, que le responde: “Ya estáis en él”. Luciano veíase separado de aquel mundo por un abismo, se preguntaba por qué medios podía franquearlo, porque quería ser semejante a los delicados y esbeltos jóvenes parisienses. Todos aquellos patricios saludaban a unas mujeres maravillosamente vestidas y divinamente bellas, mujeres por las que Luciano se habría hecho matar por el precio de un solo beso, como el paje de la condesa de Konigsmarck. En las tinieblas de su memoria, Luisa, comparada con aquellas soberanas, dibujose como una vieja. Encontró a varias de aquellas mujeres de las cuales se hablará en la historia del siglo XIX, cuya inteligencia, belleza y amores no serán menos célebres que las de las reinas de tiempos pasados. Vio pasar a una joven sublime, a la señorita Des Touches, tan conocida bajo el nombre de Camilo Maupin, escritor eminente, tan grande por su belleza como por su superior inteligencia, y cuyo nombre fue repetido en voz baja por los transeúntes y por las mujeres.
“¡Ah! —se dijo Luciano—, ahí va la poesía”.
¡Qué era la señora de Bargeton al lado de aquel ángel radiante de juventud, de esperanza, de porvenir, con su dulce sonrisa, y cuyos negros ojos eran vastos como el cielo, ardientes como el sol! Reía mientras hablaba con la señora Firmiani, una de las mujeres más encantadoras de París. Una voz le gritó: “La inteligencia es la palanca con la cual se mueve el mundo”. Pero otra le dijo que el punto de apoyo de la inteligencia era el dinero. No quiso permanecer en medio de sus ruinas y en el teatro de su derrota y tomó el camino del Palacio Real, después de haber preguntado dónde se encontraba, porque aún no conocía la topografía de su barrio. Entró en Véry, pidió, para iniciarse en los placeres de París, una comida que le consolase de su desesperación. Una botella de vino de Burdeos, ostras de Ostende, un pescado, una perdiz, macarrones y unas frutas, fueron el nec plus ultra de sus deseos. Saboreó aquel pequeño despilfarro, pensando hacer gala de ingenio aquella noche junto a la marquesa de Espard, y compensar la mezquindad de su atavío con el despliegue de sus riquezas intelectuales. Vino a sacarle de sus sueños la suma a que ascendía la cuenta, que se le llevó los cincuenta francos con los cuales creía ir muy lejos en París. Aquella comida costaba un mes de su existencia en Angulema. Por ello cerró respetuosamente la puerta de aquel palacio, pensando que jamás volvería a poner en él los pies.
“Eva tenía razón —díjose a sí mismo mientras por la Galerie-de-Pierre se dirigía a su hotel a buscar dinero—, los precios de París no son los del Houmeau”.
Por el camino admiró las tiendas de los sastres, y pensando en los trajes que había visto aquella mañana.
“No —exclamó—, no apareceré con esta facha delante de la señora de Espard”.
Corrió con celeridad de gamo hasta el hotel del Gaillard-Bois, subió a su aposento y volvió al Palacio Real para vestirse de pies a cabeza. Había visto zapaterías, camiserías y peluquerías en el Palacio Real, donde su futura elegancia se hallaba esparcida en diez establecimientos. El primer sastre en cuya tienda entró le hizo probar tantos trajes como quiso ponerse, y le persuadió de que todos eran de última moda. Luciano salió poseyendo un traje verde, un pantalón blanco y un chaleco de fantasía por la suma de doscientos francos. Pronto hubo encontrado un par de botas muy elegantes y a la medida de su pie. En fin, después de haber comprado todo lo que necesitaba, fue a la peluquería. A las siete montó en un fiacre y se hizo conducir a la Ópera, rizado como un San Juan de procesión, bien enchalecado y bien encorbatado, pero un poco envarado en aquella especie de estuche en que se encontraba por primera vez. Siguiendo la recomendación de la señora de Bargeton, preguntó por el palco de los primeros gentileshombres de la Cámara. Al ver a un hombre de elegancia evidentemente prestada, el portero le rogó que le mostrase la entrada.
—No tengo.
—No podéis entrar —respondióle secamente.
—Pero es que soy de la sociedad de la señora de Espard —dijo.
—Nosotros no tenemos obligación de saber estas cosas —dijo el empleado, que no pudo por menos de cambiar una imperceptible sonrisa con sus colegas.
En aquel momento, un coche se detuvo bajo el peristilo. Un lacayo, al que Luciano no reconoció, desplegó el estribo de un cupé del que se apearon dos mujeres muy ataviadas. Luciano, que no quiso recibir del portero algún impertinente aviso para que obstaculizase la entrada, dejó paso a las dos mujeres.
—Esa señora es la marquesa de Espard, a quien vos pretendéis conocer, señor —dijo irónicamente el portero a Luciano.
Luciano quedóse tanto más perplejo cuanto que la señora de Bargeton no parecía reconocerle en su nuevo plumaje; pero cuando él la abordó, ella le sonrió y le dijo:
—¡Ah! ¡Hola! ¡Venid!
Los empleados se habían puesto nuevamente serios. Luciano siguió a la señora de Bargeton, la cual, mientras subían por la amplia escalera de la Ópera, hizo la presentación de su Rubempré a la señora de Espard. El palco de los primeros gentileshombres es el que se encuentra en uno de los lienzos de pared cortados en el fondo de la sala. Desde allí se puede ver y ser visto de todo el mundo. Luciano se colocó detrás de su prima, en una silla, contento de hallarse en la sombra.
—Señor de Rubempré —dijo la marquesa en todo lisonjero—, como venís por primera vez a la Ópera, podéis sentaros ahí delante, os lo permitimos, y de este modo podréis verlo todo bien.
Luciano obedeció. El primer acto de la ópera estaba terminado.
—Habéis empleado bien vuestro tiempo —le dijo Luisa al oído, en el primer momento de sorpresa que le causó el cambio de Luciano.
Luisa se había quedado como antes. La proximidad de una mujer de moda, de la marquesa de Espard, aquella especie de señora de Bargeton de París, la perjudicaba enormemente. La brillante parisiense hacía resaltar tanto las imperfecciones de la provinciana que Luciano, doblemente ilustrado por la buena sociedad de aquella suntuosa sala y por aquella mujer eminente, vio al fin en la pobre Naís de Nègrepelisse a la mujer real, a la mujer que la gente de París estaba viendo: una mujer alta, flaca, con el rostro cubierto de barrillos, marchita, angulosa, preciosa, pretenciosa, provinciana en el modo de hablar y mal arreglada sobre todo. En efecto, los pliegues de un vestido viejo de París todavía dan fe de buen gusto, la gente se lo explica, adivina lo que fue, pero un viejo vestido de provincia es inexplicable, es risible. El vestido y la mujer carecían de gracia y lozanía, el terciopelo estaba tan ajado como la tez. Luciano, avergonzado de haber amado aquel hueso de sepia, prometióse aprovechar el primer acceso de virtud de Luisa para abandonarla. Su excelente vista le permitía ver los prismáticos enfocados hacia su palco aristocrático por excelencia. Las mujeres más elegantes examinaban evidentemente a la señora de Bargeton, porque todas ellas sonreían al hablar. Si la señora de Espard reconoció, por los gestos y las sonrisas femeninas, la causa de los sarcasmos, fue completamente insensible a ellos. Ante todo, cada cual debía reconocer en su compañera a la pobre pariente venida de provincias, con la que tal vez pueda verse afligida toda familia parisiense. Además, su prima le había hablado sobre el arreglo personal, manifestándole cierto temor, ella la había tranquilizado, al darse cuenta de que Naís, una vez bien vestida, no tardaría en adquirir las maneras parisienses. Si la señora de Bargeton carecía de trato mundano, tenía la altivez natural de una mujer noble, y ese no sé qué al que puede llamarse raza. El lunes siguiente, pues, se desquitaría. Por otra parte, una vez que el público se hubiera enterado de que aquella mujer era su prima, la marquesa sabía que suspendería sus burlas y aguardaría a un nuevo examen antes de juzgarla. Luciano no adivinaba el cambio que operarían en la persona de Luisa un echarpe alrededor del cuello, un lindo vestido, un elegante peinado y los consejos de la señora de Espard. Al subir la escalera, la marquesa le había dicho ya a su prima que no tuviera en la mano el pañuelo desplegado. El buen o el mal gusto dependen de mil pequeños detalles de este género, que una mujer inteligente capta en seguida y que otras mujeres no comprenderán jamás. La señora de Bargeton, ya llena de buena voluntad, era sobradamente lista para reconocer de qué pie cojeaba. La señora de Espard, segura de que su discípula le haría honor, no se había negado a formarla. En fin, entre aquellas dos mujeres se había efectuado un pacto fundado en su mutuo interés. La señora de Bargeton había rendido en seguida culto al ídolo del día, cuyas maneras, inteligencia y ambiente le habían seducido, deslumbrado, fascinado. Había reconocido en la señora de Espard el oculto poder de la gran dama ambiciosa, y habíase dicho a sí misma que ella triunfaría si se convertía en satélite de aquel astro: así, pues, habíala admirado francamente. La marquesa había sido sensible a esta ingenua conquista, habíase interesado por su prima al hallarla débil y pobre; además, se las había arreglado bastante bien para tener una alumna con que escuela, y no pedía otra cosa sino adquirir en la persona de la señora de Bargeton una especie de azafata, una esclava que cantaría sus alabanzas, tesoro aún más raro entre las mujeres de París que un crítico adicto entre la gente de letras. Sin embargo, el movimiento de curiosidad se hacía demasiado visible para que la recién llegada no se diera cuenta de ello, y la señora de Espard quiso cortésmente hacer que se engañase acerca de aquel movimiento.
—Si recibimos visitas —le dijo—, sabremos quizás a qué debemos el honor de tener ocupadas a esas señoras…
—Sospecho que mi viejo vestido de terciopelo y mi cara angulemense divierte a las parisienses —dijo riendo la señora de Bargeton.
—No, no sois vos, hay algo que no me explico —añadió volviéndose hacia el poeta, al que miró por vez primera y al que pareció encontrar vestido de un modo singular.
—Ahí está el señor Du Châtelet —dijo en aquel momento Luciano, levantando el dedo para señalar el palco de la señora de Sérisy, en donde el barón acababa de entrar.
Al ver este gesto, la señora de Bargeton se mordió los labios de despecho, porque la marquesa no pudo reprimir una mirada y una sonrisa de asombro que decían tan desdeñosamente: “¿De dónde sale ese joven?” que Luisa se sintió humillada en su amor, la sensación más punzante para una francesa y que no perdona a su amante el que se la ocasione. En este mundo en que las pequeñas cosas se hacen grandes, un gesto o una palabra pierden a un principiante. El principal mérito de las buenas maneras y del tono de alta sociedad es ofrecer un conjunto armonioso en el que todo está tan bien fundido, que nada llama la atención. Aquellos mismos que, por ignorancia, o por un impulso cualquiera del pensamiento, no observan las leyes de esta ciencia, comprenderán que en esta materia una sola disonancia es como en música una negación completa del arte mismo, del cual todas las condiciones deben ser ejecutadas en los menores detalles, so pena de no ser.
—¿Quién es ese caballero? —preguntó la marquesa indicando a Du Châtelet—. ¿Conocéis ya a la señora de Sérisy?
—¡Ah!, ¡esa persona es la famosa señora de Sérisy, que ha tenido tantas aventuras, y que, sin embargo, es recibida en todas partes!
—Una cosa inaudita, querida —respondió la marquesa—, una cosa explicable pero inexplicada. Los hombres más temibles son amigos suyos, y ¿por qué? nadie se atreve a sondear ese misterio. Entonces, ¿ese caballero es el león de Angulema?
—El señor barón Du Châtelet —dijo Naís, que, por vanidad, devolvió en París el título que le discutía a su adorador—, es un hombre que ha dado mucho que hablar de sí. Es el compañero del señor de Montriveau…
—¡Ah! —dijo la marquesa— nunca oigo ese nombre sin pensar en la pobre duquesa de Langeais, que ha desaparecido como una estrella fugaz. He ahí —dijo mostrando un palco—, al señor de Rastignac, y a la señora de Nucingen, la mujer de un abastecedor, banquero, hombre de negocios, revendedor al por mayor, hombre que se impone al mundo en París por su fortuna y del que dicen que es poco escrupuloso sobre los medios para aumentarla; se esfuerza por hacer creer en su adhesión a los Borbones. Ya ha intentado venir a mi casa. ¡Al tomar el palco de la señora de Langeais, su mujer creyó que heredaría de ésta la elegancia, la inteligencia y el éxito! Siempre la fábula del grajo que se adorna con las plumas del pavo real.
—¿Cómo se las arreglan el señor y la señora de Rastignac, de quienes no conocemos mil escudos de renta, para sostener a su hijo en París? —dijo Luciano a la señora de Bargeton, asombrándose de la elegancia y del lujo que revelaba el atuendo de aquel joven.
—Resulta difícil advertir que venís de Angulema —respondió irónicamente la marquesa, sin dejar los gemelos.
Luciano no comprendió, estaba absorto por completo mirando los palcos, en los que adivinaba los juicios que en ellos se hacían sobre la señora de Bargeton y la curiosidad de que él era objeto. Por su parte, Luisa sentíase singularmente mortificada por el poco aprecio que la marquesa hacía de la belleza de Luciano.
“Entonces, no es tan guapo como yo creía”, pensaba.
De esto a encontrarle menos inteligente, no había más que un paso. Había bajado el telón. Du Châtelet, que se acercó a hacer una visita a la duquesa de Carigliano, cuyo palco estaba próximo al de la señora de Espard, saludó a la señora de Bargeton, la cual respondió con una inclinación de cabeza. Una mujer de mundo lo vio todo, y la marquesa advirtió el porte superior de Du Châtelet. En aquel momento cuatro personas entraron sucesivamente en el palco de la marquesa, cuatro celebridades parisienses.
El primero era el señor de Marsay, hombre famoso por las pasiones que inspiraba, notable sobre todo por una belleza femenina, suave, pero corregida por una mirada fija, serena, fiera y rígida como la de un tigre; se le amaba y él inspiraba miedo. Luciano era también hermoso, pero en él la mirada era tan dulce y sus ojos azules eran tan límpidos, que no parecía susceptible de poseer aquella fuerza y aquel poder que tanto atrae a las mujeres. Por otra parte, nada había aún que hiciera destacar al poeta, mientras que de Marsay poseía la seguridad de resultar agradable y un arreglo personal adecuado a su naturaleza, que eclipsaba a todos sus rivales. Juzgad lo que podía ser a su lado Luciano, gravedoso, engomado, rígido y nuevo como su ropa. De Marsay había conquistado el derecho de decir impertinencias por el ingenio con que lo hacía y por la gracia de las maneras con que acompañaba sus palabras. La acogida que le dispensó la marquesa indicó en seguida a la señora de Bargeton el poder de aquel personaje. El segundo era uno de los dos Vandenesse, el que había causado el escándalo de Lady Dudley, un joven dulce, inteligente y modesto, que triunfaba por cualidades completamente opuestas a aquellas de que se jactaba de Marsay, y que la prima de la marquesa, la señora de Mortsauf le había recomendado con insistencia. El tercero era el general Montriveau, causante de la desgracia de la duquesa de Langeais. Y el cuarto era el señor de Canalis, uno de los más ilustres poetas de aquella época, un joven aún en los albores de su gloria, y que, más orgulloso de ser aristócrata que de su talento, cortejaba a la señora de Espard para ocultar su pasión por la duquesa de Chaulieu. A pesar de sus gracias algo afectadas, adivinábase la inmensa ambición que más tarde le arrojó a la vorágine de las borrascas políticas. Su belleza casi afeminada, y sus sonrisas acariciadoras disimulaban mal un profundo egoísmo y los perpetuos cálculos de una existencia entonces problemática, pero la elección que había hecho de la señora de Chaulieu, mujer de más de cuarenta años, le valía a la sazón los favores de la corte, los aplausos del Foubourg Saint-Germain y las injurias de los liberales que le llamaban poeta de sacristía.
Al ver aquellas cuatro figuras tan notables, la señora de Bargeton se explicó el poco caso que la marquesa hacía de Luciano. Luego, cuando la conversación se inició, cuando cada una de aquellas inteligencias tan sutiles, tan delicadas, se reveló por rasgos que tenían más sentido y profundidad que todo cuanto Naís oía durante un mes en provincias; cuando sobre todo el poeta dejó oír su palabra vibrante en la que se encontraba lo positivo de aquella época, pero dorado de poesía, Luisa comprendió lo que Du Châtelet le había dicho el día anterior. Y Luciano ya no fue nada. Todos miraban al pobre desconocido con una indiferencia tan cruel, estaba allí de tal modo como un extranjero que ignora la lengua, que la marquesa sintió compasión por él.
—Permitidme, caballero —dijo a Canalis—, que os presente al señor de Rubempré. Ocupáis una posición demasiado alta en el mundo literario para que no acojáis a un principiante. El señor de Rubempré llega de Angulema, y sin duda tendrá necesidad de vuestra protección cerca de aquellos que aquí hacen brillar el talento. Todavía no hay enemigos que puedan labrar su fortuna atacándole. ¿No resulta una empresa bastante original, para que la intentéis, la de hacer que obtenga por medio de la amistad lo que vos alcanzáis a causa del odio que os profesan?
Los cuatro personajes miraron entonces a Luciano durante el tiempo que la marquesa habló. Aunque estaba a dos pasos del recién llegado, de Marsay cogió su monóculo para verlo; su mirada iba de Luciano a la señora de Bargeton, y de la señora de Bargeton a Luciano, aparejándolos con un pensamiento burlón que mortificó cruelmente tanto al uno como al otro; los examinaba como a dos animales curiosos, y sonreía. Aquella sonrisa fue una puñalada para el gran hombre de provincias. Félix de Vandenesse tuvo un aire caritativo, y Montriveau lanzó a Luciano una mirada para sondearle hasta el fondo.
—Señora —dijo el señor de Canalis inclinándose—, os obedeceré, a pesar del interés personal que nos induce a no favorecer a nuestros rivales; pero vos nos habéis acostumbrado a los milagros.
—Bien, procuradme el placer de venir el lunes a mi casa a comer con el señor de Rubempré, charlaréis más cómodamente que aquí sobre asuntos literarios; trataré de reunir algunos de los tiranos de la literatura y de las celebridades que la protegen, al autor de Ourika y algunos jóvenes poetas bien pensantes.
—Señora marquesa —dijo de Marsay—, si vos protegéis al caballero por su inteligencia, yo lo protegeré por su belleza; le daré consejos que harán de él el más afortunado dandy de París. Después de esto, será poeta si él quiere.
La señora de Bargeton dio las gracias a su prima con una mirada.
—Yo no os sabía celoso de las personas de talento —dijo Montriveau a de Marsay—. La felicidad mata a los poetas.
—¿Es por esto por lo que el caballero trata de casarse? repuso el dandy dirigiéndose a Canalis, para ver si la señora de Espard sentíase alcanzada por estas palabras.
Canalis se encogió de hombros, y la señora de Espard, amiga de la señora de Chaulieu, se echó a reír.
Luciano, que se encontraba en su ropa como una momia egipcia, sentíase avergonzado de no contestar nada. Finalmente dijo con su voz suave a la marquesa:
—Vuestras bondades, señora, me condenan a no tener más que éxitos.
