EL NUEVO DÍA
ALEX abrió los ojos y parpadeo durante unos segundos, cegado por la viva claridad del sol. Luego, poco a poco, sus pupilas se fueron acostumbrando a la luz y empezaron a distinguir el contorno de las cosas. Lo primero que vio fue una ventana por la que entraba el resplandor del día, y esto le lleno de estupor. Entonces se dio cuenta de que su cuerpo se hallaba en posición horizontal, tendido sobre algo blando y mullido. Encima de su cabeza podía ver el techo de un bungalow.
Quiso girar hacia otro lado para ver mejor, pero un agudo dolor en el hombro derecho se lo impidió. Apretó con fuerza los dientes y permaneció inmóvil, tratando de recordar donde estaba y que era lo que le ocurría. Una voz femenina le arranco de su concentración.
—¿Se encuentra usted mejor?
Abrió de nuevo los ojos y vio, inclinado sobre él, el busto de una mujer que le sonreía amistosa. Era una mujer joven y extraordinariamente bonita. El asombro dejo a Alex sin habla.
—¿No puede hablar? —insistió ella solicita.
Estas palabras volvieron a Alex a la realidad.
—Perdón — murmuro — Me encuentro bastante débil. Pero no me explico…
La joven sonrió otra vez. Realmente, era una mujer muy bonita. De unos veintisiete años, su cutis fino y ligeramente bronceado por el sol, contrastaba con sus grandes ojos claros, de mirar dulce y acariciador. Bajo una nariz recta y delicada, se dibujaban unos labios frescos y jugosos, y el cabello, rubio y rizado, formaba como una aureola en torno a su rostro. Era de mediana estatura y su cuerpo estaba espléndidamente bien formado, con el busto juvenil, la cintura esbelta y flexible y las piernas largas y rectas. Pero lo que más impresionaba de ella era su aspecto distinguido, un aire evocador de otra clase de vida mucho más refinada. Y, sin embargo, su atuendo no podía ser más sencillo, ya que consistía en una camisa caqui, cuyo cuello abierto descubría una garganta suave y dorada por el sol, una falda que la cubría hasta poco más abajo de las rodillas y unos zapatos de piel flexible y tacón plano. Con todo, Alex tenía la sensación de hallarse ante la mujer más distinguida que jamás conociera.
—Mi hermano les ha encontrado a usted y a su mulak esta mañana — explicó la joven—. Estaban en el bosque y habían perdido mucha sangre. Ha hecho que les trajesen a nuestra casa.
Estas palabras avivaron el recuerdo en la mente de Alex. Hizo ademán de incorporarse, pero de nuevo el dolor en el hombro se lo impidió. Con una mueca de dolor se dejó caer sobre el lecho.
—¿Dónde está Sengo? —pregunto.
—¿Se refiere a su mulak? —interrogo ella—. Mírelo.
Alex siguió la dirección del brazo de la muchacha y vio, a corta distancia, otro camastro en el que yacía el cuerpo inconsciente de Sengo.
—¿Cómo está? — pregunto Alex con cierta impaciencia.
—Su herida es más grave que la de usted, pero está fuera de peligro explicó la joven—. No tardará en estar bien.
Alex volvió a mirar el camastro donde se encontraba Sengo, y entonces se dio cuenta de que algo más a la derecha había otro lecho en el que reposaba un hombre. Solo su rostro asomaba fuera de las sabanas, y no le fue difícil al cazador comprender que se hallaba consumido por las fiebres.
Sin embargo, pese a su extrema delgadez y a sus mejillas y ojos hundidos, era un rostro agradable y de facciones correctas. Al darse cuenta de que era observado, sus pupilas brillantes se volvieron hacia Alex y sus labios exangües se curvaron en una sonrisa amistosa.
—Esto empieza a parecer un hospital — murmuró con voz débil—. Pero ustedes se repondrán enseguida. Yo soy el único que está dando verdadero trabajo a la pobre Helen.
—No digas eso, Allan — protestó la joven—. Sabes muy bien que cuidarte no es para mí un trabajo molesto.
El sonido de unos pasos recios sobre el suelo de madera llamó la atención de Alex. Poco después, un hombre de elevada estatura hizo su entrada en la estancia con andar firme y decidido. Era un individuo de unos treinta y tres años, de complexión corpulenta y aire dominador. Tenía un rostro de ave de presa, con las facciones acusadas, como talladas en madera, y unos ojos claros y brillantes de mirada aguda y autoritaria. Su cabeza, de cogote robusto y rapado, se veía coronada por una mata de cabellos rubios muy cortos y rizados. Vestía una camisa caqui de manga corta, pantalón de montar con gruesas botas y un salacof algo deteriorado por el uso. Al cinto lucía una canana con un revólver.
Avanzó hasta situarse frente al camastro donde yacía Alex y le contempló con los brazos cruzados sobre el robusto pecho y las piernas muy separadas.
—Amigo, ha salvado la vida de milagro — dijo con voz recia y sonora.
Alex hizo un gesto de asentimiento.
—Creo que debo darle las gracias en nombre mío y de Sengo. Me llamo Alex Saunders — dijo ofreciéndole la diestra.
El recién llegado le dio un fuerte apretón de manos y repuso:
—Cualquiera hubiera hecho lo mismo que yo. Mi nombre es Edgard Parkington — y agregó señalando a la joven—. Esta es mi hermana Helen.
Titubeó un momento y al fin, con un ademán de la cabeza, indicó al joven que yacía en el lecho consumido por la fiebre.
—Aquél es Allan Watchett, el novio de Helen.
Alex no pudo evitar dirigir una rápida mirada a la muchacha. Pero el rostro de ella permanecía totalmente inexpresivo, como rechazando la muda interrogación del cazador.
—Hemos oído hablar de usted —dijo Allan desde el lecho—. Al parecer, su nombre es muy conocido.
—¿Qué les ocurrió? —preguntó Edgard—. Esta mañana les he encontrado a usted y a su mulak desangrándose en el bosque. Por fortuna, mis hombres y yo hemos llegado a tiempo.
Alex frunció el entrecejo.
—Fue algo muy raro — explicó—. Sengo y yo hemos estado cazando por estos territorios. Ayer noche fuimos atacados con lanzas; yo fui herido en un hombro y Sengo en la espalda. Cuando he abierto los ojos, estaba en esta habitación. Lo demás que ocurrió, apenas lo recuerdo.
Edgard se retorció el bigote rubio que adornaba su labio superior.
—Desde luego, es muy extraño. Pero no hay que romperse la cabeza. Lo importante es que se ha salvado usted.
Hubo un breve silencio y al fin Alex murmuró:
—No sabía que existiese un puesto comercial tan cerca del monte Kilimanjaro.
Edgard sacudió la cabeza.
—Esto no es un puesto comercial. Es una mina de diamantes.
Se encasquetó el salacot y se dirigió hacia la puerta, diciendo;
—Mi hermana se encargará de que usted y su mulak se pongan pronto buenos. Está acostumbrada a cuidar enfermos, ¿no es cierto, Helen?
Un ligero temblor agitó los labios de la muchacha, cuyos ojos se clavaron con ternura en el demacrado rostro de Allan.
—Sí, Edgard — repuso en un susurro.