ASEDIO

—AHÍ vienen — murmuró Alex asomando por la ventana el cañón de su máuser.

Los guerreros negros habían permanecido inmóviles durante largo rato. Pero, de pronto, Kolongo se había plantado ante ellos y, agitando su lanza en el aire, comenzó a gritar en su lengua bantú, mientras los tambores aceleraban su ya rápido batir.

Ahora, con un estruendoso griterío, la masa de guerreros se lanzaba al ataque estrechando el anillo en torno al bungalow. Corrían como diablos, agitando sus lanzas y sus escudos, haciendo balancear los penachos de sus cabezas y agitando sus cuerpos de ébano en saltos fantásticos y extravagantes. Semejaban una marea negra y excitada que lo arrollaba todo a su paso. Los semblantes pintarrajeados y con incrustaciones de marfil se crispaban de ferocidad y de sus gargantas partían alaridos belicosos. Eran la viva estampa del exterminio.

Alex se apoyó al hombro la culata del máuser y tomó puntería. Un segundo después oprimía el gatillo. Uno de los guerreros que corrían en primera fila se llevó las manos al pecho y rodó por tierra. El cazador accionó el cerrojo e hizo un nuevo disparo. Otro negro dio un traspiés y se desplomó con un proyectil en la cabeza.

De las otras ventanas comenzaron a disparar sin interrupción. Los cuatro máuseres escupían proyectil tras proyectil. Los guerreros, ofreciendo un blanco magnífico, caían alcanzados de lleno por los disparos. El constante tronar de las armas de fuego se mezclaba con el furioso griterío.

Algunos guerreros, los más adelantados, arrojaban ya contra el bungalow sus lanzas, que se clavaban vibrantes en la madera de las paredes o se hundían en la tierra blanda.

La puntería de Alex era fatal para los atacantes. Con el rostro perfectamente sereno y el pulso firme, derribaba un enemigo a cada disparo y hacía fuego con una rapidez pasmosa. Su máuser no enmudecía ni un solo instante y oprimía el gatillo casi sin apuntar.

Derribó a un gigantesco guerrero de un balazo en plena boca e inmediatamente disparó contra otro que se acercaba demasiado. Ante su ventana eran numerosos los cadáveres que yacían por tierra. Los escudos de nada servían, puesto que les proyectiles perforaban el cuero e igualmente alcanzaban a quien se protegiera tras ellos.

Allan, incorporado en el lecho, asomaba el cañón de su arma por una ventana y hacía fuego con cuidado y precisión. Pocos eran los disparos qué fallaba. Sus manos huesudas y pálidas se crispaban en la culata del máuser y no temblaban al oprimir el gatillo. Pese a ser un enfermo, combatía con una sangre fría y un dominio de sí mismo ejemplares.

Más allá, agazapado detrás de otra ventana, se hallaba Sengo. En el rostro oscuro del mulak brillaban sus dientes en una extraña sonrisa. El placer de la lucha hacía relucir sus ojos. Su alma de guerrero se crecía con el combate. Su máuser, acostumbrado a disparar contra búfalos y elefantes, abatía con gran facilidad a cuantos enemigos se ponían ante su mirilla.

Edgard era el único que daba muestras de inquietud. Con el rostro crispado en una extraña mueca, disparaba con excesiva precipitación, desperdiciando algunos proyectiles. La proximidad de los guerreros le hacía maldecir en voz baja y el creciente, nerviosismo le hacía fallar nuevos disparos.

Helen no se daba punto de reposo. Infatigable, corría de un lado a otro cargando las armas vacías y refrescando los cañones recalentados. El acre olor de la pólvora quemada la hacía toser, pero ella continuaba su tarea sin desfallecer. Sabía que su labor era importantísima para la defensa y, además, no quería defraudar a Alex. Él le había asignado aquella misión y antes deseaba morir que fallar ante los ojos del cazador.

 

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Las bajas sufridas frenaron el ímpetu de los atacantes. Por todas partes se desplomaban los guerreros alcanzados por los proyectiles de los defensores. Instintivamente, algunos iniciaron un movimiento de retroceso. Fue como una señal. La masa de asaltantes dio media vuelta e inició la retirada a todo correr. Los disparos les persiguieron causando nuevas bajas. Cuando se encontraron a considerable distancia, los guerreros de Kolongo se detuvieron y se dispusieron a establecer un asedio. Algunos se apostaron en las chozas de los trabajadores. Un infranqueable círculo de guerreros se cerraba en torno al bungalow.

Alex bajó su máuser y lo arrimó contra la pared.

—Bien, hay que estar alertas. Kolongo es un hombre listo y tenaz. Se propone rendimos por agotamiento.

Miró a Edgard y agregó:

—No está dispuesto a perdonar la ofensa que recibió y los malos tratos que sufrieron sus hombres. No se marchará de aquí hasta que haya cumplido su propósito.

Parkington se puso en pie y fue al otro extremo de la habitación. Encendió un cigarrillo con mano temblorosa y quedó silencioso y sombrío, sumido en negros pensamientos.

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