Du Châtelet entró en aquel momento, cogiendo por los pelos la ocasión de hacerse apoyar cerca de la marquesa por Montriveau, uno de los reyes de París. Saludó a la señora de Bargeton, y rogó a la señora de Espard que le perdonara la libertad que se tomaba de invadir su palco: ¡hacía tanto tiempo que estaba lejos de su compañero de viaje! Montriveau y él volvían a verse por primera vez después de haberse separado en medio del desierto.
—¡Separarse en el desierto y volver a encontrarse en la Ópera! —dijo Luciano.
—Es un verdadero reconocimiento de teatro —dijo Canalis.
Montriveau presentó el barón Du Châtelet a la marquesa, y ésta dispensó al exsecretario de órdenes de Su Alteza Imperial una acogida tanto más halagadora cuanto que había visto que era bien recibido ya en tres palcos, que la señora de Sérisy no admitía más que a personas muy importantes, y que era el compañero de Montriveau. Este último título era de tanto valor, que la señora de Bargeton pudo advertir en el tono, en las miradas y en las maneras de los cuatro personajes, que éstos reconocían a Du Châtelet como uno de los suyos sin discusión. La conducta sultanesca observada por Du Châtelet en provincias le fue explicada de pronto a Naís. Finalmente Du Châtelet vio a Luciano, y le hizo uno de aquellos saludos fríos y secos por los cuales un hombre desconsidera a otro, indicando a las personas de mundo el ínfimo lugar que ocupa en la sociedad. Acompañó su saludo de un aire sardónico por el que parecía decir: ¿Debido a qué casualidad se encuentra éste aquí? Du Châtelet fue bien comprendido, porque de Marsay se inclinó hacia Montriveau para decirle al oído de modo que el barón pudiera oírle:
—Preguntadle, pues, quien es ese singular joven que parece un maniquí vestido a la puerta de una sastrería.
Du Châtelet habló durante un momento al oído de su compañero, como si estuviera renovando su conocimiento, y sin duda despedazó a su rival. Sorprendido ante la agudeza de los dichos y lo sutiles que eran las respuestas de aquellos hombres, Luciano estaba perplejo por los rasgos de ingenio y, sobre todo, por la desenvoltura de la palabra y de las maneras. El lujo que le había asustado por la mañana en las cosas, volvía a encontrarlo en las ideas. Preguntábase por qué misterio aquellas personas encontraban rápidamente reflexiones tan agudas y salidas que él no habría imaginado más que después de largas meditaciones. Además, no solamente aquellos cinco hombres de mundo se mostraban desenvueltos en sus palabras, sino también en el modo de vestir: no había en ellos nada de nuevo ni de viejo, nada brillaba y todo atraía las miradas. Su lujo de hoy era el de ayer y debía ser el de mañana. Luciano adivinó que parecía como si se hubiera vestido por primera vez en su vida.
—Querido —decía de Marsay a Félix de Vandenesse—, ese pequeño Rastignac se lanza como un ciervo volante. Ya está junto a la marquesa de Listomère, realiza progresos, no está mirando con los gemelos. Sin duda conoce al caballero —añadió el dandy dirigiéndose a Luciano, pero sin mirarle.
—Es difícil —respondió la señora de Bargeton—, que el nombre del gran hombre del cual nos enorgullecemos no haya llegado hasta aquí, su hermana oyó últimamente al señor de Rubempré leernos unos versos muy bellos.
Félix de Vandenesse y de Marsay saludaron a la marquesa y se dirigieron al palco de la señora de Listomère, la hermana de Vandenesse. Comenzó el segundo acto, y todos abandonaron a la señora de Espard, a su prima y a Luciano. Unos fueron a explicar quién era la señora de Bargeton a las mujeres intrigadas por su presencia, y otros contaron la llegada del poeta y se burlaron del modo como iba vestido. Canalis volvió al palco de la duquesa de Chaulieu y ya no salió de él. Luciano se sentía feliz ante la desbandada producida por la reanudación del espectáculo. Todos los temores de la señora de Bargeton con respecto a Luciano, fueron aumentados por la atención que su prima había dedicado al barón Du Châtelet, y que tenía un carácter muy distinto del de su cortesía protectora para con Luciano. Durante el segundo acto, el palco de la señora de Listomère quedó lleno de gente, y pareció agitado por una conversación en la que se trataba de la señora de Bargeton y de Luciano. El joven Rastignac era evidentemente el animador de aquel palco, daba pábulo a las risas parisienses que, cebándose cada día en un nuevo manjar, se apresura a agotar el tema presente convirtiéndolo en un solo instante en algo viejo y usado. La señora de Espard, inquieta, sabía que no se deja que una maledicencia sea ignorada mucho tiempo por aquellos a quienes hiere, y aguardó a que terminara el segundo acto. Cuando los sentimientos han vuelto sobre sí mismos, como les ocurría a Luciano y a la señora de Bargeton, suceden cosas extrañas en poco tiempo: las revoluciones morales se operan por leyes de un efecto rápido. Luisa tenía presentes en su memoria las palabras prudentes y políticas que Du Châtelet le había dicho acerca de Luciano al volver del Vaudeville. Cada frase era una profecía, y Luciano se encargó de cumplirlas todas. Al perder sus ilusiones sobre la señora de Espard; en seguida se enamoró de ella. El pobre muchacho, cuyo destino se parecía un poco al de J. J. Rousseau, le imitó en el hecho de quedar fascinado por la señora de Espard; en seguida se enamoró de ella. Los jóvenes o los hombres que se acuerdan de sus emociones de juventud, comprenderán que esta pasión era sumamente probable y natural. Las lindas maneras, aquel modo de hablar delicado, aquel fino tono de voz, aquella mujer delgada, tan noble, encumbrada, y envidiada, aquella reina aparecíasele al poeta como la señora de Bargeton se le había aparecido en Angulema. La volubilidad de su carácter le impulsó rápidamente a desear aquella alta protección; el medio más seguro era poseer aquella mujer, entonces lo tendría todo. Había triunfado en Angulema, ¿por qué no habría de triunfar en París? Involuntariamente y a pesar de la magia de la Ópera, completamente nueva para él, su mirada, atraída por aquella magnífica Celimena, se deslizaba continuamente hacia ella; y cuanto más la veía, más deseos sentía de verla. La señora de Bargeton sorprendió una de las miradas chispeantes de Luciano; le observó, y vio que estaba más ocupado de la marquesa que del espectáculo. De buena gana se habría resignado a verse abandonada a causa de las cincuenta hijas de Dánao, pero cuando una mirada más ambiciosa, más ardiente y más significativa que las otras le explicó lo que ocurría en el corazón de Luciano, se puso celosa, aunque menos por el futuro que por el pasado.
“Jamás me ha mirado a mí de ese modo —pensó—; ¡Dios mío, Du Châtelet tenía razón!”.
Reconoció entonces el error de su amor. Cuando una mujer llega a arrepentirse de sus debilidades, pasa como una esponja por su vida, con objeto de borrar de ella todas las cosas. Aunque cada una de las miradas de Luciano la llenase de cólera, permaneció serena y tranquila. De Marsay volvió durante el entreacto, trayendo consigo al señor de Listomère. El hombre sesudo y el joven fatuo comunicaron pronto a la altiva marquesa que el muchacho endomingado que ella había tenido la desgracia de admitir en su palco no se llamaba señor de Rubempré, de la misma manera que un judío no tiene nombre de pila. Luciano era hijo de un boticario llamado Chardon. El señor de Rastignac, muy al corriente de los asuntos de Angulema, ya había hecho reír a dos palcos a expensas de aquella especie de momia a la que la marquesa daba el nombre de prima, y de la precaución que aquella señora se tomaba de tener a su lado un farmacéutico para poder sin duda mantener a base de drogas su vida artificial. En fin, de Marsay refirió algunas de las mil chanzas a las que en un instante se entregan los parisienses, que son tan pronto olvidadas como dichas, pero detrás de las cuales se hallaba Du Châtelet, el artífice de aquella traición cartaginesa.
—Querida —dijo bajo el abanico la señora de Espard a la señora de Bargeton—, decidme, por favor, si vuestro protegido se llama realmente señor de Rubempré.
—Ha adoptado el apellido de su madre —repuso Naís, desconcertada.
—Pero ¿cuál es el apellido de su padre?
—Chardon.
—¿Y qué hacía ese Chardon?
—Era farmacéutico.
—Estaba segura, querida amiga, de que todo París no podía burlarse de una mujer a quien adopto. No me gusta que vengan por aquí bromistas encantados de encontrarme con el hijo de un boticario; si queréis, nos marcharemos juntas y al instante.
La señora de Espard adoptó un aire bastante impertinente, sin que Luciano pudiera adivinar a qué obedecía aquel cambio de semblante. Pensó que su chaleco era de mal gusto, lo cual era cierto; que el corte de su levita era de una moda exagerada, lo cual era cierto también. Reconoció con secreta amargura que era preciso hacerse vestir por un sastre hábil, y prometióse a sí mismo ir al día siguiente a ver al más célebre de todos, con objeto de poder rivalizar, el lunes siguiente, con los hombres que encontraría en casa de la marquesa. Aunque sumido en sus reflexiones, sus ojos, atentos al tercer acto, no se apartaban de la escena. Mirando las pompas de aquel espectáculo único, entregábase a su sueño sobre la señora de Espard. Desesperábase ante aquella súbita frialdad que contrariaba de un modo extraño el ardor intelectual con que atacaba aquel nuevo amor, sin preocuparse de las dificultades inmensas que advertía, y que se prometía superar. Salió de su profunda contemplación para volver a su nuevo ídolo, pero al girar la cabeza, encontróse solo, había oído un ligero ruido, la puerta se cerraba, la señora de Espard se llevaba a su prima. Luciano sorprendióse en extremo ante aquel brusco abandono, pero no pensó mucho tiempo en él, precisamente porque le parecía inexplicable.
Cuando las dos mujeres estuvieron en su coche, y éste rodó por la calle de Richelieu con dirección al Faubourg Saint-Honoré, la marquesa dijo en tono de mal disimulada cólera:
—Hija mía, ¿en qué estáis pensando? Aguardad a que el hijo de un boticario sea realmente célebre antes de interesaros por él. La duquesa de Chaulieu no confiesa aún su amistad con Canalis, y éste es famoso, es noble. Ese muchacho no es ni vuestro hijo ni vuestro amante, ¿verdad? —dijo aquella mujer altanera, lanzando a su prima una mirada inquisitiva y penetrante.
—¡Qué suerte haber mantenido a ese pequeño imbécil a distancia y no haberle concedido nada! —pensó la señora de Bargeton.
—Bien —repuso la marquesa, que interpretó la expresión de los ojos de su prima como una respuesta—, dejadle, os lo ruego. ¡Arrogarse un nombre ilustre!… Eso es una audacia que la sociedad castiga. Admito que sea el de su madre; pero debéis pensar, querida, que sólo al rey corresponde el derecho de conferir, por medio de una orden, el apellido de los Rubempré al hijo de una señorita de esa casa; y si ella hizo una mala alianza, el favor sería extraordinario, y para alcanzarlo hace falta una inmensa fortuna, prestar servicios y gozar de protecciones muy grandes. Esa facha de boticario endomingado prueba que el muchacho no es rico ni noble; su cara es hermosa, pero me parece muy tonto, no sabía comportarse ni hablar; en fin, no está educado, ¿cómo es que le protegéis?
La señora de Bargeton, que renegó de Luciano como éste había renegado de ella en su interior, tuvo un miedo extraordinario de que su prima se enterase de la verdad sobre su viaje.
—Querida prima, estoy desesperada al veros comprometida.
—No se me compromete —dijo sonriendo la señora de Espard—. Sólo pienso en vos.
—Pero es que le habéis invitado a venir a comer el lunes.
—Estaré enferma —respondió vivamente la marquesa—, le avisaréis, y yo le pondré bajo su doble nombre en la puerta de mi casa.
Luciano decidió ir a pasear durante el entreacto por el vestíbulo, al ver que todo el mundo se dirigía allí. Ante todo, ninguna de las personas que habían ido al palco de la señora de Espard le saludó ni pareció prestarle atención, lo cual pareció muy extraordinario al poeta de provincias. Por otra parte, Du Châtelet, a quien trató de arrimarse, le espiaba con el rabillo del ojo y le evitó constantemente. Después de haberse convencido, al ver a los hombres que vagaban por el vestíbulo, que su aspecto era bastante ridículo, Luciano volvió al rincón de su palco y permaneció en él durante el resto de la representación, absorto sucesivamente en el suntuoso espectáculo del ballet del quinto acto, tan famoso por su Infierno, en el aspecto de la sala en la que su mirada fue de palco en palco y en sus propias reflexiones, profundas, en presencia de la sociedad parisiense.
“¡He aquí, pues, mi reino! —se dijo—. Este es el mundo que debo dominar”.
Regresó a pie a su hotel, pensando en todo lo que habían dicho los personajes que fueron a hacer la corte a la señora de Espard; sus maneras, sus gestos, el modo de entrar y de salir, todo volvió a su memoria con asombrosa fidelidad. Al día siguiente, hacia el mediodía, su primera ocupación fue la de dirigirse a casa de Staub, el sastre más famoso de aquella época. Consiguió, tras muchos ruegos, y por obra y gracia del dinero contante y sonante, que su traje fuera hecho para el famoso lunes. Staub llegó incluso a prometerle una magnífica levita, un chaleco y un pantalón para el día decisivo. Luciano encargó camisas, pañuelos, en fin, todo un pequeño ajuar en una casa de ropa blanca, y se hizo tomar la medida de zapatos y botas por un zapatero famoso. Compró un lindo bastón en Verdier y guantes y gemelos de camisa en casa de la señora Irlande; en una palabra, trató de ponerse a la altura de los dandys. Cuando hubo satisfecho sus caprichos, fue a la calle Neuve-de-Luxembourg y halló que Luisa había salido.
—Come en casa de la señora marquesa de Espard y volverá tarde —le dijo Albertina.
Luciano fue a comer a un restaurante por cuarenta sueldos cerca del Palacio Real y se acostó temprano. El domingo fue alrededor de las once a casa de Luisa, pero todavía no se había levantado. Volvió a las dos.
—La señora aún no recibe —le dijo Albertina—, pero me ha dado un pequeño recado para vos.
—No recibe aún —repitió Luciano—, pero es que yo no soy cualquiera…
—No lo sé —dijo Albertina con aire muy impertinente.
Luciano, menos sorprendido por la respuesta de Albertina que por recibir una carta de la señora de Bargeton, cogió el billete y leyó en la calle estas líneas desesperantes:
“La señora de Espard está indispuesta, no podrá recibiros el lunes; yo tampoco me encuentro bien y, sin embargo, voy a vestirme para ir a hacerle compañía. Estoy desesperada por esta pequeña contrariedad, pero vuestro talento me tranquiliza y vos saldréis adelante sin necesidad de charlatanismos”.
“No lleva firma”, pensó Luciano, que sin darse cuenta se encontró en las Tullerías.
El don de segunda vista que poseen las personas de talento le hizo sospechar la catástrofe anunciada por aquel frío billete. Caminaba absorto en sus pensamientos, mirando los monumentos de la plaza Luis XV. Hacía un día espléndido y multitud de hermosos carruajes pasaban incesantemente ante sus ojos, dirigiéndose hacia la gran avenida de los Campos Elíseos. Siguió la muchedumbre de pasantes y vio entonces los tres o cuatro mil coches que, cuando hace buen tiempo, afluyen a aquel lugar el domingo e improvisan un Longchamp. Aturdido por el lujo de los caballos, los vestidos y las libreas, seguía caminando y llegó ante el Arco de Triunfo comenzado. Cuál no sería su sorpresa cuando, al regresar, vio acercarse a él a las señoras de Espard y de Bargeton en una calesa magnífica, detrás de la cual ondeaban las plumas del lacayo cuyo uniforme verde con ribetes de oro hizo que las reconociera. El coche tuvo que pararse, debido a una aglomeración. Luciano pudo ver a Luisa en su transformación, se hallaba desconocida: los colores de su vestido habían sido escogidos de modo que hicieran resaltar el color de su piel, y el corte del mismo era delicioso; sus cabellos, peinados, con gracia, hacían resaltar su belleza y el sombrero, de un gusto exquisito, era notable al lado del de la señora de Espard, que imponía la moda. Hay un modo indefinible de llevar un sombrero: colocadlo un poco hacia atrás, y os dará cierto aire descarado; ponedlo demasiado hacia adelante y tendréis un aire socarrón; de lado, parecéis arrogante; las mujeres de moda se ponen el sombrero como les place y siempre quedan bien. La señora de Bargeton resolvió inmediatamente aquel extraño problema. Un lindo cinturón dibujaba su talle esbelto. Había adoptado los gestos y las maneras de su prima; sentada como ella, jugaba con una cajita elegante unida a uno de los dedos de su mano derecha por una cadenilla y mostraba así su mano fina y bien enguantada sin parecer que quisiera hacerlo. En fin, habíase hecho parecida a la señora de Espard sin remedarla; era la digna prima de la marquesa, que parecía orgullosa de su discípula. Las mujeres y los hombres que se paseaban por la calzada miraban el brillante coche con las armas de los de Espard y de los Blamont-Chouvry, cuyos dos escudos estaban adosados. Luciano quedóse asombrado del gran número de personas que saludaban a las dos primas; ignoraba que todo aquel París, que consiste en veinte salones, sabía ya el parentesco de la señora de Bargeton y de la señora de Espard. Jóvenes a caballo, entre los cuales vio Luciano a de Marsay y a Rastignac, se unieron a la calesa para acompañar a las dos primas al bosque. Le fue fácil a Luciano advertir, por el gesto de los dos fatuos, que cumplimentaban a la señora de Bargeton por su metamorfosis. La señora de Espard estaba radiante de hermosura y de salud. Así, pues, su indisposición era un pretexto para no recibir a Luciano, puesto que no aplazaba la comida para otro día. El poeta, furioso, se acercó lentamente a la calesa y cuando estuvo ante las dos mujeres, las saludó: la señora de Bargeton no quiso verle, y la marquesa le miró, pero no respondió a su saludo. La reprobación de la aristocracia parisiense no era como la de los soberanos de Angulema: al esforzarse en ofender a Luciano, los hidalgos de gotera admitían su poder y le tenían por un hombre; mientras que para la señora de Espard ni siquiera existía. No se trataba de una sentencia, sino de una denegación de justicia. Un frío mortal se apoderó del pobre poeta cuando De Marsay le miró con el binóculo; el león parisiense volvió a dejar caer su binóculo de un modo tan singular que a Luciano le parecía como si se tratase de la cuchilla de la guillotina. La calesa pasó y la rabia y el deseo de venganza se apoderaron de aquel hombre desdeñado: de haber tenido a la señora de Bargeton en sus manos, la habría estrangulado; hubiese deseado ser Fournier-Tinville para darse el placer de enviar a la señora de Espard al cadalso, y habría querido poder hacer sufrir a de Marsay uno de aquellos suplicios refinados inventados por los salvajes. Luego vio pasar a Canalis a caballo, elegante como había de serlo el más zalamero de los poetas, y saludando a las mujeres más bellas.
