RUMORES
HELEN acabó de vendar el hombro y dijo:
—Bueno, espero que la herida no se le vuelva a abrir.
Alex se levantó de la banqueta donde había estado sentado mientras duró la cura, y se reclinó en la balaustrada de la veranda.
—Eso espero yo también. Pero aquí en África es difícil predecir lo que va a ocurrir dentro de un minuto.
Helen cruzó los brazos sobre el pecho y sus ojos claros contemplaron la extensión de sabana, la verde mancha del bosque y las lejanas cumbres del Kilimanjaro.
—Es cierto — susurró—. Esta tierra es cruel y violenta —y agregó con voz en la que temblaba la pasión — La odio.
Alex sacudió la cabeza y una sonrisa un poco triste curvó sus labios.
—No opino yo lo mismo. Pese a toda su violencia, creo que es la tierra más generosa. Y no la podría odiar aunque me lo propusiera.
Los ojos de la muchacha se clavaron en el cazador. La reverberación del sol aun hacía más rubio su cabello rizado y aumentaba, si cabe, el aspecto distinguido de su persona. Estaba hermosísima, pensó Alex.
—Le envidio de veras — dijo ella—. Usted debe ser feliz en África. En cambio, para mí, la vida en esta tierra, es una tortura insoportable.
Las últimas palabras fueron dichas con tal acento de pasión, que Alex no pudo por menos que preguntar:
—Entonces, ¿por qué ha venido a vivir aquí?
Helen comenzó a descender los escalones seguida por Alex. Salieron a pleno sol y se encaminaron lentamente hacia la sombra de unos manzanillos que crecían cerca del riachuelo. De repente, la muchacha miró de reojo al cazador y frunció los rojos labios.
—No sé por qué le cuento a usted todo esto. Apenas le conozco y no sé si se va a burlar de mí. Así y todo… bueno, se lo voy a contar.
Se detuvo un momento y apoyó la mano en el tronco de un árbol, alzando el lindo rostro hacia Alex.
—Edgard y yo fuimos inmensamente ricos hasta hace pocos años. Mi padre nos dejó una gran fortuna y una enorme casa en Chelsea. Nuestra vida fue como la de tantos jóvenes ricos. Fiestas, teatros, recepciones, cacerías. Era una vida espléndida y sin preocupaciones. Edgard se encargaba de manejar el dinero de los dos, así es que yo no tenía ni que preocuparme de las cuestiones financieras.
Hizo una breve pausa y agregó:
—Un día, en una cacería, conocí a Allan. Él no pertenecía a nuestro mundo. Era simplemente administrador del dueño de la casa. Era muy fuerte y apuesto, no el hombre enfermo que es ahora. Nos enamoramos y me pidió que me casara con él. Yo accedí, pero antes tenía que pedirle el consentimiento a mi hermano.
La joven palideció, como recordando algo desagradable, y prosiguió:
—Edgard se negó en rotundo, diciendo que yo no me podía casar con un pobre. Debía casarme con alguien de nuestra misma posición social. Fue una escena terrible en la que Allan trató inútilmente de convencer a mi hermano. Pero Edgard no estaba dispuesto a transigir y le echó de casa. Días más tarde vi a Allan. Me dijo que marchaba a África para hacer fortuna y me aseguró que cuando fuera rico regresaría a Londres para casarse conmigo.
—¿Cómo fue que usted y su hermano vinieron a parar aquí?
—Edgard se había metido en negocios que resultaron desastrosos. Para recuperar lo perdido, quiso intentar nuevas operaciones, en las que aun perdió más dinero. Finalmente, tuvo que recurrir a mi fortuna.
Se encogió de hombros con tristeza y añadió:
—Un día me dijo que estábamos arruinados; lo había perdido todo. Pedimos ayuda a nuestras amistades, pero todo el mundo nos volvió la espalda. Siendo pobres, ya nadie tenía interés en nosotros. Entonces escribí a Allan. Me dijo que tenía una mina de diamantes en Tanganyika e insistió en que nos reuniéramos con él. Dijo que entre los tres explotaríamos el negocio y conseguiríamos rehacer nuestra fortuna. Era nuestro único recurso y nos vinimos aquí.
Alex se echó el sombrero hacia la nuca y clavó sus ojos en los de la muchacha.
—Allan fue muy noble — murmuró—. Al verles en la desgracia, olvidó que Edgard le echó de su casa, y le ofreció su ayuda.
Helen asintió con la cabeza.
—Allan es muy bueno. Se merece lo mejor del mundo. Algún tiempo después de llegar nosotros, cogió esas fiebres y creí que era mi deber cuidarle hasta que curara.
—Y ese es su deber — confirmó el cazador.
La muchacha se mordió el labio inferior y en su rostro se pintó el sufrimiento.
—Lo sé. Se lo merece todo. Pero es tan largo este suplicio… Por más que lucho para curarle, va empeorando día a día. Es como una agonía lenta e inacabable. Hay momentos en que parece que experimenta una mejoría, pero luego empeora y la fiebre le consume el cuerpo. A veces creo que no lo podré resistir por mucho tiempo.
La muchacha reclinó la espalda en el tronco del manzanillo y miró a Alex con ojos suplicantes, como en demanda de protección. El cazador comprendió que debía decir algo, por lo menos una palabra de consuelo. Pero, en aquel momento, llegó del bungalow la voz de Edgar:
—¡Helen!
La joven se irguió como arrancada violentamente de un sueño y echó a correr hacia la casa balbuceando:
—Perdóneme. Mi hermano me llama.
Alex vio alejarse su esbelta figura, tan llena de gracia y de encanto. Luego encendió su pipa y echó a andar pensativo por entre los árboles. Se dijo que Helen se estaba debatiendo en medio de una peligrosa crisis emocional. El ambiente de la mina, todas las amenazas y tensiones que parecían flotar en el aire, minaban su sistema nervioso y la estaban llevando al borde del histerismo. Quizá lo cierto era que había nacido para vivir en Londres, no en aquel rincón de África.
Unas voces indígenas llegaron a oídos del cazador. En ellas había como una nota de pasión, de intranquilidad. Sin hacer el menor ruido, Alex avanzó en dirección hacia donde sonaban. Sus pies no hacían crujir una sola rama ni producían el menor roce al posarse en el suelo. Apartó unos arbustos y vio un grupo de trabajadores negros sentados en círculo bajo un árbol.
Hablaban un dialecto bantú que a Alex no le fue difícil comprender.
—Kolongo castigará a los blancos — decía uno de ellos con expresión sombría—. Él no quiere que nos peguen con las correas.
—Tampoco quiere que los blancos no cumplan lo prometido — dijo otro—. Ellos dijeron que cada luna nos darían a cada uno un buey y un collar de bolitas de colores. Y no lo han hecho.
—Es verdad —dijo el que hablara primero—. Y, además, nos pegan y maltratan. Pero Kolongo les castigará.
Alex quedó estupefacto al escuchar aquella conversación. Los malos tratos que Wando diera a aquel trabajador no habían sido una cosa esporádica, sino que era el sistema que se empleaba en la mina. Además, no se cumplían los tratos que se hicieran al contratar a los obreros. El cazador, sintiendo nacer su cólera en su pecho, comprendió que aquella conducta de los blancos podía tener fatales consecuencias.
«¡Pero Kolongo les castigará!»