“¡Dios mío! ¡Oro a toda costa! —decíase Luciano—. El oro es el único poder ante el cual esa gente se arrodilla. ¡No! —le gritó la conciencia— sino la gloria, ¡y la gloria es el trabajo! ¡Trabajo! Ésta es la palabra de David. ¡Dios mío! ¿Por qué estoy aquí? ¡Pero triunfaré! Pasaré por esta avenida en una calesa con lacayo. ¡Tendré las marquesas de Espard que quiera!”.
Profiriendo estas furibundas palabras, fue a comer al restaurante Hurbain por cuarenta sueldos. Al día siguiente, a las nueve, se dirigió a casa de Luisa con la intención de reprocharle su barbarie; pero no solamente la señora de Bargeton no estaba para él sino que el portero ni siquiera le dejó subir, y tuvo que quedarse en la calle, al acecho, hasta mediodía. A esa hora, Du Châtelet salió de la residencia de la señora de Bargeton, vio al poeta con el rabillo del ojo y evitó encontrarse con él. Luciano, muy amoscado, persiguió a su rival; Du Châtelet, sintiéndose acosado, se volvió y le saludó con la intención evidente de seguir su camino después de esta muestra de cortesía.
—Por favor, caballero —le dijo Luciano—, concededme un segundo, he de deciros dos palabras. Me distéis testimonio de vuestra amistad, ahora, pues, la invoco para pediros el más pequeño de los favores. Acabáis de salir de casa de la señora de Bargeton, explicadme la causa por la cual he caído en desgracia cerca de ella y de la señora de Espard.
—Señor Chardon —le contestó Du Châtelet con fingida bondad—, sabéis por qué os abandonaron esas damas en la Ópera?
—No —dijo el pobre poeta.
—Bien, desde el primer momento os ha perjudicado bastante el señor de Rastignac. Ese joven dandy, interrogado acerca de vos, se ha limitado a decir que os llamabais señor Chardon y no señor de Rubempré, que vuestra madre atendía a las parturientas, que vuestro padre era en vida farmacéutico del Houmeau, barrio de Angulema; y que vuestra hermana era una encantadora muchacha que planchaba admirablemente las camisas e iba a casarse con un impresor de Angulema llamado Séchard. Ya veis como es la gente. ¿Qué os dejáis ver? Entonces os discute. El señor de Marsay vino a reírse de vos con la señora de Espard, y en seguida esas dos señoras huyeron, creyéndose comprometidas a vuestro lado. No tratéis de ir a casa de la una ni de la otra. La señora de Bargeton no sería recibida por su prima si vos continuaseis viéndola a ella. Tenéis talento, procurad tomaros vuestro desquite. El mundo os desdeña, desdeñad vos al mundo. Refugiaos en una buhardilla, componed en ella obras maestras, adueñaos de algún poder, sea el que sea, y veréis el mundo a vuestros pies; entonces le devolveréis las heridas que él os ha infligido. Cuanto mayor es la amistad con que la señora de Bargeton os ha distinguido, tanto más se alejará de vos. Tales son los sentimientos femeninos. Pero no se trata en este momento de reconquistar la amistad de Naís, sino de que no la tengáis por enemiga, y voy a daros el medio para lograrlo. Ella os ha escrito, devolvedle todas sus cartas, será sensible a este proceder de caballero; más tarde, si tenéis necesidad de ella, no os será hostil. En cuanto a mí, tengo tan alta opinión de vuestro porvenir, que en todas partes os he defendido, y desde este momento, si puedo hacer algo por vos, me encontraréis siempre dispuesto a serviros.
Luciano estaba tan taciturno, tan pálido, tan deshecho, que no devolvió al apuesto viejo rejuvenecido por el ambiente parisiense el saludo fríamente cortés que de él había recibido. Volvió a su hotel, donde encontró al propio Staub en persona, que había ido, más que para probarle el traje, como así hizo, en efecto, para enterarse a través de la dueña del Gaillard-Bois de la situación financiera de su desconocido cliente. Luciano había llegado en la posta y la señora de Bargeton lo acompañó desde el Vandeville el pasado jueves en coche. Estos informes eran buenos. Staub llamó a Luciano señor conde y le hizo ver con qué talento había hecho resaltar sus elegantes formas.
—Un joven así vestido —le dijo—, puede ir a pasear por las Tullerías, y con toda seguridad se casará con una rica inglesa al cabo de quince días.
Esta chanza de sastre alemán, y la perfección del traje, la finura del paño y la gracia que se encontraba a sí mismo al mirarse en el espejo, todos estos pequeños detalles disminuyeron la tristeza de Luciano. Díjose vagamente que París era la capital del azar, y creyó en el azar por un instante. ¿Acaso no tenía un volumen de poesías y una magnífica novela, El Arquero de Carlos X en manuscrito? Confió en su destino. Staub prometió la levita y el resto de sus prendas de vestir para el día siguiente. Llegado ese día, el zapatero, la mujer de la ropa blanca y el sastre volvieron provistos, todos ellos de sus facturas. Luciano, ignorando el modo de despedirlos, pues se hallaba todavía bajo el encanto de las costumbres provincianas, les pagó; pero después de hacerlo, no le quedaron más que trescientos sesenta francos de los dos mil que había traído de París, y había llegado hacía una semana. Sin embargo, se vistió y fue a dar un paseo por la avenida de los Feuillants, donde tomó su desquite, pues iba tan bien vestido, tan elegante y tan guapo, que varias mujeres le miraron, y dos o tres de ellas quedaron tan prendadas de su belleza, que se volvieron para contemplarle. Luciano estudió los andares y las maneras de los jóvenes, e hizo su curso de bellas maneras mientras pensaba en sus trescientos sesenta francos. Por la noche, a solas en su habitación, tuvo la idea de solucionar el problema de su vida en el hotel de Gaillard-Bois, donde desayunaba del modo más simple, creyendo economizar. Pidió la cuenta, como si quisiera mudarse, y se encontró deudor de un centenar de francos. A la mañana siguiente, corrió el barrio latino, que David le había recomendado por los precios baratos. Después de haber buscado durante mucho tiempo, acabó por encontrar en la calle de Cluny, cerca de la Sorbona, un mísero hotel amueblado, donde alquiló una habitación por el precio que él quería. Inmediatamente pagó a la dueña del Gaillard-Bois y aquel mismo día fue a instalarse en la calle de Cluny. La mudanza no le costó mas que una carrera en fiacre. Después de haber tomado posesión de su pobre aposento, reunió todas las cartas de la señora de Bargeton, hizo con ellos un paquete, lo colocó encima de la mesa, y antes de escribirle se puso a pensar en aquella semana fatal. No se dijo que él había sido el primero en renegar insensatamente de su amor, sin saber lo que iba a ser de su Luisa en París; no vio sus yerros, solamente vio su situación actual; acusó a la señora de Bargeton: en lugar de ayudarle, le había perdido. Se enojó, púsose furioso, y, en el paroxismo de su cólera le escribió la siguiente carta:
”¿Qué diríais, señora, de una mujer que hubiese agradado a un pobre niño tímido, lleno de esas nobles creencias a las que más tarde el hombre da el nombre de ilusiones, y que hubiera empleado las gracias de la coquetería, la astucia de su ingenio y las más bellas imitaciones del amor maternal para seducir a semejante joven? Ni las promesas más halagüeñas, ni los castillos de naipes de los que él se maravilla, nada le cuestan a ella; se lo lleva, se apodera de él, le reprende por su poca confianza, le adula sucesivamente; cuando el joven ha abandonado a su familia y la sigue ciegamente, ella le conduce al borde de un mar inmenso, le hace entrar con una sonrisa en una frágil barquichuelo, y lo lanza solo, sin recursos, a través de las tormentas; luego, desde la roca en donde ella permanece, se echa a reír y le desea buena suerte. En las manos de este niño se encuentra un recuerdo que podría traicionar los crímenes de vuestra protección y los favores de vuestro abandono. Podríais tener que sonrojaros encontrando al niño luchando con las olas, si pensaseis que lo habíais tenido recostado sobre vuestro seno. Cuando leáis esta carta, tendréis el recuerdo en vuestro poder. Sois libre de olvidarlo todo. Después de las bellas esperanzas que vuestro dedo me señaló en el cielo, percibo las realidades de la miseria en el fango de París. Mientras vos iréis, rutilante y dorada, a través de las grandezas de ese mundo, junto a cuyo umbral me trajisteis, yo temblaré de frío en la miserable buhardilla a la que vos me habéis arrojado. Quizás un remordimiento vendrá a buscaros en medio de las fiestas y los placeres, acaso pensaréis en el niño al que habéis sumido en un abismo. Bien, señora, pensad sin remordimientos. Desde el fondo de su miseria, este niño os ofrece lo único que le queda, su perdón en una última mirada. Sí, señora, gracias a vos, no me queda nada. ¿Nada? ¿No es acaso la nada lo que sirvió para hacer el mundo? El genio debe imitar a Dios: empiezo por tener su clemencia, sin saber si tendré su fuerza. Sólo deberéis temblar en el caso de que yo fuera por mal camino, porque entonces seríais cómplice de mis faltas. ¡Ay! ¡Os compadezco porque ya no seréis nada en la gloria hacia la cual aspiro guiado por el trabajo!”.
Después de haber escrito esta carta enfática, pero henchida de aquella sombría dignidad que el artista de veintiún años exagera a menudo, Luciano se trasladó con el pensamiento al seno de su familia: volvió a ver el lindo apartamento que David le había decorado sacrificando una parte de su fortuna, tuvo una visión de las alegrías tranquilas, modestas y burguesas que había saboreado, las sombras de su madre, de su hermana y de David acudieron a rodearle, vio otra vez las lágrimas que habían derramado en el momento de su partida, y él también lloró, porque estaba solo en París, sin amigos ni protectores.
Unos días más tarde, he aquí lo que Luciano le escribió a su hermana:
“Querida Eva, las hermanas tienen el triste privilegio de encontrar más penas que alegrías al compartir la existencia de hermanos consagrados al arte, y yo empiezo a temer que soy una carga para ti. ¿Acaso no he abusado de todos vosotros, que os habéis sacrificado por mí? Este recuerdo de mi pasado, tan lleno de las alegrías de la familia, me ha sostenido contra la soledad de mi presente. ¡Con qué rapidez de águila que regresa a su nido, no he cruzado la distancia que nos separa para encontrarme en una esfera de afectos verdaderos, después de haber conocido las primeras miserias y las primeras decepciones del mundo parisiense! ¿Han chispeado las luces de vuestro hogar? ¿Han rodado los tizones? ¿Habéis oído zumbidos en vuestros oídos? ¿Ha dicho mi madre: «Luciano piensa en nosotros»? ¿Ha respondido David: «Está luchando con los hombres y con las cosas»? Sólo a ti me atreveré a confiar el bien y el mal que me sobrevendrán, sonrojándome de lo uno y de lo otro, porque el bien es aquí tan raro como debería ser el mal. Vas a enterarte de muchas cosas en pocas palabras: la señora de Bargeton se ha avergonzado de mí, ha renegado de mí, me ha despedido, repudiado al noveno día de mi llegada. Al verme, ha vuelto la cabeza, y yo, para seguirla al mundo en que ella quería lanzarme, había gastado mil setecientos sesenta francos de los dos mil que me traje de Angulema, tan penosamente encontrados. ¿En qué? me dirás. ¡Pobre hermana mía! París es un extraño abismo: se puede comer por dieciocho sueldos, y la más sencilla comida de un restaurant elegante cuesta cincuenta francos; hay chalecos y pantalones a cuatrocientos cuarenta sueldos, pero los sastres de moda no os los hacen por menos de cien francos. Se da un sueldo para cruzar los arroyos de las calles cuando llueve. En fin, la menor carrera en coche cuesta treinta y dos sueldos. Después de haber vivido en el barrio elegante, hoy habito el hotel de Cluny, en la calle del mismo nombre, una de las callejuelas más pobres y lóbregas de París, apretada entre tres iglesias y los viejos edificios de la Sorbona. Ocupo una habitación en el cuarto piso de este hotel, y aunque muy sucio y desmantelado, todavía pago quince francos mensuales. Para desayunar me tomo un panecillo de dos sueldos y un sueldo de leche, pero como muy bien por veintidós sueldos en el restaurante de un tal Flicoteaux, situado en la misma plaza de la Sorbona. Hasta el invierno mis gastos no pasarán de sesenta francos al mes, todo incluido, por lo menos, así lo espero. De este modo mis doscientos cuarenta francos bastarán para los cuatro primeros meses. En ese tiempo, sin duda habré vendido El Arquero de Carlos IX y Las Margaritas. No abriguéis, pues, ninguna inquietud por mí. Si el presente es frío, desnudo y mezquino, el futuro es azul, rico y espléndido. La mayoría de los grandes hombres han experimentado las vicisitudes que me afectan sin abrumarme. Plauto, un gran poeta cómico, fue esclavo en un molino. Maquiavelo escribía El Príncipe por la noche, después de haber estado confundido con los obreros durante el día. En fin, el gran Cervantes, que había perdido el brazo en la batalla de Lepanto, contribuyendo a la victoria de aquella célebre jornada, y fue llamado viejo e innoble manco por los escritorzuelos de su tiempo, tuvo que dejar transcurrir, por falta de editor, diez años de intervalo entre la primera y la segunda parte de su sublime Don Quijote. Hoy día no hemos llegado a tales extremos. Las penas y la miseria sólo pueden afectar a los talentos ignorados, pero cuando se han revelado, los escritores llegan a ser ricos, y yo seré rico. Por otra parte, vivo para el pensamiento, me paso la mitad del día en la biblioteca de Santa Genoveva, donde adquiero la instrucción que me falta y sin la cual no iría lejos. Hoy, pues, me siento feliz. En pocos días me he resignado alegremente a mi situación. Tan pronto amanece, me entrego a un trabajo que amo. La vida material está asegurada. Medito mucho, estudio, y no veo ahora en qué pueda sentirme herido, después de haber renunciado al mundo en el que la vanidad podía padecer en cualquier momento. Los hombres ilustres de una época se ven obligados a llevar una vida retirada. ¿Acaso no son como los pájaros del bosque? cantan, alegran la naturaleza, y nadie debe advertir su presencia. Esto es lo que haré, si es que logro realizar los proyectos ambiciosos de mi mente. No echo de menos a la señora de Bargeton. Una mujer que de tal modo se comporta no es merecedora de un recuerdo. Tampoco me pesa haber abandonado Angulema. Esa mujer hizo bien al lanzarme a París y abandonándome aquí a mis propias fuerzas. Este lugar es el de los escritores, de los filósofos y de los poetas. Solamente aquí es donde se cultiva la gloria, y conozco las bellas cosechas que hoy está produciendo. Sólo aquí es donde los escritores pueden encontrar, en los museos y en las colecciones, las obras vivientes de los genios de tiempos pasados, que calientan la imaginación y la estimulan. Aquí solamente es donde inmensas bibliotecas siempre abiertas ofrecen a la mente los informes y el pábulo necesario. En fin, en París, hay en el aire y en los detalles más insignificantes una inteligencia que se respira y se imprime en las creaciones literarias. Se aprenden más cosas conversando en el café o en el teatro durante media hora, que en provincias por espacio de diez años. Aquí, realmente, todo es espectáculo, comparación e instrucción. Una baratura extraordinaria y una extraordinaria carestía, he aquí París, en el que toda abeja encuentra su celdilla y toda alma se asimila lo que le es propio. Si sufro, pues, en estos momentos, no me arrepiento de nada. Al contrario, un bello porvenir se despliega y alegra mi corazón por un momento dolorido. Adiós, querida hermana, no esperes recibir regularmente mis cartas: una de las particularidades de París es que uno no sabe realmente cómo transcurre el tiempo. La vida es aquí de una espantosa rapidez. Da besos a mi madre, a David, y tú recibe de tu hermano todo su inmenso cariño”.
Flicoteaux es un hombre grabado en muchos recuerdos. Hay pocos estudiantes alojados en el barrio latino durante los doce primeros años de la Restauración que no hayan frecuentado aquel templo del hambre y de la miseria. El almuerzo, compuesto de tres platos, costaba dieciocho sueldos, con una garrafita de vino o una botella de cerveza, y veintidós sueldos con una botella de vino. Lo que sin duda impidió que ese amigo de la juventud amasara una fortuna colosal, fue un artículo de su minuta impreso en grandes caracteres en los anuncios de su casa y concebido en estos términos: PAN A DISCRECIÓN, es decir, hasta la indiscreción. Muchas glorias tuvieron a Flicoteaux por padre nutricio. Ciertamente, el corazón de más de un hombre célebre debe experimentar los goces de mil recuerdos indecibles a la vista de la fachada que daba a la plaza de la Sorbona y a la calle Neuve-de-Richelieu, que Flicoteaux II o III había respetado todavía, antes de las jornadas de julio, dejándole aquel color pardo, aquel aire vetusto y respetable que revelaba un profundo desdén por el charlatanismo de las exterioridades, especie de anuncio hecho para los ojos a expensas del vientre por casi todos los actuales dueños de restaurantes. En lugar de aquellos montones de caza destinada a no cocer, de los pescados fantásticos que justifican las palabras del saltimbanqui: “He visto una hermosa carpa, pienso comprarla dentro de ocho días”, en vez de aquellas primicias, que habría que llamar postmicias, expuestas en falaces escaparates para placer de cabos y paisanos, el honrado Flicoteaux exponía unas ensaladeras con algo dentro o montones de ciruelas pasas cocidas alegraban la vista del consumidor, seguro de que aquella palabra de postre, demasiado prodigada en otros anuncios, quería decir realmente algo. Los panes de seis libras, cortados en cuatro trozos, tranquilizaban en cuanto a la promesa del pan a discreción. Tal era el lujo de un establecimiento que, en su tiempo, Molière habría celebrado, tan divertido es el epigrama del nombre. Flicoteaux subsiste, vivirá mientras los estudiantes quieran vivir. Allí se come, ni más ni menos, pero uno come tal como trabaja, con una actividad sombría o alegre, según los caracteres o las circunstancias. Aquel célebre establecimiento consistía entonces en dos salas dispuestas en escuadra, largas, estrechas y bajas, iluminadas una de ellas por la luz que llegaba de la plaza de la Sorbona, y la otra por la de la calle Neuve-de-Richelieu. Las dos amuebladas con mesas procedentes de algún refectorio abacial, porque su largura tiene algo de monástico, y los cubiertos están dispuestos con las servilletas de los abonados pasadas por las argollas metálicas numeradas. Flicoteaux I no cambiaba los manteles más que cada domingo, pero Flicoteaux II los cambió, según dicen, dos veces por semana, desde que la competencia amenazó su dinastía. Este restaurante es un taller con sus utensilios, y no la sala de banquetes con su elegancia y sus placeres: todo el mundo sale prontamente. En el interior, los movimientos son rápidos.
Los camareros van y vienen presurosos, todos están ocupados, todos son necesarios. Los platos son poco variados. La patata es eterna, no habría ninguna patata en Irlanda, brillaría en todas partes por su ausencia, y no faltaría en el restaurante de Flicoteaux. Se presenta allí desde hace treinta años con ese color rubio que tanto agrada a Ticiano, sembrada de verdura cortada, y goza de un privilegio envidiado por las mujeres: tal como la visteis en 1814, así la encontraréis en 1840. Las chuletas de cordero y el filete de buey son, para la carta de este establecimiento, lo que el gallo silvestre y los filetes de sollo para el de Véry, manjares extraordinarios que hay que encargar por la mañana. La hembra del buey domina allí, y su hijo se presenta bajo los aspectos más ingeniosos. Cuando la pescadilla y la caballa van a parar a las costas del océano, rebotan hasta la casa de Flicoteaux. Allí todo está en relación con las vicisitudes de la agricultura y los caprichos de las estaciones francesas del año. Se aprenden cosas de las cuales no tienen idea los ricos, los ociosos y los indiferentes a las fases de la naturaleza. El estudiante instalado en el barrio latino tiene allí el conocimiento más exacto de los tiempos: sabe cuando las judías y los guisantes abundan, cuando el mercado rebosa de coles, cuál es la hortaliza más abundante, y si han faltado las remolachas. Una vieja calumnia, repetida en el momento en que Luciano acudía al restaurante, consistía en atribuir la aparición de los bistecs a cierta mortalidad entre los caballos. Pocos restaurantes parisienses ofrecen tan bello espectáculo. Allí sólo encontráis juventud y fe, miseria alegremente soportada, aunque, sin embargo, tampoco faltan los semblantes ardientes y graves, sombríos e inquietos. El vestido es generalmente desaliñado. Por ello también llaman la atención los parroquianos que llegan bien trajeados. Cada cual sabe lo que este atuendo extraordinario significa: cita con la amante, espectáculo o visita a las esferas superiores. Allí se formaron algunas amistades entre varios estudiantes que más tarde llegaron a ser célebres, como se verá en esta historia. Sin embargo, salvo los jóvenes de la misma región reunidos en el mismo cabo de mesa, generalmente los comensales presentan una gravedad que difícilmente se relaja, quizás a causa de la catolicidad del vino, que se opone a toda expansion. Quienes han frecuentado Flicoteaux, pueden recordar a varios personajes sombríos y misteriosos, arrebujados en las brumas de la más fría miseria, que pudieron comer allí durante dos años, y desaparecer sin que ninguna luz iluminase aquellos duendes parisienses a los ojos de los clientes más curiosos. Las amistades iniciadas en Flicoteaux se sellaban en los cafés vecinos, a las llamas de un ponche licoroso, o al calor de media taza de café bendecida por un gloria cualquiera.
Durante los primeros días de su instalación en el hotel de Cluny, Luciano, como todo neófito, tuvo andares tímidos y regulares. Después de la triste prueba de la vida elegante que acababa de absorber su capital, arrojose al trabajo con aquel primer ardor que tan pronto es disipado por las dificultades y las diversiones que París ofrece a todas las existencias, tanto a las más lujosas como a las más pobres, y que, para ser domeñadas, requieren la salvaje energía del verdadero talento o la sombría voluntad de la ambición. Luciano se dejaba caer en Flicoteaux hacia las cuatro y media, después de haber observado la ventaja de llegar de los primeros, pues los platos eran entonces más variados y uno podía encontrar aún el que prefería. Como todos los espíritus poéticos, se había encariñado con un sitio, y su elección revelaba bastante discernimiento. Desde el primer día de su entrada en Flicoteaux, había divisado, cerca del mostrador, una mesa en la que las fisionomías de los comensales, tanto como las palabras cogidas al vuelo, le revelaron que se trataba de compañeros literarios. Por otra parte, una especie de instinto le hizo adivinar que al colocarse cerca del mostrador, podría parlamentar con los dueños del restaurante. A la larga, se establecería el conocimiento, y en el día de los apuros" financieros, sin duda obtendría un necesario crédito. Sentóse, pues, a una pequeña mesa cuadrada, al lado del mostrador, donde no vio más que dos cubiertos con dos servilletas sin argolla, destinadas probablemente a los parroquianos de paso. La persona que tenía Luciano frente a sí era un joven pálido, probablemente tan pobre como él, cuyo hermoso semblante, ya marchito, revelaba que las esperanzas fallidas habían fatigado su frente y dejado en su alma unos surcos en los que no germinaban las semillas sembradas. Luciano se sintió atraído por el desconocido, por aquellos vestigios de poesía y por un irresistible impulso de simpatía.
Aquel joven, el primero con quien el poeta de Angulema pudo cambiar algunas palabras, después de una semana de pequeños cuidados, palabras y observaciones cambiadas, llamábase Esteban Lousteau. Como Luciano, Esteban había abandonado su provincia, una ciudad del Berry, hacía dos años. Su gesto animado, su mirada brillante, su palabra breve y concisa por momentos, revelaba un amargo conocimiento de la vida literaria. Esteban había venido de Sancerre, con su tragedia en el bolsillo, atraído por lo mismo que ambicionaba Luciano: la gloria, el poder y el dinero. Aquel joven, que al principio comió allí algunos días seguidos, pronto se dejó ver sólo de tarde en tarde. Al cabo de cinco días de ausencia, al encontrar de nuevo a su poeta, Luciano esperaba volver a verle al día siguiente, pero al día siguiente el sitio estaba ocupado por un desconocido. Cuando, entre jóvenes, hubo una conversación el día antes, el ardor de esta conversación se refleja sobre la del día siguiente, pero estos intervalos obligaban a Luciano a romper cada vez el hielo, y retrasaban tanto más una intimidad que, durante las primeras semanas, hizo pocos progresos. Después de haber interrogado a la señora del mostrador, Luciano se enteró de que su futuro amigo era redactor de un pequeño periódico, donde escribía artículos sobre los libros nuevos, y hacía reseñas de las piezas representadas en el Ambigu-Comique, en la Gaieté y en el Panorama-Dramatique. Aquel joven convirtióse de pronto en un personaje a los ojos de Luciano, que procuró encauzar la conversación hacia un terreno más íntimo, y hacer algunos sacrificios para obtener una amistad tan necesaria a un principiante. El periodista estuvo quince días ausente. Luciano no sabía todavía que Esteban sólo comía en casa de Flicoteux cuando estaba sin dinero, lo cual le daba aquel aire sombrío y decepcionado, aquella frialdad a la que Luciano oponía halagadoras sonrisas y palabras amables. Sin embargo, esa relación exigía maduras reflexiones, porque el oscuro periodista parecía llevar una vida dispendiosa, mezclada con copitas, tazas de café, boles de ponche, teatros y cenas.
Ahora bien, durante los primeros días de su instalación en el barrio, la conducta de Luciano fue la de un pobre muchacho aturdido por su primera experiencia de la vida parisiense. Así, después de haber estudiado el precio de las consumiciones y sopesado su bolsa, Luciano no se atrevió a adoptar el modo de vida de Esteban, temiendo volver a las andadas de las que aún estaba arrepentido. Constantemente bajo el yugo de las religiones de la provincia, sus dos ángeles custodios, Eva y David, erguíanse al menor mal pensamiento, recordándole las esperanzas en él depositadas, la felicidad de la que era deudor a su anciana madre y todas las promesas de su talento. Se pasaba las mañanas en la biblioteca de Santa Genoveva estudiando historia. Sus primeras investigaciones le habían hecho descubrir espantosos errores en su novela El Arquero de Carlos IX. Cuando cerraban la biblioteca, iba a su habitación húmeda y fría a corregir su obra, a repasar y suprimir capítulos enteros. Después de comer en el restaurante de Flicoteaux, bajaba por el pasaje del Comercio, leía en el gabinete literario de Blosse las obras de la literatura contemporánea, los periódicos y los libros de poesía, para ponerse al corriente del movimiento de la inteligencia, y regresaba a su mísero hotel hacia la medianoche, sin haber gastado leña ni luz. Estas lecturas cambiaban de un modo tan extraordinario sus ideas, que revisó su colección de sonetos sobre las flores, sus queridas Margaritas, y las refundió tanto, que no hubo ni cien versos conservados. De este modo, al principio, Luciano llevó la vida inocente y pura de los pobres hijos de provincias que encuentran lujo en casa de Flicoteaux, comparándola con la vida ordinaria de la casa paterna, que se recrean en lentos paseos bajo las avenidas del Luxemburgo, contemplando a las hermosas mujeres con mirada oblicua y el corazón ardiente, y se entregan santamente al trabajo, con el pensamiento puesto en el porvenir. Pero Luciano, nacido poeta, sometido pronto a inmensos deseos, se encontró sin fuerzas contra las seducciones de los carteles de los espectáculos. El Teatro Francés, el Vaudeville, las Variedades, la Ópera Cómica, adonde iba a platea, se le llevaron unos sesenta francos. ¿Qué estudiante podía resistir a la dicha de ver a Taima, en los papeles que tan excelentemente ha representado? El teatro ese primer amor de todos los espíritus poéticos, fascinó a Luciano. Los actores y las actrices le parecían personajes imponentes, no creía en la posibilidad de verlos familiarmente. Aquellos autores de sus placeres eran para él unos seres maravillosos, a quienes los periódicos trataban como grandes intereses del Estado. Ser autor dramático, hacerse representar, ¡qué sueño tan acariciado! Un sueño que algunos audaces, como Casimiro Delavigne, realizaban. Aquellos fecundos pensamientos, aquellos momentos de fe en sí mismo seguidos de desesperación, agitaron a Luciano y le mantuvieron en la sagrada senda del trabajo y de la economía, a pesar de los sordos gruñidos de más de un fanático deseo. Por exceso de prudencia, prohibiose a sí mismo penetrar en el palacio Real, aquel lugar de perdición donde, en un solo día, había gastado cincuenta francos en Véry y cerca de quinientos francos en prendas de vestir. Por ello, cuando cedía a la tentación de ver a Fleury, a Taima, a los dos Baptiste o a Micho, no iba más lejos de la oscura galería, donde hacía cola desde las cinco y media, y donde los rezagados veíanse obligados a comprar por diez sueldos un sitio junto al despacho. A menudo, después de haber permanecido allí por espacio de dos lunas, las palabras: Ya no hay entradas, resonaban en el oído de más de un estudiante contrariado. Después del espectáculo, Luciano regresaba con la vista baja, sin fijarse en las calles en aquellos momentos repletas de seducciones vivientes. Quizá le sucedió alguna de aquellas aventuras de extraordinaria sencillez, pero que asumen un lugar inmenso en las jóvenes imaginaciones timoratas. Asustado por la baja de su capital, un día en que contó sus escudos, Luciano tuvo fríos sudores al pensar en la necesidad de buscar un editor y algunos trabajos pagados. El joven periodista de quien se había hecho amigo, ya no iba a Flicoteaux, y Luciano aguardaba una casualidad que no se presentaba. En París no hay casualidad más que para las personas muy conocidas, el número de las relaciones aumenta allí las posibilidades de éxito de todo género, y la casualidad está también de parte de los grandes batallones. Como hombre en quien la previsión de los provincianos aún subsistía, Luciano no quiso llegar al momento en que solamente le quedaran algunos escudos, y decidió afrontar a los libreros.
Una mañana bastante fría del mes de septiembre, bajó por la calle de la Harpe, con sus dos manuscritos bajo el brazo. Anduvo hasta el muelle de los Agustinos, se paseó a lo largo de la acera, mirando alternativamente el agua del Sena y las tiendas de los libreros, como si un genio bueno le aconsejase arrojarse al agua antes que dedicarse a la literatura. Tras terribles vacilaciones, después de un examen concienzudo de los semblantes más o menos tiernos, recreativos, hoscos, alegres o tristes que observaba a través de los cristales o en el umbral de las puertas, vio una casa delante de la cual unos empleados presurosos estaban empaquetando libros. Efectuaban envíos, las paredes estaban cubiertas de letreros. En venta. EL SOLITARIO, por el señor vizconde de Arlicourt. Tercera edición. LEONIDAS, por Víctor Ducange, cinco volúmenes en 12, impreso en papel fino. Precio, 12 francos. INDUCCIONES MORALES, por Kératry.
—¡Esos sí que tienen suerte! —exclamó Luciano.
El cartel, nueva y original creación del famoso Ladvocat, florecía en esa época por primera vez en las paredes. París fue entonces abigarrado por los imitadores de aquel procedimiento de anuncio, fuente de uno de los ingresos públicos. Luciano, tan grande poco tiempo atrás en Angulema y en París tan pequeño, deslizábase a lo largo de las casas e hizo acopio de valor para entrar en aquella tienda llena de dependientes, de comerciantes, de libreros. “Y quizá de autores”, pensó él.
—Quisiera hablar con el señor Vidal o con el señor Porchon —dijo a un dependiente.
Había leído en la muestra, en grandes caracteres: VIDAL Y PORCHON, libreros comisionistas para Francia y el extranjero.
—Esos señores están muy ocupados —le respondió un dependiente bastante atareado.
—Esperaré.
Dejaron al poeta en la tienda, donde examinó los bultos, permaneció dos horas ocupado en mirar los títulos, abriendo los libros, y leyendo páginas aquí y allá. Luciano terminó por apoyar el hombro en una vidriera guarnecida de pequeñas cortinas verdes, detrás de la cual sospechó que se encontraban Vidal o Porchon, y oyó la siguiente conversación:
¿Queréis quedaros con quinientos ejemplares? Os los dejo a cinco francos, con descuento.
—¿A qué precio saldrían así?
—A dieciséis sueldos menos.
—¿Cuatro francos y cuatro sueldos? —dijo Vidal o Porchon al que ofrecía los libros.
—Sí —respondió el vendedor.
—¡Viejo granuja! ¿Y me liquidarías en dieciocho meses, en letras a un año?
—¿A cuenta? —preguntó el comprador.
—No, inmediatamente —respondió Vidal o Porchon.
—¿Nueve meses? —preguntó el librero o el autor que sin duda ofrecía un libro.
—No, amigo mío, a un año —respondió uno de los dos libreros comisionistas.
Hubo un momento de silencio.
—¡Me estáis estrangulando! —exclamó el desconocido.
—¿Habremos vendido en un año quinientos ejemplares de Leónidas? —respondió el librero comisionista al editor de Víctor Ducange—. Si los libros fuesen como quieren los editores, seríamos millonarios, pero van a gusto del público. Dan las novelas de Walter Scott a dieciocho sueldos el volumen, tres libros a doce sueldos el ejemplar, ¿y queréis que venda más caros vuestros libracos? Si deseáis que os venda esa novela, hacedme buenas condiciones. ¡Vidal!
Un hombre grueso abandonó la caja y acudió, con una pluma entre la oreja y la sien.
—¿Cuántos Ducange colocaste en el último viaje? —le preguntó Porchon.
—He hecho doscientos Viejecito de Calais, pero hizo falta, para colocarlos, rebajar el precio de otras dos obras de las que no nos hacían tan buenas condiciones, y que se han convertido en unos ruiseñores muy bonitos.
Más tarde se enteró Luciano que este nombre de ruiseñor era dado por los libreros a las obras que quedaban sin vender en las profundas soledades de sus almacenes.
—Por otra parte, ya sabes —repuso Vidal—, que Picard está preparando unas novelas. Nos promete el veinte por ciento del precio ordinario de librería, con objeto de organizar un éxito.
—Bueno, pues, a un año —respondió resignadamente el editor, fulminado por la última observación confidencial de Vidal a Porchon.
—¿Trato hecho? —preguntó Porchon al desconocido.
—Sí.
El librero oyó que Porchon le decía a Vidal:
—Nos han pedido trescientos ejemplares, le prorrogaremos la liquidación, venderemos los Leónidas a cien sueldos la unidad, haremos que se liquiden a seis meses, y…
—Y —dijo Vidal—, he ahí una ganancia de mil quinientos francos.
—¡Oh!, ya me he dado cuenta de que estaba pasando apuros.
—Se está hundiendo. Paga cuatro mil francos a Ducange por dos mil ejemplares.
Luciano detuvo a Vidal tapando la puertecilla de aquella jaula.
—Señores —dijo a los dos socios—, tengo el honor de saludarlos.
Los libreros apenas le devolvieron el saludo.
—Soy el autor de una novela sobre la historia de Francia, al estilo de Walter Scott, y que tiene por título El Arquero de Carlos IX, os propongo su adquisición.
Porchon fijó en Luciano una mirada sin calor, dejando la pluma encima de su pupitre. Vidal miró al autor con aire brutal, y le dijo:
—Caballero, nosotros no somos libreros editores, somos libreros comisionistas. Cuando hacemos libros por nuestra cuenta, constituyen operaciones que emprendemos entonces con nombres hechos. Por otra parte, sólo compramos libros serios, historias, compendios.
—Pero es que mi libro es muy serio, se trata de describir con realismo la lucha de los católicos que eran partidarios del gobierno absoluto, y de los protestantes que querían establecer la república.
—¡Señor Vidal! —gritó un dependiente.
Vidal escurrió el bulto.
—Yo no os he dicho, caballero, que vuestro libro no sea una obra maestra —dijo Porchon con un gesto bastante descortés—, pero no nos ocupamos más que de libros ya editados. Id a ver a los que compran manuscritos, al tío Dogureau, en calle del Coq, cerca del Louvre, es uno de los que trabaja la novela. Si hubieseis hablado antes, acabáis de ver a Pollet, el competidor de Doguereau, y unos libreros de las Galerías de Bois.
—Caballero, tengo una selección de poesías…
—¡Señor Porchon! —gritaron.
—¡Poesías! —exclamó Porchon encolerizado—. ¿Por quien me tomáis? —añadió riendo con descaro y desapareciendo en el interior de la trastienda.
Luciano cruzó el Pont-Neuf presa de mil reflexiones. Lo que había comprendido de aquel argot comercial le hizo adivinar que para aquellos libreros, los libros eran como los gorros de algodón para los vendedores de gorros, una mercancía que había que vender caro y comprar barato.
—Me he equivocado —se dijo, asombrado del aspecto brutal y material que adquiría la literatura.
En la calle del Coq vio una tienda modesta ante la cual había pasado ya, y que tenía pintadas en letras amarillas, sobre un fondo verde, estas palabras: DOGUEREAU, LIBRERO. Acordóse de haber visto aquel nombre repetido al pie de la portada de varias de las novelas que había leído en el gabinete literario de Blosse. Entró, no sin aquel temblor interior que ocasiona en todos los hombres de imaginación la certidumbre de una lucha. Encontró en la tienda a un anciano singular, una de las figuras originales de la librería bajo el Imperio. Doguereau llevaba un traje negro con grandes faldones cuadrados, y la moda cortaba entonces los fracs en forma de cola de bacalao. Llevaba un chaleco de tela común con cuadros de varios colores, de donde pendían, en la parte del bolsillo, una cadena de acero y una llave de cobre que bailaban sobre un ancho pantalón negro. El reloj debía tener el grosor de una cebolla. Este atuendo estaba completado por unas medias grises y unos zapatos adornados con hebillas de plata. El anciano llevaba descubierta la cabeza, decorada por unos cabellos entrecanos y asaz poéticamente en desorden. El tío Doguereau, como le había llamado Porchon, parecía por la levita, el pantalón y los zapatos, un profesor de literatura, y por el chaleco, el reloj y las medias, un comerciante. Su fisionomía no desmentía esta singular alianza: tenía el aire magistral, dogmático y el rostro de un profesor de retórica, y los ojos vivos, la boca recelosa y la vaga inquietud del librero.
—¿El señor Doguereau? —preguntó Luciano.
—Soy yo, señor…
—Soy autor de una novela —añadió Luciano.
—Sois muy joven —repuso el librero.
—Caballero, mi edad no perjudica en nada el asunto.
—Está bien —dijo el viejo librero cogiendo el manuscrito—. ¡Ah, diantre! El Arquero de Carlos IX, un buen título. Veamos, joven, decidme vuestro tema en dos palabras.
—Se trata de una obra histórica, de la escuela de Walter Scott, en la que el carácter de la lucha entre los protestantes y los católicos es presentado como un combate entre dos sistemas de gobierno, en el que el trono es amenazado seriamente. He tomado partido por los católicos.
—Vaya, joven, eso son ideas. Bien, leeré vuestra obra, os lo prometo. Habría preferido una novela del género de la señora Radcliffe, pero si sois trabajador, si tenéis algo de estilo, concepción, ideas y el arte de la puesta en escena, sólo deseo seros útil. ¿Qué es lo que necesitamos?… buenos manuscritos.
—¿Cuándo podré venir?
—Esta tarde voy al campo, regresaré pasado mañana con vuestra obra ya leída, y si me va podremos tratar de ello el mismo día.
Luciano, al verle tan bondadoso, tuvo la fatal idea de sacar el manuscrito de las Margaritas.
—Señor, también he hecho una colección de poesías…
—¡Ah! ¿Sois poeta? Entonces no quiero saber nada de vuestra novela —dijo el viejo, devolviéndole el manuscrito—. Los versificadores fracasan cuando quieren hacer prosa. En prosa no hay truco posible, es preciso decir algo.
—Pero, señor, Walter Scott también ha hecho versos.
—Es verdad —dijo Doguereau, que se ablandó, adivinó la penuria de aquel joven y volvió a guardar el manuscrito—. ¿Dónde vivís? Iré a veros.
Luciano le dio la dirección, sin sospechar en aquel anciano segundas intenciones, no reconocía en él al librero de la vieja escuela, un hombre de la época en que aquellos comerciantes deseaban tener en una buhardilla y bajo llave a Voltaire y a Montesquieu muriendo de hambre.
—Vuelvo precisamente por el barrio latino —dijo el librero, después de haber leído la dirección.
“¡Qué buena persona! —pensó Luciano, saludando al librero—. He encontrado un amigo de los jóvenes, un experto que sabe muchas cosas. Ya le decía yo a David que el talento triunfa fácilmente en París”.
Luciano recobró su ligereza y alegría. Soñaba con la gloria. Sin pensar ya en las siniestras palabras que acababan de herir sus oídos en la tienda de Vidal y de Porchon, veíase dueño por lo menos de mil doscientos francos. Mil doscientos francos representaban un año de estancia en París, un año durante el cual prepararía nuevas obras. ¡Cuántos proyectos edificados sobre esta esperanza! ¡Cuán dulces sueños al ver su vida asentada sobre el trabajo! Poco faltó para que hiciera adquisiciones. No engañó su impaciencia más que con lecturas constantes en el gabinete de Blosse. Dos días después, el viejo Doguereau, sorprendido por el estilo que Luciano había usado en su primera obra, encantado de la exageración de los caracteres que admitía la época en la que se desarrollaba el drama, atónito ante la gran imaginación con que un joven traza siempre su primer plan, llegó muy contento al hotel en que se hospedaba su Walter Scott en cierne. Estaba decidido a pagar mil francos por la propiedad absoluta de El Arquero de Carlos IX, y a atar a Luciano por un contrato para varias obras, pero al ver el hotel, el viejo zorro mudó de parecer.
“Un joven que vive aquí sólo tiene gustos modestos. Ama el estudio, el trabajo. No puedo darle más que ochocientos francos”.
La dueña, a quien preguntó por el señor Luciano de Rubempré, le respondió:
—En el cuarto piso.
El librero alzó la nariz y encima del cuarto piso no vio más que el cielo.
“Ese joven —pensó— es simpático, incluso muy guapo. Si ganase demasiado dinero se echaría a perder y ya no trabajaría. En nuestro interés común le ofreceré seiscientos francos; pero en plata, nada de billetes”.
Subió la escalera y dio tres golpes en la puerta de Luciano, que acudió a abrir. La habitación era de una desnudez desesperante. Encima de la mesa había un tazón de leche y un panecillo de dos sueldos. Aquella miseria del genio sorprendió al señor Doguereau.
”Que conserve —pensó— estas costumbres sencillas, la frugalidad y sus modestas necesidades”.
—Celebro veros —dijo a Luciano—. He aquí, caballero, como vivía Juan Jacobo, con quien tendréis más de un punto de relación. En estos alojamientos brilla el fuego del genio y se componen las buenas obras. Así es como debería vivir la gente de letras, en lugar de andar de francachelas por los cafés y los restaurantes, donde pierden el tiempo, el talento y nuestro dinero.
Se sentó.
—Joven, vuestra novela no está mal. He sido profesor de retórica y conozco la historia de Francia, hay excelentes cosas. En fin, tenéis porvenir.
—¡Ah!, caballero.
—No, es lo que os digo, podremos hacer grandes negocios juntos. Os compro vuestra novela…
El corazón de Luciano se dilató, palpitaba de gusto. Iba a entrar en el mundo literario, al fin imprimirían sus obras.
—Os lo compro por cuatrocientos francos —dijo Doguereau en tono melifluo y mirando a Luciano con un aire que parecía anunciar un esfuerzo de generosidad.
—¿El volumen? —dijo Luciano.
—La novela —dijo Doguereau, sin extrañarse de la sorpresa de Luciano—. Pero —añadió—, será al contado. Os comprometeréis a hacer dos al año, durante seis años. Si la primera se agota en seis meses, las siguientes os las pagaré a seiscientos francos. De esta forma, a dos por año, dispondréis cien francos al mes, tendréis la vida asegurada y seréis dichoso. Tengo autores a lo que no pago más que trescientos francos por novela. Doy doscientos francos por una traducción del inglés. En otros tiempos, este precio habría sido exorbitante.
—Señor, no podremos entendernos, os ruego me devolváis el manuscrito —dijo Luciano, helado.
—Aquí lo tenéis —dijo el viejo librero—. No sabéis lo que son los negocios, señor. Al publicar la primera novela de un autor, un editor debe arriesgar mil seiscientos francos de impresión y de papel. Es más fácil hacer una novela que encontrar semejante suma. Guardo cien manuscritos de novelas en mi casa y no tengo sesenta mil francos en mi caja. ¡Ay!, no he ganado esta suma desde que soy librero. No se hace, pues, fortuna, con el oficio de imprimir novelas. Vidal y Porchon sólo nos las aceptan con unas condiciones que cada día se vuelven más onerosas para nosotros. Allí donde vos arriesgáis vuestro tiempo, yo he de desembolsar dos mil francos. Si nos equivocamos, porque habent sua fata libelli, yo pierdo dos mil francos, en cuanto a vos, no tenéis más que lanzar una oda contra la estupidez pública. Después de haber meditado sobre lo que tengo el honor de deciros, vendréis a verme de nuevo. Volveréis a mi casa —repitió el librero con autoridad para responder a un gesto lleno de soberbia que Luciano dejó escapar—. Lejos de encontrar un librero que quiera arriesgar dos mil francos para un joven desconocido, no hallaréis ni un solo empleado que quiera tomarse la molestia de leer vuestros garabatos. Yo que lo he leído, puedo señalaros varias faltas de francés. Habéis puesto observer en lugar de faire observer, y malgré que. La palabra malgré reclama un régimen directo.
Luciano pareció humillado.
—Cuando vuelva a veros, habréis perdido cien francos —añadió—, no os daré entonces más que cien escudos.
Se levantó y saludó, pero cuando se hallaba junto a la puerta, dijo:
—Si no tuvierais talento y porvenir y no me interesase yo por los jóvenes estudiosos, no os habría propuesto tan excelentes condiciones. ¡Cien francos al mes! Pensadlo. Después de todo, una novela en un cajón no es como un caballo en la cuadra, no come pan. Aunque, a decir verdad, tampoco lo da.
Luciano cogió el manuscrito y lo arrojó al suelo, exclamando:
—¡Prefiero quemarlo, señor!
—Tenéis una cabeza de poeta —dijo el viejo.
Luciano devoró el panecillo, bebió apresuradamente la leche y bajó a la calle. Su habitación no era lo suficientemente espaciosa. Habría dado en ella vueltas sobre sí mismo, como un león en su jaula en el Jardín Botánico. En la biblioteca de Santa Genoveva, adonde Luciano pensaba ir, había visto siempre en el mismo rincón a un joven de unos veinticinco años de edad, que trabajaba con aquella aplicación sostenida que nada distrae ni molesta, y en la que se reconoce a los verdaderos obreros literarios. Aquel joven sin duda iba allí desde hacía mucho tiempo, pues los empleados y el bibliotecario mismo tenían para él ciertas complacencias. Este último le dejaba llevarse libros que Luciano veía devolver al día siguiente por el estudioso desconocido, en quien el poeta reconocía a un compañero de miseria y esperanzas. Bajito, flaco y pálido, aquel trabajador ocultaba una hermosa frente bajo una espesa cabellera negra bastante descuidada. Tenía hermosas manos y llamaba la atención de los indiferentes por un vago parecido con el retrato de Bonaparte grabado según Robert Lefebvre. Este grabado es todo un poema de melancolía ardiente, de ambición contenida y de actividad oculta. Si lo examináis bien, encontraréis en él talento y discreción, inteligencia y grandeza. Los ojos irradian ingenio como ojos de mujer, y la mirada es ávida de espacio y deseosa de dificultades por vencer. Aunque debajo no estuviera escrito el nombre de Bonaparte, lo contemplaríais largo rato. El joven que hacía realidad aquel grabado, llevaba de ordinario un pantalón dentro de unos zapatos de gruesas suelas, una levita de paño común, una corbata negra, un chaleco de paño gris, abotonado hasta arriba y un sombrero barato. Su desdén por todo tocado inútil era evidente. Aquel misterioso desconocido, marcado con el sello que el talento imprime en la frente de sus esclavos, lo encontraba Luciano en casa de Flicoteaux, como el más asiduo de los parroquianos, donde comía para vivir, sin prestar atención a unos alimentos con los cuales parecía familiarizado, y solamente bebía agua. Ya sea en la biblioteca, o en casa de Flicoteaux, desplegaba en todo una especie de dignidad, que sin duda provenía de la conciencia de una vida ocupada en algo grande, y que le hacía inabordable. Su mirada era pensadora. La meditación habitaba aquella noble frente de trazos regulares y sus ojos negros y vivos revelaban una costumbre de ir al fondo de las cosas. Sencillo en sus gestos, poseía una actitud grave. Luciano experimentaba un involuntario respeto hacia él, y aunque varias veces se habían mirado mutuamente como para hallarse a la entrada o a la salida de la biblioteca o del restaurante, ni uno ni otro se habían atrevido. Aquel joven taciturno iba al fondo de la sala, en la parte situada junto a la plaza de la Sorbona. Luciano no había podido, pues, trabar amistad con él, aunque se sentía atraído por aquel joven trabajador en quien se revelaban los indefinibles síntomas de la superioridad. Tanto el uno como el otro, tal como reconocieron más tarde, eran dos naturalezas vírgenes y tímidas, dadas a todos los temores cuyas emociones agradan a los hombres solitarios. Sin su repentino encuentro en el momento del desastre que acababa de sobrevenirle a Luciano, quizá no se habrían relacionado jamás. Pero al entrar en la calle de Grès, Luciano vio al joven desconocido que volvía de Santa Genoveva.
—La biblioteca está cerrada, ignoro por qué —le dijo.
En aquel momento Luciano tenía lágrimas en los ojos, dio las gracias al desconocido con uno de esos gestos que son más elocuentes que las palabras, y que, de joven a joven, abren en seguida los corazones. Los dos bajaron por la calle de Grès, dirigiéndose hacia la de La Harpe.
—Entonces me voy a pasear al Luxemburgo —dijo Luciano—. Cuando uno ha salido de casa, es difícil volver a ella a trabajar.
—Ya no se encuentra entonces en la corriente de las ideas necesarias —repuso el desconocido—. Parecéis apenado.
—Es que acaba de ocurrirme un lance muy singular —repuso Luciano.
Le refirió su visita al muelle, luego la que hizo al viejo librero y las proposiciones que éste le había hecho, dijo su nombre y añadió algunas palabras acerca de su situación. Desde hacía aproximadamente un mes, había gastado sesenta francos para vivir, treinta en el hotel, veinte más en espectáculos y diez en el gabinete literario, en total, ciento veinte francos, y no le quedaban más que otros ciento veinte.
—Vuestra historia es la mía —le dijo el desconocido— y la de mil entre mil doscientos jóvenes que todos los años vienen a París procedentes de provincias, pero nosotros no somos todavía los más desgraciados. ¿Veis este teatro? —añadió mostrándole el Odeón—. Un día fue a alojarse en una de las casas que se encuentran en la plaza, un hombre de talento que había rodado por abismos de miseria, casado, exceso de desgracia que ni a vos ni a mí nos abruma todavía, con una mujer a la cual amaba; pobre o rico, como queráis, con dos hijos, y cargado de deudas, pero confiando en su pluma. Presenta en el Odeón una comedia en cinco actos, es aceptada, obtiene mucho éxito, los comediantes la ensayan y el director activa el estreno. Estas cinco felicidades constituyen cinco dramas aún más difíciles de realizar que cinco actos por escribir. El pobre autor, alojado en una buhardilla que podéis ver desde aquí, agota sus últimos recursos para vivir durante la puesta en escena de su pieza, su mujer empeña los vestidos en el Monte de Piedad y la familia no come más que pan. El día del último ensayo, la víspera de la representación, la familia debía cincuenta francos en el barrio, al panadero, a la lechera y al portero. El poeta había conservado lo estrictamente necesario: una levita, una camisa, un pantalón, un chaleco y un par de botas. Seguro del éxito, va a dar un beso a su mujer, le anuncia el fin de sus infortunios. “¡Al fin ya no hay nada en contra nuestra!”, exclama. “Hay el fuego —dice la mujer—. ¡Mira, el Odeón está en llamas!”. Efectivamente, señor, el Odeón estaba ardiendo. No os quejéis, entonces. Tenéis ropa, carecéis de mujer y de hijos, tenéis en el bolsillo ciento veinte francos, y no debéis nada a nadie. La pieza obtuvo ciento cincuenta representaciones en el teatro Louvois y el rey instituyó una pensión para el autor. Buffon lo ha dicho, el talento es la paciencia. La paciencia es, en efecto, lo que en el hombre se parece más al procedimiento que la naturaleza emplea en sus creaciones. ¿Qué es el Arte, señor? La Naturaleza concentrada.
Los dos jóvenes iban paseando en aquel momento por el Luxemburgo. Luciano se enteró pronto del nombre, más tarde famoso, del desconocido que se esforzaba por consolarle. Aquel joven era Daniel de Arthez, actualmente uno de los escritores más ilustres de nuestra época, y una de las raras personas que, según el bello pensamiento de un poeta, ofrecen la “armonía de un hermoso talento y de un hermoso carácter”.
—No es posible ser un gran hombre sin pagar un buen precio por ello —le dijo Daniel con su voz suave—. El genio riega sus obras con sus lágrimas. El talento es una criatura moral que, como todos los seres, tiene una infancia sujeta a enfermedades. La Sociedad rechaza los talentos incompletos, de la misma manera que la Naturaleza se lleva las criaturas débiles o mal conformadas. El que quiere levantarse por encima de los hombres debe prepararse para una lucha, no debe retroceder ante ninguna dificultad. Un gran escritor es un mártir que no morirá, he ahí todo. Tenéis en la frente la marca del genio —dijo De Arthez a Luciano, lanzándole una mirada que le envolvió—, pero si en el corazón no tenéis la voluntad para ello, si no tenéis la paciencia angélica, si, hallándoos a cierta distancia del fin que os proponen los extraños designios del destino, no reanudáis, como las tortugas, en cualquier país que se encuentren, el camino de vuestro infinito, tal como ellas vuelven a tomar el de su amado océano, renunciad desde hoy.
—¿Entonces vos aguardáis suplicios? —dijo Luciano.
—Pruebas de todo género, la calumnia, la traición y la injusticia de mis rivales; así como las desvergüenzas y la tiranía del comercio —respondió el joven con voz resignada—. Si vuestra obra es bella, ¿qué importa una primera pérdida?…
—¿Queréis leer y juzgar la mía? —preguntó Luciano.
—Sea —dijo De Arthez—. Vivo en la calle de Quatre-Vents, en una casa donde uno de los hombres más ilustres, uno de los más bellos genios de nuestro tiempo, un fenómeno de la ciencia, Desplein, el más grande cirujano jamás conocido, sufre su primer martirio, debatiéndose con las primeras dificultades de la vida y de la gloria en París. Este recuerdo me da todas las noches la dosis de valor que necesito por las mañanas. Estoy en aquella habitación en la que él ha comido a menudo, como Rousseau, pan y cerezas, pero sin Teresa. Venid dentro de una hora. Estaré allí.
Los dos poetas se separaron, estrechándose la mano con indecible efusión de ternura melancólica. Luciano fue a buscar su manuscrito y Daniel de Arthez al Monte de Piedad a empeñar su reloj para poder comprar dos haces de leña, a fin de que su nuevo amigo encontrase lumbre en su casa, porque hacía frío. Luciano fue puntual y vio ante todo una casa menos agradable que su hotel, con un zaguán oscuro, al extremo del cual había una lóbrega escalera. La habitación de Daniel de Arthez, situada en el piso quinto, tenía dos malas ventanas entre las cuales se encontraba una biblioteca de madera ennegrecida, llena de carpetas etiquetadas. Una cama de madera pintada, semejante a las de los colegios, una mesilla de noche comprada de ocasión, y dos sillones ocupaban el fondo de aquella pieza tapizada con papel escocés barnizado por el humo y por el tiempo. Una larga mesa cargada de papeles estaba situada entre la chimenea y una de las ventanas, y frente a aquella chimenea, había una mala cómoda de madera de caoba. Una alfombra de ocasión cubría enteramente el suelo. Este lujo necesario ahorraba la calefacción. Delante de la mesa, un vulgar sillón de despacho, de badana roja blanqueada por el uso, y seis malas sillas, completaban el mobiliario. Encima de la chimenea, Luciano vio un viejo candelero de pantalla con cuatro bujías. Cuando le preguntó por la razón de las bujías, reconociendo en todos los detalles los síntomas de una gran miseria, De Arthez le respondió que le era imposible soportar el olor de las velas de sebo. Esta circunstancia indicaba una gran delicadeza de los sentidos, indicio de una exquisita sensibilidad. La lectura duró siete horas. Daniel escuchó religiosamente, sin decir una palabra ni hacer una observación, una de las más raras pruebas de buen gusto que puedan ofrecer los autores.
—¿Qué os parece? —dijo Luciano a Daniel, dejando el manuscrito encima de la repisa de la chimenea.
—Os encontráis en un camino bueno y hermoso —contestó gravemente el joven—, pero vuestra obra necesita algunos arreglos. Si no queréis ser la mona de Walter Scott, debéis crear un estilo diferente, y vos le habéis imitado. Comenzáis, como él, con largas conversaciones para mostrar a vuestros personajes, y cuando han hablado, hacéis llegar la descripción y la acción. Este antagonismo necesario a toda obra dramática viene lo último. Invertidme los términos del problema. Sustituid esos difusos coloquios, magníficos en Walter Scott, pero sin color en vos, por descripciones a las que tanto se presta nuestro idioma. Que en vos sea el diálogo la consecuencia esperada que corone vuestros preparativos. Entrad en seguida en la acción, coged vuestro tema ora de través, ora por el fin, en una palabra, variad vuestros planes, para no ser jamás el mismo. Seréis nuevo aun cuando adaptéis a la historia de Francia la forma del drama dialogado del escocés. Walter Scott carece de pasión, la ignora, o quizá le estuviera prohibida por las costumbres hipócritas de su país. Para él, la mujer es el deber hecho carne y salvo raras excepciones, sus heroínas son absolutamente las mismas, no tiene para ellas más que un solo estarcido, según la expresión de los pintores. Todas ellas proceden de Clarisa Harlowe. Al referirlas a una sola idea, no podía sacar más que ejemplares de un mismo tipo variados por un colorido más o menos vivo. La mujer introduce en la sociedad el desorden por medio de la pasión, y ésta tiene accidentes infinitos. Pintad, pues, las pasiones, y tendréis recursos inmensos de los cuales ese gran genio se privó para poder ser leído en el seno de todas las familias de la mojigata Inglaterra. En Francia encontraréis las faltas encantadoras y las costumbres brillantes del catolicismo para oponerlas a las sombrías figuras del calvinismo durante el período más apasionado de nuestra historia. Cada reinado auténtico, a partir de Carlomagno, requerirá a lo sumo una obra, y algunas veces cuatro o cinco, como para Luis XIV, Enrique IV y Francisco I. De este modo haréis una historia de Francia pintoresca en la que describiréis los vestidos, los muebles, las casas, los interiores y la vida privada, mientras ofrecéis el espíritu de la época, en lugar de narrar escrupulosamente hechos ya conocidos. Poseéis un medio para ser original suprimiendo los errores populares que desfiguran a la mayor parte de nuestros reyes. Atreveos, en vuestra primera obra, a rehabilitar a la grande y magnífica figura de Catalina de Médicis, a quien vos habéis sacrificado a los prejuicios que aún se ciernen sobre ella. En fin, describid a Carlos IX tal como era, y no como le han hecho los escritores protestantes. Al cabo de diez años de perseverancia, tendréis gloria y fortuna.
Eran entonces las nueve. Luciano se adelantó a la intención de su futuro amigo invitándole a cenar en el restaurante Edon, donde gastó doce francos. Durante esa cena, Daniel confió a Luciano el secreto de sus esperanzas y de sus estudios. De Arthez no admitía talento fuera de lo corriente sin profundos conocimientos metafísicos. En aquellos momentos procedía a la investigación de todos los tesoros filosóficos de los tiempos antiguos y modernos para asimilarlos. Quería, cómo Molière, llegar a ser un profundo filósofo antes de escribir comedias. Estudiaba el mundo escrito y el mundo viviente, el pensamiento y la acción. Tenía por amigos algunos sabios naturalistas, jóvenes médicos, escritores políticos y artistas, sociedad de gente estudiosa, seria y llena de porvenir. Vivía de artículos concienzudos y poco pagados, que se publicaban en diccionarios biográficos, enciclopédicos o de ciencias naturales. No escribía ni más ni menos que lo suficiente para vivir y poder seguir su pensamiento. De Arthez poseía una obra de imaginación, emprendida únicamente para estudiar los recursos del idioma. Este libro, todavía incompleto, tomado y dejado por capricho, lo guardaba para los días de grandes apuros. Era una obra psicológica y de alto alcance, bajo la forma de la novela. Aunque Daniel se descubriera modestamente, a Luciano le pareció gigantesco, y al salir del restaurante se había enamorado de aquella virtud sin énfasis, de aquel carácter sublime sin saberlo. El poeta no discutió los consejos de Daniel, los siguió al pie de la letra. Aquel hermoso talento ya madurado por el pensamiento y por la crítica solitaria, inédita, hecha para él, no para otro, le había abierto de pronto la puerta de los más magníficos palacios de la fantasía. Los labios del provinciano habían sido tocados por un carbón encendido, y la palabra del trabajador parisiense encontró en el cerebro del poeta de Angulema una tierra abonada. Luciano procedió a la refundición de su obra.
Feliz por haber encontrado en el desierto de París un corazón en el que abundaban sentimientos generosos en consonancia con los suyos, el poeta de Angulema hizo todo lo que hacen las personas sedientas de cariño: se aferró como una enfermedad crónica a De Arthez, fue a buscarle para ir a la biblioteca, paseó con él cerca del Luxemburgo cuando hacía buen día, le acompañó todas las noches hasta su mísera habitación, después de haber cenado con él en Flicoteaux, en fin, se arrimó a él como un soldado se arrimaba contra el cuerpo de su vecino en las gélidas llanuras de Rusia. Durante los primeros días de su amistad con Daniel, Luciano no advirtió sin pena cierto malestar causado por su presencia tan pronto como los íntimos se hallaban reunidos. Las palabras de aquellos seres superiores, de quienes le hablaba De Arthez con entusiasmo concentrado, se mantenían dentro de los límites de una reserva en desacuerdo con los testimonios visibles de su viva amistad. Luciano salía entonces discretamente, experimentando una especie de tristeza ocasionada por el ostracismo del cual era él objeto y por la curiosidad que en él suscitaban aquellos personajes desconocidos, porque todos ellos se llamaban unos a otros por sus nombres de pila. Todos ostentaban en la frente, como De Arthez, el sello de un talento especial. Después de secretas oposiciones combatidas, sin que él lo supiera, por Daniel, Luciano fue al fin juzgado digno de entrar en aquel cenáculo de grandes inteligencias, y pudo desde entonces conocer a aquellas personas unidas por las más vivas simpatías, por lo serio de su existencia intelectual, y que casi todas las noches se reunían en casa de Arthez. Todos presentían en él al gran escritor: le consideraban como jefe de ellos desde que habían perdido a uno de los espíritus más extraordinarios de aquel tiempo, un genio místico, su primer jefe que, por razones inútiles de exponer en este lugar, había regresado a su provincia, y de quien oía Luciano hablar a menudo bajo el nombre de Luis. Se comprenderá fácilmente en qué medida habían debido despertar esos personajes el interés y la curiosidad de un poeta, a la indicación de aquellos que más tarde conquistaron, como De Arthez, toda su gloria, porque varios de ellos sucumbieron.
Entre los que viven aún se encontraba Horacio Bianchon, entonces interno en el Hospital, y que más tarde se convirtió en una de las lumbreras de la Facultad de Medicina de París, y demasiado conocido en la actualidad para que sea necesario describir su persona o explicar su carácter y la naturaleza de su inteligencia.
Estaba también León Giraud, ese profundo filósofo, ese audaz teórico que remueve todos los sistemas, los juzga, los formula y los arrastra a los pies de su ídolo, la HUMANIDAD, siempre grande, siempre el mismo en sus errores, ennoblecidos por su buena fe. Ese trabajador intrépido, ese sabio concienzudo, se ha convertido en jefe de una escuela moral y política acerca de cuyo mérito sólo el tiempo podrá pronunciarse. Si sus convicciones le han labrado un destino en regiones extrañas a aquellas a las cuales se lanzaron sus camaradas, no por ello dejó de ser amigo de ellos.
El Arte estaba representado por José Bridau, uno de los mejores pintores de la moderna escuela. Sin las secretas desgracias a que le condena una naturaleza excesivamente impresionable, José, cuya última palabra, por otra parte, aún no ha sido dicha, habría podido ser un continuador de los grandes maestros de la escuela italiana: posee el dibujo de Roma y el color de Venecia, pero el amor le mata y no atraviesa sólo su corazón: le lanza sus flechas al cerebro, le desordena la vida y le obliga a hacer los más extraños zigzags. Si su amante efímera le hace demasiado feliz o demasiado desdichado, José enviará a la exposición ora esbozos en los que el color hace borroso el dibujo, ora unos cuadros que quiso terminar bajo el peso de penas imaginarias, y en los que el dibujo llegó a preocuparle tanto, que el color del cual dispone a voluntad, brilla por su ausencia. Engaña incesantemente tanto al público como a sus amigos. Hoffman le habría adorado por sus audacias en el campo de las Artes, por sus caprichos y su fantasía. Cuando es completo, suscita la admiración, la saborea, luego se indigna al no recibir ya elogios por las obras defectuosas, en las cuales los ojos de su alma ven todo aquello que está ausente para los ojos del público. Caprichoso en grado sumo, sus amigos le han visto destruir un cuadro que a él le parecía demasiado relamido.
—Está demasiado hecho —decía—, es demasiado académico.
Original y sublime a un tiempo, posee todas las desgracias y todas las felicidades de las organizaciones nerviosas en las que la perfección se convierte en una enfermedad. Su espíritu es hermano del de Sterne pero sin el trabajo literario de éste. Sus palabras, sus destellos de pensamiento, poseen un sabor inaudito. Es elocuente y sabe amar, pero con sus caprichos, que lleva a los sentimientos lo mismo que a su hacer. Es querido en el cenáculo precisamente por aquello que el mundo burgués habría llamado sus defectos.
Finalmente, Fulgencio Ridal, uno de los autores de nuestra época con más vis cómica, un poeta que no se preocupa por la gloria, que no arroja al teatro más que sus producciones más vulgares, guardando en el serrallo de su cerebro, para él y sus amigos, las más bellas escenas, no pidiendo del público más que el dinero necesario para su independencia y sin querer hacer nada tan pronto como lo haya obtenido. Perezoso y fecundo como Rossini, obligado, como los grandes poetas cómicos, como Molière y Rabelais, a considerar todas las cosas al anverso del por y al reverso del contra, era escéptico, podía reírse y se reía de todo. Fulgencio Ridal es un gran filósofo práctico. Su ciencia del mundo, su genio de observación, su desdén por la gloria, que él llamaba la parada, no le han secado el corazón. Tan activo para los demás como indiferente en cuanto a sus propios intereses, si da algún paso es por un amigo. Para no mentir a su máscara realmente rabelaisiana, no odia la buena mesa, ni tampoco es rebuscado en este aspecto, es a la vez melancólico y alegre. Sus amigos le llaman el perro del regimiento, nada le describe mejor que este apodo.
Otros tres, por lo menos tan superiores como estos cuatro amigos pintados de perfil, habían de sucumbir a intervalos: primeramente Meyraux, que murió después de haber promovido la célebre disputa entre Cuvier y Geoffroy-Saint-Hilaire, gran polémica que había de dividir el mundo científico entre aquellos dos genios iguales, unos meses antes de la muerte de aquel que se mostraba partidario de una ciencia estrecha y analista contra el panteísta que todavía vive y al que Alemania venera. Meyraux era amigo de aquel Luis al que una muerte prematura iba pronto a arrebatar al mundo intelectual. Al número de estos dos hombres, ambos marcados por la muerte y oscuros actualmente a pesar del inmenso alcance de su saber y de su talento, hay que añadir a Miguel Chrestien, republicano de gran importancia, que soñaba con la federación de Europa y que en 1830 desempeñó un gran papel en el movimiento moral de los sansimonianos. Hombre político de la fuerza de Saint-Just y de Danton, pero sencillo y dulce como una joven, lleno de ilusiones y de amor, dotado de una voz melodiosa que habría embelesado a Mozart, a Weber y a Rossini, y cantando ciertas canciones de Béranger como para embriagar el corazón de poesía, de amor o de esperanza, Miguel Chrestien, pobre como Luciano, como Daniel, como todos sus amigos, se ganaba la vida con una despreocupación diogénica. Redactaba índices para grandes obras, prospectos para las librerías, mudo, por otra parte, acerca de sus doctrinas, como es muda una tumba sobre los secretos de la muerte. Aquel alegre bohemio de la inteligencia, aquel gran hombre de Estado, que quizás hubiera cambiado la faz del mundo, murió en el monasterio de Saint-Merry como un simple soldado. La bala de algún negociante mató a una de las más nobles criaturas que jamás pisara suelo francés. Miguel Chrestien pereció por doctrinas distintas de las suyas. Su federación amenazaba mucho más que la propaganda republicana a la aristocracia europea, era más racional y menos loca que las horribles ideas de libertad indefinida proclamadas por los jóvenes insensatos que se consideran herederos de la Convención. Aquel noble plebeyo fue llorado por todos aquellos que le conocían, no hay ninguno de ellos que no piense, y a menudo, en aquel hombre político desconocido.
Aquellas nueve personas componían un cenáculo en el que la estima y la amistad hacían reinar la paz entre las ideas y las doctrinas más opuestas. Daniel de Arthez, aristócrata picardo, era partidario de la monarquía con una convicción igual a la que hacía que Miguel Chrestien fuera adicto a su federalismo europeo. Fulgencio Ridal se burlaba de las doctrinas filosóficas de León Giraud, el cual predecía a De Arthez el fin del cristianismo y de la familia. Miguel Chrestien, que creía en la religión de Jesucristo, el divino legislador de la igualdad, defendía la inmortalidad del alma contra el escalpelo de Bianchon, el analista por excelencia. Todos discutían sin disputar. Carecían de vanidad, siendo ellos mismos su propio auditorio. Se comunicaban sus trabajos y se consultaban con la buena fe de la juventud. ¿Se trataba de un asunto serio? El oponente abandonaba su opinión para entrar en las ideas de su amigo, tanto más idóneo para ayudarle cuanto que era imparcial en una causa o en una obra al margen de sus propias ideas. Casi todos tenían un carácter dulce y tolerante, dos cualidades que demostraban su superioridad. La Envidia, ese horrible tesoro de nuestras esperanzas frustradas, de nuestros talentos abortados, de nuestros éxitos fallidos y de nuestras pretensiones contrariadas, les era desconocida. Por otra parte, todos discurrían por sendas distintas. Así, los que fueron admitidos, como Luciano, en su sociedad, se encontraban cómodos. El verdadero talento es siempre como un buen niño, cándido y sincero, en él la sátira carece de ingenio y jamás va dirigida contra el amor propio. Una vez disipada la primera emoción causada por el respeto, se experimentaban dulzuras infinitas al lado de aquellos jóvenes de selecta minoría. La familiaridad no excluía la conciencia que cada uno tenía de su propio valer, cada cual sentía un profundo aprecio de su vecino, todos, en fin, se sentían capaces de ser sucesivamente bienhechores y favorecidos, por lo que aceptaban sin cumplidos lo que se les ofrecía. Las conversaciones, llenas de encanto, abarcaban los temas más variados. Ligeras como flechas, las palabras eran certeras y rápidas a un tiempo. La gran miseria exterior y el esplendor de las riquezas intelectuales producían un singular contraste. Allí nadie pensaba en las realidades de la vida más que para sacar de ellas amigables bromas. Un día en que el frío se hizo sentir prematuramente, cinco de los amigos de Arthez llegaron habiendo tenido cada uno la misma idea, todos traían leña debajo del abrigo, como en esas comidas campestres en las que cada invitado, debiendo aportar su manjar, trae un pastel. Dotados de aquella belleza moral que influye en la forma y que, no menos que los trabajos y las vigilias, dora los jóvenes semblantes de un color divino, ofrecían aquellos rasgos un poco atormentados que la pureza de la vida y el fuego del pensamiento regularizan y purifican. Sus frentes se recomendaban por una anchura poética, y sus ojos vivos y brillantes daban fe de una vida limpia. Los padecimientos de la miseria, cuando se hacían sentir, eran tan alegremente soportados, abrazados por todos con tal ardor, que no alteraban la serenidad particular de los rostros de jóvenes aún exentos de faltas graves, que no se han envilecido en ninguna de las cobardes transacciones arrancadas por la miseria mal soportada, por el afán de triunfar sin reparar en medios, y por la fácil complacencia con que la gente de letras acoge o perdona las traiciones. Lo que hace indisolubles las amistades y redobla su encanto, es un sentimiento del que carece el amor: la certidumbre. Aquellos jóvenes estaban seguros de ellos mismos, el enemigo del uno se convertía en el enemigo de todos, habrían abandonado sus intereses más urgentes para obedecer a la santa solidaridad de sus corazones. Incapaces todos ellos de una cobardía, podían oponer un no formidable a toda acusación y defenderse unos a otros con seguridad. Igualmente nobles en cuanto al corazón y de fuerza igual en lo que atañe al sentimiento, podían pensarlo todo y decirlo todo en el terreno de la ciencia y de la inteligencia. De ahí la inocencia de su trato y la alegría de sus conversaciones. Seguros de comprenderse, su inteligencia campaba por sus respetos, por esto no hacían cumplidos entre sí, se confiaban sus penas y alegrías, y pensaban y sufrían a pleno corazón. Las encantadoras delicadezas que hacen de la fábula de “Los dos amigos” un tesoro para las grandes almas, eran habituales en ellos. Por esto se concibe su severidad para admitir en su esfera a un nuevo adepto. Tenían demasiada consciencia de su grandeza y de su felicidad para turbarla dejando entrar en ella elementos nuevos y desconocidos.
Esta federación de sentimientos y de intereses duró sin contrariedades por espacio de veinte años. Sólo la muerte, que les arrebató a Luis Lambert, Meyraux y Miguel Chrestien, pudo disminuir aquella noble pléyade. Cuando, en 1832, sucumbió este último, Horacio Bianchon, Daniel de Arthez, León Giraud, José Bridau y Fulgencio Ridal fueron, a pesar del peligro de tal empresa, a retirar su cadáver en Saint-Merry, para tributarle los últimos honores a la faz ardiente de la Política. Acompañaron de noche aquellos queridos restos hasta el cementerio del Padre Lachaise. Horacio Bianchon no retrocedió ante ninguna dificultad en cuanto a ello, solicitó el favor de los ministros, confesándoles su vieja amistad con el federalista expirado. Fue una escena conmovedora grabada en la memoria de los amigos poco numerosos que se unieron a los cinco hombres célebres. Si paseáis por ese elegante cementerio, veréis un terreno comprado a perpetuidad, en el que se levanta una tumba de césped coronada por una cruz de madera negra, sobre la cual se hallan grabadas en letras rojas estas dos palabras: MIGUEL CHRESTIEN. Es el único monumento de este estilo. Los cinco amigos creyeron que era necesario rendir homenaje con esta sencillez a aquel hombre sencillo.
En aquella fría buhardilla se realizaban, pues, los más bellos sueños del sentimiento. Allí, unos hermanos igualmente expertos en diferentes campos de la ciencia, dotados de extraordinaria erudición y probados en el crisol de la miseria, se instruían mutuamente con buena fe, contándoselo todo, incluso sus malos pensamientos. Una vez admitido entre aquellos seres selectos y considerado como un igual, Luciano representó allí la Poesía y la Belleza. Leyó sonetos que fueron admirados. Se le pedía un soneto como él rogaba a Miguel Chrestien que le cantara una canción. En el desierto de París, Luciano encontró, pues, un oasis en la calle de los Quatre-Vents.
A principios del mes de octubre, después de haber empleado el dinero que le quedaba para procurarse un poco de leña, Luciano quedó sin recursos en medio del trabajo más febril, el de la refundición de su obra. Daniel de Arthez, por su parte, quemaba tortas de turba seca, y soportaba heroicamente la miseria, no se quejaba, se arreglaba como una solterona y parecía un avaro, tan metódico era en todas las cosas. Este valor excitaba el de Luciano, el cual, miembro reciente del cenáculo, experimentaba una invencible repugnancia en hablar de sus apuros. Una mañana fue hasta la calle del Coq para vender El Arquero de Carlos IX a Doguereau, a quien no encontró. Luciano ignoraba cuán grande es la indulgencia de las grandes almas. Cada uno de sus amigos se hacía cargo de las debilidades peculiares de los hombres de poesía, del abatimiento que sigue a los esfuerzos del alma sobreexcitada por las contemplaciones de la naturaleza que ellos tienen la misión de reproducir. Aquellos hombres tan fuertes contra sus propios males, eran tiernos para los dolores de Luciano. Habían comprendido que le hacía falta dinero. El cenáculo coronó, pues, las dulces veladas de charlas, de profundas meditaciones, de poesías, de confidencias, de incursiones audaces por los campos de la inteligencia, por el porvenir de las naciones y por los dominios de la historia, con un rasgo que demuestra cuán poco había comprendido Luciano a sus amigos.
—Luciano, amigo mío —le dijo Daniel—, ayer no viniste a cenar a Flicoteaux, y nosotros sabemos por qué.
Luciano no pudo retener unas lágrimas que resbalaron por sus mejillas.
—Has tenido poca confianza en nosotros —le dijo Miguel Chrestein—, haremos una cruz en la chimenea, y cuando seamos diez…
—Todos nosotros —dijo Bianchon— hemos encontrado un trabajo extraordinario: yo he cuidado para Desplein un enfermo rico; De Arthez ha hecho un artículo para la Revista Enciclopédica; Chrestien ha querido cantar una noche en los Campos Elíseos con un pañuelo y cuatro velas de sebo, pero ha encontrado la ocasión de redactar un folleto para un hombre que desea convertirse en político, y le ha dado seiscientos francos de Maquiavelo; León Giraud ha pedido prestados a su librero cincuenta francos; José ha vendido sus bocetos, y Fulgencio hizo representar su pieza el domingo y tuyo llena la sala.
—Ahí tienes doscientos francos —añadió Daniel—. Acéptalos.
—Vamos, ¿es que no va a darnos un abrazo, como si hubiéramos hecho algo extraordinario? —dijo Chrestien.
Para que el lector comprenda las delicias experimentadas por Luciano en el seno de aquella viviente enciclopedia de espíritus angélicos, de jóvenes que ostentaban el sello de originalidades diversas, extraídas de la ciencia que cada cual cultivaba, bastará transcribir las respuestas que Luciano recibió al día siguiente, relativas a una carta que había dirigido a su familia, obra maestra de sensibilidad y buena voluntad, grito horrible que le habían arrancado los apuros que estaba pasando.
DAVID SÉCHARD A LUCIANO
“Querido Luciano: Encontrarás adjunto un efecto de doscientos francos, a noventa días y a tu orden, que podrás negociar en casa del señor Métivier, comerciante de papel y corresponsal nuestro en París, establecido en la calle Serpente. Mi buen Luciano, nosotros no tenemos absolutamente nada. Mi mujer se ha puesto a dirigir la imprenta y cumple su cometido con una abnegación, una paciencia y una actividad que me hacen bendecir al Cielo por haberme dado por esposa un ángel semejante. Ella misma ha comprobado la imposibilidad en que nos encontramos de enviarte el más ligero socorro. Pero, amigo mío, te creo en tan hermosa senda, acompañado de corazones tan grandes y tan nobles, que no podrías fracasar en tu bello destino encontrándote ayudado por las inteligencias casi divinas de los señores Daniel de Arthez, Miguel Chrestien y León Giraud, aconsejado por los señores Meyraux, Bianchon y Ridal, a los cuales tu querida carta nos ha hecho conocer. Sin que Eva lo supiera, te he escrito, pues, este efecto, que hallaré medio de pagar en la fecha de su vencimiento. No te salgas de tu senda, es ardua, pero será gloriosa. Preferiría sufrir mil males antes que saber que has caído en algún lodazal de París como tantos he visto. Ten el suficiente valor para evitar, como ya lo haces, los malos lugares, las malas personas, los aturdidos y ciertas gentes de letras a las que he aprendido a estimar en su justo valor durante mi estancia en París. En fin, procura ser el digno émulo de esos espíritus celestiales que tú has hecho fueran tan queridos para mí. Tu conducta será pronto recompensada. Adiós, querido hermano, me has robado el corazón; no había esperado tanto valor de tu parte.
David."
EVA SÉCHARD A LUCIANO
”Amigo mío, tu carta nos ha hecho llorar a todos. Que esos nobles corazones hacia los cuales tu buen ángel te guía lo sepan: una madre y una pobre joven rogarán a Dios mañana y noche por ellos, y si las oraciones más fervientes llegan hasta su trono, alcanzarán algunos favores para todos vosotros. Sí, hermano mío, sus nombres están grabados en mi corazón. ¡Ah!, les veré algún día. Iré, aunque tuviera que hacer el viaje a pie, para darles las gracias por su amistad para contigo, porque ella ha derramado como un bálsamo sobre mis llagas vivas. Aquí, amigo mío, trabajamos como pobres obreros. Mi marido, ese gran hombre desconocido al que cada día amo más al descubrir continuamente nuevas riquezas en su corazón, descuida su imprenta, y yo adivino por qué: tu miseria, la de nosotros y la de nuestra madre le están asesinando. Nuestro adorado David es como Prometeo devorado por un buitre, una pena amarilla de pico agudo. En cuanto a él, apenas piensa en ello, tiene la esperanza de hacer fortuna. Se pasa el día realizando experimentos sobre el modo de fabricar papel. Me ha rogado que me ocupara de sus negocios, en los que me ayuda tanto como su preocupación se lo permite. ¡Ay!, me encuentro en estado de buena esperanza, y este acontecimiento, que me habría llenado de alegría, me entristece en la situación en que todos nos hallamos. Mi pobre madre se ha rejuvenecido, ha encontrado fuerzas para su fatigoso oficio de cuidar enfermos. Si no fuera por las preocupaciones económicas, seríamos dichosos. El viejo Séchard no quiere dar un centavo a su hijo. David ha ido a verle con el fin de pedirle prestado algún dinero para socorrerte, porque tu carta le había sumido en desesperación. «Conozco a Luciano, perderá la cabeza y hará tonterías», decía. Yo le he regañado mucho. «¿Mi hermano hacer algo malo? —le dije—. Luciano sabe que me moriría de pena». Mi madre y yo, sin que David lo sospeche, hemos empeñado algunos objetos que ella retirará tan pronto cobremos algún dinero. De este modo hemos podido recoger cien francos que te mando por medio de las mensajerías. No me guardes rencor por no haber contestado a tu primera carta, hermano mío, porque nos encontrábamos en una situación en que ni siquiera teníamos tiempo para dormir, y yo trabajaba como un hombre. ¡Ah!, no sabía que tuviera tantas fuerzas. La señora de Bargeton es una mujer sin alma ni corazón, pues incluso no amándote, tenía la obligación de protegerte y ayudarte, después de haberte arrancado de nuestros brazos para arrojarte en medio de ese horrible mar parisiense, en el que hace falta una bendición de Dios para encontrar amistades verdaderas entre esas oleadas de hombres e intereses. No merece la pena que se la eche de menos. Quisiera junto a ti alguna mujer abnegada, una segunda yo misma, pero al saber que tienes unos amigos que continúan nuestros sentimientos ya estoy tranquila. ¡Despliega tus alas, mi hermoso genio amado! Tú serás nuestra gloria, como eres ya nuestro amor.
Eva."
”Hijo querido, no puedo hacer sino bendecirte, después de lo que dice tu hermana, y asegurarte que mis oraciones y mis pensamientos sólo están, ¡ay!, llenos de ti, en detrimento de aquellos a quienes veo, porque hay corazones en los que que únicamente los ausentes tienen cabida, y así ocurre en el corazón de
TU MADRE."
De esta forma, dos días después, Luciano pudo devolver a sus amigos el préstamo que con tanta delicadeza le habían hecho. Jamás la vida le pareció más hermosa, pero el movimiento de su amor propio no pasó inadvertido a las profundas miradas de sus amigos y a su delicada sensibilidad.
—Diríase que tienes miedo de debernos alguna cosa —exclamó Fulgencio.
—¡Oh!, el placer que manifiesta es muy grave a mis ojos —dijo Miguel Chrestien—. Confirma las observaciones que he hecho: Luciano es vanidoso.
—Es poeta —observó De Arthez.
—¿Me guardáis rencor por un sentimiento tan natural como el mío?
—Hemos de tener en cuenta que no nos lo ha ocultado —dijo León Giraud—, todavía es franco, pero temo que más tarde nos tenga miedo.
—¿Y por qué? —preguntó Luciano.
—Leemos en tu corazón —respondió José Bridau.
—Hay en ti —le dijo Miguel Chrestien— un espíritu diabólico con el cual justificarás a tus propios ojos las cosas más contrarias a nuestros principios: en lugar de ser un sofista de ideas, serás un sofista de acción.
—¡Ah! Tengo miedo de ello —dijo De Arthez—. Luciano, tendrás en ti mismo discusiones admirables, en las que serás grande, pero que culminarán en hechos censurables… Jamás estarás de acuerdo contigo mismo.
—¿En qué os basáis? —preguntó Luciano.
—Tu vanidad, mi querido poeta, es tan grande, que la pones incluso en la amistad —dijo Fulgencio—. Toda vanidad de esa clase revela un espantoso egoísmo, y el egoísmo es el veneno de la amistad.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Luciano—. ¡Vosotros no sabéis cuánto os quiero!
—Si nos amases como nosotros te amamos, ¿te habrías apresurado tanto, y con tal énfasis, a devolvernos lo que tuvimos el gusto de darte?
—Aquí no se presta nada, aquí se da —le dijo brutalmente José Bridau.
—No nos creas rudos, querido niño —le dijo Miguel Chrestien—, somos previsores. Tenemos miedo de verte preferir un día los goces de una pequeña venganza a las alegrías puras de nuestra amistad. Lee el Tasso de Goethe, la obra más grande de ese genio, y verás en ella que al poeta le agradan las brillantes telas, los festines, los triunfos y el fausto; pues bien, sé el Tasso sin su locura. ¿Que el mundo y sus placeres te atraen?… Quédate aquí. Transporta a la región de las ideas todo lo que les pides a tus vanidades. Locura por locura, pon la virtud en tus acciones y el vicio en tus ideas, en lugar de pensar bien y conducirte mal, como te decía De Arthez.
Luciano bajó la cabeza: sus amigos tenían razón.
—Confieso que no soy tan fuerte como vosotros —les dijo dirigiéndoles una adorable mirada—. No tengo espaldas como para sostener a París y luchar con valentía. La naturaleza nos ha dado temperamentos y facultades diferentes, y vos conocéis mejor que nadie lo que son los vicios y las virtudes. Ya estoy cansado, os lo confieso.
—Nosotros te sostendremos —dijo De Arthez—, para esto precisamente sirven las amistades fieles.
—El socorro que acabo de recibir es precario, todos nosotros somos pobres y la necesidad pronto me perseguirá. Chrestien no puede ayudarme en asuntos de librería, Bianchon se halla al margen de estas cuestiones, De Arthez sólo conoce a los libreros de ciencia y de especialidades, que no tienen influencia entre los editores de novedades, y Horacio, Fulgencio Ridal y Bridau trabajan en un orden de ideas que los ponen a cien leguas de distancia de los libreros. Debo tomar una decisión.
—Haz, pues, como nosotros, adopta la decisión de sufrir —repuso Bianchon—, sufrir valerosamente y confiar en el trabajo.
—Pero lo que para vosotros no es más que sufrimiento, es la muerte para mí —dijo vivamente Luciano.
—Antes de que el gallo haya cantado tres veces —dijo León Giraud sonriendo—, este hombre habría traicionado la causa del trabajo por la de la pereza y de los vicios de París.
—¿Adónde os ha llevado el trabajo? —dijo riendo Luciano.
—Cuando se va de París a Italia, no se encuentra Roma a mitad del camino —dijo José Bridau—. Para ti, los guisantes deberían crecer aderezados ya con mantequilla.
—Sólo crecen así para los hijos mayores de los pares de Francia —dijo Miguel Chrestien—. Pero nosotros los sembramos, los regamos y los encontramos mejores.
La conversación adquirió un aire jocoso y versó sobre otro tema. Aquellos espíritus perspicaces, aquellos corazones delicados trataron de hacerle olvidar esa pequeña querella a Luciano, quien comprendió desde aquel momento cuán difícil era engañarles. Pronto llegó a una desesperación interior que ocultó cuidadosamente a sus amigos, considerándoles unos mentores implacables. Su espíritu meridional, que tan fácilmente recorría el teclado de los sentimientos, le hacía tomar las resoluciones más opuestas.
Varias veces habló de lanzarse al periodismo, y siempre le dijeron sus amigos:
—Guardaos bien de hacer tal cosa.
—Eso sería la tumba del bello, del dulce Luciano, a quien amamos y conocemos —dijo De Arthez.
—No resistirás a la constante oposición de placer y trabajo que se encuentra en la vida de los periodistas, y resistir es la base de la virtud. Estarías tan encantado de ejercer el poder, de tener derecho de vida y muerte sobre las obras del pensamiento, que serías periodista en dos meses. Ser periodista es ser procónsul en la república de las letras. El que puede decirlo todo, llega a hacerlo todo. Esta máxima es de Napoleón, y se comprende.
—¿Acaso no estaréis cerca de mí? —dijo Luciano.
—No —exclamó Fulgencio—. Cuando seas periodista, no pensarás más en nosotros de lo que la brillante artista de ópera piensa en su pueblo, en sus vacas y en sus zuecos cuando se encuentra en su coche forrado de seda. Posees en grado excesivo las cualidades del periodista: la brillantez y la rapidez del pensamiento. Jamás te negarás un rasgo de ingenio, aunque con él tuvieras que hacer llorar a tu amigo. Veo a los periodistas en los vestíbulos de los teatros, y me inspira horror. El periodismo es un infierno, un abismo de iniquidades, de mentiras y traiciones que uno no puede atravesar, y del que no se puede salir puro más que protegido, como Dante, por el divino laurel de Virgilio.
Cuanto más le prohibía esta senda el cenáculo a Luciano, su deseo de conocer el peligro más le invitaba a arriesgarse a ello, y comenzaba a discurrir de este modo: ¿no será ridículo dejarse sorprender otra vez por la miseria, sin haber hecho nada contra ella? Al ver la falta de éxito de las gestiones acerca de su primera novela, Luciano estaba poco tentado a componer una segunda. Por otra parte, ¿de qué viviría durante el tiempo necesario para escribirla? Había agotado su dosis de paciencia durante un mes de privaciones. ¿No podía hacer noblemente lo que los periodistas hacían sin conciencia ni dignidad? Sus amigos le insultaban con su desconfianza, él quería probarles su inteligencia. Quizá les ayudaría un día, ¡sería el heraldo de sus glorias!
—Por otra parte, ¿qué es un amistad que retrocede ante la complicidad? —preguntó una noche a Miguel Chrestien, a quien había acompañado hasta su casa, junto a León Giraud.
—Nosotros no retrocedemos ante nada —respondió Miguel Chrestien—. Si tuvieras la desgracia de matar a tu amante, yo te ayudaría a ocultar tu crimen y todavía podría ser capaz de apreciarte, pero si te hicieras espía, huiría de ti con horror, porque serías cobarde e infame por sistema. Ahí tienes el periodismo en dos palabras. La amistad perdona el error, el movimiento irreflexivo de la pasión, pero debe ser implacable con la idea intencionada de vender el alma, la inteligencia y el pensamiento.
—¿No puedo hacerme periodista para vender mi colección de poesías y mi novela, y luego abandonar el periodismo?
—Maquiavelo se comportaría así, pero no Luciano de Rubempré —dijo León Giraud.
—¡Bien! —exclamó Luciano—. Yo os demostraré que valgo lo que Maquiavelo.
—¡Ah! —exclamó Miguel, apretando la mano de León—. Tú acabas de perderle. Luciano —añadió—, tienes trescientos francos, puedes vivir cómodamente con ellos durante tres meses. Pues bien, trabaja, haz una segunda novela, De Arthez y Fulgencio te ayudarán para el plan, tú progresarás y serás un novelista. Yo penetraré en uno de esos lupanares del pensamiento, seré periodista durante tres meses, venderé tus libros a algún librero cuyas publicaciones atacaré, escribiré artículos y conseguiré algunos para ti, te organizaremos un gran éxito, serás un grande hombre, y no dejarás de ser nuestro Luciano.
—¡Me desprecias, entonces, al creer que yo perecería donde tú puedes salvarte! —dijo el poeta.
—¡Perdonadle, Dios mío, es un niño! —exclamó Miguel Chrestien.
Después de haber desentumecido la inteligencia durante las veladas pasadas en casa de De Arthez, Luciano había estudiado las chanzas y los artículos de los pequeños periódicos. Seguro de ser por lo menos igual a los redactores más ingeniosos, ensayose secretamente en aquella gimnasia del pensamiento, y salió una mañana con la triunfal idea de ir a pedir servicio a algún coronel de aquellas tropas ligeras de la Prensa. Vistióse del modo más distinguido, y pasó los puentes pensando que los autores, los periodistas, los escritores, en fin, sus futuros hermanos, tendrían algo más de ternura y desinterés que las dos clases de libreros contra los cuales se habían estrellado sus esperanzas. Encontraría simpatías y algún cariño sincero como el que encontraba en el cenáculo de la calle de Quatre-Vents. Presa de las emociones del presentimiento escuchado y combatido, del que tanto gustan los hombres imaginativos, llegó a la calle Saint-Fiacre, junto al bulevar Montmatre, delante de la casa en que se hallaba la administración de un pequeño periódico y cuyo aspecto le hizo experimentar las palpitaciones del joven que entra en un lugar de mala nota. Sin embargo, subió a las oficinas situadas en el entresuelo. En la primera pieza, dividida en dos partes iguales por un tabique mitad de madera y mitad de reja, encontró a un inválido manco, que sostenía, con su única mano, varias resmas de papel encima de su cabeza y llevaba entre los dientes el librito exigido por la administración del Timbre. Aquel pobre hombre, cuya cara era de un tono amarillo sembrado de bulbos rojos, lo cual le valía el apodo de Calabaza, le señaló al Cerbero del periódico. Este personaje era un viejo oficial condecorado, con la nariz envuelta en unos mostachos grises, un gorro de seda en la cabeza, y sepultado en una amplia levita azul como una tortuga bajo su caparazón.
—¿Desde qué día quiere el señor que se empiece a contar su abono? —le preguntó el oficial del Imperio.
—No vengo para un abono —respondió Luciano.
El poeta miró, encima de la puerta que se hallaba frente a aquella por la cual había entrado, un letrero en el que se leían estas palabras: OFICINA DE REDACCIÓN, y debajo: Prohibida la entrada al público.
—Sin duda una reclamación —dijo el soldado de Napoleón—. ¡Ah!, sí, hemos estado duros con Mariette. ¡Qué queréis!, todavía no sé por qué. Pero si nos preguntáis la razón, estoy dispuesto —añadió mirando unos floretes y unas pistolas que había en una moderna panoplia colgada en un rincón de la pieza.
—Todavía menos, señor. Vengo para hablar con el redactor jefe.
—Aquí nunca hay nadie antes de las cuatro.
—Mi viejo Giroudeau, encuentro once columnas, que hacen, a cien sueldos cada una, cincuenta y cinco francos; he cobrado cuarenta; así, pues, me debéis aún quince francos, como ya os decía…
Estas palabras partían de una pequeña cara socarrona, descolorida como una clara de huevo mal cocido, con dos ojos de un suave azul, pero llenos de malicia, y que pertenecía a un joven delgado, oculto detrás del cuerpo opaco del exmilitar. Esta voz heló a Luciano. Tenía algo del maullido de los gatos y del sofoco asmático de la hiena.
—Sí, mi pequeño miliciano —respondió el oficial retirado—, pero es que vos contáis los títulos y los blancos, y tengo orden de Finot de sumar el total de las líneas y de dividirlas por el número que se quiere para cada columna. Después de haber practicado esta operación estrangulatoria sobre vuestra redacción, se encuentran en ella tres columnas menos.
—¡No paga los blancos, el muy roñoso! En cambio los cuenta a su asociado en el precio de su redacción en masa. Voy a ir a ver a Esteban Lousteau, Vernou…
—No puedo infringir la consigna, pequeño —dijo el oficial—. ¡Cómo es posible que por quince francos protestéis contra vuestra nodriza, vos que hacéis artículos con la misma facilidad con que yo me fumo un cigarro! ¡Eh! Pagáis una taza de ponche menos a vuestros amigos, o ganáis una partida de billar más, ¡y asunto concluido!
—Finot hace unas economías que le van a costar muy caro —respondió el redactor, que se levantó y se fue.
”¡Cualquiera diría que se trata de Voltaire o Rousseau!”, dijo para sí el cajero, mirando al poeta de provincias.
—Señor —dijo Luciano—, volveré alrededor de las cuatro.
Durante la discusión, Luciano había visto en las paredes los retratos de Benjamín Constant, del general Foy y de los diecisiete oradores ilustres del partido liberal, mezclados con caricaturas contra el gobierno. Sobre todo, había mirado la puerta del santuario en el que debía elaborarse la hoja ingeniosa que le divertía todos los días, y que gozaba del derecho de ridiculizar a los reyes, los acontecimientos más graves y, en fin, de ponerlo todo en duda con una palabra graciosa. Fue a pasear por los bulevares, placer nuevo para él, pero tan atrayente que vio en las relojerías como las saetas de los relojes señalaban las cuatro, sin darse cuenta de que no había almorzado. El poeta volvió apresuradamente a la calle Saint-Fiacre, subió la escalera, abrió la puerta y ya no encontró al viejo militar, pero sí al inválido sentado sobre un montón de papel sellado, comiendo un mendrugo de pan y montando la guardia con aire resignado, acostumbrado al periódico como en otro tiempo al servicio militar, y sin comprenderlo, de la misma manera que antes tampoco comprendía el por qué de las rápidas marchas ordenadas por el Emperador. Luciano concibió la idea audaz de engañar a aquel temible funcionario; pasó por delante de él sin quitarse el sombrero y abrió la puerta del santuario como si fuera de la casa. La oficina de redacción ofreció a sus ávidas miradas una mesa redonda cubierta con un tapete verde y seis sillas de paja todavía nuevas. El suelo de aquella pieza no había sido fregado, pero se mantenía limpio, lo cual revelaba que era poco frecuentado. Encima de la chimenea se veía un espejo, un reloj cubierto de polvo, dos candeleros en los que habían sido fijadas brutalmente dos velas y, finalmente, algunas tarjetas de visita. Sobre la mesa había diarios viejos alrededor de un tintero, cuya tinta seca parecía laca, y adornado con plumas retorcidas como soles. En unos papeles leyó algunos artículos de letra ilegible y casi jeroglífica, desgarrados en la parte superior por los cajistas de la imprenta, que se valen de esta señal para reconocer los artículos que ya han sido compuestos. Luego, aquí y allá, sobre papeles grises, admiró las caricaturas dibujadas con bastante ingenio por personas que, sin duda, habían tratado de matar el tiempo haciendo algo para entretenerse. Encima del papel verde que tapizaba la pared, clavados con agujas, vio nueve dibujos diferentes, hechos a pluma, sobre El Solitario, libro que gozaba entonces en Europa de un éxito inaudito y que había de fatigar a los periodistas.
El Solitario, en provincias, asombra a las mujeres. — En un castillo es leído El Solitario. — Efecto del Solitario en los animales domésticos. — Entre los salvajes, el Solitario explicado obtiene el más brillante éxito. — El Solitario traducido al chino y presentado por el autor al emperador, en Pekín. — Elodia violada. Esta caricatura le pareció a Luciano muy impúdica, pero le hizo reír. — El Solitario es paseado procesionalmente bajo palio por los periodistas. — El Solitario haciendo estallar una prensa. — Leído al revés, El Solitario asombra a los académicos por superiores bellezas.
Luciano vio en una faja de periódico un dibujo que representaba a un redactor que tendía el sombrero, y debajo: Finot, ¿y mis cien francos?, firmado con un nombre que se hizo famoso, pero que jamás será ilustre. Entre la chimenea y la ventana había una mesa escritorio, un sillón de caoba, una cesta para los papeles y una alfombra rectangular llamada delante de chimenea, todo ello cubierto por una espesa capa de polvo. Las ventanas sólo tenían pequeñas cortinas. Encima de la mesa escritorio había una veintena de obras depositadas allí durante el día, grabados, música, un ejemplar de la novena edición del Solitario, que seguía siendo la diversión del momento, y una docena de cartas selladas. Cuando Luciano hubo inventariado aquel extraño mobiliario y hecho reflexiones, dieron las cinco. Entonces volvió junto al inválido para interrogarle. “Calabaza” había terminado su mendrugo y esperaba con la paciencia del funcionario que llegase el militar condecorado, que quizás estaba paseando por el bulevar. En aquel momento apareció una mujer en el umbral de la puerta, después de hacer oír el murmullo de su vestido en la escalera y aquel leve paso femenino tan fácil de reconocer. Era bastante bonita.
—Caballero —dijo a Luciano—, ya sé por qué alabáis tanto los sombreros de la señorita Virginia, y vengo ante todo a pediros un abono de un año; pero decidme las condiciones…
—Señora, yo no soy del periódico.
—¡Ah!
—¿Un abono a partir de octubre? —preguntó el inválido.
—¿Qué reclama la señora? —dijo el viejo militar, que reapareció en aquel momento.
El viejo oficial entró en conversación con la bella comerciante de modas. Cuando Luciano, cansado de esperar, volvió a entrar en la primera pieza, oyó esta frase final:
—Estaré muy encantada, caballero. La señorita Florentina podrá venir a mi almacén y que escoja lo que quiera. Tengo las cintas. Así, comprendido: vos ya no hablaréis más de Virginia, una chapucera que es incapaz de inventar una forma. ¡Yo sí que invento!
Luciano oyó caer en la caja cierto número de escudos. Luego el militar se puso a hacer sus cuentas diarias.
—Caballero, estoy aquí desde hace una hora —dijo el poeta con aire algo enojado.
—No han venido —contestó el veterano napoleónico, manifestando contrariedad por cortesía—. No me extraña. Ya hace algún tiempo que no les veo. Estamos a mediados de mes, ¿sabéis? Esos zorros sólo vienen cuando se les paga, del veintinueve al treinta.
—¿Y el señor Finot? —preguntó Luciano, que recordaba el nombre del director.
—Está en su casa, en la calle Feydeau. “Calabaza”, amigo mío, llévale todo lo que ha llegado hoy cuando vayas a entregar el papel a la imprenta.
—¿Dónde se hace, pues, el periódico? —dijo Luciano hablando consigo mismo.
—¿El periódico? —repuso el empleado, y luego, dirigiéndose a “Calabaza”—: Amigo, procura estar mañana a las seis en la imprenta. El periódico, caballero, se hace en la calle, en casa de los autores y en la imprenta, entre las once de la mañana y las doce de la noche. En tiempos del Emperador, no se conocían esas tiendas de papel podrido. ¡Ah!, él os habría hecho sacudir de aquí para allá por cuatro hombres y un cabo y no se hubiese dejado embaucar como éstos por las frases. Pero, basta de charla. Si a mi sobrino le tiene cuenta, no veo ningún mal en ello. ¡Ah!, los abonados me parece que no van a llegar en columna compacta. Voy a abandonar mi puesto de guardia.
—Señor, me parece que estáis muy al corriente de la redacción del periódico.
—Bajo el aspecto financiero —dijo el soldado, carraspeando—. Según el talento, cien sueldos o tres francos la columna de cincuenta líneas de cuarenta letras cada una, sin espacios en blanco, eso es todo. En cuanto a los redactores, son unos jovenzuelos a quienes yo no habría querido como soldados, y que, porque ponen patas de mosca sobre papel blanco, parecen despreciar a un viejo capitán de dragones de la Guardia imperial, jefe de batallón retirado, entrado en todas las capitales de Europa con Napoleón…
Luciano, empujado hacia la puerta por el soldado de Napoleón, que cepillaba su levita azul y manifestaba la intención de salir, tuvo el valor de ponerse de través.
—Vengo para ser redactor —dijo—, y os juro que siento el mayor respeto hacia un capitán de la Guardia imperial, aquellos hombres de bronce…
—Bien dicho, pequeño —repuso el oficial dando un golpecito en el vientre de Luciano—. Pero ¿en qué clase de redactores queréis entrar? —añadió el veterano pasando por delante de Luciano y bajando la escalera.
No se detuvo más que para encender el cigarro en la portería.
—Si llegan suscripciones, recibidlas y tomad nota, señora Chollet. Siempre la suscripción, no conozco más que la suscripción —repuso volviéndose hacia Luciano, que le había seguido—. Finot es mi sobrino, el único de la familia que ha aliviado mi posición. Por eso, cualquiera que busca camorra a Finot se encuentra con el viejo Giroudeau, capitán en los dragones de la Guardia, que marchó siendo simple soldado de caballería del ejército de Sambre-et-Meuse, y estuvo cinco años como maestro de armas en el primero de húsares del ejército de Italia. ¡Uno, dos! y el que le buscase camorra sería hombre muerto. Bueno, pequeño, tenemos diferentes cuerpos en los redactores; hay el que redacta y tiene su sueldo y el que redacta y no cobra nada, que es lo que llamamos un voluntario; en fin, hay también el que no redacta nada y que no es precisamente el más tonto, pues ese no hace faltas, se las da de escritor, pertenece al periódico, nos invita a cenar, haraganea por los teatros, mantiene a una artista y es muy feliz. ¿Qué queréis ser?
—Pues un redactor que trabaje bien y, por lo tanto, bien pagado.
—¡Sois como todos los reclutas que quieren ser mariscales de Francia! Creed al viejo Giroudeau, id con paso acelerado a recoger clavos por la calle, como este hombre valiente que ha servido, esto se ve bien claro. ¿Es algo malo que un viejo soldado que ha corrido mil veces peligro de muerte, vaya a recoger clavos por las calles de París? ¡Dios de Dios, no eres más que un pordiosero, tú no has sostenido al Emperador! En fin, pequeño, ese sujeto que viste esta mañana ha ganado cuarenta francos al mes. ¿Es que vas a hacer algo mejor que él? Y según Finot, es el más inteligente de sus redactores.
—Y cuando fuisteis a Sambre-et-Meuse, ¿os dijeron que había peligro?
—¡Diantre!
—¿Y bien?
—En fin, id a ver a mi sobrino Finot, un buen muchacho, el más leal que podáis encontrar, si es que podéis dar con él, porque se escabulle como una anguila. En su oficio no sé trata de escribir, ¿sabéis?, sino de hacer que los otros escriban. Parece que les gusta más darse la gran vida con las artistas que emborronar papel. ¡Oh, son tipos muy singulares! Hasta la vista.
El cajero movió su temible bastón guarnecido de plomo, una de las protecciones que usaba Germánico, y dejó a Luciano en el bulevar, tan estupefacto por aquel cuadro de la redacción como por los resultados definitivos de la literatura a que había llegado en casa de Vidal y Porchon. Luciano fue diez veces a casa de Andoche Finot, director del periódico, en la calle de Feydeau, sin encontrarle nunca allí.
Era de madrugada, y Finot aún no había regresado. A mediodía, había salido. Estaba desayunando, decían, en tal o cual café. Luciano iba al café, preguntaba por Finot a la dueña, superando repugnancias inauditas: Finot acababa de irse. Finalmente, Luciano, cansado, consideró a Finot como un personaje apócrifo y fabuloso, y le pareció más sencillo acechar a Esteban Lousteau en el restaurante Flicoteaux. Aquel joven periodista le explicaría sin duda el misterio que se cernía sobre la vida del periódico para el cual trabajaba.
Desde el día cien veces bendito en que Luciano conoció a Daniel de Arthez, había cambiado de sitio en el restaurante de Flicoteaux: los dos amigos comían uno al lado del otro, y conversaban en voz baja acerca de alta literatura, sobre los temas a tratar, del modo de presentarlos, de iniciarlos y de efectuar el desenlace. En aquel momento, Daniel de Arthez corregía el manuscrito de El Arquero de Carlos IX, rehacía algunos capítulos, escribía las hermosas páginas que la obra contiene y añadía el magnífico prefacio que quizás es lo que domina el libro y que proyectó nuevas claridades sobre la moderna literatura. Un día, en el momento en que Luciano estaba sentado al lado de Daniel, que le había esperado y cuya mano tenía aún entre la suya, vio en la puerta a Esteban Lousteau, que daba vuelta al pestillo. Luciano abandonó bruscamente la mano de Daniel, y dijo al camarero que deseaba comer en su antiguo sitio, junto al mostrador. De Arthez dirigió a Luciano una de aquellas miradas angelicales en las que el perdón envuelve el reproche, y que cayó de un modo tan vivo en el corazón del poeta, que éste volvió a coger la mano de Daniel para estrechársela de nuevo.
—Se trata para mí de un asunto importante, ya os hablaré de ello —le dijo.
Luciano estaba en su antiguo sitio en el momento en que Lousteau tomó el suyo; se saludaron, y pronto trabaron conversación, la cual llegó a animarse tanto, que Luciano fue a buscar el manuscrito de las Margaritas mientras Lousteau terminaba de comer. Había conseguido que el periodista accediera a leer sus sonetos, y contaba con su benevolencia para encontrar un editor o para entrar en el periódico. A su regreso, vio en el rincón del restaurante a Daniel, tristemente apoyado de codos en la mesa, mirándole con melancolía; pero devorado por la miseria e impulsado por la ambición, fingió no ver a su hermano del cenáculo y siguió a Lousteau. Antes de que declinara el día, el periodista y el neófito fueron a sentarse bajo los árboles en aquella parte del Luxemburgo que de la gran avenida del Observatorio conduce a la calle del Oeste. Esa calle era entonces un largo lodazal, bordeado de planchas y de pantanos, en la que las casas sólo se encontraban hacia la calle de Vaugirard, y aquel pasaje era tan poco frecuentado, que en el momento en que París está comiendo, dos amantes podían pelearse y darse las arras de una reconciliación sin temor a ser vistos. El único aguafiestas posible era el veterano que estaba de guardia junto a la pequeña verja de la calle del Oeste, si el venerable soldado tenía la ocurrencia de aumentar el número de pasos de que se compone su monótono paseo. Fue en aquella avenida, sentados en un banco de madera, entre dos tilos, donde Esteban escuchó los sonetos escogidos como muestra entre las Margaritas. Esteban Lousteau, que después de dos años de aprendizaje tenía el pie en el estribo para ser redactor, y que contaba con algunas amistades entre las celebridades de aquella época, era un personaje imponente a los ojos de Luciano. Por ello, mientras desenrollaba el manuscrito de las Margaritas, el poeta provinciano consideró necesario hacer una especie de prefacio.
—El soneto, caballero, es una de las obras más difíciles de la poesía. Este pequeño poema ha sido generalmente abandonado. Nadie en Francia ha podido rivalizar con Petrarca, cuyo idioma, infinitamente más flexible que el nuestro, admite unos juegos de pensamiento rechazados por nuestro positivismo (perdonadme la palabra). He creído, pues, original empezar por una colección de sonetos. Víctor Hugo ha adoptado la oda, Canalis cultiva la poesía fugitiva, Béranger monopoliza la canción, Casimiro Delavigne acapara la tragedia y Lamartine la meditación.
—¿Sois clásico o romántico? —le preguntó Lousteau.
El aire asombrado de Luciano denotaba tan completa ignorancia del estado de cosas en la república de las letras, que Lousteau juzgó necesario ilustrarle.
—Querido amigo, llegáis en medio de una batalla encarnizada, tenéis que decidiros rápidamente. La literatura, ante lodo, está repartida en varias zonas, pero nuestros grandes hombres están divididos en dos bandos. Los monárquicos son románticos y los liberales, clásicos. La divergencia de las opiniones literarias se une a la divergencia de las opiniones políticas, y de aquí nace una guerra con todas las armas, con la tinta a torrentes, frases aceradas, calumnias punzantes y remoquetes exagerados, entre las glorias nacientes y las caídas. Por singular contraste, los monárquicos románticos piden la libertad literaria y la revocación de las leyes que dan formas convenidas a nuestra literatura; mientras que los liberales quieren mantener las unidades, el ritmo del alejandrino y el tema clásico. Las opiniones literarias en cada bando se hallan, pues, en desacuerdo con las opiniones políticas. Si sois ecléctico, no tendréis a nadie a vuestro lado. ¿De qué parte os ponéis?
—¿Cuáles son los más fuertes?
—Los periódicos liberales tienen muchos más abonados que los realistas y ministeriales; sin embargo, Canalis triunfa, aunque sea monárquico y religioso, y esté protegido por la corte y el clero. ¡Bah! Los sonetos es literatura de antes de Boileau —dijo Esteban al ver a Luciano asustado de tener que escoger entre dos banderas—. Sed romántico. Los románticos se componen de gente joven, y los clásicos son todos pelucas: los románticos triunfarán.
La palabra “peluca” era la última encontrada por el periodista romántico, que con ella ridiculizaba a los clásicos.
—“¡La Vellorita!” —dijo Luciano escogiendo el primero de los dos sonetos que justificaban el título y servían de inauguración.
Pâquerettes des prés, vos couleurs assorties
Ne brillent pas toujours pour égayer les yeux;
Elles disent encor les plus chers de nos voeux
En un poème où l’homme apprend ses sympathies:
Vos étamines d’or par de l’argent serties
Révèlent les trésors dont il fera ses dieux;
Et vos filets, où coule un sang mystérieux,
Ce que coûte un succès en douleurs ressenties!
Est ce pour être éclos le jour où du tombeau
Jésus, ressuscité sur un monde plus beau,
Fit pleuvoir des vertus en secouant ses ailes,
Que l’automme revoit vos courts pétales blancs
Parlant à nos regards de plaisirs infidèles,
Ou pour nos rappeler la fleur de nos vingt ans?
Velloritas de los prados, vuestros colores variados — no brillan siempre para alegrar la vista; — dicen aún los más caros de nuestros votos — en un poema en el que el hombre aprende sus afinidades:
Vuestros estambres de oro, engastados en plata, — revelan los tesoros de los cuales él hará sus dioses; — y vuestras redes, por las que circula una sangre misteriosa, — lo que cuesta un éxito en cuanto a los dolores sentidos.
Es para abrirse el día en que de la tumba — Jesús, resucitado en un mundo más hermoso, — hace llorar virtudes sacudiendo las alas, — por lo que el otoño vuelve a ver vuestros cortos pétalos blancos — que hablan a nuestras miradas de placeres infieles, — ¿o para recordamos la flor de nuestros veinte años?